¿Por qué había seguido en silencio, como autorizando el gesto de mi mano? Al otro día, alas once de la noche en punto yo estaba en la pieza de Fernando. Ya estaban esperándomeél y Georgina. Advertí en los ojos de Georgina una expresión de pavorosa expectativa,acentuada por la palidez marmórea de su cara. Como jefe que da instrucción a una patrulla,con fría precisión, Fernando me dijo: —En el Mirador, ahí arriba, vive la vieja Escolástica. A estas horas ya duerme. Vos vas a entrar con esta linterna, vas a ir hasta una cómoda que hay del lado opuesto de la cama, vas abrir el segundo cajón a partir de arriba, vas a buscar una caja de sombreros que hay allí y la vas a traer. Con voz fantasmal, mirando hacia el suelo, Georgina dijo: —¡La cabeza no, Fernando! ¡Cualquier otra cosa, pero la cabeza no! Fernando insinuó con un gesto de desprecio. —Qué importancia tendría cualquier otra cosa. La cabeza. Yo, a punto de desmayarme, recordé la historia que me había contado Georgina. No eraposible, esas cosas no pasaban nunca en la realidad. Y además, ¿por qué habría dehacerlo? ¿Quién me obligaba? —¿Por qué tengo que hacerlo? ¿Quién me obliga? —aduje con voz desfalleciente. —¿Cómo por qué? ¿Por qué se sube al Aconcagua? No hay ninguna utilidad en subir alAconcagua, Bruno. ¿O sos un cobarde? Comprendí que no podía rehuir. —Muy bien, dame la linterna y decíme cómo se sube. Fernando me entregó la linterna y se dispuso a indicarme la forma de subir al Mirador. —Un momento —dije—. ¿Y si la vieja se despierta? Puede despertarse, puede gritar,¿qué debo hacer? —La vieja casi no ve y casi no oye, y casi no puede moverse. No te preocupes. Lo peorque puede suceder es que tengas que bajar sin la cabeza, pero espero que tengas el valorsuficiente para traerla. Ya le expliqué que debajo del Mirador había un depósito de trastos desde donde sepodía subir por una antigua escalera de madera. Fernando me llevó hasta aquel depósito,que ni siquiera tenía luz eléctrica, y me dijo: —Al llegar arriba te vas a encontrar con una puerta que no tiene llave. La abrís y entras 414
en el Mirador. Nosotros te esperamos en mi cuarto. Se fue y yo quedé con la linterna en medio de aquel sombrío depósito, oyendo losgolpes ansiosos de mi corazón. Después de unos momentos en que me pregunté una vezmás qué clase de locura era aquélla y quién me obligaba a subir sino mi propio orgullo, pusemi pie en el primer escalón. Subí con temor creciente y con una lentitud que se me ocurrióvergonzosa. Pero subí. Efectivamente, había al término de la escalera un pequeño rellano y en él una puertaque daba a la habitación de la anciana loca. Yo sabía que era casi una desvalida, pero detodos modos mi miedo era tal que sudaba copiosamente y temía descomponerme delestómago. Advertí, para colmo, que mi cuerpo o mi sudor tenía un insoportable y feísimoolor. Pero ya no podía retroceder y siendo así lo mejor era proceder cuanto antes. Moví el picaporte con cuidado, tratando de no hacer el menor ruido, ya que, porsupuesto, todo aquello resultaría menos horrible si la loca no se despertaba. La puerta seabrió con un chirrido que me pareció tremendo. La oscuridad del cuarto era completa. Por uninstante vacilé entre iluminar con mi linterna la cama donde reposaba la vieja, para ver sidormía, y el temor de despertarla justamente con la luz. Pero, ¿cómo podía entrar en aquellapieza desconocida, con una loca encerrada allí, sin verificar, al menos, si la vieja estabadormida o incorporada, observándome? Con una mezcla de repulsión y de pavor, levanté milinterna y recorrí circularmente el cuarto, a la búsqueda de la cama. Casi me desmayo: la anciana no estaba durmiendo sino de pie al lado de su cama,mirándome con los ojos abiertos y despavoridos. Era una viejecita casi momificada, muy