194 B. PÉREZ GALDÓSHa mujer mimada por Dios, que la puso rodea-da de ternura y bienandanzas en el lugar mássano, hermoso y tranquilo de este valle de lá-grimas, solía decir en tono quejumbroso que notenia gusto para nada. La envidiada de todos,envidiaba á cualquier mujer pobre y descalzaque pasase por la calle con un mamón en brazosliado en trapos. Se le iban los ojos tras de la in-fancia en cualquier forma que se le presentara,ya fuesen los niños ricos, vestidos de marinerosy conducidos por la institutriz inglesa, ya losmocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla,sucios, con caspa en la cabeza y en la mano unpedazo de pan lamido. No aspiraba ella á teneruno solo, sino que quería verse rodeada de unaserie, desde el pillín de cinco años, hablador ytravieso, hasta el rorro de meses que no hacemás que reir como un bobo, tragar leche y apre-tar los puños. Su desconsuelo se manifestaba ácada instante, ya cuando encontraba una ban:dada que iba al colegio, con sus pizarras al hom-bro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuan;do le salía al paso algún precoz mendigo cu-bierto de andrajos, mostrando para excitar lacompasión sus carnes sin abrigo y los pies desr calzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme ga- lonado y sus guantes, tan limpios y bien pues- tos que parecían caballeros chiquitos, se los co-' mía corj los ojos. Las niñas vestidas de rosa ó ce-
FORTUNATA Y JACINTA 195leste que juegan á la rueda en el Prado y que.parecen flores vivas que se han caído de los ár-boles; las pobrecitas que envuelven su cabezaen una toquilla agujereada; los que hacen susprimeros pinitos en la puerta de una tienda aga-rrándose á la pared; los que chupan el seno desus madres mirando por el rabo del ojo á la per-sona que se acerca á curiosear; los pilletes queenredan en las calles ó en el solar vacío arroján-dose piedras y rompiéndose la ropa para desespe-ración de las madres; las nenas que en Carnavalse visten de chulas y se contonean con la manoclavada en la cintura; las que piden para laCruz de Mayo; los talluditos que usan ya bas-tón y ganan premios en los colegios, y los queen las funciones de teatro por la tarde sueltanel grito en la escena más interesante, distra-yendo á los actores y enfureciendo al públi-co... todos, en una palabra, le interesaban iguala-mente.. Y de tal modo se iba enseñoreando de su almael afán de la maternidad, que pronto empezó áembotarse en ella la facultad de apreciar las,ventajas que disfrutaba. Estas llegaron á serpara ella invisibles, como lo es para todos losseres el fundamental medio de nuestra vida, laatmósfera. ¿Pero qué hacía Dios que no manda-,
196 B. PÉREZ GALDOS ba uno siquiera de los chiquillos que en núme- ro infinito tiene por allá? ¿En qué estaba pen- sando su Divina Majestad? Y Candelaria, que apenas tenía con qué vivir, ¡uno cada año!... Y que vinieran diciendo que hay equidad en el cielo... Sí; no está mala justicia la de arriba... sí... ya lo estamos viendo... De tanto pensar en esto, parecía en ocasiones monomaníaca, y t e i nía que apelar á su buen juicio para no dar á conocer el desatino de su espíritu, que casi casi iba tocando en la ridiculez. ¡Y le ocurrían co-sas tan raras...! Su peua tenía las intermitencias más extrañas, y después de largos períodos desosiego se presentaba impetuosa y aguda, comoun mal crónico que está siempre en acecho paraacometer cuando menos se le espera. A veces,iana palabra insignificante que en la calle ó ensu casa oyera, ó la vista de cualquier objeto, le•encendían de súbito en la mente la llama deaquel tema, produciéndole opresiones en el pe-cho y un sobresalto inexplicable. Se distraía cuidando y mimando á los niñosde sus hermanas, á los cuales quería entrañable-mente; pero siempre había entre ella y sus so-'briñitos una distancia que no podía llenar. Noeran suyos, no los había tenido ella, no se lossentía unidos á sí por un hilo misterioso. Losverdaderamente unidos no existían más que eusu pensamiento, y tenía que encender y avivaréste como una. fragua para forjarse las alegrías
FORTUNATA Y' JACINTA 197verdaderas de la maternidad. Una noche salióde la casa de Candelaria para volverse á la suyapoco antes de la hora de comer. Ella y su her-mana se habían puesto de puntas por una ton-tería, porque Jacinta mimaba demasiado á Pe-pito, nene de tres años, el primogénito de Sa-maniego. Le compraba juguetes caros, le poníaen la mano, para que las rompiera, las figurasde china de la sala y le permitía comer mil go-losinas. «¡Ah! si fueras madre de verdad nobarias esto...»—«Pues si no lo soy, mejor... ¿Ati qué te importa?»—«A mí nada. Dispensa, hija,¡qué genio!»^-«Si no me enfado...»—«¡Vaya,que estás mimadita!» Estas y otras tonterías no tenían conse-cuencias, y al cuarto de hora se echaban á reir,y en paz. Pero aquella noche, al retirarse, sen-tía la Delfina ganas de llorar. Nunca se habíamostrado en su alma de un modo tan imperio-so el deseo de tener hijos. Su hermana la habíahumillado; su hermana se enfadaba de que qui-siera tanto al sobrinito. ¿Y aquello qué era sinocelos?... Pues cuando ella tuviera un chico, nopermitiría á nadie ni siquiera mirarle... Reco-rrió el espacio desde la calle de las Hileras á lade Pontejos extraordinariamente excitada, sinver á nadie. Llovía un poco y ni siquiera seacordó de abrir su paraguas. El gas de los esca-parates estaba ya encendido, pero Jacinta, queacostumbraba pararse á ver las novedades, no
198 B. PÉREZ GALDOSse detuvo en ninguna parte. Al llegar á la es-quina de la plazuela de Pontejos, y cuando ibaá atravesar la calle para entrar en el portal desu casa, que estaba enfrente, oyó algo que ladetuvo. Corrióle un frío cortante por todo elcuerpo; quedóse parada, el oído atento á un ru-mor que al parecer venía del suelo, de entre lasmismas piedras de la calle. Era un gemido, unavoz de la naturaleza animal pidiendo auxilio ydefensa contra el abandono y la muerte. Y ellamento era tan penetrante, tan afilado y agu-do, que más que voz de un ser viviente parecíael sonido de la prima de un violín herida te-nuemente en lo más alto de la escala. Sonabade esta manera: miiii... Jacinta miraba al suelo;porque sin duda el quejido aquel venía de loprofundo de la tierra. En sus desconsoladas en-trañas lo sentía ella penetrar, traspasándolecomo una aguja el corazón. Busca por aquí,busca por allá, vio al fin j u n t o á la acera, por laparte de la plaza, una de esas hendiduras prac-ticadas en el encintado, que se llaman absórle-deros en el lenguaje municipal, y que sirvenpara dar entrada en la alcantarilla al agua delas calles. De allí, sí; de allí venían aquellos la-mentos que trastornaban el alma de la Delfina,produciéndole un dolor, una efusión de piedadque á nada pueden compararse. Todo lo que enella existía de presunción materna, toda la ter-nura que los éxtasis de madre soñadora habían
