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A mi abuela, y en especial a mi padre, que me enseñó a apreciarla desde pequeña. Y, cómo no, a María. Espero que no te tome mucho leer este libro esta vez. 2
mmoorrrriiññaa nnoommbbrree ffeemmeenniinnoo SSeennttiimmiieennttoo ddee ttrriisstteezzaaoo ddee ppeennaa qquuee ssee ssiieennttee aall eessttaarr lleejjooss ddee llaa ttiieerrrraa nnaattaall oo ddee llaass ppeerrssoonnaass oolluuggaarreess qquueerriiddooss.. 3
Prólogo. -Entonces, ¿te piensas apuntar o qué? -me pregunta Sara. Me permito el beneficio de la duda por unos segundos. Unos segundos que, en retrospectiva, llegarán a ser decisivos. He escuchado hablar del proyecto, por supuesto, de la boca de mi más grande confidente, que ahora me juzga con la mirada. -Será divertido. -es una afirmación, pero suena más a una amenaza de muerte. Aunque Sara es amante de la vida, su tono no parece estar a favor de lo último. Yo resoplo, porque sé que le irrita. En parte, decir que el proyecto es interesante es quedarse corto, y teniendo en cuenta que la vida de estudiante de Bachillerato en un instituto español no lo es, sería bastante hipócrita renunciar a una oportunidad como ésta. Pero por otra, una parte de mí siente eso que hace que llamamos a nuestros sirvientes, digo, hermanos menores, a que nos alcancen el mando que está a medio metro. Vamos, que soy una vaga irremediable de las pocas que quedan, y levantarme a las ocho de la mañana para ir al Hospital Español (nombre muy refinado para una residencia de ancianos) cuando no suma puntos extra, ni me pagan, no es una oferta que llame mucho la atención. En el fondo, soy buena persona, y me encanta hablar con gente de distintas edades y enterarme de sus experiencias, de tristezas y congojas… En el fondo, pero muy, muy fondo de mi corazón, en un lugar recóndito al cual la luz no se atreve a llegar, sí quiero ir. Quiero escuchar lo que me tengan que decir, porque no son lamentos de viejos, son heridas que no han cicatrizado aún, y las heridas forman historias. Pero… ¿renunciar a tres horas de sueño cuando acabo de hacer un examen que me ha salido… bastante mal, por no ser grosera? Cuéntame otro chiste. -No, Sara, no voy a ir. Sara fija en mí sus ojos, intentando someterme a la presión, pero yo me resisto. Si los puntos pelota pudiesen señalarse al hablar, lo haría de muy buen gusto, pero como la espléndida mente de mi generación aún no se ha atrevido a crear un invento que lo facilite, intento sonar lo más seca posible: -Que no. Ella desiste y se gira a hablar con quienes sí que van a ir. Es su manera de hacerme ver lo que me pierdo, pero me importa poco o nada. Ojalá me hubiese importado entonces. ————————————————————————————————————— Estamos a inicios de enero del 2023. Es un nuevo comienzo, pero al fin y al cabo, sólo es una cifra la que ha cambiado. Y yo, por supuesto, no he cambiado de un minuto a otro. No he cambiado de las 23:59 del 31 de diciembre de 2022 a las doce en punto del 1 de enero del año siguiente. De todas maneras, en mi familia no se celebra el Año Nuevo ni la Navidad (como no lo hace la mayoría de las familias marroquíes). 4
Pero todo lo demás, lenta y paulatinamente, ha cambiado. Lleva haciéndolo desde noviembre, cuando a mi abuela le dio un bajón de azúcar y se volvió otra persona. No era la abuela que yo recordaba, que me untaba pan con mantequilla cuando volvía del cole de pequeña y me miraba con ese brillo especial en los ojos cuando yo me lo zampaba en pocos bocados. Tampoco es la abuela que me hacía cosquillas de pequeña y me regañaba cuando me portaba mal, para luego decirles a mis padres que había estado de maravilla, que qué dulzura de niña y qué tranquila y… En ese funesto y fúnebre día de noviembre, fútil como cualquier otro pero extremadamente importante, esa señora feliz, plena y segura se volvió una masa de carne balbuceante que a duras penas se apoyaba en sus hijos para ir al baño. Mi abuela, Sodia, es una mujer bastante mayor. No importa su edad, pero ya ha recibido su trozo de tarta en esta vida. Sea como sea, y por mucho que mi familia lo niegue con silencios, la muerte le espera a la vuelta de la esquina. Y ello me aterroriza. Darme cuenta que alguien que a mis ojos era inmortal se está yendo sin medir palabra, me