pe-queña, muy flaca, casi un esqueleto viviente apenas. De sus labios resecos salió algo queme pareció referirse a la Mazorca, pero no puedo asegurarlo, porque apenas vi su figura enlas tinieblas huí hacia la salida y descendí corriendo la escalera. Al llegar a la pieza deFernando me desmayé. Cuando recobré el conocimiento, Georgina me tenía con sus brazos la cabeza y de susojos caían enormes lágrimas. Tardé un buen rato en recordar mi situación anterior y en-tonces experimenté una infinita vergüenza. Estaba solo, con Georgina. Fernando se habríaretirado, diciendo alguna venenosa ironía sobre mi valor: estaba seguro. —Estaba levantada —balbuceé. Georgina no decía nada: se limitaba a llorar en silencio. 415
Aquellos primos empezaron a ser para mí un indescifrable arcano, que a la vez me atraía yme asustaba. Eran como dos oficiantes de un rito desconocido, del que yo no alcanzaba acomprender el significado y del que se podían esperar atrocidades. De pronto me imaginabaque Fernando se burlaba de mí, y de pronto temía que estuviera preparando una trampasiniestra. Aquellos dos primos vivían aislados del resto de la casa, solitarios, como un reycon un único súbdito, aunque más apropiado sería decir, como un sumo sacerdote con unúnico creyente, y como si a mi llegada yo me hubiese convertido en única víctima de aquelculto tenebroso. Fernando despreciaba el resto del mundo, o lo ignoraba orgullosamente,mientras que a mí me exigía algo que yo no podía discernir bien, y que pienso estabarelacionado a sentimientos turbios, a emociones sombrías y a voluptuosidades, a las quedebían sentir los sacerdotes aztecas que en lo alto de las pirámides sagradas extraían elpalpitante y caliente corazón de sus sacrificados. Y, lo que me resulta aún más inexplicable,yo me sometía también con cierta oscura sensualidad al sacrificio en que Georgina oficiabacomo una aterrada hierofántida. Porque aquellos episodios fueron apenas el comienzo. Muchas extrañas y perversasritualidades se sucedieron hasta que huí, hasta que comprendí, con doloroso pavor, queaquella pobre criatura ejecutaba ciegamente, como hipnotizada, las órdenes de Fernando. Ahora, después de treinta años, trato todavía de comprender la relación exacta quehabía entre ellos dos, y me es imposible. Eran como dos universos opuestos y, sin embargo,de algún modo estaban entrañablemente unidos por un vínculo ininteligible pero poderoso.Fernando la dominaba, pero no podría afirmar que fuese únicamente un pavor sagrado loque a ella ataba a su primo: a veces me parece que en Georgina existía una especie decompasión. ¿Compasión por un monstruo como Fernando? Sí. Ella huía de pronto de susactos demoníacos, y la he visto llorar horrorizada en algún oscuro rincón de la casa deBarracas. Pero también la recuerdo defendiéndolo con maternal energía cuando yo loatacaba. \"No imaginas cuánto sufre\", me decía. Ahora, considerando serenamente supersonalidad y muchos de sus actos, admito que, en efecto, Fernando no tenía esa fríaindiferencia que dicen caracteriza a los criminales natos; ya le dije antes que más bien setenía la sensación de una caótica y desesperada lucha interior. Pero debo confesarle que notengo la suficiente grandeza de alma para compadecer a seres como Fernando. Esagrandeza la tenía en cambio, Georgina. 416
