Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore Saga de Temores Experimentales

Saga de Temores Experimentales

Published by perroviejoysarnoso, 2017-03-01 18:38:23

Description: Saga de Temores Experimentales_Matthew es mi nombre_sinCap4

Search

Read the Text Version

Antes de comenzarLo que van a leer a continuación, mis queridos lectores, no es sino otra de mis historias ricas enmisterio y drama con la que, de haberse imbuido en los textos expuestos, no serán capaces defrenar su marcha. Les invito así a que se adentren en un mundo que no es de fantasía, ni deacción, aunque sí la habrá en cierto sentido; desbordante y cruel, sino que engrosará una vidanutrida de terror, confusión, reclusión y maldad -subjetiva-. En cualquiera de los casos, sentiránen mis palabras la maldita moraleja de la locura sedienta de miseria y flagelación constante.¡Ojo, no es una lectura apta para menores; hay sexo extremo, violencia, drogas, lenguaje soezy cantidades abundantes de gore! NO RECOMIENDO SU APROBACIÓN. He de comentar que no es una historia realizada sin mimo ni pasión, los personajes aquíexpuestos han sufrido la degradación de mis imprevisibles cambios de ritmo y girosargumentales necesarios que les han atormentado hasta el punto de ser las víctimas perfectasde una más que prevalecida e insufrible agonía. Con la que espero, con agrado, que ustedesvivan y disfruten entre sudores y escalofríos. Sé que quizás no será una historia seductora, bajo ninguna circunstancia he pretendidoque lo fuera; su temática es más bien ruin, cruda, con claras reseñas al patetismo humano y conuna filosofía digna de la mente más desesperada que usted, querido/a lector/a, pudieraesperarse encontrar y de la que le sería difícil parecer esquivo/a. Sin embargo, sí me gustaríaque se tomara unos segundos de reflexión para sí mismo/a y centre sus sentidos hacia lo querealmente quiera saborear. Seamos claros, nuestra imaginación, en ocasiones puntuales, nos sabe llevar porterrenos que no deseamos éticamente por temor a lo que no queremos -o sí- esperarnos, si esque esperábamos algo; quién sabe, ¿a la muerte? ¿Al error? Sólo se sabría contemplándose

uno/a a sí mismo/a teniendo el valor de formularse la siguiente cuestión: ¿en serio deberíahacer lo que mi inconsciente no quiere? Posiblemente la respuesta fuera un no póstumo, larazón sería que estaríamos demasiado ligados a un mundo normal lleno de reglas, órdenes eimposiciones que a lo largo del día nos consiguen hacer mostrar una conducta más bien sumisay, por ello, dócil; de ahí que la imaginación sea la única vía de huída al gustarle ser separatistaconsiguiendo el propósito de no sentirse un borrego queriendo sentir la liberación de su almatras sus carnes. No quiero que se me malinterprete, no obstante, tengo que ser honesto yasumir la responsabilidad de recordar que si no desean seguir leyendo, lo dejeninmediatamente. Estaré desquiciado pero no sería de buena conducta el arrastrar a ningún sercrédulo al interior de mi mente sin antes advertirle de lo que va a experimentar; pues, una vezsuperado el límite, de un modo u otro, lo hará.

Capítulo 1 Una llegada envuelta en tristezaUna grabadora es colocada aproximadamente en la parte central de un amplio escritorio.Los tres dedos humanos que la sostienen están rugosos e higiénicamente desinfectados.El dedo Corazón está doradamente anillado. Nos debíamos sumergir en una mirada posesiva desde la que, enseguida, íbamos acomprobar un constante control hacia el individuo que estaba acostado en su diván.Estaba en una misión permanente y regular de vigía hacia aquel hombre situado frente aél: «Señor Berrin…–Pausó para comprobar si había signos de respuesta. Sin embargo…–: ¿Matthew Berrin? ¿Puede oírme? ¿Está conmigo...?». Ese incomodo silencio fue la respuesta a las primeras palabras que fuerontransmitidas. Este paciente –al único al que no estaba obligado técnicamente obligado atratar y que, sin embargo, tuvo que hacerlo–. Un denso vacío, agobiante, se habíaadueñado del lugar. Claro que... a todo esto, ¿en qué lugar nos encontramos? Para que la pregunta quedara satisfecha debíamos remontarnos unas horas antes.Nos teníamos que situar exactamente a tres horas y media de la sesión, cuatro sicontábamos con que Mathew, aún inmerso en la mudez, había estado luchando con eldebate que lo contrariaba para ir a su destino: estas instalaciones.

Como médico suyo y según lo que él me ha estado comentando, durante últimanoche, ha permanecido dando vueltas de campana innumerables en la cama, en lahabitación de su apartamento. Le llevó una buena franja de tiempo estar dispuesto pararealizar lo que, desde hacía días... e incluso meses, tenía claro acabar. Desde que entro enel habitáculo destinado a su improvisado tratamiento mental, supe, como su principalbaza, que no iba a resultarme nada fácil ayudarle. El señor Berrin era, como poco, unindividuo con un cuasi inexistente grado de empatía que lo llevaba a padecer unasociopatía natural y, aparentemente, intratable. ¿Quién era él? Con un café en mis manos –bien cargado de cafeína, por favor–, medispuse a hacer el enérgico y cansado esfuerzo por averiguar su vida, sus inquietudes y,nada más que estuviera mi paciente preparado, su historia; había que intentar conocer esaprimera y tan nefasta impresión sobre alguien que, más bien, invitaba a apartarse de supersona. Para que el primer vistazo fuera satisfactorio y él estuviera tranquilo y relajado,presenté, antes de cualquier otro asunto, con educación, cortés y en plenitud de facultadespara poder apreciarlo, mis «Buenos días, señor Berrin. Soy Pethersun, Doyce EdgardPethersun, su doctor.», acompañado de una estrechez de manos, con la derecha y a laespera de que su respuesta fuera positiva. Traté, obviamente, de seguir los oportunosprotocolos, pero se tornaron fríos y distantes: no lo respetó. En su caso, así como entróen la sala; con descuidos, sin composturas y como si estuviera soportando a duras penasel peso de su cuerpo. Supe que iba a encontrarme, muy a mi pesar, con una actituddespreciable, bochornosamente descarada y completamente ajeno a lo que estabaproduciendo en su entorno. Decidió sentarse en la silla que estaba opuesta a la mía, en elescritorio, posando sus brazos en éste último y, cual equipo informático sin sistemaoperativo, esperar tontamente a que sucediera algo, sin hacer nada más.

