La práctica filosófica con niñas, niños y jóvenes en la escuela, una pedagogía resistente desde el Sur Fundación La Salle - Argentina Centro de Educación popular y Pedagogías Críticas Aquí, en el Sur, se han vuelto a instalar los intereses de los poderosos que demuestran su capacidad para imponer estructuras de dominación, opresión y saqueo. Este período que despierta profundo dolor, debe convertirse en motivo ineludible para fortalecer el compromiso con una acción articulada de todos los actores que deseamos un mundo de pueblos libres, donde la vida humana esté garantizada a cada uno y cada una de sus habitantes, especialmente la de niños y niñas. Es necesario reforzar nuestra conciencia de que las decisiones político-económicas que se han instalado en nuestro territorio latinoamericano, son producciones históricas de sujetos que buscan construir una realidad acorde a sus intereses. Nos encontramos con un despliegue de propuestas que buscan engañarnos, vendiendo -en nombre de la modernidad- una forma de ser y estar en el mundo propia de la perspectiva neoliberal (Mignolo 2010). Ahora bien, desde el Proyecto Filosofar con niños, niñas y jóvenes en la escuela, creemos que la búsqueda por construir intervenciones que se contrapongan a la dominación en Latinoamérica en el plano educativo, nos conduce forzosamente a la lucha por la destrucción de lo que se ha llamado la colonialidad del poder. Porque como afirma Quijano (2007), ésta es hoy “[…] la trama viva de todas las formas históricas de explotación, dominación, discriminación, materiales e intersubjetivas…” (p125). Debemos recordar-nos que en cierto período histórico se ha impuesto un modo único de comprender el mundo que colocó los valores propios de la cultura moderna europea como patrón civilizatorio de la humanidad. Este modo consolidó la creencia según la cual la población del mundo se diferencia en inferiores y superiores, irracionales y racionales, primitivos y civilizados, tradicionales y modernos” (Ib., pág.95). Incluso, el proceso de conformación de los Estados de nuestro continente tal como los conocemos, se caracterizó por la exclusión de las mayorías y la afirmación de ciertos grupos selectos que, por alguna extraña o evidente atribución, serían superiores. Estos grupos no sólo sabían cómo comer, cómo vestir, sino que también sabían cómo pensar, cómo hablar y cómo conducir a la sociedad. Esa segregación perdura en la era del capitalismo globalizado. Los sectores empobrecidos acarrean grandes dificultades al intentar participar en la intervención de lo público, en términos institucionales. No sólo debemos dar la batalla para modificar las condiciones materiales, sino que es necesario también revertir procesos de subjetivación que deben ser desnaturalizados. Se trata de construir nuevas relaciones de poder más igualitarias, más horizontales, respetuosas de la singularidad de cada persona, de cada pueblo, de cada cultura; lo que exige un largo camino de deconstrucción. Una de las mayores complejidades que presenta es justamente su manera de funcionar: naturalizando las jerarquías, en particular nos referiremos aquí a la jerarquía epistémica-cultural. Es indispensable deslegitimar cierta forma de percibir el mundo como lógicamente superior. Partiendo de este cuestionamiento, podremos comenzar a dejar de ser los depositarios de la hegemonía de otros, que hicieron de nosotros su otredad. (Albán Achinte,2013, p451)
El escenario es realmente complejo debido a que en el día a día somos testigos de que la vida de muchos está efectivamente en manos de unos pocos. Nos encontramos ante la perversidad de un sistema mundial que pretende con sus discursos negar sus prácticas discriminatorias que conforman subjetividades en términos de inferioridad. Precisamos descolonizar nuestra cultura, nuestra identidad y por fin nuestro ser, si queremos encontrarnos de pie o incluso si queremos estar siendo y no ser lo que dejaron como nos dice Calle 13, o aún peor lo que nosotros dejamos de nosotros mismos. Contribuiremos así al debilitamiento de proyectos político-económicos caracterizados por un