¿Qué clase de sufrimientos?, me dirá usted. Muchos y de toda índole: físicos, mentales yhasta espirituales. Los físicos y mentales estaban a la vista. Sufría alucinaciones, teníasueños enloquecedores, de pronto perdía la conciencia. Lo he visto, aun sin desmayarse,como si se volviera ausente, sin hablar ni oír ni ver a los que tenía delante, \"Ya le pasará\",me decía entonces Georgina, que lo seguía con angustia. Otras veces (me contabaGeorgina) le decía: \"Te estoy viendo, sé que estoy aquí, a tu lado, pero también sé que estoyen otra parte, muy lejos, en un cuarto oscuro y cerrado. Me buscan para sacarme los ojos ymatarme\". Caía de la exaltación más violenta a la pasividad y la melancolía más absolutas:entonces se convertía, según Georgina, en el ser más indefenso y desamparado del mundo,y como un niño pequeñito se acurrucaba sobre la falda de su prima. Desde luego, nunca lo vi yo en ninguno de esos extremos humillantes, y creo que dehaberlo visto Fernando habría sido capaz de asesinarme. Pero me lo dijo Georgina y nuncaella dijo ninguna mentira, y nunca ante ella creo que Fernando haya simulado, maestro, sinembargo, de la simulación, como realmente era. Lo que yo vi de él siempre fue desagradable. Se consideraba por encima de la sociedady de la ley. \"La ley está hecha para los pobres diablos\", afirmaba. Por alguna razón que noalcanzo a comprender, le apasionaba el dinero, pero creo que veía en él algo más que elsimple dinero de la gente normal. Veía algo mágico y demoníaco, y le gustaba referirse a élcomo al \"oro\". Tal vez a esa extraña inclinación se debiese su pasión por la alquimia y por lamagia. Pero su morbosidad era más patente en todo lo que directa o indirectamente tuvierareferencia con los ciegos. La primera vez que lo verifiqué personalmente fue todavía enCapitán Olmos, cuando íbamos caminando por la calle Mitre hacia su casa y de pronto vimosavanzar hacia nosotros al ciego que tocaba el tambor en la banda del pueblo. Fernando casise desvaneció y se vio obligado a tomarse de mi brazo, y entonces sentí que temblaba comoun palúdico y que su cara se volvía blanca y rígida como la de un muerto. Tardó muchotiempo en reponerse, debió sentarse en el borde de la vereda y luego tuvo un acceso de iracontra mí insultándome histéricamente, porque lo había sostenido del brazo para que no secayera. Un día de invierno de 1925 terminó aquel período alucinante de mi vida. Cuando entréen la pieza de Georgina, la encontré llorando en la cama. Me precipité a acariciarla, apreguntarle, pero ella sólo atinaba a repetirme \"Quiero que te vayas, Bruno, y que no vengas 417
más. ¡Por el amor de Dios!\" Yo había conocido dos Georginas: una, dulce y femenina comosu madre; y otra poseída por los poderes de Fernando. Ahora veía aquella Georginadeshecha e indefensa, aterrorizada y rota, que me pedía que huyese y que nunca másvolviera. ¿Por qué? ¿Cuál era la espantosa verdad que me quería ocultar? Nunca me lo dijo,aunque después, con los años y la experiencia, lo sospeché y lo confirmé. Pero lodesconsolador de todo aquello no era ni el terror de Georgina ni la destrucción de un almadelicada y tierna por el espíritu satánico de Fernando: lo desconsolador era que ella loamaba. Insistí estúpidamente, pero terminé comprendiendo que ya nada podía ni debía hacer yoen aquel pequeño rincón del mundo que parecía esconder un ominoso secreto. No volví a ver a Fernando hasta 1930. Siempre es fácil profetizar el pasado, decía él, mordazmente. Ahora, después de casitreinta años, pequeños acontecimientos de aquel tiempo, al parecer casuales y sin tras-cendencia, revelan su sentido; como para el que acaba de leer una larga novela, una vezque los destinos están definitivamente cerrados, como con la muerte en la vida real, cobranun sentido profundo y muchas veces trágico, palabras tan triviales como \"Alejo Karámazovera el tercer hijo de un propietario rural de nuestro distrito\". Nunca se sabe, hasta el final, silo que un día cualquiera nos sucede es historia o simple contingencia, si es todo (por trivialque parezca) o es nada (por doloroso que sea). Hechos minúsculos me pusieronnuevamente en el camino de Fernando, después de varios años de alejamiento, como siineluctablemente estuviera en