En las personas de Jim LaDue (que no lo hacía mal y en realidad sabía cantar un poco) y Mike Coslaw (que era absolutamente hilarante), nuestro espectáculo resultó más del estilo de Dean Martin y Jerry Lewis que de Míster Bones y Míster Tambo. Las parodias pertenecían al género de la astracanada, y con un par de atletas para interpretarlas, funcionaron mejor de lo que probablemente merecían. El público se palmoteaba las rodillas y se partía el pecho. Es probable que también reventaran unos cuantos corsés. Ellen Dockerty desempolvó su jubilado banjo; para tratarse de una señora que ya peinaba canas, ejecutó un solo fenomenal. Y, después de todo, hubo un elemento picante. Mike y Jim persuadieron al resto del equipo de fútbol para que representaran un animado cancán vestidos con enaguas y bombachos de cintura para abajo y con nada salvo la piel de cintura para arriba. Jo Peet les proporcionó unas pelucas y con ellos la sala se vino abajo. Con peluca y todo, esos jovencitos de pecho desnudo hicieron enloquecer especialmente a las mujeres de la ciudad. Para el gran final, el elenco completo se distribuyó en parejas e invadieron el escenario del gimnasio con un frenético baile swing mientras «In the Mood» resonaba a todo volumen por los altavoces. Las faldas revoloteaban; los pies se movían como relámpagos; los futbolistas (ahora vestidos con trajes de espaldas anchas y sombreros de ala corta) volteaban a ágiles muchachas, animadoras en su mayoría, que ya conocían unas cuantas cosas sobre cómo menear el esqueleto. La música terminó; el risueño elenco de actores, abrazados por la cintura, dio un paso adelante para agradecer los aplausos con una reverencia, y cuando el público se puso en pie por tercera vez (o quizá por cuarta) desde que se alzara el telón, Donald volvió a pinchar «In the Mood». En esta ocasión los chicos y las chicas corretearon hacia lados opuestos del escenario, pillaron las docenas de tartas de crema dispuestas para ellos en varias mesas en los bastidores, y empezaron a arrojárselas entre sí. El público manifestó su aprobación riéndose a carcajadas. El elenco había conocido y esperado con impaciencia esa parte del espectáculo, aunque dado que no se había ensayado con tartas reales, no estaba seguro de cómo resultaría. Salió espléndidamente, por supuesto, lo normal tratándose de una batalla de tartas. Hasta donde los chicos sabían, era el punto culminante de la función. Sin embargo, yo me guardaba un truco más en la manga. Cuando se adelantaron para saludar al público por segunda vez, con la cara chorreando crema y la ropa salpicada, «In the Mood» empezó a sonar por tercera vez. La mayoría de los chicos miraron alrededor, perplejos, y por tanto no se percataron de que la fila del profesorado se ponía en pie armados con las tartas de crema que Sadie y yo habíamos escondido bajo sus asientos. Las tartas volaron, y los actores acabaron pringados por segunda vez. El entrenador Borman disparó dos tartas, y su puntería fue infalible: acertó a su quaterback y a su defensa estrella. www.lectulandia.com - Página 351
Mike Coslaw, con el rostro chorreando crema, empezó a bramar: —¡Señor A.! ¡Señorita D.! ¡Señor A.! ¡Señorita D.! El resto del reparto recogió el testigo, después el público, dando palmas al compás. Subimos al escenario de la mano, y Bellingham pinchó el puñetero disco una vez más. Los chicos formaron dos filas a ambos lados, gritando «¡Bailen! ¡Bailen! ¡Bailen!». No tuvimos elección, y aunque estaba convencido de que mi novia se resbalaría en medio de toda esa crema y se rompería el cuello, lo ejecutamos a la perfección por primera vez desde el Baile de Sadie Hawkings. Hacia el final, apreté ambas manos de Sadie, vi su leve asentimiento —Adelante, vamos, confío en ti— y la lancé entre mis piernas. Sus dos zapatos salieron volando hacia la primera fila, su falda se deslizó delirantemente hasta los muslos… y milagrosamente surgió en pie de una pieza, con las manos extendidas primero hacia el público —que enloqueció— y luego a los lados de su falda untada de crema, en una fina reverencia. Resultó que los chicos también se guardaban un truco en la manga, uno que casi seguramente había instigado Mike Coslaw, aunque nunca lo confesó. Habían reservado varias tartas, y cuando permanecíamos allí parados, absorbiendo los aplausos, fuimos alcanzados, como mínimo, por una docena de tartas, que llegaron volando de todas direcciones. Y el público, como se suele decir, se desmadró. Sadie tiró de mí, se limpió la nata de la boca con el meñique, y me susurró al oído: —¿Cómo puedes abandonar todo esto? 9 Y aún no acabó ahí. Deke y Ellen salieron al centro del escenario, hallando casi milagrosamente un camino entre las vetas, las salpicaduras y los coágulos de crema. Nadie habría osado arrojarles una tarta de crema a ninguno de ellos. Deke alzó las manos solicitando silencio, y cuando Ellen Dockerty se adelantó, habló con una voz entrenada en las aulas, potente y nítida, que se transmitió con facilidad sobre los murmullos y las risas residuales. —Damas y caballeros, la función de esta noche de Jodie Jamboree se representará tres veces más. La noticia provocó otra salva de aplausos. —Se trata de funciones benéficas —prosiguió Ellen cuando la ovación se extinguió—, y me complace, sí, me siento sumamente complacida de anunciar el beneficiario de la recaudación. El pasado otoño perdimos a uno de nuestros valiosos www.lectulandia.com - Página 352
alumnos y todos nosotros lloramos el fallecimiento de Vincent Knowles, que se produjo muy, muy pronto. Demasiado pronto. Un silencio sepulcral se apoderó del público. —Una chica que todos conocéis, una figura destacada de nuestro cuerpo estudiantil, quedó terriblemente marcada por el accidente. El señor Amberson y la señorita Dunhill han realizado las gestiones pertinentes para que Roberta Jillian Allnut sea sometida a una cirugía de reconstrucción facial este mes de junio, en Dallas. No supondrá ningún coste para la familia Allnut; me confirma el señor Sylvester, que se ha encargado de las cuentas del Jodie Jamboree, que los compañeros de clase de Bobbi Jill (y esta ciudad) han garantizado que todos los costos de la cirugía se cubran en su totalidad. Hubo un momento de silencio mientras procesaban aquella información y entonces todo el mundo se puso en pie de un salto. El aplauso resonó como un trueno de verano. Divisé a Bobbi Jill en las gradas. Lloraba con las manos en el rostro. Sus padres la rodeaban con los brazos. No se trataba más que de una noche en una ciudad pequeña, uno de aquellos burgos apartados de las carreteras principales por los que nadie se preocupa a excepción de los que viven allí. Y eso está bien, porque ellos sí se preocupan. Miré a Bobbi Jill, sollozando con el rostro enterrado entre las manos. Miré a Sadie. Tenía el pelo embadurnado de crema. Ella sonrió. Yo hice lo propio. —Te quiero, George —musitó. Moví mudamente los labios en respuesta. Yo también te quiero. Aquella noche los quise a todos ellos, me quise a mí mismo por hallarme entre ellos. Jamás me sentí tan vivo ni tan feliz de estar vivo. ¿Cómo podría abandonar todo aquello? La pelea estalló dos semanas después. 10 Era sábado, día de compras. Sadie y yo habíamos tomado por costumbre hacerlas juntos en el Weingarten's de la Autopista 77. Acompañados por la música de Mantovani de fondo, empujábamos nuestros carritos amigablemente codo con codo, examinando la fruta y buscando las mejores ofertas de la sección de cárnicos. Se podía conseguir casi cualquier corte que uno deseara, mientras fuera de ternera o pollo. Para mí no suponía ningún inconveniente; incluso al cabo de casi tres años, aún me impresionaban aquellos precios de ganga. Otro asunto ocupaba mi mente aquel día: la familia Hazzard, que vivía en el 2706 de Mercedes Street, una chabola estrecha situada enfrente y un poco a la izquierda de www.lectulandia.com - Página 353
la decadente vivienda que Lee Oswald pronto llamaría hogar. El Jodie Jamboree me había mantenido muy atareado, pero aquella primavera me las apañé para regresar tres veces a Mercedes Street. Aparcaba mi Ford en un solar del centro de Fort Worth y tomaba el autobús de Winscott Road, que paraba a menos de ochocientos metros de distancia. En esos viajes me vestía con vaqueros, botas gastadas y una desteñida cazadora vaquera que había adquirido en un mercadillo. Mi historia, por si alguien preguntaba: buscaba un alquiler barato porque acababa de conseguir un empleo de vigilante nocturno en la Texas Sheet Metal, en el distrito occidental de Fort Worth. Eso me convertía en un individuo de confianza (mientras nadie lo verificara) y me proporcionaba una razón por la cual la casa estaría tranquila, con las persianas echadas, durante las horas diurnas. En mis idas y venidas por Mercedes Street hasta el almacén de Monkey Ward (siempre con un periódico doblado abierto por la sección de clasificados), atisbaba al señor Hazzard, una mole en torno a los treinta y cinco años, a los dos niños con los que Rosette no quería jugar, y a una anciana con parálisis facial que arrastraba un pie al andar. En una ocasión, al pasar lenta y perezosamente por el surco que servía de acera, Mamá Hazzard me observó con recelo desde el buzón, pero no habló. En mi tercer reconocimiento, vi un viejo remolque herrumbroso enganchado a la camioneta de Hazzard. El hombre y los niños lo estaban cargando con cajas mientras la anciana esperaba cerca en los recién reverdecidos hierbajos, apoyada en un bastón y luciendo un rictus apopléjico que podría haber enmascarado cualquier emoción. Yo apostaba por completa indiferencia. A mí, en cambio, me embargó un sentimiento de felicidad. Los Hazzard se mudaban. En cuanto lo hicieran, un currante de nombre George Amberson iba a alquilar el 2706. Lo importante era cerciorarse de ser el primero de la lista. Mientras atendíamos nuestras tareas de aprovisionamiento del sábado, intentaba dilucidar si existía algún método infalible para conseguirlo. A cierto nivel, respondía a Sadie, hacía los comentarios apropiados, bromeaba si se entretenía demasiado en la sección de lácteos, empujaba el carrito cargado de comestibles por el aparcamiento, metía las bolsas en el maletero del Ford. Sin embargo, hacía todo esto en piloto automático, con la mayor parte de mi mente preocupada por la logística en Fort Worth, y así sobrevino mi perdición. No prestaba atención a lo que yo mismo decía, y cuando uno vive una doble vida, eso es peligroso. Tampoco prestaba atención a lo que cantaba mientras conducía de vuelta a casa de Sadie, que iba sentada a mi lado callada, muy callada. Me puse a cantar porque la radio del Ford estaba kaput. Las válvulas también emitían un sonido asmático. El Sunliner aún ofrecía un aspecto estiloso, y yo le tenía cariño por toda clase de razones, pero hacía siete años que había salido de la cadena de montaje y el cuentakilómetros marcaba más de ciento cuarenta mil kilómetros. www.lectulandia.com - Página 354
Llevé las provisiones de Sadie a la cocina en un solo viaje, profiriendo heroicos gruñidos y tambaleándome para crear efecto. No me percaté de que ella no sonreía, y ni siquiera sospeché que nuestro corto período de reverdecimiento se había acabado. Seguía pensando en Mercedes Street y preguntándome qué clase de función tendría que montar allí (o, más bien, de qué magnitud). Sería delicado. Quería convertirme en un rostro familiar, porque la familiaridad engendra desinterés además de desprecio, pero no deseaba destacar. Luego estaban los Oswald. Ella no hablaba inglés y él era una persona fría por naturaleza, tanto mejor, pero el 2706 se encontraba terriblemente cerca. El pasado podría ser obstinado pero el futuro era delicado, un castillo de naipes, y tendría que cuidarme mucho de no alterarlo hasta que estuviera preparado. Así pues, tendría que… Fue entonces cuando Sadie me habló; poco después, la vida en Jodie tal y como yo la había conocido (y amado) se derrumbó. 11 —¿George? ¿Puedes venir al salón? Quiero hablar contigo. —¿No sería mejor que metieras la carne picada y las chuletas de cerdo en la nevera? Y me parece que el helado de… —¡Pues que se derrita! —gritó, y eso me sacó de mi ensimismamiento a toda prisa. Me volví hacia ella, pero ya se encontraba en el salón. Cogió los cigarrillos de la mesa junto al sofá y encendió uno. Debido a mis suaves insistencias, había intentado dejarlo (al menos estando yo presente), y ese gesto de algún modo se me antojó más ominoso que el hecho de que hubiera alzado la voz. Entré en el salón. —¿Qué pasa, cariño? ¿Algo va mal? —Todo. ¿Qué canción era esa? Su rostro se mostraba pálido y rígido. Sostenía el cigarrillo delante de la boca a modo de escudo. Me di cuenta de que había cometido un desliz, pero ignoraba cuándo o dónde, y eso me asustaba. —No sé a qué… —La canción que cantabas en el coche al venir. La que berreabas a pleno pulmón. No me acordaba. Imposible. Únicamente recordaba el pensamiento de que, para no dar la nota en Mercedes Street, tendría que vestirme siempre como un trabajador que estaba atravesando una ligera mala racha. Seguro que me había puesto a cantar, pero lo hacía a menudo cuando estaba pensando en otras cosas; ¿no lo hacemos todos? —Supongo que sería algo que escuché en la K-Life y se me metió en la cabeza. www.lectulandia.com - Página 355
Ya sabes lo que pasa con las canciones. No entiendo qué te ha alterado tanto. —Algo que escuchaste en la K-Life. ¿Con esta letra: «Conocí a una reina en Memphis empapada en ginebra, quiso subirme a su cuarto y montar una juerga»? No fue solo que se me hundiera el corazón; tuve la sensación de que todo mi organismo zozobraba por debajo del cuello. «Honky Tonk Women». Eso había estado cantando. Un tema que no se grabaría hasta al cabo de siete u ocho años, de un grupo que ni siquiera conseguiría un éxito en América hasta pasados otros tres. Mi mente se hallaba en otras cosas, pero aun así, ¿cómo había podido ser tan idiota? —¿«Me sopló la nariz y me dejó la mente flipando»? ¿Escuchaste eso en la radio? ¡La Comisión Federal de Comunicaciones clausuraría una emisora que pinchara algo así! En ese instante empecé a enfadarme. Sobre todo conmigo mismo… pero no exclusivamente. Yo estaba caminando por la cuerda floja y ella me gritaba por un tema de los Rolling Stones. —Tranquilízate, Sadie. Es solo una canción. Ni siquiera sé dónde la oí. —Eso es mentira y ambos lo sabemos. —Estás flipando. Creo que será mejor que coja mi compra y me vaya a casa. — Intentaba mantener la voz calmada. El tono me resultaba familiar. Era el modo en que siempre intentaba hablar con Christy cuando llegaba a casa con una curda. La falda torcida, la blusa medio fuera, el pelo alborotado. Sin olvidar el lápiz de labios corrido… ¿a causa del borde de un vaso o por los labios de algún moscón de bar? Solo rememorarlo me encrespó. Otro error, pensé. Ignoraba si referido a Sadie, a Christy o a mí, pero en ese momento no me importaba. Jamás nos ponemos tan furiosos como cuando nos pillan, ¿verdad? —Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste esa canción si quieres volver aquí otra vez. Y dónde oíste lo que le respondiste al chico de la caja cuando te dijo que metería el pollo en dos bolsas para que no goteara. —No tengo la menor idea de qué… —«Cojonudo, tronco», eso fue lo que dijiste. Creo que será mejor que me cuentes dónde oíste eso. Y «liarda parda». Y «boogie shoes». Y «menea el pandero». Y «estás flipando», quiero saber dónde oíste esa jerga. Por qué nadie más que tú la utiliza. Quiero saber por qué te asustaste tanto con ese estúpido cántico de Jimla del que hablabas en sueños. Quiero saber dónde está Derry y por qué es como Dallas. Quiero saber cuándo estuviste casado, y con quién, y durante cuánto tiempo. Quiero saber dónde estuviste antes de ir a Florida, porque Ellie Dockerty dice que no lo sabe, que algunas de tus referencias son falsas. «Parecen muy imaginativas», así lo expresó. Ellen no lo había averiguado por Deke, de eso estaba seguro… pero lo había www.lectulandia.com - Página 356
