Lidia Susana Puterman El aire estaba fresco y no invitaba a un largo paseo. Entré en un bar para reconfortar mi alicaído espíritu que comenzaba a derrumbarse entre el frío y mi incertidumbre. Pedí un café cargado y bien caliente. Necesitaba pensar, clarificar mis ideas, ordenarlas. Revolví el café como autómata, distraída. Miré a los transeúntes a través de la ventana del bar. Algunas parejas caminaban abrazadas, brindándose caricias y mitigando el frío. Algunos niños se aferraban con fuerza a la mano de sus padres para sentirse protegidos… ¿Por qué no habíamos tenido hijos? Tal vez ellos hubieran podido unirnos más… Quién sabe, nunca nos lo propusimos. ¿Y ahora cómo podía torcer el curso de los acontecimientos? Tal vez demasiada monotonía nos estaba agobiando. ¿Qué podía provocar algún cambio? De pronto, frente a mis ojos un cartel luminoso me hizo pensar… ¡Un gimnasio! No me vendría mal un poco de ejercicio, me ayudaría a modelar la silueta y a la vez me entretendría. Pagué el café y me dirigí al lugar para averiguar turnos y precios. Casi sin darme cuenta, me inscribí para dos clases semanales de 20 h a 21 h. Comenzaba al día siguiente. La clase estaba bastante concurrida. Éramos casi veinte mujeres. Al finalizar, me sentí exhausta. Claro, después de tanto tiempo los músculos estaban adormecidos por la falta de costumbre. La ducha me alivió un poco. Al salir y sin darme cuenta, tropecé con el profesor. Sin embargo, me miró con dulzura y, al sonreírme, dijo: —Lo siento, estaba distraído. ¿Puedo disculparme con una taza de café? —No, gracias, tengo prisa, tal vez en otra ocasión —y al decir esto creo que me ruboricé y él se percató de que trataba de esquivar su invitación. 50
Nombre de Mujer Caminé con paso rápido las cinco cuadras que me separaban de casa. Pensaba en la propuesta del profesor y en mi infantil respuesta para salir airosa de la misma. Al llegar a casa, mi marido estaba esperándome. —¿De dónde venís? —me preguntó con cara entre preocupado y asombrado. —Del gimnasio. Me anoté dos veces por semana, martes y viernes de 20 h a 21 h —respondí con total naturalidad. No sé si me creyó o no le interesó. La cuestión es que no volvió a mencionar el tema. Me sentía indignada. Hubiera preferido una escena de celos aunque sea sin fundamentos antes que su indiferencia. Cenamos casi en silencio, salvo algún que otro comentario de su trabajo. Solo de eso se hablaba: de sus proyectos a concretar, de sus viajes a realizar. De mi trajín diario, no había novedades importantes para destacar, ya estaba todo dicho y sobrentendido. Volví a la siguiente clase y a la salida el cansancio fue menor, pero no había disminuido el interés de mi profesor, quién volvió a formularme la invitación. Me sentía confusa e indecisa. ¿Qué podía perder? Nada que yo no quisiera, pensé. Decidí aceptar. Me contó de sus viajes de aventura con divertidas anécdotas, su infancia en Rosario, sus proyectos de tener su propio gimnasio. Cuando quise darme cuenta habían pasado casi dos horas. Me alarmé pensando si mi marido ya habría llegado. Me excusé con un compromiso y quiso acompañarme. —No, por favor, no te molestes —le dije. Insistió hasta que mi negativa logró convencerlo. Nos despedimos hasta la próxima clase y tuvo el atrevimiento de besarme sin que pudiera evitarlo. Me 51
Lidia Susana Puterman quedé paralizada… Lo miré fijo y no atiné a decir una sola palabra. Ante mi silencio el comentó: —Me gustas mucho, Beatriz… y creo que también te agrado bastante. Cuando te besé, tu piel se encendió, te sentí vibrar. Sé que sos una mujer casada, pero eso no me molesta; tampoco me impide desearte, al contrario, te hace más… apetecible. Ya no quise seguir escuchando más. Me di media vuelta y, sin decir palabra, me separé casi con brusquedad de esos brazos que no querían soltarme. Sentí sus ojos sobre mi nuca y su voz llamándome. Preferí no mirarlo ni tampoco responderle. Llegué a casa con una mezcla de sensaciones de aturdimiento. Una voz a mis espaldas pronunció mi nombre. Me paralicé. Giré sobre mis talones y lo vi. Estaba allí parado con una temerosa sonrisa y los ojos húmedos y brillantes. No podía salir de mi asombro. Se acercó con timidez y me entregó un bellísimo ramo de rosas rojas. Entre suspiros y murmullos, dijo: —Significan pasión, ¿te acordás? Te lo dije el día en que te regalé por primera vez un ramo de rosas rojas… Son para vos… para mi única pasión… que estuvo dormida durante mucho tiempo sin saber por qué y de pronto hoy comprendí que te estaba perdiendo… ¡Perdón! Quisiera poder tener la oportunidad de recuperarte y recuperarme de tantos olvidos y desatenciones y… Ya no lo dejé continuar, le silencié la boca con un largo y profundo beso, mezclado con lágrimas y caricias. Nos tomamos de la mano y caminamos sin rumbo y sin prisa. La noche fue testigo del reencuentro. Una estrella fugaz se perdió en el cielo. Ambos levantamos la mirada, pedimos un deseo en silencio y… sonreímos. 52
Nombre de Mujer 53
Juan Velasco era fotógrafo del diario local; debía cubrir un evento social, el casamiento del famoso jugador de fútbol del Club Atlético de Madrid, Rafael Muñoz. Juan era amigo del jugador, pero nada sabía de su vida íntima. Se reunió con Pedro, el reportero, en la puerta de la iglesia una hora antes de la ceremonia para ultimar detalles. Cuando Rafael vio a su amigo Juan, se aproximó y lo abrazó efusivamente, agradeciéndole estar ahí para cubrir el evento. Juan, emocionado, lo saludó y felicitó con mucho cariño. Al cabo de un rato, llegó un auto blanco con vidrios polarizados. Pedro y Juan se acercaron seguros de que allí venía la novia; ella bajó con su inmaculado vestido blanco y poco maquillaje, pero muy sonriente. Juan no podía creer lo que veía… Se quedó petrificado. En un descuido, se disparó la cámara fotográfica y el flash lo encegueció; Juan cayó como plomo sobre el asfalto. Pedro se abalanzó sobre él tratando de hacerlo reaccionar, pero no se movía. Una ambulancia llegó en pocos minutos y lo llevó a la clínica más cercana. El diagnóstico fue ataque a las coronarias. El shock había sido muy fuerte… Rafael se casaba con Carla, su novia. 54
—Los últimos análisis —le había pronosticado el Dr. Tao en su consultorio a Marla aquel martes 21 de junio de 3001. Era un día tibio, inicio de otoño en San Francisco, en el norte de California, una ciudad montañosa en la punta de una península rodeada por el Océano Pacífico y la Bahía de San Francisco. Cuando salió a la calle, una densa neblina cubría la ciudad, algo que ocurría de manera frecuente durante todo el año, similar a la que cubría su mente, también en forma habitual. “Los últimos análisis”, se repetía en forma constante, a veces en su interior, a veces en voz alta, como tratando de entender las causas de su infertilidad. Durante varios años el Dr. Tao había realizado infinidad de pruebas, estudios, exámenes de todo tipo, tanto en ella como en su esposo Jor, y todos los resultados habían sido negativos; nada determinaba dónde residía el impedimento. Debía esperar una semana para conocer los resultados. Una semana de incertidumbre, de agonía, y después… ¿Qué ocurriría si no quedaban esperanzas? Marla no quería pensar en la posibilidad de adoptar, ella quería un hijo propio, un hijo de su esposo, un hijo que creciera en su vientre… De pronto, se dio cuenta de que había abrazado su vientre como deseando que ya estuviera allí, creciendo en su interior… y las lágrimas nublaron su visión, dobló su cuerpo como atravesada por un fuerte dolor. Trató de respirar con calma y ahogar el llanto; al llegar a una esquina detuvo un taxi, se subió y se dirigió a su casa. 55