imperialismo que naturaliza prácticas de exclusión y muerte. La dominación epistémica exige procesos de re-conocimiento en nuestras prácticas educativas que propicien la constitución de subjetividades críticas, desobedientes, rebeldes, capaces de preguntar, de cuestionar y de construir alternativas. Por ello, consideramos primordial la difusión de la filosofía como práctica fundamental que democratiza el saber, no sólo en el sentido del acceso, sino que ante todo genera otro modo de relacionarnos con el saber, desde la posibilidad del cuestionamiento de lo establecido y de la producción de nuevos sentidos, nuevas miradas, nuevas palabras. Desde el 2016 nos hemos propuesto establecer un vínculo entre filosofía, infancia y escuela. Mi nombre es Florencia Sierra y coordino junto a Romina Ferreira y Juan Ángel Mondino el Proyecto Filosofar con niños, niñas y jóvenes en la escuela. Este proyecto pertenece al Centro de Educación popular y Pedagogías Críticas de la Fundación La Salle. Actualmente acompañamos a 15 instituciones de todo el país en la formación de más de 100 docentes que desarrollan sus encuentros de filosofía en el aula. Es necesario aclarar que, si bien este vínculo fue iniciado por un filósofo norteamericano que consideraba que los jóvenes debían ser entrenados en las técnicas de un buen razonamiento, existe una re- lectura latinoamericana que propició el surgimiento de nuevos caminos a los cuales nos sumamos desde el proyecto. Este modelo inicial al nos oponemos ha sido intervenido por las perspectivas de Freire, Simón Rodríguez, de la educación popular, entre otros. Dejamos en claro que nos alejamos entonces de la propuesta conocida como Filosofía para Niños, por su consideración pragmatista de la práctica filosófica, por su perspectiva técnica de la enseñanza y el aprendizaje y por su pretensión de una supuesta neutralidad. Indagando en las experiencias de nuestro país, observamos con preocupación que la mayoría de las instituciones donde se desarrollaban prácticas filosóficas eran escuelas de elite. Con la característica de que, quien generaba el espacio de filosofía, era un filósofo acreditado por la Academia. De esta manera se reforzaría justamente todo aquello a lo que intentábamos dar batalla: la consideración de que sólo a algunos le corresponde la posibilidad de pensar el mundo. Porque es allí donde justamente encontramos la oportunidad crucial de resistencia que trae el vínculo de la filosofía y la infancia, en la escuela, especialmente en aquellas a las que asisten los sectores más empobrecidos: En su posibilidad de movilizar las raíces colonizadas de nuestro modo, desde el Sur, de relacionarnos con el saber, esto es de cuestionar, de decir, de producir conocimiento. Dado que la autoridad indiscutible por parte del dominador aparece justificada por su racionalidad en oposición a la incapacidad de pensar del colonizado, para resistir a las políticas de opresión de la actualidad, como educadores, debemos
revisar nuestras prácticas educativas teniendo presente lo que Boaventura de Sousa Santos llama injusticia cognitiva: “Desde la conquista y el comienzo del colonialismo moderno, hay una forma de injusticia que funda y contamina todas las demás formas de injusticias que hemos reconocido en la modernidad […] se trata de la injusticia cognitiva. No hay peor injusticia que esa, porque es la injusticia entre conocimientos. Es la idea de que existe un sólo conocimiento válido, producido como perfecto conocimiento en gran medida en el Norte global, que llamamos la ciencia moderna” (De Sousa Santos, B.,2009,p16) La conquista de vastos territorios, el silenciamiento de culturas, la manipulación de cuerpos para su propia utilidad, todo ello fue y es acompañado por una forma de concebir el mundo explícitamente jerarquizado. Una manera de entender-nos que continuamos afirmando, o acaso nos resultan extraños los adjetivos: ¿Primer mundo? ¿Países sub-desarrollados? A continuación, proponemos intentar evidenciar algunas contribuciones de la filosofía y de la escuela, en la conformación de un mundo opresor. Aunque apelamos a ellas