averiguado. No me sorprendió demasiado, en realidad, pero me enfureció que se lo hubiera chismorreado a Sadie. —¡No tenía ningún derecho a contarte eso! Aplastó su cigarrillo y agitó la mano cuando se quemó con una pizca de ceniza al rojo. —A veces te comportas como si vinieras…, no sé…, ¡de otro universo! ¡Uno donde las canciones hablan de tirarse a mujeres de M-Memphis! Intenté convencerme de que no importa, que el a-a-amor todo lo vence, pero no es verdad. No vence a las mentiras. —Le tembló la voz, pero no lloró. Sus ojos continuaron clavados en los míos. Si en ellos solo hubiera habido enfado, habría sido un poquito más fácil. Sin embargo, también había súplica. —Sadie, si pudieras… —No. Ya no puedo más. Así que no empieces con la cantinela de que no estás haciendo nada vergonzoso ni para ti ni para mí. Eso debería decidirlo yo misma. Todo se reduce a que o se va la escoba, o te vas tú. —Si lo supieras, no querrías… —¡Pues cuéntamelo! —¡No puedo! —La furia estalló como un globo pinchado y dejó un embotamiento emocional detrás. Aparté los ojos de su rostro tenso y por casualidad se posaron en el escritorio. Lo que vi allí me cortó la respiración. Era un pequeño montón de solicitudes de empleo para su estancia en Reno de ese mismo verano. La de arriba iba destinada al Hotel & Casino Harrah. En la primera línea había escrito su nombre con esmeradas letras de imprenta. Su nombre completo, incluyendo el segundo, que nunca se me había ocurrido preguntarle. Bajé las manos, muy despacio, y coloqué los pulgares sobre el primer nombre y la segunda sílaba de su apellido. Lo que quedó fue DORIS DUN. Me acordé del día en que hablé con la esposa de Frank Dunning fingiendo ser un especulador inmobiliario interesado en el Centro Recreativo West Side. Ella era veinte años mayor que Sadie Doris Clayton, de soltera Dunhill, pero ambas mujeres compartían ojos azules, una tez exquisita y una perfecta figura de pechos generosos. Ambas mujeres fumaban. Todo ello podrían haber sido similitudes fortuitas, pero no lo eran. Y yo lo sabía. —¿Qué estás haciendo? —El tono acusatorio indicaba que la verdadera pregunta era «¿Por qué sigues eludiendo el tema?», pero yo ya no estaba enfadado. Ni siquiera un poco. —¿Estás segura de que él no sabe dónde estás? —pregunté. —¿Quién? ¿Johnny? ¿Te refieres a Johnny? ¿Por qué…? —Fue en ese momento cuando decidió que era inútil. Se lo vi en la cara—. George, tienes que irte. —Pero podría averiguarlo —indiqué—. Porque tus padres lo saben, y ellos www.lectulandia.com - Página 357
piensan que es la mar de bueno, tú misma lo dijiste. Di un paso hacia ella; ella dio un paso hacia atrás. Como cuando te apartas de una persona que ha demostrado tener perturbadas las facultades mentales. Vi en sus ojos el miedo y la falta de comprensión, pero aun así no pude detenerme. Recordad que yo mismo me encontraba aterrado. —Aunque les pidieras que no se lo dijeran, él podría sonsacárselo. Porque es encantador. ¿Verdad, Sadie? Cuando no se está lavando compulsivamente las manos, o colocando los libros por orden alfabético, o hablando sobre lo repugnante que es tener una erección, él es muy, muy encantador. Sin duda, te cautivó a ti. —Por favor, George, márchate. —Le temblaba la voz. Di otro paso hacia ella, sin embargo. Sadie lo compensó con otro paso hacia atrás, chocó con la pared… y se encogió. Verla así fue como cruzarle la cara de una bofetada a un histérico o echarle un vaso de agua fría en la cara a un sonámbulo. Retrocedí hasta el arco entre la salita y la cocina, con las manos levantadas a ambos lados de la cabeza, como un hombre presentando su rendición. Precisamente lo que estaba haciendo. —Me voy, pero Sadie… —No entiendo cómo has podido hacerlo —dijo ella. Las lágrimas habían llegado; rodaban lentamente por sus mejillas—. Ni por qué te niegas a deshacerlo. Teníamos algo maravilloso. —Aún lo tenemos. Sacudió la cabeza, despacio pero con firmeza. Crucé la cocina como si flotara en lugar de andar, saqué la tarrina de helado de vainilla de una de las bolsas que descansaban en la encimera, y la metí en el congelador de su Coldspot. Una parte de mí pensaba que se trataba solo de un mal sueño del que pronto despertaría. La mayor parte de mí sabía más. Sadie permaneció en el arco, observándome. Tenía un cigarrillo nuevo en una mano y las solicitudes de empleo en la otra. Ahora que lo veía, el parecido con Doris Dunning era sobrecogedor. Lo cual planteaba la cuestión de por qué no lo había visto antes. ¿Porque había estado preocupado por otros asuntos? ¿O era porque aún no había captado plenamente la inmensidad de las cosas en las que estaba enredado? Al salir, me detuve en los escalones de la entrada y la miré a través de la malla de la mosquitera. —Ten cuidado con él, Sadie. —Johnny está confundido acerca de muchas cosas, pero no es peligroso —dijo—. Y mis padres nunca le dirían dónde estoy. Me lo prometieron. —La gente puede romper promesas y la gente puede quebrarse. Especialmente aquellos que han estado sometidos a mucha presión y son mentalmente inestables. —Debes irte, George. www.lectulandia.com - Página 358
—Prométeme que tendrás cuidado con él y lo haré. —¡Lo prometo, lo prometo, lo prometo! —gritó. El modo en que el cigarrillo temblaba entre sus dedos era horrible; la combinación de temor, pérdida, pena y enfado en sus ojos rojos resultaba mucho peor. Pude sentirlos siguiéndome todo el camino de vuelta hasta el coche. Condenados Rolling Stones. www.lectulandia.com - Página 359
CAPÍTULO 17 1 Unos días antes de que se iniciara el período de exámenes finales, Ellen Dockerty me convocó a su despacho. —Lamento el problema que te he causado, George —dijo tras cerrar la puerta—, pero si me viera otra vez en la misma situación, no estoy segura de si actuaría de forma distinta. No dije nada. Se me había pasado el enfado, pero seguía aturdido. Apenas había conseguido conciliar el sueño desde la pelea y tenía el presentimiento de que las cuatro de la madrugada y yo íbamos a entablar una íntima amistad en un futuro cercano. —Cláusula Veinticinco del Código Administrativo Escolar de Texas —indicó, como si eso lo explicara todo. —Disculpa, Ellie, no entiendo. —Fue Nina Wallingford quien me lo hizo notar. —Nina era la enfermera del distrito. Sumaba decenas de miles de kilómetros a su Ford Ranch Wagón cada curso recorriendo los ocho colegios del condado de Denholm, tres de los cuales aún pertenecientes a la categoría de una o dos aulas—. La Cláusula Veinticinco atañe a las normas estatales de vacunación en los colegios. Engloba tanto a profesores como a alumnos, y Nina señaló que no existía ningún registro de vacunación tuyo. De hecho, no existe ningún historial médico de ninguna clase. Y allí estaba. El falso profesor descubierto por no haberse puesto una inyección contra la polio. Bueno, al menos no se debía a mi conocimiento anticipado de los Rolling Stones ni al uso inapropiado de cierta jerga. —Estabas tan ocupado con la Jamboree y todo eso que decidí escribir a las escuelas donde habías enseñado para ahorrarte la molestia. Recibí una carta de Florida informándome de que ellos no exigen registros de vacunación a los suplentes. Sin embargo, lo que recibí de Maine y Wisconsin fue un «Nunca hemos oído hablar de él». Se inclinó hacia delante desde detrás del escritorio, observándome. No pude sostenerle la mirada mucho tiempo. Lo que detecté en su rostro antes de redirigir la vista al dorso de mis manos fue una insoportable compasión. —¿Le importaría al Consejo Estatal de Educación que hayamos contratado a un impostor? Mucho. Puede que incluso emprendiera acciones legales para recuperar tu año de salario. ¿Me importa a mí? Rotundamente no. Tu trabajo en la ESCD ha sido ejemplar. Lo que Sadie y tú hicisteis por Bobbi Jill Allnut fue absolutamente www.lectulandia.com - Página 360
maravilloso, la clase de cosas que cosechan nominaciones para Profesor del Año del Estado. —Gracias —musité—. Supongo. —Pensé en acudir a Deke con esta información, pero lo que hice fue preguntarme qué haría Mimi Corcoran. Lo que Meems me aconsejó fue: «Si hubiera firmado un contrato para dar clases el próximo año y el siguiente, estarías obligada a actuar. Pero como se marcha dentro de un mes, te interesa (y también al instituto) guardar silencio». Después añadió: «Sin embargo, hay una persona que tiene que saber que no es quien dice ser». Hizo una pausa. —Le dije a Sadie que estaba segura de que tendrías una explicación lógica, pero parece que no es así. Miré el reloj. —Señorita Ellie, si no me vas a despedir, debería regresar a mi clase de la quinta hora. Estamos dando análisis sintáctico. Se me ha ocurrido ponerles esta oración compuesta: «Soy inocente en este asunto, aunque no puedo decir por qué». ¿Qué opinas? ¿Demasiado complicada? —Demasiado complicada para mí, eso seguro —respondió en tono agradable. —Una cosa. El matrimonio de Sadie fue difícil. Su marido tenía ciertas costumbres extrañas en las que no deseo entrar. Se llama John Clayton y creo que puede ser peligroso. Es necesario que le preguntes a Sadie si tiene una foto de él, así le reconocerás si se presenta indagando por aquí. —¿Y lo has deducido porque…? —Porque ya he visto cosas similares antes. ¿Lo harás? —Supongo que no me queda más remedio, ¿verdad? No era una respuesta suficientemente válida. —¿Se lo preguntarás? —Sí, George. —Quizá lo dijera en serio; quizá solo me estuviera contentando. No estoy seguro. Me dirigí hacia la puerta y entonces, como si estuviéramos pasando el rato con una charla insustancial, ella comentó: —Le estás rompiendo el corazón a esa muchacha. —Lo sé —contesté, y me marché. 2 Mercedes Street. Finales de mayo. —¿Qué eres, soldador? Me encontraba en el porche del 2706 con el propietario, un perfecto americano de www.lectulandia.com - Página 361
nombre Jay Baker. Era un hombre bajo y fornido, con una barriga enorme a la que llamaba «el hogar que la cerveza construyó». Acabábamos de finalizar una rápida visita de la vivienda que, según me explicó Baker, se hallaba en un sitio «privilegiado por la cercanía a la parada del autobús», como si eso compensara los techos combados, las manchas de humedad de las paredes, la cisterna rajada y la atmósfera de decrepitud general. —Vigilante nocturno —le informé. —¿Sí? Ese es un buen trabajo. Puedes pasarte un montón de tiempo tocándote los huevos. Tal apreciación no parecía requerir respuesta. —¿No tienes mujer o críos? —Estoy divorciado. Ellos volvieron al este. —Y pagarás la dichosa pensión, ¿no? Me encogí de hombros y él lo dejó estar. —Así que te interesa la casa, Amberson. —Supongo que sí —dije, y lancé un suspiro. Sacó del bolsillo trasero un cuaderno con tapas de cuero flexibles donde anotaba los pagos. —El primer mes y el último por adelantado, más otro de fianza. —¿Fianza? Debe de estar bromeando. Baker prosiguió como si no me hubiera oído. —El alquiler se paga el último viernes de cada mes. Si te quedas corto o te retrasas, te vas a la calle, por cortesía del Departamento de Policía de Fort Worth. Ellos y yo nos llevamos realmente bien. Echó mano al bolsillo de la camisa, cogió la colilla carbonizada de un puro, se metió el extremo masticado en la bocaza, e hizo saltar la llama de una cerilla de madera con la uña del pulgar. Hacía calor en el porche; tenía la impresión de que iba a ser un largo y caluroso verano. Volví a suspirar. Después, con reticencia manifiesta, saqué mi cartera y empecé a eliminar billetes de veinte. —En Dios confiamos —dije—. Todos los demás pagamos al contado. Soltó una carcajada, expeliendo al mismo tiempo nubes de acre humo azulado. —Esa es buena, la recordaré. Sobre todo el último viernes del mes. No me podía creer que fuera a mudarme a esa deplorable chabola y a esa deplorable calle después de haber vivido en mi bonita casa al sur de allí, donde me enorgullecía de mantener un verdadero césped bien segado. A pesar de que aún no me había marchado de Jodie, ya sentí una punzada de nostalgia. —Déme un recibo, por favor —pedí. Eso al menos lo conseguí gratis. www.lectulandia.com - Página 362
3 Era el último día de clases. Las aulas y los pasillos se hallaban vacíos. Los ventiladores del techo ya removían aire caliente, aunque solo estábamos a 8 de junio. La familia Oswald había salido de Rusia; según las notas de Al, el SS Maasdam atracaría al cabo de cinco días en Hoboken. Allí desembarcarían; atravesarían la plancha y pisarían suelo estadounidense. La sala de profesores se hallaba vacía, a excepción de por Danny Laverty. —Eh, campeón. Tengo entendido que te vas a Dallas para terminar ese libro tuyo. —Ese es el plan. —Fort Worth conformaba el verdadero plan, al menos en su inicio. Empecé a vaciar mi casilla, que estaba atestada de comunicados de fin de curso. —Si yo fuera libre como el viento y no estuviera atado a una mujer, tres renacuajos y una hipoteca, puede que también intentara escribir un libro —dijo Danny—. Estuve en la guerra, ¿sabes? Lo sabía. Todo el mundo lo sabía, normalmente a los diez minutos de conocerle. —¿Tienes suficiente para vivir? —Me las arreglaré. Gracias a nueve meses de sueldo regular, contaba con casi doce mil dólares en el banco. Más que suficiente para llegar hasta el próximo abril, cuando esperaba concluir mis asuntos con Lee Oswald. No necesitaría hacer más expediciones a la Financiera Faith de Greenville Avenue. Ir allí una sola vez había sido increíblemente estúpido. Si quería, podría tratar de convencerme a mí mismo de que lo acontecido con mi casa de Florida solo había sido consecuencia de una travesura que se me fue de las manos, pero también había tratado de convencerme de que Sadie y yo estábamos bien, y mirad cómo había resultado eso. Tiré el fajo de documentos administrativos de mi casilla a la basura… y vi un pequeño sobre sellado que de algún modo había pasado por alto. Sabía quién utilizaba sobres de ese tipo. Contenía una hoja de papel de carta sin saludo ni firma, a excepción de la tenue (tal vez incluso ilusoria) fragancia de su perfume. El mensaje era breve: Gracias por enseñarme lo buenas que pueden ser las cosas. Por favor, no digas adiós. La sostuve en la mano durante un minuto, reflexionando, y después la guardé en el bolsillo de atrás del pantalón y eché a andar rápidamente hacia la biblioteca. No sé qué planeaba hacer ni qué pretendía decirle, pero nada de eso importó, pues la biblioteca se encontraba a oscuras y las sillas colocadas encima de las mesas. Probé el pomo, no obstante, pero la puerta estaba cerrada con llave. www.lectulandia.com - Página 363
