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5 Cuentos de allan Poe, seleccionados_edit

Published by helardept ayapata, 2021-10-17 23:12:31

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Obra reproducida sin responsabilidad editorial EL GA TO NEGRO Edgar Allan Poe

Ni espero ni quiero que se dé crédito a la historia más extraordinaria, y, sin embargo, más familiar, que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a acep- tar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y, con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quisiera aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo, clara, concretamente y sin comenta- rios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el de horror; pero a muchas personas les pare- cerán menos terribles que barroques. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado de lugar común. Alguna inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo en las circunstancias que relato con terror una

serie normal de causas y de efectos naturalísi- mos. La docilidad y humanidad de mi carácter sorprendieron desde mi infancia. Tan notable era la ternura de mi corazón, que había hecho de mí el juguete de mis amigos. Sentía una auténtica pasión por los animales, y mis padres me permitieron poseer una gran variedad de favoritos. Casi todo el tiempo lo pasaba con ellos, y nunca me consideraba tan feliz como cuando los daba de comer o los acariciaba. Con los años aumentó esta particularidad de mi carácter, y cuando fui hombre hice de ella una de mis principales fuentes de goce. Aquellos que han profesado afecto a un perro fiel y sagaz no requieren la explicación de la naturaleza o intensidad de los goces que eso puede produ- cir. En el amor desinteresado de un animal, en el sacrificio de sí mismo, hay algo que llega directamente al corazón del que con frecuencia ha tenido ocasión de comprobar la amistad

mezquina y la frágil fidelidad del Hombre natu- ral. Me casé joven. Tuve la suerte de descubrir en mi mujer una disposición semejante a la mía. Habiéndose dado cuenta de mi gusto por estos favoritos domésticos, no perdió ocasión alguna de proporcionármelos de la especie más agra- dable. Tuvimos pájaros, un pez de color de oro, un magnífico perro, conejos, un mono pequeño y un gato. Era este último animal muy fuerte y bello, completamente negro y de una sagacidad ma- ravillosa. Mi mujer, que era, en el fondo, algo supersticiosa, hablando de su inteligencia, aludía frecuentemente a la antigua creencia popular que consideraba a todos los gatos ne- gros como brujas disimuladas. No quiere esto decir que hablara siempre en serio sobre este particular, y lo consigno sencillamente porque lo recuerdo. Plutón —se llamaba así el gato— era mi pre- dilecto amigo. Sólo yo le daba de comer, y

adondequiera que fuese me seguía por la casa. Incluso me costaba trabajo impedirle que me siguiera por la calle. Nuestra amistad subsistió así algunos años, durante los cuales mi carácter y mi tempera- mento—me sonroja confesarlo—, por causa del demonio de la intemperancia, sufrió una altera- ción radicalmente funesta. De día en día me hice más taciturno, más irritable, más indiferen- te a los sentimientos ajenos. Empleé con mi mujer un lenguaje brutal, y con el tiempo la afligí incluso con violencias personales. Natu- ralmente, mi pobre favorito debió de notar el cambio de mi carácter. No solamente no les hacía caso alguno, sino que los maltrataba. Sin embargo, por lo que se refiere a Plutón, aún despertaba en mí la consideración suficiente para no pegarle. En cambio, no sentía ningún escrúpulo en maltratar a los conejos, al mono e incluso al perro, cuando, por casualidad o afec- to, se cruzaban en mi camino. Pero iba se- cuestrándome mi mal, porque, ¿qué mal admite

una comparación con el alcohol? Andando el tiempo, el mismo Plutón, que envejecía y, natu- ralmente se hacía un poco huraño, comenzó a conocer los efectos de mi perverso carácter. Una noche, en ocasión de regresar a casa completamente ebrio, de vuelta de uno de mis frecuentes escondrijos del barrio, me pareció que el gato evitaba mi presencia. Lo cogí, pero él, horrorizado por mi violenta actitud, me hizo en la mano, con los dientes, una leve herida. De mí se apoderó repentinamente un furor demon- íaco. En aquel instante dejé de conocerme. Pa- reció como si, de pronto, mi alma original hubiese abandonado mi cuerpo, y una ruindad superdemoníaca, saturada de ginebra, se filtró en cada una de las fibras de mi ser. Del bolsillo de mi chaleco saqué un cortaplumas, lo abrí, cogí al pobre animal por la garganta y, delibe- radamente, le vacié un ojo... Me cubre el rubor, me abrasa, me estremezco al escribir esta abo- minable atrocidad.

Cuando, al amanecer, hube recuperado la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté un senti- miento mitad horror, mitad remordimiento, por el crimen que había cometido. Pero, todo lo más, era un débil y equívoco sentimiento, y el alma no sufrió sus acometidas. Volví a sumir- me en los excesos, y no tardé en ahogar en el vino todo recuerdo de mi acción. Curó entre tanto el gato lentamente. La órbi- ta del ojo perdido presentaba, es cierto, un as- pecto espantoso. Pero después, con el tiempo, no pareció que se daba cuenta de ello. Según su costumbre, iba y venía por la casa; pero, como debí suponerlo, en cuanto veía que me aproxi- maba a él, huía aterrorizado. Me quedaba aún lo bastante de mi antiguo corazón para que me afligiera aquella manifiesta antipatía en una criatura que tanto me había amado anterior- mente. Pero este sentimiento no tardó en ser desalojado por la irritación. Como para mi caí- da final e irrevocable, brotó entonces el espíritu

