Las virtudes éticas
La parte apetitiva y volitiva del ser humano, está naturalmente subordinado a la parte pensante o razón, Si la persona funciona bien como un todo, sus deseos serán controlados y dirigidos por su pensamiento. La virtud o arete moral consiste, pues, fundamentalmente, en el control de la parte volitiva del hombre por su parte pensante. En términos más actuales podemos decir que este tipo de virtudes tienen que ver con el autocontrol, aquellas que marcan nuestro carácter y moldean nuestra personalidad. El ser tímidos, generosos, ruines o atrevidos tienen que ver con estas virtudes. Aristóteles es el primer filósofo que analiza cuidadosamente la acción humana. Distingue entre la volición (boúléús), que marca los fines; la deliberación (boúleusis), que sopesa los medios, y la decisión (proatrests), que conduce directamente a la acción. Decidir bien es difícil. Fácilmente puede uno pasarse o quedarse corto, y es difícil dar con el término medio exacto en que consiste la decisión óptima. La regla para juzgar nuestras actuaciones es esta: «A las obras bien hechas no se les puede quitar ni añadir nada». La virtud o areté moral consiste, pues, en un hábito de decidir bien y conforme a regla, entendiendo por tal el apuntar al término medio óptimo entre dos extremos. Por ejemplo, a la pregunta ¿cuánto debo comer? Dependerá de tu cuerpo y estado actual pero la persona virtuosa habrá aprendido a lo largo de los años a conocerse a sí misma. Sabrá cuánto es mucho y cuánto es poco. Desgraciadamente no se trata de la media aritmética entre dos cantidades, que sería una regla precisa. En ética no hay reglas precisas, sino que mucho depende de cada uno y de sus circunstancias. No se trata de buscar el medio objetivo, sino el medio que conviene a cada uno. La comida adecuada para uno sería demasiado copiosa para otro y demasiado escasa para un tercero. En estos temas hay que adquirir experiencia de la vida y dejarse
guiar por el consejo y el ejemplo de algún hombre racional, prudente y experimentado. Con esto llega Aristóteles a su famosa definición: «La virtud es una disposición a decidir el término medio adecuado para nosotros, conforme al criterio que seguiría el hombre prudente». En definitiva, Aristóteles no nos ofrece ningún criterio o regla abstracta de acción, sino que nos remite al criterio de algún hombre egregio y prudente, lleno de inteligencia y experiencia de la vida, que conozcamos. Sin duda, él se consideraba a sí mismo un hombre tal. El esquema siempre es el mismo. Se considera un área determinada de la conducta humana y, respecto a ella, se determina el término medio (mesótes) en que consiste la virtud y, a continuación, los vicios o extremos por defecto (élleipsis) y por exceso (hyperbolé). Respecto a la búsqueda de placeres corporales hay que huir del vicio por defecto de la abstinencia o insensibilidad y del vicio por exceso del desenfreno. La virtud o término medio está en la templanza (sóphrosyné). A la hora de afrontar peligros, los extremos o vicios consisten en la cobardía, por un lado, y la temeridad, por otro. El término medio o virtud consiste en la valentía bien entendida (andreía). En cuanto a gastar nuestro dinero, el vicio por defecto es la tacañería; el vicio por exceso, la prodigalidad. La virtud o término medio estriba en la generosidad o liberalidad (eleutheriótes). Cuando tratamos de divertir a nuestros compañeros debemos evitar los extremos del desabrimiento y la bufonería, siendo simplemente graciosos. Y en general, en cualquier faceta de nuestra conducta debemos huir de los extremos irracionales —la timidez y la desvergüenza, la
fatuidad y la mezquindad...— y buscar siempre el término medio óptimo para nosotros. En gran parte de las actividades de nuestro día a día aplica esto mismo. El buen padre, hermano o político no tiene reglas fijas en su actuar, es el pensamiento, los buenos modelos y el tiempo lo que hace a uno virtuoso. Por este motivo los griegos prohibieron a los jóvenes entrar en política. El hábito (héxis) en que consiste la virtud o areté se forma por la repetición de actos. Repitiendo muchas veces actos virtuosos, tomando una y otra vez la decisión correcta —por reflexión propia o siguiendo el consejo del hombre prudente y experimentado—, vamos adquiriendo el correspondiente hábito de decidir bien, en que consiste la virtud, que así se incorpora a nosotros como una segunda naturaleza, que nos permite decidir bien en lo sucesivo con naturalidad y sin