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Paulo Coelho - Once minutos

Published by dinosalto83, 2020-07-30 16:14:07

Description: Paulo Coelho - Once minutos

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cintura, sonrió, y con suavidad le tocó el rostro. Él tomó su mano y la apretó contra su cara, también sin saber hasta cuándo debía mantenerla allí, ni con qué intensidad debía agarrarla. Ella sintió ganas de decir que lo amaba. Pero eso lo estropearía todo, podía asustarlo o, lo que era peor, podía hacer que respondiese que él también la amaba. María no quería eso: la libertad de su amor era no pedir ni esperar nada. —El que es capaz de sentir sabe que es posible tener placer incluso antes de tocar a la otra persona. Las palabras, las miradas, todo eso contiene el secreto de la danza. Pero el tren llegó, cada uno va por su lado. Espero poder acompañarte en este viaje hasta... ¿hasta dónde? —De vuelta a Géneve —respondió Ralf. —El que observa, y descubre a la persona con la que siempre ha soñado, sabe que la energía sexual sucede antes que el propio sexo. El mayor placer no es el sexo, es la pasión con la que se practica. Cuando esta pasión es intensa, el sexo viene a consumar la danza, pero nunca es el punto principal. —Hablas del amor como una profesora. María decidió hablar, porque ésa era su defensa, su manera de decirlo todo sin comprometerse con nada: —El que está enamorado hace el amor todo el tiempo, incluso cuando no lo está haciendo. Cuando los cuerpos se encuentran, es simplemente la gota que colma el vaso. Pueden permanecer juntos durante horas, incluso días. Pueden empezar la danza un día y acabar al día siguiente, o incluso no acabar, de tanto placer. Nada que ver con once minutos. —¿Qué? —Te amo. —Yo también te amo. —Perdón. No sé lo que digo. —Ni yo. Se levantó, le dio un beso y salió. Ella misma podía abrir la puerta, ya que la superstición brasileña decía que el dueño de la casa sólo tenía que hacerlo la primera vez que se marchase. Del diario de María, a la mañana siguiente: Ayer por la noche, cuando Ralf Hart me miró, abrió una puerta, como si fuese un ladrón; pero, al marcharse, no se llevó nada de mí, al contrario, dejó olor a rosas, no era un ladrón, sino un novio que me visitaba. Cada ser humano vive su propio deseo; forma parte de su tesoro, y, aunque sea una emoción que pueda apartar a alguien, generalmente trae a quien es importante. Es una emoción que mi alma escogió, y tan intensa que puede contagiarlo todo y a todos a mi alrededor. Cada día escojo la verdad con la que pretendo vivir. Procuro ser práctica, eficiente, profesional. Pero me gustaría poder escoger, siempre, el deseo como mi compañero. No por obligación, ni para atenuar la soledad de mi vida, sino porque es www.lectulandia.com - Página 101

bueno. Sí, es muy bueno. www.lectulandia.com - Página 102

E l Copacabana tenía, en promedio, treinta y ocho mujeres que frecuentaban la casa con regularidad, aunque sólo una, la filipina Nyah, pudiese ser considerada por María como alguien parecido a una amiga. La media de permanencia allí era como mínimo seis meses, y como máximo tres años, porque después recibían una proposición de matrimonio, ser amante fija o, si ya no conseguían atraer la atención de los clientes, Milan les pedía, delicadamente, que se buscasen otro lugar de trabajo. Por eso, era importante respetar la clientela de cada una, y jamás intentar seducir a los hombres que entraban allí y se dirigían directamente a una determinada chica. Además de ser deshonesto, podía ser muy peligroso; la semana anterior, una colombiana había sacado delicadamente una hoja de afeitar del bolso, y poniéndola sobre el vaso de una yugoslava, le había dicho con la voz más tranquila del mundo que la desfiguraría si volvía a aceptar la invitación de cierto director de banco que acostumbraba a ir por allí con regularidad. La yugoslava había alegado que el hombre era libre, y si la había escogido a ella, no podía decir que no. Aquella noche, el hombre entró, saludó a la colombiana y se fue a la mesa en la que estaba la otra. Tomaron la copa, bailaron, y —María creyó que era demasiada provocación— la yugoslava le guiñó un ojo a la otra, como diciendo: «¿Ves? ¡Me ha escogido él!». Pero aquel guiño contenía muchas cosas no dichas: me ha escogido porque soy más atractiva, porque estuve con él la semana pasada y le gustó, porque soy joven. La colombiana no dijo nada. Cuando la serbia volvió, dos horas después, ella se sentó a su lado, sacó la hoja de afeitar del bolso y le cortó el rostro cerca de la oreja: nada profundo, nada peligroso, sólo lo suficiente para dejarle una pequeña cicatriz que le recordase para siempre aquella noche. Se pegaron, la sangre salpicó por todos lados, los clientes salieron asustados. Cuando la policía llegó y quiso saber qué pasaba, la yugoslava dijo que se había cortado la cara con un vaso que había caído de una estantería (no había estanterías en el Copacabana). Ésa era la ley del silencio, o la omertá, como lo llamaban las italianas: todo lo que hubiese que resolver en la rue de Berne, desde el amor a la muerte, sería resuelto, pero sin interferencia de la ley. Allí, ellos hacían la ley. La policía sabía lo de la omertá, vio que la mujer mentía, pero no insistió en el asunto; le costaría mucho dinero al contribuyente suizo si decidía apresarla, www.lectulandia.com - Página 103

procesarla, y alimentarla durante el tiempo que estuviese en prisión. Milan agradeció a los policías la rápida intervención, pero todo era un malentendido, o alguna artimaña de un competidor. En cuanto salieron, les pidió a ambas que jamás volviesen a su bar. Al fin y al cabo, el Copacabana era un local familiar (una afirmación que a María le costaba entender) y tenía una reputación que mantener (lo que la intrigaba más todavía). Allí no había peleas, porque la primera ley era respetar al cliente ajeno. La segunda ley era la total discreción, «semejante a la de un banco suizo», decía él. Sobre todo porque allí se podía confiar en los clientes, que eran seleccionados como un banco selecciona a los suyos, basándose en la cuenta corriente, pero también en los informes policiales, o sea, en los buenos antecedentes. A veces había algún equívoco, algunos casos raros de impago, de agresión o de amenazas a las chicas, pero en los muchos años en los que había creado y desarrollado con esfuerzo la fama de su discoteca, Milan ya sabía identificar a los que debían o no frecuentar la casa. Ninguna de las mujeres sabía cuál era exactamente su criterio. Sin embargo, ya habían visto a alguien bien vestido ser informado de que la discoteca estaba llena aquella noche (aunque estuviese vacía) y en las noches siguientes (o sea: por favor, no vuelva). También habían visto a personas con ropa de sport y sin afeitar ser eufóricamente invitados por Milan a una copa de champán. El dueño del Copacabana no juzgaba por las apariencias, pero al final siempre tenía razón. En una buena relación comercial, todas las partes tienen que estar satisfechas. La gran mayoría de los clientes estaban casados, o tenían una posición importante en alguna empresa. Por otro lado, algunas de las mujeres que trabajaban allí estaban casadas, tenían hijos, y frecuentaban las reuniones de padres en los colegios, sabiendo que no corrían ningún riesgo: si alguno de los padres aparecía en el Copacabana, también estaría comprometido, y no podría decir nada: así funcionaba la omertá. Había camaradería, pero no había amistad; nadie hablaba mucho de su vida. En las pocas conversaciones que había mantenido, María no había descubierto amargura, ni culpa, ni tristeza entre sus compañeras: simplemente una especie de resignación. Y también una extraña mirada de desafío, como si estuviesen orgullosas de sí mismas, enfrentándose al mundo, independientes y confiadas. Después de una semana, cualquier chica recién llegada ya era considerada una «profesional», y recibía instrucciones: ayudar a conservar los matrimonios —una prostituta no puede ser una amenaza para la estabilidad de un hogar—, jamás aceptar invitaciones fuera del horario de trabajo, escuchar confesiones sin dar demasiadas opiniones al respecto, gemir a la hora del orgasmo —María descubrió que todas lo hacían, y que al principio no se lo habían dicho porque era uno de los trucos de la profesión—, saludar a la policía en la calle, mantener actualizado el permiso de trabajo y las revisiones sanitarias, y finalmente, no cuestionarse demasiado sobre los aspectos www.lectulandia.com - Página 104

morales o legales de lo que hacían; eran lo que eran, y punto. Antes de que empezase el movimiento, a María siempre se la veía con un libro, y en seguida pasó a ser conocida como la «intelectual» del grupo. Al principio querían saber si eran historias de amor, pero al ver que se trataba de asuntos áridos y poco interesantes como economía, psicología y, recientemente, administración de haciendas, en seguida la dejaban sola para que continuase con su investigación y sus anotaciones. Por tener muchos clientes fijos, y por ir al Copacabana todos los días, incluso cuando el movimiento era escaso, María se ganó la confianza de Milan y la envidia de sus compañeras; comentaban que la brasileña era ambiciosa, arrogante, y que sólo pensaba en ganar dinero. Esta última parte no dejaba de ser verdad, aunque ella tuviese ganas de preguntarlés si todas ellas no estaban allí por el mismo motivo. En cualquier caso, los comentarios no matan, forman parte de la vida de cualquier persona de éxito. Era mejor ignorarlos y concentrar la atención en sus dos únicos objetivos: volver a Brasil en la fecha señalada y comprar una hacienda. Ralf Hart estaba ahora en su pensamiento de la mañana a la noche, y por primera vez era capaz de ser feliz con un amado ausente, aunque estaba algo arrepentida de haberlo confesado, arriesgándose así a perderlo todo. ¿Pero qué tenía que perder si no pedía nada a cambio? Recordó cómo su corazón había latido más de prisa cuando Milan había dicho que era, o que ya había sido, un cliente especial. ¿Qué significaba aquello? Se sintió traicionada, se puso celosa. Claro que los celos eran normales, aunque la vida ya le hubiese enseñado que era inútil pensar que alguien puede poseer a otra persona (el que cree que eso es posible se engaña a sí mismo). A pesar de ello, no se puede reprimir la idea de los celos, ni tener grandes ideas intelectuales al respecto, y menos, creer que es un signo de fragilidad. «El amor más fuerte es aquel que puede mostrar su fragilidad. En cualquier caso, si mi amor es verdadero —y no sólo una manera de distraerme, de engañarme, de pasar el tiempo que no corre nunca en esta ciudad—, la libertad vencerá los celos, y el dolor que provocan, ya que también el dolor es parte de un proceso natural. El que hace deporte lo sabe: cuando queremos conseguir nuestros objetivos, tenemos que estar dispuestos a soportar una dosis diaria de dolor o malestar. Al principio, es incómodo y no motiva, pero con el paso del tiempo entendemos que forma parte del proceso de sentirse bien, y llega un momento en que, sin el dolor, tenemos la sensación de que el ejercicio no está teniendo el efecto deseado.» Lo peligroso es focalizar ese dolor, darle un nombre de persona, mantenerlo siempre presente en el pensamiento; y de eso, gracias a Dios, María ya había conseguido librarse. Aun así, a veces se descubría pensando en dónde estaría él, por qué no la buscaba, www.lectulandia.com - Página 105

si había pensado que era estúpida con aquella historia de la estación de tren y deseo reprimido, si había huido para siempre porque ella le había confesado su amor... Para evitar que pensamientos tan hermosos se transformasen en sufrimiento, María desarrolló un método: cuando algo positivo relacionado con Ralf Hart viniese a su cabeza, y eso podía ser la chimenea y el vino, una idea que le gustaría discutir con él, o simplemente la agradable ansiedad de saber cuándo volvería, María dejaba lo que estaba haciendo, sonreía hacia el cielo, y agradecía estar viva y no esperar nada del hombre que amaba. Sin embargo, si su corazón empezaba a quejarse de su ausencia, o de las equivocaciones que había cometido cuando estaban juntos, ella se decía a sí misma: «¿Quieres pensar en eso? De acuerdo, sigue haciendo lo que deseas, mientras yo me dedico a cosas más importantes». Seguía leyendo, o, si estaba en la calle, empezaba a prestar atención a todo lo que había a su alrededor: colores, personas, sonidos, sobre todo sonidos, de sus pasos, de las páginas que pasaba, de los coches, de los fragmentos de conversación, y el pensamiento incómodo acababa desapareciendo. Si volvía cinco minutos después, ella repetía el proceso, hasta que esos recuerdos, al ser aceptados pero amablemente rechazados, se apartaban por un tiempo considerable. Uno de esos «pensamientos negativos» era la posibilidad de no volver a verlo. Con un poco de práctica y mucha paciencia, consiguió convertirlo en un «pensamiento positivo»: cuando se fuese, Géneve sería el rostro de un hombre con pelo muy largo y pasado de moda, sonrisa infantil, voz grave. Si alguien le preguntara, muchos años después, cómo era el lugar que había conocido en su juventud, María podría responder: «Bonito, capaz de amar y de ser amado». Del diario de María, en un día de poco movimiento en el Copacabana: De tanto convivir con las personas que vienen aquí, llego a la conclusión de que el sexo ha sido utilizado como cualquier otra droga: para huir de la realidad, para olvidar los problemas, para relajarse. Y, como todas las drogas, es una práctica nociva y destructiva. Si una persona quiere drogarse, ya sea con sexo o con cualquier otra cosa, es problema suyo; las consecuencias de sus actos serán mejores o peores de acuerdo con aquello que ella ha escogido para sí misma. Pero si hablamos de avanzar en la vida, tenemos que entender que lo que es «bueno» es muy diferente de lo que es «mejor». Al contrario de lo que mis clientes piensan, el sexo no puede ser practicado a cualquier hora. Hay un reloj escondido en cada uno de nosotros, y para hacer el amor las manecillas de ambas personas tienen que marcar la misma hora al mismo tiempo. Eso no sucede todos los días. Aquel que ama no depende del acto sexual para sentirse bien. Dos personas que están juntas, y que se quieren, tienen que sincronizar sus manecillas, con paciencia y perseverancia, con juegos y representaciones «teatrales», hasta entender que hacer el amor es mucho más que un encuentro: es un «abrazo» de las partes genitales. Todo tiene importancia. Una persona que vive intensamente su vida goza todo el tiempo y no echa de menos el sexo. Cuando practica el sexo, es por abundancia, porque el vaso de vino está tan lleno que desborda naturalmente, porque es absolutamente inevitable, porque acepta la llamada de la vida, porque en ese momento, sólo en ese momento, consigue perder el control. www.lectulandia.com - Página 106

P. D. Acabo de releer lo que he escrito: ¡Dios mío, me estoy volviendo demasiado intelectual! www.lectulandia.com - Página 107

P oco después de haber escrito eso, y cuando se preparaba para una noche más de Madre Cariñosa o Niña Ingenua, la puerta del Copacabana se abrió y entró Terence, el ejecutivo de la compañía discográfica, uno de los clientes especiales. Milan pareció satisfecho detrás de la barra: ella no lo había decepcionado. María recordó en ese mismo momento palabras que decían tantas cosas y al mismo tiempo no decían nada: «Dolor, sufrimiento, y mucho placer». —He venido de Londres especialmente para verte. He pensado mucho en ti. Ella sonrió, intentando que su sonrisa no fuese una invitación. Pero una vez más él no siguió el ritual, no la invitó a nada, sólo se sentó a la mesa. —Cuando se hace que una persona descubra algo, el profesor también acaba descubriendo algo nuevo. —Sé a qué te refieres —respondió María, acordándose de Ralf Hart, e irritándose con su propio recuerdo. Estaba con otro cliente, tenía que respetarlo y hacer lo posible para dejarlo contento. —¿Quieres seguir adelante? Mil francos. Un universo escondido. Un jefe que la miraba. La certeza de que podría parar cuando quisiese. La fecha marcada para el regreso a Brasil. Otro hombre, que no aparecía nunca. —¿Tienes prisa? —preguntó María. Él dijo que no. ¿Qué quería ella? —Quiero mi copa, mi baile, el respeto por mi profesión. Él dudó durante algunos minutos, pero era parte del teatro, de dominar y de ser dominado. Pagó la copa, bailó, pidió un taxi, le entregó el dinero mientras cruzaban la ciudad, y fueron al mismo hotel. Entraron, él saludó al portero italiano de la misma manera en que lo había hecho la noche que se conocieron, subieron a la misma habitación con vista al río. Terence prendió un fósforo; fue entonces cuando María se dio cuenta de que había decenas de velas esparcidas por la habitación. Él empezó a encenderlas. —¿Qué quieres saber? ¿Por qué soy así? ¿Por qué, si no me equivoco, te encantó la noche que pasamos juntos? ¿Quieres saber por qué tú también eres así? —Pienso que en Brasil tenemos la superstición de no encender más de tres cosas con el mismo fósforo. Y no la estás respetando. Él ignoró el comentario. www.lectulandia.com - Página 108