de perversidad, espíritu del que la filosofía no se cuida ni poco ni mucho. No obstante, tan seguro como que existe mi alma, creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano, una de esas indivisibles primeras facultades o sen- timientos que dirigen el carácter del hombre... ¿Quién no se ha sorprendido numerosas veces cometiendo una acción necia o vil, por la única razón de que sabía que no debía cometerla? ¿No tenemos una constante inclinación, pese a lo excelente de nuestro juicio, a violar lo que es la ley, simplemente porque comprendemos que es la Ley? Digo que este espíritu de perversidad hubo de producir mi ruina completa. El vivo e in- sondable deseo del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar y últimamente a llevar a efecto el suplicio que había infligido al inofensivo ani- mal. Una mañana, a sangre fría, ceñí un nudo

corredizo en torno a su cuello y lo ahorqué de la rama de un árbol. Lo ahorqué con mis ojos llenos de lágrimas, con el corazón desbordante del más amargo remordimiento. Lo ahorqué porque sabía que él me había amado, y porque reconocía que no me había dado motivo alguno para encolerizarme con él. Lo ahorqué porque sabía que al hacerlo cometía un pecado, un pe- cado mortal que comprometía a mi alma in- mortal, hasta el punto de colocarla, si esto fuera posible, lejos incluso de la misericordia infinita del muy terrible y misericordioso Dios. En la noche siguiente al día en que fue come- tida una acción tan cruel, me despertó del sue- ño el grito de: \"¡Fuego!\" Ardían las cortinas de mi lecho. La casa era una gran hoguera. No sin grandes dificultades, mi mujer, un criado y yo logramos escapar del incendio. La destrucción fue total. Quedé arruinado, y me entregué des- de entonces a la desesperación. No intento establecer relación alguna entre causa y efecto con respecto a la atrocidad y el

desastre. Estoy por encima de tal debilidad. Pero me limito a dar cuenta de una cadena de hechos y no quiero omitir el menor eslabón. Visité las ruinas el día siguiente al del incendio. Excepto una, todas las paredes se habían de- rrumbado. Esta sola excepción la constituía un delgado tabique interior, situado casi en la mi- tad de la casa, contra el que se apoyaba la cabe- cera de mi lecho. Allí la fábrica había resistido en gran parte a la acción del fuego, hecho que atribuí a haber sido renovada recientemente. En torno a aquella pared se congregaba la multi- tud, y numerosas personas examinaban una parte del muro con atención viva y minuciosa. Excitaron mi curiosidad las palabras: \"extraño\", \"singular\", y otras expresiones parecidas. Me acerqué y vi, a modo de un bajorrelieve escul- pido sobre la blanca superficie, la figura de un gigantesco gato. La imagen estaba copiada con una exactitud realmente maravillosa. Rodeaba el cuello del animal una cuerda.

Apenas hube visto esta aparición—porque yo no podía considerar aquello más que como una aparición—, mi asombro y mi terror fueron extraordinarios. Por fin vino en mi amparo la reflexión. Recordaba que el gato había sido ahorcado en un jardín contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín fue invadido inme- diatamente por la muchedumbre, y el animal debió de ser descolgado por alguien del árbol y arrojado a mi cuarto por una ventana abierta. Indudablemente se hizo esto con el fin de des- pertarme. El derrumbamiento de las restantes paredes había comprimido a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido. La cal del muro, en combinación con las llamas y el amoníaco del cadáver, produjo la imagen tal como yo la veía. Aunque prontamente satisfice así a mi razón, ya que no por completo mi conciencia, no dejó, sin embargo, de grabar en mi imagina- ción una huella profunda el sorprendente caso que acabo de dar cuenta. Durante algunos me-

ses no pude liberarme del fantasma del gato, y en todo este tiempo nació en mi alma una espe- cie de sentimiento que se parecía, aunque no lo era, al remordimiento. Llegué incluso a lamen- tar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los miserables tugurios que a la sazón frecuentaba, otro favorito de la misma especie y de facciones parecidas que pudiera sustituirle. Hallábame sentado una noche, medio atur- dido, en un bodegón infame, cuando atrajo repentinamente mi atención un objeto negro que yacía en lo alto de uno de los inmensos barriles de ginebra o ron que componían el mobiliario más importante de la sala. Hacía ya algunos momentos que miraba a lo alto del tonel, y me sorprendió no haber advertido el objeto colocado encima. Me acerqué a él y lo toqué. Era un gato negro, enorme, tan corpu- lento como Plutón, al que se parecía en todo menos en un pormenor: Plutón no tenía un solo pelo blanco en todo el cuerpo, pero éste tenía una señal ancha y blanca aunque de forma in-

definida, que le cubría casi toda la región del pecho. Apenas puse en él mi mano, se levantó re- pentinamente, ronroneando con fuerza, se res- tregó contra mi mano y pareció contento de mi atención. Era pues, el animal que yo buscaba. Me apresuré a proponer al dueño su adquisi- ción, pero éste no tuvo interés alguno por el animal. Ni le conocía ni le había visto hasta entonces. Continué acariciándole, y cuando me dis- ponía a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a seguirme. Se lo permití, e inclinán- dome de cuando en cuando, caminamos hacia mi casa acariciándole. Cuando llego a ella se encontró como si fuera la suya, y se convirtió rápidamente en el mejor amigo de mi mujer. Por mi parte, no tardó en formarse en mí una antipatía hacia él. Era, pues, precisamente, lo contrario de lo que yo había esperado. No sé cómo ni por qué sucedió esto, pero su evidente ternura me enojaba y casi me fatigaba. Paulati-