4 Los dos únicos vehículos que quedaban en el extremo del aparcamiento reservado al profesorado eran el sedán Plymouth de Danny Laverty y mi Ford, cuya capota ahora se veía bastante ajada. Me identificaba con ella; yo mismo me sentía un poquito ajado. —¡Señor A.! ¡Espere, señor A.! Mike y Bobbi Jill corrían por el aparcamiento hacia mí. Mike llevaba un pequeño regalo envuelto, que me tendió. —Yo y Bobbi le hemos comprado algo. —Bobbi y yo. Y no teníais por qué hacerlo, Mike. —Sí teníamos, hombre. Me sentí conmovido al ver que Bobbi Jill estaba llorando, y complacido por ver que la espesa capa de Max Factor había desaparecido de su rostro. Ahora que sabía que los días de la cicatriz que la desfiguraba estaban contados, habían cesado sus intentos por ocultarla. Me dio un beso en la mejilla. —Muchas, muchas, muchísimas gracias, señor Amberson. Nunca le olvidaré. — Miró a Mike—. Nunca le olvidaremos. Y probablemente no lo hicieran. Eso era algo bueno. No compensaba la biblioteca cerrada y oscura, pero sí, era algo muy bueno. —Ábralo —instó Mike—. Esperamos que le guste. Es para su libro. Abrí el paquete. Dentro había una caja de madera de unos veinte centímetros de largo y cinco de ancho. Dentro de la caja, acunada en seda, había una pluma estilográfica Waterman con las iniciales GA grabadas en la horquilla. —Oh, Mike —dije—. Esto es demasiado. —No sería suficiente ni aunque fuera de oro macizo —replicó él—. Usted ha cambiado mi vida. —Miró a Bobbi Jill—. Las vidas de los dos. —Mike, fue un placer —manifesté. Me abrazó, y eso en 1962 no es un gesto banal entre hombres. Le devolví el abrazo gustosamente. —Siga en contacto —dijo Bobbi Jill—. Dallas no es lejos. —Hizo una pausa—. Está. —Lo haré —convine, pero no lo haría, y ellos probablemente tampoco. Emprenderían el camino hacia sus propias vidas y, si la suerte les sonreía, estas serían resplandecientes. Empezaron a alejarse, pero entonces Bobbi se volvió. —Es una lástima que ustedes dos rompieran. Me da mucha pena. —A mí también —admití—, pero probablemente sea para mejor. Me dirigí a casa a empaquetar mi máquina de escribir y el resto de mis www.lectulandia.com - Página 364
pertenencias, que calculaba que aún eran lo suficientemente escasas para caber en una maleta y unas pocas cajas de cartón. En el único semáforo de Main Street, abrí el estuche y contemplé la pluma. Era un objeto bello, un regalo que me emocionó inmensamente, pero me emocionaba aún más que me hubieran esperado para despedirse. El semáforo se puso en verde. Cerré el estuche y reanudé la marcha. Tenía un nudo en la garganta, pero mis ojos permanecieron secos. 5 Vivir en Mercedes Street no era una experiencia edificante. Los días no eran tan malos. Resonaban con los gritos de los niños recién liberados del colegio, todos vestidos con prendas demasiado grandes, heredadas de hermanos mayores; amas de casa quejándose en los buzones o en los tendederos de los patios; adolescentes conduciendo herrumbrosas tartanas con silenciadores rellenos de fibra de vidrio y radios a todo volumen sintonizadas en la K-Life. Las horas entre las dos y las seis de la madrugada tampoco eran malas. Descendía entonces sobre la calle una especie de anonadado silencio cuando los bebés con cólico finalmente se dormían en sus cunas (o cajones de cómodas) y sus padres roncaban hacia otra jornada de salario por horas en los talleres, fábricas o granjas periféricas. Entre las cuatro y las seis de la tarde, sin embargo, la calle se convertía en un constante repiqueteo de madres gritando a los críos que entraran cagando leches a hacer sus tareas y padres llegando a casa para gritar a sus mujeres, probablemente porque no tenían a nadie más a quien gritar. Muchas de las mujeres pagaban con la misma moneda. Los padres bebedores empezaban a aparecer hacia las ocho, y las cosas se tornaban realmente feas hacia las once, bien porque los bares cerraban, bien porque se acababa el dinero. Entonces oía portazos, ruido de cristales rotos y gritos de dolor cuando algún padre borracho ponía a tono a la mujer, al crío o a ambos. Luces estroboscópicas rojas se filtraban a menudo a través de las cortinas corridas cuando llegaba la policía. Un par de veces hubo disparos, quizá al aire, quizá no. Y una mañana a primera hora, cuando salí a coger el periódico, vi a una mujer con una costra de sangre seca en la mitad inferior de su rostro. Se encontraba sentada en el bordillo cuatro casas más abajo de la mía, bebiendo una lata de Lone Star. Estuve a punto de acercarme a comprobar si estaba bien, aun cuando sabía lo imprudente que sería involucrarme en la vida de aquel vecindario de clase obrera baja. Entonces ella se dio cuenta de que la miraba y levantó el dedo medio. Volví adentro. No había Comités de Bienvenida ni mujeres llamadas Muffy o Buffy miembros de la Júnior League. En cambio, Mercedes Street proporcionaba tiempo abundante para pensar. Tiempo para añorar a mis amigos de Jodie. Tiempo para añorar el trabajo www.lectulandia.com - Página 365
que había mantenido mi mente alejada de la misión que me había llevado hasta allí. Tiempo para comprender que la enseñanza había logrado mucho más que distraerme; había satisfecho mi mente como lo hace el trabajo cuando te importa, cuando percibes que existe una posibilidad real de marcar la diferencia. Había incluso tiempo para sentir lástima por mi otrora fantástico descapotable. Además de la radio inoperativa y las válvulas jadeantes, ahora balaba roncamente y petardeaba por el tubo de escape; una grieta surcaba el parabrisas, causada por una piedra que había salido rebotada de la parte de atrás de un pesado camión de asfaltado. Ya no me preocupaba de lavarlo, y ahora —tristemente— encajaba a la perfección con el resto de los vehículos escacharrados de Mercedes Street. Sobre todo, había tiempo para pensar en Sadie. «Le estás rompiendo el corazón a esa muchacha», había dicho Ellie Dockerty, pero el mío tampoco había salido bien parado. La idea de revelárselo todo a Sadie me asaltó una noche mientras yacía despierto escuchando una discusión de borrachos en la casa de al lado: fuiste tú, yo no fui, fuiste tú, yo no fui, que te follen. Rechacé la idea, pero regresó rejuvenecida a la mañana siguiente. Me imaginé a mí mismo sentado con ella en la mesa de su cocina, bebiendo café, bajo la fuerte luz del sol vespertino que entraba en diagonal por la ventana sobre el fregadero. Hablando tranquilamente. Contándole que mi verdadero nombre era Jacob Epping, que en verdad no nacería hasta al cabo de cuarenta años, que había llegado procedente del año 2011 a través de una fisura en el tiempo que mi difunto amigo Al Templeton denominaba madriguera de conejo. ¿Cómo la convencería de una historia semejante? ¿Contándole que cierto desertor estadounidense que había cambiado de opinión respecto a Rusia iba a instalarse dentro de poco al otro lado de la calle donde vivía yo ahora, junto con su esposa rusa y su bebé? ¿Contándole que ese otoño los Tejanos de Dallas —aún no los Cowboys, aún no el Equipo de América— iban a derrotar a los Petroleros de Houston por 20 a 17 después de una doble prórroga? Ridículo. Pero ¿qué otra cosa conocía acerca del futuro inmediato? No mucho, porque no había tenido tiempo para estudiar. Conocía una cantidad considerable de información sobre Oswald, pero eso era todo. Ella me tomaría por un chiflado. Podría recitarle letras de otra docena de canciones que aún no se habían grabado, y me seguiría tomando por un chiflado. Me acusaría de inventármelas, ¿no era escritor, al fin y al cabo? Y suponiendo que me creyera, ¿estaba dispuesto a arrastrarla conmigo a la boca del lobo? ¿No era ya bastante malo que ella regresara a Jodie en agosto y que John Clayton pudiera estar buscándola si resultaba ser un eco de Frank Dunning? —¡Vale, lárgate entonces! —gritó una mujer en la calle, y un coche se alejó acelerando en dirección a Winscott Road. Una cuña de luz escrutó brevemente a través de la rendija entre las cortinas y surcó el techo como un relámpago. www.lectulandia.com - Página 366
—¡SOPLAPOLLAS! —vociferó la mujer. Una voz masculina, a cierta distancia, replicó: —Chúpemela, señora, a ver si con eso se calma. Eso era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962. Déjala al margen. Hablaba la voz de la razón. La cuestión de si serías o no capaz de convencerla no viene al caso. Sencillamente, es demasiado peligroso. Quizá en un futuro ella pueda volver a formar parte de tu vida —una vida en Jodie, incluso— pero ahora no. Salvo que para mí nunca existiría una vida en Jodie. Considerando lo que Ellen sabía de mi pasado, enseñar en el instituto era el sueño de un loco. ¿Y qué otra cosa iba a hacer? ¿Verter cemento? Una mañana preparé la cafetera y salí a recoger el periódico. Cuando abrí la puerta, vi que los dos neumáticos de atrás del Sunliner estaban desinflados. Algún mocoso aburrido los había rajado con un cuchillo. Eso también era la vida en Mercedes Street en el verano de 1962. 6 El 14 de junio, jueves, me puse unos vaqueros, una camisa de trabajo azul y un viejo chaleco de cuero que había adquirido en una tienda de segunda mano en la carretera de Camp Bowie. Después pasé la mañana dando vueltas por la casa, como si me fuera a algún sitio. No tenía televisión, pero escuchaba la radio. Según las noticias, el presidente Kennedy planeaba una visita de estado a México a finales de mes. El informe meteorológico anunciaba cielos limpios y temperaturas cálidas. El DJ parloteó un rato y después pinchó «Palisades Park». Los gritos y efectos sonoros del disco simulando una montaña rusa me desgarraron la cabeza. Al final no pude aguantar más. Iba a llegar temprano, pero no me importaba. Monté en el Sunliner —que ahora ostentaba dos neumáticos recauchutados de banda negra para acompañar a los de banda blanca delanteros— y conduje los sesenta y pico kilómetros hasta el aeropuerto Love Field, al noroeste de Dallas. No había aparcamiento de corta ni de larga estancia, simplemente aparcamiento. Costaba setenta y cinco centavos al día. Me encasqueté mi viejo sombrero de paja veraniego en la cabeza y recorrí a pie aproximadamente un kilómetro hasta el edificio de la terminal. Un par de policías de Dallas bebían café en la acera, pero en el interior no había guardias de seguridad ni detectores de metal que franquear. Los pasajeros sencillamente enseñaban las tarjetas de embarque a un tipo de pie junto a la puerta y luego cruzaban la abrasadora pista hasta los aviones pertenecientes a cinco aerolíneas: American, Delta, TWA, Frontier y Texas Airways. www.lectulandia.com - Página 367
Inspeccioné la pizarra instalada en la pared detrás del mostrador de Delta. Ponía que el Vuelo 194 llegaba a la hora prevista. Cuando pregunté a la azafata para cerciorarme, sonrió y me informó de que acababa de despegar de Atlanta. —Pero viene usted tempranísimo. —No puedo evitarlo —dije—. Probablemente llegaré temprano a mi propio funeral. Rió y me deseó un buen día. Compré un ejemplar de la revista Time y caminé hasta el restaurante, donde pedí la Ensalada del Chef Séptimo Cielo. Era enorme y yo estaba demasiado nervioso para tener hambre —conocer a la persona que cambiará la historia del mundo no es algo que pase todos los días—, pero me proporcionaba algo para picar mientras esperaba el aterrizaje del avión que transportaba a la familia Oswald. Me senté en un reservado con una buena vista de la terminal principal. No se hallaba muy concurrida, y una mujer joven con un traje chaqueta azul oscuro captó mi atención. Tenía el cabello enroscado en un cuidado moño. Llevaba una maleta en cada mano. Un maletero negro se le acercó. Ella rehusó con un movimiento de cabeza, sonriendo, y luego se golpeó el brazo al pasar junto a la esquina de la caseta de Asistencia al Viajero. Dejó caer una de las maletas, se frotó el codo, recogió el equipaje, y prosiguió su avance con pasos largos. Sadie rumbo a su residencia de seis semanas en Reno. ¿Me sorprendió? En absoluto. Se trataba nuevamente de aquella cuestión de la convergencia. Ya estaba acostumbrado. ¿Me anegó el impulso de salir corriendo del restaurante para alcanzarla antes de que fuera demasiado tarde? Por supuesto. Por un momento se me antojó más que posible, se me antojó necesario. Le diría que el destino (en lugar de algún extraño armónico de una onda temporal) nos había traído al aeropuerto. Ese argumento funcionaba en las películas, ¿verdad? Le pediría que esperara mientras sacaba un pasaje a Reno y le diría que se lo explicaría todo una vez estuviéramos allí. Y cuando transcurrieran las seis semanas obligatorias, podríamos invitar a un trago al juez que nos casaría después de que le hubiera concedido el divorcio. Empecé realmente a levantarme cuando mis ojos se posaron por casualidad en la revista Time que había comprado en el quiosco. Jacqueline Kennedy aparecía en portada, sonriente, radiante, luciendo un vestido sin mangas con cuello en uve. LOS VESTIDOS DE LA PRIMERA DAMA PARA EL VERANO, rezaba la leyenda. Mientras contemplaba la fotografía, el color se escurrió hacia el blanco y negro y su semblante mudó de una alegre sonrisa a una mirada ausente. Ahora estaba al lado de Lyndon Johnson en el Air Force One. Ya no llevaba el bonito (y ligeramente sexy) vestido veraniego; un traje chaqueta de lana salpicado de sangre había ocupado su lugar. Recordaba haber leído —no en las notas de Al, sino en algún otro sitio— que www.lectulandia.com - Página 368
no mucho después de dictaminarse la muerte de su marido, Lady Bird Johnson se había acercado a abrazar a la señora Kennedy y había visto un pegote del cerebro del difunto presidente en ese traje. Un presidente con un disparo en la cabeza. Y todos los muertos que vendrían después, formando tras él una fantasmal fila que se extendía hasta el infinito. Me volví a sentar y observé a Sadie acarrear sus maletas hacia el mostrador de Frontier Airlines. Se notaba claramente que los bultos eran pesados, pero ella los transportaba con brío, la espalda recta, los zapatos bajos taconeando enérgicamente. El empleado facturó las maletas y las colocó en un carrito para equipajes; luego, ella le entregó el billete que había comprado dos meses antes a través de una agencia de viajes y el empleado garabateó algo. Se lo devolvió y ella se dirigió hacia la puerta de embarque. Agaché la cabeza para cerciorarme de que no me vería. Cuando volví a alzar la vista, ya no estaba. 7 Cuarenta eternos minutos más tarde, un hombre, una mujer y dos niños pequeños —chico y chica— pasaron por delante del restaurante. El niño iba agarrado de la mano de su padre y parloteaba. El padre bajaba la vista hacia él, asintiendo y sonriendo. El padre era Robert Oswald. El altavoz tronó: «El vuelo 194 de Delta procedente de Newark y el aeropuerto municipal de Atlanta está efectuando su llegada. Los pasajeros podrán ser recibidos en Puerta 4. Vuelo 194 de Delta efectuando su llegada». La esposa de Robert —Vada, de acuerdo con las notas de Al— cogió a la pequeña en brazos y apuró el paso. No había rastro de Marguerite. Picoteé la ensalada, masticando sin saborear. El corazón me latía con fuerza. Oí un rugido de motores aproximándose y vi el blanco morro de un DC-8 que se detenía. Los que esperaban se apiñaron alrededor de la puerta. Una camarera me dio una palmada en el hombro y casi pegué un grito. —Disculpe, señor —dijo en un acento de Texas tan espeso que casi se podía cortar—. Quería preguntarle si le traigo alguna cosa más. —No —respondí—. Así está bien. —Ah, perfecto. Los primeros pasajeros empezaron a cruzar a través de la terminal. Todos ellos eran hombres trajeados con prósperos cortes de pelo. Por supuesto. Los primeros pasajeros en bajar del avión siempre eran los de primera clase. —¿Seguro que no quiere un trozo de tarta de melocotón? Está recién hecha. —No, gracias. www.lectulandia.com - Página 369