—Tú eres como yo. No estás aquí por los mil francos, sino por el sentimiento de culpa, de dependencia, por tus complejos y tu inseguridad. Y eso no es bueno ni malo, es la naturaleza humana. Tomó el control remoto de la tele y cambió varias veces de canal, hasta detenerse en un informativo, en el que unos refugiados intentaban escapar de una guerra. —¿Lo ves? ¿Conoces esos programas en los que la gente va a discutir sus problemas personales delante de todo el mundo? ¿Has visto los titulares en el quiosco? El mundo se alegra con el sufrimiento y con el dolor. Sadismo al ver, masoquismo al concluir que no tenemos que saber todo eso para ser felices y, aun así, asistimos a la tragedia ajena, y a veces sufrimos con ella. Él sirvió otras dos copas de champán, apagó la tele y siguió encendiendo las velas. —Repito: es la condición humana. Desde que fuimos expulsados del paraíso, sufrimos, o hacemos sufrir a alguien, u observamos el sufrimiento de los demás. Es incontrolable. Oyeron el ruido de los truenos afuera, una enorme tempestad se estaba aproximando. —Pero yo no soy capaz —dijo María—. Me parece ridículo creer que tú eres mi maestro y yo tu esclava. Terence había acabado de encender todas las velas. Tomó una de ellas, la colocó en el centro de la mesa, volvió a servir champán y caviar. María bebía de prisa, pensando en los mil francos que ya estaban en su bolso, en lo desconocido que la fascinaba y la amedrentaba, en la manera de controlar su pavor. Sabía que, con aquel hombre, una noche jamás era como la otra, no podía amenazarlo. —Siéntate. La voz se alternaba entre dulce y autoritaria. María obedeció, y una ola de calor recorrió su cuerpo; aquella orden era familiar, ella se sentía más segura. «Teatro. Tengo que entrar en la obra de teatro.» Estaba bien recibir órdenes. No tenía que pensar, simplemente obedecer. Pidió más champán, él le trajo vodka; subía más de prisa, liberaba con más facilidad, acompañaba mejor el caviar. Abrió la botella, María prácticamente bebió sola, mientras oía los truenos. Todo colaboraba para el momento perfecto, como si la energía de los cielos y de la tierra mostrase también su lado violento. En un momento dado, Terence sacó una pequeña maleta del armario y la puso sobre la cama. —No te muevas. María se quedó inmóvil. Él abrió la maleta y sacó dos pares de esposas de metal cromado. www.lectulandia.com - Página 109

—Siéntate con las piernas abiertas. Ella obedeció, impotente por voluntad propia, sumisa porque así lo deseaba. Notó que él miraba entre sus piernas, podía ver la bombacha negra, las medias, los muslos, podía imaginar el vello, el sexo. —¡Ponte de pie! Ella se levantó de la silla. A su cuerpo le costó mantener el equilibrio, y vio que estaba más embriagada de lo que imaginaba. —¡No me mires! ¡Baja la cabeza, respeta a tu dueño! Antes de bajar la cabeza, un látigo fino fue retirado de la maleta y estalló en el aire, como si tuviese vida propia. —Bebe. Mantén la cabeza baja, pero bebe. Bebió uno más, dos, tres vasos de vodka. Ahora no era simplemente una obra de teatro, sino la realidad de la vida: no tenía control. Se sentía un objeto, un simple instrumento, y por increíble que parezca, aquella sumisión le daba la sensación de completa libertad. Ya no era la maestra, la que enseña, la que consuela, la que escucha las confesiones, la que excita; era sólo la niña del interior de Brasil, ante el poder gigantesco del hombre. —Quítate la ropa. La orden fue seca, sin deseo, y, sin embargo, de lo más erótico. Manteniendo la cabeza baja en señal de reverencia, María desabotonó el vestido y dejó que resbalase hasta el suelo. —No te estás portando bien, ¿lo sabías? De nuevo el látigo estalló en el aire. —Hay que castigarte. Una niña de tu edad, ¿cómo te atreves a contrariarme? ¡Deberías estar de rodillas delante de mí! María hizo ademán de arrodillarse, pero el látigo la interrumpió; por primera vez tocaba su carne, en las nalgas. Escocía, pero parecía no dejar marcas. —No te dije que te arrodillases. ¿O sí? —No. El látigo tocó sus nalgas otra vez. —Di «No, mi señor». Y un latigazo más. Más escozor. Por una fracción de segundo, ella pensó que podía parar todo aquello inmediatamente; o también podía escoger ir hasta el final, no por el dinero, sino por lo que él había dicho la primera vez, un ser humano sólo se conoce cuando va hasta sus límites. Y aquello era nuevo; era la Aventura, podía decidir más tarde si le gustaría continuar, pero en aquel instante ella dejó de ser la chica que tiene tres objetivos en la vida, que ganaba dinero con su cuerpo, que había conocido a un hombre con una chimenea e historias interesantes que contar. Allí ella no era nadie, y al no ser nadie, era todo lo que soñaba. www.lectulandia.com - Página 110

—Quítate toda la ropa. Y anda de un lado para otro, para que yo pueda verte. Una vez más obedeció, manteniendo la cabeza baja, sin decir una sola palabra. El hombre que la miraba estaba vestido, impasible, no era la misma persona con la que había venido hablando desde la discoteca, era un Ulises que venía de Londres, un Teseo que llegaba del cielo, un secuestrador que invadía la ciudad más segura del mundo y el corazón más cerrado de la tierra. Se quitó la bombacha, el sostén, se sintió indefensa y protegida al mismo tiempo. El látigo estalló de nuevo en el aire, esta vez sin tocar su cuerpo. —¡Mantén la cabeza baja! Estás aquí para ser humillada, para ser sometida a todo lo que yo desee, ¿entiendes? —Sí, señor. Él agarró sus brazos y colocó el primer par de esposas en sus muñecas. —Y vas a sufrir mucho. Hasta que aprendas a comportarte. Con la mano abierta, le dio una palmada en las nalgas. María gritó, esta vez le había dolido. —Así que te quejas, ¿verdad? Pues vas a ver lo que es bueno. Antes de que ella pudiese reaccionar, una mordaza de cuero le estaba tapando la boca. No le impedía hablar, podía decir «amarillo» o «rojo», pero sentía que era su destino dejar que aquel hombre pudiese hacer con ella lo que quisiese, y no tenía forma de escapar de allí. Estaba desnuda, amordazada, esposada, con vodka corriendo por sus venas en lugar de sangre. Otra palmada en las nalgas. —¡Anda de un lado para otro! María empezó a andar, obedeciendo las órdenes «para», «gira a la derecha», «siéntate», «abre las piernas». Alguna vez que otra, incluso sin motivo, se llevaba una palmada, y sentía el dolor, sentía la humillación, que era más poderosa y fuerte que el dolor, y se sentía en otro mundo, donde no había nada más, y eso era una sensación casi religiosa, anularse por completo, servir, perder la idea del ego, de los deseos, de la propia voluntad. Estaba completamente mojada, excitada, sin comprender lo que sucedía. —¡Ponte otra vez de rodillas! Como mantenía siempre la cabeza baja, en señal de obediencia y humillación, María no podía ver exactamente lo que estaba pasando; pero notaba que, en otro universo, otro planeta, aquel hombre estaba agotado, cansado de hacer estallar el látigo y azotarle las nalgas con la palma de la mano abierta, mientras ella se sentía cada vez más llena de fuerza y energía. Ahora había perdido la vergüenza, y no se incomodaba por mostrar que le estaba gustando, empezó a gemir, le pidió que le tocase el sexo, pero él, en vez de eso, la agarró y la arrojó sobre la cama. Con violencia, pero con una violencia que ella sabía que no le iba a causar ningún daño, abrió las piernas y ató cada una de ellas a un lado de la cama. Las manos www.lectulandia.com - Página 111

esposadas a la espalda, las piernas abiertas, la mordaza en la boca, ¿cuándo iba a penetrarla? ¿No veía que ella ya estaba lista, que quería servirle, que era su esclava, su animal, su objeto, que haría cualquier cosa que él le mandase? —¿Te gustaría que te reventase toda? Ella vio que él apoyaba el mango del látigo en su sexo. Lo frotó de arriba abajo y, en el momento en el que tocó su clítoris, ella perdió el control. No sabía cuánto tiempo hacía que estaban allí, no imaginaba cuántas veces había sido azotada, pero de repente vino el orgasmo, el orgasmo que decenas, centenas de hombres, en todos aquellos meses, jamás habían conseguido despertar. Una luz explotó, ella sentía que entraba en una especie de agujero negro en su propia alma, donde el dolor intenso y el miedo se mezclaban con el placer total, aquello la empujaba más allá de todos los límites que había conocido; María gimió, gritó con la voz sofocada por la mordaza, se sacudió en la cama, sintiendo que las esposas le cortaban las muñecas y las tiras de cuero le destrozaban los tobillos, se movió como nunca justamente porque no podía moverse, gritó como jamás había gritado, porque tenía una mordaza en la boca y nadie podría oírla. Aquello era el dolor y el placer, el mango del látigo presionando el clítoris cada vez más fuerte, y el orgasmo saliendo por la boca, por el sexo, por los poros, por los ojos, por toda su piel. Entró en una especie de trance, y poco a poco fue bajando, bajando, el látigo ya no estaba entre sus piernas, sólo el vello mojado por el sudor abundante, y manos cariñosas que le retiraban las esposas y desataban las tiras de cuero de sus pies. Ella permaneció allí acostada, confusa, incapaz de mirar al hombre porque estaba avergonzada de sí misma, de sus gritos, de su orgasmo. Él le acariciaba el pelo, y también jadeaba, pero el placer había sido exclusivamente suyo; él no había tenido ningún momento de éxtasis. Su cuerpo desnudo abrazó a aquel hombre completamente vestido, exhausto de tantas órdenes, tantos gritos, tanto control de la situación. Ahora no sabía qué decir, cómo continuar, pero estaba segura, protegida, porque él la había invitado a ir hasta una parte suya que no conocía, era su protector y su maestro. Empezó a llorar, y él pacientemente esperó a que terminase. —¿Qué has hecho conmigo? —decía entre lágrimas. —Lo que querías que hiciese. Ella lo miró y sintió que lo necesitaba desesperadamente. —Yo no te forcé, no te obligué, y no te oí decir: «amarillo»; mi único poder era el que tú me dabas. No había ningún tipo de obligación, de chantaje, era simplemente tu voluntad; aunque tú fueses la esclava y yo el señor, mi único poder era empujarte hacia tu propia libertad. Esposas. Tiras de cuero en los pies. Mordaza. Humillación, que era más fuerte y más intensa que el dolor. Aun así, él tenía razón, la sensación era de total libertad. www.lectulandia.com - Página 112

María estaba repleta de energía, de vigor, y sorprendida al ver que el hombre que estaba a su lado estaba exhausto. —¿Llegaste al orgasmo? —No —dijo él—. El señor está para forzar al esclavo. El placer del esclavo es la alegría del señor. Nada de aquello tenía sentido, porque no es lo que cuentan las historias, no es así en la vida real. Pero aquél era un mundo de fantasía, ella estaba llena de luz, y él parecía opaco, agotado. —Puedes irte cuando quieras —dijo Terence. —No quiero irme, quiero entender. —No hay nada que entender. Ella se levantó, con la belleza y la intensidad de su desnudez, y sirvió dos copas de vino. Encendió dos cigarrillos y le dio uno, los papeles se habían invertido, era la señora la que servía al esclavo, recompensándolo por el placer que le había dado. —Ahora me vestiré y me marcharé. Pero me gustaría hablar un rato antes. —No hay nada de que hablar. Eso era lo que yo quería, y has estado maravillosa. Estoy cansado, mañana tengo que volver a Londres. Él se acostó y cerró los ojos. María no sabía si fingía dormir, pero eso no le importaba; fumó el cigarrillo con placer, bebió lentamente su copa de vino con la cara pegada al cristal, mirando el lago y deseando que alguien, en la otra orilla, la viese así, desnuda, plena, satisfecha, segura. Se vistió, salió sin decir adiós, y sin importarle si él le abría o no la puerta, porque no tenía la certeza de querer volver. Terence oyó que la puerta se cerraba, esperó para ver si ella no volvía diciendo que había olvidado algo, y después de algunos minutos se levantó y encendió otro cigarrillo. La chica tenía estilo, pensó. Había sabido aguantar el látigo, aunque eso fuese lo más común, lo más antiguo, y el menor de todos los suplicios. Por un momento, recordó la primera vez que había experimentado esta misteriosa relación entre dos seres que desean acercarse, pero sólo lo consiguen infligiendo sufrimiento a los demás. Allí fuera, millones de parejas practicaban sin darse cuenta, todos los días, el arte del sadomasoquismo. Iban al trabajo, volvían, se quejaban de todo, agredían o eran agredidos por la mujer, se sentían miserables, pero profundamente ligados a la propia infelicidad, sin saber que bastaba un gesto, un «hasta nunca más», para liberarse de la opresión. Terence lo había experimentado con su primera esposa, una famosa cantante inglesa; vivía torturado por los celos, haciendo escenas, pasando días bajo los efectos de calmantes, y noches embriagado de alcohol. Ella lo amaba, no entendía por qué se comportaba así; él la amaba, y tampoco entendía su propio comportamiento. Pero era como si la agonía que uno infligía al otro fuese necesaria, www.lectulandia.com - Página 113

fundamental para la vida. Una vez, un músico, que él consideraba muy extraño porque parecía demasiado normal en aquel medio de gente exótica, olvidó un libro en el estudio. La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher—Masoch. Terence se puso a hojearlo y, a medida que leía, se comprendía mejor a sí mismo: La hermosa mujer se desnudó y tomó un largo látigo, con un pequeño mango, que ató a la muñeca. «Me lo has pedido —dijo ella—. Entonces voy a azotarte.» «Hazlo —susurró su amante—. Te lo imploro. » Su mujer estaba del otro lado del cristal del estudio, ensayando. Había pedido que desconectasen el micrófono que permitía a los técnicos escucharlo todo, y había sido obedecida. Terence pensaba que tal vez estuviese concertando una cita con el pianista, y se dio cuenta: ella lo llevaba a la locura, pero parecía que ya se había acostumbrado a sufrir, y no podía vivir sin aquello. «Voy a azotarte», decía la mujer desnuda, en la novela que tenía en las manos. «Hazlo, te lo imploro.» Él era atractivo, tenía poder en la compañía, ¿por qué tenía que llevar esa vida que llevaba? Porque le gustaba. Merecía sufrir mucho, ya que la vida había sido muy buena con él, y no era digno de todas aquellas bendiciones: dinero, respeto, fama. Creía que su carrera lo estaba llevando a un punto en el que empezaría a depender del éxito, y aquello lo asustaba, porque ya había visto a mucha gente despeñarse desde las alturas. Leyó el libro. Leyó todo lo que caía en sus manos sobre la misteriosa unión entre dolor y placer. Su mujer descubrió los videos que alquilaba, los libros que escondía, le preguntó qué era aquello, si estaba enfermo. Terence respondió que no, que era una investigación para el look de un nuevo trabajo que ella debía hacer. Y sugirió, como quien no quiere la cosa: «Tal vez deberíamos probar». Probaron. Al principio con mucha timidez, guiándose sólo por los manuales que encontraban en tiendas pornográficas. Poco a poco fueron desarrollando nuevas técnicas, yendo hasta el límite, corriendo riesgos, pero sintiendo que su matrimonio era cada vez más sólido. Eran cómplices de algo escondido, prohibido, condenado. La experiencia de ambos se convirtió en arte: diseñaron trajes nuevos, cuero y tachuelas de metal. Ella entraba en escena con un látigo, ligas, botas y llevaba al público al delirio. El nuevo disco llegó al primer lugar de las listas de éxito de Inglaterra, y desde allí siguió una carrera victoriosa en toda Europa. Terence se sorprendía de cómo la juventud aceptaba sus delirios personales con tanta naturalidad, y su única explicación era que de esa manera la violencia contenida podía manifestarse de forma intensa, pero inofensiva. El látigo pasó a ser el símbolo del grupo, lo reprodujeron en camisetas, tatuajes, pegatinas, postales. La formación intelectual de Terence lo hizo buscar el origen de www.lectulandia.com - Página 114

todo aquello, de modo que pudiese entenderse mejor a sí mismo. No eran, como le había dicho a la prostituta en su cita, los penitentes que intentaban apartar a la Peste Negra. Desde la noche de los tiempos, el hombre había entendido que el sufrimiento, una vez encarado sin temor, era su pasaporte hacia la libertad. Egipto, Roma y Persia ya tenían la noción de que, si un hombre se sacrifica, salva al país y su mundo. En China, cuando había una catástrofe natural, el emperador era castigado, por ser él el representante de la divinidad en la Tierra. Los mejores guerreros de Esparta, en la Antigua Grecia, eran azotados una vez al año, desde la mañana hasta la noche, en homenaje a la diosa Diana, mientras la multitud gritaba palabras incentivándolos, pidiéndoles que aguantasen el dolor con dignidad, pues los prepararía para el mundo de las guerras. Al final del día, los sacerdotes examinaban las heridas dejadas en la espalda de los guerreros, y a través de ellas predecían el futuro de la ciudad. Los padres del desierto, en una antigua comunidad cristiana del siglo IV que se reunía en un monasterio de Alejandría, usaban la flagelación como medio de apartar a los demonios, o de demostrar la inutilidad del cuerpo durante la búsqueda espiritual. La historia de los santos estaba llena de ejemplos: Santa Rosa corría por el jardín, mientras las espinas herían su carne, Santo Domingo Loricatus se azotaba regularmente todas las noches antes de dormir, los mártires se entregaban voluntariamente a la lenta muerte en la cruz o en los dientes de animales salvajes. Todos decían que el dolor, una vez superado, era capaz de llevar al éxtasis religioso. Estudios recientes, no confirmados, indicaban que un cierto tipo de hongo con propiedades alucinógenas se desarrollaba en las heridas, lo que causaba las visiones. El placer parecía ser tanto que la práctica en seguida salió de los conventos y empezó a difundirse por el mundo. En 1718, fue publicado el Tratado de autoflagelación, que enseñaba cómo descubrir el placer a través del dolor, pero sin causar daño al cuerpo. Al final de ese siglo, había decenas de lugares en toda Europa donde las personas sufrían para llegar a la alegría. Hay documentos de reyes y princesas que se hacían flagelar por sus esclavos, hasta descubrir que el placer no sólo estaba en recibir, sino también en infligir dolor, aunque fuese más exhaustivo, y menos gratificante. Mientras fumaba su cigarrillo, Terence experimentaba un cierto placer al saber que la mayor parte de la humanidad jamás podría comprender lo que él pensaba. Mejor así: pertenecer a un círculo cerrado, al que sólo los elegidos tenían acceso. Volvió a recordar cómo el tormento de estar casado se transformó en la maravilla de estar casado. Su mujer sabía que visitaba Géneve con ese propósito, y no se enfadaba, al contrario, en este mundo enfermo, ella era feliz porque su marido conseguía la recompensa que deseaba, después de una semana de arduo trabajo. www.lectulandia.com - Página 115