como posibilidad de resistencia, es necesario primero identificar de qué manera ambas formaron parte del entramado colonizador. En la historia de la cultura europeo-occidental, la filosofía se ha erguido como una de las máximas expresiones de la capacidad humana de pensar. Sus producciones se han instituido como un corpus teórico de saberes propio de un selecto grupo de eruditos. Los debates filosóficos se distanciaron de la realidad cotidiana, del común-de-la-gente, ¿del pueblo tal vez? Dicha actividad se volvió propiedad de personas reconocidas por su intelecto a quienes correspondía reflexionar los principios a partir de los cuales se construirían formas de percibir el mundo; principios que darían lugar a prácticas y leyes que abarcarían la vida de todos los demás. Este no es un dato accesorio respecto de la forma en que organizamos la vida compartida. Podemos reconocer cómo el impedimento del ejercicio de preguntar-se respecto de los fundamentos que sostienen nuestro modo de vivir, es una manera de ejercer el poder e instalar la injusticia cognitiva. En los tiempos de la conquista fueron los centros de poder-riqueza quienes se auto-instituyeron como la fuente del conocimiento válido, de civilización, de modernización, de desarrollo y progreso. La filosofía, y es decir la práctica de cuestionar y producir el conocimiento, se erigió como una práctica elitista. Amerita sospechar que las producciones más valoradas hayan sido las que caracterizaron al hombre blanco como raza superior. “Así, desde los centros coloniales se canoniza y se valida el conocimiento legítimo y las lenguas que sirven para expresarlo […]el conocimiento generado en las periferias coloniales no tiene carácter de conocimiento” (Garcés F.,2007,p217) Ahora bien, esta realidad genera sumisión a través de procesos de subjetivación muy difícil de identificar y por ello de batallar. Dado que estamos atravesados por la cultura occidental europea que naturaliza dicha jerarquización de saberes/seres superiores, impedir el ejercicio de cuestionar ciertos interrogantes respecto de la justicia, la verdad, la política, la belleza, el poder, tal vez sea uno de los modos menos reconocidos como formas de opresión. Sin embargo, encontramos en este impedimento un ejemplo concreto de la injusticia cognitiva que refería Boaventura de Sousa Santos.
¿Y la escuela? Debemos asumir que dicha institución ha sido uno de los dispositivos más representativos de la empresa moderna que permitió la circulación de los ideales de la razón, el progreso y el capital. La estructura escolar que establece claros sujetos de poder, en relación a conocimientos afirmados como verdaderos, en el marco de prácticas disciplinatorias sistematizadas, acordes a un orden implantado siempre desde el extranjero, tiene que despertar nuestra sospecha. Recordemos que en el proceso de construcción de las repúblicas que conforman hoy el territorio latinoamericano, la escuela estaba al servicio de responder a la necesidad de educar a las gentes iletradas y rurales, esto es de civilizarlos, convertirlos en ciudadanos. No se trata de demonizar toda la escuela. Debemos defender la escuela. Pero esta vez, lo que nosotros queramos llamar escuela, nuestra escuela. Para defender una escuela que sea nuestra, necesitamos decolonizar nuestras prácticas educativas, es decir, desnaturalizar ciertas características propias del sistema escolar que continúan operando en nuestro imaginario. Porque como decía Simón Rodríguez o inventamos, o erramos. Nos interesa aquí reflexionar en torno a tres cuestiones: la conformación de saberes o conocimiento válido en el territorio extranjero; la verticalidad de la estructura escolar signada por la calificación y clasificación de los sujetos; el vaciamiento de la palabra en la reproducción de discursos ajenos y por lo tanto el silenciamiento y la negación. Creemos que ante estos tres elementos la práctica filosófica en la escuela ofrece la sospecha, la invitación a desconfiar de aquello que se establece como verdadero dando lugar al ejercicio de preguntar; la horizontalidad de un vínculo que reconoce