FORTUNATA Y JACINTA 199ido acumulando en su alma, se hicieron fuerzaactiva para responder al miiii subterráneo conotro miiii dicho á su manera. — ¿A quién pediría socorro? ¡Deogracias!—gritó llamando al portero. Felizmente, el por-tero estaba en la esquina de la calle de la Pazhablando con un conductor del coche-correo, yal punto oyó la voz de su señorita. En cuatrotrancos se puso á su lado. —Deogracias... eso... que ahí suena... mira áver...—dijo la señorita temblando y pálida. El portero prestó atención; después se pusode cuatro pies, mirando á su ama con semblan-te de marrullería y jovialidad. —Pues... esto... ¡Ah! son unosgatitos que hantirado á la alcantarilla. —¡Gatitos!... ¿estás seguro... pero estás segu-ro de que son gatitos? —¡Si, señorita; y deben ser de la gata de lalibrería de ahí enfrente, que parió anoche y nolos puede criar todos!... Jacinta se inclinó para oir mejor. El miiii so-naba ya tan profundo que apenas se percibía.—¡Sácalos!—dijo la dama con voz de autoridadindiscutible. Deogracias se volvió á poner en cuatro pies,se arremangó el brazo y lo metió por aquelhueco. Jacinta no podía advertir en su rostrola expresión de incredulidad, casi de burla. Llo-vía más, y por el absorbcdero empezaba á en-
200 B. PÉREZ GALDÓStrar agua, chorreando dentro con un ruido defreidera que apenas permitía ya oir el ahiladomiiii. No obstante, la Delfina lo oía siempre bienclaro. El portero volvió hacia arriba, como quieninvoca al Cielo, su cara estúpida, y dijo son-riendo: —Señorita, no se puede. Están muy hondos...pero muy hondos. —¿Y no se puede levantar esta baldosa?—in-dicó ella, pisando fuerte en ella. —¿Esta baldosa?—repitió Deogracias, ponién-dose de pie y mirando á su ama como se mira ála persona de cuya razón se duda.—Por poder-se... avisando al Ayuntamiento... El-tenientealcalde Sr. Aparisi es vecino de casa... Pero... Ambos aguzaban su oído. —Ya nó se oye nada—observó Deogracias,poniéndose más estúpido.—Se han ahogado... No sabía el m u y bruto la puñalada que dabaá su ama con estas palabras. Jacinta, sin embar-go, creía oir el gemido en lo profundo. Peroaquello no podía continuar. Empezó á ver lainmensa desproporción que había entre la gran-deza de su piedad y la pequenez del objeto áque la consagraba. Arreció la lluvia, y el absor-bedero deglutaba ya una onda gruesa que ha-cía gargarismos y bascas al chocar con las pa-redes de aquel gaznate... Jacinta echó á correrhacia la casa y subió. Los nervios se le pusierontan alborotados y el corazón tan oprimido, que
FORTUNATA Y JACINTA 201sus suegros y su marido la creyeron enferma: ysufrió toda, la noche la molestia indecible de oirconstantemente el miiii del absorbedero. Enverdad que aquello era una tontería, quizásdesorden nervioso; pero no lo podía remediar.¡Ah! Si su suegra sabía por Deogracias lo ocu-rrido en la calle, ¡cuánto se había de burlar! Ja-cinta se avergonzaba de antemano, poniéndosecolorada, sólo de considerar que entraba Barba-rita diciéndole con su maleante estilo: «Perohija, ¿conque es cierto que mandaste á Deogra-cias meterse en las alcantarillas para salvar unosniños abandonados?...» Sólo á su marido, bajo palabra de secreto, con-tó el lance de los gatitos. Jacinta no podía ocul-tarle nada, y tenía un gusto particular en ha-cerle confianza hasta de las más vanas tonteríasque por su cabeza pasaban referentes á aqueltema de la maternidad. Y Juan, que tenía ta-lento, era indulgiente con estos desvarios delcariño vacante ó de la maternidad sin hijo.Aventurábase ella á contarle cuanto le pasaba,y muchas cosas que á la luz del día no osara de-cir, decíalas en la intimidad y soledad conyu-gales; porque allí venían como de molde; por-que allí se decían sin esfuerzo cual si se dijeranpor sí solas; porque, en fin, los comentarios so-bre la sucesión tenían como una base en la re-novación de las probabilidades de ella.
202 B. PÉREZ GALDOS V Hacía mal Barbarita, pero muy mal, en bur-larse de la manía de su hija. ¡Como si ella notuviera también su manía, y buena! Por ciertoque llevaba á Jacinta la gran ventaja de podersatisfacerse y dar realidad á su pensamiento.Era una viciosa que se hartaba de los goces an-siados, mientras que la nuera padecía horrible-mente por no poseer nunca lo que anhelaba. Lasatisfacción del deseo chiflaba á la una tanto co-mo á la otra la privación del mismo. Barbarita tenía la chifladura- de las compras.Cultivaba el arte por el arte, es decir, la comprapor la compra. Adquiría por el simple placer deadquirir, y para ella no había mayor gusto quehacer una excursión de tiendas y entrar luegoen la casa cargada de cosas que, aunque no.es-taban demás, no eran de una necesidad absolu-ta. Pero no se salía nunca del límite que le mar-caban sus medios de fortuna, y en esto precisa-mente estaba su magistral arte de marchanterica. El vicio aquel tenía sus depravaciones, por-que la señora de Santa Cruz no sólo iba á lastiendas de lujo, sino á los mercados, y recorríade punta á punta los cajones de la plazuela deSan Miguel, las pollerías de la calle de la Caza
FORTUNATA Y JACINTA 203y los puestos de la ternera fina en la costanillade Santiago. Era tan conocida doña Barbaritaen aquella zona, que las placeras se la disputa-ban y armaban entre sí grandes ciscos por lapreferencia de una tan ilustre parroquiana.: Lo mismo en los mercados que en las tiendastenía un auxiliar inestimable, un ojeador quetomaba aquellas cosas cual si en ello le fuera lasalvación del alma, Éste era Plácido Estupiñá.Como vivía en la Cava de San Miguel, desdeque se levantaba, á la primera luz del día, echa-ba una mirada de águila sobre los cajones de laplaza. Bajaba cuando todavía estaba la gentetomando la mañana en las tabernas y en los ca-fés ambulantes, y daba un vistazo á los puestos,enterándose del cariz del mercado y de las coti-zaciones. Después, bien embozado en la pañosa,se iba á San Ginés, adonde llegaba algunas ve-ces antes de que el sacristán abriera la puerta.Echaba un párrafo con las beatas que le habíancogido la delantera, algunas de las cuales lleva-ba su chocolatera y cocinilla, y hacía su desayu-no en el mismo pórtico de la iglesia. Abiertaésta, se metían todos dentro con tanta prisa comosi fueran á coger puesto en una función de granlleno, y empezaban las misas. Hasta la terceraó la cuarta no llegaba Barbarita, y en cuantola veía entrar, Estupiñá se corría despacito has-ta ella, deslizándose de banco en banco comouna sombra, y se le ponía al lado. La señora re-
204 B. PÉREZ GALDÓSz;aba en voz baja moviendo los labios. Plácidotenía que decirle muchas cosas, y entrecortabasu rezo para irlas desembuchando. «Va á salir la de D. Germán en la capilla delos Dolores... Hoy reciben congrio en la casa deMartínez; me han enseñado los despachos deLaredo... llena eres de gracia; el Señor es con-tigo... coliflor no hay, porque no han venidolos arrieros de Villaviciosa por estar perdidoslos caminos... ¡Con estas malditas aguas...! ybendito es el fruto de t u vientre, Jesús...» Pasaba tiempo á veces sin que ninguno delos dos chistara, ella á un extremo del banco, élá cierta distancia, detrás, ora de rodillas, orasentados. Estupiñá se aburría algunas veces pormás que no lo declarase, y le gustaba que algu-na beata rezagada ó beato sobón le preguntarapor la misa: «¿Se alcanza ésta?» Estupiñá res-pondía que sí ó que no de la manera más cortés,añadiendo siempre en el caso negativo algo queconsolara al interrogador: «Pero esté usted tran-quilo; va á salir en seguida la del padre Quesa-da, que es una pólvora...» Lo que él quería eraver si saltaba conversación. Después de un gran rato de silencio, consa-grado á las devociones, Barbarita se volvía á éldiciéndole con altanería impropia de aquel san-to lugar: —Vaya, que t u amigo el Sordo nos la ha j u -gado buena.