La chica que acababa de salir de la habitación lo había entendido todo. Sentía que su alma estaba cerca de la de ella, aunque todavía no estuviese preparado para enamorarse, porque amaba a su mujer. Pero le gustó pensar que era libre y que podía soñar con una nueva relación. Sólo faltaba hacerle experimentar lo más difícil: transformarla en la Venus de las pieles, en Dominatrix, en la Señora, capaz de humillar y de castigar sin piedad. Si pasaba la prueba, estaría preparado para abrir su corazón y dejarla entrar. Del diario de María, aún embriagada por el vodka y el placer: Cuando no tuve nada que perder, lo recibí todo. Cuando dejé de ser quien era, me encontré a mí misma. Cuando conocí la humillación y la sumisión total, fui libre. No sé si estoy enferma, si todo aquello fue un sueño, o si sucede sólo una vez. Sé que puedo vivir sin eso, pero me gustaría hacerlo de nuevo, repetir la experiencia, ir más lejos de lo que he ido. Estaba algo asustada por el dolor, pero no era tan fuerte como la humillación; era sólo un pretexto. En el momento en el que tuve el primer orgasmo en muchos meses, a pesar de los muchos hombres y de las muchas y diferentes cosas que han hecho con mi cuerpo, me sentí —¿será eso posible?— más cerca de Dios. Recordé lo que él dijo respecto de la Peste Negra, sobre el momento en el que los flagelantes, al ofrecer su dolor por la salvación de la humanidad, encontraban en ella el placer. Yo no quería salvar a la humanidad, ni a él, ni a mí misma; simplemente estaba allí. El arte del sexo es el arte de controlar el descontrol. www.lectulandia.com - Página 116

N o era una obra de teatro, estaban en la estación de tren de verdad, a petición de María, a la que le gustaba una pizza que sólo preparaban allí. No estaba mal ser un poco caprichosa. Ralf debería haber aparecido un día antes, cuando todavía era una mujer en busca de amor, chimenea, vino, deseo. Pero la vida había escogido de manera diferente, y hoy había pasado todo el día sin tener que hacer su ejercicio de concentrarse en los sonidos y en el presente, simplemente porque no había pensado en él, había descubierto cosas que le interesaban más. ¿Qué hacer con ese hombre, que comía una pizza que tal vez no le gustaba, sólo para pasar el tiempo, y esperar el momento de ir hasta su casa? Cuando él entró en la discoteca y le ofreció una copa, María pensó en decirle que ya no estaba interesada, que buscase a otra persona; pero por otro lado, tenía una inmensa necesidad de hablar con alguien sobre la noche anterior. Lo había intentado con alguna otra prostituta que también servía a los «clientes especiales», pero ninguna le había prestado la menor atención, porque María era lista, aprendía de prisa, se había convertido en la gran amenaza del Copacabana. Ralf Hart, de todos los hombres que conocía, era tal vez el único que podía entenderla, pues Milan lo consideraba un «cliente especial». Pero él la miraba con ojos iluminados de amor, y eso hacía las cosas más difíciles, mejor no decir nada. —¿Qué sabes de dolor, sufrimiento y mucho placer? Una vez más, María no había conseguido controlarse. Ralf dejó de comer la pizza. —Lo sé todo. Y no me interesa. La respuesta había sido rápida, y María se quedó sorprendida. Entonces, ¿todo el mundo lo sabía, menos ella? Santo Dios, ¿qué mundo era aquél? —He conocido mis demonios y mis tinieblas —continuó Ralf—. Fui hasta el fondo, lo he probado todo, no sólo en esta área, sino en muchas otras. Sin embargo, la última noche que nos vimos fui hasta mis ímites a través del deseo, y no del dolor. Me sumergí en el fondo de mi alma, y sé que aún quiero cosas buenas, muchas cosas buenas de esta vida. Tuvo ganas de decir: «Una de ellas eres tú, por favor, no sigas por ese camino». Pero no tuvo valor; en vez de eso, llamó un taxi y le pidió que los llevase hasta la orilla del lago, donde, una eternidad antes, habían caminado juntos el día en que se habían conocido. A María le extrañó la petición, permaneció callada, su instinto le www.lectulandia.com - Página 117

decía que tenía mucho que perder, aunque su mente estuviese aún embriagada con lo que había sucedido la noche anterior. Despertó de su pasividad cuando llegaron al jardín a orillas del lago; aunque todavía era verano, ya empezaba a hacer mucho frío por la noche. —¿Qué hacemos aquí? —preguntó cuando salieron del taxi—. Hace viento, voy a resfriarme. —He pensado mucho en tu comentario de la estación de tren. Sufrimiento y placer. Quítate los zapatos. Ella recordó que, una vez, uno de sus clientes le había pedido lo mismo, y se había excitado simplemente al ver sus pies. ¿Es que la Aventura no la dejaba en paz? —Voy a resfriarme. —Haz lo que te digo —insistió él—. No vas a resfriarte, si no tardamos mucho. Cree en mí, como yo creo en ti. Sin ninguna razón aparente, María entendió que él quería ayudarla; tal vez porque ya había bebido de un agua muy amarga, y creía que ella corría el mismo riesgo. No quería que la ayudasen; estaba contenta con su nuevo mundo, en el que descubría que el sufrimiento ya no era un problema. Sin embargo, pensó en Brasil, en la imposibilidad de encontrar una pareja para compartir ese universo diferente, y como Brasil era lo más importante en su vida, se quitó los zapatos. El suelo estaba lleno de pequeñas piedras, que en seguida rasgaron sus medias, pero eso no tenía importancia, compraría otras. —Quítate el abrigo. Ella podría haber dicho que no pero, desde la noche anterior, se había acostumbrado a la alegría de poder decir «sí» a todo lo que estaba en su camino. Se quitó el abrigo, el cuerpo aún caliente no reaccionó en seguida, pero poco a poco el frío la fue incomodando. —Vamos a andar. Y vamos a hablar. —Aquí es imposible: el suelo está lleno de piedras. —Justamente por eso; quiero que sientas estas piedras, quiero que te provoquen dolor, que te hagan daño, porque debes de haber probado, como yo probé, el sufrimiento aliado al placer, y tengo que arrancar eso de tu alma. María sintió el deseo de decir: «No es necesario, me gusta». Pero caminó sin prisa, la planta de los pies empezó a escocerle, debido al frío y a las piedras. —Una de mis exposiciones me llevó a Japón, justamente cuando estaba totalmente metido en eso que tú llamaste «sufrimiento, humillación y mucho placer». En aquella época, yo creía que no había camino de vuelta, que caería cada vez más bajo, y que ya nada quedaba en mi vida, excepto el deseo de castigar y ser castigado. »Somos seres humanos, nacemos llenos de culpa, nos da miedo cuando la felicidad se transforma en algo posible, y morimos queriendo castigar a los demás www.lectulandia.com - Página 118

porque siempre sentimos impotencia, injusticia, infelicidad. Pagar por tus pecados, y poder castigar a los pecadores, ah, ¿no es una delicia? Sí, es genial. María andaba, el dolor y el frío hacían difícil prestar atención a sus palabras, pero ella se esforzaba. —He visto las marcas en tus muñecas. Las esposas. Se había puesto varias pulseras para disimular, sin embargo, los ojos acostumbrados saben siempre lo que están buscando. —En fin, si todo aquello que has probado recientemente te está conduciendo a dar ese paso, no seré yo quien te lo impida; pero nada de eso tiene relación con la verdadera vida. —¿Qué paso? —Dolor y placer. Sadismo y sadomasoquismo. Llámalo como quieras, pero si estás segura de que ése es tu camino, sufriré, recordaré el deseo, las veces que nos vimos, el paseo por el Camino de Santiago, tu luz. Guardaré en un lugar especial tu bolígrafo, y cada vez que encienda aquella chimenea me acordaré de ti. Sin embargo, no te buscaré más. María sintió miedo, pensó que era el momento de dar marcha atrás, de decir la verdad, de dejar de fingir que sabía más que él. —Lo que he probado recientemente, mejor dicho, ayer, jamás lo había probado antes. Y me asusta que, en el límite de la degradación, pudiese encontrarme a mí misma. Se estaba haciendo difícil seguir hablando, sus dientes castañeteaban de frío, y los pies le dolían mucho. —En mi exposición, en una región llamada Kumano, apareció un leñador — continuó Ralf, como si no hubiese oído lo que ella decía—. No le gustaron mis cuadros, pero fue capaz de descifrar, a través de la pintura, lo que yo estaba viviendo y sintiendo. Al día siguiente, me buscó en el hotel y me preguntó si estaba contento; si lo estaba, debía seguir haciendo lo que me gustaba. Si no lo estaba, debía acompañarlo y pasar unos días con él. »Me hizo andar por las piedras, como yo hago ahora contigo. Me hizo sentir frío. Me obligó a entender la belleza del dolor, pero un dolor aplicado por la naturaleza, no por el hombre. A eso lo llamó Shugen—do, una práctica milenaria. »Me dijo que era un hombre que no tenía miedo al dolor, y eso era bueno, porque para dominar el alma hay que aprender a dominar el cuerpo. Me dijo también que estaba usando el dolor de manera equivocada, y que eso era muy ruin. »Aquel leñador, ignorante, creía que me conocía mejor que yo mismo, y eso me irritaba, al mismo tiempo que me enorgullecía al saber que mis cuadros eran capaces de expresar exactamente lo que yo estaba sintiendo. María sintió que una piedra más puntiaguda le cortaba el pie, pero el frío era más www.lectulandia.com - Página 119

fuerte, su cuerpo estaba quedándose dormido, y no era capaz de seguir las palabras de Ralf. ¿Por qué los hombres, en este mundo de Dios, sólo tenían interés en mostrarle el dolor? El dolor sagrado, el dolor con placer, el dolor con explicaciones o sin explicaciones, pero siempre era dolor, dolor... El pie herido tocó otra piedra, ella reprimió el grito y continuó andando. Al principio había intentado mantener su integridad, su autodominio, aquello que él llamaba «luz». Pero ahora andaba despacio, mientras su estómago y su pensamiento daban vueltas: pensó en vomitar. Pensó en parar, nada de aquello tenía sentido, pero no paró. No paró por respeto a sí misma; podía aguantar aquella caminata descalza el tiempo que fuese necesario, porque no iba a durar toda la vida. Y de repente otro pensamiento cruzó el espacio: ¿y si no podía ir al Copacabana al día siguiente, por un serio problema en los pies, o por una fiebre causada por la gripe que, seguramente, se iba a instalar en su cuerpo poco afortunado? Pensó en los clientes que la esperaban, en Milan, que tanto confiaba en ella, en el dinero que dejaría de ganar, en la hacienda, en sus padres orgullosos. Pero el sufrimiento pronto apartó cualquier tipo de reflexión, y ella daba un paso tras otro, loca porque Ralf Hart reconociese su esfuerzo y le dijese que era suficiente, que podía ponerse los zapatos. Sin embargo, él parecía indiferente, lejos, como si aquélla fuese la única manera de librarla de algo que no conocía bien, que la seducía, pero que acabaría dejando marcas más profundas que las de las esposas. Aun sabiendo que intentaba ayudarla, y por más que se esforzase para seguir adelante y mostrar la luz de su fuerza de voluntad, el dolor no la dejaba tener pensamientos profanos o nobles, era simplemente dolor, que ocupaba todo el espacio, asustaba, y la obligaba a pensar que tenía un límite y que no lo conseguiría. Pero dio un paso. Y otro. El dolor ahora parecía invadir el alma y debilitarla espiritualmente, porque una cosa es hacer un poco de teatro en un hotel de cinco estrellas, desnuda, con vodka, caviar, y un látigo entre las piernas, y otra, estar a la intemperie, descalza, con piedras cortándole los pies. Estaba desorientada, no conseguía intercambiar ni una palabra con Ralf Hart, todo lo que existía en su universo eran las piedras pequeñas y cortantes que marcaban el camino por entre los árboles. Entonces, cuando pensaba que iba a desistir, un extraño sentimiento la invadió: había llegado a su límite, y más allá había un espacio vacío, donde parecía flotar e ignorar lo que sentía. ¿Sería ésa la sensación que experimentaban los penitentes? En la otra extremidad del dolor descubría una puerta a un nivel diferente de conciencia, y ya no había espacio para nada más, sólo para la naturaleza implacable, y para ella misma, invencible. Todo a su alrededor se transformó en un sueño: el jardín mal iluminado, el lago www.lectulandia.com - Página 120

oscuro, Ralf en silencio, alguna pareja que otra que paseaba, sin darse cuenta de que ella iba descalza y andaba con dificultad. No sabía si era el frío o el sufrimiento, pero de repente dejó de sentir su cuerpo, entró en un estado en el que no hay ningún deseo ni miedo, sólo una misteriosa, ¿cómo definirlo?, una misteriosa «paz». El límite del dolor no era su límite; podía ir más allá. Pensó en todos los seres humanos que sufrían sin pedirlo, y allí estaba ella, provocando su propio sufrimiento, pero aquello ya no le importaba, había cruzado las fronteras del cuerpo, y ahora simplemente le quedaba el alma, la «luz», una especie de vacío, que alguien, algún día, llamó Paraíso. Hay ciertos sufrimientos que sólo pueden ser olvidados cuando podemos flotar sobre nuestro propio dolor. Por último, recordó a Ralf mientras la tomaba en brazos, se quitaba la chaqueta, y la ponía sobre sus hombros. Debía de tener demasiado frío, pero poco importaba; estaba contenta, no tenía miedo, había vencido. No se había humillado ante él. Los minutos se convirtieron en horas, ella debía de haber dormido en sus brazos, porque cuando despertó, aunque todavía era de noche, estaba en una habitación con un aparato de televisión en una de las esquinas y nada más. Blanco, vacío. Ralf apareció con un chocolate caliente. —Todo va bien—dijo él—. Has llegado a donde debías llegar. —No quiero chocolate, quiero vino. Y quiero bajar a nuestro sitio, la chimenea, los libros tirados por todas partes. Había dicho «nuestro sitio»; eso no era lo que había planeado. Se miró los pies; aparte de un pequeño corte, sólo había marcas rojas, que desaparecerían al cabo de algunas horas. Con cierta dificultad, bajó la escalera sin prestar mucha atención a nada; se puso en su esquina, en la alfombra, al lado de la chimenea; había descubierto que allí siempre se sentía bien, como si fuese su «sitio», su lugar en aquella casa. —El leñador me cijo que, cuando se hace algún tipo de ejercicio físico, cuando se le exige todo al cuerpo, la mente gana una fuerza espiritual extraña que tiene que ver con la «luz» que vi en ti. ¿Qué sentiste? —Que el dolor es amigo de la mujer. —Ése es el peligro. —Que el dolor tiene un límite. —Ésa es la salvación. No lo olvides. La mente de María aún estaba confusa; había experimentado esa «paz», al ir más allá de su límite. Él le había mostrado otro tipo de sufrimiento, y también ése le había dado un extraño placer. Ralf tomó una gran carpeta y la abrió. Eran dibujos. —La historia de la prostitución. Es lo que me pediste, cuando nos vimos. Sí, se lo había pedido, pero era simplemente una manera de pasar el tiempo, de intentar resultar interesante. Eso no tenía la menor importancia ahora. —Durante todos estos días he estado navegando por un mar desconocido. No creí www.lectulandia.com - Página 121

