NOMBRE: Greycy Medina. H CURSO: Plan Lector. PROFESORA: Maritza Yauris. GRADO: 5to de secundaria. COLEGIO: I.E.P Santa Ana. AÑO: 2022
La Tierra es el lugar donde vivimos y alberga dentro de sí las esperanzas y sueños de miles de seres humanos, es prácticamente imposible que sobreviviéramos sin los recursos que nos brinda, por ello es importante tomar conciencia acerca de lo esencial de mantener nuestro único hogar a salvo, claro antes de que sea demasiado tarde. A lo largo de este poemario encontrará diez poemas que le darán una visión distinta acerca de la Tierra y de lo importante que es su cuidado y preservación para un beneficio común.
Seudónimo literario de Lucila Godoy Alcayaga; Vicuña, Chile, 1889 - Nueva York, 1957. Fue una poetisa y educadora chilena. Ella realizó una poesía más sencilla y humana, tras unos inicios aún marcados por el modernismo, desarrolló una expresividad propia basada en un estilo elemental de imágenes intensas, con el que desnudó su intimidad dolorida y un corazón rebosante de amor, volcado (tras el amor trágico de Desolación) sobre los niños, los desvalidos o su propia tierra, en tonos hondamente religiosos. Su vida se movió sin pausas entre la literatura, la docencia y la carrera diplomática, actividad esta última por la que realizó numerosos viajes y pasó diversas temporadas en ciudades europeas, norteamericanas y latinoamericanas, en las que publicó la mayoría de sus obras.
Niño indio, si estás cansado, tú te acuestas sobre la Tierra, y lo mismo si estás alegre, hijo mío, juega con ella... Se oyen cosas maravillosas al tambor indio de la Tierra: se oye el fuego que sube y baja buscando el cielo, y no sosiega. Rueda y rueda, se oyen los ríos en cascadas que no se cuentan. Se oyen mugir los animales; se oye el hacha comer la selva. Se oyen sonar telares indios. Se oyen trillas, se oyen fiestas. Donde el indio lo está llamando, el tambor indio le contesta, y tañe cerca y tañe lejos, como el que huye y que regresa... Todo lo toma, todo lo carga el lomo santo de la Tierra: lo que camina, lo que duerme, lo que retoza y lo que pena; y lleva vivos y lleva muertos el tambor indio de la Tierra. Cuando muera, no llores, hijo: pecho a pecho ponte con ella y si sujetas los alientos como que todo o nada fueras, tú escucharás subir su brazo que me tenía y que me entrega y la madre que estaba rota tú la verás volver entera !¡y oirás, hijo, día y noche, caminar viva tu madre muerta!
Árbol hermano, que clavado por garfios pardos en el suelo, la clara frente has elevado en una intensa sed de cielo; hazme piadoso hacia la escoria de cuyos limos me mantengo, sin que se duerma la memoria del país azul de dónde vengo. Árbol que anuncias al viandante la suavidad de tu presencia con tu amplia sombra refrescante y con el nimbo de tu esencia: haz que revele mi presencia, en las praderas de la vida, mi suave y cálida influencia de criatura bendecida. Árbol diez veces productor: el de la poma sonrosada, el del madero constructor, el de la brisa perfumada, el del follaje amparador; el de las gomas suavizantes y las resinas milagrosas, pleno de brazos agobiantes y de gargantas melodiosas: hazme en el dar un opulento ¡para igualarte en lo fecundo, el corazón y el pensamiento se me hagan vastos como el mundo! Y todas las actividades no lleguen nunca a fatigarme: ¡las magnas prodigalidades salgan de mí sin agotarme!
Árbol donde es tan sosegada la pulsación del existir, y ves mis fuerzas la agitada fiebre del mundo consumir: hazme sereno, hazme sereno, de la viril serenidad que dio a los mármoles helenos su soplo de divinidad. Árbol que no eres otra cosa que dulce entraña de mujer, pues cada rama mece airosa en cada leve nido un ser: dame un follaje vasto y denso, tanto como han de precisar los que en el bosque humano, inmenso, rama no hallaron para hogar. Árbol que donde quiera aliente tu cuerpo lleno de vigor, levantarás eternamente el mismo gesto amparador: haz que a través de todo estado —niñez, vejez, placer, dolor— levante mi alma un invariado y universal gesto de amor!
(Seudónimo de Neftalí Ricardo Reyes Basoalto; Parral, Chile, 1904 - Santiago de Chile, 1973) Poeta chileno, premio Nobel de Literatura en 1971 y una de las máximas figuras de la lírica hispanoamericana del siglo XX. A la juventud de Pablo Neruda pertenece el que es acaso el libro más leído de la historia de la poesía: de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924), escrito a los veinte años, se habían editado dos millones de ejemplares a la muerte de su autor. Del amor apasionado y cálidamente humano de los Veinte poemas, con resabios modernistas, pero plenamente original en sus brillantes imágenes, pasaría Neruda a expresar con la fuerza de un surrealismo personal el sinsentido del hombre y del cosmos en Residencia en la tierra (1933-1935), para construir una nueva fe desde el compromiso político en la épica del Canto general (1950) e inclinarse finalmente por la sencillez temática y expresiva de las Odas elementales (1954-1957). Siempre receptivo a las innovaciones estéticas, su copiosísima producción, que incluye multitud de libros además de los citados, reflejó las sucesivas tendencias en el devenir de la lírica en lengua española y ejerció una fuerte influencia en poetas de todo signo.
Llega el invierno. Espléndido dictado me dan las lentas hojas vestidas de silencio y amarillo. Soy un libro de nieve, una espaciosa mano, una pradera, un círculo que espera, pertenezco a la tierra y a su invierno. Creció el rumor del mundo en el follaje, ardió después el trigo constelado por flores rojas como quemaduras, luego llegó el otoño a establecer la escritura del vino: todo pasó, fue cielo pasajero la copa del estío, y se apagó la nube navegante. Yo esperé en el balcón tan enlutado, como ayer con las yedras de mi infancia, que la tierra extendiera sus alas en mi amor deshabitado. Yo supe que la rosa caería y el hueso del durazno transitorio volvería a dormir y a germinar: y me embriagué con la copa del aire hasta que todo el mar se hizo nocturno y el arrebol se convirtió en ceniza.
La tierra vive ahora tranquilizando su interrogatorio, extendida la piel de su silencio. Yo vuelvo a ser ahora el taciturno que llegó de lejos envuelto en lluvia fría y en campanas: debo a la muerte pura de la tierra la voluntad de mis germinaciones.
La tierra verde se ha entregado a todo lo amarillo, oro, cosechas, terrones, hojas, grano, pero cuando el otoño se levanta con su estandarte extenso eres tú la que veo, es para mí tu cabellera la que reparte las espigas. Veo los monumentos de antigua piedra rota, pero si toco la cicatriz de piedra tu cuerpo me responde, mis dedos reconocen de pronto, estremecidos, tu caliente dulzura. Entre los héroes paso recién condecorados por la tierra y la pólvora y detrás de ellos, muda, con tus pequeños pasos, eres o no eres? ayer, cuando sacaron de raíz, para verlo, el viejo árbol enano,
te vi salir mirándome desde las torturadas y sedientas raíces. Y cuando viene el sueño a extenderme y llevarme a mi propio silencio hay un gran viento blanco que derriba mi sueño y caen de él las hojas, caen como cuchillos sobre mí desangrándome. Y cada herida tiene la forma de tu boca.
(Bilbao, 1864 - Salamanca, 1936) Escritor, poeta y filósofo español, principal exponente de la Generación del 98. Entre 1880 y 1884 estudió filosofía y letras en la Universidad de Madrid, época durante la cual leyó a Thomas Carlyle, Herbert Spencer, Friedrich Hegel y Karl Marx. Se doctoró con la tesis Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca, y poco después accedió a la cátedra de lengua y literatura griega en la Universidad de Salamanca, en la que desde 1901 fue rector y catedrático de historia de la lengua castellana. Inicialmente sus preocupaciones intelectuales se centraron en las cuestiones éticas y los móviles de su fe. Desde el principio trató de articular su pensamiento sobre la base de la dialéctica hegeliana, y más tarde acabó buscando en las dispares intuiciones filosóficas de Herbert Spencer, Sören Kierkegaard, William James y Henri Bergson, entre otros, vías de salida a su crisis religiosa.
Castilla tú me levantas, tierra de castilla, en la rugosa palma de tu mano, al cielo que te enciende y te refresca, al cielo, tu amo, tierra nervuda, enjuta, despejada, madre de corazones y de brazos, toma el presente en ti viejos colores del noble antaño. Con la pradera cóncava del cielo lindan en torno tus desnudos campos, tiene en ti cuna el sol y en ti sepulcro y en ti santuario. Es todo cima tu extensión redonda y en ti me siento al cielo levantado, aire de cumbre es el que se respira aquí, en tus páramos. ¡Ara gigante, tierra castellana, a ese tu aire soltaré mis cantos, si te son dignos bajarán al mundo desde lo alto!
En este mar de encinas castellano los siglos resbalaron con sosiego lejos de las tormentas de la historia, lejos del sueño que a otras tierras la vida sacudiera; sobre este mar de encinas tiende el cielo su paz engendradora de reposo, su paz sin tedio. Sobre este mar que guarda en sus entrañas de toda tradición el manadero esperan una voz de hondo conjuro largos silencios. Cuando desuella estío la llanura cuando la pela el riguroso invierno, brinda al azul el piélago de encinas su verde viejo. Como los días, van sus recias hojas rodando una tras otra al pudridero, y siempre verde el mar, de lo divino nos es espejo. Su perenne verdura es de la infancia de nuestra tierra, vieja ya, recuerdo, de aquella edad en que esperando al hombre se henchía el seno de regalados frutos. Es su calma manantial de esperanza eterna eterno. Cuando aún no nació el hombre él verdecía mirando al cielo, y le acompaña su verdura grave tal vez hasta dejarle en el lindero en que roto ya el viejo, nazca al día un hombre nuevo. Es su verdura flor de las entrañas
de esta rocosa tierra, toda hueso, es flor de piedra su verdor perenne pardo y austero. Es, todo corazón, la noble encina floración secular del noble suelo que, todo corazón de firme roca, brotó del fuego de las entrañas de la madre tierra. Lustrales aguas le han lavado el pecho que hacia el desnudo cielo alza desnudo su verde vello. Y no palpita, aguarda en un respiro de la bóveda toda el fuerte beso, a que el cielo y la tierra se confundan en lazo eterno. Aguarda el día del supremo abrazo con un respiro poderoso y quieto mientras, pasando, mensajeras nubes templan su anhelo. En este mar de encinas castellano vestido de su pardo verde viejo que no deja, del pueblo a que cobija místico espejo.
(Dulce María Loynaz y Muñoz; La Habana, 1902 - 1997) Poeta y narradora cubana cuya primera obra se inscribe en el posmodernismo insular, dentro del cual fue la figura más representativa de la línea purista. La lírica de Loynaz sedujo por su sencillez y naturalidad y el ritmo y la musicalidad de sus versos, en los que predominó una temática en ocasiones fruto de la angustia y del enigma y motivada por el amor. Es fundamental en su estilo la influencia de Juan Ramón Jiménez. En las composiciones de Loynaz encontramos una ternura, delicadeza y melancolía que recuerdan, sin duda alguna, la expresión intimista de Platero y yo, la popular obra del poeta. Él mismo reconoce estas semejanzas entre ambos en un artículo del año 1942, que publica en la revista semanal Buenos Aires. En 1929 viajó a Turquía, Siria, Libia, Palestina y Egipto. En este momento escribió su obra Cartas de amor al Rey Tut-Ank-Amen, inspirada por su visita a la tumba del famoso faraón Tutankamon. Un año después conoció a Federico García Lorca, con el que mantuvo una entrañable amistad y que fue uno de los muchos amigos que hizo en España.
El pequeño contrahecho conoce todas las piedras del jardín; las ha sentido en sus rodillas y entre sus manos ya escamosas de humano reptil. En la tierra tirado parece un ángel roto, el ángel desprendido de un altar: juega con los gusanos de la tierra y con las raíces del framboyán. El pequeño contrahecho tiene los pies más suaves y el cielo más lejos... Cuando en brazos lo alza el hermano mayor, él sonríe y extiende las manos embarradas de tierra para coger el sol...
La miel guardé y se me agrió la miel: -mariposa con sed junto a mis rosas...- Guardé la luz y se extinguió en lo obscuro: -noche la de tu amor... ¡Y sin auroras...! - Guarde el beso... Y el beso se hizo estrella, dulzura muerta, claridad remota y fría... -Tú en la tierra; yo en la tierra... La tierra dura que se pega... -Ahora guardo la estrella y me pregunto a veces qué nueva frialdad será en la hora de mañana, qué sal aun no probada, ¡qué sombra todavía entre mi sombra!...
(Madrid, 1600 - id., 1681) Dramaturgo español. Educado en un colegio jesuita de Madrid, estudió en las universidades de Alcalá y Salamanca. En 1620 abandonó los estudios religiosos y tres años más tarde se dio a conocer como dramaturgo con su primera comedia, Amor, honor y poder. Como todo joven instruido de su época, viajó por Italia y Flandes y, desde 1625, proveyó a la corte de un extenso repertorio dramático entre el que figuran sus mejores obras. Tras granjearse un sólido prestigio en el Palacio Real, en 1635 escribió El mayor encanto, el amor, para la inauguración del teatro del palacio del Buen Retiro. Nombrado caballero de la Orden de Santiago por el rey, se distinguió como soldado en el sitio de Fuenterrabía (1638) y en la guerra de Cataluña (1640). Ordenado sacerdote en 1651, poco tiempo después fue nombrado capellán de Reyes Nuevos de Toledo. Por entonces ya era el dramaturgo de más éxito de la corte. En 1663 el rey lo designó capellán de honor, por lo que se trasladó definitivamente a Madrid.
¿Quién eres, ¡oh mujer!, que, aunque rendida al parecer, al parecer postrada, no estás sino en los cielos ensalzada, no estás sino en la tierra preferida? Pero, ¿qué mucho, si del Sol vestida, qué mucho, si de estrellas coronada, vienes de tantas luces ilustrada, vienes de tantos rayos guarnecida? Cielo y tierra parece que, a primores, se compitieron con igual desvelo, mezcladas sus estrellas y sus flores; para que en Ti tuviesen cielo y tierra, con no sé qué lejanos resplandores de flor del Sol plantada en el Carmelo.
Esos rasgos de luz, esas centellas que cobran con amagos superiores alimentos del sol en resplandores, aquello viven, si se duelen dellas. Flores nocturnas son; aunque tan bellas, efímeras padecen sus ardores; pues si un día es el siglo de las flores, una noche es la edad de las estrellas. De esa, pues, primavera fugitiva, ya nuestro mal, ya nuestro bien se infiere; registro es nuestro, o muera el sol o viva. ¿Qué duración habrá que el hombre espere, o qué mudanza habrá que no reciba de astro que cada noche nace y muere.
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