hace pensar. Pero pensar pensar, no de un modo u otro. No pienso sobre el sentido de la vida ni lo ignoro, pero intento entender qué sentimiento le despierta a ella. Obviamente, no me acerco a ella y la obligo a filosofar. Todos pensamos, pero no todos filosofamos. Y una iletrada como ella está acostumbrada a seguir más que a pensar. Una conversación lleva a la otra y descubro lo que le hace aferrarse a la vida inconscientemente: Dios, un cliché muy necesario, y sus hijos. Miento, no sus hijos: la presencia de sus hijos. Alguien que ha parido a nueve, 9, para provocar más sorpresa, de los cuales 8 son varones, se contenta no con haberlos traído a este mundo, sino verles. Cada uno está en su rincón del mundo, y sin embargo, en las pocas ocasiones en las que sale de su escondite a visitar a sus padres, la sonrisa vuelve al rostro de mi abuela. Si le preguntasen cuál es su secreto de longevidad, les mostraría esto. Esto es lo que la hace feliz y triste. Su familia. Cuando vuelvo a casa ese día, pienso en cómo tener cerca a sus hijos afecta a mi abuela. Una llamada rápida a Sara y recibo esta respuesta: -Ya era hora de que espabilases. 5
Capítulo 1. Me he levantado temprano sin despertador. Ésto es, obviamente, una mentira como una casa, pero digamos que he roto mi propio récord: sólo me han bastado dos timbrazos para despertarme. Lo achaco a la emoción de ir al Hospital Español, pero en el fondo estoy gratamente satisfecha conmigo misma. Mis padres se extrañan al verme. “¿Y a éste qué le pasa hoy?”, se mofa mi padre. “Ésta” en mi casa se usa como adjetivo calificativo apreciativo, no se vaya nadie a confundir. No sería Rania si no llegase tarde a todo, pero vuelvo a romper mi récord al venir SÓLO cinco minutos con retraso. Esperamos en la puerta principal, evaluándonos en silencio. Es mi primer día, pero la mayoría ya han asistido a más de diez clases. No sabía que la gente tuviera tanto tiempo libre… Bajamos hablando entre nosotros, el nerviosismo ya olvidado. El Sol comienza a calentar y se nos hace casi imposible vernos a la cara, pero pronto llegamos a una zona donde reina la sombra. (Nótese el intento por mi parte de romantizarlo todo). En pocos minutos, alcanzamos la colina del Hospital Español, donde el servicial guardia nos abre la puerta. Todo el esplendor del antiguo protectorado español se alza ante nosotros. El esmero que pusieron los españoles de antaño se nota en todas partes: en el cuidado jardín, en los imponentes edificios q, en los caminos que llevan todos a… el Hospital Español. No es la primera vez que venimos, pero sí la primera vez que visitamos. Todos los años en Primaria, con motivo del Carnaval, veníamos al Hospital. Me acuerdo como si fuera ayer: cada año era un disfraz, pero había algo inmutable: nuestra felicidad. Nos sentíamos dueños del mundo cuando los policías cortaban el tráfico para dejarnos pasar. Con la cabeza bien alta, bajábamos hasta el hospital entre gritos y música. Aún así, la verdad es que nunca entrábamos. Sólo veíamos a los abuelos saludarnos desde la entrada o las ventanas. Lo primero con lo que me saludan al pisar el umbral es el olor a hogar: sopa. Efectivamente, a la vuelta de la esquina está el comedor, una habitación de tonos claros ornamentada con figuras de la religión cristiana. De aquí cogemos un par de sillas y las llevamos a una salita al final del pasillo, pasando por la sala del rezo y encontrándonos con enfermeras que nos regalan varias sonrisas de bienvenida. La primera anciana a la que veo nos da la espalda, un bolso en una mano y la otra en el brazo de una de las enfermeras. -¿Y los chicos del instituto? -inquiere, algo nerviosa. -Pues aquí mismo están -le responde ella con júbilo. 6