que hubiese una historia, pensaba simplemente que era la profesión más antigua del mundo, como dice la gente. Pero hay una historia; mejor dicho, dos historias. —¿Y estos dibujos? Ralf Hart pareció un poco decepcionado porque ella no lo comprendía, pero en seguida se controló y siguió adelante. —Son las cosas que pinté mientas leía, investigaba, aprendía. —Hablaremos de eso otro día; hoy no quiero cambiar de tema, necesito entender el dolor. —Lo sentiste ayer y descubriste que conducía al placer. Lo has sentido hoy y has encontrado la paz. Por eso te digo: no te acostumbres, porque es muy fácil acostumbrarse a vivir con él, es una droga poderosa. Está en nuestra vida cotidiana, en el sufrimiento escondido, en la renuncia que hacemos y culpamos al amor por la derrota de nuestros sueños. El dolor asusta cuando muestra su verdadera cara, pero es seductor cuando se viste de sacrificio, renuncia. O cobardía. El ser humano, por más que lo rechace, siempre encuentra alguna manera de estar con él, de enamorarlo, de hacer que sea parte de su vida. —No lo creo. Nadie desea sufrir. —Si consigues entender que puedes vivir sin sufrimiento, ya es un gran paso, pero no creas que otras personas van a comprenderte. Sí, nadie desea sufrir y, aun así, casi todos buscan el dolor, el sacrificio, y se sienten justificados, puros, merecedores del respeto de sus hijos, de sus maridos, de los vecinos, de Dios. No pensemos en eso ahora, sólo tienes que saber que lo que mueve el mundo no es la búsqueda del placer, sino la renuncia a todo lo que es importante. »¿El soldado va a la guerra a matar al enemigo? No: va a morir por su país. ¿Le gusta a la mujer mostrarle a su marido lo contenta que está? No: quiere que él vea cuánto se dedica, cuánto sufre para verlo feliz. ¿Va el marido al trabajo pensando que llegará a su realización personal? No: está dando su sudor y sus lágrimas por el bien de la familia. Y así sucesivamente: hijos que renuncian a los sueños para alegrar a sus padres, padres que renuncian a la vida para alegrar a los hijos, dolor y sufrimiento que justifican aquello que debía proporcionar simplemente alegría: amor. —Para. Ralf paró. Era el momento adecuado para cambiar de asunto, se puso a enseñarle los dibujos. Al principio, todo parecía confuso, había perfiles de personas, pero también garabatos, colores, trazos nerviosos o geométricos. Poco a poco, sin embargo, ella empezó a entender lo que él decía, porque cada palabra suya iba acompañada de un gesto, y cada frase la llevaba a un mundo del cual hasta entonces se había negado a formar parte; se decía a sí misma que aquello no dejaba de ser un período de su vida, una manera de ganar dinero y nada más. —Sí, he descubierto que no hay solamente una, sino dos historias de la www.lectulandia.com - Página 122

prostitución. La primera la conoces muy bien porque es también la tuya: una chica hermosa descubre, por diversas razones que ella ha escogido o que han escogido por ella, que la única manera de sobrevivir es vendiendo su cuerpo. Algunas terminan dominando naciones, como Mesalina hizo con Roma, otras se convierten en mitos, como Madame Du Barry, otras enamoran a la aventura y la desgracia al mismo tiempo, como la espía Mata Hari. Pero la mayoría jamás tendrá un momento de gloria ni un gran desafío: serán para siempre chicas de pueblo que vienen en busca de fama, marido, aventura, que acaban descubriendo otra realidad, se sumergen en ella por algún tiempo, se acostumbran, creen que siempre tienen el control, y no consiguen hacer nada más. »Los artistas continúan haciendo sus esculturas, sus pinturas, y escribiendo sus libros hace más de tres mil años. De esta misma manera, las prostitutas continúan su trabajo a través del tiempo como si nada hubiese cambiado mucho. ¿Quieres saber detalles? María asintió con la cabeza. Necesitaba ganar tiempo, entender el dolor, empezaba a tener la sensación de que algo muy ruin había salido de su cuerpo mientras caminaba por el parque. —Aparecen prostitutas en los textos clásicos, en los jeroglíficos egipcios, en la tradición sumeria, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Pero la profesión no se organiza hasta el siglo VI antes de Cristo, cuando el legislador Solón (en Grecia) instituye burdeles controlados por el Estado, e inicia el cobro de impuestos por el «comercio de la carne». Los hombres de negocios atenienses se alegran porque lo que antes estaba prohibido ahora es legal. Las prostitutas, a su vez, empiezan a ser clasificadas según los impuestos que pagan. »A la más barata se la llamaba pornai, esclava que pertenece a los dueños del establecimiento. Después está la peripatética, que consigue a sus clientes en la calle. Finalmente, con el nivel más alto de precio y de calidad, está la hetaira, la «compañía femenina», que acompaña a los hombres de negocios en sus viajes, frecuenta los restaurantes elegantes, es dueña de su propio dinero, da consejos, interfiere en la vida política de la ciudad. Como ves, lo que sucedió ayer, también sucede hoy. »En la Edad Media, a causa de las enfermedades de transmisión sexual... Silencio, miedo a la gripe, calor de la chimenea, ahora necesaria para calentar su cuerpo y su alma. María no quería seguir escuchando aquella historia, tenía la sensación de que el mundo se había parado, de que todo se repetía, y de que el hombre jamás sería capaz de darle al sexo el respeto merecido. —No pareces interesada. Ella hizo un esfuerzo. A fin de cuentas, era el hombre al que había decidido entregar su corazón, aunque ya no estuviese tan segura de ello. —No me interesa aquello que conozco; eso me entristece. Dijiste que había otra www.lectulandia.com - Página 123

historia. —La otra historia es exactamente lo contrario: la prostitución sagrada. De repente, ella había salido de su estado somnoliento y lo escuchaba con atención. ¿Prostitución sagrada? ¿Ganar dinero con el sexo y, aun así, acercarse a Dios? —El historiador griego Herodoto escribe con respecto a Babilonia: «Hay allí una costumbre muy extraña: toda mujer nacida en Sumeria está obligada, por lo menos una vez en su vida, a ir al templo de la diosa Ishtar y entregar su cuerpo a un desconocido, como un símbolo de hospitalidad, y por un precio simbólico». Después preguntaría quién era esa diosa; tal vez también ella la ayudase a recuperar algo que había perdido, pero que no sabía lo que era. —La influencia de la diosa Ishtar se expandió por todo Oriente Medio, alcanzó Cerdeña, Sicilia y los puertos del mar Mediterráneo. Más tarde, durante el Imperio romano, otra diosa, Vesta, exigía la virginidad total o la entrega total. Para mantener el fuego sagrado, mujeres de su templo se encargaban de iniciar a los jóvenes y a los reyes en el camino de la sexualidad, cantaban himnos eróticos, entraban en trance, y entregaban su éxtasis al universo, en una especie de comunión con la divinidad. Ralf Hart le enseñó una fotocopia con algunas letras antiguas, con la traducción en alemán a pie de página. Declamó despacio, traduciendo cada verso: Cuando estoy sentada en la puerta de una taberna, yo, Ishtar, la diosa, soy prostituta, madre, esposa, divinidad. Soy lo que llaman Vida, aunque ustedes lo llamen Muerte. Soy lo que llaman Ley, aunque ustedes lo llamen Marginal. Soy lo que ustedes buscan y aquello que consiguieron. Soy aquello que ustedes esparcieron y ahora recogen mis pedazos. María lloró un poco, y Ralf Hart rió; su energía vital estaba volviendo, la «luz» empezaba a brillar de nuevo. Era mejor seguir con la historia, enseñarle los dibujos, hacerla sentirse amada. —Nadie sabe por qué desapareció la prostitución sagrada, después de haber durado por lo menos dos milenios. Tal vez por culpa de las enfermedades, o de una sociedad que cambió sus reglas cuando las religiones también cambiaron. En fin, ya no existe y no volverá a existir. Hoy en día, los hombres controlan el mundo, y el término sólo sirve para crear un estigma y llamar prostituta a cualquier mujer que ande por fuera de la línea. —¿Puedes ir al Copacabana mañana? Ralf no entendió la pregunta, pero estuvo de acuerdo inmediatamente. www.lectulandia.com - Página 124

Del diario de María, la noche que caminó descalza por el jardín Inglés en Genéve: No me importa si algún día fue sagrado o no, pero YO ODIO LO QUE HAGO. Está destruyendo mi alma, haciéndome perder el contacto conmigo misma, enseñándome que el dolor es una recompensa, que el dinero lo compra todo, que lo justifica todo. Nadie es feliz a mi alrededor, los clientes saben que tienen que pagar por aquello que deberían tener gratis, y eso es deprimente. Las mujeres saben que tienen que vender aquello que les gustaría entregar simplemente por placer y cariño, y eso es destructivo. He luchado mucho antes de escribir esto, de aceptar que era infeliz, que estaba descontenta, que tenía, y aún tengo, que resistir algunas semanas más. Sin embargo, ya no puedo seguir así, fingir que todo es normal, que es un período, una época de mi vida. Quiero olvidarla, necesito amar, sólo eso, necesito amar. La vida es corta, o demasiado larga para que yo pueda permitirme el lujo de vivirla tan mal. www.lectulandia.com - Página 125

N o es la casa de él. No es su casa. No es ni Brasil, ni Suiza, sino un hotel que puede estar en cualquier lugar del mundo, siempre con los mismos muebles, y ese ambiente que pretende ser familiar, lo que lo hace aún más distante. No es el hotel con la hermosa vista hacia el lago, el recuerdo del dolor, del sufrimiento, del éxtasis; sus ventanas dan al Camino de Santiago, una ruta de peregrinación pero no de penitencia, un lugar en el que la gente se encuentra en los cafés, a orillas de la carretera, descubre la «luz», habla, hace amigos, se enamora. Está lloviendo, y a esta hora de la noche nadie anda por allí, pero anduvieron muchos durante muchos años, décadas, siglos, tal vez el Camino necesite respirar, descansar un poco de los muchos pasos que todos los días se arrastran por él. Apagar la luz. Cerrar las cortinas. Pedirle que se quite la ropa, quitarse también la suya. La oscuridad física nunca es total, y cuando los ojos ya están acostumbrados, pueden ver, en el contorno de una pequeña luz que entra no se sabe de dónde, la silueta de él. La otra vez que se habían visto, sólo ella había dejado parte de su cuerpo desnudo. Sacar dos pañuelos, cuidadosamente doblados, lavados y enjuagados varias veces, para que no quedase ningún rastro de perfume ni de jabón. Acercarse a él y pedirle que le vende los ojos. Él duda por un momento y comenta algo sobre algunos de los infiernos por los que ya pasó. Ella le dice que no se trata de eso, que simplemente necesita tener oscuridad total, que ahora es su turno de enseñarle algo, como ayer él le había enseñado sobre el dolor. Él se entrega, se pone la venda. Ella hace lo mismo; ahora ya no hay rendija de luz, están en la verdadera oscuridad, uno precisa de la mano del otro para llegar hasta la cama. «No, no debemos acostarnos. Vamos a sentarnos como siempre hemos hecho, frente a frente, sólo que un poco más cerca, de modo que mis rodillas toquen tus rodillas.» Siempre quiso hacer eso. Pero nunca tenía lo que necesitaba: tiempo. Ni con su primer novio, ni con el hombre que la penetró por primera vez. Ni con el árabe que pagó mil francos, tal vez esperando más de lo que ella fue capaz de dar; aunque mil francos no fueran suficientes para comprar lo que ella deseaba. Ni con los muchos hombres que habían pasado por su cuerpo, que habían entrado y salido de sus piernas, a veces pensando sólo en ellos, a veces pensando también en ella, a veces con sueños www.lectulandia.com - Página 126

románticos, a veces sólo con el instinto de repetir algo porque le habían dicho que era así como se comportaba un hombre, y si no se comportaba así, no era hombre. Se acuerda de su diario. Está harta, quiere que las semanas que faltan pasen rápidamente y por eso se entrega a ese hombre, porque allí está la luz de su propio amor escondido. El pecado original no fue la manzana que Eva comió, fue creer que Adán tenía que compartir exactamente lo que ella había probado. Eva tenía miedo de seguir su camino sin la ayuda de alguien, y entonces quiso compartir lo que sentía. Ciertas cosas no se comparten. Tampoco se puede tener miedo de los océanos en los que nos sumergimos por nuestra libre voluntad; el miedo obstaculiza el juego de todo el mundo. El hombre está pasando por infiernos para entenderlo. Amémonos los unos a los otros, pero no intentemos poseernos los unos a los otros. «Amo a este hombre que está frente a mí porque no lo poseo, y él no me posee. Somos libres en nuestra entrega, tengo que repetir eso decenas, centenas, millones de veces, hasta creerme mis propias palabras. » Piensa un poco en la mentalidad de las demás prostitutas que trabajan con ella. Piensa en su madre, en sus amigas. Todas creen que el hombre desea simplemente once minutos al día, y que pagan un dineral por eso. No, no es así; el hombre también es una mujer; quiere encontrar a alguien, descubrir un sentido para su vida. ¿Es que su madre se comporta como ella y finge tener un orgasmo con su padre? c0 es que, en el interior de Brasil, todavía está prohibido mostrar que una mujer siente placer con el sexo? Sabe tan poco de la vida, del amor, pero ahora, con los ojos vendados y todo el tiempo del mundo, va descubriendo el origen de todo, y todo comienza donde y como a ella le habría gustado que hubiese comenzado. El contacto físico. Olvida a las prostitutas, a los clientes, a su padre, a su madre, ahora está en la oscuridad total. Ha pasado toda la tarde buscando lo que podría darle a un hombre que le devolvía la dignidad, que la hacía entender que la búsqueda de la alegría es más importante que la necesidad del dolor. «Me gustaría darle la felicidad de enseñarme algo nuevo, como ayer me enseñó sobre el sufrimiento, las prostitutas de la calle, las prostitutas sagradas. Vi que es feliz cuando me hace aprender algo, entonces, que me haga aprender, que me guíe. Me gustaría saber cómo se llega hasta el cuerpo, antes de llegar al alma, a la penetración, al orgasmo.» Extiende el brazo y le pide que él haga lo mismo. Susurra unas pocas palabras, diciéndole que aquella noche, en aquel lugar de nadie, le gustaría que descubriese su piel, el límite entre ella y el mundo. Le pide que la toque, que la sienta con sus manos, porque los cuerpos se entienden, aunque las almas no siempre estén de acuerdo. Él empieza a tocarla, ella también lo toca, y ambos, como si ya lo hubiesen planeado todo antes, evitan las partes del cuerpo en que la energía sexual aflora más rápidamente. www.lectulandia.com - Página 127