namente, estos sentimientos de disgusto y fas- tidio acrecentaron hasta convertirse en la amar- gura del odio. Yo evitaba su presencia. Una especie de vergüenza, y el recuerdo de mi pri- mera crueldad, me impidieron que lo maltrata- ra. Durante algunas semanas me abstuve de pegarle o de tratarle con violencia; pero gra- dual, insensiblemente, llegué a sentir por él un horror indecible, y a eludir en silencio, como si huyera de la peste, su odiosa presencia. Sin duda, lo que aumentó mi odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la ma- ñana del siguiente día de haberlo llevado a ca- sa. Como Plutón, también él había sido privado de uno de sus ojos. Sin embargo, esta circuns- tancia contribuyó a hacerle más grato a mi mu- jer, que, como he dicho ya, poseía grandemente la ternura de sentimientos que fue en otro tiempo mi rasgo característico y el frecuente manantial de mis placeres más sencillos y pu- ros.

Sin embargo, el cariño que el gato me de- mostraba parecía crecer en razón directa de mi odio hacia él. Con una tenacidad imposible de hacer comprender al lector, seguía constante- mente mis pasos. En cuanto me sentaba, acu- rrucábase bajo mi silla, o saltaba sobre mis rodi- llas, cubriéndome con sus caricias espantosas. Si me levantaba para andar, metíase entre mis piernas y casi me derribaba, o bien, clavando sus largas y agudas garras en mi ropa, trepaba por ellas hasta mi pecho. En esos instantes, aun cuando hubiera querido matarle de un golpe, me lo impedía en parte el recuerdo de mi pri- mer crimen; pero, sobre todo, me apresuro a confesarlo, el verdadero terror del animal. Este terror no era positivamente el de un mal físico, y, no obstante, me sería muy difícil defi- nirlo de otro modo. Casi me avergüenza confe- sarlo. Aun en esta celda de malhechor, casi me avergüenza confesar que el horror y el pánico que me inspiraba el animal habíanse acrecenta- do a causa de una de las fantasías más perfectas

que es posible imaginar. Mi mujer, no pocas veces, había llamado mi atención con respecto al carácter de la mancha blanca de que he hablado y que constituía la única diferencia perceptible entre el animal extraño y aquel que había matado yo. Recordará, sin duda, el lector que esta señal, aunque grande, tuvo primitiva- mente una forma indefinida. Pero lenta, gra- dualmente, por fases imperceptibles y que mi razón se esforzó durante largo tiempo en con- siderar como imaginaria, había concluido ad- quiriendo una nitidez rigurosa de contornos. En ese momento era la imagen de un objeto que me hace temblar nombrarlo. Era, sobre todo, lo que me hacía mirarle como a un mons- truo de horror y repugnancia, y lo que, si me hubiera atrevido, me hubiese impulsado a li- brarme de él. Era ahora, digo, ta imagen de una cosa abominable y siniestra: la imagen ¡de la horca! ¡Oh lúgubre y terrible máquina, máquina de espanto y crimen, de muerte y agonía!

Yo era entonces, en verdad, un miserable, más allá de la miseria posible de la Humani- dad. Una bestia bruta, cuyo hermano fue aniqui- lado por mí con desprecio, una bestia bruta en- gendraba en mí en mí, hombre formado a ima- gen del Altísimo, tan grande e intolerable infor- tunio. ¡Ay! Ni de día ni de noche conocía yo la paz del descanso. Ni un solo instante, durante el día, dejábame el animal. Y de noche, a cada momento, cuando salía de mis sueños lleno de indefinible angustia, era tan sólo para sentir el aliento tibio de la cosa sobre mi rostro y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que yo no podía separar de mí y que parecía eter- namente posada en mi corazón. Bajo tales tormentos sucumbió lo poco que había de bueno en mí. Infames pensamientos convirtiéronse en mis íntimos; los más sombr- íos, los más infames de todos los pensamientos. La tristeza de mi humor de costumbre se acre- centó hasta hacerme aborrecer a todas las cosas y a la Humanidad entera. Mi mujer, sin embar-

go, no se quejaba nunca ¡Ay! Era mi paño de lágrimas de siempre. La mas paciente víctima de las repentinas, frecuentes e indomables ex- pansiones de una furia a la que ciertamente me abandoné desde entonces. Para un quehacer doméstico, me acompañó un día al sótano de un viejo edificio en el que nos obligara a vivir nuestra pobreza. Por los agudos peldaños de la escalera me seguía el gato, y, habiéndome hecho tropezar la cabeza, me exasperó hasta la locura. Apoderándome de un hacha y olvidando en mi furor el espanto pueril que había detenido hasta entonces mi mano, dirigí un golpe al animal, que hubiera sido mortal si le hubiera alcanzado como quer- ía. Pero la mano de mi mujer detuvo el golpe. Una rabia más que diabólica me produjo esta intervención. Liberé mi brazo del obstáculo que lo detenía y le hundí a ella el hacha en el cráneo. Mi mujer cayó muerta instantáneamen- te, sin exhalar siquiera un gemido.