FORTUNATA Y JACINTA 205 —¿Por qué, señora? —Porque te dije que le encargaras mediosolomillo, y ¿sabes lo que me mandó? un pe-dazo enorme de contrafalda ó babilla y un tro-zo de espaldilla, lleno de piltrafas y tendo-nes... Vaya un modo deportarse con los parro-quianos. Nunca más se le compra nada. La culpala tienes tú... Ahí tienes lo que son tus prote-gidos... Dicho esto, Barbarita seguía rezando y Plá-cido se ponía á echar pestes mentalmente con-tra el Sordo, un tablajero á quien él... No leprotegía; era que le Jiabia recomendado. Pero y ase las cantaría él muy claras al tal Sordo. Otrasfamilias á quienes le recomendara, quejáronsede que les había dado tapa del cencerro, es decir,pescuezo, que es la carne peor, en vez de tapa\"verdadera. En estos tiempos tan desmoralizadosno se puede recomendar á nadie. Otras maña-nas iba con está monserga: «¡Cómo está hoy elmercado de caza! ¡Qué perdices, señora! Divini-dades, verdaderas divinidades.» —No más perdiz. Hoy hemos de ver si Pan-taleón tiene buenos cabritos. También quisierau n a buena lengua de vaca, cargada, y ver sih a y ternera fina. —La hay tan fina, señora, que parece t a l m e n -te merluza. —Bueno; pues que me manden un-buen solo-millo y chuletas riñonadas. Ya sabes; no vayas
.206 B. PÉREZ GALDÓSá descolgarte coa las agujas cortas del otro día.Conmigo no se juega.• —Descuide usted... ¿Tiene la señora convida-dos mañana1? —Sí; y de pescados ¿qué hay? —He apalabrado el salmón por si viene maña-na... Lo que tenemos hoy es peste de langosta. Y concluidas las misas, se iban por la calleMayor adelante en busca de emociones puras,inocentes, logradas con la oficiosidad amabledel uno y el dinero copioso de la otra. No siem-pre se ocupaban de cosas de comer. Repetidasveces llevó Estupiñá cuentos como este: —Señora, señora, no deje de ver las cretonasq u e han recibido los chicos de Sobrino... ¡Quédivinidad! Barbarita interrumpía u n Padre nuestro paradecir, todavía con la expresión de la religiosi-dad en el rostro: «¿Rameaditas?, sí, y con gol-pes de oro. Eso es lo que se estila ahora.» Y en el pórtico, donde ya estaba Plácido es-perándola, decía: «Vamos á casa de los chicosde Sobrino.» Los cuales enseñaban á Barbarita, á más delas cretonas, unos satenes de. algodón floreados,que eran la gran novedad del día; y á la vicio-sa le faltaba tiempo para comprarle un vestidoá su nuera, quien solía pasarlo á alguna de sushermanas. . Otra embajada:
FORTUNATA Y JACINTA 207 —Señora, señora, esta ya no se alcanza; peropronto va á salir la del sobrino del señor cura,que es otro padre Fuguilla por lo pronto que ladespacha. Ya recibió Plá los quesitos aquellos...no recuerdo cómo se llaman. —Ahora y en la hora de nuestra muerte... sí,ya... ¡Si son como las rosquillas inglesas que mehiciste comprar el otro día y que olían á vie-jo...! Parecían de la boda de San Isidro. A pesar de este reg*año, al salir iban á casa dePlá con ánimo de no comprar más que dos li-bras de pasas de Corinto para hacer un pastelinglés, y la señora se iba enredando, enredan-do, hasta dejarse en la tienda obra de ochocien-tos ó novecientos reales. Mientras Estupiñá ad-miraba, de mostrador adentro, las grandes no-vedades de aquel Museo universal de comesti-bles, dando su opinión pericial sobre todo, pro-bando, ya una galleta de almendra y coco, queparecía talmente mazapán de Toledo, y a apre-ciando por el olor la superioridad del te ó de lasespecias, la dama se tomaba por su cuenta áuno de los dependientes, que era un Samanie-go, y... adiós mi dinero. A cada instante decíaBarbarita que no más, y tras de la colección depurés para sopas, iban las perlas del N i z a n , elgluten de la estrella, las salsas inglesas, el caldode carne de tortuga de mar, la docena de botellas de Saint-Emilion, que tanto le gustaba á Jua-nito, el bote de champignoiw extra, que agrada-
208 B. PÉREZ GALDÓSban á D. Baldomero, la lata de anchoas, las tru-fas y otras menudencias. Del portamonedas deBarbarita, siempre bien provisto, salía el impor-te, y como hubiera un pico en la suma, tomá-base la libertad de suprimirlo por pronto p a g o . —Ea, chicos, que lo mandéis todo al momen-to á casa—decía con despotismo Estupiñá aldespedirse, señalando las compras. •—Vaya, quedaos con Dios—-decía doña Bár-bara, levantándose de la silla á punto que apa-recía el principal por la puerta de la trastienday saludaba con mil afectos á su parroquiana,quitándose la gorra de seda. —Vamos pasando, hijo... ¡Ay, qué ladronicioel de esta casa!... No vuelvo á entrar más aquí...Abur, abur. —Hasta mañana, señora, A los pies de usted...Tantas cosas á D. Baldomero... Plácido, Dioá leguarde. —Maestro... que haya salud. Ciertos artículos se compraban siempre al pormayor, y si era posible de primera mano. Bar-barita tenía en la medula de los huesos la fibrade comerciante, y se pirraba por sacar el géne-ro arreglado. Pero, ¡cuan distantes de la reali-dad habrían quedado estos intentos sin la ayu-da del espejo de los corredores, Estupiñá elGrande! ¡Lo que aquel santo hombre andabapara encontrar huevos frescos en gran canti-dad...! Todos los polleros de la Cava le traían en
FORTUNATA Y JACINTA 209palmitas, y él se daba no poca importancia, di-ciéndoles: «O tenemos formalidad ó no tenemosformalidad. Examinemos el artículo, y despuésse discutirá... calma, hombre, calma.» Y allí erael mirar huevo por huevo al trasluz, el sopesar-los y el hacer mil comentarios sobre su proba-ble antigüedad. Como alguno de aquellos tíosle engañase, ya podía encomendarse á Dios,porque llegaba Estupiñá como una fiera ame-nazándole con el teniente alcalde, con la ins-pección municipal y hasta con la horca. Para el vino, Plácido se entendía con los vi-nateros de la Cava Baja, que van á hacer suscompras á Arganda, Tarancón ó á la Sagra, yse ponía de acuerdo con un medidor para que letomase una partida de tantos ó cuantos cascos,y la remitiese por conducto de un carromateroya conocido. Ello había de ser género de con-fianza, talmente moro. El chocolate era una delas cosas en que más actividad y celo desplega-ba Plácido, porque en cuanto Barbarita le dabaórdenes ya no vivía el hombre. Compraba elcacao superior, el azúcar y la canela en casa deGallo, y lo llevaba todo á hombros de un mozo,sin perderlo de vista, á la Casa del que hacía lastareas. Los de Santa Cruz no transigían con loschocolates industriales, y el que tomaban habíade ser hecho á brazo. Mientras el chocolaterotrabajaba, Estupiñá se convertía en mosca, quie-ro decir que estaba todo el día dando vueltasPARTE PllIMERA 14
210 B. PÉREZ GALDOSalrededor de la tarea para ver si se hacía á todaconciencia, porque en estas cosas hay que andarcon mucho ojo. Había días de compras grandes y otros demenudencias; pero días sin comprar no los hubonunca. A falta de cosa mayor, la viciosa no en-traba nunca en su casa sin el par de guantes, elimperdible, los polvos para limpiar metales, elpaquete de horquillas ó cualquier chuchería delos bazares de todo á real. A su hijo le llevabaregalitos sin fin, corbatas que no usaba, boto-naduras que no se ponía nunca. Jacinta recibíacon gozo lo que su suegra llevaba para ella, ylo iba transmitiendo á sus hermanas solteras ycasadas, menos ciertas cosas cuyo traspaso no lepermitían. Por la ropa blanca y por la mantele-ría tenía la señora de Santa Cruz verdadera pa-sión. De la tienda de su hermano traía piezasenteras de holanda finísima, de batistas y ma-dapolanes. D. Baldomero II y D. Juan I teníanropa para un siglo. A entrambos les surtía de cigarros la propiaBarbarita. El primero fumaba puros; el según-.,do papel. Estupiñá se encargaba de traer estospeligrosos artículos de la casa de un truchimánque los vendía de ocultis, .y cuando atravesabalas calles de Madrid con las cajas debajo de su.capa verde, el corazón le palpitaba de gozo,considerando la trastada que le jugaba á la Ha-cienda pública y recordando sus hermosos tiem-
FORTUNATA Y JACINTA 211pos juveniles. Pero en los liberalescos años de71 y 72 y a era otra cosa... La policía fiscal nose metía en muchos dibujos. El temerario con-trabandista, no obstante, hubiera deseado tenerun mal encuentro para probar al mundo enteroq u e era hombre capaz de arruinar la Renta si selo proponía. Barbarita examinaba las cajas ysus marcas, las regateaba, olía el tabaco, esco-gía lo que le parecía mejor y pagaba muy bien.Siempre tenía D. Baldomero un surtido tan va^riado como excelente, y el buen señor conser-vaba, entre ciertos hábitos tenaces del antiguohortera, el de reservar los cigarros mejores paralos domingos.
