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Agatha Christie - El misterio de Sittaford

Published by dinosalto83, 2022-07-04 02:34:19

Description: Agatha Christie - El misterio de Sittaford

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Mientras la nieve cae en el pueblecito de Sittaford, sus escasos habitantes se reúnen en una sesión casera de espiritismo con un velador que anuncia el asesinato de un convecino: el capitán Trevelyan. Estupor e incredulidad, aunque a la postre los hechos dan la razón al espíritu. La policía detiene finalmente al sobrino y heredero del muerto. La novia del inculpado y un periodista de prensa sensacionalista no se dan por satisfechos e investigan por su cuenta. www.lectulandia.com - Página 2

Agatha Christie El misterio de Sittaford ePUB v1.0 Ormi 17.09.11 www.lectulandia.com - Página 3

Título original: The Sittaford Mystery Traducción: José María Álvarez Agatha Christie, 1934 Edición 1985 - Editorial Molino - 256 páginas ISBN: 8427201079 www.lectulandia.com - Página 4

A M E M con quien discutí la trama de esta novela, con gran alarma de los que nos rodeaban www.lectulandia.com - Página 5

Guía del Lector En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra: BELLING: Dueña de la posada Las Tres Coronas. BURNABY, John: Comandante retirado del ejército inglés e íntimo amigo del asesinado Trevelyan. CURTIS, George: Jardinero. CURTIS, Amalia: Charlatana esposa del anterior. DACRES: Abogado de Emily Trefusis. DERING, Martin: Excelente novelista y marido de Sylvia Pearson. DUKE: Aficionado a los pájaros y a las plantas; viejo y arisco inquilino de Trevelyan. ENDERBY, Charles: Periodista destacado del diario Daily Wire. EVANS, Robert: Fiel criado de Trevelyan. GARDNER, Jennifer: Hermana de Trevelyan con la que éste no se trataba. GARDNER, Robert: Esposo de la anterior. GARDFIELD, Ronald: Joven sobrino de la anciana Mrs. Percehouse. KIRKWOOD, Frederick: De la firma Walters & Kirkwood, abogados de Trevelyan. NARRACOTT: Inspector de policía de la ciudad de Exeter encargado de investigar el crimen de Sittaford. PEARSON, Brian, James y Sylvia: Hijos de Mary, difunta hermana del asesinado Trevelyan. PERCEHOUSE, Caroline: Anciana solterona, inquilina de Trevelyan y tía de Gardfield. REBECA: Esposa de Evans e hija de la dueña de Las Tres Coronas. RYCROFT: Anciano naturalista aficionado a la criminología. TREFUSIS, Emily: Agraciada joven, prometida de James Pearson, maniquí de una célebre casa de modas y protagonista de esta novela. TREVELYAN, Joe: Capitán retirado propietario de varias fincas. VIOLET: Hermosa hija de Mrs. Willett. WARREN: Médico de Exhampton. WILLETT: Señora al parecer rica quien, procedente de las colonias africanas, se instala en Sittaford. WYATT: Capitán retirado e inválido que vive en una de las fincas de Trevelyan. www.lectulandia.com - Página 6

Capítulo I La mansión de Sittaford El comandante Burnaby se calzó las botas de goma, se abrochó bien el cuello del abrigo, tomó de un estante cercano a la puerta una linterna protegida contra el viento y abrió con cautela la puerta principal de su pequeño chalé y atisbo el exterior. La escena que presenciaron sus ojos era típica de la campiña inglesa, tal como la representan las tarjetas de felicitación de Navidad y los melodramas pasados de moda. Por todas partes se veía nieve acumulada en espesos montones, no un mero blanco manto de una o dos pulgadas de espesor. Durante los cuatro últimos días, había nevado copiosamente en toda Inglaterra y, en aquella región de los alrededores de Dartmoor, se había alcanzado espesores de varios pies. Los vecinos de toda la comarca se quejaban de la infinidad de cañerías que se reventaban por causa de aquel frío y el que tenía un amigo fontanero (aunque sólo fuese un aprendiz) se consideraba el más afortunado del mundo. Para la pequeña aldea de Sittaford, siempre apartada del resto del mundo y entonces casi aislada de él, los rigores del invierno constituían un serio problema. El comandante Burnaby, sin embargo, era un hombre decidido. Resopló un par de veces, gruñó una sola vez y se lanzó resuelto hacia la nieve. No iba muy lejos. Recorrió ligero un corto sendero batido por el viento, atravesó la puerta de un cercado y subió por un camino, parcialmente despejado de la nieve que lo cubría, hasta una casa de granito de considerable tamaño. Una pulcra doncella le abrió la puerta de entrada y ayudó al comandante a quitarse su pesado abrigo, las botas y la vieja bufanda. Le abrieron una puerta y entró en una habitación que daba la impresión de parecer otro mundo. A pesar de que sólo eran las tres y media de la tarde las cortinas estaban echadas, las luces eléctricas brillaban encendidas y un agradable fuego ardía en la chimenea. Dos damas que lucían trajes de tarde se levantaron para saludar al valiente anciano militar. —Le agradezco que haya venido, comandante Burnaby —dijo la de más edad. —De ningún modo, Mrs. Willett, de ningún modo. Usted sí que ha sido amable al invitarme —replicó el comandante estrechando las manos de ambas. —Mr. Gardfield vendrá enseguida —explicó Mrs. Willett—, y también Mr. Duke. Y Mr. Rycroft dijo que vendría, pero no es muy de esperar a su edad y con este mal tiempo. Realmente, es demasiado desagradable y se siente la necesidad de hacer algo que ayude a mantener el buen humor. Violet, pon otro tronco en la chimenea. www.lectulandia.com - Página 7

El comandante se levantó galantemente para ponerlo él. —Permítame, miss Violet —dijo. Colocó el tronco con gran maestría en el centro del fuego y regresó una vez más al sillón que la dueña de la casa le había indicado. Procurando que no se notase, lanzó encubiertas miradas a su alrededor, asombrado de que un par de mujeres pudiesen alterar de ese modo el aspecto de una habitación y todo ello sin hacer nada extraordinario que destacase a primer golpe de vista. La casa de Sittaford había sido construida hacía diez años por el capitán Joseph Trevelyan, cuando se retiró de la Armada. Era un hombre acaudalado y siempre habla tenido muchas ganas de residir en Dartmoor. Escogió el pueblecito de Sittaford, que no estaba escondido en el rondo de un valle, como la mayor parte de las aldeas y granjas, sino que escalaba con sus casitas una enhiesta loma, bajo la sombra del faro de Sittaford. Adquirió allí una buena extensión de terreno y edificó en ella una casa confortable, provista de su propio generador de electricidad para el alumbrado y una bomba que realizara el trabajo de bombear agua. Además, para hacer más rentable su propiedad, construyó también seis pequeños chalés, cada uno sobre una parcela de unos mil metros cuadrados y a lo largo del camino. El primero de esos chalés, es decir el colindante con su jardín particular, se lo cedió a su viejo amigo y camarada, John Burnaby; las restantes se vendieron poco a poco, pues aún quedaban algunas personas que, por capricho o por necesidad, gustaban de vivir fuera del mundo. El pueblo, en realidad, se componía tan sólo de tres pintorescas pero abandonadas casas de campo, una herrería y una combinación de oficina de correos y pastelería. La ciudad más cercana, Exhampton, dista de allí seis millas y se llega a ella por una fuerte pendiente que requirió colocar este cartel: «¡Conductores, poned la primera!», tan popular en las carreteras de la región de Dartmoor. El capitán Trevelyan, como ya se ha dicho, disfrutaba de una excelente posición. A pesar de esto, o quizá por eso mismo, era un hombre que sentía una irrefrenable pasión por el dinero. A finales de octubre, un agente inmobiliario domiciliado en Exhampton le escribió una carta en la que le preguntaba si le interesaría alquilar su mansión de Sittaford. Un presunto inquilino se había interesado por ella y deseaba arrendarla durante el invierno. El primer impulso del capitán Trevelyan fue el de rechazar la proposición. El segundo consistió en solicitar más detalles. Resultó que la persona interesada era Mrs. Willett, una viuda con una hija que acababa de llegar de Sudáfrica y deseaba instalarse en Dartmoor para pasar allí el invierno. —¡Maldita sea! ¡Esa mujer debe de estar loca! —exclamó el capitán Trevelyan—. ¡Eh, Burnaby! ¿No piensas tú lo mismo? Burnaby lo pensaba también y así se lo manifestó con el mismo acaloramiento www.lectulandia.com - Página 8

que el empleado por su amigo. —De todos modos —añadió—, no tienes porqué alquilársela. Deja que esa chiflada se vaya a cualquier otro lugar, si es que tiene ganas de congelarse. ¡Hay que ver, viniendo como viene de Sudáfrica! Pero en aquel momento, entró en juego la codicia del capitán Trevelyan. Una oportunidad así de alquilar su casa en pleno invierno no se le presentaría una sola vez entre cien. Volvió a escribir preguntando qué alquiler estaba dispuesta a pagar la solicitante. Una oferta de doce guineas a la semana cerró las negociaciones. El capitán Trevelyan se fue a Exhampton, alquiló allí una modesta casa en las afueras que le costaba dos guineas[1] por semana, y le arrendó su mansión de Sittaford a Mrs. Willett, con la condición de percibir por anticipado la mitad del alquiler. —Una loca y su dinero son dos cosas que no pueden estar mucho tiempo juntas —razonó el avaro capitán. Aunque Burnaby pensaba aquella tarde, mientras examinaba disimuladamente a Mrs. Willett, que no tenía el aspecto de haber perdido la razón. Era una mujer de elevada estatura, algo extraña en sus maneras, pero con una fisonomía que reflejaba más sagacidad que locura. Le gustaba mucho vestirse con elegante ostentación, hablaba con un marcado acento colonial y parecía muy satisfecha de haber conseguido alquilar aquella residencia. Así lo manifestaba claramente, lo cual, como Burnaby pensó en más de una ocasión, contribuía a que aquel extraño negocio pareciese más singular aún. No era del tipo de mujer a quien se le pudiera atribuir una pasión por la vida solitaria. Como vecina, había resultado de una amabilidad casi empalagosa. Las invitaciones para visitar la casa de Sittaford llovían en todas partes. Al capitán Trevelyan no cesaba de repetirle: «Considere la casa como si no la hubiese alquilado.» Sin embargo, Trevelyan no era muy amigo de las mujeres. Se decía que había sufrido calabazas en su juventud. Con notable persistencia, rehusó todas las invitaciones. Ya hacía dos meses que las Willett se habían instalado allí y apenas quedaba rastro del interés que había despertado su llegada al lugar. Burnaby, reservado y silencioso por naturaleza, continuaba el estudio de la señora de la casa, tan absorto que no sintió la menor necesidad de seguir la conversación. Le gustaba comprobar que no estaba loca, ni mucho menos, como así era en realidad. Por fin, llegó a una conclusión satisfactoria. Su mirada se fijó en Violet Willett. Una bonita muchacha, y delgada, desde luego, como casi todas las de hoy en día. ¿Qué se podía admirar en una mujer si perdía su aspecto femenino? Los periódicos decían que las curvas volvían a estar de moda. Ya era hora. Sintió la necesidad de atender a la conversación. —Al principio, nos temimos que no pudiese venir a vernos —dijo Mrs. Willett—. www.lectulandia.com - Página 9