mi destino y como si los esfuerzos para alejarme de élhubiesen sido vanos. Pienso en aquel tiempo tan remoto y las palabras que acuden a mi mente son palabrascomo ajedrez, Capablanca y Alekhine, Al Jolson, Cantando bajo la lluvia, Sacco y Vanzetti,Sandino y Nicaragua. ¡Extraña y melancólica mezcla! Pero, ¿qué conjunto de palabrasunidas al recuerdo de nuestra juventud no es extraña y melancólica? Todo lo que esaspalabras pueden sugerir iba a culminar con aquel duro pero fascinante período en que la vidadel país y nuestra propia existencia iban a sufrir un cambio radical. Momento precisamentevinculado a la presencia de Fernando, como si él fuese un símbolo oscuro de aquella épocade mi vida y a la vez la causa más poderosa de mis cambios. Porque en aquel año 30 miexistencia entró en uno de sus momentos de crisis, es decir, de enjuiciamiento, y todo 418
empezó a vacilar bajo mis pies: el sentido de mi vida, el sentido de mi país y el sentido de laraza humana en general: ya que cuando enjuiciamos nuestra propia existenciainevitablemente ponemos en juicio a la humanidad entera. Aunque también podría decirseque cuando empezamos a juzgar a la humanidad entera es porque en realidad estamosescrutando el fondo de nuestra propia conciencia. Fueron años dramáticos y exaltados. Pienso por ejemplo en Carlos, del que nunca supe su verdadero apellido. Todavía loestoy viendo, todavía me conmueve, inclinado encarnizadamente sobre aquellas edicionesbaratas de treinta o cuarenta centavos, moviendo los labios con enorme trabajo, apretandolos puños contra las sienes, como un muchacho desesperado que, sudando, penosamente,busca y finalmente desentierra un cofre en el que le han dicho que está la clave de suexistencia desdichada, el significado críptico de sus sufrimientos de muchacho obrero. ¡LaPatria! ¿La patria de quién? Habían llegado por millones de las cuevas de España, de lasmiserables aldeas de Italia, de los Pirineos. Parias de todos los confines del mundo,hacinados en las bodegas pero soñando: allá les espera la libertad, ahora no serían másbestias de carga. ¡América! El país mítico donde el dinero se encontraba tirado en las calles.Y luego el trabajo duro, los salarios miserables, las jornadas de doce y catorce horas. Ésahabía sido finalmente la verdadera América para la inmensa mayoría: miseria y lágrimas,humillación y dolor, añoranza y nostalgia. Como niños engañados con cuentos de hadas yllevados a la esclavitud. Y entonces ellos, o sus hijos, dirigían sus miradas a otras utopías, atierras futuras de las que hablaban libros violentos y a la vez llenos de ternura por ellos, porlos miserables; libros que les hablaban de tierra y libertad, y los empujaban a la revuelta. Yentonces mucha sangre corrió en las calles de Buenos Aires, y muchos hombres y mujeres yhasta niños de esos infelices murieron en 1905, en 1908, en 1910. ¡El Centenario de laPatria! ¿De la patria de quién?, se preguntaba Carlos con una mueca irónica y dolorida. Nohabía patria, ¿no lo sabía yo? Había el mundo de los amos y el mundo de los esclavos. ¡Pany libertad!, gritaban obreros venidos de cualquier parte, mientras los señores, aterrorizados yfuriosos, lanzaban la policía y el ejército sobre aquella turbamulta. Y así más sangre y enton-ces más huelgas y manifestaciones y nuevamente atentados y bombas. Y mientras el hijo delseñor estudiaba en algún liceo de Suiza o de Inglaterra o de Francia, el hijo de aquel obrerosin nombre trabajaba en los frigoríficos por cincuenta centavos al día, se volvía tuberculoso 419