Realizado el horrible asesinato, inmediata y resueltamente procuré esconder el cuerpo. Me di cuenta de que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de que se enteraran los vecinos. Asalta- ron mi mente varios proyectos. Pensé por un instante en fragmentar el cadáver y arrojar al suelo los pedazos. Resolví después cavar una fosa en el piso de la cueva. Luego pensé arrojar- lo al pozo del jardín. Cambien la idea y decidí embalarlo en un cajón, como una mercancía, en la forma de costumbre, y encargar a un man- dadero que se lo llevase de casa. Pero, por último, me detuve ante un proyecto que consi- deré el mas factible. Me decidí a emparedarlo en el sótano, como se dice que hacían en la Edad Media los monjes con sus víctimas. La cueva parecía estar construida a propósi- to para semejante proyecto. Los muros no esta- ban levantados con el cuidado de costumbre y no hacía mucho tiempo había sido cubierto en

toda su extensión por una capa de yeso que no dejó endurecer la humedad. Por otra parte, había un saliente en uno de los muros, producido por una chimenea artifi- cial o especie de hogar que quedó luego tapado y dispuesto de la misma forma que el resto del sótano. No dudé que me sería fácil quitar los ladrillos de aquel sitio, colocar el cadáver y emparedarlo del mismo modo, de forma que ninguna mirada pudiese descubrir nada sospe- choso. No me engañó mi cálculo. Ayudado por una palanca, separé sin dificultad los ladrillos, y, habiendo luego aplicado cuidadosamente el cuerpo contra la pared interior, lo sostuve en esta postura hasta poder establecer sin gran esfuerzo toda la fábrica a su estado primitivo. Con todas las precauciones imaginables, me preocupé una argamasa de cal y arena, preparé una capa que no podía distinguirse de la primi- tiva y cubrí escrupulosamente con ella el nuevo tabique.

Cuando terminé, vi que todo había resultado perfecto. La pared no presentaba la más leve señal de arreglo. Con el mayor cuidado barrí el suelo y recogí los escombros, miré triunfalmen- te en torno mío y me dije: \"Por lo menos, aquí, mi trabajo no ha sido infructuoso\". Mi primera idea, entonces, fue buscar al animal que fue causante de tan tremenda des- gracia, porque, al fin, había resuelto matarlo. Si en aquel momento hubiera podido encontrarle, nada hubiese evitado su destino. Pero parecía que el artificioso animal, ante la violencia de mi cólera, habíase alarmado y procuraba no pre- sentarse ante mí, desafiando mi mal humor. Imposible describir o imaginar la intensa, la apacible sensación de alivio que trajo a mi co- razón la ausencia de la detestable criatura. En toda la noche se presentó, y ésta fue la primera que gocé desde su entrada en la casa, durmien- do tranquila y profundamente. Sí; dormí con el peso de aquel asesinato en mi alma.

Transcurrieron el segundo y el tercer día. Mi verdugo no vino, sin embargo. Como un hom- bre libre, respiré una vez más. En su terror, el monstruo había abandonado para siempre aquellos lugares. Ya no volvería a verle nunca: Mi dicha era infinita. Me inquietaba muy poco la criminalidad de mi tenebrosa acción. Incoóse una especie de sumario que apuró poco las averiguaciones. También se dispuso un recono- cimiento, pero, naturalmente, nada podía des- cubrirse. Yo daba por asegurada mi felicidad futura. Al cuarto día después de haberse cometido el asesinato, se presentó inopinadamente en mi casa un grupo de agentes de Policía y procedió de nuevo a una rigurosa investigación del local. Sin embargo, confiado en lo impenetrable del escondite, no experimenté ninguna turbación. Los agentes quisieron que les acompañase en sus pesquisas. Fue explorado hasta el último rincón. Por tercera o cuarta vez bajaron por último a la cueva. No me altere lo más mínimo.

Como el de un hombre que reposa en la ino- cencia, mi corazón latía pacíficamente. Recorrí l sótano de punta a punta, cruce los brazos sobre mi pecho y me paseé indiferente de un lado a otro. Plenamente satisfecha, la Policía se dis- ponía a abandonar la casa. Era demasiado in- tenso el júbilo de mi corazón para que pudiera reprimirlo. Sentía la viva necesidad de decir una palabra, una palabra tan sólo a modo de triunfo, y hacer doblemente evidente su convic- ción con respecto a mi inocencia. —Señores—dije, por último, cuando los agentes subían la escalera—, es para mí una gran satisfacción habrá desvanecido sus sospe- chas. Deseo a todos ustedes una buena salud y un poco más de cortesía. Dicho sea de paso, señores, tienen ustedes aquí una casa construi- da—apenas sabía lo que hablaba, en mi furioso deseo de decir algo con aire deliberado—. Pue- do asegurar que ésta es una casa excelentemen- te construida. Estos muros... ¿Se van ustedes,

señores? Estos muros están construidos con una gran solidez. Entonces, por una fanfarronada frenética, golpeé con fuerza, con un bastón que tenía en la mano en ese momento, precisamente sobre la pared del tabique tras el cual yacía la esposa de mi corazón. ¡Ah! Que por lo menos Dios me proteja y me libre de las garras del archidemonio. Apenas húbose hundido en el silencio el eco de mis golpes, me respondió una voz desde el fondo de la tumba. Era primero una queja, velada y encontrada como el sollozo de un niño. Des- pués, en seguida, se hinchó en un prolongado, sonoro y continuo, completamente anormal e inhumano. Un alarido, un aullido, mitad horror, mitad triunfo, como solamente puede brotar del infierno, horrible armonía que sur- giera al unísono de las gargantas de los conde- nados en sus torturas y de los demonios que gozaban en la condenación.