Nos dijo algo por el estilo, ¿recuerda? Por eso nos ha complacido mucho que después nos dijera que de todos modos vendría. —Viernes —replicó el comandante Burnaby con aire de ser muy explícito. Pero Mrs. Willett se quedó confusa ante tan enigmática palabra. —¿Viernes? —Sí, los viernes voy a casa de mi amigo Trevelyan. Y los martes viene él. Así lo hemos hecho durante muchos años. —¡Ah, ya comprendo! Es natural, viviendo tan cerca el uno del otro. —Es una especie de costumbre. —Pero, ¿sigue usted haciéndolo ahora? Quiero decir desde que él se ha ido a vivir a Exhampton. —Es triste tener que romper una costumbre —contestó el comandante Burnaby —, pero el mal tiempo nos ha hecho perder estas últimas tardes. —Tengo entendido que se dedican ambos a participar en concursos, ¿no es así? —preguntó Violet—. Acrósticos, crucigramas y todas esas cosas... Burnaby asintió. —Sí, yo resuelvo los crucigramas. Trevelyan se dedica a los acrósticos. Cada uno se ciñe a su propio terreno. El mes pasado gané tres libros en un concurso de crucigramas —explicó con cierto orgullo. —¡Oh, muy bien! ¡Qué magnífico! ¿Eran interesantes los libros? —No lo sé porque no los he leído. Tienen aspecto de ser muy aburridos. —Lo que importa es ganar un premio, ¿verdad? —dijo Mrs. Willett con aire distraído. —¿Cómo va usted a Exhampton? —preguntó Violet—. Porque usted no tiene automóvil. —Voy a pie. —¿Cómo? ¡No es posible! ¡Si hay seis millas! —Es un buen ejercicio. ¿Qué son doce millas? Así se conserva uno en forma. Y es una gran cosa estar en forma. —¡Imagínese! ¡Doce millas andando! Según tengo entendido, usted y el capitán Trevelyan eran grandes deportistas, ¿no es así? —Teníamos la costumbre de ir juntos a Suiza. Practicábamos los deportes de nieve en invierno y escalábamos las montañas en verano. ¡Un hombre maravilloso sobre el hielo, el amigo Trevelyan! Ahora ambos somos demasiado viejos para estas cosas. —Usted ganó el campeonato militar de marcha con raquetas, ¿verdad que sí? — preguntó Violet con aire entusiasta. El comandante se ruborizó como una damisela. —¿Quién le ha contado eso? —musitó entre dientes. www.lectulandia.com - Página 10

—El capitán Trevelyan. —Valdría más que Joe contuviese su lengua —comentó Burnaby—. Habla demasiado. ¿Cómo sigue el tiempo ahora? Respetando su turbación, Violet le acompañó hasta la ventana. Apartaron la cortina a un lado y miraron hacia la desolada escena exterior. —Sigue nevando —dijo Burnaby—. Y mucho, diría yo. —¡Oh, qué emocionante! —exclamó Violet—. Siempre he pensado que la nieve es una cosa muy romántica. Nunca la había visto antes de ahora. —No resulta tan romántica cuando las cañerías empiezan a reventar, locuela — dijo su madre. —¿Ha vivido siempre en Sudáfrica, miss Willett? —preguntó el comandante Burnaby. Ante esta pregunta, la muchacha perdió visiblemente algo de su animación. Y pareció que se violentaba un poco cuando contestó: —Sí. Ésta es la primera vez que he salido de allí. Por eso me resulta todo tan terriblemente emocionante. ¿Emocionante enterrarse en el más remoto y desierto pueblucho inglés? ¡Vaya idea! Nunca entendería a esa gente. Se abrió la puerta y la doncella anunció: —Mr. Rycroft y Mr. Gardfield. Se presentaron un anciano pequeño y seco como una pasa y, tras él, un joven de rostro fresco y coloreado y semblante infantil. Este último fue el que habló primero: —Aquí se lo traigo, Mrs. Willett. Me dijo que si quería verlo enterrado bajo un alud de nieve. ¡Ja, ja! Esto tiene un aspecto sencillamente maravilloso. ¡Un buen fuego en la chimenea! —Como dice muy bien mi joven amigo, él me ha guiado amablemente hasta esta casa —explicó Mr. Rycroft después de estrechar las manos de los presentes con afectada ceremonia—. ¿Cómo está usted, miss Violet? ¡Qué tiempecito más invernal! Demasiado propio de esta estación del año. Y se acercó al fuego, sin dejar de hablar con Mrs. Willett, mientras Ronald Gardfield le daba la lata a Violet. —Estaba pensando... ¿no podríamos patinar en algún sitio? Por aquí cerca habrá algún estanque helado. —Creí que cavar caminos en la nieve era su único deporte. —Pues eso he hecho toda la mañana. —¡Oh, pobre hombre, cuánto trabaja...! —¡No se ría de mí, no! Mire, tengo las manos llenas de ampollas. —¿Cómo está su tía? —¡Oh, siempre igual! A veces asegura que se encuentra mejor y otras que está www.lectulandia.com - Página 11

mucho peor, pero yo creo que, en realidad, su salud no experimenta nunca la menor variación. La suya es una vida terrible como ya sabe. Cada nuevo año que transcurre me pregunto cómo puedo aguantarla. Pero ¡qué le vamos a hacer! No hay más remedio que ayudar un poco a ese viejo pajarraco, Navidad tras Navidad. Si no, sería muy capaz de dejar su dinero a un asilo de gatos. Ahora tiene ya cinco en casa, ¿no lo sabía? Yo me paso el día acariciando a esos antipáticos animales y simulando que les tengo un cariño loco. —Me gustan más los perros que los gatos. —Lo mismo me pasa a mí. Lo que yo digo es que un perro es.... bueno, un perro es siempre un perro, ¿verdad? —¿Y toda la vida le han gustado los gatos a su tía? —Yo creo que esa afición es consecuencia propia de su vida de solterona. ¡Uf, odio a esos animales! —Su tía es muy simpática, pero en algunas ocasiones asusta un poco. —Yo diría que antes no era así. A veces, me vuelve loco. Como usted ya sabe, ella cree que no tengo nada dentro de la cabeza. —¿Y tiene usted algo en realidad? —¡Oh, venga ya! ¡No me diga esto! Hay muchas personas que parecen locas y se ríen de todo. —Mr. Duke —anunció la doncella. Era el que acababa de llegar. Había comprado en septiembre el sexto y último de los chalés. Era un hombre alto y robusto, de carácter tranquilo y aficionado a la jardinería. Mr. Rycroft, que sentía un verdadero entusiasmo por los pájaros y vivía en el chalé de al lado, se encargó de protegerlo con su amistad tapando la boca a quienes decían que Duke era un hombre muy simpático, pero que... después de todo... bastante... bueno ¿bastante qué? ¿Podía asegurarse que era un comerciante retirado? Lo cierto era que nadie se había atrevido a preguntarle por su pasado y, por otra parte, casi resultaba preferible ignorarlo. Porque si alguien se enteraba de eso, acaso se vería en una situación un poco embarazosa y en un pueblo tan pequeño era preferible estar a buenas con todos. —¿No ha dado hoy su paseíto hasta Exhampton con este tiempo, verdad? —le preguntó Duke al comandante Burnaby. —No, señor. Imagino que es difícil que el amigo Trevelyan me espere esta noche. —Es horroroso, ¿no es verdad? —dijo Mrs. Willett con un estremecimiento—. Vivir enterrado en esta aldea año tras año debe de ser terrible. Mr. Duke le lanzó una rápida mirada, mientras el comandante Burnaby la contemplaba con cierta curiosidad. Pero en aquel momento, entró la doncella con el té. www.lectulandia.com - Página 12

Capítulo II El mensaje Terminado el té, Mrs. Willett propuso que jugasen al bridge. —Somos seis; por lo tanto, dos tendrán que esperar turno. Los ojos de Ronnie brillaron de satisfacción. —Empiecen a jugar los cuatro —indicó el joven—. Miss Violet y yo hablaremos. Pero Mr. Duke dijo que no contasen con él porque desconocía el bridge. El rostro de Ronnie perdió su momentánea animación. —Entonces, podríamos escoger un juego en el que entrásemos todos —dijo la señora de la casa. —O hagamos el experimento del velador —sugirió Ronnie—. Es noche de fantasmas y espíritus. El otro día hablábamos acerca de esto, ¿recuerdan ustedes? Y esta tarde, mientras veníamos hacia aquí, Mr. Rycroft y yo hemos vuelto a hablar del mismo asunto. —Soy miembro de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas —explicó Rycroft con su acostumbrada concisión—, y he querido precisarle al joven amigo uno o dos puntos. —¡Sandeces! —exclamó el comandante Burnaby de un modo que todos lo oyeron. —¡Oh! Pero es muy divertido, ¿no les parece? —replicó Violet—. Yo opino que tanto si uno cree en ello como si no, se trata de un buen entretenimiento. ¿Qué dice a eso, Mr. Duke? —Lo que usted guste, miss Violet. —Pues apaguemos las luces y escojamos una mesa que vaya bien. No, ésa no, mamá. Estoy segura de que es demasiado pesada. Finalmente, se arreglaron las cosas a entera satisfacción de todos. Una bonita mesita redonda, con la superficie lisa, fue traída desde una habitación contigua. La colocaron frente a la chimenea y cada cual se sentó donde quiso a su alrededor. Las luces continuaron apagadas. El comandante Burnaby se encontró entre Mrs. Willett y Violet. Al otro lado de la joven, estaba Ronnie Gardfield. Una cínica sonrisa plegaba los labios del comandante, mientras pensaba: «En los días de mi juventud, esto se llamaba: «¡Levántate, Jenkins!»». Y en vano trató de recordar el nombre de una muchacha de sedoso cabello cuya mano mantuvo él cogida por debajo de la mesa durante un larguísimo rato. ¡Cuánto tiempo había pasado desde entonces! Pero eso de «¡Levántate, Jenkins!» era un bonito juego. www.lectulandia.com - Página 13

Empezaron por las acostumbradas burlas, risas, cuchicheos y demás comentarios obligados. —Los espíritus tardarán mucho en venir —dijo uno. —Hay que andar un buen rato para llegar hasta aquí —dijo otro. —¡Silencio! Si no estamos serios, no sucederá nada. —¡Oh, quietecitos! ¡Todo el mundo bien quieto! —No ocurre nada. —¡Claro que no! Nunca se manifiestan al principio. —Si al menos se estuviese usted quieto y callado... Por fin, al cabo de un rato, los murmullos de las conversaciones sostenidas en voz baja se extinguieron. Sobrevino un largo silencio. —Esta mesa está más muerta que mi abuela —murmuró Ronnie Gardfield con aire de disgusto. —¡Chis...! Una ligera vibración se extendió por la pulida superficie de la mesita y ésta empezó a oscilar. —¡Pregúntele cosas! —exclamó Violet—. ¿Quién va a encargarse de las preguntas? Usted, Ronnie, háganos el favor. —Sí, pero... bueno, ¿y qué pregunto? —Pregunte si hay algún espíritu presente —le apuntó Violet. —Bueno, pues... ¿hay un espíritu presente? La mesa se agitó abruptamente. —Eso quiere decir que sí —apuntó Violet. —Esto... ¿quién eres? —Pídale que nos indique su nombre. —¿Cómo va a poder hacerlo? —Mediante una serie de oscilaciones que nosotros contaremos. —¡Ay, ya comprendo! Bien... ¿me quieres deletrear tu nombre, espíritu? El velador comenzó a moverse violentamente. —A... B... C... D... E... F... G... H... I... ¡Oh! Ahora he perdido la cuenta y no sé si se ha parado en la I o en la J. —Pregúntaselo. ¿Era la I? La mesa afirmó con una oscilación. —Muy bien. Venga la letra siguiente, por favor. El nombre del espíritu presente resultó ser IDA. —Dinos, ¿tienes algún mensaje que comunicar a alguien aquí presente? —Sí. —¿Para quién es ese mensaje? ¿Para miss Willett? —No. www.lectulandia.com - Página 14