La hora y tres cuartos que duró la sesión, estuvo libremente narrándome qué es loque hizo antes de venir. Según su visión de los hechos, como si fuera una interrogaciónsin las preguntas triviales por mi parte –no me hicieron falta, fue todo un intensomonólogo–, nada más orinar, defecar diarrea y enjuagarse la boca con un antisépticocaducado –pues le olía el aliento a vómito de la cena del día anterior, no le sentó bien–,se adecentó con movimientos apaisados, tremebundos y desesperanzados. Desde mipunto de vista, como médico y psiquiatra, como yo lo vi en ese momento y ahora porcómo lo estaba narrando, aún podía concluir más: incluso eran lapidarios sus andares; lasúnicas ganas que tenía mi paciente eran de morirse en ese mismo instante, de algún modorápido e indoloro. Después de embadurnarse de colonia –su olor era agradable, quizás era de lomínimo que más podía destacar del señor Berrin que fuera de agradecer–, cogió delrespaldo de una silla cercana a la cama la ropa que todavía seguía sin lavar desde hacíauna semana, y que, afortunadamente, el aroma a perfume camuflaba, y se vino hacia estainstitución. Antes justo de salir por la puerta de la calle con el propósito de marcharse, justoantes, al momento de girar el pomo y sin llegar a abrirla, dio un paso hacia atrás dejandono muy alejado la manija–. De las palabras del señor Berrin salió un pequeño hecho quepudo marcarle brevemente una de sus emociones más intensas, su miedo. En sus lágrimascaídas en el suelo de donde estábamos pude contemplar su anhelo familiar, aunquetambién su profundo odio y rencor casi enfermizo. Se quedó con la mirada fija ytortuosamente paralizado ante una fotografía colocada en el borde de un marco redondocolocado cerca de la puerta de la calle, perteneciente a un espejo; no la podíamosvisualizar completamente, la vista del señor Berrin se nublaba por sus pupilas llorosas,

pero, se podía intuir que era él. «Un ligero estupor desencadenó en un desalentado suspiro,lo que me llevó a tener arcadas, doctor», me lo confirmó ahí mismo, sentado. Se deducía entonces, que quizás esa anómala expresión en su rostro me estabatransmitiendo una depresión hacia algo que aún no podía comprender; no lo conocíaabiertamente para poder sacar deliberaciones. Matthew Berrin, a primera vista, era unindividuo que presentaba una mirada apática y antisocial, de eso no cabía dudas. Unapersona con apenas un fragmento pequeño de ganas de vivir. Su voluntad, carcomida porla amargura, estaba necesitada de ánimo y auxilio y, lo más importante, al menos en loque a mí respectaba, vino a mis manos gritando una sola palabra, si bien ahogada ymelancólica, que lo había forzado a desquitarse de la escasa dignidad existente en su ego.Ese solo vocablo que le insistía en tratar de sobrevivir por sus propios medios, condebilidad y un sentido común destrozado. Su lengua, atascada por la impotencia, no lehabía dejado expulsar a través de las horas esa llamada para no vomitar ese sabor agrio,espeso y mugriento; pasaba así si decidías llevarte al gaznate un gramo de heces extraídasdel wáter de su piso, como medida de castigo a sus pensamientos. Puede que sonara asqueroso, hasta yo mismo, como su doctor que era, no podíaevitar esas nauseas hacia esas imágenes pavorosas. De todos modos, no había que olvidarque, para según qué personas, lo cual había que respetar, sí podía resultar morboso, yhasta excitante este asunto tan sórdido, comprendo que habrá personas para todos losgustos. La curiosidad me hizo ser presa del señor Berrin y consiguió que penetrara en sumás que desdichada vida privada dentro de su apartamento. Adentrándonos en él y,pregunta a pregunta, finalmente doblegado el paciente, estaba navegando cual espírituerrante por las paredes, pasillo y habitaciones de su vivienda, eso sí, por medio de su

mente; tuve vía libre para ejercer una hipnosis que me ayudara a socavar en sussentimientos más reprimidos. Eso me llevó a ser observador de una casa llena de cuadrosdonde estaba retratadas otras personas alrededor, aunque no en todas, de Matthew Berrin,en distintas edades. Había, con muchos detalles, otros marcos muy variopintos; políticos,como uno intrigante con la esvástica de la Alemania Nazi tachada con una cruz fascistagraffiteada en el cristal del cuadro pero contradictoriamente adornada con guirnaldas;banderas que rezaban alegorías hitlerianas, peculiar era su romántica adulación: con velasde llama gris y flores negras; sociales, como ejemplo estaba un niño de unos ocho añosde edad jugando con un balón deshinchado, de reglamento –cuero de vaca, parecía–, yuna mujer no lejana a éste que lo observaba con un disgustado gesto, quizás pararegañarlo; en otro marco había un primer plano de una mujer muy mayor, pudiera serochentona, afortunadamente alegre, esbozando una sonrisa que trasmitía juventud yserenidad, algo que al señor Berrin, supuse, le ayudaba de algún modo en sus peoresmomentos. En otro orden de cosas, el salón donde parecía frecuentar bastante, estabademasiado destartalado; ropa tirada, charcos secos de vomitonas que se habían comido elcolor de las baldosas afectadas, un televisor con la pantalla rajada y sin botones: unauténtico caos. La hipnosis había durado mucho más tiempo del que había disponible por planingdel centro, pero fueron necesarios, al menos, treinta minutos más para que tuviera claroqué le hizo venir a mí. Por lo que continuó relatando, fueron unos seis kilómetrosrecorridos a pie los que Matthew Berrin anduvo para llegar hasta este centro. La incógnitaque lo trajo aún iba a ser la razón a descubrir. En cierto modo, me sentía dentro de unjuego, uno violento y dulce que el señor Berrin estaba hilando lentamente, para algúnmisterioso fin. Empezaba a entender, superficialmente, que sus pensamientos podían ser

capaces de volar e irse hacia mundos tal vez lejanos, o tal vez ingratos, pero totalmentecreíbles y peligrosos, sólo que... no se sabía hasta qué límite. Sus pasos hasta aquí, inusitadamente acelerados, daban la impresión de que estabanaventándose de algo pese a que la realidad fuera que nadie le estaba siguiendo. Su miradaera girada hacia atrás continuamente influyendo en su caminata, serpenteada enocasiones. El señor Berrin, verdaderamente nervioso a cada metro hondado, sintió deforma brusca y sin sentido la imperante necesidad de emprender una galopada hasta llegara la dirección marcada por su mente: el centro hospitalario «La Santa Fe».