Lidia Susana Puterman No quería volver a su trabajo, no ese día. La semana transcurrió casi en forma rutinaria. Marla y Jor trabajaban juntos en su propia empresa: una consultora de relaciones humanas. Se ocupaban de realizar entrevistas para brindar posibilidades de empleos a multitud de estudiantes recién egresados y a profesionales de alta relevancia. En las horas laborales, no tenían mucho tiempo para pensar en nada más que en su trabajo, pero al llegar a casa era como si fueran dos extraños; cada uno se ocupaba de sus propias necesidades y sus charlas y deseos conyugales quedaban postergados. Ambos tenían un gran dolor por la falta de un hijo, o tal vez por la falla de ambos. Al siguiente martes ambos fueron al consultorio del Dr. Tao. Marla no soportaba la idea de saber los resultados sin la presencia de su esposo. Las conclusiones de los últimos análisis fueron igual a todos los anteriores: —Lo siento, Marla, no tengo más estudios para realizar, pero existe una alternativa —dijo el Dr. Tao, mientras se quitaba los lentes, se ponía de pie y caminaba hacia una repisa que estaba detrás de su escritorio; tomó su agenda y extrajo de ella un mapa cósmico. Los miró a ambos y señalando un punto en el mapa les dijo: Haumea. Marla y Jor se miraron sin entender y conteniendo la respiración. El Dr. Tao mordisqueó la patilla de sus lentes como meditando las palabras que debía decir para explicarles de la mejor manera posible y sin atemorizarlos. —Haumea es el planeta propicio para la fecundación. Su nombre se debe a la diosa hawaiana de la fertilidad y el parto. Se encuentra más allá de la órbita de Neptuno, en el cinturón de Kuiper. Ambos deben ir allá para 56
Nombre de Mujer cumplir su sueño —explicó el Dr. Tao, de la manera más sencilla, pero con mucha vehemencia. —Pero… ¿cómo viajaremos a Haumea? —preguntó Marla, con desesperación en la voz. —Hay un viaje espacial que se realiza una vez al año en vísperas del nacimiento de Jesús. Es necesario completar un formulario para inscribirse —comentó el Dr. Tao. —Dr. Tao, ¿cuánto tiempo dura el viaje? ¿Dónde nos alojaremos al llegar? ¿Cuál es el valor de todo esto? — preguntaron ambos, casi al unísono. —Todo está detallado en el formulario… Todo es muy simple, no se preocupen. Conozco matrimonios que han viajado y, a su regreso, pude ver la alegría y el agradecimiento en sus rostros mientras acunaban a su bebé en sus brazos —concluyó el Dr. Tao. —¡Queremos completar el formulario, Dr. Tao! ¡Ahora! —confirmaron ambos sin dudarlo. El Dr. Tao sonrió complacido con la decisión que habían tomado. Emprendieron el viaje hacia Haumea cerca de fin de año, en vísperas de Navidad. Viajaban con ellos otras parejas que tenían la misma esperanza, la misma ilusión de ser padres. El viaje se realizó en la nave espacial Cosmic Harmony bajo control telerobótico, a una velocidad de 19 000 000 km/h. Se vistieron con unos trajes especiales para protegerse de los peligros letales del espacio profundo. Tuvieron que adaptar su cuerpo para vivir sin gravedad dentro de la nave espacial; para evitar que la microgravedad dejara huellas en el cuerpo humano, como debilidad en los músculos y huesos, con pérdida de calcio y fósforo, y acumulación de grasas, se ejercitaban durante dos o tres horas todos los días. 57
Lidia Susana Puterman Por los escombros del cometa Swift-Tuttle, comenzó la lluvia de meteoros Perseidas surcando el cielo estrellado y dejando detrás un sendero de polvo y guijarros que se precipitaron a través de la atmósfera a una velocidad de 225 000 km/h produciendo destellos luminosos al desintegrarse. Se podía escuchar el sonido de los meteoritos al rebotar contra la nave espacial, como si fuera una burbuja de aluminio. Al cabo de cuatrocientos veinte días llegaron a Haumea. Ni en sus sueños más remotos esperaban encontrar lo que encontraron. Descubrieron que el planeta no es redondo como la Tierra, sino que tiene una forma ovalada. También se diferencia de la Tierra porque posee dos lunas: Hiʻiaka, y Namaka. Haumea era tan brillante como la nieve; su estructura cristalina era inestable bajo la constante lluvia de rayos cósmicos y partículas energéticas procedentes del sol que atacaba los objetos transneptunianos. El planeta fue objeto de un proceso de renovación de la superficie que produce hielo cristalino, lo que ocasiona una temperatura de -40º C. Sin embargo, las ciudades fueron construidas con grandes equipos de calefacción para permitir el desarrollo de la vida, tanto humana como vegetal y animal. Para poder lograr esto tuvieron que elaborar una atmósfera artificial, ya que el planeta carecía de ella. El 21 de junio de 3009, al finalizar sus jornadas de trabajo, Marla y Jor se sentaron en la galería de su casa a disfrutar del fresco atardecer otoñal, viendo correr por el parque a Bane y Kaili, sus hijos de cinco y dos años, observando plácidamente el firmamento de Haumea. 58
Nombre de Mujer 59
Me senté de espaldas al viento que insistía en distraer mis pensamientos; mi mente estaba muy lejos de allí, en otro tiempo… pero en el mismo lugar. Habían pasado varios años y aún seguía contemplando las estrellas bajo un firmamento de azul intenso, con una guirnalda de estrellas plateadas sobre mi cabeza y muy adentro de mi corazón. El mar estaba en calma, como aquella tarde cuando surgiste de las aguas como una aparición, moreno, alto, musculoso… y te acercaste a mí; solo una sonrisa surgió de tus labios y quedé encandilada, en silencio, estática. Tu mano tomó la mía y entramos juntos al mar, saltando por encima de las olas, como si tuviéramos alas, y nos dejamos llevar por el viento y el hechizo. Bailamos al ritmo del oleaje y un halo de luz nos brillaba en la risa y el canto. No sé cuánto duró el encantamiento… solo sabía que no deseaba despertar de ese sueño único e increíble… Todos los veranos vuelvo a la misma playa en el instante de tu febril aparición con la esperanza de reencontrarte y que vuelvas a descubrirme, para sentirnos apasionados como aquella vez… una y otra vez.4 4 Finalista del iv Concurso Internacional de Microrrelatos Hotel Montreal, España, 2019. 60