—¿Para Mrs. Willett? —No. —¿Para Mr. Rycroft? —No. —¿Para mí? —acabó por preguntar el joven. —Sí. —¡Es para usted, Ronnie! ¡Vamos, haga que se explique! El velador deletreó DIANA. —¿Quién es Diana? —preguntó Violet—. ¿Conoce usted a alguien que se llame Diana? —No, no recuerdo. A menos que se trate de... —Venga, diga... seguro que sí. —¿Por qué no le pregunta si es una viuda? Aquello resultaba divertido. Mr. Rycroft sonrió indulgentemente. La gente joven siempre estaba de broma. Aprovechando un momentáneo relámpago del fuego de la chimenea, echó una ojeada al rostro de Mrs. Willett y pudo observar que parecía preocupada y abstraída. Sus pensamientos estaban lejos de allí. El comandante Burnaby pensaba en la nieve. Seguro que aquella noche seguiría nevando. Era el invierno más crudo que podía recordar. Mr. Duke se tomaba el juego muy en serio. Por lo visto, los espíritus no le prestaban apenas atención. Todos los mensajes parecían ser para Violet y Ronnie. Violet iría en breve iría a Italia. Alguien iría con ella. No sería otra mujer, sino un hombre que se llamaba Leonard. Hubo más risas. La mesita deletreó el nombre de la ciudad, pero no tenía nada de italiano; el nombre más bien parecía una ciudad rusa. Salieron a relucir las acusaciones propias de estas sesiones. —Miren... miren lo que hace Violet —indicó alguien, observando que la joven estaba casi echada sobre el velador—. No empuje la mesa. —¡Yo no la empujo! Fíjense, tengo las manos completamente separadas del tablero y sigue oscilando. Véanlo, véanlo. —A mí me gustan los golpes secos, las llamadas de los espíritus —dijo otro—. Voy a pedirles que nos hagan oír algún ruido, y que sea de los fuertes. —Bueno, pediremos que haya ruidos. —aceptó Ronnie; y volviéndose hacia Mr. Rycroft, su amigo, le preguntó—: ¿Podremos conseguir algún ruido? ¿Qué le parece? —En las circunstancias actuales, opino que será un poco difícil —contestó Mr. Rycroft con sequedad. A estas palabras siguió un largo silencio. La mesa estaba inerte, sin querer responder a las preguntas que se le hacían. —¿Es que se ha marchado ya Ida? www.lectulandia.com - Página 15

Una lánguida oscilación confirmó esa sospecha. —¿No hay por ahí algún otro espíritu amable que quiera decirnos algo? Nada, la mesa seguía inmóvil. De repente, empezó a moverse y a oscilar violentamente. —¡Hurra! ¿Eres tú otro espíritu? —Sí. —¿Traes un mensaje para alguien? —Sí. —¿Para mí? —No. —¿Para Violet? —No. —¿Para el comandante Burnaby? —Sí. —Esta vez le toca a usted, comandante Burnaby. ¿Quieres deletrearlo, por favor? La mesa inició un lento bailoteo. —T... R... E... V... ¿Estás seguro de que la última es una V? ¿Sí? ¡Pues no tiene ningún sentido. —TREVELYAN, sin duda alguna —indicó Mrs. Willett—. Se refiere al capitán Trevelyan. —¿Nos vas a decir algo del capitán Trevelyan? —Sí. —¿Traes algún mensaje para él? —No. —Bueno. Entonces, ¿de qué se trata? La mesa empezó a balancearse con gran lentitud, pero a un ritmo perfecto. Se mecía tan despacio, que a todos les fue fácil contar las letras: M... una pausa, U... E... R... T... O... —¡MUERTO! —¿Alguien ha muerto? En lugar de contestar «sí» o «no», el velador empezó a oscilar otra vez hasta detenerse en la letra T. —¡T! ¿Te refieres a Trevelyan? —¡Sí! —¿Quieres decir que Trevelyan ha muerto? —¡Sí! Esta vez el movimiento fue muy brusco y rotundo. Alguien carraspeó. Un ligero estremecimiento agitó a toda la concurrencia. La voz de Ronnie, al resumir todas sus preguntas en una sola, sonó muy diferente www.lectulandia.com - Página 16

de como hasta entonces: amedrentada y nerviosa. —¿Quieres decir que el capitán Trevelyan está muerto? —Sí. Hubo una larga pausa. Parecía como si nadie supiese qué nuevas preguntas se le podían hacer a la mesita, ni cómo comportarse ante tan inesperado acontecimiento. Cuando aún duraba esta pausa, el velador volvió a balancearse. Con toda claridad y lentitud, marcó las letras que Ronnie pronunció en voz alta: —A... S... E...S... I... N... A... T... O... Mrs. Willett lanzó un agudo grito y retiró sus manos rápidamente de la mesita. —No quiero que continuar. Es horrible. No me gusta. La voz clara y resonante de Mr. Duke atronó la pequeña habitación al preguntar al velador: —¿Quieres decir que el capitán Trevelyan ha sido asesinado? Apenas había salido de sus labios la última sílaba de esta pregunta, cuando se produjo la respuesta: la mesita osciló tan violenta y afirmativamente que por poco se cayó al suelo. Y osciló una sola vez: —¡Sí! —¡Basta! —exclamó Ronnie retirando sus manos del tablero del velador—. Esta broma es repugnante —Su voz temblaba al decirlo. —Enciendan las luces —sugirió Mr. Rycroft. El comandante Burnaby se levantó y accionó el interruptor. El repentino resplandor alumbró una serie de rostros pálidos y descompuestos. Cada uno de los reunidos miraba a los demás, sin que nadie supiese exactamente qué decir. —Una sarta de disparates, desde luego —aseguró Ronnie con una sonrisa forzada. —Tonterías sin sentido —confirmó Mrs. Willett—. Nadie debería... nadie tendría que hacer esta clase de bromas. —Y menos cuando se refieren a muertes y asesinatos —dijo Violet—. ¡Oh, es muy desagradable... no me gusta nada! —Yo no movía la mesa —indicó Ronnie, presintiendo que una general y silenciosa crítica estaba recayendo sobre el —. Les juro que no lo he hecho. —Lo mismo puedo asegurar yo —afirmó Mr. Duke—. ¿Y usted, Mr. Rycroft? —¡Pues yo tampoco! —exclamó con acalorado acento el interpelado. —No creerán que yo haría una broma de esa índole, ¿verdad? —refunfuñó el comandante Burnaby—. No tengo tan mal gusto. —Violet, querida... —empezó a decir Mrs. Willett. —Yo no he sido, mamá. Te aseguro que yo no lo he hecho. Nunca haría una cosa así. www.lectulandia.com - Página 17

A la muchacha casi se le saltaron las lágrimas. Todos se sentían incómodos. Una sombra repentina había descendido sobre aquella alegre reunión. El comandante Burnaby empujó hacia atrás su silla, se dirigió hacia la ventana, apartó a un lado las cortinas y permaneció allí largo rato mientras daba la espalda a la habitación. —Son las cinco y veinticinco —dijo Mr. Rycroft echando una ojeada al reloj de la chimenea. Después lo comparó con su propio reloj y todos se dieron cuenta de que aquellas observaciones tenían algún significado relacionado con su actual preocupación. —Vamos a ver —dijo Mrs. Willett con forzada amabilidad—, me parece que sería mejor que tomásemos ahora un cóctel. Mr. Gardfield, ¿quiere tener la bondad de tocar el timbre? Ronnie obedeció. La doncella trajo los ingredientes necesarios y Ronnie fue el encargado de mezclarlos. La tensión de la situación cedió un poco. —Bueno —dijo Ronnie levantando su vaso—. Esto ya está listo. Los demás correspondieron a su invitación, todos menos la silenciosa figura junto a la ventana. —Comandante Burnaby, aquí tiene su cóctel. El aludido pareció despertar con un brusco respingo. Se volvió lentamente hacia la sala. —Muchas gracias, Mrs. Willett, pero no cuenten conmigo —Y mirando por última vez hacia el exterior, se acercó de nuevo lentamente al grupo que bebía ante la chimenea—. Les agradezco mucho sus atenciones. Buenas noches. —¡No puede irse ahora! —Me temo que debo marcharme. —¡No se vaya tan pronto! ¡Y con una noche como ésta! —No sabe cuánto lo lamento, Mrs. Willett, pero no tengo más remedio que hacerlo. ¡Si al menos hubiese algún teléfono por aquí cerca...! —¿Un teléfono? —Sí. Para serle franco, yo.... bueno, me gustaría asegurarme de que Joe Trevelyan está bien. Todo eso son estúpidas supersticiones, pero ahí están. Naturalmente, no creo en esas supercherías, pero... —Pero no podrá telefonear desde ningún sitio porque no hay ningún teléfono en Sittaford. —Exacto. Como no puedo telefonear, tendré que ir allí. —Entonces, vaya. Pero no conseguirá que ningún automóvil le lleve por ese camino. Elmer no querrá llevarle en su coche con una noche como ésta. www.lectulandia.com - Página 18

Elmer era el propietario del único automóvil de la localidad, un viejo Ford que era alquilado a un precio asequible por los que deseaban dirigirse a Exhampton. —No, no, nada de ir en coche. Mis dos piernas me llevarán allí, Mrs. Willett. Se levantó un coro de protestas. —¡Oh! ¡Comandante Burnaby, eso es imposible!. Usted mismo acaba de decir que va a nevar. —Cierto, aunque aún tardará una hora en empezar a caer nieve... tal vez más. Entretanto, habré llegado. No se preocupen. —¡Oh! No puede hacerlo. No podemos consentirlo. La señora de la casa estaba alterada e inquieta. Pero los razonamientos y las súplicas no afectaron al comandante Burnaby más que a una roca. Era un hombre obstinado. Cuando su mente decidía algo, ningún poder humano era capaz de hacerle desistir. Estaba resuelto a ir a pie a Exhampton y comprobar por sí mismo que no le ocurría nada a su viejo amigo, y repitió esta simple argumentación media docena de veces. Finalmente, todos tuvieron que aceptar que lo hiciera. Se envolvió cuidadosamente en su sobretodo, encendió la linterna que había traído y se adentró en la noche. —Pasaré un momento por mi casa a recoger una botella —dijo con voz alegre—, y entonces ya podré emprender la marcha sin ningún temor. Trevelyan me alojará en su casa por esta noche, sin duda alguna. Todo esto son temores ridículos, ya lo sé. Seguro que no ocurre nada. No se preocupe, Mrs. Willett, nieve o no nieve llegaré en un par de horas. Buenas noches a todos. Y se alejó. Los demás tomaron asiento delante de la chimenea. Rycroft se detuvo un instante a contemplar el cielo. —Sé que va a nevar —murmuró dirigiéndose a Mr. Duke—, y empezará mucho antes de que llegue a Exhampton. Celebraré que llegue sin novedad. Duke frunció el entrecejo. —Lo soñé. Creo que debía de haberme ido con él. Uno de nosotros hubiera debido acompañarle. —Todo esto es muy lamentable —dijo miss Willett muy lentamente—. Muy lamentable. Violet, no quiero que en mi casa se repita nunca más ese estúpido juego. Ahora, el pobre comandante Burnaby será probablemente arrastrado por la ventisca o tal vez muera de frío en medio de la carretera. A su edad... ¡Qué locura partir en estas circunstancias! Desde luego, el capitán Trevelyan estará perfectamente bien. Todos repitieron: —¡Claro que sí! Sin embargo, ninguno de ellos se sentía muy tranquilo. Suponiendo que le www.lectulandia.com - Página 19

hubiese ocurrido algo al capitán Trevelyan... Suponiendo... www.lectulandia.com - Página 20