Sería una locura expresaros mis sentimien- tos. Me sentí desfallecer y, tambaleándome, caí contra la pared opuesta. Durante un instante detuviéronse en los escalones los gentes. El terror los había dejado atónitos. Un momento después, doce brazos robustos atacaron la pa- red, que cayó a tierra de un golpe. El cadáver, muy desfigurado ya y cubierto de sangre coa- gulada, apareció, rígido, a los ojos de los cir- cundantes. Sobre su cabeza, con las rojas fauces dilata- das y llameando el único ojo, se posaba el odio- so animal cuya astucia me llevó al asesinato y cuya reveladora voz me entregaba al verdugo. Yo había emparedado al monstruo en la tumba.

Obra reproducida sin responsabilidad editorial EL ENTIERRO PREM A TURO Edgar Allan Poe

Hay ciertos temas de interés absorbente, pe- ro demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o des- agradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifi- can y sostienen. Nos estremecemos, por ejem- plo, con el más intenso \"dolor agradable\" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la ma- tanza de San Bartolomé o de la muerte por as- fixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destaca- das y augustas calamidades que registra la his- toria, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito re- cordar al lector que, del largo y horrible catálo-

go de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es par- ticular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios mise- ricordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa! Ser enterrado vivo es, sin ningún género de duda, el más terrorífico extremo que jamás haya caído en suerte a un simple mortal. Que le ha caído en suerte con frecuencia, con mucha frecuencia, nadie con capacidad de juicio lo negará. Los límites que separan la vida de la muerte son, en el mejor de los casos, borrosos e indefinidos... ¿Quién podría decir dónde termi- na uno y dónde empieza el otro? Sabemos que hay enfermedades en las que se produce un cese total de las funciones aparentes de la vida, y, sin embargo, ese cese no es más que una suspensión, para llamarle por su nombre. Hay

sólo pausas temporales en el incomprensible mecanismo. Transcurrido cierto período, algún misterioso principio oculto pone de nuevo en movimiento los mágicos piñones y las ruedas fantásticas. La cuerda de plata no quedó suelta para siempre, ni irreparablemente roto el vaso de oro. Pero, entretanto, ¿dónde estaba el alma? Sin embargo, aparte de la inevitable conclu- sión a priori de que tales causas deben producir tales efectos, de que los bien conocidos casos de vida en suspenso, una y otra vez, provocan inevitablemente entierros prematuros, aparte de esta consideración, tenemos el testimonio directo de la experiencia médica y del vulgo que prueba que en realidad tienen lugar un gran número de estos entierros. Yo podría refe- rir ahora mismo, si fuera necesario, cien ejem- plos bien probados. Uno de características muy asombrosas, y cuyas circunstancias igual que- dan aún vivas en la memoria de algunos de mis lectores, ocurrió no hace mucho en la vecina ciudad de Baltimore, donde causó una conmo-

ción penosa, intensa y muy extendida. La espo- sa de uno de los más respetables ciudadanos- abogado eminente y miembro del Congreso- fue atacada por una repentina e inexplicable enfermedad, que burló el ingenio de los médi- cos. Después de padecer mucho murió, o se supone que murió. Nadie sospechó, y en reali- dad no había motivos para hacerlo, de que no estaba verdaderamente muerta. Presentaba todas las apariencias comunes de la muerte. El rostro tenía el habitual contorno contraído y sumido. Los labios mostraban la habitual pali- dez marmórea. Los ojos no tenían brillo. Falta- ba el calor. Cesaron las pulsaciones. Durante tres días el cuerpo estuvo sin enterrar, y en ese tiempo adquirió una rigidez pétrea. Resumien- do, se adelantó el funeral por el rápido avance de lo que se supuso era descomposición. La dama fue depositada en la cripta familiar, que permaneció cerrada durante los tres años siguientes. Al expirar ese plazo se abrió para recibir un sarcófago, pero, ¡ay, qué terrible cho-

que esperaba al marido cuando abrió perso- nalmente la puerta! Al empujar los portones, un objeto vestido de blanco cayó rechinando en sus brazos. Era el esqueleto de su mujer con la mortaja puesta. Una cuidadosa investigación mostró la evi- dencia de que había revivido a los dos días de ser sepultada, que sus luchas dentro del ataúd habían provocado la caída de éste desde una repisa o nicho al suelo, y al romperse el féretro pudo salir de él. Apareció vacía una lámpara que accidentalmente se había dejado llena de aceite, dentro de la tumba; puede, no obstante, haberse consumido por evaporación. En los peldaños superiores de la escalera que descend- ía a la espantosa cripta había un trozo del ataúd, con el cual, al parecer, la mujer había intentado llamar la atención golpeando la puer- ta de hierro. Mientras hacía esto, probablemen- te se desmayó o quizás murió de puro terror, y al caer, la mortaja se enredó en alguna pieza de

hierro que sobresalía hacia dentro. A llí quedó y así se pudrió, erguida. En el año 1810 tuvo lugar en Francia un caso de inhumación prematura, en circunstancias que contribuyen mucho a justificar la afirma- ción de que la verdad es más extraña que la ficción. La heroína de la historia era mademoi- selle [señorita] Victorine Lafourcade, una joven de ilustre familia, rica y muy guapa. Entre sus numerosos pretendientes se contaba Julien Bos- suet, un pobre littérateur [literato] o periodista de París. Su talento y su amabilidad habían despertado la atención de la heredera, que, al parecer, se había enamorado realmente de él, pero el orgullo de casta la llevó por fin a recha- zarlo y a casarse con un tal Monsieur [señor] Rénelle, banquero y diplomático de cierto re- nombre. Después del matrimonio, sin embargo, este caballero descuidó a su mujer y quizá llegó a pegarla. Después de pasar unos años desdi- chados ella murió; al menos su estado se parec- ía tanto al de la muerte que engañó a todos

