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El polideportivo

Published by kitymadariaga, 2015-08-01 09:19:13

Description: Relato de misterio escrito por Ricardo Botín, del blog Wanderer75, en el que se narran los misteriosos sucesos acontecidos en un polideportivo abandonado. Un corto relato de ficción que engancha desde la primera línea y que te pondrá los pelos de punta.

Keywords: relatos,terror,misterio,cuento,ficción

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RELATO EL POLIDEPORTIVOTítulo: El polideportivoAutor: Ricardo Botín 3

DedicatoriaA todos los suscriptores de Wanderer75 (http://www.wanderer75.com). Con vuestra confianzame dais ánimos para seguir escribiendo todas las semanas. 4

IEl cadáver de mi compañero Paco apareció tirado en una cuneta de la carretera de losEscolapios. Su extraña postura, con el cuerpo en tensión, las manos agarrotadas y elrostro crispado, hacían suponer que el periodista había sufrido una fuerte impresión.Sin embargo, la autopsia concluyó que la muerte se debía a un ataque cardiacofulminante que le había reventado el corazón. Pese a que los amigos y familiares leexigimos a la Guardia Civil una investigación exhaustiva que esclareciese las causas delfallecimiento, que explicase la naturaleza de aquella fuerte impresión, el juezconsideró que se había tratado de una muerte natural y archivó el caso sin indagar más. Unos días después del funeral, cuando en la redacción tratábamos de retornara la normalidad, me decidí a recoger las cosas de su mesa. Rebuscando entre suspapeles, topé con la siguiente nota manuscrita: «Antiguo polideportivo del colegio delos Escolapios. Fenómenos extraños». Se refería a una finca abandonada propiedad delcolegio de los Escolapios, que durante años se dedicó a usos deportivos. Conocía bienaquel lugar, ya que era antiguo alumno de ese centro de formación; pero nunca habíaescuchado que allí sucediese nada raro. Sumergido en la rutina diaria, pasaron los meses sin que me volviese a acordarde la nota relegada en un cajón de mi escritorio. Pero todo cambió al recibir un 5

siniestro correo electrónico, remitido por mi compañero fallecido. Lo más inquietanteera que el asunto coincidía al pie de la letra con el apunte escrito con plumaestilográfica (la misma vieja estilográfica de su padre, cuyo plumín siempre dejabaalgún pequeño borrón en todo lo que garabateaba) sobre una hoja arrancada de subloc: «Antiguo polideportivo del Colegio de los Escolapios. Fenómenos extraños».Aquello me descolocó bastante. Me quedé paralizado, sin atreverme a abrirlo por sicontenía algún virus. Quizás el mensaje me lo hubiese enviado Paco justo antes de morir; y por algúnproblema informático desconocido, se había quedado enganchado en el servidor. Esoocurría a veces. O tal vez algún gracioso pretendiese gastarme una broma de mal gusto.Algo mosqueado, me fui a hablar con el responsable de informática del periódico: —Los correos electrónicos no se pierden en el ciberespacio. Si un mensaje noes recibido por su destinatario —añadió—, es que no ha llegado a enviarse. Noobstante, permíteme que mire a ver cuándo se utilizó la cuenta de Paco por última vez. Tras unas cuantas operaciones con el ordenador, el informático se puso tensomientras preguntaba: —¿Cuándo murió Paco? —Hace tres meses. —No te lo vas a creer, pero aquí figura que te ha mandado un correoelectrónico hace unos veinte minutos. Los dos nos quedamos en silencio por espacio de unos segundos tratando dedigerir aquella información. Él seguía concentrado en su pantalla cuando prosiguió: —Y además te puedo decir que no se ha conectado desde nuestra oficina. Loextraño es que me sale un tipo de fallo bastante inusual al realizar el rastreo: «IP 6