Capítulo 2 Paciente entre cuerdosCon un pie a punto de pisar un suelo destinado a no dejar volver a presenciar una bonitasalida del sol, por lo menos, no legalmente, el señor Berrin se había encontrado con unaescalinata de pocos escalones que subía de una sola vez –saltando entre escalones–,sabiendo aprovechar el impulso dado por la velocidad a la que iban sus pies y un aliviopor haber llegado a donde él esperaba ser el lugar de su liberación, eso se tradujo en unaleve sonrisa casi inapreciable. Llegado a una puerta corredera, cual se abrió ante él en retracción, dejó que entrasetímidamente quedándose justo en las siguientes cuatro baldosas que daban comienzo auna lujosa y sobrecargada entrada que hacía connotar tiempos victorianos; el señor Berrinestuvo a un paso de pisar la gran alfombra de color verde-fucsia en la que se asentabaparte de la riqueza vintage que decoraba ese hall hospitalario. En su parte central se podíaver inscrito un escudo desconocido para el ahora visitante y futuro huésped. El emblemaconstaba de dos cruces paralelas entre sí verticalmente colocadas, situadas en el interiorde un círculo con un animal que estaba representando, para el desconocimiento de quiense sintiera curioso, a alguna religión antigua y clandestina. Dicho animal estaba rodeandoa la vez que mordiendo una de las cruces haciendo que ésta se clavase en el interior de suboca, provocándole una herida sangrante. Se podía notar cómo el señor Berrin comenzaba a mostrar signos claros de unapersonalidad preocupada por los detalles más insignificantes a priori; su fijación por cadauna de las trazadas de la composición resultaba de una minuciosidad de evidente control

y perfeccionismo, tal vez crónico o impulsivo, de lo que estaba observando. Se obtenía,por ello, de él, una emotiva expresión en su mirada de lo más maravillada al encontrarsecon algo tan bello pero confundida al tener que procesar lo hermoso que podía esconderun objeto así; algo tan insólito llegado a su percepción que podía incluso tornarseinsultante, había que tener precaución. Era de entender, con este primer análisispsicológico realizado por Pethersun, que el señor Berrin era, por lo pronto, un pacienteno como cualquiera quien irradiaba genialidad. El lugar que se había presentado ante él se antojaba gran dimensional; un recibidorde anchura y altura considerable, artísticamente gótico e impresionista bien ambientadoen una época de discordias sociales y acompañado de estatuas medievales que le dabanun aire formalmente colonial. Daban una calma y armonía al nuevo invitado que no sepodían ignorar. Este asunto era prioritario hacia toda índole que, de seguro, Pethersun, yahabía escatimado que pudiera surgir en algún otro momento. Podía decirse que eraindispensable que su paciente se sintiera como en su casa; más que una regla o unacondición impuesta por el doctor, debía tomarse por todos los empleados y empleadas delcentro como un protocolo, algo preestablecido desde antes, si cabía, de su llegada. Alzó la vista y, como si ya se lo supiera de memoria el señor Berrin, vio y se dirigióa una de las dos amplias escaleras ubicadas a cada lado de la planta calle. Éstas daban auna primera planta; estaba a bastantes metros por encima de su cabeza, obvio. Es decir,por muchos metros hasta la puerta por donde entró que se alejara de las escaleras nodivisaba la parte de arriba. Sin embargo, de no elegir subir a la planta superior, sicontinuaba hacia el frente desde donde se encontraba iba a dejar a un lado ambas escaleras–pasando por debajo de ellas– hasta visualizar un pasillo enmoquetado en rojos oscuroscolores y arqueado. En éste había una serie de puertas a cada lado, mirándose unas a otras

con algo de desfase –no estaban alineadas–. Podían ser contabilizadas dándonos a la sumaunas veintitrés. El señor Berrin, cual superhéroe con rayos X en sus retinas, trataba deaveriguar qué clase de misterios encerraban cada una; lógicamente sin éxito puesto que,de ser así, habría llegado algo maléfico y peligroso. A metros de él y sin apenas haberse canteado de donde se había quedado tan estáticocomo las reliquias del medievo antes vistas, pudo percatarse de que algunas empleadasdel centro, enfermeras de uniforme blanco y gorrito –el típico de las clásicas historiasbélicas–, estaban estresadas, de un lado a otro, ajetreadas en sus tareas habituales. No sehabían dado cuenta de la presencia del señor Berrin ahí dentro. Le sobrevino a éste últimode nuevo una discreta sonrisa; se sentía contento al entender que había llegado al lugar enel que necesitaba permanecer durante el tiempo que fuera imprescindible para surehabilitación hacia la sociedad. De la espera, y llegada la impaciencia, el recién llegado se tomó la libertad deexplorar un más en profundidad el centro y optó por subir las escaleras acercándose al auna de ellas: a la de su lado derecho. Apoyando su antebrazo izquierdo en la barandilla;de barras cilíndricas de madera de pino pulido y con algunos grabados tallados que lesdaban un toque sutilmente serio. No reconocería éstos, eran formas que jamás había visto,como símbolos arcanos. Al rozarlos con las yemas de sus dedos pudo saber que se habíapuesto mucho amor y dedicación en cada uno de ellos. Empezó la escalinata, peldaño a peldaño con cansancio y algo de desequilibrio, nole gustaba demasiado subir escaleras. De hecho, podía incluso parecer que el señor Berrinsintiera cierto respeto a pisar cada uno de los escalones, por si se fueran a rajar y rompersepor la mitad. Qué decir tenía que la escalera se encontraba en un estado impecable, comosi el propio centro hubiera sido inaugurado hiciera pocos días.

Una vez en planta superior, del primer vistazo no encontró muchas diferenciasrespecto a la planta anterior, salvando las obvias; se abría a sus ojos otro pasillo idénticoal de abajo, con un único cambio: al final de éste, el pasillo se bifurcaba. Justo en el mediose encontraba una gran y hermosa fuente de la que expulsaba agua cristalina de su cumbrea modo de volcán. Y lo más interesante –lo que la hacía peculiar y, por tanto, bella– eraque, una vez expulsada el agua en una cortina a través de la cual se distorsionaba larealidad, el propio líquido se transformaba; cambiaba de color y estilo de caída. En vezde hacerlo de manera lineal e incolora, creaba ondulaciones severas y se tornaba roja, unrojo intenso sangre. Al señor Berrin no le quedaba claro que era lo que le impactaba más,pero quedó impresionado. Al principio del pasillo, de donde no se había inmutado, se encontraba una placa,se situaba en el margen superior de la pared enmoquetada. En ella se indicaba el númerode cada una de las puertas de forma informativa y orientadora. Su numeración iba delveinticuatro al treinta y seis; los pares a la izquierda e impares en su opuesto. Por lo queel señor Berrin pudo saber que había el mismo número de puertas que en la planta inferior.Empezó a caminar lentamente mirando a cada una de ellas; los números también estabanreflejados en éstas, con la diferencia de que estaban ocultos en forma de dibujosabstractos, como filosóficos, los cuales creaban la ilusión de ser el número asignado. -¿Le puedo ayudar en algo, señor? –Le preguntó con voz amable y dulzona una delas enfermeras que apareció repentinamente detrás de él. Éste, con un pequeño brinco y faltándole el oxígeno a causa del sobresalto, giró sucuerpo unos cuarenta y cinco grados más a parte de girar su cabeza, parecía un robot conese curioso movimiento mecánico. Vio finalmente a quien le estaba hablando. -Ehm, sí... discúl... peme. –El imprevisto le cogió desprevenido y con la mente enblanco –Lo... siento, ehm... señorita... –se disculpó de nuevo–. No hará ni unos minutos