Algo etéreo emergía en el ambiente… Lucía tenía un romance furtivo, clandestino. Siempre se veían los lunes, a la tardecita, cuando el sol comenzaba a ocultarse y las primeras estrellas rociaban el cielo como pequeños diamantes; diminutos testigos de sus febriles encuentros. Conoció a Pablo mientras esperaba el taxi un día de lluvia torrencial, bajo un endeble paraguas que vagamente lograba protegerla. Ambos intentaron tomar el mismo auto y ninguno lo logró. El taxi patinó sus ruedas en la esquina y apenas pudo esquivar un farol que tambaleó por el imprevisto sacudón. Ambos se miraron asombrados ante el espectáculo, y, luego, se rieron a carcajadas cuando se percataron de que estaban totalmente empapados por el diluvio. No había ningún techo para guarecerse y, sin mediar palabra alguna, ambos corrieron hasta un barcito ubicado en la vereda de enfrente; como si lo hubieran decidido solo con mirarse. De ahí en adelante se volvieron inseparables; se sintieron muy a gusto, como si el destino lo hubiera anunciado. Comenzaron a encontrarse primero en ese mismo barcito, siempre los lunes, pues era el día de franco de Lucía en el salón de belleza donde trabajaba y, luego, iban al departamento de Pablo. Un lunes por la tarde, Pablo no pudo llegar a tiempo al barcito. Le avisó por teléfono que iba a esperarla directamente en el departamento después de las veintiún 61
Lidia Susana Puterman horas. Lucía se preparó con esmero y dedicó más tiempo que de costumbre. Deseaba estar impecable; le encantaba conquistarlo en cada encuentro como si fuera la primera vez. Buscó un vestido negro de gasa que marcaba en forma insinuante su bella figura, zapatos de tacones altos, finamente maquillada y peinada con mucha gracia. El toque final fue el perfume francés que él le había regalado y que sabía tan bien cuánto lo enloquecía ese aroma a nardos y lilas. La inquieta espera por llegar… Dos escalones, ascensor automático, una puerta blanca, un timbre mudo y la alegría contenida no la dejaban pensar. Pablo escuchó sus pasos y giró la llave firme. Las tenues luces y la música suave invitaban al placer; el descorchar del champagne, insinuante. Todo estaba en perfecta armonía, nada se dejó librado al azar. El hechizo flotaba en el ambiente, como una ráfaga que mareaba y revivía. Lucía cerró los ojos y se dejó llevar, Pablo la abrazó por la cintura y ella no se resistió. Soledad de a dos que se fundía al compás de un corazón candente. En la noche tibia se dibujaban los cuerpos desnudos, entrelazados, tocados por la magia del ensueño, que jugaban, reían y se deslumbraban como si estuvieran hechizados. La habitación fue testigo de los dulces gemidos de ella y las caricias de él. Transcurrieron horas de dicha sin límites, sin tabúes. Todo estaba permitido, no había horas de sueño para el descanso; no había descanso para el ensueño. En un letargo, se sosegaron las pasiones, los cuerpos plenos de éxtasis se calmaron, se durmieron los besos y las almas, se aquietaron los cálidos susurros. 62
Nombre de Mujer Antes de la medianoche, un abrazo los unió en infinita delicia y un beso húmedo marcó el instante de la despedida. Él mordió su cuello mientras ella se vistió de prisa, salió a la calle y se perdió en las sombras de la noche. Algo etéreo emergía en el ambiente… Impregnado en la almohada quedó el perfume de Lucía, y la esposa de Pablo lo percibió. 63
Las luces tenues, la música suave, eran los fieles testigos mudos de sus encuentros los días martes. El champagne en su balde con hielo, también esperaba su llegada, expectante. Clara preparó el baño de inmersión. Agregó pétalos de rosas al agua para perfumarla. Se quitó su bata y se introdujo en la bañera. Después de casi una hora, decidió salir y empezar a prepararse. Le hacía bien pensar en él. El pensamiento le acariciaba la piel y la enternecía. La hacía vibrar como si él estuviera en ese preciso momento a su lado. De pronto, se percató de que él debería haber llegado hacía una hora. Comenzó a preocuparse. Quería aquietar sus alocados pensamientos de malos presagios, pero no podía. Surgían a borbotones, como sus lágrimas. Se corrió el rímel de sus ojos como un mar negro, desdibujando su rostro… Cuando se dio cuenta de ello, se dirigió al baño para arreglarse y de pronto… ahí la vio, debajo de la puerta, una carta. Temblorosa, la levantó y leyó. “No puedo ir, espero que puedas comprenderme y perdonarme. No quise que fuera así. Lo siento, surgió de improviso un trabajo en el exterior. Viajo esta noche a Milán… con mi mujer y mis hijos”. 64
Las paredes del cuarto se cernían sobre ella… y quería huir. El aire era sofocante, casi nauseabundo. Una bombilla apenas iluminaba la pequeña habitación, con paredes descascaradas. También era pequeña la ventana que dejaba ver una noche inquieta y bulliciosa en la calle Corrientes. El reloj marcaba las once y cuarto de la noche. Era jueves, 5 de noviembre; el día de su cumpleaños, pero sin festejos, solo otra noche de insomnio y ya eran… Claudia decidió salir a caminar. Quería respirar un poco de aire fresco, llenarse los pulmones de aromas nuevos, mirar las caras de la gente que transitaban las calles en la madrugada. El domingo por la tarde había paseado por las mismas veredas, pero con un ánimo distinto, más relajado, sin prisa, mirando vidrieras. Se había probado varios perfumes hasta decidirse a llevar el mismo de siempre. Había terminado la tarde y había entrado en el bar de la esquina del hotel donde vivía. Le había llamado la atención el hombre sentado en la mesa del fondo. Tenía la mirada ausente, perdida en algún punto oscuro y lejano del horizonte. La luna leía sus pensamientos. Era una noche calurosa y él parecía tiritar. Llevaba puesto un sobretodo. En la noche, las imágenes son diferentes. Las luces de las vidrieras pueden hasta encandilar tanto como los autos que conducen a gran velocidad. Todo parece moverse con mayor rapidez en las sombras de la noche. Todos tiene prisa por llegar, por abrazar a un ser querido, por cobijarse en su hogar. 65
Lidia Susana Puterman Pero Claudia, con sus cuarenta y cinco años recién cumplidos, cargaba su soledad como una marca adherida a su piel y no tenía apuro, nadie la esperaba, ni siquiera en su hogar. Vivía sola en ese cuarto desde hacía varios años, ya casi diez. Había llegado del campo, de Coronel Suárez, donde vivía con su hermana y su madre, que ya no escribían, ni siquiera una postal para las festividades; habían perdido su rastro y Claudia tampoco quiso que la ubicaran. Allí era una simple costurera; y vino a la gran ciudad con tantas ilusiones de trabajar como diseñadora de modas… y solo había conseguido un puesto en la fábrica de sábanas y manteles. No había nada emocionante para contar, ¿para qué escribirles? Iba a cruzar la calle para tomar un café en el bar de la esquina. El semáforo la obligó a detenerse. Un transeúnte distraído cruzó sin mirar. Claudia no dudó, se abalanzó sobre él y lo empujó hacia la vereda. Las ruedas del auto chirriaron al frenar. El conductor se asomó como para decir un improperio, pero se contuvo. Claudia miró al transeúnte y se quedó boquiabierta. Sus ojos se agrandaron. Estaba asombrada, como en trance. Él, aún confundido, le agradeció con acentuada cordialidad, y la invitó a tomar un café. Se sentaron en una mesa en un rincón del bar. Había poca gente a esa hora. Afuera, la noche se llenaba de estrellas y la calle se vaciaba de autos. El corazón de Claudia latía muy rápido, como queriendo escaparse del pecho. Le sudaban las manos y un ligero temblor le agitaba los labios; apenas podía articular palabra. —Hola, soy Claudia… Claudia López —dijo con un susurro en la voz. 66
