Sus Últimas Palabras Carlos H. Macchiaroli
Sus últimas palabras Y entonces me miró a los ojos detenidamente por un instante y final- mente dijo cuando le pregunté por qué se había puesto el vestido nue- vo, sus mejores alhajas y ese rico perfume francés: -¡Estoy enamorada! Me quedé de una pieza. Sin dirimir pensamiento alguno. Es decir sin reacción ninguna. Luego cuando acusé recibo y digerí su contenido, al- cancé a preguntar por si había digerido mal. -¿Qué? -¡Quiero la separación! –mencionó tenaz y resolutiva. Sus palabras hicieron mella en mi cabeza, tanto que un sonido extra- ño y agudo perpetró en mis oídos dejándome atónito como cuando esta- lla una bomba. Intenté decir algo pero no hallaba las palabras. Sentí unas manos fuertes e invisibles que oprimían mi pecho, atenazaban mi garganta y no podía respirar. Sentíame morir. -¿No vas a decir nada? –articuló ella atacando de nuevo. Hice un esfuerzo supremo para poder respirar y respiré. Entonces so- breviví y balbuceé: -¿Quieres… separarte? –pregunté a la mujer con la cual convivía desde un par de décadas y que creía conocer al dedillo. -¡Sí! –afirmó sin cambiar de postura y ahí entendía que su decisión ya no tenía vuelta atrás. Eché una mirada a la casa, a todo aquellos que nos rodeaba, lo que juntos logramos construir con el esfuerzo, sacrificio y… amor ¿Amor?. Comencé a percibir como de a poco se desgranaba nuestra historia. -¡Quiero el divorcio! –machacó con la voz severa, los labios torcidos. No contesté, pero cómo si hubiese adivinado o leído mi pensamiento del “Por qué ahora”, sostuvo que “los tiempos han cambiado” y se insta- ló un largo silencio entre los dos. Solamente el tic tac del viejo reloj de la sala contigua caminaba penosamente por la casa.
-¿Le conozco? –hablé finalmente. -Mejor que no. -¿Cuánto hace que…? -Eso ya no tiene importancia. –dijo y miró la hora en su reloj de pulse- ra, el mismo que le regale en su último cumpleaños. -¿Quieres irte de casa? -Eso habrá que discutirlo. –señaló con inmodestia. -Quien está en falta no soy yo. –le recordé por las dudas y fui toman- do temperatura dejando la herida y la amargura que absorbía mi pecho a un lado para darle la bienvenida a la bronca, al rencor y por qué no, al odio. Pasé de quererla a odiarla en apenas milésima de segundos. Jamás imaginé que la persona que más quería, en quien más confiaba y a quien le daba todo de mí, pudiese darme semejante estocada en lo más profundo del corazón. -¿Por qué me haces esto? –detrás de mis ojos había lágrimas amar- gas. -¡Ya no eres nadie para mí! –sus palabras contenían desprecio. -¡Soy el padre de tu hija! –salió de mi voz como el tiro de cañón. Y entonces, entonces como el rayo que cae y todo lo fulmina fueron sus dos palabras. -¿Eso crees? Allí, una ráfaga de locura me poseyó. Quise arrancarle los ojos. Me vi apretando su garganta hasta matarla, pero mi cuerpo no obedeció, se quedó quieto. Mis pies eran dos estacas clavadas en la tierra. Mis ojos ardían demasiado. Ella mantenía los labios apretados, la mirada chispeante. Éramos co- mo dos felinos enfrentados como si fuese un desafío a muerte. Y de repente, ella y yo, oímos en el silencio de esa noche, el runru- near de un auto que se estacionaba frente a casa. Percibí que su pulso se detuvo por un instante, mientras que el mío se aceleraba a fondo en una marcha descontrolada. Me miró con más profundidad y cuando no pudo más, llevó la mirada hacia la ventana de calle para ver lo que no se veía pero sí se sabía. En un movimiento sorprendente giró sobre sí misma para tomar la cartera que estaba sombre el sillón y fue a la salida, abrió la puerta y se marchó tras un portazo.
Portazo que quedó suspendi- do en el aire al igual que yo. Transcurrió un tiempo, mucho tiempo y mi pena y mi bronca eran muy grandes. De mi boca emanaba un sabor amargo como el veneno y como dice el Tango, busque ahogar mi pena en el al- cohol. Bebí demasiado, me puse mal como obnubilado, pero mi pena seguía ahí, inalterable y enton- ces buscando una mejor salida a la peor de mis pesadillas, fui ha- cia el revólver, lo tomé, estaba frío, helado pero cargado. Me mi- ró con su ojo negro, lo miré tam- bién y lo llevé a la sien para que apague la luz de mi inmenso in- fortunio. Pero no pude, no, no Y esas fueron sus últimas pude. No tenía las agallas que palabras, señor comisario. hay que tener para mandarse a mudar al otro lado. Me senté en el suelo, en un rincón con la botella en una mano y el ar- ma en la otra, con su imagen en mi mente, a cada segundo la odiaba más y más. Y habré estado así… no sé cuánto tiempo. Ella regresó no sé a qué hora, me vio en el piso y vio la botella y pro- clamó con total desprecio: -¡Borracho! ¡Basura! -Y esas fueron sus últimas palabras, señor comisario. Carlos H. Macchiaroli Roque Pérez - Buenos Aires
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