quienes la vieron. Fue enterrada, no en una cripta, sino en una tumba común, en su aldea natal. Desesperado y aún inflamado por el re- cuerdo de su cariño profundo, el enamorado viajó de la capital a la lejana provincia donde se encontraba la aldea, con el romántico propósito de desenterrar el cadáver y apoderarse de sus preciosos cabellos. Llegó a la tumba. A media- noche desenterró el ataúd, lo abrió y, cuando iba a cortar los cabellos, se detuvo ante los ojos de la amada, que se abrieron. La dama había sido enterrada viva. Las pulsaciones vitales no habían desaparecido del todo, y las caricias de su amado la despertaron de aquel letargo que equivocadamente había sido confundido con la muerte. Desesperado, el joven la llevó a su alo- jamiento en la aldea. Empleó unos poderosos reconstituyentes aconsejados por sus no pocos conocimientos médicos. En resumen, ella revi- vió. Reconoció a su salvador. Permaneció con él hasta que lenta y gradualmente recobró la sa- lud. Su corazón no era tan duro, y esta última

lección de amor bastó para ablandarlo. Lo en- tregó a Bossuet. No volvió junto a su marido, sino que, ocultando su resurrección, huyó con su amante a América. Veinte años después, los dos regresaron a Francia, convencidos de que el paso del tiempo había cambiado tanto la apa- riencia de la dama, que sus amigos no podrían reconocerla. Pero se equivocaron, pues al pri- mer encuentro monsieur Rénelle reconoció a su mujer y la reclamó. Ella rechazó la reclamación y el tribunal la apoyó, resolviendo que las ex- trañas circunstancias y el largo período trans- currido habían abolido, no sólo desde un punto de vista equitativo, sino legalmente la autori- dad del marido. La Revista de Cirugía de Leipzig, publica- ción de gran autoridad y mérito, que algún editor americano haría bien en traducir y publi- car, relata en uno de los últimos números un acontecimiento muy penoso que presenta las mismas características.

Un oficial de artillería, hombre de gigantesca estatura y salud excelente, fue derribado por un caballo indomable y sufrió una contusión muy grave en la cabeza, que le dejó inconsciente. Tenía una ligera fractura de cráneo pero no se percibió un peligro inmediato. La trepanación se hizo con éxito. Se le aplicó una sangría y se adoptaron otros muchos remedios comunes. Pero cayó lentamente en un sopor cada vez más grave y por fin se le dio por muerto. Hacía calor y lo enterraron con prisa indeco- rosa en uno de los cementerios públicos. Sus funerales tuvieron lugar un jueves. Al domingo siguiente, el parque del cementerio, como de costumbre, se llenó de visitantes, y alrededor del mediodía se produjo un gran revuelo, pro- vocado por las palabras de un campesino que, habiéndose sentado en la tumba del oficial, había sentido removerse la tierra, como si al- guien estuviera luchando abajo. A l principio nadie prestó demasiada atención a las palabras de este hombre, pero su evidente terror y la

terca insistencia con que repetía su historia produjeron, al fin, su natural efecto en la mu- chedumbre. Algunos con rapidez consiguieron unas palas, y la tumba, vergonzosamente su- perficial, estuvo en pocos minutos tan abierta que dejó al descubierto la cabeza de su ocupan- te. Daba la impresión de que estaba muerto, pero aparecía casi sentado dentro del ataúd, cuya tapa, en furiosa lucha, había levantado parcialmente. Inmediatamente lo llevaron al hospital más cercano, donde se le declaró vivo, aunque en estado de asfixia. Después de unas horas volvió en sí, reconoció a algunas perso- nas conocidas, y con frases inconexas relató sus agonías en la tumba. Por lo que dijo, estaba claro que la víctima mantuvo la conciencia de vida durante más de una hora después de la inhumación, antes de perder los sentidos. Habían rellenado la tumba, sin percatarse, con una tierra muy porosa, sin aplastar, y por eso le llegó un poco de aire. Oyó los pasos de la multitud sobre su cabeza y a su

vez trató de hacerse oír. El tumulto en el par- que del cementerio, dijo, fue lo que seguramen- te lo despertó de un profundo sueño, pero al despertarse se dio cuenta del espantoso horror de su situación. Este paciente, según cuenta la historia, iba mejorando y parecía encaminado hacia un res- tablecimiento definitivo, cuando cayó víctima de la charlatanería de los experimentos médi- cos. Se le aplicó la batería galvánica y expiró de pronto en uno de esos paroxismos estáticos que en ocasiones produce. La mención de la batería galvánica, sin em- bargo, me trae a la memoria un caso bien cono- cido y muy extraordinario, en que su acción resultó ser la manera de devolver la vida a un joven abogado de Londres que estuvo enterra- do dos días. Esto ocurrió en 1831, y entonces causó profunda impresión en todas partes, donde era tema de conversación. El paciente, el señor Edward Stapleton, hab- ía muerto, aparentemente, de fiebre tifoidea