esfuerzo, casi sin darnos cuenta. Lo mismo pasa con todas las virtudes, no sólo con las morales. Es tocando bien la guitarra una y otra vez —consultando si es preciso al maestro experimentado— como adquiriremos el hábito de tocarla bien y sin esfuerzo, en que consiste la areté del guitarrista. No se trata de que por naturaleza seamos virtuosos o viciosos —respecto a una faceta de la conducta determinada—, y que por eso actuemos así. Al revés, puesto que vamos realizando, uno a uno, actos del tipo correspondiente, puesto que libremente vamos tomando decisiones buenas o malas —siguiendo o no el criterio o el consejo del hombre prudente y experimentado—, acabamos adquiriendo los correspondientes hábitos, nos hacemos virtuosos o viciosos. No hacemos el bien porque somos buenos, sino al revés, somos buenos porque hacemos el bien, pues es haciendo el bien como nos hacemos buenos. Y no son sólo los vicios del alma los que son voluntarios, sino en algunas personas también los del cuerpo, y por eso los censuramos. Nadie censura, en efecto, a los que son feos por naturaleza, pero sí a los que lo son por abandono y falta de gimnasia. Por eso somos responsables de nuestros actos y de nuestros hábitos, por eso está justificado elogiar a los virtuosos y censurar a los viciosos, y por eso tiene sentido que el legislador imponga
premios y castigos a unos y otros, para estimular a todos a actuar bien Para complementar la información anterior, a continuación, se presentan algunos fragmentos de la obra Ética a Nicómaco. Fragmento. L.II. Ética a Nicómaco I. La virtud ética, un modo de ser de la acción Y, claro, dado que la virtud es doble -una intelectual y otra moral- la intelectual toma su origen e incremento del aprendizaje en su mayor parte, por lo que necesita experiencia y tiempo; la moral, en cambio, se origina a partir de la costumbre, por lo que incluso de la costumbre ha tomado el nombre con una pequeña variación. De aquí resulta también evidente que ninguna de las virtudes morales se origina en nosotros por naturaleza: en efecto, ninguna de las cosas que son por naturaleza se acostumbra a otro comportamiento. Por ejemplo, la piedra, que se dirige por naturaleza hacia abajo, nunca podría acostumbrarse a dirigirse hacia arriba ni aunque uno tratara de acostumbrarla tirándola miles de veces hacia arriba; ni el fuego hacia abajo, ni ningún otro de los elementos que se originan de una manera podría acostumbrarse a un comportamiento diferente. Por consiguiente, las virtudes no se originan ni por naturaleza ni contra naturaleza, sino que lo hacen en nosotros que, de un lado, estamos capacitados naturalmente para recibirlas y, de otro, las perfeccionamos a través de la costumbre. Más aún: de cuanto se origina en nosotros por naturaleza primero recibimos las facultades y después ejercitamos sus actividades. (Ello es evidente con los sentidos, pues no por ver muchas veces o por oír muchas veces hemos recibido estos sentidos, sino al revés: los utilizamos porque los tenemos, no los hemos adquirido por utilizarlos.) Las virtudes, en cambio, las recibimos después de haberlas ejercitado primero. Lo mismo que, por lo demás, en las artes: lo que hay que hacer después de aprenderlo, eso lo aprendemos haciéndolo: por ejemplo, los hombres se hacen constructores construyendo y citarisltas tocando la cítara. Pues
bien, de esta manera nos hacemos justos realizando acciones justas y valientes. Esto lo corrobora lo que sucede en las ciudades: los legisladores hacen buenos a los ciudadanos con la costumbre. Ésta es la voluntad de todo legislador y cuantos no lo hacen bien, fracasan; y en esto reside la diferencia entre una buena y una mala constitución. Más aún: toda virtud se origina como consecuencia y a través de las mismas acciones. Y el arte, igual: de tocar la cítara se originan los buenos y los malos citaristas. Y de manera similar los constructores y todos los demás: de construir bien se harán buenos constructores y de construir mal, malos. Porque de no ser así, ninguna necesidad habría de que alguien enseñara, sino que todos habrían nacido buenos o malos. Pues bien, así sucede también con las virtudes: es realizando las acciones relativas a las transacciones con los hombres como unos nos hacemos justos y otros injustos; y realizando las acciones relativas a las situaciones de peligro, y acostumbrándonos a temer o a tener valor unos nos hacemos valientes y otros cobardes. E igualmente sucede con los apetitos y la ira: unos se