Los dedos tocan su rostro, ella siente un ligero olor a pintura, un olor que siempre permanecerá allí, por más que él se lave las manos miles, millones de veces, que estaba allí cuando nació, cuando vio el primer árbol, la primera casa, y decidió dibujarla en sus sueños. También él debe de estar notando algún olor en su mano, pero ella no sabe qué es, y no quiere preguntar, porque en ese momento todo es cuerpo, el resto es silencio. Acaricia, y se siente acariciada. Puede quedarse así toda la noche, porque es agradable, no va a acabar necesariamente en sexo, y en ese momento, justamente porque no tiene la obligación, ella siente un calor entre las piernas y sabe que está húmeda. Llegará el momento en el que él toque su sexo, y descubrirá que ella lo desea, no sabe si es bueno o malo, pero es así como está reaccionando su cuerpo, y no intenta dirigirlo para ir por aquí, por allí, más despacio, más de prisa. Las manos de él ahora tocan sus axilas, los pelos de sus brazos se erizan, ella tiene ganas de apartarlas de allí, pero está bien, aunque tal vez sea dolor lo que esté sintiendo. Le hace lo mismo a él, nota que las axilas tienen una textura diferente, tal vez por el desodorante que ambos usan, ¿pero en qué estaba pensando? No debes pensar. Debes tocar, eso es todo. Los dedos de él trazan círculos en torno a su seno, como un animal que acecha. Ella quiere que se muevan más de prisa, que toque ya los pezones, porque su pensamiento estaba yendo más rápidamente que las manos de él, pero, tal vez sabiendo eso, él provoca, se deleita, y tarda una eternidad en llegar hasta allí. Están duros, él juega un poco, eso estremece su cuerpo aún más, dejando su sexo más caliente y más húmedo. Ahora él pasea por su vientre, se desvía y va hasta las piernas, los pies, sube y baja las manos por el lado interno de sus muslos, siente el calor, pero no se acerca, es una caricia dulce, delicada, y cuanto más delicada, más alucinante. Ella hace lo mismo, con las manos casi en el aire, tocando sólo el pelo de las piernas, y también siente el calor, cuando se acerca al sexo. De repente es como si hubiese recuperado misteriosamente la virginidad, como si descubriese por primera vez el cuerpo de un hombre. Lo toca. No está duro como imaginaba, pero ella está toda mojada, eso es injusto, aunque tal vez él necesite más tiempo, quién sabe. Y empieza a acariciarlo como sólo las vírgenes saben hacer, porque las prostitutas ya lo han olvidado. Él reacciona, el sexo comienza a crecer en sus manos, y ella aumenta lentamente la presión, ahora sabiendo dónde debe tocar, más en la parte de abajo que en la de arriba, debe envolverlo con los dedos, empujar la piel hacia atrás, hacia el cuerpo. Ahora él está excitado, muy excitado, toca los labios de su vagina, manteniendo la suavidad, ella desea pedirle que sea más fuerte, que ponga los dedos ahí dentro, en la parte de arriba. Pero él no hace eso, esparce por el clítoris un poco del líquido que brota de su vientre, y de nuevo hace los mismos movimientos www.lectulandia.com - Página 128

circulares que hizo en sus pechos. Aquel hombre la toca como si fuese ella misma. Una de las manos de él sube de nuevo a su seno («qué bueno, cómo me gustaría que ahora me abrazase»). Pero no, están descubriendo el cuerpo, tienen tiempo, necesitan mucho tiempo. Podrían hacer el amor ahora, sería la cosa más natural del mundo, y posiblemente sería bueno, pero todo aquello es tan nuevo, tiene que controlarse, no quiere estropearlo todo. Recuerda el vino que tomaron la primera noche, lentamente, sorbiendo cada trago, sintiendo que la calentaba, que la hacía ver el mundo diferente, la hacía sentirse más cómoda y más en contacto con la vida. Desea también beber a aquel hombre, y entonces podrá olvidar para siempre el mal vino, que se toma de un trago y da una sensación de embriaguez, pero que termina en dolor de cabeza y un agujero en el alma. Ella se detiene, suavemente entrelaza sus dedos en las manos de él, oye un gemido y desea gemir también, pero se controla, siente que aquel calor se expande por todo su cuerpo, lo mismo debe de estar sucediéndole a él. Sin orgasmo, la energía se dispersa, va hasta el cerebro, no la deja pensar en nada que no sea ir hasta el final, pero es eso lo que ella quiere, parar, parar en el medio, expandir el placer por todo el cuerpo, invadir la mente, renovar el compromiso y el deseo, volver a ser virgen. Se quita suavemente la venda de los ojos, y le hace lo mismo a él. Enciende la luz de la mesilla de noche. Los dos están desnudos, pero no sonríen, sólo se miran. Yo soy el amor, yo soy la música, piensa ella. Vamos a bailar. Pero no dice nada de eso: hablan sobre algo trivial, cuándo nos veremos de nuevo, ella señala una fecha, tal vez dentro de dos días. Él dice que le gustaría invitarla a una exposición, ella vacila. Eso significaría conocer su mundo, a sus amigos, y lo que van a decir, lo que van a pensar. Dice que no. Pero él nota que su deseo era decir sí, entonces insiste, usando algunos argumentos alocados, pero que forman parte de la danza que están danzando ahora, ella acaba cediendo, porque era eso lo que quería. Marca un lugar para encontrarse, en el mismo café en el que se vieron el primer día. Ella dice que no, los brasileños son supersticiosos, y no deben citarse en el mismo lugar donde se encontraron el primer día, porque eso podría cerrar el ciclo y hacer que todo se acabase. Él dice que se alegra porque ella no quiere cerrar ese ciclo. Se deciden por una iglesia desde la que se puede ver la ciudad, y que está en el Camino de Santiago, parte de la misteriosa peregrinación de ambos desde que se encontraron. Del diario de María, la víspera de comprar su billete de avión de vuelta a Brasil: Érase una vez un pájaro, adornado con un par de alas perfectas y plumas relucientes, coloridas y maravillosas. En fin, un animal hecho para volar libre e independiente, para alegrar a quien lo observase. www.lectulandia.com - Página 129

Un día, una mujer lo vio y se enamoró de él. Se quedó mirando su vuelo con la boca abierta de admiración, con el corazón latiéndole más de prisa, con los ojos brillantes de emoción. Lo invitó a volar con ella, y los dos viajaron por el cielo en completa armonía. Ella admiraba, veneraba, adoraba al pájaro. Pero entonces pensó: «¡Tal vez quiera conocer algunas montañas distantes!». Y la mujer tuvo miedo. Miedo de no volver a sentir nunca más aquello con otro pájaro. Y sintió envidia, envidia de la capacidad de volar del pájaro. Y se sintió sola. Y pensó: «Voy a poner una trampa. La próxima vez que el pájaro venga, no volverá a marcharse». El pájaro, que también estaba enamorado, volvió al día siguiente, cayó en la trampa y fue encerrado en la jaula. Todos los días ella miraba al pájaro. Allí estaba el objeto de su pasión, y se lo enseñaba a sus amigas, que comentaban: «Eres una persona que lo tiene todo». Sin embargo, empezó a producirse una extraña transformación: como tenía al pájaro, y ya no tenía que conquistarlo, fue perdiendo el interés. El pájaro, sin poder volar ni expresar el sentido de su vida, se fue consumiendo, perdiendo el brillo, se puso feo, y ella ya no le prestaba atención, excepto para alimentarlo y limpiar la jaula. Un buen día, el pájaro murió. Ella se puso muy triste, y no dejaba de pensar en él. Pero no recordaba la jaula, recordaba sólo el día que lo había visto por primera vez, volando contento entre las nubes. Si profundizase en sí misma, descubriría que aquello que la emocionaba tanto del pájaro era su libertad, la energía de las alas en movimiento, no su cuerpo físico. Sin el pájaro, su vida también perdió sentido, y la muerte vino a llamar a su puerta. «¿Por qué has venido?», le preguntó a la muerte. «Para que puedas volar de nuevo con él por el cielo —respondió la muerte—. Si lo hubieses dejado partir y volver siempre, lo admirarías y lo amarías todavía más; sin embargo, ahora necesitas de mí para poder encontrarlo de nuevo.» www.lectulandia.com - Página 130

E mpezó el día haciendo algo que había ensayado durante todos aquellos meses: entrando en una agencia de viajes, y comprando un pasaje para Brasil, en la fecha marcada en su calendario. Ahora ya sólo le quedaban otras dos semanas en Europa. A partir de aquel momento, Géneve sería el rostro de un hombre que amó, y que la había amado. La rue de Berne sería un nombre, homenaje a la capital de Suiza. Recordaría su habitación, el lago, la lengua francesa, las locuras que una chica de veintitrés años (su cumpleaños había sido la víspera) es capaz de hacer hasta que entiende que hay un límite. No enjaularía al pájaro, ni le pediría que la acompañase a Brasil; él era lo único verdaderamente puro que le había sucedido. Un pájaro como ése tiene que ser libre, alimentarse de la nostalgia del tiempo en que voló junto a alguien. Y ella también era un pájaro; tener a Ralf Hart a su lado sería recordar para siempre los días del Copacabana. Y eso era su pasado, no su futuro. Decidió que diría «adiós» sólo una vez, cuando llegase el momento de partir; no iba a sufrir cada vez que recordase «pronto ya no estaré aquí». Por tanto, engañó a su corazón y caminó por Géneve aquella mañana como si siempre hubiese paseado por aquellas calles, la colina, el Camino de Santiago, el puente de Montblanc, los bares que acostumbraba a frecuentar. Observó el vuelo de las gaviotas en el río, a los comerciantes que recogían los puestos, a la gente que salía de su oficina para comer, el color y el gusto de la manzana que estaba comiendo, los aviones que aterrizaban a distancia, el arco iris en la columna de agua que surgía en mitad del lago, la alegría tímida y escondida de todos los que pasaban por ella, las miradas de deseo, las miradas sin expresión, las miradas. Había vivido casi un año en una ciudad pequeña, como otras tantas ciudades pequeñas del mundo pero que, de no ser por la arquitectura peculiar y por el exceso de anuncios de bancos, podría estar ubicada en el interior de Brasil. Había feria. Había mercado. Había amas de casa que regateaban el precio. Había estudiantes que habían dejado las clases antes de la hora, quizá con la disculpa de algún padre o madre enfermos, y ahora paseaban y se besaban a orillas del río. Había gente que se sentía en casa, y gente que se sentía extranjera. Había periódicos que hablaban de escándalos y respetables revistas para hombres de negocios a los que, por cierto, sólo se los veía leyendo periódicos sobre escándalos. www.lectulandia.com - Página 131

Fue hasta la biblioteca a devolver el manual sobre administración de haciendas. No había entendido nada, pero ese libro le había recordado, en momentos en los que pensaba haber perdido el control de sí misma y de su destino, cuál era el objetivo de su vida. Había sido un compañero silencioso, con su tapa amarilla sin dibujos, una serie de gráficos, pero, sobre todo, un faro en las oscuras noches de las semanas más recientes. Siempre haciendo planes para el futuro. Y viéndose siempre sorprendida por el presente, se decía a sí misma. Pensaba en cómo se había descubierto a sí misma a través de la independencia, de la desesperación, del amor, del dolor, para luego encontrarse de nuevo con el amor (y le gustaría que las cosas se detuviesen allí). Lo más curioso de todo es que, mientras algunas de sus compañeras de trabajo hablaban de las virtudes y del éxtasis al estar con ciertos hombres en la cama, ella jamás se había descubierto mejor o peor a través del sexo. No había resuelto su problema, era incapaz de tener un orgasmo con la penetración, y había vulgarizado tanto el acto sexual que tal vez ya nunca llegaría a encontrar en ese «abrazo del reencuentro», como Ralf lo llamaba, el fuego y la alegría que buscaba. O tal vez (como acostumbraba a pensar de vez en cuando) sin amor era imposible obtener placer en la cama, como decían las madres, los padres, los libros románticos. La bibliotecaria, normalmente seria —y su única amiga, aunque jamás se lo hubiese dicho—, estaba de buen humor. La atendió a la hora de la comida y la invitó a compartir un sándwich con ella. María se lo agradeció pero dijo que acababa de comer. —Has tardado mucho en leerlo. —No he entendido nada. —¿Recuerdas lo que me pediste una vez? No, no lo recordaba, pero después de ver la sonrisa maliciosa de la bibliotecaria, imaginó de qué se trataba: sexo. —¿Sabes?, desde que viniste aquí buscando ese tipo de cosas, decidí hacer un inventario de lo que teníamos. No era mucho, y como tenemos que educar a nuestra juventud, encargué algunos. Así, no tienen que aprender de la peor manera posible, con prostitutas, por ejemplo. La bibliotecaria señaló una pila de libros en una esquina, todos cuidadosamente forrados con un papel pardo. —Todavía no he tenido tiempo de clasificarlos, pero les he echado un vistazo y me ha horrorizado lo que he descubierto. Bien, ya se imaginaba lo que ella iba a decir: posturas incómodas, sadomasoquismo, y cosas de ese tipo. Mejor decirle que tenía que volver al trabajo (no sabía si le había dicho que trabajaba en un banco o en una tienda, las mentiras daban mucho trabajo, ella siempre se olvidaba). www.lectulandia.com - Página 132

Le dio las gracias e hizo ademán de salir, pero ella comentó: —Tú también te ibas a horrorizar. Por ejemplo: ¿sabías que el clítoris es una invención reciente? ¿Invención? ¿Reciente? Esa misma semana alguien había tocado el suyo, como si siempre hubiese estado allí, y como si aquellas manos conociesen bien el terreno que estaban explorando, a pesar de la completa oscuridad. —Fue oficialmente aceptado en 1559, después de que un médico, Realdo Columbo, publicase un libro llamado De re anatomica. Durante mil quinientos años de la era cristiana fue oficialmente ignorado. Columbo lo describe, en su libro, como «algo bonito y útil», ¿te lo puedes creer? Las dos rieron. —Dos años después, en 1561, otro médico, Gabrielle Fallopio, dijo que el «descubrimiento» había sido suyo. ¡Tú fíjate! ¡Dos hombres, italianos, claro, que entienden del asunto, discutiendo sobre quién había introducido oficialmente el clítoris en la historia del mundo! Aquella conversación era interesante, pero María no quería pensar en el asunto, sobre todo porque sentía de nuevo el líquido escurriendo, y el sexo poniéndose húmedo, sólo con acordarse de las caricias, de las vendas, de las manos que paseaban por su cuerpo. No, no estaba muerta para el sexo, aquel hombre la había rescatado de alguna manera. Qué bueno era seguir viva. La bibliotecaria, sin embargo, estaba entusiasmada: —Incluso después de «descubierto», siguió sin ser respetado —dijo ella, dando la impresión de que se había vuelto una experta en clitoriología, o como se llame esa ciencia—. Las mutilaciones que leemos hoy en los periódicos, donde ciertas tribus de África todavía le niegan a la mujer el derecho al placer, no son ninguna novedad. Aquí mismo, en Europa, en el siglo XIX, todavía se hacían operaciones para eliminarlo, creyendo que en aquella pequeña e insignificante parte de la anatomía femenina estaban todas las fuentes de la histeria, la epilepsia, la tendencia al adulterio y la incapacidad de tener hijos. María le tendió la mano para despedirse, pero la bibliotecaria no daba señales de cansancio. —Peor todavía, nuestro querido Freud, el descubridor del psicoanálisis, decía que el orgasmo femenino, en una mujer normal, debe pasar del clítoris a la vagina. Sus más fieles seguidores, desarrollando esta tesis, pasaron a afirmar que el hecho de mantener el placer sexual concentrado en el clítoris era una señal de infantilismo, o, lo que es peor, de bisexualidad. »Y, sin embargo, como todas nosotras sabemos, es muy difícil tener un orgasmo sólo con la penetración. Está bien ser poseída por un hombre, pero el placer está en ese garbancito, ¡descubierto por un italiano! www.lectulandia.com - Página 133

Distraída, María reconoció que tenía el problema diagnosticado por Freud: todavía era infantil, su orgasmo no había pasado a su vagina. ¿O estaba equivocado Freud? —¿Y el punto G, qué crees? —¿Sabe usted dónde está? La mujer se puso colorada, tosió, pero tuvo valor para responder: —Al entrar, en el primer piso, ventana del fondo. ¡Genial! ¡Había descrito la vagina como un edificio! Tal vez hubiese leído aquella explicación en un libro para chicas: al llamar a la puerta y entrar, descubrirás todo un universo dentro del propio cuerpo. Siempre que se masturbaba, prefería más el punto G que el clítoris, ya que éste le daba una cierta aflicción, un placer mezclado con agonía, algo angustioso. ¡Iba siempre al primer piso, ventana del fondo! Viendo que la mujer no iba a parar de hablar —tal vez acabase de descubrir en ella una cómplice de su propia sexualidad perdida—, dijo adiós con la mano, salió e intentó seguir concentrándose en cualquier tontería, porque no era el día adecuado para pensar en despedidas, clítoris, virginidad recuperada, ni en el punto G. Prestó atención a los ruidos: campanas que sonaban, perros ladrando, el tranvía chirriando en las vías, los pasos, la respiración, los letreros que ofrecían de todo. Ya no tenía más ganas de volver al Copacabana pero, aun así, sentía la obligación de llevar su trabajo hasta el final, aunque desconociese la verdadera razón; al fin y al cabo, ya había conseguido ahorrar lo suficiente. Durante aquella tarde, podía hacer algunas compras, hablar con un director de banco que era cliente suyo pero que había prometido ayudarla con su economía, tomar un café y mandar por correo alguna ropa que no iba a caber en su equipaje. Extraño, estaba un poco triste, no conseguía entenderlo; tal vez porque aún faltaban dos semanas, tenía que pasar el tiempo, mirar la ciudad con otros ojos, alegrarse por haber vivido todo aquello. Llegó a un cruce que ya había atravesado cientos de veces, desde allí podía ver el lago, la columna de agua y, en medio del jardín que se extendía desde el otro lado de la calzada, el hermoso reloj de flores, uno de los símbolos de la ciudad, y él no la dejaba mentir, porque... De repente, el tiempo, el mundo se quedó inmóvil. ¿Qué historia era aquella de la virginidad recién recuperada, en la que pensaba desde que se había levantado? El mundo parecía congelado, aquel segundo no pasaba nunca, ella estaba ante algo muy serio y muy importante en su vida, no podía olvidarlo, no podía hacer como con sus sueños nocturnos, siempre prometía anotarlo y nunca se acordaba... «No pienses en nada. El mundo se ha detenido. ¿Qué está sucediendo?» ¡BASTA! www.lectulandia.com - Página 134