que llegué... –Se centró lo suficiente como para tratar de explicarse– No sé exactamentedónde debo acudir, no he visto dónde estaba la recepción. Lamento mi intrusión: quiseinvestigar. -¡Oh, por favor! ¡No se preocupe, señor! –Su simpatía lo relajó completamente. –Le atenderé encantada. Mi nombre es Sofíe –se presentó llevándose la palma de una manoa su pecho–, ¿y el suyo? El señor Berrin no se llevaba demasiado bien con las formalidades, lo que lo llevóa no saber cómo responderle, pese a que fuera lo más fácil de decir en una situación así.Optó por mantenerse en silencio. Supo que esa reacción la incomodaría, pero no sabíaqué más hacer, exceptuando penar por ella. Afortunadamente, no le llevó a Sofie mucholapsus de tiempo crear, o, mínimamente, contrarrestar la falta de empatía y formalismosde las que hacía gala el nuevo inquilino. Su esfuerzo era parte de su trabajo: volvió ainsistir en la conversación: -Perdone, señor... pero, ¿se encuentra usted bien? –Lo comenzó a ver contembleques en sus manos, estaba entrando en un ataque de ansiedad por lo que Sofie debíade tener precaución en cómo llegar a él. Había empalidecido su rostro. –Le noto muydesorientado, quizás. –Con mucho tacto se acercó a él hasta estar justo delante suyo, élpermaneció inerte y mirando al suelo. –Permita que le ayude. No va a pasarleabsolutamente nada, se lo garantizo, está usted en buenas manos. –Su ternura era la mejorarma de Sofie. Apoyó suavemente sus manos en los hombros del señor Berrin sin apenasrozarlo–: Puede confiar en mí. –Sonrió muy gratamente y le regaló un último consejo–:Relájese. Tome oxígeno. No piense en nada, sólo escuche mi voz. Déjese llevar por ella. El señor Berrin, por fortuna, se comenzó a sentir verdaderamente tranquilo, legustaba mucho el trato que Sofía le había dado y dejó amansarse con sus cuidados.

-Mi nombre es Berrin... –Le costaba decir su nombre entero, lo hacía con muchomisterio y voz ronca–: Mathew... Mathew Berrin. –Quiso expresarle a Sofie suarrepentimiento a causa del comportamiento elegido– Perdone mi actitud, Sofie, no estoyacostumbrado al trato humano y no sé cómo debo actuar ni qué debo hacer. El buen humor entrañable de esta enfermera era suficiente obsequio para el señorBerrin. Ella le contestó con sus extenuantes labios arqueados y Mathew intentó hacer lopropio. Sin resultados favorables. -No se preocupe, señor Berrin. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? -En realidad aún no lo sé. No sé por qué vine aquí. –Razones tenía sin un finalexplícito, pero tenía motivos contundentes que explicar y hacerlo ante Sofie no era lamejor opción, quería a alguien más profesional. –No estoy seguro de nada de lo que hago.Sólo he sabido que necesitaba venir a este centro y que las circunstancias en mi vidadeben cambiar –y añadió honesto–. No es usted la persona con la que quiero hablar,aunque se lo agradezco. Sofíe, que lo escucho, supo de primeras lo que debía hacer. Ante todo, respetar lasdecisiones de sus pacientes y actuar en función de lo que necesitaran. En el caso deMatthew, aunque todavía no era uno más de la gran familia, sí lo sentía como tal. Suprimera acción vino a ser el dar el aviso de que había llegado un nuevo inquilino con laintención de quedarse voluntariamente –esto último, más tarde y en criterio del doctorPethersun, resultará cuestionable–. Por supuesto que no se podía quedar inmediatamentecomo bien parecía entender el señor Berrin, antes debía someterse a un registro rutinarioy una pequeña carta de presentación; algo como un cuestionario en donde se clasificabael grado de demencia de cada uno de los pacientes nuevos que ingresaban. Una medidade control que era útil a la hora de juntarlos en una misma habitación, alcoba o, siendopoco frecuentes, en el ala de Alta Seguridad.

-Ahora debe acompañarme, señor Berrin –le informó Sofie –, la recepción no estáen este sector del centro. –Le explicó lo mejor que pudo–: Como ya comprobará másadelante, se encuentra en uno de los hospitales mentales más grandes del país, el terceropara ser precisos; cuartos a escala europea y sextos en la mundial. Estamos muyorgullosos de ello. –Volviendo a lo que quería comentarle–. Como le decía, perdone midivagación, pronto sabrá lo fácil que es perderse por este lugar. En mi caso llevo aquídentro unos dieciséis años, aproximadamente y aún sigo sin aclararme en algunas alas. –Risoteó nerviosa y con cierta gracia a la vez. Sofie parecía una niña con un tutú recién estrenado y a punto de mancharlo, a ojosde mi paciente, claro. -Continuemos por aquí, sígame señor Berrin, si es tan amable, gracias. –Le guioSofie entre interminables pasillos que parecían no terminar nunca. El señor Berrin, algo desorientado, y para nada le gustaba sentirse perdido, comentóa Sofie que no entendía por qué la recepción estaba tan ocultada. Lo normal debía sersituarla justo donde la entrada. Por supuesto no le he quitado en ningún momento la razón;estoy a la esperaba que la junta de directivos admita ese hecho como un problema y denel visto bueno para modificarlo. Ambos bajaron unas últimas escaleras que daban a una puerta de mental pintada deblanco y que pertenecía, conjuntamente, a una de las salidas de emergencia. Al lado deésta, a poco más de cuatro pasos llegaron a un habitáculo, oculto entre paredes que hacíande tabiques y de pilares maestros. Una placa en uno de los tabiques rezaba un dicho nomuy alentador sobre la muerte y, siguiendo a éste en su parte inferior, se podía leerperfectamente «Recepción de pacientes». No había puerta, sólo un pequeño mostrador enel que se encontraba un hombre de cabellos hasta los hombros, desaliñado y de trazas no

muy profesionales. Previo a conocer a su médico preferente, el señor Berrinlamentablemente tuvo que hacer su primer y colosal esfuerzo para conocer a uno de losmuchos celadores de que disponía el centro. Su placa de empleado, de plástico barato quecolgaba del bolsillo de su uniforme, a la altura del pecho, nos descubría a «CharlesCebrick». -Charles... -Sofía quiso hablar con él mientras apoyaba sus manos en el mostrador. -Dime, guapetona. Sofía puso deliberadamente sus pupilas en blanco. Claramente le repugnaba un tipocomo él, y más si tenía esa clase de lengua, insulsa y pretenciosa. Le presentó a Mathew: -A ver, imbécil..., este hombre es el señor... –Odiando demasiado esa faceta suyatan descuidada, se criticó a sí misma por ello –¡Joooder! Mierda –Envió su miradaavergonzada a Matthew y le suplicó que se lo recordara– Discúlpeme... ¡Dios, qué cabeza!Por favor, ¡qué vergüenza! No le importara recordarme su apellido, ¿verdad? El señor Berrin vio a Sofie realmente afectada aunque no comprendía cómo se lehabía podido ir de la cabeza tan rápido su apellido cuando no había parado en un solomomento de nombrarlo. -Berrin... -¡Eso! ¡Jo, mierda! Perdóneme... –Su mano, delicadamente sobre el antebrazo delseñor Berrin, era como si un gorrión posara sus diminutas patas sobre una rama de árbol:majestuoso para él –. De verdad. –Sofía hizo lo propio olvidando ese tema y pasó comoalma que llevaba el diablo a comunicar a Charles lo que debía de hacer. –Apúntalo conese montón de chorradas que tienes anotadas en eso que tienes por libreta: Mathew Berrin.Vale... –Quiso centrar sus ideas para proseguir con las posteriores– Vale. Acaba de llegary anda un poco chaveta; como todos, supongo –opinó para sus adentros en alto–. Merefiero que está desorientado, no que está... –Miró a Charles de forma que creía que sabía