212 B. PÉREZ GALDÓS YII Guillermina, virgen y fundadora. I De cuantas personas entraban en aquella ca- sa, la más agasajada por toda la familia de San-ta Cruz era Guillermina Pacheco, que vivía en lainmediata, tía de Moreno Isla y prima de Ruiz-Ochoa, los dos socios principales de la antiguabanca de Moreno. Los miradores de las dos casasestaban tan próximos, que por ellos se comuni-caba doña Bárbara con su amiga, y un toqueci-to en los cristales era suficiente para establecerla correspondencia. Guillermina entraba en aquella casa como enla suya, sin etiqueta ni cumplimiento alguno.Ya tenía su lugar fijo en el gabinete de Barba-rita, una silla baja; y lo mismo era sentarse queempezar á hacer media ó á coser. Llevaba siem-pre consigo un gran lío ó cesto de labor; calá-base los anteojos, cogía las herramientas y yano paraba en toda la noche. Hubiera ó no en lasotras habitaciones gente de cumplido, ella nose movía de allí ni tenía que ver con nadie. Losamigos asiduos de la casa, como el marqués deCasa-Muñoz, Aparisi ó Federico Ruiz, la mira-
FORTUNATA Y JACINTA 213ban ya como se mira lo que está siempre en u nmismo sitio y no puede estar en otro. Los defuera y los de dentro trataban con respeto, casicon veneración, á la ilustre señora, que era co- mo una figurita de nacimiento, menuda y agra-ciada; la cabellera con bastantes canas, aunqueno tantas como la de Barbarita; las mejillas son-rosadas, la boca risueña, el habla tranquila ygraciosa y el vestido humildísimo. Algunos días iba á comer allí, es decir, á sen-tarse á la mesa. Tomaba un poco de sopa, y enlo demás no hacía más que picar. D. Baldomerosolía enfadarse y le decía: «Hija de mi alma,cuando quieras hacer penitencia no vengas ámi casa. Observo que no pruebas aquello quemás te gusta. No me vengas á mí con cuentos.Yo tengo buena memoria. Te oí decir muchasveces en casa de mi padre que te gustaban lascodornices, y ahora las tienes aquí y no laspruebas. ¡Que no tienes gana!... Para esto siem-pre hay gana. Y veo que no tocas el pan... Va-mos, Guillermina, que perdemos las amista-des...» Barbarita, que conocía bien á su amiga, nomachacaba como D. Baldomero, dejándola co-mer lo que quisiese ó no comer nada. Si poracaso estaba en la mesa el gordo Arnáiz, se per-mitía algunas cuchufletas de buen género sobreaquellos antiquísimos estilos de santidad, con-sistentes en no comer. «Lo que entra por la boca
214 B. PÉREZ GALDOS no daña al alma. Lo ha dicho San Francisco de Sales nada menos.» La de Pacheco, que teníabuenas despachaderas, no se quedaba callada, yrespondía con donaire á todas las bromas sinenojarse nunca. Concluida la comida, se disemi-naban los comensales, unos á tomar cafó al des-pacho y á jugar al tresillo, otros á formar gru-pos más ó menos animados y chismosos, y Gui-llermina á su sillita baja y al teje maneje de lasagujas. Jacinta se le ponía al lado y tomabamuy á menudo parte en aquellas tareas, tansimpáticas á su corazón. Guillermina hacía ca-misolas, calzones y chambritas para sus ciento ypico de hijos de ambos sexos. Lo referente á esta insigne dama lo sabe me-jor que nadie Zalamero, que está casado conuna de las chicas de Ruiz-Ochoa. Nos ha prome-tido escribir la biografía de su excelsa parientecuando se muera, y entre tanto no tiene reparoen dar cuantos datos se le pidan, ni en rectifi-car á ciencia cierta las versiones que el criteriovulgar ha hecho correr sobre las causas que de-terminaron en Guillermina, hace veinticincoaños, la pasión de la beneficencia. Alguien hadicho que amores desgraciados la empujaron ála devoción primero, á la caridad propagandis-ta y militante después. Mas Zalamero aseguraque esta opinión es tan tonta como falsa. Gui-llermina, que fué bonita y aun un poquillo pre-sumida, no tuvo nunca amores, y-si los tuvo no
FORTUNATA Y JACINTA 215se sabe absolutamente nada de ellos. Es un se-creto guardado con sepulcral reserva en su co-razón. Lo que la familia admite es que la muer-te de su madre la impresionó tan vivamente,que hubo de proponerse, como el otro, no servirá más señores que se le pudieran morir. No na-ció aquella sin igual mujer para la vida con-templativa. Era un temperamento soñador, ac-tivo y emprendedor; un espíritu con ideas pro-pias y con iniciativas varoniles. No se le hacíacuesta arriba la disciplina en el terreno espiri-tual; pero en el material sí, por lo cual no pen-só nunca en afiliarse a. n i n g u n a de las órdenesreligiosas más ó menos severas que hay en elorbe católico. No se reconocía con bastante pa-ciencia para encerrarse y estar todo el santo díabostezando el gori gori, ni para ser soldado en losvalientes escuadrones de Hermanas de la Cari-dad. La llama vivísima que en su pecho ardíano le inspiraba la sumisión pasiva, sino activi-dades iniciadoras que debían desarrollarse enla libertad. Tenía un carácter inflexible y untesoro de dotes de mando y de facultades deorganización que ya quisieran para sí algu-nos de los hombres que dirigen los destinosdel mundo. Era mujer que cuando se proponíaalgo iba á su fin, derecha como una bala, conperseverancia grandiosa, sin torcerse nunca nidesmayar un momento, inflexible y serena. Sien este camino recto encontraba espinas, las
216 B. PÉREZ GALDÓSpisaba y adelante, con los pies ensangrentados. Empezó por unirse á unas cuantas señoras no- bles amigas suyas que habían establecido aso-ciaciones para socorros domiciliarios, y al pocotiempo Guillermina sobrepujó á sus compañe-ras. Estas lo hacían por vanidad, á veces de mala gana; aquélla trabajaba con ardiente ener-gía, y en esto se le fué la mitad de su legítima.A los dos años de vivir así, se la vio renunciarpor completo á vestirse y ataviarse como man-da la moda que se atavíen las señoras. Adoptóel traje liso de merino negro, el manto, paño-lón obscuro cuando hacía frío, y unos zapatonesde paño holgados y feos. Tal había de ser suempaque en todo el resto de sus días. La asociación benéfica á que pertenecía no seacomodaba al ánimo emprendedor de Guiller-mina, pues quería ella picar más alto, intentan-do cosas verdaderamente difíciles y tenidas porimposibles. Sus talentos de fundadora se reve-laron entonces, asustando á todo aquel señoríoque no sabía salir de ciertas rutinas. Algunasamigas suyas aseguraron que estaba loca, porrque demencia era pensar en la fundación de unasilo para huerfanitos, y mayor locura dotarlede recursos permanentes. Pero la infatigableiniciadora no desmayaba, y el asilo fué lieclw,sosteniéndose en los tres primeros años de sudifícil existencia con parte de la renta que lequedaba á Guillermina y con los donativos de
FORTUNATA Y JACINTA 217sus parientes ricos. Pero de pronto la institu-ción empezó á crecer; se hinchaba y cundíacomo las miserias humanas, y sus necesidadessubían en proporciones aterradoras. La. damapignoró los restos de su legítima; después tuvoque venderlos. Gracias á sus parientes, no sevio en el trance fatal de tener que mandar á lacalle á los asilados á que pidieran limosna parasí y para la fundadora. Y al propio tiempo re-partía periódicamente cuantiosas limosnas en-tre la gente pobre de los distritos de la Inclusay Hospital; vestía muchos niños, daba ropa álos viejos, medicinas á los enfermos, alimentosy socorros diversos á todos. Para no suspenderestos auxilios y seguir sosteniendo el asilo eraforzoso buscar nuevos recursos. ¿Dónde y cómo?Ya las amistades y parentescos estaban tan ex-plotados, que si se tiraba un poco más de lacuerda era fácil que se rompiera. Los más ge-nerosos empezaban á poner mala cara, y los ci-cateros, cuando se les iba á cobrar lo cuota, de-cían que no estaban en casa. —Llegó un día—dijo Guillermina, suspen-diendo su labor, para contar el caso á variosamigos de Barbarita,—en que las cosas se pu-sieron muy feas. Amaneció aquel día, y losveintitrés pequeñuelos de Dios que yo habíarecogido y que estaban en una casucha baja yhúmeda de la calle de Zarzal, aposentados comoconejos, no tenían qué comer. Tirando de aquí