El pájaro, la bella historia del pájaro que acababa de escribir, ¿era sobre Ralf Hart? ¡No, era sobre ella misma! ¡PUNTO FINAL! Eran las 11.11 horas de la mañana, y ella paraba en aquel momento. Era una extranjera en su propio cuerpo, estaba redescubriendo la virginidad recién recuperada, pero su renacer era tan frágil que si seguía allí estaría perdida para siempre. Había probado el cielo tal vez, el infierno, seguro, pero la Aventura llegaba al final. No podía esperar dos semanas, diez días, una semana, tenía que marcharse corriendo, porque, al ver aquel reloj lleno de flores, con turistas sacando fotografías y niños jugando alrededor, acababa de descubrir el motivo de su tristeza. Y el motivo era el siguiente: no quería volver. Y la razón no era Ralf Hart, ni Suiza, ni la Aventura. La verdadera razón era demasiado simple: dinero. ¡Dinero! Un trozo de papel especial, pintado con colores sobrios, que todo el mundo decía que valía algo (y ella lo creía, todos lo creían) hasta el momento en que fuese con una montaña de aquel papel a un banco, un respetable, tradicional, discretísimo banco suizo, y pidiese: «¿Puedo comprar algunas horas de vida?». «No, señora, no vendemos de eso; sólo compramos.» María despertó de su delirio por el frenazo de un coche, la queja de un conductor, y un viejecito sonriente que hablaba inglés y que le pedía que retrocediese (el semáforo estaba rojo para los peatones). «Bien, creo que he descubierto algo que todo el mundo debe saber. » Pero no lo sabían: miró a su alrededor, gente andando cabizbaja, corriendo para ir al trabajo, a clase, a una agencia de trabajo, a la rue de Berne, diciendo continuamente: «Puedo esperar un poco más. Tengo un sueño, pero no tiene que ser vivido hoy, porque tengo que ganar dinero». Claro, su empleo estaba mal visto, pero en el fondo sólo se trataba de vender su tiempo, como todo el mundo. Hacer cosas que no le gustaban, como todo el mundo. Aguantar a gente insoportable, como todo el mundo. Entregar su precioso cuerpo y su preciosa alma en nombre de un futuro que nunca llegaba, como todo el mundo. Decir que todavía no tenía lo suficiente, como todo el mundo. Aguardar sólo un poquito más, como todo el mundo. Esperar un poco más, ganar algo más, posponer sus sueños, de momento estaba muy ocupada, tenía una oportunidad ante sí, clientes que la esperaban, que eran fieles, que podían llegar a pagar desde trescientos cincuenta hasta mil francos por noche. Y por primera vez en su vida, a pesar de todas las cosas buenas que podía comprar con el dinero que ganase (quién sabe, ¿sólo un año más?), ella decidió consciente, lúcida, y a propósito, dejar pasar una oportunidad. María esperó a que el semáforo se pusiese en verde, cruzó la calle, se detuvo delante del reloj de flores, pensó en Ralf, sintió de nuevo su mirada de deseo en la noche en la que ella había bajado parte de su vestido, sintió sus manos tocándole los www.lectulandia.com - Página 135

senos, el sexo, la cara, se sintió húmeda; miró la inmensa columna de agua a distancia y, sin tener que tocar ni una sola parte de su cuerpo, tuvo un orgasmo allí, delante de todo el mundo. Nadie lo notó; todos estaban muy, muy ocupados. Nyah, la única de sus colegas con la que tenía una relación parecida a lo que se podría llamar amistad, la llamó en cuanto entró. Estaba sentada con un oriental, y los dos se reían. —Mira esto —le dijo a María—. ¡Mira lo que quiere que haga con él! El oriental, poniendo una mirada cómplice y manteniendo la sonrisa en los labios, abrió la tapa de una especie de caja de puros. Desde lejos, Milan alargó el ojo para ver que no se trataba de jeringas ni de drogas. No, era simplemente aquella cosa que ni él entendía bien cómo funcionaba, pero no era nada especial. —¡Parece del siglo pasado! —dijo María. —¡Es del siglo pasado! —afirmó el oriental, indignado con la ignorancia del comentario—. Esto tiene más de cien años, y me ha costado una fortuna. Lo que María veía era una serie de válvulas, una manivela, circuitos eléctricos, pequeños contactos de metal, pilas. Parecía el interior de un antiguo aparato de radio del que salían dos hilos, en cuyos extremos había unos pequeños bastoncillos de cristal, del tamaño de un dedo. Nada que pudiese costar una fortuna. — ¿Cómo funciona? A Nyah no le gustó la pregunta de María. Aunque confiaba en la brasileña, la gente cambia de un momento a otro, y podía estar echándole el ojo a su cliente. —Ya me lo ha explicado. Es la Varita Violeta. Y volviéndose hacia el oriental, le sugirió que saliesen, porque había decidido aceptar la invitación. Pero él parecía entusiasmado con el interés que despertaba su jueguecito. —Hacia el año 1900, cuando las primeras pilas empezaron a circular por el mercado, la medicina tradicional comenzó a hacer experimentos con electricidad, para ver si curaba enfermedades mentales o la histeria. También se utilizó para combatir las espinillas, y para estimular la vitalidad de la piel. ¿Ves estos dos extremos? Se ponían aquí —señaló sus sienes— y la batería provocaba la misma descarga estática que cuando el aire está muy seco. Aquello era algo que jamás sucedía en Brasil, pero en Suiza era muy común, María lo descubrió un día cuando, al abrir la puerta de un taxi, oyó un chasquido y recibió una descarga. Pensó que era un problema del coche, se quejó, dijo que no iba a pagar el viaje, y el chofer casi la agredió, llamándola ignorante. Él tenía razón; no era el coche, sino el aire seco. Después de varias descargas, empezó a tener miedo de tocar cualquier cosa metálica, hasta que descubrió en un supermercado una pulsera que descargaba la electricidad acumulada en el cuerpo. www.lectulandia.com - Página 136

María se volvió hacia el oriental: —¡Pero eso es extremadamente desagradable! Nyah se impacientaba cada vez más con los comentarios de María. Para evitar futuros conflictos con su única posible amiga, mantenía el brazo en torno al hombro del hombre, de modo que no hubiese la menor duda de a quién pertenecía. —Depende de dónde lo apliques —el oriental rió alto. Giró la pequeña manivela y los dos bastoncillos se pusieron de color violeta. Con un movimiento rápido, él los apoyó sobre las dos mujeres; hubo un chasquido, pero la descarga parecía más una especie de picor que de dolor. Milan se acercó. —Por favor, no use eso aquí. El hombre volvió a colocar los bastoncillos en la caja. La filipina aprovechó la oportunidad y sugirió que fuesen ya al hotel. El oriental pareció un poco decepcionado, la recién llegada estaba mucho más interesada en la Varita Violeta que la mujer que ahora lo invitaba a salir. Se puso el abrigo y guardó la caja en un maletín de cuero, al tiempo que comentaba: —Hoy en día se fabrican de nuevo, se ha puesto de moda entre las personas que buscan placeres especiales. Pero éste que acabas de ver sólo se puede encontrar en raras colecciones médicas, museos o anticuarios. Milan y María se quedaron callados, sin saber qué decir. —¿Habías visto eso antes? —De este tipo, no. Debe de costar una fortuna, pero ese hombre es un alto ejecutivo de una compañía petrolera. He visto otros, modernos. —¿Y qué hacen? —Lo ponen en el cuerpo... y le piden a ella que gire la manivela. Reciben la descarga dentro. —¿Y no pueden hacerlo solos? —Cualquier cosa que tenga que ver con el sexo puedes hacerla solo. Pero es mejor que sigan creyendo que tiene más gracia cuando están con otra persona, o mi bar iría a la ruina y tú tendrías que trabajar en una tienda de verduras. Hablando de eso, tu cliente especial ha dicho que vendrá esta noche; por favor, rechaza cualquier invitación. —La rechazaré. Incluso la suya. Porque sólo he venido a despedirme, me marcho. Milan pareció no acusar el golpe. —¿Es por el pintor? —No. Por el Copacabana. Hay un límite, y llegué a él esta mañana, mientras miraba aquel reloj de flores cerca del lago. —¿Cuál es el límite? —El precio de una hacienda en el interior del Brasil. Sé que puedo ganar más, www.lectulandia.com - Página 137

trabajar un año más, qué más da, ¿no? »Pues yo sé la diferencia: estaría para siempre en esta trampa, como estás tú, y como están los clientes, los ejecutivos, los auxiliares de vuelo, los cazatalentos, los ejecutivos de discográficas, los muchos hombres que he conocido, a quienes vendí mi tiempo, que no me pueden revender. Si me quedo un día más, me quedo un año más, y si me quedo un año más, no saldré nunca. Milan hizo un discreto gesto afirmativo, como si entendiese y estuviese de acuerdo con todo, aunque no pudiese decir nada, porque podía contagiar a todas las chicas que trabajaban para él. Pero era un buen hombre, y aunque no le hubiese dado su bendición, tampoco intentó convencer a la brasileña de que estaba actuando equivocadamente. Le dio las gracias, pidió algo, una copa de champán, no soportaba más el cóctel de frutas. Ahora podía beber, no estaba de servicio. Milan le dijo que lo llamase si necesitaba algo; que siempre sería bienvenida. Quiso pagar la copa, él dijo que corría por cuenta de la casa. Ella aceptó: le había dado a aquella casa mucho más que una copa. Del diario de María, al volver a casa: Ya no me acuerdo de cuándo fue, pero uno de estos domingos decidí entrar en una iglesia para asistir a misa. Después de mucho tiempo esperando, me di cuenta de que estaba en el lugar equivocado: era un templo protestante. Iba a salir, pero el pastor comenzó el sermón, creí que no sería delicado levantarme, y eso fue una bendición, porque aquel día habló de cosas que necesitaba mucho oír. El pastor dijo algo como: «En todas las lenguas del mundo hay un mismo dicho: ojos que no ven, corazón que no siente. Pues yo afirmo que no hay nada más falso que eso; cuanto más lejos, más cerca del corazón están los sentimientos que intentamos sofocar y olvidar. Si estamos en el exilio, queremos guardar cada pequeño recuerdo de nuestras raíces, si estamos lejos de la persona amada, cada persona que pasa por la calle nos hace recordarla. »Los evangelios y todos los textos sagrados de todas las religiones fueron escritos en el exilio, en busca de la comprensión de Dios, de la fe que movía los pueblos adelante, de la peregrinación de las almas errantes por la faz de la tierra. No lo sabían nuestros antepasados, y tampoco nosotros sabemos lo que la Divinidad espera de nuestras vidas, y es en ese momento cuando se escriben los libros, se pintan los cuadros, porque no queremos y no podemos olvidar quiénes somos». Al final del culto, fui hasta él y le di las gracias: le dije que era una extranjera en una tierra extranjera, y le agradecí que me recordase que lo que los ojos no ven, el corazón lo siente. Y por haber sentido tanto, hoy me voy. www.lectulandia.com - Página 138

T omó las dos maletas y las puso encima de la cama; siempre habían estado allí, esperando el día en que todo llegaría al final. Imaginaba que las llenaría de regalos, vestidos nuevos, fotos en la nieve y en las grandes capitales europeas, recuerdos de un tiempo feliz en el que había conocido el país más seguro y generoso del mundo. Tenía algunos vestidos nuevos, era verdad, y algunas fotos en la nieve que había caído un día en Géneve, pero aparte de eso, nada más era como había imaginado. Había llegado con el sueño de ganar mucho dinero, aprender sobre la vida y sobre quién era, comprar una hacienda para sus padres, encontrar un marido y traer a la familia a conocer el lugar en el que vivía. Volvía con el dinero justo para realizar un sueño, sin haber visitado las montañas y, lo que era peor, ahora era una extraña para sí misma. Pero estaba contenta, sabía que había llegado el momento de terminar con todo aquello. Poca gente en el mundo lo sabe. Había vivido sólo cuatro aventuras: ser bailarina en un cabaret, aprender francés, trabajar como prostituta y amar perdidamente a un hombre. ¿Cuánta gente puede vanagloriarse de tantas emociones en un año? Era feliz, a pesar de la tristeza, y esa tristeza tenía un nombre, no se llamaba prostitución, ni Suiza, ni dinero, sino Ralf Hart. Aunque jamás lo hubiera reconocido, en el fondo de su corazón le gustaría haberse casado con él, el hombre que ahora la esperaba en una iglesia, listo para llevarla a conocer a sus amigos, su pintura, su mundo. Pensó en faltar a la cita y hospedarse en un hotel cerca del aeropuerto, ya que el vuelo salía a la mañana siguiente; a partir de entonces, cada minuto pasado a su lado sería un año de sufrimiento en el futuro, por todo aquello que ella podría haber dicho y no diría, por los recuerdos de su mano, de su voz, de su apoyo, de sus historias. Abrió de nuevo la maleta, sacó el pequeño vagón eléctrico que él le había regalado la primera noche en su casa. Lo contempló durante algunos minutos y lo tiró a la basura; aquel tren no merecía conocer Brasil, había sido inútil e injusto con el niño que siempre lo había deseado. No, no iría a la iglesia; tal vez él le preguntase algo, y si contestaba la verdad («me voy»), él le pediría que se quedase, se lo prometería todo para no perderla en aquel momento, le declararía su amor ya demostrado en todo el tiempo que habían www.lectulandia.com - Página 139

pasado juntos. Pero habían aprendido a convivir en libertad, y ninguna otra relación saldría bien, tal vez ése fuese el único motivo por el cual se amaban, porque sabían que no se necesitaban el uno al otro. Los hombres siempre se asustan cuando una mujer dice «quiero depender de ti», y a María le gustaría llevarse consigo la imagen de un Ralf Hart apasionado, entregado, dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Todavía tenía tiempo de decidir si iba o no a la cita; de momento tenía que concentrarse en cosas más prácticas. Miró todo lo que había dejado fuera de las maletas; no sabía dónde meterlo. Decidió que el dueño del inmueble tomaría la decisión cuando entrase en el departamento y encontrase los electrodomésticos en la cocina, los cuadros comprados en un mercado de segunda mano, las toallas y la ropa de cama. No podría llevarse nada de eso a Brasil, ni aunque sus padres lo necesitasen más que cualquier mendigo suizo; le recordarían siempre todo en lo que se había aventurado. Salió, fue hasta el banco y solicitó retirar todo el dinero que tenía allí depositado. El director, que ya había frecuentado su cama, dijo que era una mala idea, que aquellos francos podrían seguir rindiendo y que ella recibiría los intereses en Brasil. Además, en caso de que le robasen, serían muchos meses de trabajo perdido. María dudó por un momento, creyendo, como siempre creía, que querían ayudarla de verdad. Pero, después de reflexionar un poco, concluyó que el objetivo de aquel dinero no era convertirse en más papel, sino en una hacienda, una casa para sus padres, algún ganado y mucho más trabajo. Retiró cada centavo, lo metió en una pequeña bolsa que había comprado para la ocasión y se la ató a la cintura, por debajo de la ropa. Fue hasta la agencia de viajes, rezando para tener el coraje de seguir adelante; cuando quiso cambiar su pasaje, le dijeron que el vuelo del día siguiente hacía escala en París, para hacer trasbordo. No tenía importancia, lo que necesitaba era estar lejos de allí antes de que pudiese pensarlo dos veces. Fue hasta uno de los puentes, compró un helado, aunque ya empezaba a hacer frío de nuevo, y miró Géneve. Entonces todo le pareció diferente, como si hubiese acabado de llegar, y tuviese que ir a los museos, a los monumentos históricos, a los bares y restaurantes de moda. Es gracioso, cuando se vive en una ciudad, siempre se deja para después conocerla, y generalmente se termina por no conocerla nunca. Pensó en ponerse contenta porque volvía a su tierra, pero no lo consiguió. Pensó en ponerse triste por dejar una ciudad que la había tratado tan bien, y tampoco lo consiguió. Lo único que pudo hacer fue derramar algunas lágrimas, con miedo de sí misma, una chica inteligente, que lo tenía todo para tener éxito, pero que generalmente tomaba decisiones equivocadas. Deseó estar haciendo lo correcto esta vez. La iglesia estaba completamente vacía cuando ella entró, y pudo contemplar en www.lectulandia.com - Página 140