refused. Operation rejected». Por más que lo intento, no consigo acceder a la IP desdela que se ha lanzado el mensaje. —Entonces, ¿lo borro sin leer? Tal vez contenga algún tipo de virus… —No te preocupes. En ese caso, lo detectaría el antivirus. Aun más intranquilo que antes, regresé a mi mesa a toda prisa para visionar ele-mail: Benito: estoy tras algo muy gordo. Varios testigos afirman que en el polideportivo de los Escolapios están sucediendo fenómenos misteriosos. Se han presenciado enigmáticas apariciones; y hasta dicen que se escuchan sonidos extraños. Estoy muy asustado porque yo también he vivido cosas inexplicables. Con la idea de investigar sobre el terreno, agarré mi chaquetón y bajé a la calledispuesto a montarme en el autobús que se dirigía hacia las afueras del pueblo. Mientras pagaba el billete, le interpelé al conductor: —Dicen que pasan cosas raras en el polideportivo de los Escolapios. ¿Ustedsabe algo de eso? El conductor miró de reojo a los pasajeros y acercó un poco su cara hacia mí,para contarme una confidencia en voz muy baja: —Todo el mundo se baja en el polígono industrial o en la zona de huertas queestá junto al polígono. Nadie lo hace nunca en la parada del polideportivo. Por lo tanto,me toca hacer la última parte del recorrido completamente solo. Y no sé si será por lacercanía del cementerio, o por lo solitaria que está toda la zona, el caso es que se mepone un nudo en el estómago cada vez que tengo que pasar por allí. ¡Y no le digo nada 7

cuando es de noche! Ahora que lo dice… —Se rascó la cabeza pensativo—. En losúltimos meses, un poco antes de llegar a los Escolapios, cuando ya se divisa la parada,se enciende solo el rótulo indicando que alguien se quiere bajar. Y siempre ocurrecuando el autobús va totalmente vacío. No quería molestarle durante el resto del trayecto; así que, estremecido, mesenté en un asiento libre. Poco a poco, los pasajeros se fueron bajando en las distintasparadas. Al arribar a la zona industrial, se apearon los pocos viajeros que quedaban. Elúltimo tramo del recorrido lo realizamos el conductor y yo sin más compañía. A pesar de que el cielo seguía azul, el paraje entre el cementerio y elpolideportivo estaba ya muy oscuro. Como aquella vía carecía de iluminación artificial,el autobús tuvo que encender los faros. Empezaba a anochecer y el débil sol invernalse había escondido prácticamente. Su escasa luz anaranjada quedaba atrapada entrelas hileras de osamentas formadas por los chopos que delimitaban el trazado de lacarretera. Cuando menos me lo esperaba, el letrero luminoso junto al puesto delconductor se activó con un zumbido de aviso. Me llevé tal sobresalto que no pudeaguantar en mi asiento por más tiempo. —¿Seguro que usted no ha tocado nada? El chófer no contestaba. Avancé por el pasillo hacia él mientras el autobúsaminoraba la velocidad para detenerse y le espeté: —¿Se está quedando conmigo? El conductor tenía los ojos cerrados, muy apretados. Con un hilo de voz merepuso: —Yo no bromeo con estas cosas. ¿Va usted a salir o no? —Claro que sí. 8

Entonces accionó la apertura mecánica de las puertas. En ese momento, unabocanada de aire frío irrumpió imperiosamente en el interior del habitáculo. Mientrasbajaba, me informó: —Yo cambio de sentido en esa rotonda de ahí. Luego esperaré diez minutos enel apeadero de enfrente —señaló la otra acera—, hasta que sea la hora en punto. Nose demore mucho y regrese al pueblo conmigo. Se lo digo de corazón. No es nadaagradable permanecer en este paraje a solas durante mucho rato. —No se preocupe. Conozco bien este lugar. Yo estudié aquí. —Yo también venía mucho a la piscina de los curas. Pero desde que se fueron,este sitio ya no es lo que era. El autobús arrancó de nuevo. Mientras me aproximaba al recinto, escuchaba elresoplar vibrante de su motor diésel, entreverado con el restallido de la gravilla bajomis pies. No podía acceder al interior del recinto porque todo el perímetro estabacercado con una valla de obra. El viento soplaba con fuerza. Las cercas metálicastendidas entre los árboles vibraban movidas por el viento; generando unos sonidosextemporáneos y sobrecogedores, que en algunos momentos se asemejaban a losgritos de varios chiquillos jugando y riendo mientras se zambullían en una piscina. Peroera imposible que nadie se estuviese bañando al aire libre, ya que hacía un fríoconsiderable. Mientras oteaba el panorama a través de las rejas —aunque prácticamentenada se divisaba desde allí—, una visión me sobrecogió: juraría que a unos cien metrosde distancia había alguien, una sombra siniestra, un bulto de facciones irreconocibles,que caminaba por la azotea del edificio del gimnasio. Una oleada de terror se meenhebró en el estómago y me apresuré a escapar de allí sin querer echar la vista atrás. 9