acompañada de unos síntomas anómalos que despertaron la curiosidad de sus médicos. Des- pués de su aparente fallecimiento, se pidió a sus amigos la autorización para un examen post-mortem (autopsia), pero éstos se negaron. Como sucede a menudo ante estas negativas, los médicos decidieron desenterrar el cuerpo y examinarlo a conciencia, en privado. Fácilmen- te llegaron a un arreglo con uno de los numero- sos grupos de ladrones de cadáveres que abun- dan en Londres, y la tercera noche después del entierro el supuesto cadáver fue desenterrado de una tumba de ocho pies de profundidad y depositado en el quirófano de un hospital pri- vado. Al practicársele una incisión de cierta longi- tud en el abdomen, el aspecto fresco e incorrup- to del sujeto sugirió la idea de aplicar la batería. Hicieron sucesivos experimentos con los efectos acostumbrados, sin nada de particular en ningún sentido, salvo, en una o dos ocasiones,

una apariencia de vida mayor de la norma en cierta acción convulsiva. Era ya tarde. Iba a amanecer y se creyó opor- tuno, al fin, proceder inmediatamente a la di- sección. Pero uno de los estudiosos tenía un deseo especial de experimentar una teoría pro- pia e insistió en aplicar la batería a uno de los músculos pectorales. Tras realizar una tosca incisión, se estableció apresuradamente un con- tacto; entonces el paciente, con un movimiento rápido pero nada convulsivo, se levantó de la mesa, caminó hacia el centro de la habitación, miró intranquilo a su alrededor unos instantes y entonces habló. Lo que dijo fue ininteligible, pero pronunció algunas palabras, y silabeaba claramente. Después de hablar, se cayó pesa- damente al suelo. Durante unos momentos todos se quedaron paralizados de espanto, pero la urgencia del caso pronto les devolvió la presencia de ánimo. Se vio que el señor Stapleton estaba vivo, aun- que sin sentido. Después de administrarle éter

volvió en sí y rápidamente recobró la salud, retornando a la sociedad de sus amigos, a quie- nes, sin embargo, se les ocultó toda noticia so- bre la resurrección hasta que ya no se temía una recaída. Es de imaginar la maravilla de aquellos y su extasiado asombro. El dato más espeluznante de este incidente, sin embargo, se encuentra en lo que afirmó el mismo señor Stapleton. Declaró que en ningún momento perdió todo el sentido, que de un modo borroso y confuso percibía todo lo que le estaba ocurriendo desde el instante en que fue- ra declarado muerto por los médicos hasta cuando cayó desmayado en el piso del hospital. \"Estoy vivo\", fueron las incomprendidas pala- bras que, al reconocer la sala de disección, hab- ía intentado pronunciar en aquel grave instante de peligro. Sería fácil multiplicar historias como éstas, pero me abstengo, porque en realidad no nos hacen falta para establecer el hecho de que su- ceden entierros prematuros. Cuando reflexio-

namos, en las raras veces en que, por la natura- leza del caso, tenemos la posibilidad de descu- brirlos, debemos admitir que tal vez ocurren más frecuentemente de lo que pensamos. En realidad, casi nunca se han removido muchas tumbas de un cementerio, por alguna razón, sin que aparecieran esqueletos en posturas que sugieren la más espantosa de las sospechas. La sospecha es espantosa, pero es más es- pantoso el destino. Puede afirmarse, sin vacilar, que ningún suceso se presta tanto a llevar al colmo de la angustia física y mental como el enterramiento antes de la muerte. La insopor- table opresión de los pulmones, las emanacio- nes sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se

enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suer- te irremediable es la de los muertos de verdad, estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e inso- portable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede. No conocemos nada tan an- gustioso en la Tierra, no podemos imaginar nada tan horrible en los dominios del más pro- fundo Infierno. Y por eso todos los relatos so- bre este tema despiertan un interés profundo, interés que, sin embargo, gracias a la temerosa reverencia hacia este tema, depende justa y específicamente de nuestra creencia en la ver- dad del asunto narrado. Lo que voy a contar ahora es mi conocimiento real, mi experiencia efectiva y personal.. Durante varios años sufrí ataques de ese ex- traño trastorno que los médicos han decidido llamar catalepsia, a falta de un nombre que mejor lo defina. Aunque tanto las causas inme- diatas como las predisposiciones e incluso el

diagnóstico de esta enfermedad siguen siendo misteriosas, su carácter evidente y manifiesto es bien conocido. Las variaciones parecen serlo, principalmente, de grado. A veces el paciente se queda un solo día o incluso un período más breve en una especie de exagerado letargo. Está inconsciente y externamente inmóvil, pero las pulsaciones del corazón aún se perciben débil- mente; quedan unos indicios de calor, una leve coloración persiste en el centro de las mejillas y, al aplicar un espejo a los labios, podemos detec- tar una torpe, desigual y vacilante actividad de los pulmones. Otras veces el trance dura sema- nas e incluso meses, mientras el examen más minucioso y las pruebas médicas más rigurosas no logran establecer ninguna diferencia mate- rial entre el estado de la víctima y lo que conce- bimos como muerte absoluta. Por regla general, lo salvan del entierro prematuro sus amigos, que saben que sufría anteriormente de catalep- sia, y la consiguiente sospecha, pero sobre todo le salva la ausencia de corrupción. La enferme-