silencio los bonitos vitrales, iluminados por la luz del exterior, la luz de un día lavado por la tempestad de la noche anterior. Ante ella, un altar y una cruz vacía; no estaba ante un instrumento de tortura, con un hombre ensangrentado al borde de la muerte, sino ante un símbolo de resurrección, donde el instrumento de suplicio perdía todo su significado, su terror, su importancia. Se acordó del látigo la noche de las tormentas, era la misma cosa, «Dios mío, ¿en qué estoy pensando?». También se puso contenta porque no vio ninguna imagen de santos sufriendo, con marcas de sangre y heridas abiertas; aquél era simplemente un lugar donde los hombres se reunían para adorar algo que no eran capaces de comprender. Se detuvo delante del sagrario, donde se guardaba el cuerpo de un Jesús en el que ella todavía creía, aunque hiciese mucho tiempo que no pensaba en él. Se arrodilló y prometió a Dios, a la Virgen, a Jesús, y a todos los santos, que pasase lo que pasase durante aquel día, jamás cambiaría de idea, que se marcharía de cualquier manera. Hizo esta promesa porque conocía bien las trampas del amor y cómo son capaces de transformar la voluntad de una mujer. Poco después, María sintió la mano que le tocaba el hombro e inclinó su rostro para tocar la mano. —¿Cómo estás? —Bien —dijo, la voz sin ninguna angustia—. Muy bien. Vamos a tomar nuestro café. Salieron de la mano, como si fuesen dos enamorados que se encontraban después de mucho tiempo. Se besaron en público, algunas personas los miraban escandalizados, ambos sonreían por el malestar que estaban causando y por los deseos que despertaban con el escándalo, porque sabían que, en realidad, ellos querían hacer lo mismo. El escándalo era sólo eso. Entraron en un café igual que todos los demás, pero que aquella tarde era diferente, porque ellos dos estaban allí, y se amaban. Hablaron sobre Géneve, las dificultades de la lengua francesa, los vitrales de la iglesia, los males del tabaco, ya que ambos fumaban, y no tenían la menor intención de dejar el vicio. María quiso pagar el café, y él aceptó. Fueron a la exposición, ella conoció su mundo, artistas, ricos que parecían aún más ricos, millonarios que parecían pobres, gente que preguntaba cosas sobre las cuales jamás había oído hablar. Les gustó a todos, elogiaron su manera de hablar francés, le hicieron preguntas sobre el carnaval, el fútbol, la música de su país. Educados, amables, simpáticos, encantadores. Al salir, él le dijo que iría a la discoteca aquella noche, a verla. Ella le pidió que no lo hiciese, que tenía la noche libre y que le gustaría invitarlo a cenar. Él aceptó, se despidieron, quedaron en verse en casa de él, para cenar en un simpático restaurante en la pequeña plaza de Cologny, por donde siempre pasaban en taxi, pero ella jamás le había pedido que se detuviesen para conocer el sitio. www.lectulandia.com - Página 141

Entonces María se acordó de su única amiga, y decidió ir hasta la biblioteca para decirle que no volvería más. Estuvo atrapada en el tráfico durante un rato que parecía una eternidad, hasta que los kurdos terminasen de manifestarse (¡otra vez!) y los coches pudiesen volver a circular normalmente. Pero ahora era de nuevo dueña de su tiempo, eso no tenía importancia. Llegó cuando la biblioteca estaba a punto de cerrar. —Puede que sea demasiado íntimo, pero no tengo ninguna amiga a quien confiar ciertas cosas —dijo la bibliotecaria, en cuanto María entró. ¿Aquella mujer no tenía amigas? Después de vivir toda su vida en el mismo lugar, estar con gente durante el día, ¿acaso no tenía a nadie con quien hablar? En fin, descubría a alguien como ella, o mejor dicho, a alguien como todo el mundo. —He estado pensando en lo que leí sobre el clítoris... ¡No! ¿Acaso no podía pensar en otra cosa? —Y vi que, aunque hubiese sentido siempre mucho placer durante las relaciones con mi marido, me costaba mucho tener un orgasmo. ¿Crees que eso es normal? —¿Cree usted que es normal que los kurdos se manifiesten todos los días? ¿Que las mujeres enamoradas huyan de su príncipe encantado? ¿Que la gente sueñe con haciendas en vez de pensar en el amor? ¿Hombres y mujeres que venden su tiempo, sin poder volver a comprarlo? Y, sin embargo, todo eso sucede; así que no importa lo que yo crea o deje de creer, es siempre normal. Todo aquello que vaya contra la naturaleza, contra nuestros deseos más íntimos, todo eso es normal a nuestros ojos, aunque parezca una aberración a los ojos de Dios. Buscamos nuestro infierno, llevamos milenios construyéndolo, y después de mucho esfuerzo, ahora podemos vivir de la peor manera posible. Miró a la mujer y, por primera vez en todo aquel tiempo, le preguntó su nombre (sólo conocía su nombre de casada). Se llamaba Heidi, estaba casada hacía treinta años, y jamás, ¡jamás!, se había cuestionado si era normal no tener un orgasmo durante la relación sexual con su marido. —¡No sé si debería haber leído todo eso! Tal vez fuese mejor vivir en la ignorancia, creyendo que un marido fiel, un departamento con vista al lago, tres hijos y un empleo público era todo lo que una mujer podía soñar. Ahora, desde que tú llegaste aquí, y desde que leí el primer libro, estoy muy preocupada por aquello en lo que he convertido mi vida. ¿Será todo el mundo así? —Le puedo garantizar que sí —y María se sintió una joven sabia ante aquella mujer que le pedía consejos. —¿Te gustaría que entrase en detalles? María asintió con la cabeza. —Está claro que todavía eres muy joven para entender de estas cosas, pero justamente por eso me gustaría compartir un poco mi vida, para que no cometas los www.lectulandia.com - Página 142

mismos errores que yo cometí. »Pero el clítoris, ¿por qué será que mi marido nunca le prestó atención? Creía que el orgasmo tiene lugar en la vagina, y me costaba mucho, pero mucho, fingir algo que él imaginaba que yo debía sentir. Claro, yo sentía placer, pero un placer diferente. Sólo cuando la fricción era en la parte superior... ¿entiendes? —Sí. —Y ahora he descubierto por qué. Está allí —señaló un libro en su mesa, cuyo título María no conseguía ver—. Hay un grupo de nervios que van desde el clítoris hasta el punto G, y que es predominante. Pero los hombres piensan que no, que penetrar lo es todo. ¿Sabes qué es el punto G? —Hablamos de eso el otro día —dijo María, esta vez como la Niña Ingenua—. justo al entrar, primer piso, ventana del fondo. —¡Claro, claro! —los ojos de la bibliotecaria se iluminaron—. Comprueba por ti misma cuántos de tus amigos han oído hablar de eso: ¡ninguno! ¡Qué absurdo! ¡Pero así como el clítoris fue una invención de ese italiano, el punto G es una conquista de nuestro siglo! ¡Muy pronto ocupará todos los titulares, y ya nadie podrá ignorarlo! ¿Te imaginas qué momento revolucionario estamos viviendo? María miró su reloj, y Heidi se dio cuenta de que tenía que hablar de prisa, enseñarle a aquella hermosa joven que las mujeres tenían todo el derecho de ser felices, de realizarse, de modo que la siguiente generación pudiese beneficiarse de todas esas extraordinarias conquistas científicas. —El doctor Freud no estaba de acuerdo porque no era mujer, y como tenía el orgasmo en su pene, creía que todas estábamos obligadas a sentir el placer en la vagina. Tenemos que volver al origen, a aquello que siempre nos ha dado placer: ¡el clítoris y el punto G! Muy pocas mujeres consiguen tener una relación sexual satisfactoria, de modo que, si tienes dificultades para conseguir la alegría que mereces, voy a sugerirte algo: invierte la posición. Que se acueste tu pareja, y tú ponte siempre encima; tu clítoris golpeará con más fuerza en su cuerpo, y tú, no él, conseguirás el estímulo que necesitas. ¡Mejor dicho, el estímulo que mereces! María, sin embargo, sólo fingía no estar prestando atención a la conversación. ¡Entonces no era sólo ella! ¡No tenía ningún problema sexual, era todo una cuestión de anatomía! Sintió ganas de besar a aquella mujer, mientras un peso inmenso, enorme, salía de su corazón. ¡Qué bien haberlo descubierto siendo joven todavía! ¡Qué magnífico día estaba viviendo! Heidi sonrió con un aire cómplice. —¡Ellos no lo saben, pero nosotras también tenemos una erección! ¡El clítoris se pone erecto! «Ellos» debían de ser los hombres. María se armó de valor, ya que la conversación estaba tan íntima. www.lectulandia.com - Página 143

—¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio? La bibliotecaria se sorprendió. Sus ojos emitieron una especie de fuego sagrado, su piel se puso roja, no sabía decir si de rabia o de vergüenza. Después de un rato, la lucha entre contar o fingir terminó. Bastaba con cambiar de asunto. —Volvamos a nuestra erección: ¡el clítoris! Se pone rígido, ¿lo sabías? —Desde niña. Heidi parecía desconcertada. Tal vez no hubiese prestado mucha atención a aquello. Aun así, decidió continuar: —Y al parecer, si mueves el dedo en círculos alrededor de él, incluso sin tocar su punta, se puede sentir el placer de manera más intensa todavía. ¡Aprende! Los hombres que respetan el cuerpo de una mujer en seguida se ponen a tocar la cima del clítoris, sin saber que eso a veces puede ser doloroso, ¿no estás de acuerdo? Por eso, ya desde la primera o segunda cita, asume el control de la situación: ponte encima, decide cómo y dónde aplicar la presión, aumenta y disminuye el ritmo según tu criterio. Además de eso, una conversación franca es siempre necesaria, según el libro que estoy leyendo. —¿Ha tenido usted una conversación franca con su marido? Una vez más Heidi huyó de la pregunta directa, diciendo que eran otros tiempos. Ahora estaba más interesada en compartir sus experiencias intelectuales. —Procura ver tu clítoris como la aguja de un reloj, y pídele a tu compañero que lo mueva entre las once y la una, ¿comprendes? Sí, sabía de qué hablaba la mujer y no estaba muy de acuerdo, aunque el libro tampoco estuviese lejos de la verdad. Pero en cuanto dijo reloj, María miró el suyo, comentó que había ido sólo a despedirse, pues su estancia allí había terminado. La mujer pareció no escucharla. —¿No quieres llevarte este libro sobre el clítoris? —No, gracias. Tengo que pensar en otras cosas. —¿Y no te vas a llevar nada nuevo? —No. Vuelvo a mi país, pero quería agradecerle el haberme tratado siempre con respeto y comprensión. Hasta otro día. Se dieron la mano y se desearon felicidad mutuamente. www.lectulandia.com - Página 144

H eidi esperó a que la chica saliese, antes de perder el control y dar un puñetazo en la mesa. ¿Por qué no había aprovechado el momento para compartir algo que, tal y como iban las cosas, terminaría muriendo con ella? Ya que la chica había tenido el coraje de preguntar si algún día había traicionado a su marido, ¿por qué no responder, ahora que estaba descubriendo un mundo nuevo, en el que finalmente las mujeres aceptaban que era muy difícil tener un orgasmo vaginal? «Bueno, eso no es importante. El mundo no es sólo sexo.» No era lo más importante del mundo, pero era importante, sí. Miró a su alrededor; gran parte de aquellos miles de libros que la rodeaban contaba una historia de amor. Siempre la misma historia, alguien se enamora, encuentra, pierde y vuelve a encontrar otra vez. Almas que se comunican, lugares distantes, aventura, sufrimiento, preocupaciones, y casi nunca alguien que decía «mira, querido, entiende mejor el cuerpo de una mujer». ¿Por qué los libros no hablaban abiertamente de eso? Tal vez nadie estuviese realmente interesado. Porque el hombre iba a seguir buscando la novedad, todavía era el troglodita cazador, que seguía el instinto reproductor de la raza humana. ¿Y la mujer? Por su experiencia personal, las ganas de tener un buen orgasmo con su compañero sólo duraban los primeros años; después la frecuencia disminuía, y ninguna mujer hablaba de eso, porque creía que sólo le sucedía a ella. Y mentía, fingiendo que ya no aguantaba el deseo irrefrenable de su marido. Y al mentir hacía que todas las demás se preocupasen. Luego se dedicaban a pensar en algo diferente: los hijos, la cocina, los horarios, la limpieza de la casa, las cuentas que pagar, la tolerancia con las escapadas del marido, viajes durante las vacaciones en los que se preocupaban más por los hijos que por sí mismos, la complicidad, o incluso el amor, pero nada de sexo. Debería haber sido más abierta con la joven brasileña, que le parecía una chica inocente, con edad para ser su hija, y todavía incapaz de comprender bien el mundo. Una emigrante viviendo lejos de su tierra, dándolo todo en un trabajo sin gracia, esperando a un hombre con el que pudiese casarse, fingir algunos orgasmos, encontrar la seguridad, reproducir esta misteriosa raza humana, y después olvidar esas cosas llamadas orgasmos, clítoris, punto G (¡recién descubierto en el siglo XX!). Ser una buena esposa, una buena madre, cuidar que nada faltase en casa, masturbarse a escondidas de vez en cuando, pensando en el hombre que se había cruzado con ella en la calle y la había mirado www.lectulandia.com - Página 145

con deseo. Mantener las apariencias, ¿por qué estará el mundo tan preocupado por las apariencias? Por eso no había respondido a la pregunta: «¿Ha tenido alguna aventura fuera del matrimonio?». Esas cosas mueren con uno, pensó. Su marido siempre había sido el hombre de su vida, aunque el sexo fuese cosa del pasado remoto. Era un excelente compañero, honesto, generoso, con buen humor, luchaba para sustentar a la familia, y procuraba hacer felices a todos aquellos que estaban bajo su responsabilidad. El hombre ideal, con el que todas las mujeres sueñan, y justamente por eso se sentía tan mal al pensar que un día había deseado, y había estado, con otro hombre. Recordaba cómo lo había conocido. Volvía de la pequeña ciudad de Davos, en las montañas, cuando una avalancha de nieve interrumpió durante algunas horas la circulación de los trenes. Telefoneó, para que nadie se preocupase, compró algunas revistas y se preparó para una larga espera en la estación. Fue entonces cuando vio a un hombre a su lado, con una mochila y un saco de dormir. Tenía el pelo gris, la piel quemada por el sol, era el único que no parecía estar preocupado por el retraso; al contrario, sonreía y miraba a su alrededor, buscando a alguien con quien charlar. Heidi abrió una de las revistas pero, ¡ah, vida misteriosa!, sus ojos se cruzaron rápidamente con los de él, y no consiguió desviarlos lo bastante rápido como para evitar que se acercase. Antes de que ella pudiese, educadamente, decir que realmente tenía que terminar un artículo importante, él empezó a hablar. Dijo que era escritor, que volvía de una reunión en la ciudad, y que el retraso de los trenes lo haría perder el avión a su país. Al llegar a Géneve, ¿podría ayudarlo a encontrar un hotel? Heidi lo miraba: ¿cómo alguien podía estar de tan buen humor después de perder un vuelo, y tener que esperar en una incómoda estación de tren hasta que las cosas se resolviesen? Pero el hombre empezó a hablar, como si fuesen viejos amigos. Habló de sus viajes, del misterio de la creación literaria y, para su espanto y horror, sobre todas las mujeres que había amado y encontrado a lo largo de su vida. Heidi simplemente decía que sí con la cabeza, y él continuaba. Alguna que otra vez, se disculpaba por hablar mucho, y le pedía que le hablase un poco de sí misma, pero todo lo que se le ocurría decir era «soy una persona común, sin nada de extraordinario». De repente, ella se vio deseando que el tren no llegase nunca, aquella conversación era muy interesante, estaba descubriendo cosas que sólo habían entrado en su mundo a través de las novelas de ficción. Y como jamás volvería a verlo, se armó de valor —más tarde no sabría explicar por qué— y comenzó a hacerle preguntas sobre temas que le interesaban. Pasaba por una época difícil en su matrimonio, su marido reclamaba mucho su presencia, y Heidi quiso saber qué podía www.lectulandia.com - Página 146

hacerlo feliz. Él le dio algunas explicaciones interesantes, le contó una historia, pero no parecía muy contento al tener que hablar del marido. «Eres una mujer muy interesante», dijo, usando una frase que hacía muchos años que ella no oía. Heidi no supo cómo reaccionar, él notó su bochorno, y en seguida se puso a hablar sobre desiertos, ciudades perdidas, mujeres cubiertas con un velo o con la cintura desnuda, guerreros, piratas, sabios. El tren llegó. Se sentaron uno al lado del otro, y ahora ella ya no era la mujer casada, con una casa junto al lago, tres hijos que criar, sino una aventurera que llegaba a Géneve por primera vez. Miraba las montañas, el río, y se sentía contenta por estar con un hombre que quería llevársela a la cama (porque los hombres sólo piensan en eso), que hacía lo posible para impresionarla. Pensó en cuántos hombres habían sentido lo mismo, y jamás les había dado ninguna oportunidad, pero aquella mañana el mundo había cambiado, era una adolescente de treinta y ocho años que asistía deslumbrada a las tentativas de seducirla; era lo mejor del mundo. En el otoño prematuro de su vida, cuando pensaba que ya tenía todo lo que podía desear, aparecía aquel hombre en la estación de tren y entraba sin pedir permiso. Se apearon en Géneve, ella le indicó un hotel (modesto, había insistido él, porque debía partir aquella mañana, y no estaba prevenido para un día más en la carísima Suiza), le pidió que lo acompañase hasta la habitación con él, para ver si todo estaba en orden. Heidi sabía lo que le esperaba pero, aun así, aceptó la proposición. Cerraron la puerta, se besaron con violencia y deseo, él le arrancó la ropa, y, ¡Dios mío!, conocía el cuerpo de una mujer, porque había conocido el sufrimiento o la frustración de muchas. Hicieron el amor toda la tarde, pero al llegar la noche el encanto se disipó, y ella dijo la frase que no le gustaría haber pronunciado jamás: «Tengo que volver, mi marido me espera». Él encendió un cigarrillo, permanecieron en silencio algunos minutos, y ninguno de los dos dijo «adiós». Heidi se levantó y salió sin mirar atrás, sabiendo que, no importaba lo que dijesen, ninguna palabra o frase tendría sentido. Nunca más volvería a verlo, pero, en el otoño de su desesperanza, durante algunas horas, había dejado de ser la esposa fiel, el ama de casa, la madre amorosa, la funcionaria ejemplar, la amiga constante; y había vuelto a ser simplemente mujer. «Qué pena que no le conté esto a la chica —se dijo—. En cualquier caso, ella no habría entendido nada, todavía vive en un mundo en el que la gente es fiel y las promesas de amor son eternas.» Del diario de María: www.lectulandia.com - Página 147