El conductor esperó a que estuviese junto al vehículo para abrir la puerta, cerrándolainmediatamente para arrancar a toda velocidad. Mientras yo trataba de recuperar elaliento junto al expendedor de billetes, aseveró con un cierto aire de superioridad: —Se lo advertí. Ya le dije que no aguantaría ni diez minutos. 10

IIAl día siguiente, todavía espantado, llamé por teléfono a un compañero del colegioque pertenecía a la asociación de antiguos alumnos. —Están en total estado de ruina —concluyó, tras explicarme las vicisitudes porlas que habían pasado aquellos terrenos—. El polideportivo se ha convertido en unpolo de atracción para todo tipo de marginados: vagabundos, okupas, drogadictos,ladrones de cobre,… El último rumor que me ha llegado es que por allí ha pasado hastaun grupo de parapsicólogos con la intención de grabar psicofonías. Un día, hace un parde años, me pasé por allí. Y unos mendigos que vivían dentro empezaron a increparme,así que tuve que salir por patas. ¿Te acuerdas del gimnasio, de la piscina, de loscampos de fútbol, de las canchas de baloncesto? —Sí, perfectamente. De lo mejorcito que había en el pueblo. Muy por encimade las instalaciones municipales. —Pues ahora está todo hecho una porquería. —¿Y cómo pudiste entrar? —Porque hay una zona de alambrada que está rota. Si tomas el sendero detierra que sale de la parte trasera del cementerio, a menos de medio kilómetro te 11

encuentras con el lindero de cipreses que acota la parcela. Pues allí encontrarás unaparte que está cortada y por la que se puede acceder fácilmente. Tomé prestada una cámara profesional de la redacción para fotografiar todo loque viese. Me dirigí en mi coche particular hasta el cementerio. Aparqué en laexplanada principal y comencé a andar junto a las tapias del camposanto. Cuando lohube rodeado casi por completo, tomé el camino indicado. La mañana era esplendida,con un cielo sin una sola nube que ensuciase la limpidez de la atmósfera. El sol, pese aser el mes de diciembre, todavía calentaba un poco, haciendo que el paseo entre lashuertas fuese más agradable. Sin apenas darme cuenta de la distancia recorrida, llegué hasta la crencha decipreses que marcaba el límite de los terrenos. Cuando localicé el agujero en la cerca,me lamenté de no haber venido con una vestimenta más adecuada. Tras un ratobuscando un hueco más amplio, me agaché para pasar por aquel estrecho boquete. Una vez en el interior, el alma se me cayó a los pies cuando contemplé que loque antaño habían sido unos esplendidos campos de deporte, se habían convertido enpraderas cubiertas de maleza, a través de la cual en ciertos momentos era complicadotransitar. El estado de dejadez era absoluto. Avancé por el antiguo campo de rugby endirección al gimnasio; para posteriormente atravesar los campos de fútbol,irreconocibles para cualquiera que no conociese bien aquellos terrenos. Me acerqué hasta las edificaciones más próximas a la carretera. Ambas, deestilo racionalista y escasa altura, presentaban un abandono total. Estuvefotografiando los exteriores antes de internarme en la vivienda del guarda: los murosde mampostería estaban cubiertos de pintadas con insultos y grafitis de dudoso gusto;mientras que las habitaciones apenas se distinguían unas de otras, de no ser por los 12