en las cámaras frías y finalmente agonizaba en anónimos e inmundos hospitales. Y mientrasaquel otro muchacho leía a Keats y Baudelaire, este otro descifraba con dificultad, comoCarlos en ese momento, algún texto de Malatesta o Bakunin; y algún niño llamado RobertoArlt aprendía en las calles el sentido general de la existencia humana. Hasta que estalló laGran Revolución. ¡La Edad de Oro estaba próxima! ¡De pie los pobres del mundo! ElApocalipsis de los Poderosos. Y nuevas generaciones de muchachos pobres y deestudiantes inquietos o disconformes leyeron a Marx y Lenin, a Gorki y Kropotkin. Y uno deellos era aquel Carlos, que ahora yo vuelvo a ver, como si lo tuviera delante de mí, como sino hubieran pasado treinta años, deletreando aquellos libros, empecinado y ansioso. Se meaparece ahora como un símbolo de aquel colapso del 30, cuando, con el derrumbe de sustemplos de Wall Street, la religión del Progreso Indefinido empezó a llegar a su término.Quebraban cadenas de imponentes bancos, grandes industrias se hundían, decenas demillones se suicidaban. Y la crisis de la metrópoli de aquella arrogante religión laica seextendía en violentos maremotos hasta las regiones más remotas del planeta. Y aquí cayóYrigoyen, en Puerto Nuevo empezó a levantarse un mundo de ex hombres, largas filasesperaban en las ollas populares, emplea-duchos, sin empleo oían extáticamente en elMarzotto amargos y descreídos tangos de Discépolo, Scalabrini escribía un manual delporteño solitario, Barceló dominaba Avellaneda con sus prostíbulos y garitos. La hora del barautomático y de los rufianes. La miseria y el descreimiento se apoderaban acremente de la ciudad babilónica.Rufianes, asaltantes solitarios, salones con espejos y tiro al blanco, borrachos y vagos,desocupados, mendigos, putas a dos pesos. Y como fulgurantes enviados del Castigo y laEsperanza aquellos hombres y muchachos que se unían en tugurios a preparar la Revolu-ción Social. Carlos, entonces. Fue uno de los eslabones que me condujo de nuevo a Fernando, aunque luego se alejóde él como un santo del Demonio. Acaso usted mismo lo haya conocido, porque teníarelaciones con el grupo de anarquistas de La Plata, y hasta ahora creo recordar que enalguna ocasión lo mencionó. Pienso que su amarga experiencia con Fernando fue lo que loseparó del anarquismo y lo llevó al movimiento comunista; aunque, como usted puedefigurarse, ese simple hecho no podía transformar su mentalidad, que permaneció siempre la 420
misma; mentalidad que explica su expulsión del movimiento comunista bajo la acusación deterrorismo. No supe más de él hasta 1938, en aquel invierno de 1938, cuando empezaron allegar a París, ilegalmente, los hombres y mujeres que lograron atravesar los Pirineosdespués de la derrota en España. Paulina (pobre Paulina) a quien oculté varias veces en mipieza de la Rue des Écoles, me contó la muerte de Carlos en el mismo tanque en que murióEtchebehere, otro argentino. ¿Qué, se había vuelto trotskista? Paulina lo ignoraba: sólo lohabía visto una vez: hosco y solitario como siempre, estoico, impenetrable. Carlos era un espíritu religioso y puro. ¿Cómo podía aceptar y comprender acomunistas como Crámer? ¿Cómo podía aceptar y comprender a los hombres en general?La encarnación, el mal original, la caída, ¿cómo aquel ser purísimo podía admitir esacontaminada condición del hombre? Pero es sobremanera curioso que seres que en ciertomodo no son humanos ejerzan tan grande influencia sobre los meramente humanos. Yomismo fui arrastrado al comunismo por la sola fuerza de su presencia y de su pureza, y sualejamiento también produjo el mío, acaso porque yo era un adolescente que no terminabade aceptar la dura realidad. Dudo que ahora juzgase con la misma severidad a los militantescomo Crámer, sus luchas por el poder personal, sus mezquindades, sus hipocresías ysordideces. Porque ¿cuántos hombres tendrían derecho a hacerlo? Y porque ¿dónde, Diosmío, sería posible encontrar seres humanos exentos de esa basura sino en los dominios,casi