hacen templados y mansos y otros intemperantes e irascibles -unos por desenvolverse de una manera y otros de otra en las mismas circunstancias-. Bien, en una palabra: los hábitos se originan a partir de actividades correspondientes. Por ello hay que realizar actividades de una cierta clase, pues de acuerdo con las diferencias entre ellas se siguen los hábitos. En consecuencia, no es pequeña la diferencia entre habituarse en un sentido o en otro ya desde jóvenes; es de gran importancia o, mejor, de la máxima importancia. II. La recta acción y la moderación [...] Pues bien, antes que nada, debemos considerar que estas tales -las virtudes morales- se pierden naturalmente por defecto o exceso, como vemos con el vigor y la salud (ya que hay que servirse de testimonios visibles en ayuda de lo invisible). Los ejercicios gimnásticos excesivos o deficientes hacen que se pierda el vigor. E igualmente las bebidas y los alimentos acaban con la salud, si se producen en exceso o defecto, mientras que si son equilibrados la crean, la aumentan y la conservan. Pues bien, de esta manera
sucede también con la templanza, la valentía y las demás virtudes. El que lo rehúye todo y es temeroso y no aguanta nada se hace un cobarde; y el que no teme nada en absoluto, sino que se enfrenta a todo, temerario. Igualmente, el que disfruta todo placer y no se abstiene de ninguno, se hace intemperante, pero el que rehúye todo, como los hombres toscos, es insensible. Por consiguiente, se pierden la templanza y la fortaleza por el exceso y el defecto, mientras que se conservan por la mesura. [...] Lo mismo en el caso del valor: por acostumbrarnos a despreciar las cosas temibles llegamos a ser valerosos y, una vez que hemos llegado a serlo, seremos capaces de soportar las cosas temibles. VI. Naturaleza de la virtud [...] La virtud del caballo hace excelente al caballo y bueno para correr, para llevar a su jinete y hacer frente a los enemigos. Bien, si ello es así en todos los casos, también la virtud del hombre sería el estado gracias al cual el hombre llega a ser bueno y gracias al cual realiza bien su propia actividad. En qué sentido será ello así, ya lo hemos tratado, pero quedará claro también si consideramos de qué clase es la naturaleza de la virtud: en efecto, en todo lo que es continuo y divisible es posible tomar una parte mayor, una menor y una igual; y ello ya sea con respecto al propio objeto o en relación con nosotros; y la parte igual es un término medio del exceso y del defecto. Llamo «término medio del objeto» al que está a la misma distancia de cada uno de los extremos, cosa que es una y la misma para todo; y «con respecto a nosotros», aquello que no tiene exceso ni defecto: esto en cambio no es único ni lo mismo en todo. [...] Pero me refiero a la virtud moral, pues ésta tiene que ver con afecciones y acciones y es en ellas donde hay exceso, defecto y término medio. Por ejemplo, sentir miedo, audacia, deseo, ira o piedad, o, en general, sentir placer o dolor es posible en mayor o menor grado -y en ambos casos ello no está bien-. Pero sentirlo «cuando» y «en los casos en que», y «con respecto a quienes», y
«para lo que» y «como» se debe, eso es el término medio y lo mejor -lo cual es propio de la virtud-. IX. Reglas prácticas para alcanzar el término medio [...] En efecto, el alcanzar el término medio en cada caso es una hazaña: por ejemplo, dar con el centro del círculo no es propio de cualquiera, sino del entendido; de igual manera, también es propio de cualquiera y fácil el encolerizarse y el dar dinero y gastarlo, pero con quién, y en qué medida, y cuándo, y para qué, y cómo, ya no es propio de cualquiera ni tampoco fácil; por lo cual el bien es escaso, elogiable y bello. Por esta razón el que pretende alcanzar el término medio debe, en primer lugar, alejarse de lo que es más contrario, como aconseja Calipso: «Aleja a la nave fuera de ese humo y oleaje» [...] Es necesario observar a qué somos más fáciles de ser arrastrados, pues cada uno lo somos por naturaleza a una cosa; y ello será reconocible a partir del placer y el dolor que se produce en nosotros. Es necesario arrastrarnos hacia el extremo contrario, pues si nos alejamos mucho del error llegaremos al término medio, lo cual hacen precisamente quienes tratan de enderezar los maderos torcidos. Y en todo debemos guardarnos especialmente de lo placentero y del placer, porque no lo juzgamos como jueces incorruptos.
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