La señora se da la vuelta y sus ojos brillan con la emoción del momento, dirigiéndose a su compañero de confidencias, Saber. Nos acompaña hasta la sala, donde el resto nos lleva esperando un buen rato. Todos los alumnos se dirigen hacia su pareja, y yo me quedo de pie, indecisa. No hay suficientes ancianos, así que Sara me hace un ademán con la cabeza y me siento junto a ella. Ahora es cuando conozco a María, mi abuela. Es verla y enamorarme de ella. Con esa sonrisa, ese acento tan particular, que, no obstante, no me es extraño, pues yo misma soy de Andalucía, y una risa que bien podría ser una canción, nos presentamos. Mi vida es nimia frente a la suya, así que me dedicaré a hablar de ella. María nació en Almería con el estallido de la Guerra Civil, cuando “El Franquito éste estaba al mando”. Como muchos millones de españoles, la hambruna y la pobreza les lleva a irse a Málaga a probar suerte con una nueva vida, pero su condición no hace más que empeorar. Entonces es cuando su familia oye hablar del país de los moros, pero con una nueva visión. Ahora ya no son musulmanes que viajan en camellos y “poseen” cuatro esposas, sino Tánger. Simplemente Tánger. Tánger, el París del Norte de África. Allí conviven y convergen culturas de sitios remotos y vecinos. Ingleses, americanos, italianos y, por supuesto, franceses y españoles, comparten espacio y tiempo en la Novia del Norte, Tanja L’Alia, o la Gran Tánger. Se escuchan voces alzándose entre otras en idiomas que la gente desconoce pero siente cerca del corazón. Un tangerino bien podría ser un español con el acento tan perfecto que tiene. Ese tangerino, ahora, se siente en un café, cuenta los nietos que tiene y les enseña español. “¡Qué moderno es nuestro abuelo!”, piensan ellos. No. Moderno, no. Tangerino es la palabra correcta. Aquí es donde aterriza María con su hermana mayor. Enfrente de su casa, se encuentra con Mostafa. En el mismo instante en que lo ve, lo proclamó dueño de su corazón. O como dice ella, lo vi y dihe, “e’te pa’ mí”. Por supuesto, no todo son “vivieron felices y comieron perdices”. Para llegar a éste paso, tuvo que escribir su hermana mayor a su madre y contarle que “un moro ha secuestrado a María en avión”, porque no quería que se distrajese del verdadero propósito por el cual había venido: coser y rezar. María dice que leer y escribir sabe a duras penas, pero que en rezar lo puede hacer incluso en latín, de lo mucho que le enseñaban. Por otro lado, nadie de la familia quería que ella se casase con un moro que iba a tener cuatro esposas. Spoiler: no tuvo cuatro esposas, pero sí cuatro hijos con María. Cuando empezamos a hablar de ellos, me doy cuenta de que nos dirigimos hacia una curva de la cual sí o sí tendremos que salir malparados. Efectivamente, cuando comienza a hablar de cómo tres de sus hijos están felizmente casados en España, y que su único hijo en Tánger trabaja tanto que sólo lo ve a la hora de almorzar y de dormir, María rompe a llorar desconsoladamente. Tras contar hasta cinco, le pregunto en voz baja si la puedo abrazar. 7
Ella responde: “abrázame, hija, y que sea bien fuerte.” El domingo siguiente vamos a casa de mi abuela. Es imponente por fuera, pero no tanto por dentro. Eso es porque antes vivían once personas dentro, pero ahora que sólo hay tres (mi tío vive con ellos), el polvo se amontona en los huecos. Pero no por ello es menos bonita. Abrimos la puerta principal y nos recibe una adorable huerta. Seguimos recto y nos abre ella la puerta, porque acaba de escucharnos venir. La seguimos al interior, donde ella se sienta en un sillón. Está recuperada, pero claramente no del todo. Ahora se ríe y hace bromas, pero cuando nos vayamos se volverá a sumir en ese silencio que se prolonga en la eternidad hasta que el sueño se la traga. Aunque sé que me arrepentiré luego, saco el tema del hospital de ancianos. Mi propia abuela fue a uno en Tánger hace poco, y aún sigue algo traumatizada por lo que vio. Aparte de que la sanidad en Marruecos no es la mejor, creo que sabía que la condición de éstos era mala, pero no tan mala. Es increíble cómo la desgracia de los otros nos sienta a nosotros mejor, y mi abuela no fue la excepción. Aunque no le sentó nada bien ver la situación en la que estaban, por la tarde estaba más que conforme que sólo viese a sus hijos de finde a finde. La cultura del “asilo” no está muy extendida en Tánger ni en Marruecos, para ser francos, pues nuestra religión hace hincapié en la importancia de visitar y cuidar a los padres especialmente cuando se hacen mayores. Por ello mismo, los que van a residencias de ancianos suelen estar en condiciones de extrema pobreza y miseria. Mi abuela conoce ya de antemano el Hospital Español. En la época del protectorado, todas las familias llevaban a sus hijos allí cuando enfermaban, porque se les trataba gratis. No