Nombre de Mujer —Me llamo Sergio Bermúdez, soy ingeniero textil. Sufro de insomnio y vengo a este bar casi todas las noches a leer el periódico —comentó, mientras se quitaba el sobretodo. 67
La campanita que pendía del dintel de la puerta del local anunciaba la llegada y la salida de los clientes. Don Fermín atendía la ferretería en las afueras de Madrid desde hacía muchos años; su encorvada espalda se lo recordaba cada anochecer. Pero más que el cansancio en su cuerpo, le dolía el alma. Todas las noches antes de dormir miraba el portarretratos con la foto de su hija Lucía, preguntándose cuál fue la discusión absurda que la obligó a marcharse. Era inútil, no hallaba respuestas… Lucía se había ido con su orgullo a buscar oportunidades; no quería ser una mantenida y menos aún que le reprocharan por ello. Se abrió camino sola, estudió una carrera; siempre había querido ser diseñadora de modas. Hoy tenía un porvenir venturoso en una empresa francesa. Podía vacacionar en cualquier parte del mundo, pero ya era tiempo de arreglar viejos asuntos. Cuando llegó al negocio de su padre, se quedó mirando un largo rato antes de entrar. Quería buscar las palabras exactas. Sostuvo con la mano la campanita para que no sonara al entrar. Su padre no notó su presencia. Lucía no pudo pronunciar palabra… Los sorprendieron el abrazo y las lágrimas. 68
Está preparado… O casi. Repasa varias veces la imagen frente al espejo. No termina de aprobar la vestimenta. Es mejor que se decida, ya no hay más tiempo para otro cambio de ropa. Tampoco lo hay para retroceder. Las cartas están echadas. Abre la puerta del departamento y sale. —Buen día, Don Pedro. ¡¡Qué elegante está hoy!! ¿Se va de paseo? ¿Algún compromiso, quizás? —le pregunta Lili, su vecina. —Un almuerzo con los muchachos de mantenimiento —responde Pedro, con un dejo de desgano. —Seguro que festejan algo —dice Lili, con entusiasmo. —Sí… ¿Cómo adivinó? Un ascenso. Al jefe de laboratorio lo promovieron a director de planta. Tantos años esperando y al final se le dio… A él se le dio —esto último lo dice Pedro para sus adentros. —Debe estar contento, supongo —menciona Lili dubitativa, pues escuchó farfullar a Don Pedro por lo bajo. —Sí, claro, muy contento. —“Siempre a él…”, murmura para sus adentros—. Bueno, me voy, ya estoy un poco retrasado —dice, saliendo apurado. —Que lo pase lindo, Don Pedro… Después me cuenta —lo saluda Lili, levantando la mano. Apenas si escucha las últimas palabras de su vecina. Sube a su auto y se dirige a la casa de Julio Fuentes, el nuevo director de planta. Al llegar nota que casi todos sus compañeros ya están allí. Saluda con un apretón de manos o una palmada en la espalda. 69
Lidia Susana Puterman —¡Pedro, llegaste! Estábamos justo hablando de vos y de Julio, claro. Lamento que no obtuvieras el ascenso. Realmente creo que te lo merecías. Por la antigüedad, digo —le comenta Juan, un compañero, dándole un fuerte abrazo como consuelo. —Te agradezco. Creo que de verdad me lo merecía… pero viste como son las cosas… Siempre Julio me gana de mano —le dice Pedro, lamentándose. —Primero, como jefe de laboratorio… Estaban los dos postulados para ese puesto y... —Sigue Juan, machacándole. —Y él fue ascendido —concluye Pedro, con tristeza. —Ahora, para director de planta también estaban los dos promocionados para el ascenso —Juan sigue abriendo heridas. —Y él fue ascendido —repite Pedro, deprimido. —Bueno, bueno, no quiero ponerte triste… Será la próxima, Pedrito —dice Juan, tratando de levantarle el ánimo. —Ya no habrá próxima… Estoy cerca de jubilarme, ¿sabés? —Le hace notar Pedro. —Pero si apenas tenés… —Juan quiere apoyarlo. —Voy a cumplir sesenta y cuatro, me queda un año de trabajo… No falta tanto —responde Pedro, resignado. Juan va a responderle a Pedro, tratando de darle aliento. No está muy seguro de qué decir. Lo nota muy acongojado, casi vencido. Lo palmea en el hombro, le sonríe tratando de minimizar el mal momento. Pedro escucha a sus espaldas una voz que lo saluda. —Don Pedro Ugarte, ¿verdad? Soy la hija de Julio. ¡¡Bienvenido!! —lo saluda Sabrina. 70
Nombre de Mujer Hay algo en su mirada que lo paraliza. No está muy seguro de qué es. Intenta saludar, pero las palabras no salen de su boca. —Bue… buenas tardes. Mu… mucho gusto. Sí, sí, así es, soy Pedro Ugarte y yo… yo… —trata de decir algo, pero suena inentendible. —Está un poco pálido, ¿se siente bien? —pregunta Sabrina con preocupación. —Sí, sí, bien… Eso creo —dice Pedro de manera apenas audible. —Acompáñeme, le voy a servir algo fuerte. Parece como si la presión se le hubiera bajado de golpe —le indica ella con firmeza. Pedro trata de recomponerse, pero el asombro lo domina. Sabrina lo ayuda a sentarse en un sillón y le trae un whisky. Al cabo de un rato… —¿Se siente mejor? —le pregunta ella. —Sí, sí, mejor… Gracias —responde Pedro. —Voy a buscar a papá para que pueda saludarlo. Usted quédese aquí sentado, no sea cosa que se descompense o desmaye o… —le dice Sabrina. —Tranquila… ya estoy bien. Créame. Solo fue el impacto al verla… —asegura Pedro. —¿Al verme? ¿Por qué? —pregunta curiosa. —Por… No, por nada —dice sin darle importancia. —Vamos, no me deje con la intriga —responde ella. —Es que me vino a la memoria —menciona él. —¿Un recuerdo? ¿Una imagen? —pregunta ella. —¡Una mujer! —dice Pedro, casi en un murmullo. Surge un silencio entre ambos, donde los pensamientos se arremolinan en la cabeza de Pedro, y un interrogante en los de Sabrina. 71
Lidia Susana Puterman De pronto, el prolongado mutismo se ve interrumpido por la abrupta aparición de Julio. —¡Pedro, querido, por fin llegaste! ¿Estás tomando whisky? Pero seguro no comiste nada todavía, te va a caer mal con el estómago vacío. —Es que tuvo un ligero… —quiso aclarar ella. —¿Te sentís mal? Vamos, vamos, tenés que comer algo. No tenés mujer que te cuide y vos no sabés cuidarte solo, ¡caramba! Sabrinita es un sol, siempre bien predispuesta a ayudar, como su madre —lo palmea Julio. —Como su madre… —dice Pedro para sus adentros. —Ya le traigo algo para comer. Quédense aquí charlando. Seguro tienen mucho para conversar. Ya vuelvo —se apresta Sabrina. —No te lo decía yo… Siempre tan atenta —recalca Julio. —Sí, me dijiste… como su madre. Y a propósito, ¿dónde está ella? —pregunta ansioso Pedro. Justo en el momento que Julio va a responderle, Pedro la ve… con aquel vestido azul vaporoso de gasa, los cabellos rubios con una suave y rebelde onda sobre la frente que tapa caprichosamente sus tiernos ojos color miel. Así la ve, en la fotografía del portarretratos que resguarda el paso del tiempo. —Sí, es ella —menciona Julio. —Lo sé… Sabrina es su vivo retrato —responde Pedro. —¿Es muy bella, verdad? —pregunta Julio sabiendo de antemano cuál será la respuesta. —Sí, lo es… Siempre lo fue —asevera Pedro. —¿Cómo la conocías? —pregunta Julio con asombro. —Sí, fue un amor de juventud… ¡Un gran amor! — suspira Pedro. 72
Nombre de Mujer —¡Pero… nunca me habló de vos! —se sorprende Julio. —¡No, claro!… Ella nunca lo supo, fue mi amor secreto… Y jamás lo sabrá —asegura Pedro. —No… Jamás lo sabrá —concluye Julio. —Descuida, nunca va a enterarse. No pienso decírselo, será nuestro secreto —Pedro tranquiliza a Julio. —Nuestro secreto. Ella jamás se enterará… Murió el año pasado. —Julio se derrumba. Solo el silencio los escucha llorar. 73