distintos empapelados de horrorosas figuras geométricas que cubrían las cuatroparedes principales, ya que los tabiques interiores habían sido derribados a golpe demaza. Seguidamente, me dirigí al edificio principal en donde antaño se situaban elgimnasio y la piscina. Entré con cuidado, ya que el suelo estaba lleno de cascotes,espurreados por excrementos de todo tipo de aves y murciélagos, así como una grancantidad de basura acumulada. Me encaminé hacia la izquierda en dirección a losvestuarios; pero apenas quedaban unos mínimos vestigios para reconocerlos. Después de un rato, me harté de contemplar aquel muladar que cubría el suelo.Desanduve lo andado y me marché en dirección al gimnasio. En mi época deestudiante había sido un pabellón con el suelo de parquet; equipado con porteríaspara fútbol sala y balonmano; canastas de metacrilato colgadas del techo; paredes conespalderas; y un rincón para gimnasia deportiva en el que disponíamos de sogas,anillas, colchonetas, potros, y paralelas. En su lugar, como último vestigio de su pasadoesplendor, tan solo quedaban unos cuantos escombros entre los que era difícilinternarse. Repentinamente, un ruido inesperado me sobresaltó. Procedente del graderíoque ocupaba la planta superior, un crujido quebró el silencio en un eco amplificado porel vacío del lugar. Recordé que por esa parte se accedía a la piscina descubierta situadaen la azotea. Un poco extrañado por aquel chasquido, me decidí a buscar la escalinatapara ascender hasta la azotea. Conforme iba subiendo por las escaleras, me dominó una sensación extraña,como si alguien me estuviese acechando. En más de una ocasión me di la vuelta paramirar a mi espalda, pero detrás de mí tan solo se encontraba el vacío de un tramo sin 13

barandilla. Incómodo por aquella situación, aceleré mis pasos y llegué arriba algosofocado y con el corazón palpitante. La azotea también estaba reventada. Por hacer daño, habían arrancado hasta labalaustrada, con lo que ya no había ningún tipo de protección ante posibles caídas alvacío. Y la piscina estaba llena de cascotes, con unos misteriosos grafitis en loslaterales y en el suelo que representaban a unas figuras de rasgos humanoidesinspirados en los moáis de la isla de Pascua. Desde aquella altura podía entrever todo el contorno de la finca, las huertasaledañas, la carretera, el cementerio, e incluso una gran parte del pueblo. Mientrasbordeaba la piscina, vislumbré que el autobús volvía a tomar la rotonda para cambiarde sentido y estacionarse en la parada de enfrente. Miré mi reloj y pensé que elconductor tendría que esperar tan solo tres o cuatro minutos, ya que las agujasestaban a punto de marcar la hora entera. Cuando me situé junto al trampolín de hormigón, me llamó la atención que, enla zona más profunda de la piscina, todavía quedase prácticamente un metro de agua.Me detuve por espacio de pocos segundos a contemplar aquel fluido turbio y verdoso,porque me pareció que en la superficie se formaban unas tenues ondas concéntricas,como si el viento acariciase la superficie gelatinosa. Disparé el objetivo de la máquina fotográfica hacia todo lo que consideréinteresante: el trampolín, los restos que quedaban de la barandilla, el paisaje que seoteaba desde aquel punto elevado, y terminé por capturar algunas instantáneas de lapiscina. A continuación, inspeccioné el visor para comprobar si era necesario repetiralguna toma. Súbitamente, el corazón me dio un vuelco al advertir que en una de lasfotografías se mostraba un extraño bulto parcialmente sumergido en el agua verdosa. 14

Deslumbrado por el sol, con el resuello entrecortado, me giré de espaldas a lapiscina para disminuir el reflejo en la pantalla de cristal líquido. Entonces se apagó eldispositivo. Lo conecté de nuevo con toda la angustia engarzada en el estómago. Unavez localizada la instantánea que me interesaba, utilicé el zoom para corroborar quehabía retratado un cuerpo inerte medio hundido en el agua. Lentamente, con temor alo que me pudiese encontrar, me volví hacia la piscina. Horrorizado, incapaz decomprender lo que me mostraban mis ojos, contemplé que, en el lugar donde tan soloun par de minutos antes no había más que una ciénaga putrefacta, estaba flotandoboca abajo lo que parecía el cadáver de un niño de unos cuatro años. No aguanté más:sacudido por el pánico, salí con precipitación. Tal vez debí actuar con más sosiego, y verificar si podía hacer algo por aquelcrío; pero estaba tan aterrorizado que apenas era capaz de razonar. No obstante,cuando encaraba el segundo trecho de escaleras, pensé que quizás todavía estuviesevivo. Fue cuando me detuve unos segundos tratando de discurrir algo. Y entre losjadeos desacompasados de mi respiración, percibí unos ladridos acompañados de unospasos acelerados que bajaban en dirección al lugar en donde yo me encontraba. Aquello bastó para que reemprendiese el descenso sin mirar atrás. Ya en elexterior, me dirigí hacia la entrada principal. Escalé la reja y continué corriendo por elarcén de la carretera en dirección al autobús, que acababa de iniciar la marchamomentos antes de que yo franquease la valla. Sin embargo, el conductor no sepercató de mi presencia y continuó su marcha sin detenerse. 15