—¿Está seguro, corazón? Los pasajeros de clase turista irrumpieron en ese momento en oleadas. Había mujeres además de hombres, todos engalanados con equipaje de mano. Oí chillar a una mujer. ¿Era Vada saludando a su cuñado? —Estoy seguro —dije, y cogí la revista. Ella captó la indirecta. Me quedé removiendo los restos de la ensalada en una sopa anaranjada de aliño francés y observando. Ahí llegaban un hombre y una mujer con un bebé, pero este debía de tener ya edad para caminar; demasiado mayor para ser June. Los pasajeros pasaron por delante del restaurante, charlando con los amigos y familiares que habían ido a recogerlos. Vi a un muchacho con uniforme militar palmear el trasero de su novia. Ella rió, le dio un cachete en la mano y se puso de puntillas para besarle. Durante cinco minutos la terminal estuvo llena. Después la gente empezó a dispersarse. No había señal de los Oswald. Me asaltó una descabellada certeza: no estaban en el avión. Yo no solo había viajado hacia atrás en el tiempo, había saltado a alguna especie de universo paralelo. Quizá Míster Tarjeta Amarilla debía impedir que algo así sucediera, pero Míster Tarjeta Amarilla estaba muerto y eso me liberaba. ¿No hay Oswald? Perfecto, no hay misión. Kennedy iba a morir en alguna otra versión de América, pero no en esta. Podría dar alcance a Sadie y vivir felices y comer perdices. La idea no había hecho más que cruzarme la mente cuando vi a mi objetivo por primera vez. Robert y Lee caminaban uno al lado del otro, hablando animadamente. Lee balanceaba lo que era un maletín de grandes dimensiones o una cartera mochila pequeña. Robert asía una maleta rosa con esquinas redondeadas que parecía un objeto sacado del armario de Barbie. Vada y Marina iban detrás. Vada había cogido uno de los dos bolsos con mosaicos de tela. Marina llevaba el otro colgado del hombro. También cargaba en brazos con June, que ahora tenía cuatro meses, y se esforzaba en mantener el ritmo. Los hijos de Robert y Vada la flanqueaban, mirándola con abierta curiosidad. Vada llamó a los hombres y estos se detuvieron casi delante del restaurante. Robert sonrió y cogió el bolso de Marina. Lee mostraba un semblante… ¿divertido? ¿De complicidad? Quizá ambas cosas. La insinuación diminutísima de una sonrisa le creaba unos hoyuelos en las comisuras de la boca. El anodino cabello oscuro estaba pulcramente peinado. De hecho, con su camisa blanca planchada, sus pantalones caquis y sus zapatos abrillantados, simbolizaba al perfecto marine. No parecía un hombre que acababa de completar un viaje alrededor de medio mundo; no se detectaba ni una arruga en él ni sombra de barba en sus mejillas. Tenía veintidós años, pero aparentaba la edad de uno de los adolescentes de mi última clase de literatura americana. Lo mismo podía decirse de Marina, aunque ella no tendría edad suficiente para www.lectulandia.com - Página 370
comprar legalmente una bebida alcohólica hasta al cabo de un mes. Daba la impresión de estar agotada y perpleja, pero lo admiraba todo. Además, era hermosa, con nubes de cabello oscuro y ojos azules vueltos hacia arriba y en cierta manera atribulados. Los bracitos y las piernecitas de June estaban envueltos en pañales de tela. Incluso llevaba algo enrollado alrededor del cuello, y aunque no lloraba, tenía el rostro rojo y sudoroso. Lee cogió al bebé. Marina sonrió con gratitud, y cuando sus labios se separaron, vi que le faltaba un diente. El resto eran amarillentos, uno de ellos casi negro. El contraste con su piel cremosa y sus preciosos ojos era discordante. Oswald se inclinó hacia ella y dijo algo que le borró la sonrisa del rostro. Ella alzó la vista con recelo. Su marido añadió algo más, clavándole un dedo en el hombro mientras hablaba. Recordé la historia de Al y me pregunté si Oswald le estaría diciendo ahora a su esposa lo mismo: pokhoda, cyka; camina, perra. Pero no. Eran los pañales la causa de su alteración. Los arrancó —primero de los brazos, después de las piernas— y se los tiró a Marina, que los atrapó con torpeza. Luego miró en derredor para comprobar que nadie los observaba. Vada se acercó y le tocó el brazo a Lee. Este hizo caso omiso, se limitó a desenrollar la bufanda de algodón improvisada del cuello de June y también se la tiró a Marina. Cayó al suelo de la terminal. Ella se agachó y la recogió sin hablar. Robert se unió a ellos y propinó un puñetazo amistoso en el hombro a su hermano. La terminal se hallaba ahora casi completamente despejada —el último de los pasajeros en abandonar el avión había adelantado a la familia Oswald— y pude oír sus palabras con claridad. —Dale un respiro, acaba de llegar. Ni siquiera sabe todavía dónde está. —Mira a la cría —indicó Lee, y elevó a June para que la viera bien, con lo que, finalmente, el bebé se puso a llorar—. La lleva envuelta como a una maldita momia de Egipto porque así es como lo hacen allá. No sé si reírme o llorar. Staryj baba! Vieja. —Se volvió hacia Marina con el bebé berreante en brazos. Ella lo miró con miedo—. Staryj baba! Ella trató de sonreír del modo en que sonríe la gente que sabe que es el blanco de la broma aunque ignore el porqué. Pensé fugazmente en Lennie, en De ratones y hombres. Entonces, una amplia sonrisa, chulesca y ligeramente de soslayo, iluminó el rostro de Oswald. Casi le hizo parecer atractivo. Besó a su esposa con dulzura, primero en una mejilla y luego en la otra. —¡Estados Unidos! —exclamó, y volvió a besarla—. ¡Estados Unidos, Rina! ¡La tierra de los libres y el hogar de los mierdas! La sonrisa de Marina se tornó radiante. Lee empezó a dirigirse a ella en ruso, devolviéndole el bebé mientras hablaba. La rodeó con un brazo por la cintura a la vez www.lectulandia.com - Página 371
que procuraba serenar a June. Cuando salían de mi campo de visión, ella se cambió el bebé al hombro para poder tomar de la mano a su marido. Aún sonreía. 8 Regresé a casa —si podía llamar «casa» a Mercedes Street— y traté de echarme una siesta. No pude conciliar el sueño, así que me quedé tendido con las manos en la nuca escuchando los inquietantes ruidos callejeros y hablando con Al Templeton. Ahora que estaba solo, me descubría haciéndolo bastante a menudo. Para ser un hombre muerto, él siempre tenía mucho que decir. —He sido un estúpido por venir a Fort Worth —reconocí—. Si intento conectar el micro a la grabadora, me arriesgo a que alguien me vea. El mismo Oswald podría verme, y eso lo cambiaría todo. Ya está paranoico, lo decías en tus notas. Sabía que la KGB y el Ministerio de Interior Ruso le estaban vigilando en Minsk, y va a temer que el FBI y la CIA le vigilen aquí. De hecho, el FBI le vigilará, al menos durante un período de tiempo. —Sí, tendrás que ser cuidadoso —coincidió Al—. No será fácil, pero confío en ti, socio. Por eso te llamé en primer lugar. —Ni siquiera quiero estar cerca de él. Me bastó con verlo en el aeropuerto para que se me pusieran los pelos como escarpias. —Lo sé, pero no tienes más remedio. Como cocinero que pasó casi toda su maldita vida entre fogones, puedo asegurarte que jamás se ha hecho una tortilla sin cascar huevos. Y sería un error sobrestimar a este individuo. No es ningún supercriminal. Además, va a estar distraído, sobre todo por la bruja de su madre. ¿Cómo va a lograr ser bueno en algo? Durante una temporada, solo se le dará bien gritar a su mujer y pegarle cuando se cabree tanto que eso no le baste. —Creo que ella le importa. Un poco, al menos; quizá mucho, a pesar de los gritos. —Sí, y son esos tipos los que más posibilidades tienen de terminar jodiendo a sus mujeres. Mira a Frank Dunning. Tan solo ocúpate de tus asuntos, socio. —¿Y qué voy a conseguir si me las apaño para conectar el micro? ¿Una grabación de sus discusiones? ¿Y en ruso? Eso sí que me servirá de ayuda. —No necesitas descodificar su vida familiar. Es en George de Mohrenschildt en quien debes centrar tus indagaciones. Tienes que cerciorarte de que De Mohrenschildt no está involucrado en el atentado contra el general Walker. Una vez conseguido eso, la ventana de incertidumbre se cierra. Y míralo por el lado bueno. Si Oswald te pilla espiándolo, es posible que sus acciones futuras cambien para bien. A la postre, tal vez no intente asesinar a Kennedy. www.lectulandia.com - Página 372
—¿En serio lo crees? —No, la verdad es que no. —Yo tampoco. El pasado es obstinado. No quiere ser cambiado. —Socio, ahora empiezas… —dijo Al. —A pillarlo —me oí susurrar—. Ahora empiezo a pillarlo. Abrí los ojos. Me había quedado dormido, después de todo. La última luz de la tarde se filtraba a través de las cortinas corridas. En algún lugar a no mucha distancia, en Davenport Street de Fort Worth, los hermanos Oswald y sus esposas estarían sentándose a cenar: la primera comida de Lee tras su regreso al viejo terruño. Desde el exterior de mi propio pedacito de Fort Worth me llegó el cántico de un juego de comba. Me sonaba muy familiar. Me levanté, atravesé la salita en penumbra (amueblada con nada más que dos butacas de segunda mano) y abrí una de las pesadas cortinas un par de centímetros. Instalarlas había sido mi primera tarea en la casa. Quería ver; no quería ser visto. El 2703 aún se hallaba deshabitado, con un cartel de se alquila clavado en la barandilla del desvencijado porche, pero el césped no estaba desierto. Allí, dos niñas giraban una cuerda mientras una tercera la esquivaba moviendo ambos pies adentro y afuera. Por supuesto que no eran las mismas niñas que había visto en Kossuth Street de Derry —estas tres, vestidas con vaqueros remendados y desteñidos en vez de con pantaloncitos cortos nuevos y limpios, parecían raquíticas y desnutridas, pero cantaban la misma tonadilla, solo que ahora con acento tejano. —¡Charlie Chaplin se fue a Francia! ¡Para ver a las damas que danzan! ¡Saluda al Capitán! ¡Saluda a la Reina! ¡Mi viejo un submarino go-bier-na! La niña que saltaba se enredó con los pies y cayó trastabillando en los hierbajos que servían de césped en el 2703. Las otras dos se abalanzaron encima y las tres rodaron por el suelo. Después se pusieron de pie y se marcharon pitando. Las observé mientras se alejaban, pensando: Las he visto pero ellas a mí no. Algo es algo. Es un comienzo. Pero Al, ¿dónde está la meta? De Mohrenschildt guardaba la clave de toda la trama, lo único que me impedía matar a Oswald en cuanto se instalara al otro lado de la calle. George de Mohrenschildt, un geólogo especialista en petróleo que especulaba con arrendamientos petrolíferos. Un hombre que vivía el estilo de vida de un playboy, principalmente gracias a la fortuna de su mujer. Al igual que Marina, era un exiliado ruso, pero a diferencia de ella, procedía de una familia noble; de hecho, poseía el título de Barón de Mohrenschildt. El hombre que iba a convertirse en el único amigo de Lee Oswald durante los pocos meses de vida que le quedaban a Oswald. El hombre que iba a sugerirle que el mundo estaría mucho mejor sin cierto ex general racista de derechas. Si De Mohrenschildt resultaba formar parte del atentado contra la vida de Edwin Walker, mi situación se complicaría inmensamente; todas las www.lectulandia.com - Página 373
descabelladas teorías de la conspiración entrarían en juego. Al, sin embargo, creía que todo cuanto el geólogo ruso había hecho (o haría; como ya he comentado, vivir en el pasado es confuso) era incitar a un hombre que ya estaba obsesionado con la fama y era mentalmente inestable. Al había escrito en sus notas: «Si Oswald actúa por su cuenta la noche del 10 de abril de 1963, las probabilidades de que haya otro tirador involucrado en el asesinato de Kennedy siete meses después se reducen al uno por ciento o menos». Debajo, en letras mayúsculas, formulaba el veredicto final: SUFICIENTE PARA LIQUIDAR AL HIJO DE PUTA. 9 Ver a las niñas sin que ellas me vieran me hizo pensar en aquella vieja película de Jimmy Stewart, La ventana indiscreta. Un persona podía ver mucho sin siquiera abandonar su propia sala de estar. Especialmente si contaba con las herramientas adecuadas. Al día siguiente fui a una tienda de artículos deportivos y compré un par de prismáticos Bausch & Lomb, recordándome que debía ser precavido con los reflejos del sol en las lentes. Dado que el 2703 se encontraba en el lado oriental de Mercedes Street, pensé que cualquier hora después del mediodía sería bastante segura en ese aspecto. Introduje los binoculares por el resquicio entre las cortinas, y cuando regulé la rueda de enfoque, el cutre salón-cocina al otro lado se hizo tan luminoso y detallado que era como si me encontrara allí. La Lámpara Inclinada de Pisa aún continuaba en el viejo bufete-aparador donde se guardaban los utensilios de cocina, esperando a que alguien la encendiera y activara el micro. Sin embargo, de nada me serviría si no conectaba el diminuto magnetófono japonés, capaz de grabar hasta doce horas a su velocidad más baja. Lo había probado, hablando de verdad a la lámpara de repuesto (lo cual me hizo sentir como un personaje de una comedia de Woody Allen), y aunque la grabación sonaba como arrastrándose, las palabras eran comprensibles. Todo lo cual significaba que estaba en condiciones de entrar en acción. Si me atrevía. 10 El Cuatro de Julio en Mercedes Street fue un día de mucho movimiento. Hombres www.lectulandia.com - Página 374
con el día libre regaban céspedes que se hallaban más allá de la salvación —aparte de unas pocas tormentas a última hora de la tarde, el tiempo había sido caluroso y seco — y luego se arrellanaban en sillas de jardín a escuchar el partido de béisbol en la radio y a beber cerveza. Pelotones de subadolescentes tiraban petardos a chuchos callejeros y las pocas gallinas errantes. Una de las aves fue alcanzada y explotó en una masa de sangre y plumas. El niño responsable del lanzamiento fue arrastrado entre gritos dentro de una de las casas calle abajo por una madre a medio vestir, solo con una enagua y una gorra de béisbol Farmall. Deduje por su inestable andar que ella misma se había trincado unas cuantas birras. Lo más cercano a un espectáculo de fuegos artificiales tuvo lugar después de las diez de la noche, cuando alguien, posiblemente el mismo chaval que había rajado los neumáticos de mi descapotable, prendió fuego a un viejo Studebaker que llevaba alrededor de una semana abandonado en el aparcamiento del almacén de Montgomery Ward. El cuerpo de bomberos de Fort Worth se presentó para extinguirlo y todo el mundo se echó a la calle a mirar. Salve, Columbia. A la mañana siguiente me acerqué a inspeccionar la carrocería quemada, que descansaba con tristeza sobre los restos derretidos de los neumáticos. Divisé una cabina telefónica próxima a uno de los muelles de carga del almacén y, en un impulso, llamé a Ellie Dockerty, logrando que la operadora localizara el número y me conectara. Lo hice en parte porque me sentía solo y nostálgico; principalmente, porque deseaba tener noticias de Sadie. Ellie contestó al segundo timbrazo y parecía encantada de oír mi voz. Allí de pie, en una cabina telefónica abrasadora, con Mercedes Street durmiendo la borrachera del Glorioso Cuatro de Julio a mi espalda y el olor a vehículo calcinado en mis fosas nasales, eso me arrancó una sonrisa. —Sadie está bien. He recibidos dos postales y una carta. Trabaja como camarera en el Harrah. —Bajó la voz—. Creo que como camarera de cócteles, pero el consejo escolar jamás se enterará de eso por mí. Visualicé las largas piernas de Sadie con una falda corta. Visualicé a hombres de negocio intentando ver sus ligas o echando miradas al interior del valle de su escote cuando ella se inclinaba para servir las bebidas en una mesa. —Preguntó por ti —dijo Ellie, lo cual me arrancó una nueva sonrisa—. No quise decirle que has zarpado al fin del mundo, por cuanto sabe cualquiera en Jodie, así que le conté que estabas muy ocupado con tu libro y que te iba bien. Hacía un mes o más que no añadía una sola palabra a El lugar del crimen, y las dos ocasiones en que intenté leer el manuscrito, todo me daba la impresión de estar escrito en púnico del siglo tercero. —Me alegro de que le vaya bien. —El requisito de residencia será satisfecho a finales de mes, pero ha decidido www.lectulandia.com - Página 375