Capítulo III Las cinco y veinticinco Dos horas y media después, poco antes de las ocho de la noche, el comandante Burnaby, linterna en mano, la cabeza inclinada hacia delante para no ser cegado por la nieve que caía, encontró por fin el sendero que conducía a la puerta de Hazelmoor, la casa alquilada por el capitán Trevelyan. La nieve había empezado a caer una hora antes en forma de grandes y densos copos. El comandante Burnaby carraspeaba, emitiendo esos sordos ronquidos característicos en un hombre agotado por el esfuerzo. Estaba entumecido por el frío. Sacudió fuertemente sus pies contra el suelo, resopló, lanzó dos o tres bufidos, resopló de nuevo y aplicó un dedo casi helado al timbre. El timbre resonó en la noche de un modo penetrante. Burnaby esperó. Tras un silencio de algunos minutos, y como no se apreciaban señales de vida, volvió a llamar al timbre. Una vez más no hubo señales de vida. Burnaby llamó por tercera vez, prolongando esta vez la llamada manteniendo el dedo en el timbre. Aún repitió los timbrazos muchas veces más, sin obtener la menor señal de vida del interior de la casa. En la puerta había también un llamador. El comandante Burnaby lo levantó, golpeó con él vigorosamente la puerta y produjo un estrépito atronador. Aun así, la pequeña casa continuó silenciosa como la muerte. El comandante desistió. Por un momento permaneció allí, ante la puerta, perplejo e indeciso; luego, muy despacio, desanduvo el sendero de entrada y salió al exterior de la cerca para continuar su marcha por el camino que conducía a Exhampton. Después de haber caminado unas cien yardas, llegó ante el pequeño puesto de policía. Allí tuvo un nuevo instante de duda; al fin, se decidió a entrar en la oficina. El agente Graves, que conocía muy bien al comandante, se levantó con verdadero asombro. —¡Caramba, señor! Nunca hubiese supuesto que usted anduviera de paseo en una noche como ésta. —Escúcheme —suplicó Burnaby brevemente—, he estado tocando el timbre y golpeando con el llamador en casa del capitán, y no he conseguido ninguna respuesta. —Bueno, es natural, estamos a viernes —observó Graves, que conocía muy bien las costumbres de los dos—. Pero no querrá hacerme creer que acaba de llegar de Sittaford en una noche como ésta. Seguro que al capitán no le esperaba. www.lectulandia.com - Página 21

—Tanto si él me esperaba como si no, el caso es que he venido —dijo Burnaby en tono impertinente—. Y como le estaba diciendo, no he conseguido entrar. He tocado repetidas veces el timbre, he aporreado con el llamador y nadie contesta. Parte de su intranquilidad pareció contagiarse al policía que le escuchaba. —Es extraño —dijo arrugando el ceño. —Desde luego, es muy extraño —confirmó Burnaby. —No es cosa de creer que haya salido de su casa en una noche como esta. —Naturalmente. No creo que haya querido salir de paseo en una noche como ésta. —¡Sí que es extraño! —repitió Graves. Burnaby manifestó su impaciencia ante la inactividad de aquel hombre. —¿Es que no piensa hacer algo? —le soltó. —¿Hacer algo? —Sí, hacer algo. El policía meditó. —Supongamos que se haya puesto enfermo —Dicho esto su rostro se animó—. Se me ocurre probar si contesta al teléfono. Apoyándose en el codo, descolgó el aparato y pidió el número del capitán; pero al teléfono, como al timbre de la puerta, no hubo ninguna respuesta del capitán Trevelyan. —Parece como si no oyera nuestras llamadas —indicó Graves colgando el auricular—. ¡Con esa manía de vivir solo en la casa...! Creo que lo mejor que podemos hacer es ir a buscar al doctor Warren y llevarlo con nosotros. La vivienda del doctor Warren estaba casi junto al puesto de policía. En aquel preciso instante el médico se acababa de sentar a la mesa para cenar con su esposa y no pareció gustarle la proposición. Sin embargo, aceptó acompañarles refunfuñando y se envolvió en un viejo abrigo, se calzó un par de botas de goma y se abrigó el cuello con una bufanda de punto. La nieve seguía cayendo. —¡Condenada noche! —murmuró el doctor—. Espero que no me habrán llamado para que les acompañe a tomar el aire. Trevelyan es fuerte como un caballo. Nunca ha necesitado mis servicios. Burnaby no replicó nada. Cuando llegaron a Hazelmoor, volvieron a tocar el timbre y a golpear con el llamador, sin conseguir la menor respuesta. Entonces, el doctor propuso que diesen la vuelta a la casa para ver si podían entrar por una de las ventanas posteriores. —Son más fáciles de forzar que la puerta —explicó. Graves aceptó la idea y empezaron a dar la vuelta a la casa. Encontraron una www.lectulandia.com - Página 22

puerta lateral e intentaron abrirla, pero estaba atrancada, por lo que tuvieron que continuar la marcha sobre los parterres cubiertos de nieve hasta llegar a las ventanas traseras. De repente, Warren lanzó una exclamación: —¡Fíjense en la ventana del despacho! ¡Está abierta...! Era verdad: la ventana, de estilo francés, estaba entornada. Los tres apresuraron el paso. En una noche como aquella, a nadie que estuviese en su sano juicio se le ocurriría abrir una ventana. En la habitación se veía una luz encendida que proyectaba una estrecha franja amarillenta. Los tres hombres llegaron simultáneamente al pie de la ventana. Burnaby fue el primero en entrar, ayudado por el agente, quien se mantenía firme sobre sus talones y entró tras él. Ambos se quedaron paralizados como muertos al contemplar el interior de la habitación, mientras algo así como un ahogado grito salía de la boca del ex soldado. En un instante, Warren se unió a ellos y pudo ver a su vez lo que habían visto. El capitán Trevelyan yacía en el suelo, boca abajo. Sus brazos estaban extendidos y había un gran desorden en toda la habitación. Los cajones de la mesa de despacho estaban fuera de su sitio y numerosos papeles estaban en el suelo. La ventana inmediata tenía los bordes astillados en el lugar donde había sido forzada, cerca del pestillo. Junto al capitán se veía un burlete de color verde oscuro de unas dos pulgadas de diámetro. Warren lo apartó de allí para poder arrodillarse junto al cuerpo exánime. Un minuto fue suficiente. Se levantó de nuevo sobre sus pies con el rostro muy pálido. —¿Está muerto? —preguntó Burnaby. El doctor asintió. Luego se volvió hacia Graves. —Ahora le toca a usted decir lo que se ha de hacer. —Yo no puedo hacer otra cosa que examinar el cadáver con más minuciosidad, y tal vez opine usted que conviene esperar que llegue el inspector. De momento, no es posible precisar la causa de la muerte. Me parece que se trata de una fractura de la base del cráneo. Y creo que podría adivinar el arma empleada —concluyó el doctor, señalando hacia el burlete verde. —Trevelyan lo tenía siempre extendido a lo largo de la rendija inferior de la puerta para evitar las corrientes de aire —explicó Burnaby. Su voz era ronca. —Sí, ¿eh?, pues es una especie de saco de arena muy eficaz. —¡Dios mío! —Por lo visto... —empezó a decir el agente, dando forma concreta a sus lentos y torpes pensamientos—... usted afirma que esto es un asesinato. El policía dio algunos pasos en dirección a la mesa, en la que se veía un aparato www.lectulandia.com - Página 23

telefónico. El comandante Burnaby se acercó al doctor. —¿Tiene usted alguna idea —preguntó respirando con dificultad— de cuanto lleva muerto? —Unas dos horas, a mi juicio, o tal vez tres. Aunque esto no es más que una primera y burda apreciación. Burnaby se pasó la lengua por los resecos labios. —¿Quiere decir —insistió— que mi amigo ha podido ser asesinado hacia las cinco y veinticinco de esta tarde? El doctor le miró con gran curiosidad. —Si tuviese que decir una hora concreta, sería ésa, poco más o menos. —¡Oh, Dios mío! —exclamó Burnaby. Warren tenía la mirada puesta en él. El comandante se acercó como a ciegas hasta una silla, se dejó caer en ella y murmuró en voz baja, mientras una expresión de terror invadía su rostro: —¡Las cinco y veinticinco minutos! ¡Oh, Dios mío, entonces era cierto después de todo! www.lectulandia.com - Página 24

Capítulo IV El inspector Narracott La mañana que siguió a la fatídica fecha de la tragedia, dos hombres estaban de pie en el pequeño despacho de Hazelmoor. El inspector Narracott miraba a su alrededor. Unas leves arrugas aparecieron en su frente. —Sí —dijo pensativo—, sí... El inspector Narracott era un agente muy eficaz. Se caracterizaba por una tranquila persistencia, una mente lógica y la atención que concedía a los pequeños detalles, todo lo cual le hacía obtener éxitos donde muchos otros habían fracasado. Era un hombre alto, de actitud reposada, ojos más bien grises y hablar lento y suave, con acento de Devonshire. Requerido desde Exeter para hacerse cargo del caso, llegó en el primer tren de la mañana. Las carreteras estaban intransitables para los automóviles, aunque colocasen cadenas; de no ser así, hubiese llegado la misma noche anterior. En aquel momento, estaba de pie en el despacho del capitán Trevelyan y acababa de completar un minucioso examen de dicha habitación. Con él se hallaba el sargento Pollock, de la policía de Exhampton. —Sí... —repetía el inspector Narracott. Un rayo de sol, pálido e invernal, penetró en la habitación a través de la ventana. En el exterior se veía la campiña nevada. A unas cien yardas de la ventana, se divisaba una cerca y tras ella ascendía una empinada ladera que formaba parte de las nevadas colinas que formaban el fondo del paisaje. El inspector Narracott se inclinó una vez más sobre el cadáver, que permanecía aún allí para facilitar la investigación. Como buen deportista, reconocía en el muerto la constitución atlética: anchos hombros, caderas estrechas y un excelente desarrollo muscular. La cabeza era pequeña y firme, y la puntiaguda barba de marino estaba muy bien recortada. La edad del capitán Trevelyan, según había comprobado, era de sesenta años; pero aparentaba no tener mucho más de cincuenta y uno o cincuenta y dos. —Es un asunto muy curioso —afirmó el inspector Narracott. —¡Ah! —exclamó el sargento Pollock. El inspector se volvió hacia él. —¿Qué opina de todo esto? —Bueno... —empezó a decir el sargento Pollock, rascándose la cabeza. Era un hombre precavido, al que no le gustaba anticipar más de lo estrictamente necesario—. www.lectulandia.com - Página 25

Bueno —repitió—, por lo que he podido observar, inspector, yo aseguraría que el criminal se acercó a esta ventana, forzó el cierre y se dispuso a revolver la habitación. El capitán Trevelyan me imagino que estaba en el piso superior. Sin duda alguna, el ladrón creía encontrarse solo en la casa. —¿Dónde está situado el dormitorio del capitán? —En el piso de arriba, inspector, encima de esta habitación. —En esta época del año, ya es oscuro a las cuatro de la tarde. Si el capitán Trevelyan se hubiese encontrado en su dormitorio, es de suponer que la luz estaría encendida y, entonces, el ladrón la hubiera visto al aproximarse a esa ventana. —¿Quiere decir que hubiese esperado a mejor ocasión? —Ningún hombre en su sano juicio entrará a robar en una casa en la que hay una luz encendida. Si alguien forzó esta ventana, lo hizo creyendo que la casa estaba vacía. El sargento Pollock volvió a rascarse la cabeza. —Es un poco raro, lo admito; pero el caso es que así fue. —Bueno, de momento dejemos aparte este detalle. Continúe. —Está bien. Supongamos que el capitán oye un ruido en el piso inferior. Baja a investigar. El ladrón lo oye venir, arranca entonces esta especie de almohadilla, se oculta detrás de la puerta y, cuando el capitán entra en la habitación, al darle la espalda, le golpea en la cabeza. El inspector Narracott asintió. —Sí, es bastante probable. Lo golpearon cuando estaba frente a la ventana. Sin embargo, Pollock, no me gusta. —¿No, señor? —No, porque, como le decía, no me parece razonable que alguien se dedique a entrar a robar en una casa a las cinco de la tarde. —Bueno, tal vez ese hombre pensara que era el momento más oportuno. —Es que aquí no se trata sólo de la oportunidad de introducirse en la casa por haber encontrado la ventana sin cerrar. Estamos ante un caso de allanamiento de morada premeditado. Fíjese en la confusión que se observa en todo este despacho. ¿Adonde se hubiera dirigido en primer lugar un ladrón vulgar? A la vitrina donde se guarda la plata. —Esto es muy cierto —admitió el sargento. —Y esta confusión, este caos... —continuó Narracott—, estos cajones abiertos con el contenido tan revuelto... ¡Bah! ¡No perdamos el tiempo en palabrería! —¿Palabrería? —exclamó el sargento extrañado. —Fíjese en la ventana, sargento. ¡No estaba cerrada ni ha sido forzada para abrirla! Sólo estaba entornada y, desde fuera, la abrieron procurando fingir que la forzaban. www.lectulandia.com - Página 26

Pollock examinó el cierre de la ventana atentamente, soltando una maldición para sí mismo cuando lo hubo hecho: —Está en lo cierto, señor —dijo con respetuoso acento—. ¿A quién se le habrá ocurrido? —Alguien que deseaba echar tierra en nuestros ojos, cosa que no ha conseguido. El sargento Pollock quedó muy reconocido de que su jefe emplease el adjetivo «nosotros». Con estas pequeñeces, el inspector Narracott sabía conquistar el cariño de sus subordinados. —Entonces, esto no es un robo. En su opinión, señor, se trata de un trabajo desde el interior, ¿no es así? El inspector Narracott asintió. —Sí, señor. Sólo me extraña una cosa y es que, a mi juicio, el asesino entró realmente por la ventana. Tal como usted y Graves dijeron en su informe, y como yo puedo confirmar por mí mismo, se observan todavía varias manchas correspondientes a los sitios en que se fundieron trozos de nieve al ser pisados por las botas del criminal. Estas manchas húmedas existen solamente en la habitación en que estamos. El agente Graves hizo constar que no encontró nada parecido en el vestíbulo cuando él y el doctor Warren pasaron por él. En cambio, en esta habitación las vio inmediatamente. En consecuencia, parece confirmarse que el asesino fue admitido por el capitán Trevelyan a través de la ventana. Por consiguiente, debe haber sido alguien a quien el capitán conocía. Usted, sargento, que es de aquí, ¿puede decirme si el capitán era de esos hombres que se crean enemigos con facilidad? —No, señor, aseguraría que no tenía un solo enemigo en el mundo. Era un poco tacaño, un pajarraco bastante raro en sus costumbres y no toleraba la menor debilidad o descortesía por parte de los demás; pero, por todos los santos del cielo, todo el mundo sentía un gran respeto hacia él. —Un hombre sin enemigos... —recalcó Narracott pensativo. —Por lo menos aquí. —Muy bien dicho, porque no podemos saber si se había creado alguno durante su carrera naval. Mi experiencia personal me enseña, sargento, que el hombre que despierta enemistades en un sitio, las despierta también en cualquier otro donde vaya, aunque he de aceptar que no es imposible dejar de lado esa posibilidad. Así llegamos, lógicamente, a tener que considerar el siguiente móvil, el que con más frecuencia se presenta en toda clase de crímenes: el lucro. El capitán Trevelyan, según tengo entendido, era un hombre rico. —Sí, y apasionado por el dinero en todos sus aspectos, pero avaro. No era un hombre al que se le pudiera sacar fácilmente una suscripción. —¡Ah! —exclamó Narracott reflexivamente. —Es una lástima que haya nevado tanto —dijo el sargento—. Si no fuera por www.lectulandia.com - Página 27

esto, podríamos haber seguido sus pisadas. —¿No vivía nadie más en la casa? —preguntó el inspector. —No. Durante los últimos cinco años el capitán Trevelyan no ha tenido más que un criado, un buen chico que sirvió en la marina. Cuando vivía en la casa de Sittaford, iba diariamente una mujer a limpiar, pero ese hombre, Evans, cocinaba y se ocupaba de todas las necesidades de su amo. Ahora hará un mes o algo así que se casó, lo que contrarió mucho al capitán. Yo creo que ésta fue una de las razones que le decidieron a alquilar la casa de Sittaford a esa señora sudafricana. No quería que ninguna mujer viviese en su misma casa. Aquí, en Exhampton, Evans vive aquí cerca, a la vuelta de la esquina, en Fore Street, con su mujer, y todos los días venía a servir a su amo. Le he hecho venir para que usted lo vea. Su declaración es que se marchó de la casa a las dos y media de ayer tarde porque el capitán no lo necesitaba ya. —Bien, me gustará verlo. Tal vez pueda decirnos algo útil. El sargento Pollock lanzó una mirada de curiosidad a su jefe. Le extrañaba el raro tono con que había pronunciado las últimas palabras. —¿Cree que...? —empezó a decir. —Creo —replicó el inspector Narracott con decisión— que en este asunto hay mucho más de lo que hemos podido apreciar a simple vista. —¿A qué se refiere? —preguntó el sargento. Pero el inspector rehusó ser más explícito. —¿Decía usted que ese hombre, Evans, está ahora aquí? —Esperando en el comedor. —Bien, lo veré ahora mismo. ¿Qué clase de individuo es? El sargento Pollock servía más para explicar hechos que para hacer descripciones exactas. —Pues un buen tipo, retirado de la armada. Mal adversario para una pelea, diría yo. —¿Bebe? —Esa no es la peor de las cosas que podría decir de él. —¿Y qué me dice de su mujer? ¿No sería algún capricho del capitán o algo por el estilo? —¡Oh! ¡No, señor, no piense semejante cosa del capitán Trevelyan! No era en absoluto de esa clase de hombres. Más bien se le conocía como enemigo de las mujeres, en todo caso. —¿Y se supone que Evans era muy fiel a su amo? —Esa es la creencia general, señor, y yo creo que se sabría algo de no ser así. Exhampton es un pueblo pequeño. El inspector Narracott asintió con una inclinación de cabeza. —Bien —dijo—, aquí ya no nos queda nada más que ver. Ahora interrogaré a www.lectulandia.com - Página 28

Evans y echaré una ojeada al resto de la casa; después iremos a Las Tres Coronas, donde hablaremos con el comandante Burnaby. Aquella indicación de él acerca de la hora del crimen resulta muy curiosa. Así que las cinco y veinticinco, ¿eh? Él debe saber algo que aún no ha contado, o si no, ¿por qué indicó esa hora con tanta exactitud? Los dos hombres se encaminaron hacia la puerta. —Este asunto es muy extraño —indicó el sargento Pollock con la mirada fija en los papeles desordenados que estaban por el suelo—. Toda esta comedia del robo... —Esto no es precisamente lo que a mí me parece más extraño —replicó Narracott —. Dadas las circunstancias, es lo más lógico que se podía hacer. No, lo que me parece más extraño es lo referente a la ventana. —¿Lo de la ventana, señor? —Sí. ¿Por qué entraría por ella el asesino? Suponiendo que fuese alguna persona conocida de Trevelyan y a quien éste hubiera recibido sin dificultad, ¿por qué no entró por la puerta principal? Eso de dar la vuelta a la casa para entrar por la ventana del despacho en una noche como la pasada, me parece un procedimiento complicado y desagradable, sobre todo durante una nevada tan espesa como la que entonces caía. Sin embargo, alguna razón debía existir. —Tal vez —sugirió Pollock— el criminal no quería que lo pudiesen ver desde la carretera cuando entraba en la casa. —No creo que por aquí cerca hubiese muchas personas que pudieran verle, en una tarde como la de ayer. Nadie que pudiera evitarlo estaría fuera. No, ha de haber otra razón. Bueno, tal vez aparezca bien clara a su debido tiempo. www.lectulandia.com - Página 29

Capítulo V Evans Encontraron a Evans esperando en el comedor. Al verlos entrar, se levantó respetuosamente. Era un hombre de baja estatura y bastante fornido. Tenía los brazos muy largos y la costumbre de entrelazar las manos mientras estaba de pie. Con su rostro recién afeitado y sus pequeños ojos de cerdo, presentaba un aspecto de jovialidad y de eficiencia que le redimía de su apariencia de bulldog. El inspector Narracott clasificó mentalmente sus impresiones: «Inteligente, astuto y práctico. Parece estar azorado.» Después le preguntó: —Usted es Evans, ¿verdad? —Sí, señor. —¿Cuáles son sus nombres de pila? —Robert Henry. —Bien, dígame ahora todo lo que sepa acerca de este asunto. —Pues no sé nada, señor. Sólo que me ha trastornado por completo. ¡Y pensar que mi capitán ha sido la víctima! —¿Cuándo vio a su amo por última vez? —Yo diría que eran las dos de la tarde, señor. Acababa de recoger el servicio del almuerzo y dejé la mesa tal como la ve, preparada para la cena. El capitán me había dicho que no necesitaba que volviese a su casa. —¿Tiene la costumbre de regresar a la hora de cenar? —Por regla general, volvía hacia las siete de la tarde un par de horas más. No siempre, porque a veces el capitán me decía que no era necesario que volviese. —Por lo tanto, a usted no le sorprendió que ayer tarde no le necesitara, ¿verdad? —No, señor. Tampoco volví la tarde anterior por causa del mal tiempo, igual que ayer. Mi capitán era un caballero muy considerado, siempre que no viese en uno la intención de eludir el trabajo. Yo le conocía muy bien y todas sus costumbres. —¿Qué le dijo exactamente?. —Bueno, pues miró por la ventana y dijo: «Seguro que Burnaby no vendrá hoy.» Y luego añadió: «No me sorprendería que Sittaford estuviese aislado por la nieve. Desde que era un muchacho no recuerdo un invierno como éste.» Se refería a su amigo el comandante Burnaby, quien vivía allí en Sittaford. Venía a visitarlo cada viernes; él y el capitán jugaban al ajedrez y resolvían acrósticos. Y cada martes mi capitán iba a casa del comandante Burnaby. Mi amo era un hombre muy regular en sus costumbres. Entonces, me dijo: «Puedes irte ahora, Evans, y no hace falta que vengas hasta mañana por la mañana.» www.lectulandia.com - Página 30

—Además de lo que dijo referente al comandante Burnaby, ¿no habló de que esperase alguna visita aquella tarde? —No, señor, ni una palabra. —¿Y no observó si en sus palabras o en su actitud se notaba algo inusitado o diferente de lo normal? —No, señor; nada que yo pudiera observar. —¡Bien! Ahora, Evans, le diré que me han dicho que usted se ha casado hace poco. —Sí, señor, con la hija de Mrs. Belling, la de Las Tres Coronas. Hará cosa de dos meses, señor. —¿Y no le desagradó eso al capitán Trevelyan? Por el rostro de Evans cruzó una ligerísima mueca. —No puso muy buena cara cuando se enteró el capitán. Mi Rebeca es una buena muchacha y una excelente cocinera; yo pensaba que podíamos trabajar juntos en casa del capitán, pero él... bueno, ¡no quiso ni oír hablar de eso! Dijo que nunca tendría mujeres a su servicio. En resumen, señor, las cosas estaban un poco embarrancadas hasta que llegó esa señora sudafricana y manifestó que deseaba alquilar la casa de Sittaford durante este invierno. El capitán le arrendó su mansión y nos trasladamos a este pueblo, donde yo alquilé una casa y empecé a venir cada día por aquí para servir a mi amo. No hace falta que le diga, señor, que mantenía la esperanza de que al acabarse el invierno mi capitán se dejara convencer y permitiera que Rebeca y yo volviéramos con él a Sittaford. Además, ni siquiera se hubiese enterado nunca de que ella estaba en la casa porque no saldría de allí, y ya se las arreglaría para no encontrárselo por la escalera. —¿Tiene alguna idea de lo que podía haber tras esa aversión que el capitán Trevelyan sentía por las mujeres? —Ninguna, señor. Creo que no era más que una costumbre suya. He conocido a muchos caballeros así antes que a él. Si me pide mi opinión, le diré que no es ni más ni menos que timidez. Alguna joven dama les da calabazas cuando son muchachos... y de ahí viene la costumbre de esquivarlas. —El capitán Trevelyan no estaba casado, ¿verdad? —No, señor, desde luego que no. —¿Qué parientes tenía? ¿Los conoce? —Creo que una hermana suya vivía en Exeter, y me parece haberle oído mencionar uno o varios sobrinos. —¿No vino nunca ninguno de ellos a verlo? —No, señor, creo que estaba reñido con su hermana. —¿Sabe el nombre de esa señora? —Gardner, señor; pero no lo aseguraría. www.lectulandia.com - Página 31

—¿Conoce su dirección? —Me temo que no, señor. —Bueno, evidentemente la encontraremos cuando se revisen los papeles del capitán. Ahora, Evans, ¿qué hizo ayer tarde desde las cuatro en adelante? —Estuve en mi casa, señor. —¿Dónde vive? —Aquí cerca, nada más volver la esquina, en el 85 de Fore Street. —¿No salió para nada? —Desde luego que no, señor. ¡La nieve caía que daba gusto! —Bien, está bien. ¿Hay alguien que pueda ratificar su declaración? —Dispénseme, señor, no comprendo... —Le pregunto si hay alguna persona que sepa con seguridad que usted estuvo en su casa a la hora del crimen. —Mi esposa, señor. —¿Estaban ella y usted solos en la casa? —Sí, señor. —Muy bien, no dudo de que todo eso sea cierto. Por el momento, eso es todo, Evans. El ex marinero dudaba, como si quisiera añadir algo, apoyándose alternativamente ya en un pie ya en el otro. —¿Puedo ayudar en algo aquí, señor, arreglando este desorden...? —No, todo lo que hay en la casa se ha de dejar exactamente tal cual está hasta nueva orden. —Comprendido, señor. —Lo mejor que puede hacer es esperar aquí mismo hasta que yo complete mi inspección —dijo Narracott—, para el caso de que necesite preguntarle alguna otra cosa. —Muy bien, señor. El inspector Narracott pasó su mirada desde Evans a la habitación. La entrevista había tenido lugar en el comedor. La mesa estaba puesta con la cena del día anterior: lengua fría, varios entremeses, un queso Stilton y un plato de galletas; y sobre un hornillo de gas colocado encima de la chimenea, había una cacerola que contenía sopa. En una mesita auxiliar se veía un sacacorchos, un sifón y dos botellas de cerveza. El inspector también vio un buen número de artísticas copas de plata y con ellas, cosa incongruente, tres novelas muy flamantes. El inspector Narracott examinó detenidamente una o dos de las copas y leyó las inscripciones grabadas en ellas. —Se ve que el capitán Trevelyan era un buen deportista —observó. —Sí, señor, ¡vaya si lo era! —exclamó Evans—. Toda su vida fue un gran atleta. www.lectulandia.com - Página 32

El inspector Narracott leyó los títulos de las novelas: El amor echa la llave, Los alegres hombres de Lincoln y Prisionero del amor. —¡Hum...! El gusto del capitán en cuestión de literatura me parece un tanto incongruente. —¡Oh! Eso, señor... —Evans sonrió—. Es que esos libros no los tenía ahí para leerlos, señor. Se trata de premios que ganó en un concurso de nombres de trenes. El capitán envió diez soluciones, cada una de ellas bajo diferentes nombres, incluyendo el mío, porque supuso que el 85 de Fore Street era una dirección muy apropiada para ganar un buen premio. Según él, cuanto más vulgares son un nombre y una dirección, más probable es que resulten premiados. Y lo bueno del caso es que la solución que iba a mi nombre sacó el premio, aunque no el de las dos mil libras, sino sólo el de esas tres novelas que, en mi modesta opinión, son de esa clase de novelas por las que nadie pagaría ni un penique. Narracott sonrió. Luego, repitiéndole a Evans que le esperase allí, continuó su inspección. Observó que en una de las esquinas del comedor había un gran armario acristalado. Era tan grande, que casi parecía constituir una pequeña habitación en sí mismo. En su interior, colocados de cualquier modo, vio dos pares de esquís, un par de remos, diez o doce colmillos de hipopótamo, cañas de pescar, sedales y varios avíos y accesorios de pesca entre los que figuraban un tratado sobre la pesca con mosca; también había una bolsa con palos de golf, una raqueta de tenis, un pie de elefante relleno y una piel de tigre. Se veía claramente que cuando el capitán Trevelyan alquiló la casa de Sittaford amueblada, retiró sus más preciados efectos, temeroso de la influencia femenina. —¡Vaya una idea la de traerse con él todos esos trastos! —comentó el inspector —. Alquiló su casa sólo por pocos meses, ¿no es así? —Exacto, señor. —Seguro que podía haber dejado estas cosas encerradas bajo llave en la casa de Sittaford. Por segunda vez en el curso de esta entrevista, Evans sonrió. —Ése hubiera sido el modo más fácil de hacerlo. ¡No hay armarios en aquella casa! El arquitecto y el capitán la proyectaron juntos, pero sólo una mujer podría comprender lo que vale un cuarto de armarios. Además, como usted mismo ha indicado, señor, hubiera sido lo más sensato. Acarrear todas estas cosas hasta aquí fue un duro trabajo, ¡se lo aseguro! Pero el capitán no toleraba la idea de que alguien pudiese revolver sus recuerdos. Y por muy bien que se encierren, aunque sea bajo siete llaves, él decía que una mujer siempre hubiera encontrado el modo de llegar a ellos. «Curiosidad femenina», le llamaba a esto. Casi es mejor no encerrar con llave lo que uno no quiere que las mujeres toquen. Por lo tanto, mi amo decidió traérselo todo con él, y así estaba seguro de que estaban a salvo. Así que nos vinimos con todo www.lectulandia.com - Página 33

eso, y ya le digo que fue un trabajo pesado y también que resultó un poco caro; pero ya ve usted, en estas cosas, el capitán era como un niño. Evans tuvo que hacer una pausa, pues su larga perorata le había dejado sin aliento. El inspector Narracott asintió pensativamente, con lentas inclinaciones de cabeza. Había otro punto acerca del cual deseaba también informarse y le pareció que el momento era propicio ya que el asunto salía a relucir de un modo natural. —Esa Mrs. Willett —dijo como por casualidad—, ¿era alguna antigua amiga o conocida del capitán? —¡Oh, no, señor! Completamente desconocida para él. —¿Está bien seguro de esto? —Bueno... —la severidad de la pregunta dejó al antiguo marino un poco desconcertado—, en realidad el capitán no me dijo nunca tal cosa, pero... ¡oh, sí, estoy seguro! —Lo pregunto —explicó el inspector— porque resulta muy curioso que alquilase su casa en esta época del año. Por otra parte, si esa Mrs. Willett hubiese estado relacionada con el capitán Trevelyan y conociera ya la casa, era más natural que se le ocurriera escribirle a él proponiéndole que se la alquilase. Evans negó con la cabeza. —Fueron los agentes inmobiliarios, esos Williamson, los que escribieron diciendo que tenían una oferta de una señora. El inspector Narracott arrugó el entrecejo. Aquel negocio del alquiler de la casa de Sittaford le parecía cada vez más extraño. —Supongo que el capitán Trevelyan y Mrs. Willett celebrarían alguna entrevista, ¿verdad? —le preguntó a Evans. —¡Oh, sí! Ella vino a ver la casa y mi amo la acompañó durante la visita. —¿Y está totalmente seguro de que no se habían visto antes de aquel día? —¡Oh, muy seguro! —¿Y sabe si... si ellos... —el inspector se interrumpió, como si tratase de articular la pregunta de una forma que resultara natural—... si la entrevista se desarrolló sin problemas? Quiero decir como buenos amigos. —Por parte de la dama, sí, señor —y una ligera sonrisa cruzó por los labios de Evans—. Mucho más que por parte de él, como podría decirse. Admiró mucho la casa y le preguntó si él la había proyectado cuando la construyeron. Ella estuvo la mar de amable. —¿Y el capitán? La sonrisa de Evans aumentó. —Esa señora tan extremada no fue capaz de fundir el hielo de él. Mi amo era educado, pero nada más. Y no aceptó ninguna de las invitaciones de ella. www.lectulandia.com - Página 34

—¿Invitaciones? —Sí, le dijo que siguiera considerando la casa como suya en todo momento y que se dejase ver de vez en cuando... sí, eso fue lo que le dijo: que se dejase ver; pero no es tan fácil «dejarse ver» en una casa cuando uno vive a seis millas. —¿Ella parecía ansiosa de... bien.... de ver al capitán, de relacionarse con él? Narracott reflexionaba. ¿Cuál fue la verdadera razón para alquilar la casa? ¿Fue tan sólo un subterfugio para conquistar la amistad del capitán Trevelyan? ¿Era ése el auténtico propósito de la dama? Probablemente, no se le pudo ocurrir que el capitán se marchase a vivir a la lejana ciudad de Exhampton. Tal vez pensó que se mudaría a cualquiera de los chalés inmediatos, acaso como huésped del comandante Burnaby. La respuesta de Evans no le sacó de dudas. —Esa señora es muy hospitalaria, por todos los conceptos. Todos los días tiene algún invitado a almorzar o a cenar. Narracott asintió. Ya no sacaría más información de allí. Pero decidió celebrar una entrevista con Mrs. Willett en cuanto le fuera posible. Había que poner en claro la causa de su brusca e improvisada llegada. —Venga conmigo, Pollock, subamos al piso superior. Dejaron a Evans en el comedor y se marcharon a inspeccionar las habitaciones de arriba. —Es un buen hombre, ¿no le parece? —preguntó el sargento en voz baja, volviendo la cabeza y señalando con un ademán hacia la cerrada puerta del comedor. —Eso parece —dijo el inspector—, pero nunca sabe uno a qué atenerse. Sea lo que sea, ese tipo no tiene un pelo de tonto. —No, es un tipo inteligente. —Su historia parece muy convincente —continuó diciendo el inspector—. Se ha expresado con perfecta claridad y muy en su puesto. Aunque, como acabo de decir, ¡cualquiera sabe! Y tras este comentario, muy propio de su minucioso y desconfiado carácter, el inspector procedió a examinar las habitaciones del primer piso. Había tres dormitorios y un cuarto de baño. Dos de los primeros estaban vacíos y se veía claramente que no se usaban desde hacía muchas semanas. La tercera alcoba, que utilizaba el capitán Trevelyan, aparecía en perfecto y exquisito orden. El inspector Narracott la revisó de arriba a abajo, sin dejar ni un cajón por abrir ni un armario por registrar. Todo estaba en su sitio. Se advertía que aquella era la habitación de un hombre casi fanático en sus hábitos de pulcritud. Narracott finalizó su inspección y echó una mirada hacia el cuarto de baño contiguo. Allí también todo estaba en orden. Examinó por última vez la cama, primorosamente preparada para acostarse, con el embozo abierto hacia abajo, el pijama bien doblado y preparado para su uso. www.lectulandia.com - Página 35

