La lotería Había en la isla de Cuba un campesino muy aficionado a jugar a la lotería. Cada semana compraba un boleto con la esperanza de que le tocara, pero nunca tenía suerte. Aun así, estaba convencido de que algún día el número ganador sería el suyo. Sucedió que una mañana de verano salió temprano de su casa para comprar el boleto y tuvo el presentimiento de que por fin le iba a tocar. La corazonada era tan fuerte que en vez de una papeleta compró diez del mismo número para que las ganancias fueran diez veces mayores. Se quedó sin dinero en los bolsillos, pero le daba igual ¡Su sueño de riqueza estaba a punto de cumplirse! – Mañana es el sorteo y quiero estar en la ciudad cuando digan el número ganador. Si me ves regresar en un coche lujoso significará que somos ricos y podrás tirar todos los muebles y trastos que tenemos en esta casa porque nos construiremos una mucho más grande y elegante. – Te veo muy convencido, querido ¡Ojalá no te equivoques y mañana podamos llenar nuestra bañera de monedas y billetes! Esa noche el campesino no pudo dormir de los nervios que sentía en el estómago. En cuanto asomaron los primeros rayos de sol se fue a la ciudad a paso ligero, con una sonrisa de oreja a oreja e imaginando cómo sería su nueva vida. – Tendré zapatos de charol, criados que me hagan reverencias, daré grandes banquetes en casa y viajaré por todo el mundo ¡Va a ser genial! La mujer, contagiada de ilusión, se quedó en el hogar aguardando impaciente ¡El tiempo de espera se le hacía eterno! Cada cinco minutos salía a la puerta para ver si veía venir a su marido en un buen coche tal y como le había dicho. Nerviosa, se decía a sí misma: – Por favor, por favor, que se cumplan nuestros sueños ¡Que venga en coche, que venga en coche y no caminando! Pasadas las cuatro de la tarde, la campesina vio a lo lejos una pequeña humareda de polvo y tras ella, un cochazo rojo descapotable impresionante, de esos que sólo los ricos se pueden permitir. En él venía su marido agitando con fuerza los brazos, haciéndole señales y gritando algo que no alcanzaba a escuchar.
– ¡Oh, es increíble! ¡Mi marido viene en un coche de lujo y chillando como un loco! ¡Nos ha tocado la lotería, somos millonarios! La buena mujer empezó a saltar de alegría y entró corriendo en la casa presa de la emoción. Sin pensárselo dos veces, comenzó a romper todas las cosas feas y viejas que tenía: la vajilla, los espejos, las estanterías, las ollas de barro que usaba para cocinar… – ¡Hala, todo a la basura, que ya no lo necesito! A partir de ahora tendré una mansión y cosas bonitas por todas partes ¡Qué harta estoy de todos estos cachivaches anticuados! Todos los objetos de la casa quedaron esparcidos por el suelo hechos añicos y la mujer contempló el destrozo con una sonrisa. – ¡Uf!, ¡qué a gusto me he quedado! Será genial decorar mi nueva casa con porcelanas chinas y manteles de seda ¡Hasta pienso comprar copas de plata para deslumbrar a los invitados! ¡Esa es la vida que yo me merezco! La esposa del campesino rebosaba felicidad, pero esa felicidad duró muy poco tiempo. Estupefacta, vio cómo su marido aparecía en el comedor acompañado de un distinguido caballero al que no conocía de nada. El elegante señor olía a perfume del caro y lucía ropas dignas de un ministro, pero su esposo llegaba con las piernas llenas de golpes y apoyado en dos palos a modo de muletas para poder caminar. En décimas de segundo, su sonrisa se congeló. – Pero ¡¿qué te ha pasado?! ¡Parece como si te hubiera atropellado un coche! El campesino, gimiendo de dolor, le contestó muy compungido: – ¡Tú lo has dicho! ¡Regresaba caminando de la ciudad cuando este señor me atropelló sin querer y me partió las piernas! – ¡Ay, madre! ¿Y por qué chillabas y hacías aspavientos desde el coche? ¡Pensaba que venías gritando de felicidad porque nuestros boletos habían resultado premiados! – ¡¿De felicidad?! ¡Qué dices! Yo sólo te gritaba: ¡No tires nada, no tires nada, que no nos ha tocado la lotería y vengo con las piernas rotas! La mujer se dejó caer en una silla como un saco de patatas. Miró a su alrededor y vio con todas las cosas que ella misma había destruido. Desolada, se dio cuenta de que el ansia de riqueza y la impaciencia le habían jugado una mala pasada.
El matrimonio jamás volvió a jugar a la lotería y jamás se hizo rico. Gracias al desgraciado incidente los dos aprendieron a vivir la vida intentando ser felices con lo que tenían.
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