Temprano en la mañana, Carola encendió la radio. Sonaba una dulce canción. Recordaba haber escuchado esa canción… Pero ¿dónde? Llegó casi sobre la hora al consultorio. Prendió las luces, se puso el delantal con rapidez para cubrir los colores chillones de la blusa. Encendió la computadora y la radio para sentirse acompañada… y ahí estaba otra vez… la misma canción. Se quedó estática pensando de dónde la recordaba; tal vez si decían el nombre podría ser más sencillo. No tuvo suerte. Salió pasadas las 20 h del consultorio. Casi sin darse cuenta, tarareaba la canción sin nombre. Al llegar a la parada del colectivo, unos parlantes gigantes la hacían sonar a todo volumen. Giró para ver de dónde provenía, pero tropezó con una baldosa floja, cayó de bruces y se golpeó la frente contra el pavimento. Sintió que unos brazos la levantaban, ayudándola a recostarse en un sillón. Una voz en su oído le preguntaba cómo se sentía. Todo su cuerpo se negaba a moverse y menos aún a responder. Con mucha dificultad y lentitud logró abrir los ojos. Su vista estaba nublada por el tremendo golpe. De a poco empezó a enfocar y percibir con mayor nitidez. Vio en su cara dibujarse una sonrisa… ¡¡Encantadora!! Y nuevamente sonaba la canción…, pero ya no importaba el nombre ni de dónde la recordaba. ¡¡Ya no la escuchaba… solo sonreía!! 74
Sonia Cáceres vivía en una pequeña localidad llamada Pigüé. Se mudó sola a los dieciocho años a la capital para estudiar la carrera de Paisajismo en la Universidad de BuenosAires; adoraba los jardines y las plantas, verlas crecer y transformarse. ¡¡Sentía que sus manos tenían el poder de embellecerlas!! Al poco tiempo de recibirse, en diciembre del 2015, se enteró de la triste noticia del fallecimiento de su abuela materna, quien también vivía sola en una gran casa en las afueras de la ciudad y la dejó como única heredera de sus bienes. Sonia se mudó a la casa que fue de su abuela, sabiendo que tendría mucho por hacer. Decidió tomarlo con calma, tenía mucho tiempo disponible, pero poco dinero para invertir en esos menesteres. Recién estaba empezando a darse a conocer como paisajista y sus ahorros no eran muchos. Meses antes, al finalizar su carrera, había conocido a Nacho en un boliche bailable. Ambos congeniaron enseguida y decidieron irse a vivir juntos a la casa de su abuela. Sonia consultó a distintos profesionales, pidió varios presupuestos, pero no se decidía… todavía. Un día se propuso acondicionar el jardín, cortando los altos yuyos que crecieron en forma desbordante y que invadían la casa lindante. Sorpresivamente, apareció Betty, la vecina, y se presentaron con poca formalidad. Comenzaron a charlar de buena gana y le contó porqué había ido a vivir allí, que tenía mucho trabajo por delante en esa casa, que iba a necesitar ayuda de algún profesional con experiencia, de su situación de escasos recursos… Betty prometió ayudarla. 75
Lidia Susana Puterman Por la noche, le contó a Nacho sobre el encuentro sorpresivo con Betty, la vecina, sobre la charla y su promesa de ayudarlos. Le recomendó varios profesionales para hacer las refacciones necesarias: electricistas, albañiles, pintores, techistas; y que cobraban bastante barato. Hasta la recomendó para varios trabajos de paisajismo entre sus colegas y amigos. ¡¡Realmente se sentía como si un hada madrina hubiera aparecido en su vida!! Sonia se ocupó de llamar y revisar varios presupuestos hasta decidirse a comenzar con las reformas. Por otro lado, también empezó a trabajar en varios jardines del vecindario, lo que hizo que mejorara bastante rápido su situación financiera y solo trabajando medio tiempo, pues quería controlar cómo iban marchando los arreglos en su nueva casa. De a poco fue notando cambios importantes en su casa con las múltiples refacciones y algunos cambios sugerentes también en Nacho. Al principio, pensó que estaba agotado por tener que trabajar, además, ayudando a los albañiles y pintores, pero después empezó a sospechar que algo se había modificado en su relación. Trató varias veces de hablarlo, pero él siempre le daba alguna “excusa” de cansancio o invenciones de ella, y todo quedaba en la nada. Un día al salir Sonia de compras, volvió a encontrarse con Betty por casualidad en una tienda de antigüedades. Sonia miraba una tetera de porcelana china y ella entraba justo en ese momento. Sonia estaba fascinada con la tetera, que poseía una variada gama de colores: marrón, verde, azul, blanco y pintada en el fondo de rojo con vidriado, pero el precio era sumamente elevado. 76
Nombre de Mujer Betty, sin dudarlo un segundo decidió comprar la tetera para Sonia. Asombrada por su gesto, no podía aceptar semejante obsequio, pero ella insistió en forma rotunda y no tuvo más remedio. ¡¡De nuevo se sintió como si un hada madrina hubiera aparecido en su vida!! En agradecimiento, la invitó a tomar el té al día siguiente. Tenía que poner la casa en condiciones para su invitada de honor. Quería realmente impresionarla. Ella le había brindado una ayuda increíble y casi sin conocerla. Le comentó a Nacho de la invitación que le hizo a Betty para tomar el té y cuál fue el motivo de hacerlo. Nacho la miró complacido por su bello gesto, pero Sonia creyó ver un brillo especial en su mirada. Al día siguiente, se ocupó de preparar unas masitas caseras de limón. Hizo una limpieza a fondo y ordenó minuciosamente la casa, colgó cortinas en las ventanas y acomodó los sillones cerca del hogar con leños para que se sintiera más acogedor. A las cinco en punto sonó el timbre de la puerta. Sonia estaba aún con los preparativos del té, así que fue Nacho a recibir a Betty. Sonia escuchaba desde la cocina sus comentarios sobre la casa, los arreglos realizados y los que aún hacían falta, sus pasos que se alejaban del pasillo y se dirigían a la sala, el sonido de la música, y las voces que se callaron. Sonia puso las tazas, los platitos, la azucarera y la tetera de porcelana, que Betty tan amablemente le regaló, en una bandeja y llevó todo a la sala. Al llegar, le llamó la atención que estuviesen en silencio, pero no dijo nada. Apoyó la bandeja sobre la mesa ratona y, cuando iba a servir el té, se dio cuenta de que había olvidado las masitas. Nacho se ofreció a buscarlas, pero Sonia se 77
Lidia Susana Puterman negó, aduciendo que ella sabía dónde las había dejado. Fue hasta la cocina a buscarlas y… se quedó un buen rato con la excusa de preparar el plato, pero en realidad… ¡¡Los estaba espiando!! Se asomó a la puerta de la cocina con el plato de masitas en la mano; no escuchaba absolutamente nada y decidió acercarse un poco más para poder verlos, teniendo sumo cuidado de que ellos no la vieran. Y lo que vio la dejó pasmada… ¡Betty lo estaba besando y Nacho no se negaba! El plato de masitas cayó al piso y el estruendo hizo que Betty y Nacho se sobresaltaran, soltándose y preguntando si estaba todo en orden. Sonia carraspeó, conteniendo las lágrimas, y anunció que todo estaba en orden. Volvió a la cocina para acomodar las masitas en otra bandeja, se secó las lágrimas con una servilleta, se acomodó el cabello, alisó su blusa y pollera estrenadas para la “ocasión especial”, respiró hondo y haciendo un poco de ruido para que se dieran cuenta de su presencia, se acercó con la bandeja de masitas. Al llegar los encontró sentados uno frente al otro… ¡¡Como si recién se conocieran!! ¡¡Eso era inconcebible!! Aunque trataba de disimularlo, le temblaban las manos y no se animaba a servir el té. Le pidió a Nacho que lo hiciera por ella, con la excusa de que se había olvidado las cucharitas. Volvió a la cocina y se quedó nuevamente… para espiarlos. Y entonces, sucedió lo inexplicable. Nacho sirvió el té, primero a Betty, luego a él, y cuando iba a servir el de Sonia… ¡¡La tetera de porcelana china explotó con un sonido que pareciera salir desde sus entrañas!! 78
Nombre de Mujer De pronto, la casa se llenó de un espeso humo negro. Sonia buscó la puerta de la cocina que daba al jardín tanteando las paredes, mientras tosía desmedidamente por el humo que había ingresado a sus pulmones. Pronto, se oyó a lo lejos el ulular de las sirenas de los bomberos y de la ambulancia. A medida que se acercaban, también lo hacía más gente curiosa. Los bomberos desplegaron la manguera y la gran potencia del agua hizo lo suyo. En breves minutos, el humo negro y denso se disipó por completo. Sonia, desde el jardín, pudo ver como parte de la casa quedó totalmente destruida. Pero no le importó, ni tampoco lloró. A Nacho y a Betty los subieron en la primera ambulancia que había llegado y los trasladaron al hospital más cercano. Sonia no quiso ir en la misma ambulancia; prefirió esperar otra. Necesitaba ver la maravilla del cielo azul, las flores embelleciendo el jardín de su casa. Necesitaba sentir la vida bajo sus pies. 79
Lidia Susana Puterman 80
Se escondía detrás de su máscara de carnaval. Eleonora se preparó para su primer baile. Lucía un atuendo de bailarina exótica con una túnica de una gama de verdes esmeralda, una máscara dorada y una cadena de monedas enlazada en su cintura. Fue allá por los años 30, en una tarde de febrero en que todo parecía flotar; globos y guirnaldas colgaban de los faroles en las calles con sus colores en esplendor, el aire cálido del verano se mostraba bastante benévolo para que las fiestas fueran apacibles. Se derrochaba el vino como si fuera el último día y no hubiese más tiempo para beber. La música estridente no permitía oír las voces que, inútilmente, trataban de hacerse escuchar. Todo era algarabío y candor por las calles empedradas de Palermo. La gente bailaba y cantaba en las veredas, en los balcones o las ventanas. Las manos y los cuerpos se agitaban al compás de la música. Todos saludaban con efusividad el paso de las carrozas llenas de luz y color. Eran casi las once de la noche cuando Eleonora bajó de su apartamento para ir al baile. Sus amigas, Manuela y Yolanda, también con máscaras de carnaval, la esperaban en el pasillo del edificio y juntas fueron hacia el salón.Al llegar, descubrieron luces tenues, una música suave y envolvente que inundaba el espacio. Pidieron bebidas sin alcohol en la barra y eligieron una mesa con cómodos sillones para sentarse. Algunas parejas danzaban en las pistas, abrazadas más por el alcohol que por el erotismo; otros jóvenes estaban sentados en la barra mirando el lugar sin ver ni buscar nada en especial; solo se dedicaban a pasar el rato. 81
Lidia Susana Puterman Eleonora y sus amigas fueron a retocarse el maquillaje al baño. Allí comentaron sobre la escasez de muchachos lindos y agradables a esa hora. Juntas decidieron esperar un poco más para ver si alguien con mayores atractivos ingresaba al salón. Al regresar del tocador observaron que había nuevos tragos en su mesa; también habían dejado una nota diciendo que el joven de la barra con la máscara negra de carnaval las invitaba. Las tres agradecieron muy complacidas al joven con un leve ademán de sus cabezas. Al cabo de unos minutos, el joven se acercó a la mesa e invitó a bailar a Eleonora; ella aceptó con mucho entusiasmo y ambos fueron a la pista… Al principio, bailaban mostrando ambos un poco de timidez; Eleonora lo miró a los ojos como para incitarlo a bailar más apretados, ahí fue cuando notó un brillo especial en su mirada y sintió temor. Se escondía detrás de su máscara de carnaval… Sus ojos brillaban con intensas chispas de lujuria; aunque pudo vislumbrarla, no logró descubrir la cola de diablo a sus espaldas.5 5 Mención de Honor en Editorial Mis Escritos, Antología Senderos Literarios, 2019. 82
Nombre de Mujer 83
Llegó temprano al consultorio del médico. Había dos pacientes delante de ella. Miró por la ventana, el cielo estaba encapotado, la lluvia no quería parar, caía torrencialmente, solo eso se escuchaba… La secretaria llamó al último paciente. Ahora, la sala de espera quedó desierta, en silencio, hasta la lluvia se hizo imperceptible. Era inquietante, sombrío. Miró a su alrededor… no vio a nadie. La secretaria no estaba en su escritorio. La puerta del consultorio estaba entreabierta. Se asomó… ni el médico ni los pacientes… ¡Nadie! Se asomó por la ventana. Seguía diluviando con intensidad. No podían haber salido por la puerta. Tenían que pasar delante de ella y… no, no pasaron. Miró hacia un costado y vio un pasillo largo. Llegó a una puerta y la abrió sin problema. Vio una escalera que descendía… parecía un sótano. Su corazón empezó a latir con fuerza y le ordenaba no bajar. El olor a humedad era fuerte y penetrante. No era posible permanecer en ese lugar oscuro y nauseabundo… Un grito la sacudió. Trató de distinguir de dónde provenía. Se quedó parada frente al largo pasillo. Solo sentía su respiración… Sus sienes latían aceleradamente. Trataba de mantener la calma. Quería llegar hasta la puerta y salir a la calle lo más rápido posible… ¡Aunque lloviera a cántaros! ¡Quería salir de allí como fuera! Otra vez el grito la detuvo en seco. Era como si todo el consultorio gritara, como si todos los gritos de los pacientes estallaran al unísono pidiendo auxilio… y quisieran enloquecerla… ¡Y lo consiguieron!6 6 Finalista del i Concurso de Microrrelatos de Terror, España, 2018. 84
El cielo se pintaba de un intenso azul en el silencio de la tarde de aquel verano de 1970; el agua, maravillosamente en calma, se mezclaba con el color del firmamento. A lo lejos, se vislumbraba la otra orilla de la laguna. Nadie se asomaba a ella en el cálido atardecer en esa playa pedregosa. Solo un abandonado sillón de mimbre blanco marcaba como propio ese territorio. Mi larga caminata deseaba un ansiado descanso, y busqué refugio en el solitario sillón de mimbre. Resultaba curioso ver un sillón abandonado en ese lugar, en tan buenas condiciones de mantenimiento y lejos de cualquier casa. Me senté complacida en él, hallando comodidad de inmediato. Cerré los ojos por un largo tiempo, saboreando el placer que me brindaba ese momento en ese espacio y todo pareció detenerse por unos instantes. Al abrirlos, noté un pequeño papel doblado con mucha prolijidad y muy bien oculto como para no ser descubierto, entre el brazo y el asiento del sillón. Lo tomé con sumo cuidado para evitar que se rompiera y lo abrí con mucha más curiosidad aún. La letra estaba un poco borrosa, por los dobleces y el tiempo transcurrido. Apenas pude leer y con bastante dificultad. Parecía estar escrito por un adolescente por la pequeña y garabateada letra. «A pesar del tiempo y la distancia, siempre estaré contigo». No tenía ni firma ni destinatario. Sonaba como algo premonitorio. Me quedé un largo rato pensando quién sería el dueño de ese sillón, porqué lo habría abandonado, quién había dejado esa nota allí y cuál sería la razón de hacerlo. Como sabía que no podría hallar las 85
Lidia Susana Puterman respuestas, volví a cerrar los ojos y dormité hasta que el rocío de la noche comenzó a caer y se enfriaron mis manos y pies. Me levanté del sillón desperezándome cuando observé que alguien se acercaba. No podía distinguir con nitidez quién era, pero sí me di cuenta de que se trataba de un hombre. Tenía el cabello cano y una prolífica barba bajo su mentón. Me preguntó con sumo respeto si dejaba el sillón y, cuando respondí afirmativamente, me agradeció y tomó asiento de inmediato. Lo observé con disimulo mientras me alejaba y noté que hurgaba en los intersticios del sillón. De pronto, comprendí que debía estar buscando la nota que había descubierto y me acerqué para preguntarle qué estaba haciendo. Sorprendido, respondió con disimulo que había perdido algo. Con una sonrisa le entregué la nota y los colores de su rostro se tornaron casi morados. Comencé a alejarme cuando sentí que me llamaba por mi nombre; con una voz muy queda me dijo que fue el vecino de mi padre, ya fallecido, y me conocía desde pequeña. Mis ojos se agrandaron, pero no podía articular palabra. No quería romper el hechizo de ese momento. Sentía que estaba ante un asombroso descubrimiento y no deseaba que nada ni nadie interrumpiera ese momento de intriga e incertidumbre. Me dijo que también había conocido a mi madre. Ella había partido hacía mucho a un largo viaje y jamás regresó. Como adivinando mis pensamientos, asintió con la cabeza y una lágrima se asomó en sus ojos. De repente, como si un velo se descorriera de mi mente, me percaté de que esa nota la había escrito él… para mi madre. 86
Nombre de Mujer No podía creerlo. Él venía todas las tardes a esa playa alejada de todo y de todos solamente para recordarla, para leer esa nota que nunca podrá leer mi madre y menos saber de su profundo y perpetuo amor. Solo se aferró a esa nota escrita tanto tiempo atrás, que yo descubrí por un descuido, y la casualidad cruzó nuestros caminos para que yo me enterara. A partir de ese día, nos encontramos todas las tardes para ver como el sol se moría detrás del horizonte. No decíamos ni una sola palabra, solo nos limitábamos a ver los atardeceres juntos como un rito, con la excusa de vernos para recordar lo que no fue. Cuando ya finalizaba el verano, y antes de volver a mi trabajo, debía despedirme de él, pero no me animaba. Sabía que iba a causarle un terrible dolor. Yo era lo único que lo ligaba con su pasado. Mientras caminaba hacia la playa buscando las palabras correctas, la encontré parada con un semblante de arrugas, pero con una sonrisa que le iluminaba el rostro. Se me abalanzó y en un abrazo de perdón lloró sin consuelo sobre mi hombro. Habían pasado casi veinte años de su partida y nunca un rastro indicó su destino ni su regreso. Desde lejos, él nos vio abrazadas, cayó de rodillas y también lloró. 87
Lidia Susana Puterman 88
Dicen que el hombre es un “animal de hábitos y costumbres”. Don Manuel Romero Silva era el típico ejemplo. De día, se dedicaba a sus cátedras de matemáticas en la escuela secundaria; dictaba clases a alumnos de primero a quinto año. Al finalizar sus tareas como docente, regresaba a su casa, comía una cena frugal, poca carne y muchas verduras, y luego se dedicaba a su real pasión: escribir. Era una real paradoja, ya que, según dicen, las personas que se dedican a los números están en conflicto con las palabras y la gramática. Pero este no era el caso, o al menos eso parecía. Manuel tenía una arraigada pasión por la escritura; le encantaba redactar cartas de amor. Para ello, realizaba todo un ritual. Por las noches, se dirigía al bar de la esquina de su casa, se sentaba en la mesa más lejana de la puerta, llamaba a la moza y siempre pedía lo mismo, un vaso de vino de jerez; según él mismo manifestaba, le servía para tomar coraje, y al cabo de un rato comenzaba a escribir sus interminables cartas de amor, siempre dirigidas a la misma persona, pues comenzaban invariablemente de la misma manera: “Mi querida C”. Una de tantas noches, la moza se acercó para cobrar la cuenta de Manuel y sin querer miró el encabezado de su carta de amor. Sus ojos se asombraron de manera significativa al notar la letra “C”, tan particularmente escrita con prolija letra cursiva; una sutil sonrisa se dibujó en su fino rostro, pero no atinó a decir palabra alguna. Camila cobró la cuenta de Manuel, giró sobre sus talones y sus mejillas se encendieron como dos manzanas. 89
Lidia Susana Puterman Comenzaba la cuarta semana de noviembre y también la última del curso lectivo. Se olía en los pasillos de la escuela la pronta llegada de las fiestas navideñas, las inminentes vacaciones de verano… Todo era algarabía y muy poco interés por el estudio. Manuel debía tomar algunos exámenes para cerrar los boletines. Esto suscitó algunas protestas de parte de los alumnos, pues ya no estaban interesados en el estudio, y mucho menos en las matemáticas. A pesar de ello, se vieron forzados a obedecer las reglas del profesor, ya que el licenciado Don Manuel Romero Silva no permitía ningún tipo de atropello verbal. Al cabo de una hora, mientras se desarrollaba el examen, golpearon, casi en forma imperceptible, la puerta del aula. Solo el profesor se percató. Grande fue su sorpresa al abrirla… Allí estaba la profesora de literatura, Doña Catalina de la Cueva. Venía a entregarle una tarjeta para invitarlo al evento de presentación de su próximo libro a realizarse el jueves por la noche en el auditorio de la escuela. La emoción lo enmudeció, y las palabras se le quedaron atragantadas; con un gesto de cabeza y una gran sonrisa asintió, agradeciendo la invitación. Manuel era un hombre de gran contextura, cabellos castaños y ojos color miel; pasaba ya los treinta y cinco años y aún no había decido encauzar su vida amorosa de manera formal. Sí había tenido algunos amoríos, muy fugaces, nada con proyectos de casamiento. Era un hombre muy tímido y reservado, que solo se explayaba cuando escribía; ahí no tenía inhibiciones, se expresaba sin tapujos, sin tabúes. Y estaba enamorado… perdidamente, como un jovenzuelo. Pero ¿cómo decírselo? 90