a qué se refería ella– Ya sabes... –Silbó entonando una breve melodía que, fuera cierto ono, no era lo más adecuado para que lo escuchara y malinterpretase quien estaba conellos– Anda, tómale sus datos de registro y advierte a Miranda que os ayude con Matthew.–Asimismo le recordó–: ¡Ah! Y hazme el puto favor de avisar a algunos de lossoplapollas, amigos tuyos, que estén ahora por la mañana. Les necesito en el ala 7; nopienso volver a enfrentarme a esos descabezados yo sola. -¿Otra vez dando por el culo? –Dijo Charles con empatía y jocosidad. Sofíe resopló. -Estoy hasta los cojones, en serio. Está siendo un mes muy jodido, no sé por quésiempre ocurre lo mismo por estas fechas. Sofie se percataba de la expresión de incredulidad del señor Berrin debido al cambiode personaje en el que estaba inmersa la enfermera que tenía delante de sus narices. Nopodía ni imaginarse cuántas caras podía tener una persona que le había mostrado un ladotan bello y virtuoso para, en ese entonces, verla convertida en una vulgar y malhabladaniña de cama sucia. -No se nos asuste, señor Berrin. –Quiso mantenerlo tranquilo y sereno, Sofie. Aestas alturas no iba a tener el menor éxito conociendo el panorama que estaba empezandoa olfatear. –Somos una plantilla muy cualificada y totalmente entregada a nuestrosqueridos y bien cuidados pacientes. Verá cómo se siente de cómodo con nosotros. –Sugesto angelical, ahora trapero, no era del gusto del señor Berrin, ni por asomo. -Lo sé –confirmó Charles–, el verano será más problemático que las otras tresépocas del año, pero, no me cabe ni la menor de las dudas que sus ventajas tiene. -¿Y son...? –Preguntó Sofie desesperanzada.

-Ni idea, yo solo pongo la actitud positiva, ¿recuerdas? Tú sabrás cómo la usas –Dijo reusando cualquier responsabilidad al respecto –, a mí no me metas en esosberenjenales. Desde la mirada sosa y meticulosa del señor Berrin se veía a dos empleados pococorrectos, la buena impresión que le había causado Sofie en primera instancia sederrumbó al ver a esa persona hipócrita y demasiado preocupada en terminar pronto suturno para seguir con su inútil e inepta vida, posiblemente sola rodeada de canes sarnososfornicándose las piernas de su ama, en vez de, por supuesto, cumplir con sus laboressolidarias y transmitirlas a los pacientes; tenía el don y la templanza pero andaba exiguade estimulación. En cuanto a Charles, Berrin prefirió olvidar el hecho de haberlo conocidoy reservó ese derecho hasta saber exactamente qué hacer con él. -Te dejo, ¡cuídamelo, ¿vale?! –Dijo Sofía alejándose de ellos y añadiendo con unavoz que cuanto más alejada estaba mayor era su alcance –: Lo digo en serio, no te portesmal con él o me la cargaré. -Que noooooo, ¡tranqui, joder! ¡Está en manos de un pofesional! –Bromeó sinningún tipo de gracia alzando sus brazos y señalándola con sus manos a modo degesticulación rapera. –Sí... –Su optimismo era tal que no dudó en sonreír al señor Berrinmientras volvía a su lugar de asiento. Es más, el señor Berrin se situó petrificado ahí de pie como una vulgar columnaante la imposibilidad de hacer lo que hubiera sido necesario para seguir con Sofie, eramenos que nada. Mejor dicho, era mejor opción que Charles. No me cabía margen deerror el comprender al señor Berrin, como el doctor que me propusieron ser para él. Aunque, fuera por respeto o porque este extraño paciente no mostraba signos desimpatía, Charles no tardó en volver a una incómoda para él faceta de seriedad. –Ah...

vale. Veamos, ahora procederemos a su registro, ¿le parece, señor? –Esa pregunta a Berrintambién la tomó como aciaga y redundante; producto de la ineficacia calificada de uncuestionable profesional. Obviamente no le respondió, la entendió como retórica de un incompetente. Quedó Charles embobado ante la pantalla cuadriculada –monocromática–perteneciente a un viejo ordenador con el que debía manejar todas las bases de datos delcentro. No sabía bien cómo dirigirse hacia ese hombre tácito quien tenía de frente. -Muy bien, don Mathew, Berrin, era así, ¿verdad? –Supo que comenzó con el piedoblado, pero debía continuar– Vale... Voy a... apuntarlo en nuestro sistema, ¿de acuerdo?–Observó los primeros datos a introducir frunciendo los ojos un poco; le costaba algo desuplicio leer esas letras verdinegras insufribles –A ver... qué es lo primero que pidenaquí... –Lo verificó no muy seguro de lo que estaba leyendo –Bieeen, veamos: Fecha. –La tecleo. –Ponemos aquí la fecha... Vale. Bien, mire. Necesito que me facilite sudocumento de identificación nacional, su DNI, vaya. –Charles no supo si le habíaentendido; el rostro del señor Berrin era un grotesco poema del maestro Poe. -¿Mi qué? -Perdone... Sé que a veces me explico como el culo. –Le habló Charles entoncesmás despacio y vocalizando cada palabra –: Que me facilite, si es tan amable, su DNI,por favor. El señor Berrin tardó en reaccionar. Cuando su cerebro regresó hizo el amago debuscar en su ropa, pero inmediatamente paró y miró incrédulo a Charles: -No lo tengo. No sé qué es eso. Charles lo contempló con una expresión sin precedentes y, aunque era propio de lasituación, creyó tontería el sorprenderse. Pocos habían sido los pacientes que en sumomento fueron nuevos registros y no contaban con un número de identidad que los