IIIA partir de aquel momento, los acontecimientos se precipitaron: me llevó un buen ratolocalizar a la Guardia Civil; y más me costó convencerles de lo que había sucedido.Regresé al polideportivo acompañando a varias de las patrullas. Los agentes, queconocían de sobra aquel lugar, avisaron a un retén de bomberos para que nosaguardasen a la entrada. Mientras los vehículos iban aparcando en la explanada frente al gimnasio,corrimos hasta la piscina. Pero allí no había nada más que un charco de un par depalmos de profundidad, una cantidad muy inferior a la que había visto hacía un rato. Yni rastro de un cadáver. De no haber sido por la máquina de fotos que contenía laprueba de mi hallazgo, el alférez habría pensado que estaba tratando de gastarles unabroma pesada. Con una expresión entre incrédula y abrumada, pudo ver el cuerpoflotando con sus propios ojos en la pantalla de mi cámara. —Este tema me está empezando a tocar las narices. —Pues imagínese a mí —repuse. —La foto sería una prueba indiscutible, si no existiese el Photoshop. 16

—Soy un periodista muy reconocido en este pueblo. ¿Usted se cree que mejugaría mi carrera y mi prestigio profesional inventándome una historia tanrocambolesca? —¿Entonces dónde está el cuerpo que afirma haber encontrado? —Tal vez se ha hundido. —No lo creo —intervino con cara de asco otro agente que llevaba un maderolargo de cuya punta colgaba una especie de telilla viscosa y maloliente—. Acabo deintroducir este palo y no me ha parecido que hubiese ningún cuerpo extraño. —De todos modos, para asegurarnos, voy a avisar a los bomberos para quedraguen la piscina. No sea que el supuesto muerto esté enganchado en el fondo. —Tal vez se lo han llevado ya —comenté—. Ya le he dicho que he escuchadounos pasos y el ladrido de un perro. Además, ayer por la tarde había alguien en estamisma azotea. —¿Me puede dar una descripción del sujeto? —Realmente, no. —Entonces, ¿cómo sabe que había alguien más? —Porque ayer, cuando estaba anocheciendo, desde fuera, me pareció avistar aun individuo pululando por aquí arriba. Y hoy también he notado una presencia,aunque no he llegado a ver a nadie. Los bomberos aparecieron con una bomba de agua y unos tubos largos ycomenzaron a trabajar para vaciar de líquido la piscina. Entretanto, el responsablepolicial encargó a las distintas patrullas que se repartiesen con los perros sabuesos portoda la parcela para buscar cualquier cosa sospechosa. 17