solo eso, sino que actuó de maternidad también, así que muchos tangerinos vieron la luz por primera vez allí. Desde la Independencia de Marruecos, la gente comenzó a ver todo lo español con cierto recelo, y como la clientela empezó a disminuir, se convirtió en residencia de ancianos. Le cuento sobre María, cómo no. Mi abuela, con sólo escucharme hablar de ella, se emociona y le coge cariño. Es un don especial de las abuelas tangerinas: encariñarse con cualquier cosa que respire y que sea bípeda. Al final de mi relato, su semniya, que es cómo llamamos al velo en el norte, está empapada. Cuando le hablo de cómo me abrazó María, a mi abuela le entra una envidia muy sana y me pide lo mismo. Sólo que ella… Bueno, por ponerlo bonito, casi me estrangula. 8
Capítulo 2. Hoy Sara no ha podido venir, pero yo pienso que se está vengando por no haber ido el sábado anterior. Ikram, cuyo abuelo lleva de viaje un buen rato, decide unirse a mí. La cara de María se ilumina al vernos. Lo primero que hace es preguntarnos cómo nos ha ido la semana, qué tal vamos con los exámenes, y enseguida comienza a hablarnos de la importancia de estudiar y no distraerse. Dice que esta época es de “estrujar la mollera”, o sea, de empollar. También recalca que, por mucho que sintamos que estemos cumpliendo la obligación de nuestros padres, al fin y al cabo no les servirá de nada que nos saquemos el Bachillerato ni la licencia. Ambas la notamos ávida de hablar, así que le damos temas. Ella nos cuenta que la semana pasada estuvo haciéndose la inyección en los párpados “pa’ no quedarme sin ojos”. Aunque la anestesia le deja mareada, dice que va mejorando, y que ya van trece años que se la lleva poniendo. La peor parte para ella, sin embargo, no son las náuseas ni el dolor, sino el haberse quedado sin cejas por la máscara que le tienen que poner. Lo ve como castigo divino, porque en su juventud se pasaba las horas pintarrajeándose la cara. Lo dice ella misma, que le gusta cuidarse y que es, o era, bastante coqueta. Ha aprovechado su corta estancia en España para irse a los jardines de Málaga, que describe como un paraíso personal. A ella le gustaría ir más, pero sus piernas no le dan para tanto. Volvemos a sacar a luz el tema de los estudios. Ikram y yo estamos en la misma clase, estudiando Biología y Química. María dice que no le hablemos de Biología porque no entenderá “ná”. Como mucha gent e en aquél entonces, en especial las mujeres, dejó la escuela bastante temprano: sólo tuvo la oportunidad de estudiar unos nueve meses. De hecho, en la época del franquismo, el nivel de analfabetismo era del 25%, especialmente mujeres. Pero que no engañe esta cifra: en realidad, una gran parte sólo sabía leer, escribir y realizar sumas y alguna que otra resta. Aún así, María está satisfecha, porque afirma que el mayor regalo que ello le ha ofrecido es el arte de leer. Cuando los años de su vida se fueron amontonando, decidió matar tiempo leyendo novelas, sobre todo históricas y en especial aquéllas que tratan sobre Tánger, como la que le estamos leyendo ahora. Aunque al principio le costó mucho y tardó cinco meses en terminarse un libro, la práctica dio resultado y ahora, como mucho, le lleva un mes. Todo ello, recalca, es fruto de juntar letra con letra, palabra con palabra, frase con frase… hasta que, cuando se dio cuenta finalmente, el libro no tenía más páginas. Otra cosa que le ha proporcionado su efímero paso por la escuela es la avidez por el saber. No sólo estudiar y dale que estudiar: ella cree firmemente que en esta vida hay que saber de todo. Incluso las cosas malas, porque así las ponemos en segundo plano. Tanto Ikram como yo asentimos. 9
Y de la convivencia se aprende más que de la escuela. Siente que tomar consejo de las personas mayores está infravalorado: mucho de lo que se aprende de ellos no se obtiene en ningún otro lugar. Hay maestros que enseñan vocales, que despiertan vocaciones, pero el pasado de los que han dejado más inviernos atrás puede resultar más valioso. Nos sorprendemos, además, de que conozca tan bien el Instituto en el que estamos ahora, que en su época se hacía llamar el Politécnico. Bastaba con sacarse el Bachillerato para considerarse uno licenciado. Conoce a muchos del instituto que nosotras reconocemos, porque siguen allí. Ikram y yo evocamos las fotos que hay colgadas en la biblioteca. Son iguales a como nos las describe María: las monjas, las literas, incluso el propio edificio. Por mucho que haya cambiado, lo reconoceríamos en cualquier parte. La razón por la que se acuerda tan bien es, cómo no, sus hijos, que pasaron todos por nuestro insti. Claro, ahora son hombres hechos y derechos, y el orgullo que siente por todos ellos se refleja en forma de fulgor en sus ojos. Esos mismos hijos, suspira, tuvo que cuidarlos y mimarlos en una época en la que no había pañales, ni fregonas, ni lavadoras, o “la tonta”, como ella la llama. Según ella, la gente de ahora se pasa de quejica; no entiende cómo puede costarle tanto a la gente si en menos de hora la casa está como nueva. No sé cómo sale el tema, pero hablamos de los bautizos. Por culpa de la guerra, ella tuvo que esperar doce benditos años para que le introdujesen en una palangana de mármol repleta de agua bendita. Comparamos, asimismo, en qué se diferencian las religiones cristiana y musulmana en ese sentido; nosotros sacrificamos un toro a la semana del nacimiento del bebé. Por eso se llama “sbue”, porque viene de “usbue”, o semana en árabe. Curiosa, nos pregunta si damos religión en el instituto. En el nuestro no está siquiera como opción, pero en España se puede escoger entre cristiana y ética. Al ser musulmana, mis padres optaron por ética. Ella concuerda en que la religión es algo muy personal. También enfatiza en la importancia de respetarse mutuamente al tratarse de un tema tan delicado. Dice que las tres grandes religiones monoteístas venimos todos de los hebreos, y que no comprende por qué la gente está tan decidida en demostrar que la suya es mejor que la de los demás. Ahora habla de su nieta con una ternura indescriptible. Está en la universidad y tiene cinturón negro de kárate, algo de lo que María se alegra porque, con los tiempos que corren para las mujeres, es vital saber defenderse. Hablamos, por lo tanto, de lo cara es la universidad, sobre todo con el creciente interés de los estudiantes por estudiar en el extranjero. Se lamenta de cómo, en la actualidad, para vivir relajado hay que estudiar y trabajar al mismo tiempo. O estar forrado, añado yo. Entre risas y consejos, da la hora del almuerzo. María casi se levanta de un salto, se despide y nosotras nos reímos de sus ocurrencias. No podemos esperar hasta el próximo sábado… 10
Capítulo final. No era mi intención, pero ése fue el último sábado. Lo siguiente es un maremágnum borroso de exámenes, excusas, Ramadán, excusas, vacaciones, excusas, exámenes, excusas y fin de año. Ah, y no sé si lo he mencionado, muchas excusas, pero que muchas. Sin darme cuenta, ya ha llegado el curso a su fin, y consigo, las visitas al Hospital Español. Esto va a sonar muy cliché, pero ojalá hubiese ido antes. El año que viene tenemos segundo de Bachillerato, y no habrá manera de que pueda visitar el Hospital con el club TeLeo. Sin embargo, ello no quiere decir que no pueda ir sola… 11
Como ahora tengo los sábados libres, voy a casa de mi abuela. En mi teléfono tengo grabada a María cantando. Mi abuela no entiende nada de español, pero se ríe y tararea con ella casi sin darse cuenta. Yo le intento enseñar la letra, pero tiene un acento muy marcado. La original, también. Suena algo así: Ná te pido, Ná te debo Me voy de tu vera, Olvídame ya Que he pagao con oro Tus carnes morenas No maldigas paya, Que estamos en paz. No te quiero, No me quieras Si to me lo diste, Yo ná te pedí No me eches en cara Que to lo perdiste También a tu vera Yo to lo perdí. Bien pagá, Si tu eres la bien pagá, Porque tus besos compré Y a mí te supiste dar Por un puñao de parné Bien pagá, bien pagá Bien pagá fuiste mujé. No te engaño, Quiero a otra, No creas por eso Que te traicioné No cayó en mis brazos, Me dió sólo un beso, El único beso Que yo no pagué. Ná te pido, Ná me llevo Entre esas paredes Dejo sepultás Penas y alegrías 12
Que te he dao y me diste Y esas joyas que ahora Otro lucirás. Bien pagá, Si tu eres la bien pagá, Porque tus besos compré Y a mí te supiste dar Por un puñao de parné Bien pagá, bien pagá Bien pagá fuiste mujé. ¡Clica aquí para escuchar la canción original! 13
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