identificara; los había ingresado en el sistema inventándose un número o, directamente,dejando esa casilla en blanco. -Bueno, no importa. A veces ocurre. Se lo dejamos al azar y que él decida quénumerito se le asigna. –Cerró los ojos y tecleo uno –: «000528». La caja tonta no se opuso a ese número así que con ese registró al señor Berrin. -Cojonudo –Dijo aliviado –Vale, pasamos a su dirección. Dígame calle, número,escalera, etecé, etecé. El señor Berrin sí sabía esos datos y comenzó a dárselos con cierta paciencia. -Calle San Juan «El Cano». –Al decirlo, Berrin oía el teclear de Charles y no podíaocultar una ínfima molestia por el sonido monótono y seco –Número doce. Segundaplanta. Letra «B». -Vamos avanzando... –Dijo animado. Mathew asentó con una mirada correcta y tranquila. -Bien, ahora necesito que me diga su fecha de nacimiento y estaremos a punto deacabar. –Debió de avisarle a Berrin previamente –: En este caso no puedo dejarlo enblanco si no se acuerda de ese dato. Berrin se postuló con un silencio truculento y una intensificada mirada a los ojosde Charles. -Lo... lamento, de verdad se lo digo. No me diga... que no se acuerda de cuándonació usted. –Preguntó medio afirmando Charles, ahora sí, con un gesto más inaudito queningún otro que hubiera tenido. -Lo tendrá que dejarlo en blanco. O inventárselo. –Le sugirió Berrin connormalidad. Charles no pudo sino más que mostrar desagrado. Era una estricta política la quellevaba La Santa Fe y, pese a que una mínima cantidad de datos eran irrelevantes puesto

que no se solían consultar, los nacimientos sí se llevaban muy en regla; servían para lasbúsquedas, mayoritariamente. -Disculpe, señor Berrin... pero... Es que... es que necesito que me los diga... Es...espero que me entienda, política del centro. –Objetó –Puedo pasar algunos datos, pero notodos. Lo siento... -Usted rellene lo que deba, no puedo darle unos datos que no tengo. –Dijo Berrin yrecalcó –: Si lo hizo antes, también puede ahora. Invéntese una fecha. No veo dónde estáel problema. Fue en ese sencillo instante cuando Charles vio lo que venía siendo una actituddefensiva, provocadora y rebelde en el señor Berrin. Pensó en la posibilidad que podíaacarrear en un futuro y se horrorizó para sí. El paciente que tenía delante parecía estar enunos cabales estables, aunque no eran aquellos socialmente aceptados... Berrin eradistinto; cuerdo pero sediento de locura. O puede que fuera otra clase de cordura. -¿Hay algún problema, Charles? –Surgió del vacío una voz muy varonil. Aquellaque iba a controlar y manejar al señor Berrin desde ese inquietante momento: La mía. Un hombre de tez y bata blancas apareció portando una carpeta con folios oficialesdel hospital y otros sin nada anotado; tenía pinta de ser uno doctor de doctores, unveterano de guerra médica. En su placa reluciente se sabía abiertamente quién era: -¡Oh! ¡Buenos días, doctor Pethersun! –Exclamó Charles. -Buenos días... -Ehm, verá doctor... Este hombre aquí presente es un nuevo paciente que acaba dellegar para su ingreso. Le estoy registrando en la base de datos. -Ahá –asentí con la cabeza –, ¿y cuál es el problema? –Por mi parte sé que oscultévisualmente a mi recién llegado. De arriba abajo.

Mathew hizo lo propio con su futuro doctor. Aunque tampoco supe realmente cómosabía que yo iba a ser quien lo tratara. Era posible que ya me hubiera elegido desde antesde entrar en el hospital. Aun sin conocerme de nada. -Pues que el señor Berrin no conoce su fecha de nacimiento y me niego ainventarme una sabiendo que puedo poner en serias dificultades las sucesivas consultas –Expuso Charles con razón de peso. Entendí de inmediato el problema y a partir de ahí me centré y dediqué al señorBerrin; salvo que no fue en un primer comienzo de mi elección ni pude agradecerlo.Problemas con la junta y otros tantos con el propio Berrin me tiraron de los cabellos sinpoder echarme atrás. La primera conversación con mi paciente se dio para entonces.

Capítulo 3 La primera sesión -¿Señor Berrin? –Pregunté haciendo por romper el desguarnecido silencio que nosprotegía. De algún modo. –¿Qué tal se encuentra...? ¿Le atendieron acorde a susnecesidades? Berrin volvió a prestarme de su tiempo y lo usó para hacer una segunda valoraciónvisual sobre mí aspecto. Al parecer, supuse que le había dado cierto interés, no era comúnque estuviera durante un buen rango de minutos observando cada una de mis expresiones.Sabía cómo causar angustia... oh... sí, ya lo creo. No debía de oírle ni una sola palabrapara aprenderlo. Él no reparó en mantenerse envuelto en un halo misterioso. Su rostropermanecía sereno, pero, en sí mismo, era como si la vida humana le fascinara a la vezque a los demás nos resultaba escalofriante su compulsiva vigilancia. Evidente era para Berrin verme con los nervios a flor de miel, no podía contenerlospor más que mi respiración estuviera controlada. Era básicamente imposible engañarlo. -Buenas doctor Pethersun... ¿Se encuentra bien? –Su preocupación ficticia por mí,era obvio, contenía demasiada ironía para deber disimular una media sonrisa agria.Disfrutaba con ello y en mí los primeros focos de sudoración me delataban por la frente.–Le noto... tenso... ¿Le incomodo? –Comentó Berrin causándole buen humor mihumillante falta de expresividad, aunque no sonrió, no lo creyó oportuno. -No. –Hice lo posible por sosegarme. Era mi paciente y comprendí que no lo iba aver más que unas pocas horas semanales, eso me incentivaba –No, para nada. ¿Qué lehizo pensar eso? –Por fortuna para mí, supe finalmente cómo sobrellevar los latidos demi corazón y logré calmarme a tiempo para lo que debía venir minutos más tarde.

Antes de dejar atrás a Charles, quien nos estaba escuchando con un mal interpretadodisimulo mientras tecleaba –simuladamente, seguro; conocía a ese chaval trentón y si nosabía ni comportarse cuando comía con sus compañeros de trabajo como un cerdo lashamburguesas que solía traerse del Burguer King, grasientas y con olor a cebolla frita,tampoco lo iba a hacer ahora. Ni de broma– frases sin sentido, le hice saber que meencargaba yo del señor Berrin. Una vez hecho, le posé la palma de la mano a Berrin en la espalda y lo guie haciala sala a la que debíamos ir: mi despacho. «Si me lo permite me gustaría que meacompañase, iremos a un lugar más adecuado.», le pedí educadamente. La rendija por donde se escapaba el frío ambiente sin humanidad de su despachotras abrirse la puerta permitió el paso a paciente y doctor dando estupor seguido de unsentimiento de aprensión al primero, como era habitual. Su amplitud desaprovechada yentristecida apariencia descolorida auguraban malas connotaciones de un doctor comoera mi caso, no pretendía ser ostentoso y creo que lo conseguía; lo reconozco, desde lo demi mujer sé que he perdido facultades estilistas cuando antes era lo más prioritario en mícomo profesional. Dar a entender mi buen estatus social y familiar, a decir verdad,ayudaba a los pacientes a encontrarse con la afectividad que sus parientes cercanos ydirectos les habían negado. O puede que se les diera y ellos lo rechazaran, quién lo podíasaber; muchas son las mentiras que llegan a mis oídos a lo largo de un solo día. De ahí la razón de por qué llegue a la determinación de olvidar todos aquellosformalismos seudoterapeuticos y me ciñera a la realidad: mi vida matrimonial era unfracaso y no necesitaba que aquí dentro me lo estuviera auto recordando constantemente;era un dolor difícil de soportar y no era ningún masoquista. No si acaso conscientemente,como el señor Berrin me demostrara más adelante. El que iba a ser mi paciente en breves