218 B. PÉREZ GALDÓSy de allá podían pasar aquel día; pero ¿.y el si-guiente? Yo no tenía ya ni dinero ni quien melo diera. Debía no sé cuántas fanegas de judías,doce docenas de alpargatas, tantísimas arrobasde aceite; no me quedaba que empeñar ó quevender más que el rosario. Los primos, que mesacaban de tantos apuros, ya habían hecho losimposibles... Me daba vergüenza de volver ápedirles. Mi sobrino Manolo, que solía ser mipaño de lágrimas, estaba en Londres. Y supo-niendo que mi primo Valeriano me tapase misveintitrés bocas (y la mía veinticuatro) porunos cuantos días, ¿cómo me arreglaría después?Nada, nada, era indispensable arañar la tierray buscar cuartos de otra manera y por otrosmedios. «El día aquel fué día de prueba para mí. Eraun viernes de Dolores, y las siete espadas, seño-res míos, estaban clavadas aquí... Me pasabancomo unos rayos por la frente. Una idea era loque yo necesitaba, y más que una idea, valor;sí, valor para lanzarme... De repente noté queaquel valor tan deseado entraba en mí, pero unvalor tremendo, como el de los soldados cuandose arrojan sobre los cañones enemigos... Trin-qué la mantilla y me eché á la calle. Ya estabadecidida, y no crean, alegre como unas Pascuas,porque sabía lo que tenía que hacer. Hasta en-tonces yo había pedido á los amigos; desde aquelmomento pediría á todo bicho viviente, iría de
FORTUNATA Y JACINTA 219puerta en puerta con la mano así... Del primertirón me planté en casa de una duquesa extran-jera, á quien no había visto en mi vida. Reci-bióme con cierto recelo; me tomó por una tra-pisondista; pero á mí ¿qué me importaba? Dio--me la limosna; y en seguida, para alentarme yapurar el cáliz de una vez, estuve dos días sinparar subiendo escaleras y tirando de las cam-panillas. Una familia me recomendaba á otra, yno quiero decir á ustedes las humillaciones, losportazos y los desaires que recibí. Pero el dicho-so maná iba cayendo á gotitas á gotitas... Alpoco tiempo vi que el negocio iba mejor de loque yo esperaba. Algunos me recibían casi conpalio; pero la mayor parte se quedaban fríos,mascullando excusas y buscando pretextos parano darme un céntimo. «Ya ve usted, hay tantasatenciones... no se cobra... el Gobierno se lolleva todo con las contribuciones...» Yo les tran-quilizaba. «Un perro cívico, un perro chico es loque me hace falta.» Y aquí me daban el p e r r o ,allá el duro, en otra parte el billetito de cincoó de diez... ó nada. Pero yo tan campante. ¡Ah!señores, este oficio tiene muchas quiebras. Undía subí á un cuarto segundo, que me había re-comendado no sé quién. La tal recomendaciónfué una broma estúpida. Pues, señor: llamo, en-tro, y me salen tres ó cuatro tarascas... ¡Ay,Dios mío, eran mujeres de mala vida!... Yo, queveo aquello... lo primero que me ocurrió fué
220 B. PÉREZ GALDÓSechar á correr. «Pero no—me dije,—no me voy.Veremos si les saco algo.» Hija, me llenaron deinjurias, y una de ellas se fué hacia dentro yvolvió con una escoba para peg'armé. ¿Qué creenustedes que hice? ¿Acobardarme? Quiá. Me metímás adentro y les dije cuatro frescas... perobien dichas... ¡bonito genio tengo yo...! ¡Puescreerán ustedes que les saqué dinero! Pásmense,pásmense... la más desvergonzada, la que mesa-lió con la escoba, fué á los dos días á mi casa állevarme un napoleón. »Bueno... pues verán ustedes. La costumbrede pedir me ha ido dando esta bendita cara debaqueta que tengo ahora. Conmigo no valendesaires ni sé ya lo que son sonrojos. He perdi-do la vergüenza. Mi piel no sabe ya lo que esruborizarse, ni mis oídos se escandalizan poruna palabra más ó menos fina. Ya me puedenllamar perra jíidia; lo mismo que si me llama-ran la perla de Oriente; todo me suena igual...No veo más que mi objeto, y me voy derechitaá él sin hacer caso de nada. Esto me da tantosánimos, que me atrevo con todo. Lo mismo lepido al Rey que al último de los obreros. Oiganustedes este golpe: Un día dije: «Voy á ver áD. Amadeo.» Pido mi audiencia, llego, entro,me recibe muy serio. Yo, imperturbable, le ha-blé de mi asilo y le dije que esperaba algúnauxilio de su real munificencia, «¿Un asilo deancianos?» —me preguntó. «No señor, de niños.»
FORTUNATA Y JACINTA 221—«¿Son muchos?» Y no dijo más. Me miraba conafabilidad. ¡Qué hombre! ¡qué bocaza! Mandóque me dieran seis mil gueales... Luego vi á doñaMaría Victoria, ¡qué excelente señora! Hízomesentar á su lado; tratábame como su igual; tuveque darle mil noticias del asilo, explicarle todo...Quería saber lo que comen los pequeños, quéropa les pongo... En fin, que nos hicimos ami-gas. Empeñada en que fuera yo allá todos losdías... Á la semana siguiente me mandó mon-tones de ropa, piezas de tela, y suscribió á susniños por una cantidad mensual. »Con que ya ven ustedes cómo así, á lo tontoá lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan decada día. La suscripción fija creció tanto, que alaño pude tomar la casa de la calle de Albur-querque, que tiene un gran patio y mucho desrahogo. He puesto una zapatería para que losmuchachos grandecitos trabajen, y dos escuelaspara que aprendan. El año pasado eran sesenta,y ya llegan á ciento diez. Se pasan apuros; perovamos viviendo. Un día andamos mal y al otrollueven provisiones. Cuando veo la despensa va-cía, me echo á la calle, como dicen los revolucio-narios, y por la noche ya llevo á casa la libretapara tantas bocas. Y hay días en que no les faltasu extraordinario; ¿qué creían ustedes?. Hoy leshe dado un arroz con leche, que no lo comenmejor los que me oyen. Veremos si al fin mesalgo con la mía, que es un grano de anís; nada
222 B. PÉREZ GALDOSmenos que levantarles un edificio de D u e v a•planta, un verdadero palacio con la holgura yla distribución convenientes, todo muy propio,con departamento de esto, departamento de lootro, de modo que me quepan allí doscientos ótrescientos huérfanos y puedan vivir bien y edu-carse y ser buenos cristianos.» II —Un edificio adhoc—dijo con incredulidad elmarqués de Casa-Muñoz, que era uno de los pre-sentes. —Ad... Jioc, sí señor—replicó Guillermina,acentuando las dos palabras latinas.—Pues estáusted adelantado de noticias. ¿No sabe que ten-g o el terreno y los planos, y que ya me están ha-ciendo el vaciado? ¿Sabe usted el sitio? Más abajodel que ocupan las Micaelas, esas que recogen ycorrigen las mujeres perdidas. El arquitecto ylos delineantes me trabajan gratis. Ahora nopido sólo dinero, sino ladrillo recocho y pintón.Con que á ver... —¿Tiene usted ya la memoria de cantería?—preguntó con vivo interés Aparisi, que erahombre fuerte en negocio de berroqueña. . —Sí, señor. ¿Me quiere usted dar algo? —Le doy á usted—dijo Aparisi, acompañan-do su generosidad de un gesto imperial—la
FORTUNATA Y JACINTA 223friolera de sesenta metros cúbicos de piedra si-llar que tengo en la Guindalera. —¿Á cómo?—preguntó Guillermina, mirán-dole con los ojos guiñados y apuntándole conla aguja de media. —Á nada... La piedra es de usted. —Gracias, Dios se lo pague. Y el marqués,¿qué me da? —Pues yo... ¿Quiere usted dos vigas de hie-rro de doble T que me sobraron de la casa dela Carrera? —¿Pues no las he de querer? Yo lo tomo todo,hasta una llave vieja, para cuando se acabe eledificio. ¿Saben ustedes lo que me llevé ayer ácasa? Cuatro azulejos de cocina, un grifo y trespaquetitos de argollas. Todo sirve, amigos. Si enalgún tejar me dan cuatro ladrillos, los aceptoy á la obra con ellos. ¿Ven ustedes cómo hacenlos pájaros sus nidos? Pues yo construiré mipalacio de huérfanos cogiendo aquí una pajita yallá otra. Ya se lo he dicho á Bárbara: no ha detirar ni un clavo, aunque esté torcido; ni unatabla, aunque esté rota. Los sellos de correo sevenden, las cajas de cerillas también... ¿Conqué creen ustedes que he comprado yo el granlavabo que tenemos en el asilo? Pues juntandocabos de vela y vendiéndolos al. peso. El otrodía me ofrecieron una petaca de cuero de Rusia.«¿Para qué le sirve eso?», dirán estos señores.Pues me sirvió para hacer un regalo á uno de
224 B. PÉREZ GALDOSlos delineantes que trabajan en el proyecto...¿Ven ustedes á este marqués de Casa-Muñoz queme está oyendo y me ha ofrecido dos vigas dedoble T? Bueno: ¿cuánto apuestan á que le sacoalgo más? Pues qué, ¿creen ustedes que el señormarqués tiene sus grandes yeserías de Vallecaspara ver estos apuros míos y no acudir á ellos?—Guillermina—dijo Casa-Muñoz algo con-movido,—cuente usted con doscientos quinta-les, y del blanco, que es á nueve reales.—¿Qué dije yo? Bueno. Y este señor de Ruiz,¿qué hará por mí?—Hija de mi alma, yo no tengo ni un clavo,ni una astilla; pero le juro á usted por mi salva-ción que un domingo me salgo por las afuerasy robo una teja para llevársela á usted..; roba-ré dos, tres, una docena de tejas... Y hay más;Si quiere usted mis dos comedias, mis folletossobre la Unión ibérica y sobre la Organizaciónde los bomberos en Suiza, mi obra de los Cas-tillos todo, está á su disposición. Diez ejempla-res de cada cosa para que haga lotes en unatómbola. —¿Lo ven ustedes? Cae el maná, cae. Si enestas cosas no hay más que ponerse á ello... Miamigo Baldomero también me dará algo. —Las campanas—dijo el insigne comercian-te,;—y si me apuran, el pararrayos y las vele-tas. Quiero concluir el edificio, ya que el amigoAparisi lo quiere empezar.
FORTUNATA Y JACINTA 225 —La primera piedra no hay quien me la qui- te—expresó Aparisi con toda la hinchazón desu amor propio. —Algo más daremos, ¿verdad, Baldomero?—apuntó Barbarita;—por ejemplo, toda la capilla,con su órgano, altares, imágenes... —Todo lo que tú quieras, hija. Y eso que lasMicaelas nos han llevado u n pico. Les hemoshecho casi la mitad del edificio. Pero ahora letoca á Guillermina. Ya sabe ella dónde estamos. El grupo que rodeaba á la fundadora se fuédisolviendo. Algunos, creyendo sin duda que loque allí se trataba más era broma que otra cosa,se fueron al salón á hablar seriamente de políti-ca y negocios. D. Baldomero, que deseaba echaraquella noche una partida de mus, el juego clá-sico y tradicional de los comerciantes de Ma-drid, espero á que entrase Pepe Samaniego, queera maestro consumado, para armar la partida.Durante un largo rato no se oía en el salón másque envido á la chica... envido á los pares... or-dago. Las tres señoras estuvieron un momento so-las hablando de aquel proyecto de Guillermi-na, que seguía cose que te cose, ayudada porJacinta. Hacía algún tiempo que á ésta se le.había despertado vivo entusiasmo por las em-presas de la Pacheco, y á más de reservarle todoel dinero que podía, se picaba los dedos cosien-do para ella durante largas horas. Es que sentíaPAITE PBIMBKA 15
226 B. PÉREZ GALDÓSun cierto consuelo en confeccionar ropas deniño y en suponer que aquellas mangas iban áabrigar bracitos desnudos. Ya había hecho dosvisitas al asilo de la calle de Alburquerque yacompañado una vez á Guillermina en sus ex-cursiones á las miserables zahúrdas donde vivenlos pobres de la Inclusa y Hospital. Había que oiría cuando volvió de aquella súprimera visita á los barrios del Sur. «¡Qué desJigualdades! —decía, desflorando sin saberlo elproblema social.—Unos tanto y otros tan poco.Falta equilibrio, y el mundo parece que se Cae.Todo se arreglaría si los que tienen mucho die-ran lo que les sobra á los que no poseen nada.¿Pero qué cosa sobra?... Vaya usted á saber.»Guillermina aseguraba que se necesita muchafe para no acobardarse ante los espectáculos quela miseria ofrece. «Porque se encuentran almasbuenas, sí—decía;—pero también mucha ingra-titud. La falta de* educación es para el pobreuña desventaja mayor que la pobreza. Luego lapropia miseria les ataca el corazón á muchos yse los corrompe. A mí me han insultado; me hanarrojado puñados de estiércol y tronchos deberza; me han llamado tía bruja...» A Barbarita le daba aquella.noche por hablarde arquitectura y no perdía ripio. Entró á la sa-zón Moreno Isla, y le recibieron con exclama-ciones de alegría. Llamóle la señora y le dijo:«¿Tiene usted cascote?»
FORTUNATA Y JACINTA 227 Las tres se reían viendo la sorpresa y confu-sión de Moreno, que era una excelente persona,como de cuarenta y cinco años, célibe y riquí-simo, de aficiones tan inglesas, que se pasaba enLondres la mayor parte del año; alto, delgadoy de muy mal color, porque estaba muy deli-cado de salud. —¡Que si tengo cascote...! ¿Es para usted? —Usted conteste y no sea como los gallegos,que cuando se les hace una pregunta hacen otra.Puesto que está usted de derribo, ¿tiene casco-t e , sí ó no? —Sí que lo tengo... y pedernal magnífico. Asesenta reales el carro, todo lo que usted quie-ra. El cascote á ocho reales... ¡Ah, tonto de mífYa sé de qué se trata. La santurrona les estáembaucando con las fantasmagorías del asiloque va á edificar... Cuidado, mucho cuidado conlos timos. Antes de que ponga la primera pie-dra, nos llevará á todos á San Bernardino. —Cállate, que ya saben todos lo avarientoque eres. Si no te pido nada, roñoso, cicatero;Guárdate tus carros de pedernal, que ya te lospondrán en la balanza el día del gran saldofinal; ya sabes, cuando suenen las trompetasaquellas, sí; y entonces, cuando veas que la ba-lanza se te cae del lado de la avaricia, dirás: «Se-ñor, quítame estos carros de piedra y cascote quemé hunden en el Infierno», y todos diremos: •«No, no, no... échenle carga, que es m u y malo.»
228 B. PÉREZ GALDOS —Con poner en el otro platillo los perrosgrandes y chicos que me has sacado, me sal-vo— díjole Moreno riendo y manoseándole lacara. —No me hagas carantoñas, sobrinillo. Si creesque eso te vale, gran miserable, usurero, reco-cho en dinero—repitió Guillermina con tono ysonrisa de chanza benévola.—¡Qué hombres es-tos! Todavía quieres más, y estás derribandouna manzana de casas viejas para hacer casasdomingueras y sacarles las entrañas á los po-bres. —No. hagan ustedes caso de esta rata eclesiás-tica—indicó Moreno, sentándose entre Barbari-ta y Jacinta.—Me está arruinando. Voy á te-ner que irme á un pueblo, porque no me dejavivir. Es que no me puedo descuidar. Estoy encasa vistiéndome... siento un susurro, algo asícomo paso de ladrones; miro, veo un bulto, doyun grito... Es ella, la rata, que ha entrado y seva escurriendo por entre los muebles. Nada; porpronto que acudo, ya mi querida tía me ha re-gistrado la ropa que está en el perchero y seha llevado todo lo que había en el bolsillo delchaleco. La fundadora, atacada de una hilaridad con-vulsiva, se reía con toda su alma. —Pero ven acá, pillo—dijo secándose las lá-grimas que la risa había hecho brotar de susojos;—si contigo no valen buenos medios. An-
FORTUNATA. Y JACINTA 229da, hijo, el que te roba á ti..., ya sabes el re-frán...: el que te roba á ti se va al Cielo de-recho. —Adonde vas t ú á ir es al Modelo... —Cállate la boca, bobón, y no me denuncies,que te traerá peor cuenta... No siguió este diálogo, que prometía dar.mucho juego, porque del salón llamaron á Mo-reno con enérgica insistencia. Oíase desde elgabinete rumor de un hablar vivo, y la mezcla-da agitación de varias voces, entre las cuales sedistinguían claramente las de Juan, Villalongay Zalamero, que acababan de entrar. Moreno fué allá, y Guillermina, que aún nohabía acabado de reir, decía á sus amigas. «Es un angelón... No tenéis idea de la pastacelestial de que está fomado el corazón de estehombre.» Barbarita no tenía sosiego hasta no enterarsedel porqué de aquel tumulto que en el salónhabía. Ruó á ver y volvió con el cuento: —Hijas, que el Rey se marcha. —¡Qué dices, mujer! —Que D. Amadeo, cansado de bregar con estagente, tira la corona por la ventana, y dice:«Vayan ustedes á marear al Demonio.» —¡Todo sea por Dios!—exclamó' Guillerminadando un suspiro y volviendo imperturbable ásu trabajo.. Jacinta pasó al salón, más que por enterarse
230 B. PÉREZ GALDÓSde las noticias, por ver á su marido, que aqueldía no había comido en casa. —Oye—le dijo en secreto Guillermina, dete-niéndola, y ambas se miraban con picardía;—con veinte duros que le sonsaques hay bastante. III —En Bolsa no se supo nada. Yo lo supe en elBolsín á las diez—dijo Villalonga.—Fui al Ca-sino á llevar la noticia. Cuando volví al Bolsín,se estaba haciendo el consolidado á 20. —Lo hemos de ver á 10, señores—dijo el mar-qués de Casa-Muñoz en tono de Hamlet. —¡El Banco á 175...!—exclamó D. Baldomeropasándose la mano por la cabeza, y arrojandohacia el suelo una mirada fúnebre: —Perdone usted, amigo—rectificó MorenoIsla.—Está á 172, y si usted quiere comprarmelas mías á 170, ahora mismo las largo. No quieramás papel de la querida patria. Mañana mevuelvo á Londres. —Sí—dijo Aparisi poniendo semblante pro-fético;—porque la que se va á armar ahora aquíserá de ordago. —Señores, ño seamos impresionables—indicóel marqués de Casa-Muñoz, que gustaba de do-minar las situaciones con mirada alta.—Ese.buen señor se ha cansado, no era para menos; ha.
FORTUNATA Y JACINTA 231dicho: «ahí queda eso». Yo en su caso habría he-cho lo mismo. Tendremos algún trastorno; habrásu poco de República; pero ya saben ustedes quelas naciones no mueren... —El golpe viene de fuera—manifestó Apa-risi.—Esto lo veía yo venir. Francia... —No involucremos las cuestiones, señores—dijo Casa-Muñoz, poniendo una cara muy parla-mentaria.—Y si he de hablar ingenuamente,diré á ustedes que á mí no me asusta la Repú-blica; lo que me asusta es el republicanismo. , Miró á todos para ver qué tal había caído estafrase. No podía dudarse de que el murmulloaquel con que fué acogida era laudatorio. —Señor marqués—declaró Aparisi picado derivalidad,—el pueblo español es un pueblo dig-no... que en los momentos de peligro sabe po-nerse... —¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?...—saltó el marqués incómodo, anonadando á sucontrario con una mirada.—No involucre ustedlas cuestiones. Aparisi, propietario y concejal de oficio, erau n hombre que se preciaba de poner los puntossobre las Íes; pero con el marqués de Casa-Muñozno le valía su suficiencia, porque éste no tolera-ba imposiciones y era capaz de poner puntoshasta sobre las haches. Había entre los dos unarivalidad tácita, que se manifestaba en la emu-lación para lanzar observaciones sintéticas sobre
232 B. PÉREZ GALDÓStodas las cosas. Una mirada de profunda antipa-tía era lo único que á veces dejaba entrever elpugilato espiritual de aquellos dos atletas delpensamiento. Villalonga, que era observadormuy picaresco, aseguraba haber descubierto en-tre Aparisi y Casa-Muñoz un antagonismo ócompetencia en la emisión de palabras escogi-das. Se desafiaban á cuál hablaba más por lofino, y si el marqués daba muchas vueltas al i n -volucrar, al ad hoc, al swi generis y otros térmi-nos latinos, en seguida se veía al otro poniendoen prensa el cerebro para obtener frases tan se-lectas como la concatenación de las ideas. A ve-ces parecía triunfante Aparisi, diciendo que taló cual cosa era el bello ideal de los pueblos; peroCasa-Muñoz tomaba arranque, y diciendo el de-siderátum, hacía polvo á su contrario.Cuenta Villalonga que hace años hablaba Ca-sa-Muñoz disparatadamente, y sostiene y jurahaberle oído decir, cuando aún no era marqués,que las puertas estaban herméticamente abiertas;pero esto no ha llegado á comprobarse. Dejandoá un lado las bromas, conviene decir que era elmarqués persona apreciabilísima, muy corriente,muy afable en su trato, excelente para su fami-lia y amigos. Tenía la misma edad que D. Bal-domero; mas no llevaba tan bien los años. Sudentadura era artificial, y sus patillas teñidas te-nían un viso carminoso, contrastando con la ca-beza sin pintar. Aparisi era mucho más joven;
FORTUNATA Y JACINTA 233hombre que presumía de pie pequeño y de ma-nos bonitas, la cara arrebolada, el bigote casta-ño cayendo á lo chino, los ojos grandes, y en lacabeza una de esas calvas que son para sus po-seedores un diploma de talento. Lo más carac-terístico en el concejal perpetuo era la expre-sión de su rostro, semejante á la de una personaque está oliendo algo muy desagradable, lo queprovenía de cierta contracción de los múscu-los nasales y del labio superior. Por lo demás,buena persona, que no debía nada á nadie. Ha-bía tenido almacén de maderas, y se contabaque en cierta época les puso los puntos sobrelas íes á los pinares de Balsaín. Era hombre sininstrucción, y... lo que pasa... por lo mismo queno la tenía gustaba de aparentarla. Cuenta eltunante de Villalonga que hace años usaba Apa-risi el epursimuove de Galileo; pero el pobrecitono le daba la interpretación verdadera, y creíaque aquel célebre dicho significaba por si a c a s o .Así se le oyó decir más de una vez: «Pareceque no lloverá; pero sacaré el paraguas epur simiiove.» Jacinta trincó á su marido por el brazo y lellevó un poquito aparte. —Y qué, nene, ¿hay barricadas? —No, hija, no hay nada. Tranquilízate. —¿No volverás á salir esta noche?... Mira queme asustaré mucho si sales. —Pues no saldré... ¿Qué... qué buscas?
234 B. PÉREZ GALDÓS Jacinta, riendo, deslizaba su mano por elforro de la levita, buscando el bolsillo del pecho. —¡Ay! yo iba á ver si te sacaba la cartera sinque me sintieses... —Vaya con la descuidera... —¡Quid! si no sé... Esto quien lo hace bien esGuillermina, que le saca á Manolo Moreno laspesetas del bolsillo del chaleco sin que él losienta... A ver... Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió. —¿Te enfadarás si te quito este billete deveinte duros? ¿Te hace falta? :—No, por cierto. Toma lo que quieras. —Es para Guillermina. Mamá le dio dos, yle falta un pico para poder pagar mañana el tri-mestre del alquiler del asilo. Contestóle el Delfín apretándole con muchaefusión las dos manos y arrugando el billeteque estaba en ellas. En cuanto Guillermina pescó lo que le falta-ba para completar su cantidad, dejó la costuray se puso el manto. Despidiéndose brevementede las dos señoras, atravesó el salón aprisa. —¡A esa, á esa!—gritó Moreno;—sin duda selleva algo. Caballeros, vean ustedes si les faltael reloj. Bárbara, que debajo de la mantilla dela rata eclesiástica veo un bulto... ¿No habíaaquí candeleras de plata? En medio de la jovial algazara que estas bro-mas producían, salió Guillermina, esparciendo
FORTUNATA Y JACINTA 235sobre todos una sonrisa inefable que parecíauna bendición. En seguida cebáronse todos con furia en eltema suculento de la partida del Rey, y cadacual exponía sus opiniones con ínfulas de pro-fecía, como si en su vida hubieran hecho otracosa que vaticinar acertando. Villalonga estabay a viendo á D. Carlos entrar en Madrid, y elmarqués de Casa-Muñoz hablaba de las exagera-ciones liberticidas de la demagogia roja y de lademagogia blanca como si las estuviera miran-do pintadas en la pared de enfrente; el exsubse-cretario de Gobernación, Zalamero, leía claritoen el porvenir el nombre del Rey Alfonso, y elconcejal decía que el alfonsismo estaba aún enla nebulosa de lo desconocido. El mismo Aparisi yFederico Ruiz profetizaron luego en una solacuerda... ¡Qué demonio! Ellos no se asustabande la. República. Como si lo vieran... no iba ápasar nada. Es que aquí somos muy impresio-nables, y por cualquier contratiempo nos pare-ce que se nos cae el cielo encima. «Yo les ase-guro á ustedes—decía Aparisi puesta la manosobre el pecho—que no pasará nada, pero nada.Aquí no se tiene idea de lo que es el pueblo es-pañol... Yo respondo de él; me atrevo á respon-der con la cabeza, vaya...» Moreno no vatici-naba; no hacía más que decir: «Por si vienenmal dadas, me voy mañana para Londres.»Aquel ricacho soltero alardeaba de carecer en
236 B. PÉREZ GALDOSabsoluto del sentimiento de la patria, y estabatan extranjerizado que nada español le parecíabueno. Los autores dramáticos, lo mismo quelas comidas; los ferrocarriles, lo mismo que lasindustrias menudas, todo le parecía de una infe-rioridad lamentable. Solía decir que aquí lostenderos no saben envolver en un papel una li-bra de cualquier cosa.- «Compra usted algo, ydespués que le miden mal y le cobran caro, elenvoltorio de papel que le dan á usted se ledeshace por el camino. No hay que darle vuel-tas; somos una raza inhábil hasta no poder más.» Don Baldomero decía con acento de tristezauna cosa m u y sensata: «¡Si D. Juan Prim vi-viera...!» Juan y Samaniego se apartaron delCorrillo y charlaban con Jacinta y doña Bárba-ra, tratando de quitarles el miedo. No habríatiros, ni jarana... No sería preciso hacer provi-siones... ¡Ah! Barbarita soñaba ya con hacer pro-visiones. A la mañana siguiente, si no había ba-rricadas, ella y Estupiñá se ocuparían de eso. Poco á poco fueron desfilando. Eran las doce.Aparisi y Casa-Muñoz se fueron al Bolsín á sa-ber noticias, no sin que antes de partir dieranuna nueva muestra de su rivalidad. El conce-jal do oficio estaba tan excitado, qne la contrac-ción de su hocico se acentuaba, como si el oloraquel imaginario fuera el de la asafétida. Za-lamero, que iba á Gobernación, quiso llevarseal Delfín; pero éste, á quien su mujer tenía co-
FORTUNATA Y JACINTA 237gido del brazo, se negó á salir... «Mi mujer nome deja.» —Mi tocaya—dijo Villalonga—se está vol-A'iendo muy anticonstitucional. Por fin se quedaron solos los de casa. DonBaldomero y Barbarita besaron á sus hijos y sefueron á acostar. Esto mismo hicieron Jacintay su marido.