la igual capacidad de pensar de todos los sujetos y la exigencia de una palabra auténtica que vuelve presente a quien la pronuncia. Respecto del primer punto, la proliferación de escuelas en el territorio latinoamericano se enmarcó en un contexto de fuerte valorización del Saber como producción europea. El conocimiento científico que debía ser impartido provenía de aquel continente representante del progreso de la humanidad. Transmitir la cultura era más bien impartir los saberes alcanzados por otros. Alberdi (2005) sostiene que “Desde el siglo XVI hasta hoy no ha cesado Europa un sólo día de ser el manantial y origen de la civilización de este continente[…]Los americanos de hoy somos europeos que hemos cambiado de maestros: a la iniciativa española ha sucedido la inglesa y francesa. Pero siempre es Europa la obrera de nuestra civilización” (p97). Podemos intuir, o al menos deseamos creer, que ya no podrían enunciarse palabras tan contundentes. Sin embargo, podemos desconfiar de la superación de modos nor-eurocentristas de percibir el mundo. Nos seguimos encontrando con el imaginario que afirma que la función de la escuela es la de transmitir cultura: Cultura con mayúscula, así como Saber con mayúscula, es decir proveniente especialmente de los centros de poder, del primer mundo, de los países desarrollados, de las potencias mundiales. A partir de tal entronización de saberes, nos encontramos con el hábito una receptividad a-crítica del conocimiento. La supuesta neutralidad y su acercamiento a la verdad, ofrecían un mundo de respuestas ajenas, incuestionables, donde no hay lugar a las interpelaciones; menos aún las provenientes de aquellos catalogados como inferiores o atrasados. El segundo punto nos conduce a pensar la experiencia de estructura verticalista que ofrece la escuela. Nuevamente, no se trata de borrar aquí toda situación de autoridad que daría lugar a otro escrito sino de
autoritarismo en relación a modos de relacionarse con el saber como la presentada anteriormente. La relación con el saber se da en el entramado de relaciones caracterizado por la asimetría ya sea entre el maestro y el alumnado, así como también entre los integrantes del grupo de estudiantes. Gracias a sus mecanismos de competencia y evaluación, califica y así clasifica a los sujetos, permitiendo la internalización del imaginario que asegura la superioridad de pensamiento de ciertos sujetos por sobre otros. Ranciere (2003) nos alerta incluso de aquellos docentes que, con intenciones de generar una educación transformadora, en verdad proponen modos de atontamiento. Los estudiantes cumplen su deber si identifican, recorren y reproducen el camino de razonamiento trazado por el maestro. Es posible medir de qué manera cada uno de ellos ha logrado acercarse a lo previamente establecido como conocimiento verdadero. Walter Kohan nos propone examinar el tipo de preguntas que ofrecemos en las aulas, cuyas respuestas, en la mayoría de las ocasiones, ya hemos establecido con anterioridad. Preguntas que en verdad sólo permiten reconocer quién, además de yo-maestra, ya sabe. Por último, para colaborar con la reversión de la injusticia cognitiva el tercer elemento que queremos invitarlos a pensar, remite a la negación de la palabra auténtica. La palabra que se escucha en la escuela moderna, es aquella que afirma lo que ya ha sido sentenciado por Otros, allí en el Norte. Las secuencias didácticas demuestran el acostumbramiento a la situación de control que nos permite movernos en un mundo de sentencias establecidas, aunque no sean propias, pero que evita la experiencia de vulnerabilidad ante lo que no se sabe (Experiencia que crucial para dar lugar al ejercicio de pensar). No hay lugar ni para palabras nuevas ni para un uso nuevo de las palabras. No hay espacio para la capacidad poética. No hay lugar para la infancia. La palabra en las escuelas modernas implantadas en el Sur, es la palabra reproductora de un saber Otro, que en verdad niega la presencia de quien la enuncia y de quien la escucha. Ni el alumno ni el maestro, en el Sur, hablan-dicen-se hacen presentes mientras