quedarse hasta agotar las vacaciones de verano. Dice que las propinas son muy buenas. —¿Le pediste una foto de su futuro ex marido? —Justo antes de que se marchara, pero no tenía ninguna. Cree que sus padres tienen varias, pero se negó a escribirles. Dijo que ellos nunca habían renunciado al matrimonio, y que eso les daría falsas esperanzas. Además, ella opinaba que exagerabas. Que exagerabas como un bellaco, esa fue la frase que usó. Me sonaba muy propio de mi Sadie. Solo que ya no la podía llamar mía. Ahora simplemente era «eh, camarera, tráenos otra ronda… y esta vez agáchate un poco más». Todo hombre tiene una vena celosa, y la mía tañía con fuerza la mañana del 5 de julio. —¿George? No me cabe duda de que todavía le importas, y puede que no sea demasiado tarde para esclarecer este embrollo. Pensé en Lee Oswald, que no atentaría contra la vida del general Edwin Walker hasta al cabo de otros nueve meses. —Es demasiado pronto —señalé. —¿Cómo dices? —Nada. Me ha encantado hablar contigo, señorita Ellie, pero dentro de poco la operadora va a irrumpir en la línea pidiéndome más dinero y me he quedado sin monedas. —Supongo que no querrás venir hasta aquí a tomar una hamburguesa y un batido en el Diner, ¿verdad? Si quieres, invitaré a Deke Simmons para que nos acompañe. Pregunta por ti casi a diario. La idea de volver a Jodie y ver a mis amigos del instituto era probablemente lo único que podría haberme animado aquella mañana. —Por supuesto. ¿Esta tarde sería demasiado apresurado? ¿A las cinco, por ejemplo? —Es perfecto. Los ratones de campo cenamos temprano. —Bien. Estaré allí. Pago yo. —Eso habrá que verlo. 11 Al Stevens había contratado a una chica que yo conocía de la clase de inglés comercial y me sentí conmovido por el modo en que se le iluminó el rostro cuando vio quién estaba sentado con Ellie y Deke. —¡Señor Amberson! Caramba, ¡qué alegría verle! ¿Cómo le va? —Estupendamente, Dorrie —dije. www.lectulandia.com - Página 376
—Bueno, pero yo que usted me pediría todo el menú. Ha perdido peso. —Es cierto —asintió Ellie—. Necesitas que alguien cuide bien de ti. El bronceado mexicano de Deke se había desvanecido, lo cual me indicó que pasaba la mayor parte de su retiro en casa, y cualquier peso que yo hubiera perdido, él lo había encontrado. Me estrechó la mano con un fuerte apretón y expresó su alegría por verme. No había artificios en el hombre. Ni en Ellie Dockerty, para el caso. Cambiar aquel lugar por Mercedes Street, donde celebraban el Cuatro de Julio haciendo explotar gallinas, me parecía cada vez más una locura, daba igual lo que supiera acerca del futuro. Definitivamente, esperaba que Kennedy lo valiera. Comimos hamburguesas, patatas fritas crujientes de aceite y tarta de manzana con helado. Hablamos sobre quién estaba haciendo qué, y nos echamos unas risas a costa de Danny Laverty, que finalmente estaba escribiendo su largamente rumoreado libro. Ellie comentó que, según la esposa de Danny, el primer capítulo se titulaba «Entro en liza». Hacia el término de nuestra comida, mientras Deke rellenaba su pipa con Prince Albert, Ellie levantó una bolsa que había guardado bajo la mesa y sacó un libro enorme que me pasó sobre los restos grasientos de nuestra cena. —Página ochenta y nueve. Y mantenlo lejos de ese antiestético charco de ketchup, haz el favor. Es exclusivamente un préstamo, y quisiera devolverlo en el mismo estado en que lo recibí. Se trataba de un anuario titulado Colas de tigre, y procedía de una institución mucho más finolis que la ESCD. Colas de tigre estaba encuadernado en piel en vez de tela, las páginas eran gruesas y satinadas, y la sección de anuncios en la parte de atrás tenía fácilmente un espesor de cien páginas. La institución que conmemoraba — exaltaba sería la mejor definición— era la Academia Longacre de Savannah. Hojeé la sección del último curso, de un uniforme tono vainilla, y se me ocurrió que hacia 1990 incluiría una o dos caras de color. Quizá. —¡Cuernos! —exclamé—. Para Sadie, cambiar este sitio por Jodie debió de suponer un duro golpe a su cartera. —Creo que estaba ansiosa por marcharse —dijo Deke en voz baja—. Y estoy seguro de que tenía sus razones. Pasé a la página ochenta y nueve. El encabezamiento rezaba DEPARTAMENTO DE CIENCIAS DE LONGACRE. Mostraba la trillada imagen de cuatro profesores con bata blanca de laboratorio sosteniendo burbujeantes vasos de precipitados (en plan doctor Jekyll), y debajo había cuatro fotos de estudio. John Clayton no se parecía ni un ápice a Lee Oswald, pero poseía esa clase de rostro que con gusto se relega al olvido, y las comisuras de los labios formaban hoyuelos por ese mismo asomo de sonrisa. ¿Era el fantasma de la diversión o un desprecio apenas camuflado? Diablos, quizá fue lo mejor que logró el cabrón obsesivo compulsivo cuando el www.lectulandia.com - Página 377
fotógrafo le pidió que dijera «patata». Los únicos rasgos distintivos eran unas sienes levemente hundidas, casi a juego con los hoyuelos en las comisuras de la boca. Aunque la foto era en blanco y negro, la claridad de sus ojos me revelaba con certeza que eran azules o grises. Giré el libro hacia mis amigos. —¿Veis estas mellas a ambos lados de la cabeza? ¿Son una formación natural, como una nariz aguileña o un hoyuelo en la barbilla? —No —dijeron exactamente al mismo tiempo. Hasta cierto punto resultó cómico. —Son marcas de fórceps —observó Deke—. Se deben a que el médico se hartó de esperar y extrajo a la criatura. Normalmente desaparecen, pero no siempre. Si el pelo no le raleara en las sienes, difícilmente podrías verlas, ¿verdad? —¿Y no ha aparecido por aquí preguntando por Sadie? —inquirí. —No —respondieron nuevamente al unísono. Ellen agregó—: Nadie ha preguntado por ella. Excepto tú, George. Maldito estúpido. —Sonrió como hace la gente cuando gasta una broma que en realidad no lo es. Miré mi reloj y dije: —Ya os he entretenido bastante. Es hora de que regrese. —¿Quieres dar un paseo hasta el campo de fútbol antes de irte? —preguntó Deke —. El entrenador Borman me pidió que te llevara, si se presentaba la ocasión. Ya tiene a los muchachos entrenando, por supuesto. —Por lo menos lo hacen en el frescor de la tarde —dijo Ellie al tiempo que se levantaba—. Gracias a Dios por los pequeños favores. ¿Recuerdas cuando el chico de los Hasting sufrió una insolación hace tres años, Deke? ¿Y que al principio pensaron que era un ataque al corazón? —No imagino por qué querría verme —comenté—. Convertí uno de sus defensas estrella al lado oscuro del universo. —Bajé el tono y susurré con voz ronca—: ¡Arte dramático! Deke sonrió. —Sí, pero quizá salvaste a otro de la «camisa roja» en Alabama. Eso piensa Borman, al menos. Porque, hijo mío, es lo que Jim LaDue le contó. En un primer momento no tuve la menor idea de qué estaba hablando. Entonces recordé el Baile de Sadie Hawkins y sonreí abiertamente. —Lo único que pasó fue que pillé a tres de los muchachos pasándose una botella de matarratas. La lancé al otro lado de la valla. Deke había dejado de sonreír. —¿Era Vince Knowles uno de ellos? ¿Sabías que estaba borracho el día en que volcó su camioneta? —No. —Sin embargo, no me sorprendía. Los autos y la bebida forman un cóctel popular, y a menudo letal, en los institutos. —Pues sí. Eso, combinado con el sermón que les echaste en el baile, ha hecho www.lectulandia.com - Página 378
que LaDue reniegue de la bebida. —¿Qué les dijiste? —preguntó Ellie. Hurgaba en su bolso en busca de la cartera, pero me encontraba demasiado perdido en el recuerdo de aquella noche para discutir con ella por la cuenta. «No jodáis vuestro futuro», eso había dicho. Y a Jim LaDue, aquel de la perezosa sonrisa de «manejo el mundo a mi antojo», le había calado hondo. Nunca sabemos en qué vidas influenciamos, ni cuándo, ni por qué. No lo descubrimos hasta que el futuro devora el presente. Cuando es demasiado tarde. —No me acuerdo —mentí. Ellie trotó a pagar la cuenta. —Dile a Ellie que esté pendiente del hombre de la foto, Deke —le pedí—. Tú también. Puede que no venga por aquí, estoy empezando a pensar que a lo mejor me he equivocado, pero no me fío. Ese tipo no está demasiado en sus cabales. Deke prometió que lo haría. 12 Estuve a punto de no acercarme al campo de fútbol. Jodie se veía muy bonita bajo la inclinada luz de aquel atardecer de finales de julio. Creo que una parte de mí deseaba regresar a Fort Worth cagando leches antes de que perdiera la voluntad para hacerlo. Me pregunto cuánto habría variado todo si me hubiera saltado esa pequeña excursión. Quizá nada. Quizá mucho. El entrenador ensayaba dos o tres jugadas con los muchachos de los equipos especiales mientras el resto de los jugadores descansaban en el banco sin los cascos y el sudor deslizándose en sus rostros. —¡Dos rojo, dos rojo! —se desgañitaba el entrenador. Nos vio a Deke y a mí y levantó una mano con la palma extendida: cinco minutos. Después se volvió hacia la reducida y agotada cuadrilla que aún seguía en el campo—: ¡Una vez más! A ver si sois capaces de poner algo de músculo en esos huesos, ¿qué decís? En el otro extremo del campo divisé a un tipo con una chaqueta deportiva tan chillona que dañaba la vista. Trotaba la banda arriba y abajo con auriculares en la cabeza y un objeto similar a una ensaladera en las manos. Sus gafas me recordaron a alguien. Al principio no pude establecer la conexión, pero entonces me vino: se parecía un poco a Silent Mike McEachern. Mi Mr. Wizard particular. —¿Quién es ese? —pregunté. Deke escudriñó con los ojos entornados. —Que me aspen si lo sé. El entrenador batió las palmas y mandó a los chicos a las duchas. Se aproximó a las gradas y me dio una palmadita en la espalda. www.lectulandia.com - Página 379
—¿Cómo va eso, Shakespeare? —Bastante bien —dije, sonriendo con bravura. —«Shakespeare, Shakespeare, patada en la pelvis»; eso solíamos decir cuando éramos críos. —Rompió a reír con ganas. —Nosotros solíamos decir «Entrenador, entrenador, pisa un escorpión». El entrenador Borman puso cara de perplejidad. —¿De veras? —¡Qué va!, me estaba mofando. —Y arrepintiéndome de no haber obedecido a mi primer impulso de largarme de la ciudad después de la cena—. ¿Qué tal pinta el equipo? —Ah, son buenos chicos, se esfuerzan, pero no será lo mismo sin Jimmy. ¿Has visto el nuevo cartel donde la 109 se separa de la Autopista 77? —Pronunció seeenta seete. —Supongo que estoy demasiado acostumbrado a verlo y no me he fijado. —Bueno, échale un vistazo en el camino de vuelta, socio. El comité de apoyo se ha superado. La madre de Jimmy casi lloró cuando lo vio. Entiendo que te debo un voto de agradecimiento por lograr que ese muchacho dejara la bebida. —Se quitó la gorra adornada con una gran E, se enjugó el sudor de la frente con el brazo y se la encasquetó otra vez. Suspiró pesadamente—. Quizá también le deba un voto de agradecimiento a ese jodido atontado de Vince Knowles, pero lo máximo que puedo hacer ya es ponerle en mi lista de plegarias. Recordé que el entrenador pertenecía a la facción más intransigente de los baptistas. Aparte de las listas de plegarias, probablemente creía en toda esa mierda de los hijos de Noé. —No hay nada que agradecer —dije—. Solo hacía mi trabajo. Me dirigió una mirada penetrante. —Deberías estar haciéndolo todavía en vez de andar mariconeando con un libro. Perdona por no morderme la lengua, pero así es como lo siento. —No pasa nada. —Era cierto. Se ganó mi simpatía por ello. En otro mundo, puede que hasta tuviera razón. Señalé con el dedo al otro lado del campo, donde el doble de Silent Mike estaba guardando su ensaladera en un estuche de acero. Los auriculares aún le colgaban del cuello—. Entrenador, ¿quién es ese? Borman soltó un resoplido. —Creo que se llama Hale Duff. O puede que Cale. El nuevo locutor deportivo de la Big Damn. —Se refería a la KDAM, la única estación radiofónica del condado de Denholm, que emitía informes granjeros por la mañana, música country al mediodía y rock and roll después de acabar las clases. Los chicos disfrutaban con las cuñas tanto como con la música; sonaba una explosión a la cual seguía la voz de un viejo cowboy diciendo «¡KA-DAM! ¡Esa ha sido bestial!». En la Tierra de Antaño, eso se www.lectulandia.com - Página 380
considera el summum del atrevimiento. —¿Qué es ese artilugio, entrenador? —preguntó Deke—. ¿Lo sabes? —Desde luego que sí —respondió el entrenador—, pero si se piensa que le voy a permitir usarlo durante las retransmisiones de los partidos, lo lleva claro. ¿Crees que quiero que cualquiera que tenga una radio me oiga llamar «panda de malditas nenazas» a mis chicos si no son capaces de rechazar la presión en la línea de tres yardas? Me volví hacia él, muy despacio. —¿De qué estás hablando? —No me lo creía, así que lo probé —masculló el entrenador. Después, con creciente indignación añadió—: ¡Escuché a Boof Redford diciéndole a uno de los novatos que mis pelotas eran más grandes que mi cerebro! —¿De veras? —El pulso se me aceleró sensiblemente. —Ese Duffer dijo que lo construyó en su puñetero garaje —retumbó el entrenador—. Dijo que cuando se aumenta la potencia al máximo, se puede oír a un gato tirarse un pedo a una manzana de distancia. Eso es una tontería, por supuesto, pero Redford estaba al otro lado del campo cuando se pasó de listo con su comentario. El locutor deportivo, que aparentaba unos veinticuatro años, recogió la caja de acero que contenía su equipo y saludó con la mano libre. El entrenador agitó la mano en respuesta y murmuró entre dientes: —El día en que le deje estar en un partido con esa cosa será el día en que ponga una pegatina de Kennedy en mi puto Dodge. 13 Prácticamente había oscurecido del todo cuando llegué a la intersección de la Autopista 77 y la Ruta 109, pero una hinchada luna anaranjada que se elevaba en el este proporcionaba la luz suficiente para ver el cartel. Mostraba a un sonriente Jim LaDue, con el casco de fútbol en una mano, un balón en la otra y un mechón de cabello negro cayendo heroicamente sobre su frente. Encima de la imagen, en letras tachonadas de estrellas, se leía ¡FELICIDADES A JIM LADUE, MEJOR QUATERBACK DEL ESTADO EN 1960 Y 1961! ¡BUENA SUERTE EN ALABAMA! ¡NUNCA TE OLVIDAREMOS! Y debajo, en letras rojas que parecían gritar: www.lectulandia.com - Página 381
«¡JIMLA!» 14 Dos días más tarde, entré en Electrónica Satélite y esperé mientras mi anfitrión vendía un transistor del tamaño de un iPod a un chaval que mascaba chicle. Cuando salió por la puerta (colocándose ya el auricular de la radio), Silent Mike se dirigió a mí: —Vaya, si es mi viejo colega Nadie. ¿En qué puedo ayudarle? —Después, bajando la voz a un susurro conspiratorio—: ¿Más lámparas con micros ocultos? —Hoy no —respondí—. Dígame, ¿ha oído hablar alguna vez de un dispositivo llamado micrófono omnidireccional? Los labios se retrajeron sobre los dientes en una sonrisa. —Amigo mío —dijo—, una vez más ha venido al sitio indicado. www.lectulandia.com - Página 382