Nombre de Mujer ¿Cómo declararle su amor si cuando la veía un nudo en la garganta le impedía articular palabra alguna? Las cartas eran su único recurso… Su última alternativa. De pronto, recordó la tarjeta de invitación al evento… Esa era su gran oportunidad. Ya era suficiente con las cartas de amor ensayadas en borradores una y otra vez. Ahora debía escribir la carta de amor y entregársela, con firme decisión y valentía. Después de cenar fue a poner en práctica su plan. Se dirigió al bar y, como de costumbre, se sentó en la misma mesa y pidió un vaso de vino de jerez para entonarse y darse valor. Camila le sirvió un vaso más lleno que en otras ocasiones, a lo que Manuel le agradeció con una amplia y efusiva sonrisa. Después de reiterados e infructuosos intentos, Manuel se dio cuenta de que no podía escribir esa noche ni siquiera una simple nota; se sentía confundido y la inspiración lo había abandonado. Estaba muy desanimado. Por último, cuando comenzaba a vencerlo el cansancio, miró a su alrededor y, sin saber de qué manera, algo se despertó dentro de su corazón y pudo expresar todo lo que sentía; como un torrente que desborda su cauce, las palabras surgieron en tropel y, sin detenerse durante unos minutos, escribió la carta de amor. Satisfecho por haberla redactado como lo deseaba, y antes de que el sueño le ganara terreno, fue hasta el baño a despejarse. Regresó luego a la mesa, recogió su carpeta de escritos, pagó la cuenta y saludó con la mano a todos los allí presentes. Llegó el jueves, el día del evento y los nervios lo consumían. Pensó durante toda la semana la mejor manera de entregarle el sobre con la carta de amor; 91
Lidia Susana Puterman decidió que lo más conveniente sería dejársela en el aula donde ella retornaría al finalizar la presentación para recoger las flores y regalos que le habían obsequiado. Encargó un hermoso ramo de orquídeas y colocó el sobre dentro. Al día siguiente, ella le comentaría su pensar. Al día siguiente… ¡¡Ya quería él que llegara el viernes!! Viernes, el último día de clases con sus alumnos y también el día de la gran revelación. ¿Qué habrá pensado Catalina al leer su carta? ¿Qué habrá sentido? Tal vez lo mismo que él… ¿O no? Manuel estaba sumergido en un mar de dudas y no podía pensar con claridad. Al finalizar el día, decidió acercarse al aula de Catalina. Miró por el vidrio de la puerta y vio que ella se preparaba para salir. Golpeó con suavidad y ella le abrió saludándolo con una amplia sonrisa y agradeciéndole por las flores. Manuel esperó a que ella mencionara la carta... Al parecer ni la había registrado. Dubitativo, le consultó. —¿Pudiste ver la nota que te dejé con el ramo de orquídeas? —Encontré el sobre con mi nombre y el tuyo… pero no había ninguna nota dentro —respondió Catalina, con total certeza. La cara de Manuel se transfiguró y no pudo decir nada más. Saludó con su mano en alto con torpeza, giró sobre sus talones y casi a la carrera salió de la escuela. ¿Qué había sucedido con la carta? ¡¡No podía haberse evaporado!! Tal vez la había perdido en el bar... Confundido, y casi con atropello, entró al bar y consultó si alguien había encontrado una carta... que él creía haberla dejado allí. 92
Nombre de Mujer —Yo la encontré… Sabía que la habías escrito para mí y no te animabas a entregármela; por eso la tomé sin que te dieras cuenta y me la guardé cerca del corazón. Todas las noches la leía antes de dormirme, y todas las mañanas antes de empezar a trabajar; así te llevaba conmigo aunque no estuvieras presente, así te extrañaba menos cuando no venías por las noches a tomar tu vaso de vino de jerez, el que te ayudaba a darte coraje y escribirme. Es una carta tan dulce, tan sentida… que me enternece y estremece cuanto más la leo… Manuel estaba boquiabierto, estupefacto y, como era de esperar, no podía emitir palabra alguna. En realidad, ella lo había dicho todo. Y él de pronto se dio cuenta de que Camila era su musa inspiradora… que por ella escribía en el bar todas las noches y no en su casa; que el vaso de vino de jerez le daba la valentía que necesitaba para escribir y poder expresar lo que sentía. El destino se encargó de que la carta de amor se entregara a quien correspondía. Cuando Manuel salió de su estupor, reaccionó con ligera torpeza y abrazó a Camila con apasionada ternura.7 7 Primer premio vi Certamen Literario Distrital: Sra. Nilda Mabel Biscaichipy, 2018. . 93
Lidia Susana Puterman 94
Adormecidos en el placar esperaban en silencio; en rigurosa fila, como soldados preparados para el desfile. Margarita los observó dubitativa por un largo rato; todos lucían relucientes, expectantes ante la mirada que los escrudiñaba con tanta concentración. Al fin se decidió: los zapatos negros de taco aguja eran la mejor elección para el evento; con un moño de lazo en el costado, casi… con vida propia. ¡El evento… la premiación de su obra! Esa noche sería maravillosa, ya lo intuía Margarita; muchos escritores estarían allí recibiendo su premio junto a ella, agradeciendo y agradecidos por tanto talento y humildad, por tanta belleza y sacrificio. Llegó al salón del Alvear Palace Hotel en un remis. Subió con lentitud las escaleras atrayendo todas las miradas, masculinas y femeninas; su vestido de lamé negro resaltaba su lánguida esbeltez y flameaba con su andar sigiloso de gacela. Se ubicó en la primera fila del salón donde estaban convocados los escritores premiados. El director de la editorial dio inicio al evento con un extenso pero aplaudido discurso, reconociendo las múltiples obras y a sus autores que serían galardonados. Fueron uno a uno convocados en el escenario para recibir su premio. Margarita Sandoval fue la última en ser llamada; al subir al escenario reconoció entre el público a alguien que deseaba no ver… Sin embargo, él estaba allí. Le sonreía desde su asiento con su clásica sonrisa burlona, 95
Lidia Susana Puterman casi irónica, como diciéndole: “Yo estoy donde tú estás…, aunque no lo puedas creer”. Margarita desvió con furia la mirada, aunque sus ojos seguían taladrándole hasta los huesos. No quería que sus nervios a flor de piel la traicionaran en ese momento, justo en ese momento tan importante en su vida. Sin embargo, y a su pesar, en el último escalón antes de llegar al escenario, se dobló el tobillo izquierdo y perdió el equilibrio. No llegó a caer, unos brazos la sostuvieron con rapidez. Se arregló con evidente nerviosismo su rojizo y ondulado cabello como para disimular el traspié. Al llegar al micrófono para agradecer su galardón, las palabras enmudecieron en su garganta; carraspeó para ocultar su desesperación, pero fue inútil… Su voz había desaparecido. Las lágrimas asomaron incontenibles y sus manos se movieron como mariposas en presuroso aleteo. Decidió salir de allí con la mayor premura; la vergüenza le enrojeció las mejillas, su mirada se había opacado y el maquillaje desdibujado. Su rostro parecía una máscara, su sonrisa se transformó en una mueca de dolor y angustia. Sintió sobre su nuca todas las miradas, pero especialmente la de él. Sabía que estaría observándola, persiguiéndola, riéndose a sus espaldas, con toda la crueldad de la que era capaz. En su atolondrada carrera hacia la puerta de calle, el tacón de su zapato izquierdo se quebró, Margarita perdió estabilidad y cayó rodando escaleras abajo. Su cuerpo quedó tendido como marioneta de trapo sobre el rellano; su vestido de lamé, rasgado y deslucido, se lleno de polvo y varias lentejuelas quedaron esparcidas por doquier. 96
Nombre de Mujer Raspones y cortes sufrieron también los zapatos negros de taco aguja, que inermes y mudos quedaron, como testigos del inesperado y fatal desenlace. Él desapareció entre el gentío, también su sonrisa. 97
Search