momentos, tomó asiento sin tener que pedírselo dándome a entender que se sentía comoen su casa. Su trasero descanso lentamente sobre la silla de mullido cuero rojo que teníaen frente de mi butaca gris pálida y más rígida que una muñeca hinchable cuando le solíahincar el miembro viril venoso y erecto: sediento de amor. -Cómoda... –Gratificó Berrin sin mirarme. -¿Te gusta? -Un poco lúgubre... –Miró en todas las direcciones –Pero sí. Me trae buenosrecuerdos. -¿Hablas de tu hogar? -No lo puedo considerar así –le analizaba desde que entramos. Se tomaba cadarespuesta con su debido ritmo narrativo. Le gustaba hacer pausas y darle intriga a lo quequería comentar; muy característico de los maestros de orquesta, de los líderes –, seríamás correcto decir mi residencia actual. Sin embargo, no soy amigo de lo que el serhumano considera moralmente ético y aceptable. En base a ello, hablo del lugar que suelover como un reflejo de mi carácter. -¿A qué te refieres con eso? –Pregunté con la cautela que me solía ayudar en casosasí; cuidadoso de en dónde hurgaba con el dedo. –¿Has vivido en muchos hogares? -Podríamos llamarlo de ese modo, si así lo solicita, doctor Pethersun. No meimporta. Reconozco que mi familia ha sido de preferencias nómadas. -¿Sois muchos en tu familia? -Es... –Indagué y encontré una pregunta de un valor considerable. Agradecí quesaliera de manera casual y no premeditada. Al señor Berrin le llevó unos treinta segundosemprender su siguiente movimiento de ficha, por así decirlo. –Complicado, sería lapalabra.

Realice una inserción en la conversación con mi paciente. Quise iniciar la sesiónprimeriza con el señor Berrin y para ello debía poner a grabar lo que viniera acontinuación. -Si no le importa, señor Berrin, voy a iniciar, desde ahora mismo, nuestra primerasesión. Es por llevar su historial en regla, me lo exigen y es mi modo de hacerlo. –Se lopregunté formalmente. E incluso le mostré la grabadora con la que lo iba a realizar paraque viera que no había trucos. –¿Ve? Con este sencillo juguete vamos a interactuar a lolargo del tiempo que permanezca aquí dentro. ¿Le parece bien? -Usted es el doctor... –Accedió. La mentalidad humana se vio superada, desde hace siglos, por instrumentos de guerra y muerte. Créame... [...] Sólo digo que […] Somos peones de un hijo de puta que se ha dedicado una vida entera a vernos humillados, a costa de nuestra ignorancia y conformidad. La grabadora se puso en funcionamiento. Ella sola, contra la soledad, contra una larga andadura, de amargura y plenitudciega por las malas conductas y drogas puras que la debilitaban y envenenaban deácidos gástricos y almas literalmente dormidas en sus brazos. Escuchó y siguió escuchando. Lloró y no debió haber murmurado. Con elconsuelo de que no tardaría mucho en volver a estar apagada. Ella grabó y grabó, unatenue vocecita; sin irradiar, sin molestar, sin importar cualquier otra bajeza. Queridagrabadora...

-¿Berrin? –Aguardé silencio al llamarle. Le oía la respiración, estaba vivo y eso era lo único que importaba; tuve pacientesque no lo lograron y estuve, por ello, amenazado de muerte en varias ocasiones. Eldinero y el poder que ejerce, combinado con una familia tramposa y taxidermista deseres vivos, entre ellos gente como cualquiera de nosotros, eran suficiente justificaciónpara mantenerme temeroso de lo que pudiera salir mal. Entre estas paredes, y no sólo las de mi despacho, más bien las de todo elcomplejo, se escondían personalidades que no podían estar libres. Y no porque no lesfuncionara la calculadora, sí que lo hacía y de qué manera. En todo caso era porque sino los encerraban aquí, las cárceles iban a ser el lugar más inseguro de todo el mundocon ellos dentro. Más que prisiones se transformarían en los próximos escenariosideales para los juegos de supervivencia y terror psicológico de los tiempos que corrían:¡para qué la realidad virtual teniéndolos a ellos! La cordura era su inspiración, pero noles dieras una hoja de papel y un boli, su arte radicaba en convertir ambas en un pañohúmedo y rojizo. Y con suerte con algún ojo o testículo rebotando por el suelo, ¡quiénpodía imaginarlo! -Señor Berrin... ¿Está consciente? Para mi descanso saltó de sus labios algún balbuceo que me costó entender: -S- s- n- ¿Do-c tor? –Le detecté con dificultades. Hice lo posible por estabilizarlo. -Estese tranquilo... ¿de acuerdo? –Le comuniqué para que, por lo menos, tuvierauna voz conocida en el trance –Bien... Intentémoslo de nuevo... -¿Señor Berrin? -Sí, d- doctor... Le escucho. Ha decir verdad, ahí estábamos. Mi paciente recién llegado y su doctor. Estabayendo bien. Admito que no había sido un plato fácil de oler, y no digamos de comer. El

señor Berrin no había sido de mi satisfacción desde que lo vi. Tuve que resignarme a ladecisión arbitraria de aquellos a los que sirvo. Berrin... no era de fiar, me daba horrorindagar en él por lo que me pudiera encontrar. Mi negación no era por no querertratarlo, eso era lo de menos realmente, sabía que podía surtir un efecto más quebeneficioso en una persona normal. La problemática venía por mis métodos. Sabía queno eran ortodoxos y que, en un pequeño grado, había tenido serios fracasos que casiacabaron con mi carrera; si los usaba con Matthew corría un alto riesgo de volverlo másexcéntrico de lo que ya de por sí, era, por decirlo de un modo medianamente simpático,espero que se me estuviera entendiendo. -Escuche atentamente el sonido de mi voz, se lo ruego. –Ante todo, sabía quedebía mantenerme centrado y en completa armonía conmigo mismo. Podía entenderse este artificio análogamente como un rito de exorcismo, pero sinla estupidez que conllevaba dejarse llevar por esas creencias. -Usted aún se encuentra bajo las cuatro paredes del despacho de su doctor.Pethersun sigue con usted y se mantendrá a su lado, en su ayuda. –Subrayé ese conceptopara que lo tuviera muy presente, y sí: debía hablar de mi en tercera persona, de locontrario no funcionaría, no podía resultarle arrogante, pasarían cosas malas... En sulugar, debía verme como un personaje más dentro de su imaginación y que él measociara el vínculo afectivo que más le conviniera. –Sólo está viviendo una ilusión, unrecuerdo auto inducido si lo prefiere; no es real, ¿de acuerdo? El señor Berrin permaneció en silencio. Entendí que lo aceptaba a su manera,aunque no me aliviaba saberlo así. Proseguí con el protocolo reglado, documentado ypracticado sólo por la experiencia y capacidades que había cosechado desde hacía años,desde que lo ideé.