responden al proceso civilizador. Creemos que la práctica filosófica con niños y niñas en la escuela puede ser un intento que busque acompañar aquellas “Pedagogías que se esfuerzan por abrir grietas y provocar aprendizajes, desaprendizajes y reaprendizajes[…]pedagogías que pretenden plantar semillas no dogmas o doctrinas[…]hacer andar horizontes de teorizar, pensar, hacer, ser, estar, sentir, mirar y escuchar —de modo individual y colectivo— hacia lo decolonial”(Walsh C.,2013,p67). Entendemos aquí a la filosofía como una práctica problematizadora de la vida. Un ejercicio que nos distancia de cualquier posición de saber en tanto poder o dominio. De este modo la filosofía nos vuelve vulnerables, permitiendo el verdadero encuentro, porque nos conduce a sospechar -de manera permanente- de todo lo que nos resulta obvio, natural, establecido. Cualquier intento de entronización del conocimiento caerá frente a la pregunta filosófica que pone siempre todo en cuestión, que no obedece, que desafía. No se trata de una mera técnica. Por el contrario, nos referimos a un modo de ser-estar-existir: el modo filosofante de andar en el mundo. Por el contrario, reprimir el poder de indagación del individuo, la posibilidad no sólo de cuestionar sino de cuestionar-se, es reprimir una cuestión esencial de la vida humana. Porque detrás de una pregunta, existe en verdad la experiencia imprescindible de asombro, necesaria para asumir el riesgo, la acción
y la transformación (Freire, 2003). Filosofía (filosofar) como experiencia será inevitablemente molesta para quienes pretenden asumir posiciones inalterables de poder en relación al conocimiento. Generar en las escuelas, que bajo el modelo de educación bancaria denunciado por Freire se convirtieron en lugar de impartición de conocimientos extranjeros, un espacio para deliberar los fundamentos de nuestros hábitos y costumbres, es un hecho efectivamente movilizador. Creemos encontrar entonces en la práctica filosófica una oportunidad para las escuelas de Latinoamérica, en primera instancia, porque con sus preguntas es capaz de interpelar incluso a quienes habían pretendido autoafirmarse como representantes del progreso despertando en todas las personas disposición crítica, convocando a la participación activa, exigiendo un re-posicionamiento constante, abriendo la posibilidad permanente de lo nuevo. Como afirma Simón Rodríguez “Hágase algo por estos pobres pueblos que después de haber costeado con sus personas y bienes…O como ovejas, con su carne y su lana la independencia, han venido a ser menos libres que antes” (Rodríguez, 1990). Además de quebrar la asimetría en relación a la fuente de conocimiento válido también quiebra la asimetría de las relaciones intersubjetivas en el espacio escolar. La experiencia filosófica permite otra circulación del poder. El maestro ya no es el depositario de un Saber que debe ser impartido en los otros, en los infantes, en los a-lumnos. Un maestro filósofo está allí como artesano del saber. Su deseo es el de ayudar a querer saber, es decir, inspirar en los otros la vocación humana de la curiosidad, porque se asume a sí mismo también como un ser pensante. Teniendo en cuenta la tradición elitista de nuestra cultura, podemos identificar la potencialidad transformadora que representa la experiencia de mayor horizontalidad en el aula. Porque, en primer lugar, “para poder hacer filosofía de verdad es necesario pensar […] que todos son igualmente capaces en lo que respecta al pensamiento y al saber” (Kohan,2015, p155). Afirmamos junto a Sileoni que considerar a la igualdad como objetivo es aplazarla en verdad al infinito. Nunca la igualdad es después. Y esto es posible porque frente a la experiencia auténtica de la pregunta filosófica, lo que acontece es la experiencia de vulnerabilidad, que permite el encuentro con otros. En el Sur aparece como un deber imprescindible de los maestros provocar “un cambio en su relación con el saber […] haciéndole sentir la importancia de entender y entenderse como parte de un mundo a ser pensado” (Kohan, 2015,p155). Por todo ello, el espacio de filosofía