238 B. PÉREZ GALDÓS VIII Escenas de la vida íntima. I Á poco de acostarse notó Jacinta que su ma-rido dormía profundamente. Observábale desve-lada, tendiendo una mirada tenaz de cama ácama. Creyó que hablaba en sueños... pero no;era simplemente quejido sin articulación queacostumbraba lanzar cuando dormía, quizás porcausa de una mala postura. Los pensamientospolíticos nacidos de las conversaciones de aque- lla noche, huyeron pronto de la mente de Ja-cinta. ¿Qué le importaba á ella que hubiese Re-pública ó Monarquía, ni que D. Amadeo se fueraó se quedase? Más le importaba la conducta deaquel ingrato que á su lado dormía tan tran- quilo. Porque no tenía duda de que Juan anda- ba algo distraído, y esto no lo podían notar sus padres por la sencilla razón de que no le veían nunca tan de cerca como su mujer. El pérfido.guardaba tan bien las apariencias, que nada ha-cía ni decía en familia que no revelara una con- ducta regular y correctísima. Trataba á su mu-jer con un cariño tal, que... vamos, se le toma- ría por enamorado. Sólo allí, de aquella puerta
FORTUNATA Y JACINTA 239para adentro se descubrían las trastadas; sóloella, fundándose en datos negativos, podía des-truir la aureola que el público y la familia po-nían al glorioso Delfín. Decía su mamá que erael marido modelo. ¡Valiente pillo! Y la esposano podía contestar á su suegra cuando le veníacon aquellas historias... Con qué cara le diría:«pues no hay tal modelo, no señora; no hay talmodelo, y cuando yo lo digo, bien sabido melótendré». Pensando en esto, pasó Jacinta parte de aque-lla noche, atando cabos, como ella decía, paraver si de los hechos aislados lograba sacar algu-na afirmación. Estos hechos, valga la verdad,no arrojaban mucha luz que digamos sobre loque se quería demostrar. Tal día y á tal horaJuan había salido bruscamente, después de estarun rato muy pensativo, pero muy pensativo.Tal día y á tal hora Juan había recibido unacarta que le había puesto de mal humor. Pormás que ella hizo, no la había podido encon-trar. Tal día y á tal hora, yendo ella y Barbari-ta por la calle de Preciados, se encontraron áJuan que venía de prisa y muy abstraído. AIverlas, quedóse algo cortado; pero sabía domi-narse pronto. Ninguno de estos datos probabanada, pero no cabía duda: su marido se la esta-ba pegando. De vez en cuando estas cavilaciones cesaban,porque Juan sabía arreglarse de modo que su
240 B. PÉREZ GALDÓSmujer no llegase á cargarse de razón para estardescontenta. Como la herida á que se pone bál-samo fresco, la pena de Jacinta se calmaba. Perolos días y las noches, sin saber cómo, traíanlalentamente otra yez á la misma situación peno-sa. Y era muy particular; estaba tan tranquila,sin pensar en semejante cosa, y por cualquierincidente, por una palabra sin interés ó referen-cia trivial, le asaltaba la idea como un dardoarrojado de lejos por desconocida mano y quevenía á clavársele en el cerebro. Era Jacinta ob-servadora, prudente y sagaz. Los más insignifi-cantes gestos de su esposo, las inflexiones de suvoz, todo lo observaba con disimulo, sonriendocuando más atenta estaba, escondiendo con milzalamerías su vig-ilancia, como los naturalistasesconden y disimulan el lente con que exami-nan el trabajo de las abejas. Sabía hacer pre-guntas capciosas, verdaderas trampas cubiertasde follaje. ¡Pero bueno era el otro para dejarsecoger! Y para todo tenía el ingenioso culpable pala-bras bonitas: «La luna de miel perpetua es uncontrasentido, es... hasta ridicula. El entusias-mo es un estado infantil impropio de personasformales. El marido piensa en sus negocios; lamujer en las cosas de su casa, y uno y otro setratan más como amigos que como amantes.Hasta las palomas, hija mía, hasta las palomascuando pasan de cierta edad, se hacen sus cari-
FORTUNATA Y JACINTA 241ños así... de una manera sesuda.» Jacinta se reíacon esto; pero no admitía tales componendas.Lo más gracioso era que él se las echaba dehombre ocupado. ¡Valiente truhán! ¡Si no t e n í iabsolutamente nada que hacer más que paseary divertirse...! Su padre había trabajado todala vida como un negro para asegurar la holga-zanería dichosa del príncipe de la casa... Enfin, fuese lo que fuese, Jacinta se proponía noabandonar jamás su actitud de humildad y dis-creción. Creía firmemente que Juan no daríanunca escándalos, y no habiendo escándalo,las cosas irían pasando así. No hay existenciasin gusanillo; un parásito interior que la roe yá sus expensas vive, y ella tenía dos: los aparta-mientos de su marido y el desconsuelo de no sermadre. Llevaría ambas penas con paciencia, contal que no saltara algo más fuerte. Por respeto á sí misma, nunca había habladode esto á nadie, ni al mismo Delfín. Pero unanoche estaba éste tan comunicativo, tan bro-mista, tan pillín, que á Jacinta se le llenó laboca de sinceridad, y palabra tras palabra diosalida á todo lo que pensaba. «Tú me estás en-gañando, y no es de ahora, es de hace tiempo.Si creerás que yo soy tonta... El tonto eres tú.» La primera contestación de Santa Cruz fuéromper á reir. Su mujer le tapaba la boca paraque no alborotase. Después el muy tunante em-pezó á razonar sus explicaciones, revistiéndolasPARTE PRIMERA 1C
242 B. PÉREZ GALDÓSde formas seductoras. ¡Pero qué huecas le pare-cieron á Jacinta, que en las dialécticas del co-razón era más maestra que él por saber amarde veras! Y á ella le tocó reír después y desme-nuzar tan livianos argumentos... El sueño, unsueño dulce y mutuo les cogió, y se durmie-ron felices... Y ved lo que son las cosas, Juanse enmendó, ó al menos pareció enmendarse. Tenía Santa Cruz en altísimo grado las tri-quiñuelas del artista de la vida, que sabe dispo-ner las cosas del mejor modo posible para siste-matizar y refinar sus dichos. Sacaba partido detodo, distribuyendo los goces y ajusfándolos áesas misteriosas mareas del humano apetito que,cuando se- acentúan, significan una organiza-ción viciosa. En el fondo de la naturaleza hu-mana hay también, como en la superficie social,una sucesión de modas, períodos en que es derigor cambiar de apetitos. Juan tenía tempora-das. En épocas periódicas y casi fijas se hastiabade sus correrías, y entonces su mujer, tan monay cariñosa, le ilusionaba como si fuera la mujerde otro. Así lo muy antiguo y conocido se con-vierte en nuevo. Un texto desdeñado de purosabido, vuelve á interesar cuando la memoriaprincipia á perderle y la curiosidad se estimula.Ayudaba á esto el tiernísimo amor que Jacintale tenía, pues allí sí que no había farsa, ni vilinterés, ni estudio. Era, pues, para el Delfín unadicha verdadera y casi nueva volver á su puer-
FORTUNATA Y JACINTA 243to después de mil borrascas. Parecía que se res-tauraba con un cariño tan puro, tan leal y tansuyo, pues nadie en el mundo podía disputár-selo. En honor de la verdad, se ha de decir queSanta Cruz amaba á su mujer. Ni aun en losdías en que más viva estaba la marea de la infi-delidad, dejó de haber para Jacinta un huecode preferencia en aquel corazón que tenia tan-tos rincones y callejuelas. Ni la variedad de afi-ciones y caprichos excluía un sentimiento in-amovible hacia su compañera por la ley y la re-ligión. Conociendo perfectamente su valer mo-ral, admiraba en ella las virtudes que- él no te-ñía y que, según su criterio, tampoco le hacíanmucha falta. Por esta última razón no incurríaen la humildad de confesarse indigno de tal jo-ya, pues su amor propio iba siempre por delan-te de todo, y teníase por merecedor de cuantosbienes disfrutaba ó pudiera disfrutar en estebajo mundo. Vicioso y discreto, sibarita y hom-bre de talento, aspirando á la erudición de to-dos los goces y con bastante buen gusto paraespiritualizar las cosas materiales, no podía con-tentarse con gustar la belleza comprada ó con-quistada, la gracia, el donaire, la extravagan-cia; quería gustar también la virtud, no preci-samente la vencida, que deja de serlo, sino la pura, que en su pureza misma tenía para él supicante.
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