Ocurrió un hecho, a pocos minutos de llevarle al trance, que me distrajeron; nosabía si era producto del cansancio que arrastraba mi cuerpo y mente –esteprocedimiento requería y consumía muchos recursos físicos– o, por contra, debíasuponer que Matthew era un ser total y absolutamente desconocido: su figura comenzóa emanar un ligero y liviano fulgor traslucido, como si fuera algún tipo de halo deenergía amarilleada. Hasta me hacía pensar que tenía un sudor extremadamente fuerteque actuaba como las erupciones coronales solares cuales expulsaban radiación alespacio; lo cual para nada era bueno y, en este aspecto, también lo pensaba y dudaba desi era algo positivo. -Está bien, señor Berrin... sigamos. –Inicié con eso la sesión real y una primeraprueba para ver dónde se encontraban las sensaciones en él aún sin conocer. –A cada pasoque demos, es necesario que diga dónde está y cuanto está. –expliqué tanto como pudeaunque creí que no me entendió, busqué otras palabras –: Es decir, es conveniente queme vaya describiendo todo lo que vea y oiga, sea en el año que sea, es posible que veacambios drásticos en su entorno; será completamente normal. -No distingo nada con la claridad suficiente como para describirla... pero intuyo,doctor, que estoy tumbado en la cama de mi apartamento. Siento el colchón hundirse bajomi espalda. –Describió favorablemente Berrin. -Se siente cómodo entonces, ¿verdad? ¿Sabe qué día es? ¿Ve próximo a usted algoque le resulte familiar para identificar la fecha? -El otro día... recuerdo que era martes; me desperté sobre las ocho de la tardedespués de estar todo un día con el estómago pesado. Imaginé que la comida me sentómal y no podía dar tres pasos. Conseguí llegar a la cama y caí en un mórbido descanso. -¿Cuántos días hacía, en aquel entonces, que no salía de su apartamento? –Preguntécomo parte inicial de la sesión.

-En realidad el día anterior, aunque también estuve recluido, es verdad que salí unrato pero no a la calle como tal. –Puntualizó en aquel punto un detalle que le vino de laregresión –: Estoy pensando en que el techo algún día se caerá en mil pedazos,aplastándome buena parte del cuerpo. -¿Por qué dice eso, Berrin? –Admití que me descolocó esa afirmación. -Como ahora que lo observo con detenimiento, aquel día también penséexactamente lo mismo, doctor. Verá... –Comentó Berrin un tema importante que le veníarondando por sus pensamientos y las debía materializar ahí, con su psiquiatra –No hacemucho que vivo así, con un problema de esta envergadura que me ha hecho plantearmeirme de esta pocilga para, quizás –hablaba sarcástico–, para meterme en otra peor, consuerte tendría algo parecido a un baño. -No le entiendo, Berrin. ¿Qué está viendo o sintiendo ahora? ¿De qué problema meestá hablando? -Doctor Pethersun... –Cayó unos segundos para hablarme en un tono más groso ycrudo, como si se hubiera fumado de repente una cajetilla de tabaco hasta vaciarla; laronquera era surrealista –Mi apartamento se cae a pedazos por la habitación donde tratode dormir y los dolores de estómago no me dejan respirar. Mi corazón ha cogido la directay se encuentra latiendo a más de ciento quince pulsaciones. Me hablan voces quedesconozco y que me dicen, ahora mismo, que me tire por la ventana. Su descorazonador encuentro consigo mismo me estaba punzando en el alma comosi un demonio estuviera apropiándose de ella, con violencia y saña, coceándola parafragmentarla, diseccionarla y depravarla; expulsándola de su nido, que era el mío, dondehabitaba.

-Puede contarme lo que lamenta, señor Berrin... –Hice por darle palabras que lepudieran dar cobijo –Le recuerdo que no le abandono, soy su pilar, puede apoyarse en mí.–E insistí –: Adelante... Expréselo. Hágalo con valor. -Creo que iba a venirme el vómito de un momento a otro... Puede que fuese porque compartíamos conciencia, aunque era generalmente inusualque pasara. Sin embargo, hasta el momento en que dijera aquello, un servidor estaba enperfecto estado digestivo. Es más, hasta hacía cinco minutos había estado sintiendo unapetito capaz de vaciar a un tocino. Pero lo que surgió por mi boca no fue precisamenteun animal. Cuan aspersor solté un monstruoso revoltijo amarillento-verdoso –con grumosrojizos que no impidieron preocuparme– que fue súbito; parte acabó en el suelo y otropoco, lo que me dio tiempo de aplacar, en mi mano derecha: un asqueroso engorro. El señor Berrin, quien mantuvo su trance intacto por lo que continuó con lapercepción alterada, no se percató en ningún caso de lo que me estaba ocurriendo. Suspárpados permanecieron cerrados durante los segundos que duró mi acto. No recuerdoprácticamente nada de lo que pasó durante esa escena pues finalicé inconsciente, sinsentido durante, por lo menos, una hora. Cuanto sucedió fue relatado por el señor Berrin,el que, de algún modo que aún no he conseguido explicarme, pues él se niega acontármelo; actuando como si tuviera miedo de algo, inclusive invadido por unnerviosismo impropio de su condición. En el transcurso del tiempo que volví a despertarme me encontraba acostado endonde él, mi paciente, había estado una hora antes. Éste, en oposición, estabacorrectamente sentado en la butaca que venía usando como herramienta; lo vi confiado,respetuoso con su persona y también con la mía, no parecía que me hubiera causado dañoalguno, lo comprobé apenas despejado: había ausencia de dolor, dichosa mi suerte con

aquello al tranquilizarme. Berrin, al ver en la distancia su desenfocado aspecto, como sino lo supiera entonces, sus modales permanecieron, su compostura se disponía recta eimperturbable. Era como si todavía estuviera imbuido en un lugar que no era la realidad,posiblemente no lo discerniera, pero empecé a tener constancia de que su consciencia nome acompañaba en aquel despacho. Ni una sonrisa, por liviana que fuera, ni un gestoburlón o altivo; me hubiera serenado la impaciencia al ver un grave problema, tal comoel que surgió: el señor Berrin no estaba presente, pero alguien sí, físicamente no estabasólo. -¿Señor... Berrin...? –Sencillamente pregunté por él cauteloso, desde lo más bajo demi tono natural. La mirada perdida y aplatada de Berrin me causaba algo semejante a lo que solíaconocerse como demencia pasajera, consistente en dejar a un lado el sentido del buenjuicio y guiarte por tus arrebatos más profundos e imprevisibles, tal vez delirantes y queen esta situación llevaban el terror a cotas máximas. Tras estar inmutable observándome,sus labios describieron una sátira sonrisa bien esgrimida que puso en jaque a miraciocinio: no sabía quién o qué era él. Y, de estar equivocado, por qué estaba actuandoasí.




Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook