Con 10 años me compraron mi primer “nomeolvides”. Una pulserita de oro con el nombre y un charm con un león grabado (soy Leo). Sentí perderla dos años después. Supongo que se enganchó, se rompió y no me di cuenta. Hasta entonces fue como el carnet de mi estética preadolescente. Me gustaba un montón. Sobre todo la medallita que tintineaba a cualquier movimiento. Adoraba aquel sonido suave de campanilla y el tacto cálido que proporcionaba el metal. Mis encuentros con el oro habían sido los clásicos de campaña (los pendientes de primera puesta, la medalla de la Comunión…) hasta que llegó aquel regalo inesperado, a una edad en la que se empieza a valorar el gustarse y el gustar. No se porqué después siempre he asociado la joya a ese recuerdo y la grata calidez del oro ha permanecido indeleble en la memoria. Con el tiempo su precio se ha puesto por las nubes, hemos ido optando por la plata, también por el acero, por el bronce, el cobre… En fin, en esta década la ex
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