ajenos a la condición humana, de la adolescencia, la santidad o la locura? Como un mensajero que ignora el contenido de la carta, aquel muchacho desconocidoera el que habría de ponerme una vez más en el camino de Fernando. En los últimos días de enero de 1930, cuando, terminadas mis vacaciones en CapitánOlmos, yo volvía para inscribirme en aquella pensión de la calle Cangallo, casi en formamecánica, por la fuerza de la costumbre, me dirigí al café La Academia. ¿A qué iba? A ver aCastellanos, a Alonso, a seguir las eternas partidas de ajedrez. A ver lo de siempre. Porquetodavía no había llegado el momento de comprender que la costumbre es falaz y quenuestros pasos mecánicos no nos conducen siempre a la misma realidad; porque ignorabatodavía que la realidad es sorpresiva y, dada la naturaleza de los hombres, a la larga,trágica. Con Alonso jugaba un nuevo que se parecía a Emil Ludwig. Se Llamaba Max Steinberg.Puede parecer asombroso que gente desconocida y al parecer encontrada por azar, me 421
llevara hasta alguien que había nacido en mi mismo pueblo, que pertenecía a una familiavinculada a la nuestra tan entrañablemente. Aquí deberíamos admitir uno de los axiomasmaniáticos de Fernando: no hay casualidades sino destinos. No se encuentra sino lo que sebusca, y se busca lo que en cierto modo está escondido en lo más profundo y oscuro denuestro corazón. Porque si no, ¿cómo el encuentro con una misma persona no produce endos seres los mismos resultados? ¿Por qué a uno el encuentro con un revolucionario lo llevaa la revolución y al otro lo deja indiferente? Razón por la cual parece como que uno terminapor encontrarse al final con las personas que debe encontrar, quedando así la casualidadreducida a límites muy modestos. De modo que esos encuentros que en la vida de cada unonos parecen asombrosos, como el reencuentro mío con Fernando, no son otra cosa que laconsecuencia de esas fuerzas desconocidas que nos aproximan a través de la multitudindiferente, como las limaduras de hierro se orientan a distancia hasta los polos de unpoderoso imán; movimientos que constituirían motivo de asombro para las limaduras situviesen alguna conciencia de sus actos sin alcanzar a tener, empero, un conocimientopleno y total de la realidad. Así, marchamos un poco como sonámbulos, pero con la mismaseguridad de los sonámbulos, hacia los seres que de algún modo son desde el comienzonuestros destinatarios. Y he caído en estos pensamientos porque estaba a punto de decirle,hace un instante, que mi vida, hasta el encuentro con Carlos, había sido la de un estudiantecualquiera: con sus típicos problemas e ilusiones, con sus bromas en las aulas o en lapensión, con sus primeros amores y con sus audacias y timideces. Y ya antes de empezar aescribir esas palabras comprendí que no era del todo cierto, que iba a dar una ideaequivocada de mi período anterior al encuentro, y que esa idea equivocada iba a sersorprendente de lo que en verdad fue mi reencuentro con Fernando. El asombro quedareducido y generalmente aniquilado cuando miramos más a fondo las circunstancias querodearon al hecho aparentemente insólito. Y así, en definitiva, parece quedar relegado almero mundo de las apariencias, como hijo de la miopía, la torpeza y la distracción. Enaquellos cinco años, en efecto, yo había vivido obsesionado con aquella familia, y no lograbaapartar de mi recuerdo ni a Ana María, ni a Georgina ni a Fernando: latían en lo más hondode mi ser y se me aparecían con frecuencia en mis sueños. Pienso ahora también que, ya enaquellos encuentros de 1925, yo le había oído a Fernando repetidas veces su plan de formarcon el tiempo una banda de asaltantes y terroristas. Y ahora creo que aquella idea suya, que 422
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