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Líneas

Published by Alvarado Paula, 2019-07-21 09:08:49

Description: Líneas

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La línea de la vida —Una mano blanda es sinónimo de inseguridad y de pereza —dijo Jayah a su hija Zita—. Son mejores las manos duras, secas. Son manos de personas que no le temen a nada. Jayah salió del cuarto y la pequeña extendió la suya sobre una falda de flores marchitas. Repasó con el índice izquierdo la línea de la vida. No sabía muy bien por qué en cierto punto dejaba de ser un surco pronunciado, de color café, y pasaba a ser una tenue línea rosa que se dividía en dos partes. La primera vez que su madre la vio se concentró en los ojos de la niña, que no entendió muy bien por qué Jayah calló de repente. La madre le cerró los dedos contra la palma y le dijo que aún no era el momento de hablar. Vadoma, su abuela, tampoco dijo nada al respecto. Se concentró en el humo de su chicote y aseguró que hay muchas formas de conocer la vida de una persona. Zita solía ver las manos de sus amigas en horas de clase. Clara, por ejemplo, tenía una línea de la vida que se extendía hasta el final de su palma. Era una línea sin sobresaltos, con pocos desvíos. Una mano similar a la de su padre, el Capitán Flores, que el día que la saludó le preguntó en qué parte vivía. El hombre oyó la respuesta de la pequeña, quien, además, se mostró dispuesta a narrar cómo los suyos se habían asentado en las afueras del municipio que despertó una mañana con las pisadas de un caballo debilucho que arrastraba un carruaje cargado de alfombras, velos y sartenes de cobre. El Capitán Flores callaba y la niña hablaba. Sus ojos no mostraban ninguna pasión, y podría decirse que correspondían a la mirada de quien calla por el temor a ser descubierto. —¿Y son muchos los que viven ahí? —preguntó mirando a la pequeña. —Sí, muchos —dijo Zita, que tenía ganas de contar cómo los viejos arreglaban calderos y fabricaban herraduras para caballos. Jayah volvió al cuarto y encontró a la pequeña concentrada en la línea de la vida. La mujer la reprendió y le pidió que la acompañara hasta la cabecera del pueblo. De camino, Zita vio huellas de botas en el barro, pero no les dio importancia. No sucedió lo mismo cuando, a

pocos pasos de la carretera, vio una suerte de casita levantada con costales rellenos de piedra, entre los que se adivinaba la boca de un fusil. Dos soldados, firmes a cada lado de la vía, levantaban sus pulgares a los viajeros. En el pueblo, Jayah notó que sus habituales amigos hablaban en susurro una vez la veían cerca. Los temas de conversación cambiaban y la gente solía voltear el rostro. Solo Amalia, la anciana que espera noticias de su hijo desde hace unos años, se atrevió a preguntarle si todo estaba bien. Jayah la miró con extrañeza. Amalia le dijo que, si lo quería, bien podía dejar a la pequeña en su casa, que ella se encargaría de cuidarla hasta que pasara todo. Jayah, nuevamente, no supo qué responder. La anciana la tomó por los hombros y le pidió que le hiciera caso; que, a diferencia de Alfonso, su hijo, que no había querido creer en lo que decían las líneas de su mano, la pequeña podía estar a salvo en su casa. Jayah recordó a Alfonso. Un día aceptó la oferta de un hombre que le invitó unas cervezas y le prometió un buen salario. La tarde que partió le pidió la bendición a su madre, quien, desde entonces, no apaga la luz de la sala y espera que alguien toque la puerta de su casa. Jayah escuchó a la mujer, fue al parque y buscó a quién leerle la mano. Horas después apareció un soldado, un joven de no más de veinte años que, ante ella, abrió la palma derecha y esperó unas palabras sobre su futuro. La mujer vio algo en ella, pero prefirió callar. Le preguntó al muchacho de dónde venía, a qué se dedicaba, quién lo había traído. El joven, recordando tal vez una orden militar, hizo silencio y dijo que los gitanos son todos unos ladrones, que en sus toldas y a la luz de las velas no hacen más que repartir lo que roban, y que las tierras que ocupan no les pertenecen. Jayah le cerró con desprecio la mano, le dijo algo en lengua y, sin dejar de mirarlo a los ojos, le ordenó marcharse de allí si no quería sufrir su destino. El soldado se fue de allí lanzando insultos. Pero Jayah no sintió miedo. La mano del joven era blanda, perezosa; y la línea de la vida era ligera, imprecisa. Zita durmió esa noche en casa de Amalia. No hubo garbanzos ni pollo con azafrán. Tampoco hubo dulces para la cena. La mujer se contentó con ver el rostro de la pequeña,

sus cejas tupidas y su nariz pronunciada. La piel morena le recordaba un poco la de su hijo, pero no quiso pensar en él, aunque le resultaba inevitable. Pronto se quedó dormida, junto a la niña, que vio los primeros fuegos tras la ventana. Unas pocas luces se levantaban en lo alto, allá, junto con los gritos de unos soldados que corrían a las afueras. Zita pensó en su madre, en su rostro alargado y su pelo negro. Una mujer que parecía ir siempre en delantal, una mujer de grandes aretes y coloridas pulseras. Una mujer que solo decía lo importante en su lengua. Una mujer que, para ahorrarse explicaciones, decía llamarse Johana, aun cuando su nombre significa “La que da vida” y eso la hacía feliz, aunque no tenía más hijos. Una mujer que, de haber visto los primeros fuegos, habría corrido, como ella lo hacía ahora, en busca de los suyos. Pronto llegó a la autopista, en la que otros soldados, a ambos lados de la vía, levantaban el pulgar a los últimos viajeros. Zita levantó su mano y vio la línea de la vida. En un punto, había una bifurcación que no sabía cómo leer. La sombra de un militar interrumpió sus interpretaciones. El hombre le ordenó que se marchara de allí, que diera media vuelta y regresara al pueblo. La pequeña fijó la vista en la carretera, que, al igual que las líneas de su mano, ofrecía un desvío hasta la casa de Amalia. Tenía dos caminos para elegir: uno nuevo, desconocido, que se abría ante ella como un valle solitario, y otro que la obligaba a dar marcha atrás para contemplar, desde una ventana, los primeros fuegos que anunciaban las líneas de su mano.


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