Entonces, meneó la cabeza. —Aquí no hay nada —murmuró. —No, inspector, todo está en perfecto orden. —Pero hay que revisar uno por uno los papeles que contenga el escritorio del despacho. Conviene que se ocupe de ello, Pollock. Le diremos a Evans que ya puede irse. Más tarde, puedo hacerle una visita en su propia casa. —Muy bien, señor. —También pueden retirar el cadáver. Me gustaría ahora ver a Warren, aprovechando que estoy aquí. Vive cerca de esta casa, ¿verdad? —Sí, señor. —¿En la misma dirección de Las Tres Coronas o en la opuesta? —Está al otro extremo de la calle, inspector. —Entonces, empezaré por ir a Las Tres Coronas. ¡Adelante, sargento! Pollock entró en el comedor para despedir a Evans. El inspector salió por la puerta principal y se encaminó con pasos rápidos hacia la posada Las Tres Coronas. www.lectulandia.com - Página 36

Capítulo VI En Las Tres Coronas El inspector Narracott no se proponía visitar al comandante Burnaby hasta haber celebrado una prolongada entrevista con Mrs. Belling, propietaria de Las Tres Coronas. Mrs. Belling era una mujer gruesa y muy excitable, y tan charlatana, que no se podía hacer otra cosa que escuchar pacientemente hasta que se agotara aquel chorro de trivialidades. —...y era una noche como no se había visto nunca —concluyó—. ¡Poco podíamos imaginar cualquiera de nosotros lo que en aquellos momentos le estaba ocurriendo al pobre caballero! ¡Esos malditos vagabundos! Siempre lo estoy diciendo, no una vez, sino docenas de veces: no puedo soportar esos tipos tan desagradables. ¡Seguro que habrá sido alguno de ellos! El capitán no tenía ni un mal perro que le protegiese. Esos golfos no le plantan cara a un perro ¡Ah, nunca puede una saber lo que ocurre por ahí cerca! »Sí, Mr. Narracott —continuó diciendo la charlatana mujer en contestación a una pregunta del policía—, el comandante está desayunando en este momento. Lo encontrará en el salón del café. ¡Qué noche debe de haber pasado el buen hombre, sin pijama ni nada por el estilo! Comprenda, yo soy una pobre mujer viuda con nada apropiado para prestarle. En fin, no quiero ni pensarlo. Él me dijo que no me molestase por tan poca cosa. Estaba trastornado. ¡No era de extrañar, puesto que su mejor amigo acababa de ser asesinado! ¡Qué perfectos caballeros tanto el uno como el otro, aunque el capitán tenía fama de ser un tacaño! ¡Ah, bueno, bueno...! Siempre he pensado que era muy peligroso vivir allí arriba, en Sittaford, a muchas millas de distancia de cualquier otro pueblo. Y ya ve que el pobre capitán ha ido a caer en el mismo Exhampton. ¡En esta vida ocurre siempre lo que menos se espera! ¿No es verdad, Mr. Narracott? El inspector corroboró que, indudablemente, así era. Luego añadió: —¿Quiénes se hospedaban ayer en su casa, Mrs. Belling? ¿Había algún extranjero? —Espere, déjeme pensar: Estaban Mr. Moresby y Mr. Jones, dos comerciantes honradísimos, inspector; y también un joven caballero de Londres. Nadie más. Ya es bastante para la época en que estamos. Aquí pasamos un invierno muy tranquilo. ¡Oh! Ahora recuerdo que estaba otro caballero joven que llegó en el último tren: «el jovencito narigudo», como yo le llamé. No se ha levantado todavía. —¿En el último tren? —dijo el inspector—. El que llega a las diez de la noche, ¿no es así? Pues entonces opino que no necesitamos preocuparnos por su presencia. www.lectulandia.com - Página 37

¿Qué me dice del otro, del que vino de Londres? ¿Lo conoce usted? —No lo había visto nunca en mi vida antes de ahora. No es un comerciante, ¡ni mucho menos! En este instante no puedo recordar su nombre, pero lo encontrará en el libro de registro. Se marchó a Exeter en el primer tren de esta mañana, el de las seis y diez. ¡Es curioso! ¿Qué tendría que hacer por estos andurriales? He ahí una cosa que me gustaría saber. —¿Mencionó a qué se dedicaba? —Ni una palabra de eso. —¿Le vio salir de la posada? —Llegó a la hora del almuerzo, salió hacia las cuatro y media, y regresó alrededor de las seis y veinte. —¿Y dónde fue cuando salió? —No tengo ni la más remota idea, inspector. Tal vez se limitó a dar un paseíto por ahí. Se marchó cuando aún no nevaba, pero de todos modos, la tarde no era de las que invitaban a pasear. —De modo que salió a las cuatro y media y regresó a las seis y veinte —repitió el inspector pensativamente—. ¡Ya es bien extraño! ¿No mencionó para nada al capitán Trevelyan? Mrs. Belling negó con la cabeza de un modo categórico. —No, Mr. Narracott, no mencionó absolutamente a nadie. Se mostró muy reservado. Era un joven de agradable aspecto, pero yo aseguraría que estaba preocupado por algo. El inspector asintió, mostrando su conformidad, y cruzó la habitación para inspeccionar el libro de registro. —«James Pearson, de Londres» —leyó el inspector—. Bien, el nombre no nos dice gran cosa. Tendremos que hacer algunas averiguaciones relativas a este Mr. James Pearson. Dicho esto, se encaminó al salón del café en busca del comandante Burnaby. El comandante era la única persona que ocupaba el salón. Estaba bebiendo un café de apariencia algo turbia y frente a él, apoyado en una botella, se mantenía abierto el Times del día. —¿El comandante Burnaby? —Así me llamo. —Yo soy el inspector Narracott, de Exeter. —Buenos días, inspector. ¿Tiene ya algún indicio? —Sí, señor, creo que ya tenemos una pequeña pista. Creo que puedo decirlo con cierta seguridad. —Me complace mucho oírlo —dijo el comandante secamente. Su actitud era de resignado escepticismo. www.lectulandia.com - Página 38

—Ahora hay uno o dos puntos sobre los que me gustaría ampliar mi información, comandante Burnaby —explicó el inspector—, y creo que probablemente usted pueda decirme lo que necesito saber. —Haré todo lo que esté en mi mano —dijo Burnaby. —¿Tenía el capitán Trevelyan algún enemigo que usted conociese? —No le conocí un solo enemigo en todo el mundo —contestó Burnaby con gran decisión. —Ese hombre, Evans, ¿le parece una persona digna de confianza? —Siempre lo he creído así. Me consta que Trevelyan se fiaba de él. —¿Y no había ningún resentimiento contra él por causa de su matrimonio? —No, nada de resentimientos. Lo único que pasaba era que a Trevelyan no le gustaba ver alteradas sus costumbres. Usted ya sabe que era un viejo solterón. —Ya que hablamos de solterones, aclaremos otro detalle. No estando casado el capitán Trevelyan, ¿sabe si había hecho algún testamento? Y en el caso de que no existiese ninguna disposición testamentaria, ¿tiene alguna idea de quiénes heredarán sus propiedades? —Trevelyan hizo testamento —contestó Burnaby rápidamente. —¡Ah, sabe eso! —Sí, porque me nombró albacea. Él mismo me lo había dicho. —¿Sabe en qué forma lega su dinero? —No puedo decírselo porque lo ignoro. —Tengo entendido que el capitán Trevelyan estaba en muy buena posición. —Trevelyan era rico —replicó Burnaby—. Yo aseguraría que era mucho más rico de lo que puedan imaginar los que le rodeaban. —¿Qué parientes tenía, lo sabe usted? —Tenía una hermana y algunos sobrinos y sobrinas, según creo. Nunca se vio mucho con ellos, pero tampoco me consta que hubiera reñido con ninguno. —Insistiendo en lo del testamento, ¿sabe dónde lo guardaba? —Está en la oficina de Walter & Kirkwood, esos abogados que hay aquí en Exhampton. Ellos se ocuparon de redactarlo. —Entonces, comandante Burnaby, puesto que usted es albacea, tal vez convendría que me acompañase ahora en mi visita a los señores Walter & Kirkwood. Me gustaría tener una idea exacta del contenido de ese testamento tan pronto como fuera posible. —¿Para qué desea saber eso? —preguntó—. ¿Qué tiene que ver el testamento con lo que ha ocurrido? El inspector Narracott no parecía dispuesto a explicar su conducta con tanta rapidez. —Este caso no es tan sencillo como podría parecer —dijo—. A propósito, ahora www.lectulandia.com - Página 39

recuerdo otra pregunta que quería hacerle: tengo entendido, comandante Burnaby, que usted le preguntó al doctor Warren si la muerte había ocurrido a las cinco y veinticinco. —Así es —contestó el comandante ásperamente. —¿Qué es lo que le hizo concretar esa hora con tanta precisión, Mr. Burnaby? —¿Y por qué no podía yo calcularla con cierta exactitud? —preguntó a su vez el comandante. —Bueno, podía haber alguna circunstancia que le rondara por la cabeza. Hubo una larga pausa antes de que el comandante Burnaby replicase a esta observación. Durante ella fue creciendo el interés del inspector. Era bien patente que el comandante deseaba ocultar alguna cosa. Resultaba casi cómico observar los esfuerzos que para ello estaba haciendo. —¿Quiere explicarme por qué no se me puede ocurrir a mí citar las cinco y veinticinco, por ejemplo? —preguntó Burnaby con expresión casi feroz—. ¿O las seis menos veinticinco... o las cuatro y veinte, pongo por caso? —Tiene razón, señor —contestó el inspector Narracott con la mayor dulzura posible. No quería indisponerse con el comandante en aquel crítico momento, pero se prometió investigar la cuestión hasta el fondo antes de que acabase el día. —Hay otra cosa, caballero, que me llama la atención —continuó diciendo el policía. —¿Sí? ¿De qué se trata? —Me refiero al arrendamiento de la casa que el capitán tenía en Sittaford. Yo no sé lo que pensará usted acerca de ello, pero a mí me parece muy curioso. —Ya que usted me lo pregunta —replicó Burnaby—, le diré que es condenadamente extraño. —¿Es ésa su opinión? —Es la opinión de todo el mundo. —¿En Sittaford? —En Sittaford y hasta en Exhampton. Esa mujer debe de estar loca. —Bien, he oído decir que en cuestión de gustos no hay nada escrito —contestó el inspector. —Pues es un gusto bien estrafalario para una mujer de su clase. —¿Conoce a esa señora? —La conozco. Mire, precisamente estaba en su casa cuando... —¿Cuando qué? —preguntó Narracott al ver que el comandante se interrumpía de un modo brusco. —Nada —contestó Burnaby. El inspector fijó en él una escrutadora mirada. Allí había algo que le hubiese www.lectulandia.com - Página 40