Mientras los agentes iniciaban las pesquisas, yo me quedé un poco apartado,cerca de la entrada. Debido al bullicio que se había organizado, un viejo con boina ybastón que paseaba a la orilla de la carretera se aproximó para enterarse de lo quehabía sucedido. Al principio no le reconocí. Pero, tras varias miradas de reojo, caí en lacuenta de que se trataba del antiguo portero de la finca. El anciano estaba algo alejadode la puerta, sin atreverse a entrar. Entonces me acerqué a él: —¿Viene usted mucho por aquí? —le pregunté tras identificarme comoperiodista y antiguo alumno del colegio. —Siempre que puedo y la salud me lo permite. Ahora vivo en una residencia deancianos junto al polígono industrial, así que cuando me encuentro con fuerzas me doyun paseíto hasta aquí. Al fin y al cabo, esta fue mi casa durante una gran parte de mivida. —¿Y ha notado algo raro últimamente? —Sí. Desde hace unos meses, por mucho calor que haga, cuando paso por aquíempiezo a estremecerme, a sentir escalofríos. Cada vez me apetece menos venir.Prefiero pasear por otras zonas, porque últimamente no me encuentro a gusto. Es unfrío inexplicable… Además, últimamente viene mucha gentuza. Un día pillé a unoshombres en el mismo momento que empezaban a romper la valla con unas cizallas.Les avisé que esto era una propiedad privada de los Escolapios y se encararon conmigo. Seguí un rato más conversando con aquel hombre hasta que los bomberossalieron del gimnasio y comenzaron a guardar sus cacharros en el camión. Me despedíde él y me apresuré a arrimarme al vehículo. Por sus conversaciones deduje quehabían vaciado completamente la piscina y que no habían localizado nada. 18

En cuanto abandonaron el recinto, como si estuviesen aguardando a quedarsea solas, se escuchó por el aparato de radio del guardia que vigilaba la puerta: —«Que todos los efectivos acudan inmediatamente a la zona de las bodegasabandonadas. Uno de los perros ha detectado presencia humana reciente». Todos los hombres vestidos de verde se encaminaron hacia allí, excepto el quecustodiaba la puerta de acceso. Cuando yo intenté marchar también hacia esa zona, elque guardaba la entrada me lo impidió explicándome que el alférez le había dadoórdenes expresas de que me controlase en todo momento. Después de una hora sin novedades, aburridos por la espera y la inactividad,llamé por teléfono a la redacción para advertirles de la noticia que tenía entre manos.El redactor jefe me garantizó que me reservaría la portada, pero me metió toda laprisa que pudo para que escribiese la noticia cuanto antes. Inesperadamente, cuando estaba terminando la conversación telefónica, elcielo se encapotó a una velocidad asombrosa con unas nubes bajas y oscuras. Unviento frío y desagradable empezó a azotarnos sin compasión. Yo le propuse a mivigilante que nos resguardásemos en el pequeño porche de la casa del guarda, desdedonde podría controlar perfectamente el acceso. Así lo hicimos porque el tiempo seestaba poniendo verdaderamente feo. Los dos nos apoyamos en la pared, sin tenerningún tema en común sobre el que pudiésemos charlar. En silencio, absorto en mispensamientos, estuve contemplando los remolinos que arrastraban polvo y tierra,hasta que una racha de viento se lanzó sobre nosotros obligándonos a cerrar los ojos. Mientras nos frotábamos los parpados, un fragor procedente del interior de lavivienda, como si alguien estuviese trasteando con cacharros, reclamó nuestra 19

atención. Alarmados, nos introdujimos justo en el momento en el que, por un pequeñohueco que había en el muro opuesto, un niño de corta edad se escapaba hacia fuera. —¿De dónde ha salido ese chaval? —se interrogó el guardia. El pequeño muchacho trotaba a gran velocidad en dirección a la parte traseradel pabellón, hacia la antigua pista al aire libre de baloncesto. En un momento dado,justo antes de que la pared trasera del polideportivo le ocultase de nuevo, conseguíatisbar fugazmente su rostro: tenía la piel muy blanca, tirando a violácea; los labiososcuros, casi negros; el rostro hinchado y los ojos inexpresivos, transparentes y sin vida,como si careciese de pupilas. Intentamos perseguirle, aunque él era mucho más rápido que nosotros.Mientras corríamos, el guardia civil se quedó algo rezagado porque estaba pidiendopor su walkie-talkie que acudiesen más refuerzos. Cuando llegamos al siguiente recodo,justo por donde había doblado el crío, observamos que en el suelo, junto al muro delgimnasio, en el suelo, había una trampilla de amplias dimensiones abierta de par enpar. Le expliqué al agente que por ahí se bajaba al sótano, donde habían estadosituadas las calderas y los cuadros eléctricos. Sacando su arma, me apartó para pasarprimero a la vez que encendía una linterna. Yo no me pude resistir y descendí tras élpor el pequeño tramo de escaleras. El ambiente en aquel sótano era irrespirable. Olía a excrementos, aputrefacción, a animales muertos. Y el suelo estaba repleto de cucarachas y dediversos tipos de insectos en los que no quise fijarme mucho. De repente, surgió de laoscuridad un bulto, lo que provocó que el guardia gritase: —¡Quieto! ¡Manos arriba! 20

Sin saber con exactitud lo que estaba pasando realmente, escuché un par deladridos antes de que un perro de gran tamaño —aunque algo famélico— seabalanzase sobre el agente. Este reaccionó disparando varias veces al animal, que cayómuerto a sus pies. Entre la penumbra surgió un indigente barbudo y sucio quelevantaba los brazos gritando una y otra vez: —¡Has matado a mi perro! ¡Has matado a mi perro! 21

IV—Sois unos asesinos, unos mataperros. —Cuidado con lo que dices. A partir de ahora, solo quiero que abras la boquitapara que me expliques qué hacías aquí. Y luego me tendrás que aclarar también qué eslo que has hecho con el cadáver que había flotando en la piscina esta mañana. —No puede ser. Yo mismo lo enterré hace meses en el sótano. —Empieza por el principio, que no me entero de nada. Lo primero: ¿qué estáshaciendo en el polideportivo de los Escolapios? Supongo que sabrás que esto es unapropiedad privada. —Es que llevo un tiempo viviendo aquí, porque no tengo otro lugar en el quemeterme. Y necesito un techo. La crisis es muy chunga y a mí me gustaría trabajar,pero no encuentro nada. —Estoy cansado de oír siempre la misma cantinela. Y en los tiempos en los queno había crisis, cuando en España se ataban los perros con longaniza, ¿qué excusautilizabas para vivir sin dar palo? —A ver, señor guardia, yo no soy como el resto. Yo tengo una enfermedad…Llevo años enganchado al jaco… Aunque he intentado rehabilitarme, no lo consigo.Tengo la desgracia de vivir en la calle, pero soy honrado. 22

—No te enrolles y al grano. ¿Cómo viniste a parar a nuestro pueblo? —Por culpa de las deudas. No me quedó más remedio que mudarme aquíporque en mi pueblo me querían matar. Llegué hace un año y medioaproximadamente. Venía con mi mujer y con mi hijo de cuatro años. No teníamosdónde meternos, así que nos resguardamos temporalmente en este polideportivoabandonado. —¿Tu mujer también es adicta a la heroína? —Mucho más que yo. Fue ella la que me metió en el mundillo… Ella es capaz,incluso, de matar por una dosis. —¿Y de qué vivís? —De vez en cuando, cuando éramos unos recién llegados, la familia de Paula,mi mujer, nos mandaba algo de pasta para alimentar al niño. —Déjame que lo adivine: el dinero de tus suegros os lo pulíais en droga. —En ocasiones, sí. Pero eso era cosa de ella, que ha sido siempre una egoístade mierda y prefería que el niño se muriese de hambre antes que pasar ella el mono.De todos modos, tampoco enviaban tanto. Cuando nos quedábamos sin blanca, nosdedicábamos a pegar palos o a pedir limosna. Incluso, en algunas ocasiones, si estabamuy desesperada, Paula hacía la calle por detrás del cementerio, que es donde seponen las putas más tiradas… Ella estaba tan enganchada que, a veces, le tenía quesisar a escondidas algo para comprar comida para el niño… Hará unos cinco meses, undía como otro cualquiera, Paula se quedó cuidando del niño, mientras yo me iba a unsupermercado para robar un cartón de leche y un paquete de galletas. Como hacíamucho sol, a ella se le ocurrió subirse a la azotea del gimnasio y el niño corrió detrás deella… Se fumó un chino y se quedó dormida. Y Juanito, que jugaba alrededor de la 23

piscina, debió tropezarse con tan mala suerte que cayó por la parte más honda, endonde había algo de agua estancada, sin que Paula se enterase de nada. —¿Y tú qué hiciste cuando regresaste? —Imagínese, señor guardia. A mí me extrañó que no estuviesen en la casa delportero, que era donde solíamos hacer la vida. Tardé un buen rato en localizarles en laazotea. Al acceder allí, me encontré a mi mujer tirada en el suelo junto al trampolín, ya mi Juanito muerto, con la cabeza dentro del poquitín de agua que quedabaestancada. Cuando lo saqué de allí, observé que tenía el cráneo abierto como unmelón maduro. —Entonces probablemente moriría en el acto, del propio impacto. —Supongo que sí. Lo único que espero es que no sufriese, que no se enterasede nada. —¿Y tu mujer qué hizo al ver que vuestro hijo estaba muerto? —Cuando se espabiló, comenzó a llorar histérica sin reconocer su culpabilidad.Decía que yo le había dado caballo en mal estado para matarla a ella también. Le entróla neura y, sin atender a razones, cogió sus pocos bártulos y se marchó aquella mismatarde dejándome sin comida ni dinero. —¿Y por qué no la denunciaste? —Yo no sabía qué hacer. Estaba hecho un lío. Por eso me fui al poblado y lerobé todo el material a un camello que es medio retrasado y que no se entera de nada.Seguidamente, regresé aquí con la idea de metérmelo todo, para marcharme al otrobarrio del mejor modo posible. —Como sigues aquí, está visto que no conseguiste tus propósitos. Supongo quecuando se te pasó el colocón, tendrías una buena resaca. 24

—A la mañana siguiente me desperté con el convencimiento de que lo mejorque podía hacer era dar sepultura a mi hijo sin avisar a la pasma… Y si a Paula se leocurría contar algo de lo acontecido, yo podría defenderme diciendo que ella se habíaescapado con el niño y que no sabía nada más de ellos. —¿Dónde inhumaste el cuerpo? —En el sótano de las calderas, donde me han encontrado hace un rato. Excavéun hoyo muy profundo y allí enterré el cadáver de mi Juanito… Luego cubrí de brozas yescombros aquella zona para que no se notase que había picado el hormigón. Pocodespués, apareció un perro callejero, sin collar ni nada con lo que se le pudieseidentificar. Por más que lo ahuyentaba, siempre se empeñaba en meterse en aquelsótano, y en tumbarse junto al lugar en el que reposaban los restos del niño. El chuchome hacía compañía y terminé por encariñarme con él. Además, como era muy grande,también me protegía de los intrusos que de vez en cuando se dejaban caer por aquí…Un día sorprendí a un grupo de cinco personas que estaban jugando a la ouija en elinterior de la casa del guarda. Al irrumpir allí de improviso, les pegué tal susto quehuyeron despavoridos. Se olvidaron del tablero y los instrumentos, así que los queméen una hoguera que terminó por descontrolarse. A punto estuve de pegarle fuego a lavivienda entera… En un momento dado, cuando luchaba contra las llamas, comencé apercibir el llanto cada vez más insistente de un crío. —¿De qué me estás hablando? ¿Había más niños en el recinto? —No, no, señor guardia. Yo estaba completamente solo. Por eso no puedoexplicarme que aquellos sollozos no dejasen de oírse. He buscado por todas partes, herastreado hasta el último rincón, pero no he encontrado nada que pueda producir esosruidos. 25

—¿Y no sería algún tipo de animal? —No lo creo. Pero eso no es todo, ya que también empezó a aparecérseme portodas partes el espectro de un niño de una edad muy parecida a la de mi hijo. Desdeentonces, se pasea a menudo por el polideportivo, como queriendo comunicarme algo.Yo creo que es el espíritu de mi hijo, que ha acudido del más allá invocado por aquellosespiritistas para vengarse de mí. Sobre todo porque, cada vez que se manifiesta, elperro desaparece de mi lado y corre hacia el sótano. Y allí se pone a dar vueltasalrededor de los escombros que cubren la tumba. —Perdone que le interrumpa, mi alférez —dijo un guardia—. Hemos estadoquitando piedras y escombros en el sótano. Bajo ellos, hemos observado que alguienhabía picado en el suelo de hormigón y que la tierra estaba removida recientemente.Entonces hemos excavado y hemos localizado unos huesos pequeños, como de unniño de unos cuatro años. 26

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-No Comercial-Sin Derivar 4.0 Internacional.No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de obras derivadas. 27


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