hace de la escuela el lugar donde volver común la pregunta por el mundo, la forma en que vivimos en él, el modo en que nos relacionamos. La experiencia educativa filosófica no nos enseña/explica/indica cómo es el mundo, cómo debemos pronunciarlo, cómo debemos actuar en él. Por el contrario, nos permite crecer sabiendo que la realidad puede ser de otra manera y que ella es un asunto público, es un asunto del pueblo, es un asunto de todos y todas. En medio de estructuras excluyentes, espacios de conversación igualitarios, donde la palabra no puede ser adueñada por ninguno de los presentes, dan lugar a la búsqueda de una narrativa auténtica. En la constitución de la subjetividad en tanto ejercicio de la libertad, narrar-se es esencial. Todo proceso de subjetivación exige fundamentalmente la palabra. La posibilidad de pronunciar. Poder manifestar, con la voz, con el cuerpo, con las acciones, que estamos allí, pensando, y tenemos algo para decir. Paulo Freire (2012) nos
recuerda que: “Existir humanamente es pronunciar el mundo, es transformarlo” (p88) De este modo buscamos dejar de ser nombrados por otros. Abandonar el lugar de los excluidos para integrar el mundo del saber y del conocimiento. Y es en este sentido que procuramos ofrecer una educación para la capacidad liberadora, para la capacidad creativa. Necesitamos “nuevas experiencias en las que las imposiciones hegemónicas de la modernidad sean revertidas, al poner al sujeto pensante, crítico, creador, generador de cultura, como agente y protagonista de la justicia social, la equidad y el reconocimiento de la diferencia” (Díaz, 2010, p218) Educar para para ponerse en marcha, de pie, para caminar, generando nuevas rutas, nuevas experiencias, nuevos mundos. Tal vez sea un inicio que nos permita encontrarnos en las aulas con otras miradas, miradas de niñas y niños que se saben, “pensantes, reflexivos, habladores, persuasivos, convincentes…” (Kohan, 2016b,p83). Creemos que es urgente escuchar otras palabras, re-conocer otras presencias si deseamos una escuela que permita modificar estructuras de exclusión y discriminación, de injusticia cognitiva que naturaliza las jerarquías, particularmente epistémicas. Tal vez “la experiencia de la filosofía en la escuela puede ser un espacio para escuchar las voces de la infancia” (Kohan, 2015, 154). Pero, esta vez, de todas las infancias permitiendo lo que Betancourt llama una filosofía popular, que intervenga lo público desde los intereses de la gente sencilla. Devolver entonces a todas las personas el poder que fue arrebatado, en este caso el de la palabra creadora que dice presente, a partir de la pregunta auténtica que habilita la verdadera transformación y trae siempre la posibilidad de un mundo nuevo. Para irnos pensando… “Pará, yo te dije, estas palabras no van en los libros…y menos en la escuela” afirma uno de los estudiantes del Isauro Arancibia, cuando utiliza sus palabras, aquellas desde las que suele pronunciar el mundo. Y entonces, nos preguntamos: ¿Cuáles son las palabras que van en los libros, las palabras que van en “la escuela”? ¿Quiénes pueden pronunciar el mundo en la escuela? ¿Quiénes pueden cuestionarlo? ¿Quiénes transformarlo? ¿Es la escuela el lugar donde ir a pensar con otros? Necesitamos una escuela que sea auténtica experiencia de lo público, una escuela popular. No alcanza, como afirma Raúl Mejía, con ofrecer dinámicas de grupo para romper con la educación bancaria. Creemos que filosofar en el aula se vuelve un camino cierto para generar procesos de autoafirmación y de construcción de subjetividades críticas. Por ello la consideramos una práctica de resistencia frente a aquellas propuestas en las que se gesta la dominación. Pero además es una práctica creadora allanando el camino para la producción de saberes que históricamente han sido negados, a las epistemologías negadas, a la lengua negada. Permite la emergencia de los saberes excluidos, saberes del Sur, con la esperanza de construir otro tipo de vida más humana, más libre, más justa, más solidaria, más crítica.
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