dad, por fortuna, avanza gradualmente. Las primeras manifestaciones, aunque marcadas, son inequívocas. Los ataques son cada vez más característicos y cada uno dura más que el ante- rior. En esto reside la mayor seguridad, de cara a evitar la inhumación. El desdichado cuyo primer ataque tuviera la gravedad con que en ocasiones se presenta, sería casi inevitablemen- te llevado vivo a la tumba. Mi propio caso no difería en ningún detalle importante de los mencionados en los textos médicos. A veces, sin ninguna causa aparente, me hundía poco a poco en un estado de semi- síncope, o casi desmayo, y ese estado, sin dolor, sin capacidad de moverme, o realmente de pensar, pero con una borrosa y letárgica con- ciencia de la vida y de la presencia de los que rodeaban mi cama, duraba hasta que la crisis de la enfermedad me devolvía, de repente, el perfecto conocimiento. Otras veces el ataque era rápido, fulminante. Me sentía enfermo, ate- rido, helado, con escalofríos y mareos, y, de

repente, me caía postrado. Entonces, durante semanas, todo estaba vacío, negro, silencioso y la nada se convertía en el universo. La total aniquilación no podía ser mayor. Despertaba, sin embargo, de estos últimos ataques lenta y gradualmente, en contra de lo repentino del acceso. Así como amanece el día para el men- digo que vaga por las calles en la larga y deso- lada noche de invierno, sin amigos ni casa, así lenta, cansada, alegre volvía a mí la luz del al- ma. Pero, aparte de esta tendencia al síncope, mi salud general parecía buena, y no hubiera po- dido percibir que sufría esta enfermedad, a no ser que una peculiaridad de mi sueño pudiera considerarse provocada por ella. A l despertar- me, nunca podía recobrar en seguida el uso completo de mis facultades, y permanecía siempre durante largo rato en un estado de azoramiento y perplejidad, ya que las faculta- des mentales en general y la memoria en parti- cular se encontraban en absoluta suspensión.

En todos mis padecimientos no había sufri- miento físico, sino una infinita angustia moral. Mi imaginación se volvió macabra. Hablaba de \"gusanos, de tumbas, de epitafios\" Me perdía en meditaciones sobre la muerte, y la idea del entierro prematuro se apoderaba de mi mente. El espeluznante peligro al cual estaba expuesto me obsesionaba día y noche. Durante el prime- ro, la tortura de la meditación era excesiva; du- rante la segunda, era suprema, Cuando las tétricas tinieblas se extendían sobre la tierra, entonces, presa de los más horribles pensa- mientos, temblaba, temblaba como las trémulas plumas de un coche fúnebre. Cuando mi natu- raleza ya no aguantaba la vigilia, me sumía en una lucha que al fin me llevaba al sueño, pues me estremecía pensando que, al despertar, pod- ía encontrarme metido en una tumba. Y cuan- do, por fin, me hundía en el sueño, lo hacía sólo para caer de inmediato en un mundo de fan- tasmas, sobre el cual flotaba con inmensas y

tenebrosas alas negras la única, predominante y sepulcral idea. De las innumerables imágenes melancólicas que me oprimían en sueños elijo para mi relato una visión solitaria. Soñé que había caído en un trance cataléptico de más duración y profundi- dad que lo normal. De. repente una mano helada se posó en mi frente y una voz impa- ciente, farfullante, susurró en mi oído: \"¡Leván- tate!\" Me incorporé. La oscuridad era total. No podía ver la figura del que me había desperta- do. No podía recordar ni la hora en que había caído en trance, ni el lugar en que me encontra- ba. Mientras seguía inmóvil, intentando orde- nar mis pensamientos, la fría mano me agarró con fuerza por la muñeca, sacudiéndola con petulancia, mientras la voz farfullante decía de nuevo: -¡Levántate! ¿No te he dicho que te levantes? -¿Y tú- pregunté- quién eres?

-No tengo nombre en las regiones donde habito- replicó la voz tristemente- Fui un hom- bre y soy un espectro. Era despiadado, pero soy digno de lástima. Ya ves que tiemblo. Me re- chinan los dientes cuando hablo, pero no es por el frío de la noche, de la noche eterna. Pero este horror es insoportable. ¿Cómo puedes dormir tú tranquilo? No me dejan descansar los gritos de estas largas agonías. Estos espectáculos son más de lo que puedo soportar. ¡Levántate! Ven conmigo a la noche exterior, y deja que te muestre las tumbas. ¿No es este un espectáculo de dolor?... ¡Mira! Miré, y la figura invisible que aún seguía apretándome la muñeca consiguió abrir las tumbas de toda la humanidad, y de cada una salían las irradiaciones fosfóricas de la descom- posición, de forma que pude ver sus más es- condidos rincones y los cuerpos amortajados en su triste y solemne sueño con el gusano. Pero, ¡ay!, los que realmente dormían, aunque fueran muchos millones, eran menos que los que no

dormían en absoluto, y había una débil lucha, y había un triste y general desasosiego, y de las profundidades de los innumerables pozos salía el melancólico frotar de las vestiduras de los enterrados. Y, entre aquellos que parecían des- cansar tranquilos, vi que muchos habían cam- biado, en mayor o menor grado, la rígida e in- cómoda postura en que fueron sepultados. Y la voz me habló de nuevo, mientras contemplaba: -¿No es esto, ¡ah!, acaso un espectáculo las- timoso? Pero, antes de que encontrara palabras para contestar, la figura había soltado mi mu- ñeca, las luces fosfóricas se extinguieron y las tumbas se cerraron con repentina violencia, mientras de ellas salía un tumulto de gritos desesperados, repitiendo: \"¿No es esto, ¡Dios mío!, acaso un espectáculo lastimoso?\" Fantasías como ésta se presentaban por la noche y extendían su terrorífica influencia in- cluso en mis horas de vigilia. Mis nervios que- daron destrozados, y fui presa de un horror continuo. Ya no me atrevía a montar a caballo,


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