CAPÍTULO 18 1 Hice que me instalaran un teléfono, y la primera persona a la que llamé fue Ellen Dockerty, quien se mostró encantada de facilitarme la dirección de Sadie en Reno. —También tengo el número de teléfono de la pensión donde se hospeda —dijo Ellen—. Si lo quieres. Por supuesto que lo quería. Sin embargo, si lo tenía, tarde o temprano cedería a la tentación y llamaría. Algo me indicaba que sería un error. —Con la dirección bastará. Escribí una carta tan pronto como colgué, en un tono poco natural y artificialmente informal que detestaba pero que no sabía cómo superar. La maldita escoba continuaba entre nosotros. ¿Y si allí conocía a un viejo forrado que le pagaba todos los caprichos y se olvidaba por completo de mí? ¿No era posible? Sin duda ella sabría cómo complacerle; Sadie había aprendido con rapidez y era tan ágil en la cama como en la pista de baile. La vena celosa volvía a manifestarse, así que terminé la carta deprisa y corriendo, consciente de que probablemente sonaría lastimera, aunque no me importaba. Cualquier cosa para destruir la artificialidad y decir algo sincero. Te echo de menos y lamento una barbaridad el modo en que dejamos las cosas. Ahora no sé cómo arreglarlo. Tengo un trabajo que hacer, y no estará acabado hasta la próxima primavera como mínimo. Quizá ni siquiera entonces, pero creo que sí. Espero que sí. Por favor, no me olvides. Te quiero, Sadie. Firmé como George, lo cual parecía anular cualquier atisbo de sinceridad. Debajo añadí: «Por si quieres llamarme», y mi nuevo número de teléfono. Después fui andando hasta la Biblioteca Benbrook y eché la carta en el buzón de correos de enfrente. Por el momento, era lo mejor que podía hacer. 2 Había tres fotos sujetas con sus respectivos clips en el cuaderno de Al, imprimidas de varios sitios de internet. Las había confinado en mi memoria. Una era de George de Mohrenschildt vestido con un traje gris de banquero con un pañuelo en el bolsillo superior de la chaqueta. Mostraba la frente despejada, el cabello peinado con una esmerada raya acorde al estilo ejecutivo de la época. Una sonrisa que me recordaba a la cama de Bebé Oso arrugaba sus gruesos labios: ni demasiado dura ni www.lectulandia.com - Página 383
demasiado tierna, en su justa medida. No había rastro del auténtico loco a quien pronto observaría rasgarse la camisa en el porche del 2703 de Mercedes Street. O puede que sí hubiera un indicio. Algo en los ojos oscuros. Una arrogancia. Una pincelada del clásico «jódete». La segunda foto era del nido del infame tirador, construido con cajas de cartón, en el sexto pisto del Depósito de Libros Escolares de Texas. La tercera era de Oswald, vestido de negro, sujetando el rifle comprado por correo en una mano y un par de revistas izquierdistas en la otra. El revólver que iba a usar durante su frustrado intento de huida para matar al agente de policía J. D. Tippit —a menos que yo lo impidiera— estaba enfundado en su cinturón. Marina tomaría esa foto menos de dos meses antes del atentado contra la vida del general Walker. El lugar era el patio lateral vallado de un edificio de dos apartamentos en el 214 de Neely Oeste Street, en Dallas. Mientras desgranaba los días a la espera de que los Oswald se mudaran a la casucha al otro lado de la calle frente a la mía en Fort Worth, visité a menudo el 214 de Neely Oeste Street. No cabía duda de que Dallas era un enorme truño, como acostumbraban a decir mis alumnos de 2011, pero Neely Oeste se ubicaba en un vecindario ligeramente mejor que Mercedes Street. Apestaba, por supuesto —en 1962, la mayor parte del centro de Texas olía como una refinería disfuncional—, pero el hedor a mierda y aguas residuales se hallaba ausente. La calzada, aunque agrietada, estaba pavimentada. Y no había gallinas. Una joven pareja con tres niños vivía entonces en la planta superior del 214. Cuando se marcharan, los Oswald se instalarían allí. Era el apartamento de abajo el que me interesaba, porque cuando Lee, Marina y June se mudaran arriba, yo quería estar abajo. En julio de 1962, dos mujeres y un hombre habitaban el apartamento de la planta baja. Las mujeres eran gruesas, de movimientos lentos, con debilidad por los vestidos arrugados sin mangas. Una estaba en la sesentena y caminaba con una pronunciada cojera. La otra tendría treinta y muchos o cuarenta y pocos. El parecido facial las delataba como madre e hija. El hombre era un esqueleto encadenado a una silla de ruedas. Su cabello era una fina capa de hebras grises. Una bolsa de orina turbia acoplada a un grueso catéter descansaba en su regazo. Fumaba continuamente, apagando las colillas en un cenicero sujeto a uno de los reposabrazos. Aquel verano siempre lo vi vestido con la misma ropa: unos pantalones cortos de satén rojo que enseñaban sus consumidos muslos casi hasta la entrepierna, una camiseta de tirantes tan amarilla como la orina del catéter, zapatillas remendadas con cinta adhesiva impermeable y un enorme sombrero de vaquero con una cinta que parecía de piel de serpiente. La parte delantera estaba adornada con dos sables de caballería cruzados. La mujer o la hija lo sacaban al césped, donde permanecía hundido en la silla a la www.lectulandia.com - Página 384
sombra de un árbol, inmóvil como una estatua. Empecé a saludarle con la mano cuando circulaba por allí, pero nunca levantó la suya en respuesta, aunque llegó a reconocer mi coche. Quizá tenía miedo de devolver el gesto. Quizá pensaba que estaba siendo evaluado por el Ángel de la Muerte, que hacía sus rondas por Dallas al volante de un anticuado descapotable Ford en vez de a lomos de un caballo negro. En cierto sentido, supongo que definía bien lo que yo era. Daba la impresión de que ese trío llevaba residiendo allí una buena temporada. ¿Continuarían viviendo en ese apartamento el año siguiente, cuando yo lo necesitara? Lo ignoraba. Las notas de Al no mencionaban nada sobre ellos. Por el momento, todo cuanto podía hacer era observar y esperar. Recogí mi nuevo equipo, montado por el propio Silent Mike. Aguardé a que mi teléfono sonara. Lo hizo tres veces y las tres me abalancé sobre él, esperanzado. Dos veces llamó Ellie para charlar. Una vez llamó Deke para invitarme a cenar, invitación que acepté con gratitud. Sadie no llamó. 3 El 3 de agosto, un sedán Bel Air del 58 estacionó en lo que pretendía ser el camino particular del 2703. Le siguió un reluciente Chrysler. Los hermanos Oswald se apearon del Bel Air y se quedaron parados uno al lado del otro, sin hablar. Metí la mano a través de las cortinas lo suficiente para subir la ventana de delante, lo que dejó entrar el ruido de la calle y una apática ráfaga de aire caliente y húmedo. Después corrí al dormitorio y saqué mi nuevo aparato de debajo de la cama. Silent Mike había practicado un agujero en la base de un cuenco Tupperware y pegado con cinta adhesiva el micrófono omnidireccional —que me aseguró que era tecnología punta— de modo que asomaba como un dedo. Empalmé los cables del micrófono a los puntos de conexión en la parte posterior de la grabadora, enroscándolos con fuerza. Había un orificio de entrada para auriculares que mi gurú electrónico también afirmaba que eran tecnología punta. Eché un vistazo afuera. Los Oswald hablaban con el tipo del Chrysler. Este llevaba un Stetson, una corbata de ranchero y unas extravagantes botas con bordados. Mejor vestido que mi casero, pero miembro de la misma tribu. No me hacía falta escuchar la conversación; los ademanes del hombre eran de manual. «Sé que no es mucho, pero, tú tampoco eres gran cosa. ¿Verdad, socio?» Debía de ser un pasaje duro para un viajero de mundo como Lee, quien se creía destinado a la fama, si no necesariamente a la fortuna. Había una toma de corriente en el zócalo. Enchufé la grabadora con la esperanza www.lectulandia.com - Página 385
de no recibir una descarga ni fundir un fusible. Se encendió el piloto rojo del aparato. Me puse los auriculares y deslicé el cuenco por el hueco entre las cortinas. Si miraran en esa dirección, el sol les obligaría a entrecerrar los ojos, y gracias a la sombra proyectada por el alero sobre la ventana, verían a lo sumo un borrón blanco inidentificable que podría ser cualquier cosa. No obstante, me recordé fijar el recipiente con cinta adhesiva negra. Mejor prevenir que curar. En cualquier caso, no se oía nada. Incluso los ruidos de la calle se habían amortiguado. Vale, estupendo, pensé. Sencillamente brillante, joder. Gracias por este pedazo de mierda, Silent Mi… En ese momento advertí que el control de volumen de la grabadora estaba puesto a cero. Lo giré por completo hasta el símbolo + y una oleada de voces me bombardeó. Me arranqué los auriculares de la cabeza profiriendo una maldición, ajusté el botón de volumen en el punto medio, y probé de nuevo. El resultado fue extraordinario. Como prismáticos para los oídos. —Sesenta al mes me parece un poco excesivo, señor —estaba diciendo Lee Oswald (considerando que los Templeton habían pagado diez dólares menos al mes, a mí también me lo parecía). El tono de su voz era respetuoso, con leves matices de acento sureño—. Si pudiéramos ponernos de acuerdo en cincuenta y cinco… —Respeto a los hombres que quieren regatear, pero ni se moleste —dijo Botas de Serpiente. Se balanceaba adelante y atrás sobre los tacones como un hombre que arde en deseos de marcharse—. Pido lo que pido. Si no me lo da usted, ya me lo dará otro. Lee y Robert intercambiaron una mirada. —Tal vez deberíamos entrar a echar un vistazo —sugirió Lee. —Es un buen sitio, en una calle familiar —dijo Botas de Serpiente—. Pero mejor que pongan cuidado con el primer escalón del porche, necesita un poquitín de carpintería. Tengo varias casas, y la gente me las destroza todas. El último hato, menuda calaña. Cuidado, gilipollas, pensé. Estás hablando de la gente de Ivy. Entraron. Perdí las voces y las volví a pillar —débilmente— cuando Botas de Serpiente subió la ventana del cuarto de delante. Era la salita; Ivy no se equivocaba al asegurar que los vecinos del otro lado de la calle podían ver todo lo que pasaba dentro. Lee quiso saber si el posible futuro casero pensaba hacer algo con respecto a los agujeros en las paredes. No existía indignación en la pregunta, ni sarcasmo, pero tampoco servilismo, a pesar del «señor» que agregaba al final de cada frase. Era un respetuoso aunque lacónico tratamiento que probablemente había aprendido en los Marines. «Anodino» era la palabra que mejor le definía. Poseía el rostro y la voz de un hombre con habilidad para pasar desapercibido. En público, al menos. Era Marina www.lectulandia.com - Página 386
quien veía su otro rostro y oía su otra voz. Botas de Serpiente hacía vagas promesas y garantizó sin reservas que pondría un colchón nuevo en el dormitorio para reemplazar el que había robado «el último hato». Reiteró que si Lee no quería la casa, algún otro se la quedaría (como si no llevara desocupada todo el año), y luego invitó a los hermanos a inspeccionar los dormitorios. Me pregunté si apreciarían los esfuerzos artísticos de Rosette. Perdí sus voces y las recuperé cuando recorrieron la zona de la cocina. Me alegró observar que pasaban junto a la Lámpara Inclinada de Pisa sin echarle siquiera un vistazo. —¿… sótano? —interpeló Robert. —¡No tiene sótano! —replicó Botas de Serpiente, tronando, como si dicha carencia fuera una ventaja. Aparentemente, él pensaba que sí—. En un vecindario como este, lo único que hacen es acumular agua. ¡Y humedad, rayos! —Aquí volví a perder el rastro de voz cuando abrió la puerta de atrás para enseñarles el patio, el cual no era más que un solar vacío. Cinco minutos más tarde estaban de nuevo delante de la casa. Esta vez fue Robert, el hermano mayor, quien intentó regatear. No logró más éxito que Lee. —¿Nos da un minuto? —preguntó Robert. Botas de Serpiente miró su anacrónico reloj cromado y asintió. —Pero tengo una cita en Church Street, así que necesito que se decidan rápido, muchachos. Los hermanos caminaron hasta la parte posterior del Bel Air de Robert y, aunque redujeron la voz a un tono más bajo para evitar que Botas de Serpiente les oyera, cuando incliné el cuenco en su dirección, capté la mayoría. Robert era partidario de mirar más sitios. Lee se empeñó en que quería ese. Serviría para empezar. —Lee, es un cuchitril —dijo Robert—. Estás tirando… —El dinero, probablemente. Lee contestó algo que no pillé. Robert suspiró y levantó las manos en un gesto de rendición. Volvieron a donde esperaba Botas de Serpiente, que dio un breve meneo a la mano de Lee y alabó su sabia elección. A continuación enunció el Evangelio del Casero: primer mes, último mes, fianza. Robert intervino entonces diciendo que no se entregaría ninguna fianza hasta que las paredes estuvieran reparadas y el colchón nuevo instalado. —El colchón nuevo, seguro —dijo Botas de Serpiente—. Y echaré un vistazo a ese escalón para que la mujercita no se tuerza el tobillo. Pero para reparar las paredes enseguida tendría que subir el alquiler cinco dólares más al mes. Sabía por las notas de Al que Lee se quedaría con la casa, y aun así esperaba que huyera de esta atrocidad. En cambio, sacó una flácida cartera del bolsillo de atrás y extrajo un delgado fajo de billetes. Los contó a medida que trasvasaba la mayoría a la www.lectulandia.com - Página 387
mano extendida de su nuevo casero; mientras, Robert regresó a su coche moviendo la cabeza en un gesto de disgusto. Sus ojos se volvieron brevemente hacia mi casa al otro de la calle, pero pasaron de largo con indiferencia. Botas de Serpiente volvió a agitar la mano de Lee, después saltó a su Chrysler y se marchó a toda velocidad, levantando polvo a su paso. Una de las niñas de la comba se acercó como un bólido en un patinete oxidado. —¿Va a vivir en la casa de Rosette, señor? —le preguntó a Robert. —Yo no, él —respondió Robert, y amartilló el pulgar en dirección a su hermano. Ella propulsó el patinete hacia Lee y preguntó al hombre que iba a volarle el lado derecho de la cabeza a Kennedy si tenía niños. —Tengo una niñita —dijo Lee. Colocó las manos sobre las rodillas y se agachó a su nivel. —¿Es guapa? —No tan bonita como tú, ni tan grande. —¿Sabe saltar a la cuerda? —Cariño, ni siquiera sabe andar todavía. —Bueno, pues a tomar por saco. —Salió pitando en dirección a Winscott Road. Los dos hermanos se volvieron hacia la casa. Esto amortiguó sus voces un poco, pero cuando subí el volumen, aún pude oír la mayoría de su conversación. —Este… gato por liebre —le dijo Robert—. Cuando Marina vea este sitio, se te echará encima como moscas sobre una caca de perro. —Me… Rina —dijo Lee—. Pero, hermano, si no… de mamá y salgo de ese apartamento, soy capaz de matarla. —Ella puede ser… pero… te quiere, Lee. —Robert dio unos pocos pasos hacia la calle. Lee se le unió, y sus voces llegaron claras como el tañir de una campana. —Lo sé, pero no puede evitarlo. La otra noche cuando Rina y yo estábamos haciéndolo, nos pegó un grito desde el sofá cama. Duerme en la salita, ya sabes. «Vosotros dos, tranquilitos», grita, «es muy pronto para hacer otro. Esperad a que podáis mantener a la que ya tenéis». —Lo sé. Puede ser dura. —No para de comprar cosas, hermano. Dice que son para Rina, pero me las refriega por la cara. —Lee rió y regresó al Bel Air. Esta vez fueron sus ojos los que patinaron hasta el 2706, y necesité recurrir a todo cuanto poseía en mi interior para permanecer inmóvil tras las cortinas. Y también para mantener inmóvil el cuenco. Robert se le unió. Se apoyaron en el parachoques trasero, dos hombres con camisa azul limpia y pantalones de trabajo. Lee llevaba una corbata, y en ese momento se la aflojó. —Escucha esto. Mamá va al Leonard Brothers y vuelve con un montón de ropa para Rina. Saca un par de pantalones cortos que son tan largos como bombachos, solo www.lectulandia.com - Página 388
que de cachemir. «Mira, Reenie, ¿no son potitos?», dice. —La imitación del acento de su madre fue despiadada. —¿Y qué contesta Rina? —Robert sonreía. —Ella dice: «No, Mamochka, no. Yo gracias pero mí no gustar, no gustar. Gustar esta forma». Y se pone la mano en la pierna. —Lee apoyó el canto de la mano hacia la mitad del muslo. La sonrisa de Robert se ensanchó. —Seguro que eso le gustó a mamá. —Ella dice: «Marina, esos pantaloncitos son para muchachas que se van exhibiendo por la calle para ver si pescan un novio, no para mujeres casadas». No le digas dónde vivimos, hermano. Ni se te ocurra. ¿Queda claro? Robert guardó silencio durantes unos segundos. Tal vez estaba recordando un frío día de noviembre de 1960. Su madre trotando detrás de él por la Séptima Oeste, voceando: «Quieto, Robert, no vayas tan rápido. ¡Todavía no he acabado contigo!». Y pese a que las notas de Al no decían nada sobre el tema, dudaba que ella hubiera acabado con Lee. Después de todo, Lee era el hijo que más le importaba. El niño mimado de la familia. El que durmió en la misma cama que ella hasta los once años. El que necesitaba inspecciones regulares para ver si ya le había empezado a crecer pelo en los huevos. El cuaderno de Al sí recogía estos datos. Anotadas al margen, había dos palabras que uno generalmente no esperaría de un cocinero de comida rápida: fijación histérica. —Queda claro, Lee, pero esta no es una ciudad grande. Os encontrará. —La mandaré a freír espárragos. Dalo por hecho. Montaron en el Bel Air y partieron. El cartel de SE ALQUILA había desaparecido de la barandilla del porche. El nuevo casero de Lee y Marina se lo había llevado al irse. Me acerqué a la ferretería, compré un rollo de cinta aislante, y revestí el cuenco Tupperware, por dentro y por fuera. En conjunto, consideré que había sido un buen día, pero acababa de penetrar en la zona de peligro. Y lo sabía. 4 El 10 de agosto, en torno a las cinco de la tarde, reapareció el Bel Air, esta vez arrastrando un pequeño remolque de madera. Lee y Robert necesitaron menos de diez minutos para transportar todos los bienes materiales de los Oswald a la nueva mansión (cuidándose de evitar el tablón suelto del porche, que aún no habían reparado). Durante el proceso de mudanza, Marina permaneció en el terreno de hierbajos con June en su brazos, mirando su nuevo hogar con una expresión de www.lectulandia.com - Página 389
consternación que no requería traducción. Esta vez se presentaron las tres niñas de la comba; dos venían andando, la otra empujaba su patinete. Pidieron ver al bebé y Marina accedió con una sonrisa. —¿Cómo se llama? —preguntó una de las niñas. —June —dijo Marina. De pronto las tres prorrumpieron en preguntas. —¿Cuántos años tiene? ¿Sabe hablar? ¿Por qué no se ríe? ¿Tiene una muñeca? Marina movió la cabeza de lado a lado. Aún sonreía. —Perdón. Mí no hablar. Las tres crías salieron a todo correr, canturreando: —¡Mí no hablar, mí no hablar! Una de las gallinas supervivientes de Mercedes Street echó a volar a su paso, cacareando. Marina las observó alejarse, su sonrisa se diluyó. Lee salió al patio y se acercó a ella. Estaba desnudo de cintura para arriba, sudando profusamente. Su piel era blanca como el vientre de un pez; los brazos, delgados y flácidos. La rodeó por la cintura, se inclinó y besó a June. Pensé que Marina apuntaría con el dedo hacia la casa y diría «mí no gustar, no gustar» —eso ya se lo sabía al dedillo—, pero se limitó a entregarle el bebé y trepó al porche, trastabillando por un instante en el tablón suelto y recuperando el equilibro enseguida. Se me ocurrió que Sadie probablemente se habría caído de bruces y habría estado cojeando con el tobillo inflamado los siguientes diez días. También se me ocurrió que Marina tenía tantas ganas de librarse de Marguerite como su marido. 5 El 10 fue viernes. El lunes, unas dos horas después de que Lee hubiera partido a otra jornada soldando puertas de aluminio, una ranchera de color fango aparcó en la cuneta frente al 2703. Marguerite Oswald se apeó del lado del pasajero antes de que se detuviera por completo. Ese día, había sustituido el pañuelo rojo por uno blanco con lunares negros, pero los zapatos de enfermera eran los mismos, al igual que su semblante de insatisfecha pugnacidad. Los había localizado, tal y como vaticinó Robert. El sabueso del cielo, pensé. El sabueso del cielo. Estaba mirando a través de la rendija entre las cortinas, pero no vi la necesidad de encender el micrófono. Se trataba de una historia que no precisaba banda sonora. La amiga que conducía el vehículo —una muchacha corpulenta— salió con esfuerzo de detrás del volante y se abanicó el cuello del vestido. Era otro día www.lectulandia.com - Página 390
abrasador, pero eso a Margueritte parecía traerle sin cuidado. Metió prisa a su chófer para que acudiera al maletero de la ranchera. Dentro había una trona y una bolsa con provisiones. Marguerite cogió la silla; su amiga cargó con el resto. La niña de la comba se acercó montada en su patinete, pero Marguerite la despachó sin rodeos. Oí un «¡Zape, niña!», y la chiquilla se marchó con los labios fruncidos. Marguerite recorrió el camino pelado que servía de acceso a la casa. Mientras observaba con atención el peldaño suelto, salió Marina. Llevaba un blusón y la clase de pantaloncitos cortos que la señora Oswald no aprobaba en una mujer casada. No me extrañó que a Marina le gustaran. Tenía unas piernas de infarto. Su expresión fue de sobresalto, alarmada, y no necesité mi improvisado amplificador para oírla. —No, Mamochka… ¡Mamochka, no! ¡Lee dice no! ¡Lee dice no! ¡Lee dice…! — Siguió después un rápido parloteo en ruso cuando Marina expresó del único modo que sabía lo que su marido había dicho. Marguerite Oswald pertenecía a esa especie de estadounidenses que creen que los extranjeros te entenderán seguro si hablas despacio… y muy ALTO. —¡Sí… Lee… tiene… su… ORGULLO! —pregonó como a golpe de corneta. Subió al porche (sorteando con destreza el peldaño roto) y habló directamente a la cara asustada de su nuera—. ¡No… tiene… nada… de malo… pero… no… puede… dejar… que… mi… NIETA… pague… el PRECIO! Ella era fornida; Marina, esbelta. «Mamochka» se lanzó adentro sin ninguna consideración, como un tren de vapor. Siguió un momento de silencio; luego, el bramido de un estibador. —¿Dónde está esa RICURA mía? En lo profundo de la casa, probablemente en el antiguo dormitorio de Rosette, June empezó a lloriquear. La mujer que había llevado en coche a Marguerite dirigió una tímida sonrisa a Marina y luego entró con la bolsa de provisiones. 6 A las cinco y treinta y cinco, Lee llegó andando por Mercedes Street procedente de la parada del autobús, con una tartera negra rebotándole en el muslo. Ascendió los escalones, olvidándose del tablón suelto. Se tambaleó y se le cayó la tartera; luego, se agachó a recogerla. Eso le mejorará el humor, pensé. Entró en la casa. Lo observé cruzar la salita y poner la tartera en la encimera de la cocina. Se giró y vio la trona nueva. Era evidente que conocía el modus operandi de www.lectulandia.com - Página 391
su madre, porque a continuación abrió la herrumbrosa nevera. Aún seguía escudriñando dentro cuando Marina salió del cuarto del bebé. Llevaba un pañal en el hombro, y mis prismáticos tenían suficiente aumento para permitirme distinguir manchas de regurgitación. Ella le habló, sonriendo, y Oswald se volvió. Poseía esa tez blanquecina que es la pesadilla de cualquier rubor, y el ceñudo rostro había enrojecido hasta el nacimiento de su fino cabello. Se puso a gritar mientras apuntaba con un dedo a la nevera (la puerta aún abierta, exhalando vapor). Ella se volvió para regresar al cuarto del bebé. Oswald la asió por el hombro, le hizo dar media vuelta y empezó a zarandearla. La cabeza de Marina se movió bruscamente adelante y atrás. No quería presenciar esa escena, y no existía ninguna razón por la que debiera; no aportaba nada que necesitara saber. Oswald era un maltratador, sí, pero Marina iba a sobrevivirle, que era más de lo que John F. Kennedy podía decir… o el agente Tippit, para el caso. Así que no, no necesitaba presenciar esa escena. Sin embargo, a veces uno no puede apartar la vista. Discutieron, Marina sin duda intentando explicar que no sabía cómo los había encontrado Marguerite y que había sido incapaz de impedir que «Mamochka» entrara en la casa. Finalmente, Lee la golpeó en la cara, por supuesto, porque no podía pegar a mamá. Aun cuando ella hubiera estado presente, él no habría sido capaz de levantarle el puño a su madre. Marina lanzó un grito y él la soltó. Ella le habló con vehemencia, las manos extendidas. Lee trató de apresarle una y ella la retiró con presteza. Después alzó las manos al techo, las dejó caer, y salió por la puerta delantera. Lee empezó a seguirla, pero pareció pensarlo mejor. Los hermanos habían puesto dos raídas sillas de jardín en el porche. Marina se hundió en una. Tenía un rasguño bajo el ojo izquierdo, y la mejilla ya empezaba a hincharse. Miró fijamente hacia la calle, y al otro lado. Sentí una punzada de miedo culpable, aunque las luces de mi salita estaban apagadas y sabía que ella no podía verme. Tuve cuidado de permanecer inmóvil, no obstante, con los prismáticos congelados en el rostro. Lee se sentó a la mesa de la cocina y apoyó la frente en las manos. Se quedó así un rato, hasta que oyó algo y entró en el dormitorio pequeño. Salió con June en brazos y empezó a pasearla por la salita, frotándole la espalda, calmándola. Marina entró en la casa. June la vio y extendió los regordetes bracitos hacia ella. Marina se acercó y Lee le pasó el bebé. Acto seguido, antes de que ella se alejara, la abrazó. Por un instante permaneció entre sus brazos en silencio, y al final cambió al bebé de posición para poder corresponderle con un abrazo manco. Oswald enterró la boca en el cabello de ella, y yo sabía con bastante certeza lo que estaría diciendo: las palabras en ruso que significan «lo siento». No me cabía duda de su sinceridad. También lo sentiría la próxima vez. Y la siguiente. www.lectulandia.com - Página 392
Marina llevó a June al dormitorio que en otro tiempo había pertenecido a Rosette. Lee se quedó donde estaba, pero al cabo de un momento fue a la nevera, sacó algo, y empezó a comérselo. 7 Al día siguiente por la tarde, justo cuando Lee y Marina se sentaban a cenar (June estaba tendida en el suelo de la salita, dando pataditas en una manta), Marguerite llegó jadeando por la calle desde la parada de autobús en Winscott Road. Esta vez llevaba unos pantalones azules bastante desafortunados, considerando la generosa amplitud de su trasero. Cargaba con una bolsa de tela de gran tamaño. Por arriba asomaba el tejado de plástico rojo de una casa de muñecas. Subió los escalones del porche (sorteando una vez más con destreza el peldaño roto) y entró resueltamente sin llamar. Luché contra la tentación de coger el micrófono direccional —se trataba de otra escena de la que no necesitaba estar enterado— y perdí. No existe nada tan fascinante como una discusión familiar, creo que fue León Tolstói quien lo dijo. O quizá fue Jonathan Franzen. Para cuando lo conecté y apunté desde mi ventana hacia la ventana abierta de enfrente, la riña se hallaba en pleno apogeo. —¡… querido que supieras dónde estábamos, yo mismo te lo habría dicho, coño! —Me lo contó Vada, es una buena chica —dijo Marguerite tranquila y sosegadamente. La furia de Lee resbalaba sobre ella como un ligero chubasco de verano. Estaba descargando platos desemparejados en la encimera con la rapidez de un crupier de blackjack. Marina la observaba con indiscutible asombro. La casa de muñecas descansaba en el suelo, cerca de la manita de June. El bebé agitaba las piernas ignorándola. Por supuesto que la ignoraba. ¿Qué iba a hacer una criatura de cuatro meses con una casa de muñecas? —Mamá, ¡tienes que dejarnos en paz! ¡Tienes que dejar de traernos cosas! ¡Sé cuidar de mi familia! Marina aportó su granito de arena: —Mamochka, Lee dice no. Marguerite rió alegremente. —«Lee dice no, Lee dice no.» Cariño, Lee siempre dice no, este hombrecito lleva haciéndolo toda su vida y eso no significa un pimiento. Mamá le cuida. —Pellizcó la mejilla a su hijo del modo en que una madre pellizcaría la mejilla a un niño de seis años después de una travesura graciosa e innegablemente cándida. Si Marina hubiera intentado hacerlo, estoy seguro de que Lee le habría roto la crisma. En cierto momento, las niñas de la comba se congregaron en el pelado sucedáneo www.lectulandia.com - Página 393
de césped. Observaron la discusión tan atentamente como espectadores del teatro Globe presenciando la nueva creación de Shakespeare de pie en el patio. Solo que en la obra que contemplábamos, la arpía iba a salir victoriosa. —¿Qué te ha hecho de cena, cariño? ¿Estaba rico? —Estofado. Zharkoye. Hay un tipo, Gregory, que nos envió cupones para el Shop-Rite. —Su boca se puso a trabajar. Marguerite esperó—. ¿Quieres un poco, mamá? —Zharkoye muy bueno, Mamochka —dijo Marina con una sonrisa esperanzada. —No, no podría comerme eso —dijo Marguerite. —Coño, mamá, ¡si ni siquiera sabes lo que es! Fue como si él no hubiera hablado. —Me sentaría mal al estómago. Aparte, no quiero estar en un autobús urbano después de las ocho. Hay demasiados borrachos a esa hora. Lee, cariño, tienes que arreglar ese escalón antes de que alguien se rompa una pierna. Oswald masculló algo, pero la atención de Marguerite se había desviado a otro sitio. Se abatió como un halcón sobre un ratón de campo y apresó a June. Con los prismáticos, la expresión asustada del bebé resultaba inequívoca. —¿Cómo está mi RICURA esta noche? ¿Cómo está mi AMORCITO? ¿Cómo está mi pequeñina DEVUSHKA? Su pequeñina devushka, cagada de miedo, se puso a llorar a moco tendido. Lee hizo ademán de coger al bebé. Los labios rojos de Marguerite se despegaron de los dientes en lo que podría definirse como un rictus, eso siendo benévolo. A mí me pareció un gruñido. También debió de parecérselo a su hijo, porque retrocedió. Marina se mordía el labio, los ojos llenos de consternación. —¡Oooo, Junie! ¡Cuchi-cuchi Junie-MOONIE! Marguerite desfiló arriba y abajo por la raída alfombra verde, ignorando los cada vez más angustiados gemidos de June igual que había ignorado la ira de Lee. ¿Acaso se alimentaba de su llanto? Me dio esa impresión. Al cabo de un rato, Marina no pudo aguantarlo más. Se levantó y se acercó a Marguerite, que se apartó con ímpetu, estrechando al bebé contra sus pechos. Incluso desde el otro lado de la calle pude imaginar el sonido de sus enormes zapatos de enfermera: clad-clamp-clad. Marina la siguió. Marguerite, tal vez sintiendo que ya había dejado claro su punto de vista, al fin rindió el bebé. Apuntó a Lee con el dedo y luego se dirigió a Marina con su potente voz de instructor. —¡Ganó peso… cuando os quedabais conmigo… porque yo me encargué de ella… de todas las cosas que LE GUSTAN… pero MALDITA SEA… todavía está DEMASIADO… FLACUCHA! Marina la miraba por encima de la cabeza del bebé, sus bonitos ojos abiertos como platos. Marguerite puso los suyos en blanco, bien con impaciencia, bien con www.lectulandia.com - Página 394
franca indignación, y se encaró con Marina. La Lámpara Inclinada de Pisa estaba encendida, y la luz patinaba en las lentes de las gafas ojos de gato de Marguerite. —¡CUÍDALE… DALE COMIDA DE VERDAD! ¡NADA DE… CREMA… AGRIA! ¡NI… YOJURT! ¡ESTÁ… DEMASIADO… FLACUCHA! —Flacucha —repitió Marina sin convicción. A salvo en brazos de su madre, el llanto de June se iba reduciendo poco a poco a una serie de hipos acuosos. —¡Sí! —dijo Marguerite. Después se giró hacia Lee—. ¡Arregla ese escalón! Y con esto se marchó, deteniéndose solo para plantar un beso en la cabeza de su nieta. Mientras caminaba hacia la parada del autobús, sonreía. Parecía más joven. 8 La mañana después de que Marguerite llevara la casa de muñecas, me levanté a las seis. Fui hasta la ventana y eché una mirada furtiva a través de la rendija entre las cortinas sin siquiera pensar en lo que hacía; espiar la casa del otro lado de la calle se había convertido en un hábito. Marina estaba sentada en una de las sillas de jardín fumando un cigarrillo. Llevaba puesto un pijama de rayón rosa que le quedaba demasiado grande. Tenía un nuevo ojo morado y había manchas de sangre en la chaqueta del pijama. Fumaba despacio, inhalando profundamente, oteando la nada. Al cabo de un rato volvió adentro y preparó el desayuno. Lee apareció enseguida y se sentó a comer. No la miró. Leía un libro. 9 «Hay un tipo, Gregory, que nos envió cupones para el Shop-Rite», le había dicho Lee a su madre, tal vez para explicar la carne del estofado, quizá para comunicar que Marina y él tenían amigos en Fort Worth y no estaban solos. Mamochka dio la impresión de no enterarse, pero a mí no me pasó inadvertido. Peter Gregory era el primer eslabón de la cadena que conduciría a George de Mohrenschildt a Mercedes Street. Al igual que De Mohrenschildt, Gregory era un expatriado ruso en el negocio del petróleo. Originario de Siberia, una noche por semana enseñaba ruso en la biblioteca de Fort Worth. Lee lo descubrió y solicitó una cita para preguntar si a él, Lee, le sería posible conseguir un empleo como traductor. Gregory le hizo una prueba y calificó su ruso como «pasable». Lo que interesaba realmente a Gregory —y a todos los expatriados, debía de pensar Lee— era la antigua Marina Prusakova, una muchacha www.lectulandia.com - Página 395
de Minsk que de algún modo había logrado escapar de las garras del oso ruso solo para terminar en las de un palurdo americano. Lee no consiguió el empleo; en cambio, Gregory contrató a Marina como profesora de ruso de su hijo Paul. Era dinero que los Oswald necesitaban desesperadamente. Era además, para Lee, un motivo añadido para el resentimiento. Ella daba clases particulares a un niño rico dos veces por semana mientras que él se pudría soldando puertas mosquiteras. La mañana que vi a Marina fumando en el porche, Paul Gregory (bien parecido y aproximadamente de la misma edad que Marina) detuvo su flamante Buick frente a la casa. Llamó a la puerta y abrió Marina; la abundante capa de maquillaje me hizo pensar en Bobbi Jill. Consciente de los celos de Lee, o quizá obedeciendo a las reglas de urbanidad que aprendiera en su hogar, impartió la clase en el porche. Duró una hora y media. June pasó ese tiempo echada en su mantita en medio de los dos, y cada vez que lloraba, ellos se turnaban para cogerla en brazos. Componían una bonita escena, aunque el señor Oswald probablemente no habría opinado lo mismo. Hacia el mediodía, el padre de Paul aparcó detrás del Buick. Le acompañaban dos hombres y dos mujeres. Traían comestibles. El Gregory mayor abrazó a su hijo y luego le dio un beso a Marina en la mejilla (la que no estaba hinchada). Hablaron en ruso. Al Gregory joven se le veía perdido, pero Marina se halló a sí misma: su rostro se había iluminado como un letrero de neón. Los invitó a entrar. Pronto estuvieron sentados en la salita, bebiendo té helado y charlando. Las manos de Marina volaban como pájaros alborotados. June circuló de mano en mano y de regazo en regazo. Me sentía fascinado. La comunidad de emigrados rusos había encontrado a la mujer-niña que se convertiría en su predilecta. ¿Acaso podría haber sido de otro modo? Ella era joven, ella era forastera en tierra extraña, ella era hermosa. Por supuesto, sucedía que la bella estaba casada con la bestia, un hosco joven estadounidense que le pegaba (malo) y que creía fervientemente en un sistema que aquellas gentes de clase media-alta habían rechazado con idéntico fervor (mucho peor). No obstante, Lee aceptaría los alimentos que les compraban, con algún esporádico arrebato de ira, y cuando llegaran con muebles —una cama nueva, una cuna de un vivo color rosa para el bebé—, también los aceptaría. Oswald abrigaba la esperanza de que los rusos le sacaran de esa cloaca en la que vivía, pero no le gustaban, y para cuando trasladara a su familia a Dallas en noviembre del 62, ya debía de saber que el sentimiento era sinceramente recíproco. Por qué habría de gustarles, debía de pensar. El era ideológicamente puro; ellos, unos cobardes que habían abandonado la Madre Rusia cuando hincó la rodilla en el 43, que habían lamido las botas de los alemanes y que más tarde, al terminar la guerra, habían huido a Estados Unidos, donde abrazaron rápidamente el Estilo de Vida Americano…, que www.lectulandia.com - Página 396
para Oswald simbolizaba ruido de sables, opresión de las minorías, criptofascismo explotador de la clase obrera. Sabía algunas de estas cosas por las notas de Al. La mayoría las vi representadas en el escenario al otro lado de la calle o las deduje de la única conversación importante que mi lámpara espía recogió y grabó. 10 La tarde noche del sábado 25 de agosto, Marina se engalanó con un bonito vestido azul y enfundó a June en un pelele de pana con flores de encaje en la pechera. Lee, con cara avinagrada, emergió del dormitorio con el que debía de ser su único traje. Era un saco de lana, moderadamente cómico, que solo podía haber sido confeccionado en Rusia. Hacía calor, e imaginé que estaría empapado de sudor antes de que concluyera la velada. Bajaron con cuidado los escalones del porche (el tablón suelto aún estaba por reparar) y se encaminaron hacia la parada del autobús. Monté en el coche y me aproximé a la esquina de Mercedes Street con Winscott Road. Los vi parados junto al poste telefónico con la franja pintada de blanco. Discutían, menuda sorpresa. Llegó el autobús. Los Oswald subieron. Los seguí, igual que había seguido a Frank Dunning en Derry. «La historia se repite a sí misma» es otra manera de expresar que el pasado armoniza consigo mismo. Se apearon del autobús en un barrio residencial en la zona norte de Dallas. Aparqué y los observé caminar hasta una pequeña pero bonita casa Tudor de madera y piedra vista. Los faroles de carruaje al final del paseo brillaban tenuemente en la penumbra. No crecían hierbajos en aquel césped. Todo en aquel sitio proclamaba a voces «¡América funciona!». Marina encabezaba la marcha hacia la casa con el bebé en brazos. Lee, ligeramente rezagado, parecía fuera de lugar con su chaqueta de doble botonadura, que le caía ondeando casi hasta las rodillas. Marina empujó a su marido delante de ella y señaló el timbre. Lee llamó. Peter Gregory y su hijo salieron, y cuando June extendió los brazos hacia Paul, el muchacho rió y la cogió. La boca de Lee se torció hacia abajo cuando vio eso. Otro hombre apareció en la puerta. Lo reconocí del grupo que se había presentado el día de la primera clase de ruso de Paul Gregory; había vuelto a la casa Oswald tres o cuatro veces desde entonces, llevando comestibles, juguetes para June o ambas cosas. Estaba bastante seguro de que se llamaba George Bouhe (sí, otro George, el pasado armoniza en todo tipo de sentidos), y aunque rondaba los sesenta, me daba la impresión de que perdía gravemente la chaveta por Marina. Según el cocinero de comida rápida que me había metido en aquello, Bouhe fue www.lectulandia.com - Página 397
quien persuadió a Peter Gregory para ofrecer una fiesta de confraternización. George de Mohrenschildt no asistió, pero le llegarían noticias de ella poco más tarde. Bouhe le hablaría de los Oswald y su peculiar matrimonio. También le relataría la escena que Lee Oswald había montado en la fiesta, alabando el socialismo y las cooperativas rusas. «Ese joven me pareció chalado», comentaría Bouhe. De Mohrenschildt, versado en locura toda su vida, decidiría que tenía que conocer a esa extraña pareja por sí mismo. ¿Por qué reventó Oswald en la fiesta de Peter Gregory, ofendiendo a los bienintencionados expatriados que de otro modo hubieran podido ayudarle? No lo sé con certeza, pero me hago una idea bastante acertada. Ahí está Marina, encandilándolos a todos (especialmente a los hombres) con su vestido azul. Ahí está June, un bebé de foto con su peto de la caridad bordado con flores. Y ahí está Lee, sudando en su feo traje. Lee sigue el flujo y reflujo de ruso mejor que el joven Paul Gregory, pero al final, aún se queda atrás. Debió de haberle enfurecido tener que doblar la cerviz ante aquellas personas y comerse su comida. Espero que sí. Espero que doliera. No me demoré. Quien me importaba era De Mohrenschildt, el siguiente eslabón de la cadena, que pronto saldría a escena. Entretanto, los tres Oswald estaban finalmente fuera de casa al mismo tiempo y no volverían como mínimo hasta las diez. Puesto que al día siguiente era domingo, quizá incluso tardaran más. Regresé a activar el micro de su salita. 11 Mercedes Street festejaba por todo lo alto aquel sábado noche, pero el terreno detrás de chez Oswald se hallaba silencioso y desierto. Suponía que mi llave funcionaría en la puerta trasera además de en la principal, pero se trataba de una teoría que nunca tuve que poner a prueba, porque la puerta no estaba cerrada con llave. Durante mi etapa en Fort Worth jamás utilicé la llave que le había comprado a Ivy Templeton. La vida está llena de ironías. El lugar se veía descorazonadoramente ordenado. Habían situado la trona entre las sillas de los padres en la mesita de la cocina, donde se sentaban a comer; la bandeja estaba limpia y reluciente. Lo mismo podía decirse de la irregular superficie de la encimera y el fregadero, con un herrumbroso cerco de cal producido por la dureza del agua. Aposté conmigo mismo a que Marina había conservado a las niñas ataviadas con pichis de Rosette y entré en el dormitorio de June a verificarlo. Llevaba una linterna y alumbré las paredes. Sí, seguían allí, aunque en la oscuridad ofrecían una visión más fantasmagórica que alegre. June probablemente las miraba desde la www.lectulandia.com - Página 398
cuna mientras succionaba su chupete. Me pregunté si, pasado el tiempo, las recordaría en algún nivel profundo de su mente. Niñas fantasmas al témpera. Jimla, pensé sin ninguna razón en absoluto, y me estremecí. Moví el bufete, conecté el cable del micrófono al enchufe de la lámpara, y lo inserté a través del agujero que había taladrado en la pared. Todo perfecto, pero de pronto experimenté un mal momento. Muy malo. Al colocar el mueble en su posición original, chocó contra la pared y la Lámpara Inclinada de Pisa se volcó. Si hubiera dispuesto de tiempo para pensar, me habría quedado congelado en el sitio y el maldito trasto se habría hecho añicos en el suelo. ¿Y luego qué? ¿Retirar el micro y dejar los pedazos? ¿Confiar en que aceptarían la idea de que la lámpara, inestable de entrada, se había caído sola? La mayoría de la gente daría por buena esta explicación, pero la mayoría de la gente no tiene motivos para estar paranoica respecto del FBI. Lee podría encontrar el agujero que yo había taladrado en la pared y, en tal caso, la mariposa desplegaría sus alas. Sin embargo, no dispuse de tiempo para pensar. Alargué el brazo y atrapé la lámpara en plena caída. Después, simplemente me quedé allí parado, sujetándola con fuerza, temblando. La casa era un horno y pude oler el hedor de mi propio sudor. ¿Lo olerían ellos cuando regresaran? ¿Cómo no iban a hacerlo? Me cuestioné mi propia cordura. Seguramente lo más sensato era retirar el micro… y luego retirarme yo mismo. Podría reencontrarme con Oswald el 10 de abril del año siguiente, observar cómo intentaba asesinar al general Edwin Walker y, si actuaba solo, entonces podría matarlo igual que había matado a Frank Dunning. El principio KISS[2], que solían decir en las reuniones de AA de Christy; simplifica, idiota. ¿Por qué demonios andaba jodiendo con una birria de lámpara-espía cuando el futuro del mundo se hallaba en juego? Fue Al Templeton quien contestó: «Estás aquí porque la ventana de incertidumbre sigue abierta. Estás aquí porque si George de Mohrenschildt es más de lo que aparenta, entonces quizá Oswald fuera realmente un cabeza de turco. Estás aquí para salvar a Kennedy, y el asegurarte empieza ahora. Así que vuelve a poner esa puta lámpara en el sitio que le corresponde». Volví a poner la lámpara en el sitio que le correspondía, aunque su inestabilidad me preocupaba. ¿Y si Lee la tiraba al suelo y descubría el micro oculto cuando la base de cerámica se hiciera añicos? Para el caso, ¿y si Lee y De Mohrenschildt conversaban en esa habitación, pero con la lámpara apagada y en voz demasiado baja para que mi micrófono de largo alcance captara una sola palabra? Entonces todo habría sido en vano. «Nunca harás una tortilla con esa mentalidad, socio.» Lo que me convenció fue el pensar en Sadie. Yo la quería y ella me quería —o al menos me quiso—, pero lo había echado todo por la borda para venirme a esa calle www.lectulandia.com - Página 399
de mierda. Y por Dios, no iba a marcharme sin al menos intentar oír lo que George de Mohrenschildt tuviera que decir. Me escabullí por la puerta de atrás y, con la linterna entre los dientes, conecté el cable del micro al magnetófono. Introduje la grabadora en una oxidada lata de manteca Crisco para protegerla de los elementos y luego la oculté en un nido de ladrillos y tablones que ya tenía preparado al efecto. Después regresé a mi propia casa de mierda en aquella calle de mierda y me puse a esperar. 12 Nunca la encendían hasta que prácticamente estaba demasiado oscuro para ver. Supongo que por ahorrar en la factura de la luz. Aparte, Lee era un obrero y se acostaba temprano. Ella seguía su ejemplo. La primera vez que comprobé la grabación, lo que obtuve fue principalmente una retahíla en ruso; en un perezoso ruso, además, considerando la velocidad ultralenta del magnetófono. Si Marina practicaba su vocabulario en inglés, Lee la reprendía. No obstante, a veces hablaba a June en inglés si el bebé se ponía pesado, siempre en un tono bajo y relajante. A veces incluso cantaba. Las grabaciones a velocidad ultralenta hacían que sonara como un orco probando suerte con «Rockabye, Baby». En dos ocasiones oí cómo pegaba a Marina; la segunda vez, su ruso no le llegó para expresar su ira: «¡Quejica hija de puta, no vales para nada! ¡Mi madre tenía razón sobre ti!». A esto siguió un portazo y el llanto de Marina, que se interrumpió abruptamente cuando apagó la lámpara. En la noche del 4 de septiembre, vi a un chaval, de unos trece años, acercarse a la puerta de los Oswald con un saco de lona echado al hombro. Abrió Lee, descalzo y vestido con camiseta y vaqueros. Hablaron. Lee le invitó a entrar. Hablaron un poco más. En cierto momento, Lee cogió un libro y se lo enseñó al chaval, que lo miró con recelo. No cabía la posibilidad de utilizar el micrófono direccional porque el tiempo se había vuelto frío y las ventanas estaban cerradas. No obstante, la Lámpara Inclinada de Pisa estaba encendida, y cuando recuperé la segunda cinta la madrugada de la noche siguiente, me brindó una entretenida conversación, sí. El chaval vendía suscripciones a un periódico —o quizá se trataba de una revista — llamado Grit. Expuso a los Oswald que contenía toda clase de historias interesantes que los periódicos de Nueva York no se molestaban en publicar (las etiquetó como «noticias del país»), además de consejos sobre deportes y jardinería. También incluía lo que llamó «relatos de ficción» y tiras cómicas. —No encontrarán a Dixie Dugan en el Times Herald —informó a los Oswald—. www.lectulandia.com - Página 400
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