No sé qué pensó cuando abrió la puerta, aquella noche, y me vio con dos maletas. —No te asustes —comenté en seguida—. No me estoy mudando aquí. Vamos a cenar. Me ayudó, sin ningún comentario, a meter mi equipaje dentro. En seguida, antes de decir «qué es eso» o «qué alegría que hayas venido», simplemente me agarró, y comenzó a besarme, a tocar mi cuerpo, mis senos, mi sexo, como si hubiese esperado mucho tiempo, y ahora presintiese que tal vez el momento no iba a llegar nunca. Me quitó el abrigo, el vestido, me dejó desnuda, y fue allí en el recibidor de la entrada, sin ningún ritual ni preparación, incluso sin tiempo para decir lo que estaría bien o mal, con el viento frío entrando por la rendija de la puerta, dónde hicimos el amor por primera vez. Pensé que tal vez fuese mejor decirle que parase, que buscásemos un lugar más cómodo, que tuviésemos tiempo de explorar el inmenso mundo de nuestra sensualidad, pero al mismo tiempo yo lo quería dentro de mí, porque era el hombre que yo nunca había poseído, y que jamás poseería. Por eso podía amarlo con toda mi energía, tener por lo menos, durante una noche, aquello que jamás había tenido antes, y que posiblemente nunca, tendría después. Me acostó en el suelo, entró dentro de mí antes de que yo estuviese completamente mojada, pero no, el dolor no me molestó, al contrario, me gustó que fuese así porque debía entender que yo era suya, y que no tenía que pedir permiso. No estaba allí para enseñarle nada más, ni para mostrarle cómo mi sensibilidad era mejor o más intensa que la de las demás mujeres, sino para decirle que sí, que era bienvenido, que yo también lo estaba esperando, que me alegraba mucho su total falta de respeto a las reglas que habíamos creado entre nosotros, y que ahora exigía que sólo nuestros instintos, macho y hembra, nos guiasen. Estábamos en la postura más convencional posible, yo debajo, con las piernas abiertas, y él encima, entrando y saliendo, mientras yo lo miraba, sin ganas de fingir, ni de gemir, ni de nada, simplemente queriendo mantener los ojos abiertos, y procurar recordar cada segundo, ver su rostro transformándose, sus manos que agarraban mi cabello, su boca que me mordía, me besaba. Nada de preliminares, de caricias, de preparaciones, de sofisticaciones, simplemente él dentro de mí, y yo en su alma. Entraba y salía, aumentaba y disminuía el ritmo, a veces paraba para mirarme también, pero no preguntaba si me estaba gustando, porque sabía que ésa era la única manera de que nuestras almas se comunicasen en aquel momento. El ritmo aumentó, y yo sabía que los once minutos estaban llegando a su fin, quería que continuasen para siempre, porque era tan bueno, ¡Oh, Dios mío, qué bueno era ser poseída y no poseer! Todo con los ojos muy abiertos, y yo noté, cuando ya no veíamos bien, que parecía que nos íbamos a otra dimensión donde yo era la gran madre, el universo, la mujer amada, la prostituta sagrada de los antiguos rituales de la que él me había hablado con un vaso de vino y una chimenea encendida. Sentí que su orgasmo llegaba, y sus brazos sujetaron los míos con fuerza, los movimientos aumentaron de intensidad, y ¡entonces él gritó, no gimió, no apretó los dientes, sino que gritó! ¡Chilló! ¡Bramó como un animal! Por el fondo de mi cabeza pasó rápidamente el pensamiento de que los vecinos tal vez llamasen a la policía, pero eso no tenía importancia, y yo sentí un inmenso placer, porque era así desde el inicio de los tiempos, cuando el primer hombre encontró a la primera mujer e hicieron el amor por primera vez: gritaron. Después su cuerpo se derrumbó sobre mí, y no sé cuánto tiempo permanecimos abrazados el uno al otro, yo acaricié su pelo como sólo lo había hecho la noche en que nos encerramos en la oscuridad del hotel; noté cómo su corazón disparado volvía poco a poco a la normalidad, sus manos comenzaron a pasear delicadamente por mis brazos, y aquello hizo que todos los pelos de mi cuerpo se erizasen. Debió de pensar en algo práctico, como el peso de su cuerpo encima del mío, porque se echó hacia un lado, agarró mis manos, y permanecimos mirando el techo y el lustre de tres lámparas encendidas. —Buenas noches —le dije. Él me empujó e hizo que apoyase la cabeza en su pecho. Me acarició durante un buen rato, antes de decir también «buenas noches». —Seguro que los vecinos lo han oído todo —comenté, sin saber cómo íbamos a continuar, porque decir «te amo» en aquel momento no tenía mucho sentido, él ya lo sabía, y yo también. —Entra una corriente de aire frío por debajo de la puerta —fue su respuesta, cuando podría haber dicho «¡qué maravilla!». —Vayamos a la cocina. Nos levantamos y vi que él ni siquiera se había quitado el pantalón, estaba vestido como cuando llegué, sólo que con el sexo afuera. Me puse el abrigo sobre mi cuerpo desnudo. Fuimos a la cocina, él www.lectulandia.com - Página 148

preparó un café, fumó dos cigarrillos, yo fumé uno. Sentados a la mesa, él decía «gracias» con los ojos, yo respondía «también te quiero dar las gracias», pero nuestras bocas permanecían cerradas. Finalmente él se armó de valor y preguntó por las maletas. —Vuelvo a Brasil mañana a mediodía. Una mujer sabe cuándo un hombre es importante para ella. ¿Son ellos capaces también de ese tipo de comprensión? ¿O debería haberle dicho «te amo», «me gustaría seguir aquí contigo», «pídeme que me quede»? —No te vayas —sí, él había comprendido que podía decírmelo. —Me voy. He hecho una promesa. Porque, si no la hubiese hecho, tal vez creyese que todo aquello era para siempre. Y no lo era, era parte del sueño de una chica de pueblo de un país distante, que se va a la gran ciudad (en realidad, no tan grande), pasa por mil dificultades, pero conoce a un hombre que la ama. Éste era el final feliz para todos los momentos difíciles que pasé, y siempre que yo recordase mi vida en Europa, terminaría con la historia de un hombre enamorado de mí, que sería siempre mío, ya que yo había visitado su alma. Oh, Ralf, no sabes cuánto te amo. Pienso que tal vez uno se enamora en el momento en el que ve al hombre de sus sueños por primera vez, aunque la razón en ese momento diga que estamos equivocados, y empecemos a luchar, sin deseo de ganar, contra ese instinto. Hasta que llega el momento en que nos dejamos vencer por la emoción, y eso sucedió aquella noche, cuando caminé descalza por el parque, sufriendo dolor y frío, pero entendiendo cuánto me querías. Sí, te amo mucho, como nunca he amado a otro hombre, y justamente por eso me voy, porque si me quedase el sueño se convertiría en realidad, deseo de poseer, de desear que tu vida sea mía... en fin, de todas esas cosas que acaban convirtiendo el amor en esclavitud. Mejor así: el sueño. Tenemos que ser cuidadosos con lo que nos llevamos de un país, o de la vida. —No has tenido un orgasmo —dijo él, intentando cambiar de tema, ser cuidadoso, no forzar una situación. Tenía miedo de perderme, y pensaba que todavía tenía toda la noche para hacerme cambiar de opinión. —No he tenido un orgasmo, pero he sentido un inmenso placer. —Pero sería mejor si tuvieses un orgasmo. —Podría haber fingido, simplemente para contentarte, pero no te lo mereces. Eres un hombre, Ralf Hart, con todo lo que esa palabra pueda tener de hermoso y de intenso. Supiste ayudarme y apoyarme, aceptaste que yo te apoyase y te ayudase, sin que eso significase humillación. Sí, me gustaría haber tenido un orgasmo, pero no lo he tenido. Sin embargo, me encantó el suelo frío, tu cuerpo caliente, la violencia consentida con la que entraste en mí. »Hoy fui a devolver los libros que todavía tenía, y la bibliotecaria me preguntó si hablaba de sexo con mi pareja. Me dieron ganas de decirle: ¿qué pareja? ¿Qué tipo de sexo? Pero ella no lo merecía, ha sido siempre un ángel conmigo. »En realidad, sólo he tenido dos parejas desde que llegué a Géneve: uno que despertó lo peor de mí misma, porque yo se lo permití e incluso se lo imploré. El otro, tú, que me has hecho sentir parte del mundo otra vez. Me gustaría poder enseñarte dónde tocar en mi cuerpo, con qué intensidad, durante cuánto tiempo, y sé que no lo tomarías como una recriminación, sino como una posibilidad de que nuestras almas se comuniquen mejor. El arte del amor es como tu pintura, requiere técnica, paciencia, y sobre todo práctica entre la pareja. Requiere osadía, es preciso ir más allá de aquello que la gente convencionalmente llama \"hacer el amor\". Ya está. La profesora había vuelto, y yo no quería aquello, pero Ralf supo manejar la situación. En vez de aceptar lo que yo decía, encendió su tercer cigarrillo en menos de media hora: —En primer lugar, hoy vas a pasar la noche aquí. No era una petición, era una orden. —En segundo lugar, haremos el amor otra vez, con menos ansiedad y más deseo. »Finalmente, me gustaría que tú también entendieses mejor a los hombres. ¿Entender mejor a bs hombres? Me pasaba todas las noches con ellos, blancos, negros, asiáticos, judíos, musulmanes, budistas. ¿Acaso Ralf no lo sabía? Me sentí más aliviada; qué bien que la conversación caminaba hacia una discusión. Por un momento había pensado en pedirle perdón a Dios y romper mi promesa. Pero allí estaba otra vez la realidad para decirme que no olvidase conservar mi sueño intacto, y que no me dejase caer en las trampas del destino. www.lectulandia.com - Página 149

—Sí, entender mejor a los hombres —repitió Ralf, al ver mi aire de ironía—. Hablas de expresar tu sexualidad femenina, de ayudarme a navegar por tu cuerpo, a tener paciencia, tiempo. Estoy de acuerdo, pero ¿ya se te ha ocurrido pensar que nosotros somos diferentes, por lo menos en lo que a tiempo se refiere? ¿Por qué no le pides explicaciones a Dios? »Cuando nos conocimos, te pedí que me enseñases sobre sexo, porque mi deseo había desaparecido. ¿Sabes por qué? Porque después de ciertos años de vida, cualquier relación sexual mía terminaba en tedio o en frustración, ya que creía que era muy difícil darles a las mujeres que amé el mismo placer que ellas me daban a mí. A mí no me gustó lo de «las mujeres que amé», pero fingí indiferencia y encendí un cigarrillo. —No tenía >valor para pedirte: enséñame tu cuerpo. Pero cuando te encontré, vi tu luz y te amé inmediatamente, pensé que a esas alturas de la vida, ya no tenía nada más que perder si era honesto conmigo, y con la mujer que quería tener a mi lado. El cigarrillo me resultó delicioso, y me habría gustado que me hubiera ofrecido un poco de vino, pero no quería dejar de hablar del tema. —¿Por qué los hombres, en vez de hacer lo que tú has hecho conmigo, descubrir cómo me siento, sólo piensan en sexo? —¿Quién ha dicho que sólo pensamos en sexo? Al contrario: pasamos años de nuestra vida intentando hacernos creer a nosotros mismos que el sexo es importante. Aprendemos el amor con prostitutas o con vírgenes, contamos nuestras andanzas a todos los que quieran escuchar, nos paseamos con amantes jóvenes cuando nos hacemos mayores, todo para demostrarles a los demás que sí, que somos aquello que las mujeres esperaban que fuésemos. »Pero ¿sabes una cosa? No es nada de eso. No entendemos nada. Creemos que sexo y eyaculación son lo mismo, y como acabas de decir, no lo son. No aprendemos, porque no tenemos valor para decirle a una mujer: enséñame tu cuerpo. No aprendemos porque ella tampoco tiene el valor de decir: aprende cómo soy. Nos quedamos en el primitivo instinto de supervivencia de la especie, y eso es todo. Por más absurdo que parezca, ¿sabes qué es más importante para el hombre que el sexo? Y pensé que tal vez fuese el dinero o el poder, pero no dije nada. —El deporte. ¿Y sabes por qué? Porque un hombre entiende el cuerpo de otro hombre. En el deporte, vemos el diálogo de cuerpos que se entienden. —Estás loco. —Puede ser. Pero tiene sentido. ¿Te has parado a pensar qué sentían los hombres con los que has estado en la cama? —Sí, lo he hecho: todos se sentían inseguros. Tenían miedo. —Peor que miedo. Eran vulnerables. No entendían muy bien qué estaban haciendo, simplemente sabían que la sociedad, los amigos, las propias mujeres decían que era importante. «Sexo, sexo, sexo», ésa es la base de la vida, grita la publicidad, la gente, las películas, los libros. Nadie sabe de qué habla. Saben, ya que el instinto es más fuerte que todos nosotros, que hay que hacerlo. Y punto. Basta. Yo había intentado dar lecciones de sexo para protegerme, él hacía lo mismo, y por más sabias que fuesen nuestras palabras, ya que uno siempre quería impresionar al otro, ¡eso era estúpido, indigno de nuestra relación! Lo atraje hacia mí porque, independientemente de lo que él tuviese que decir, o de lo que yo pensase respecto a mí misma, la vida ya me había enseñado muchas cosas. Al principio de los tiempos, todo era amor, entrega. Pero luego, la serpiente se le aparece a Eva y le dice: lo que has entregado, lo vas a perder. Eso fue lo que pasó conmigo, fui expulsada del Paraíso cuando todavía estaba en el colegio, y desde entonces he buscado una manera de decirle a la serpiente que estaba equivocada, que vivir era más importante que guardar. Pero la serpiente estaba en lo cierto, y yo estaba equivocada. Me arrodillé, le quité poco a poco la ropa, y vi que su sexo estaba allí, durmiente, sin reaccionar. A él parecía no importarle, y yo besé la parte interior de sus piernas, empezando por los pies. Su sexo comenzó a reaccionar lentamente, y yo lo toqué, después lo puse en mi boca, y, sin prisa, sin que él lo interpretase como « ¡Vamos, prepárate!», lo besé con el cariño de quien no espera nada, y justamente por eso, lo conseguí todo. Vi que se excitaba, y comenzó a tocar mis pezones, girándolos como aquella noche de total oscuridad, haciéndome desear tenerlo de nuevo entre mis piernas, o en mi boca, o como desease o quisiese poseerme. No me quitó el abrigo; hizo que me inclinase de bruces sobre la mesa, con las piernas aún apoyadas en el suelo. Me penetró lentamente, esta vez sin ansiedad, sin miedo a perderme, porque en el fondo él www.lectulandia.com - Página 150


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