gustado aclarar. El apuro y la turbación del comandante no se le escaparon. Había estado a punto de confesar... ¿el qué? «Todo a su debido tiempo», se dijo Narracott. «Ahora no es el mejor momento para pasarle a éste la mano a contrapelo.» En voz alta, añadió inocentemente: —Según ha dicho, caballero, ayer estuvo de visita en la casa de Sittaford. Esa señora vive ahora allí... ¿cuánto tiempo hace que llegó? —Un par de meses. El comandante manifestaba visiblemente su ansiedad por huir del resultado de las imprudentes palabras que se le habían escapado. A consecuencia de ello, se mostró más locuaz que de costumbre. —Se trata de una señora viuda con su hija, ¿verdad? —Eso es. —¿Ha dado ella alguna razón que justifique la elección de esa residencia? —Le diré... —y el comandante se restregó la nariz, dubitativo—. Es una mujer que habla mucho, una mujer de esas enamoradas de la naturaleza, que parecen vivir fuera del mundo, ese tipo de cosas. Pero, a pesar de todo... Se detuvo momentáneamente como desamparado, y el inspector Narracott acudió en su auxilio. —A usted no le pareció natural. —Sí, algo así es lo que quería decir. Se trata de una dama bastante elegante, aunque algo anticuada en su manera de vestir, pero tiene una hija que es bonita e inteligente. Lo natural es que las dos residieran en el Hotel Ritz o en el Claridge, o en cualquier otro gran hotel de Londres. Ya sabe la clase de vida que le gusta llevar a esa gente. Narracott asintió. —Sin embargo, parece ser que no hacen una vida muy reservada, ¿verdad? — preguntó el inspector—. ¿Cree que trataban de... ¿cómo diría...? ¿de vivir escondidas? El comandante Burnaby negó con vigorosos movimientos de cabeza. —¡Oh, no, de ningún modo! Ellas son muy sociables, tal vez demasiado sociables. Me explicaré: en un pueblo tan pequeño como Sittaford no se estila fijar compromisos con tanta antelación y, cuando uno recibe una invitación para ir a su casa, resulta un poco fuera de lugar. Esas señoras son excesivamente amables y muy hospitalarias, y acaso demasiado hospitalarias para nuestras ideas inglesas. —La influencia de la vida colonial —dijo el inspector. —Sí, supongo que sí. —¿Y no tiene ningún motivo para pensar que conociesen de antes al capitán Trevelyan? www.lectulandia.com - Página 41

—Por el contrario, estoy seguro de que no lo conocían. —Parece muy seguro. —Joe me lo hubiera dicho. —¿Y no cree que el motivo para alquilar esa casa puede haber sido... bien, trabar conocimiento con el capitán? Se vio claramente que esta idea resultaba nueva para el comandante, quien la ponderó durante algunos segundos. —¡Caramba! Nunca se me había ocurrido eso. Ciertamente, recuerdo que siempre fueron muy obsequiosas con él. Y no es que Joe les diera muchas oportunidades. Por más que pienso que era la actitud habitual de ellas. Eran excesivamente amistosas, como buenas coloniales que son —añadió aquel ex soldado que nunca había salido de las islas. —Comprendo. Ahora hablemos de la casa. Tengo entendido que el capitán Trevelyan fue quien la hizo construir. —Así es. —¿Y no ha vivido nadie más en ella en ninguna ocasión? Quiero decir que si había sido alquilada anteriormente. —Nunca. —Entonces, no podemos pensar que la casa haya sido el motivo de atracción. Es un verdadero rompecabezas. Apostaría diez contra uno a que todo esto no tiene nada que ver con el crimen, pero son cosas que me chocan por su extraña coincidencia. Esa casa que el capitán Trevelyan alquiló para él, Hazelmoor, ¿de quién es? —De miss Laspent, una señora de mediana edad que se ha ido a pasar el invierno a una pensión de Cheltenham. Hace lo mismo todos los años. Por regla general deja cerrada su casa, pero la alquila cuando puede, lo que no es frecuente. No parecía que aquel camino prometiera algo de interés. El inspector meneó la cabeza con desaliento. —Según me han dicho, los agentes intermediarios fueron los Williamson — indicó Narracott. —Sí, señor. —¿Tienen su oficina en Exhampton? —En la puerta de al lado de Walter & Kirkwood. —¡Ah, muy bien! Entonces, si le parece, comandante, tal vez nos convenga visitarlos de paso que vamos a ver a Walter & Kirkwood. —Encantado, pero no encontrará de ningún modo a Kirkwood en su oficina hasta después de las diez. Ya sabe cómo son los abogados. —De todos modos, ¿vamos allí? El comandante, que había concluido su desayuno hacía rato, asintió con una inclinación de cabeza y se levantó de su silla. www.lectulandia.com - Página 42

Capítulo VII El testamento Un joven de mirada inteligente se levantó para recibirlos en la oficina de los señores Williamson. —¡Buenos días, comandante Burnaby! —¡Hola! —Un tiempo terrible, ¿verdad? —dijo el joven, que parecía deseoso de charlar—. Hacía muchos años que en Exhampton no sufríamos estas inclemencias. El muchacho hablaba con entusiasmo, pero el comandante lo atajó diciendo: —Le presento al inspector Narracott. —¡Oh, tanto gusto! —exclamó el joven, agradablemente excitado. —Necesito informarme de algunas cosas que, según creo, usted podrá indicarme —explicó el policía—. Me han dicho que ustedes gestionaron el arrendamiento de la casa de Sittaford. —¿A Mrs. Willett? Sí, señor, fuimos nosotros. —Le agradecería que me diese detalles completos de cómo se presentó ese asunto. ¿Vino esa señora en persona o les escribió una carta? —Recibimos una carta. Ella nos escribió desde... espere un momento... —y abrió un cajón del que sacó una carpeta—. Sí, desde el Hotel Carlton, de Londres. —¿Mencionaba ya en su carta esa casa de Sittaford? —No, se limitaba a decir que quería alquilar una casa durante todo el invierno. Tenía que ser precisamente en la región de Dartmoor y la vivienda tenía que disponer, por lo menos, de ocho dormitorios. No le importaba que estuviese cerca o lejos de una estación de ferrocarril o de una ciudad. —¿Figuraba en sus libros la casa de Sittaford? —No, señor, no lo estaba; pero el caso es que era la única casa de la región que cumplía perfectamente las condiciones pedidas. La dama mencionaba en su carta que estaba dispuesta a llegar hasta doce guineas en el precio y, en vista de esas circunstancias, pensé que valía la pena escribir al capitán Trevelyan y preguntarle si le interesaba alquilar su mansión. Contestó afirmativamente y pudimos arreglar el asunto. —¿Sin que Mrs. Willett viese la casa? —Ella aceptó alquilarla sin verla, y así firmó el contrato. Después vino un día por aquí, fue a Sittaford, visitó al capitán Trevelyan, arregló con él todo lo referente a la vajilla y a la ropa de la casa que tenía que dejarle, y entonces recorrió la casa entera. —¿Se mostró muy satisfecha de haberla alquilado? www.lectulandia.com - Página 43

—Cuando volvió por aquí nos dijo que estaba encantada de haberlo hecho. —¿Y qué piensa de todo esto? —preguntó el inspector Narracott, sin dejar de fijar su escrutadora mirada en el joven. Éste se encogió de hombros. —Si estuviese usted en este negocio inmobiliario, se acostumbraría a no sorprenderse nunca de nada —contestó. Con esta observación filosófica terminaron la entrevista, dándole el inspector las gracias al joven por su amable ayuda y rogándole dispensara la molestia que pudieran haberle ocasionado con la investigación. —Absolutamente ninguna —replicó el cortés joven—. Ha sido un placer para mí, se lo aseguro. Y les acompañó amablemente hasta la puerta. La oficina de los señores Walter & Kirkwood estaba, como el comandante Burnaby había dicho, en la puerta contigua a la de los agentes inmobiliarios. Una vez allí, se enteraron de que Mr. Kirkwood acababa de llegar y fueron acompañados a su despacho. Mr. Kirkwood era un hombre de edad madura y benigna expresión, nacido en Exhampton, que había sucedido a su padre y a su abuelo en aquel negocio. Se levantó de su silla, puso la cara más ceremoniosa que pudo y estrechó la mano del comandante. —Buenos días, comandante Burnaby —dijo—. ¡Qué asunto tan espantoso!, ¿verdad? Realmente terrible, horripilante. ¡Pobre Trevelyan! Tras esos comentarios miró a Narracott con curiosidad, por lo que el comandante Burnaby explicó en pocas y sucintas palabras la presencia del policía. —Así pues, inspector, usted es el que se encarga de este caso. —Sí, Mr. Kirkwood. Y en el curso de mi investigación he venido a pedirle ciertas informaciones. —Consideraré un placer podérselas dar, siempre que me sea posible —dijo el abogado. —Se trata del testamento que dejó el finado capitán Trevelyan —indicó Narracott —. Tengo entendido que ese testamento está aquí, en su oficina. —Así es, en efecto. —¿Hace mucho tiempo que el capitán formuló su última voluntad? —Hará unos cinco o seis años. En este instante, no puedo precisarle con seguridad la fecha exacta. —Mr. Kirkwood, estoy ansioso por conocer el contenido de ese documento tan pronto como sea posible, porque bien puede ser que desempeñe un importante papel en este caso. —¿De verdad? —exclamó el abogado—. Sí, claro está, no se me había ocurrido, www.lectulandia.com - Página 44

pero, naturalmente, usted conoce su oficio mejor que yo, inspector. Bueno... —y dirigió una mirada hacia el otro visitante—... el comandante Burnaby, aquí presente, y un servidor, somos los albaceas y ejecutores de dicho testamento. Si él no tiene inconveniente... —Por mi parte, ninguno —indicó el comandante. —Entonces, no veo razón alguna que se oponga a que accedamos a su requerimiento, inspector. Y descolgando un teléfono que tenía encima de la mesa, profirió unas cuantas palabras en voz baja. Al cabo de dos o tres minutos, un empleado entró en la habitación y dejó un sobre lacrado delante del abogado. Cuando el empleado hubo salido del despacho, Mr. Kirkwood tomó en sus manos el sobre, lo rasgó con un abrecartas, extrajo de él un voluminoso documento de aspecto importante, carraspeó para aclarar su garganta y empezó a leerlo: «Yo, Joseph Arthur Trevelyan, residente en mi mansión de Sittaford, en el condado de Devon, declaro que ésta es mi última voluntad que suscribo el trece de agosto de mil novecientos veintiséis. »1.— Nombro a John Edward Bumaby, residente en el n°l de los chalés que existen en el mentado lugar de Sittaford, y a Frederick Kirkwood, residente en Exhampton, únicos albaceas y ejecutores testamentarios de éstas mis últimas voluntades. »2.— Lego a Robert Henry Evans, quien durante largos años me ha servido lealmente, la suma de 100 libras (cien libras esterlinas), libres de derechos que puedan mermarlas, las cuales le cedo para su propio provecho, siempre que él continúe a mi servicio en el momento de ocurrir mi muerte y que prometa no abandonar esta localidad después de recibir mi legado. »3.— Lego al susodicho John Edward Burnaby, en prueba de nuestra amistad y de mi afecto y consideración hacia él, todos mis trofeos deportivos, incluyendo entre ellos mi colección de cabezas y pieles de caza mayor, así como todas aquellas copas y premios de cualquier clase que se me hayan concedido por mis méritos en concursos y competiciones deportivas, y también todos los trofeos de caza que me pertenecen. »4.— Deseo que todas mis propiedades personales, mobiliarias e inmobiliarias, de las que no se haya hecho mención especial en cualquier otro legado de este testamento, o bien en codicilos posteriores a él, sean entregadas a mis albaceas testamentarios con la condición de que ellos las vendan, convirtiéndolas en su totalidad en dinero efectivo. »5.— Mis albaceas testamentarios separarán del producto de dichas ventas la cantidad necesaria para satisfacer todos aquellos gastos que ocasione mi muerte, así como los relativos a la tramitación del cumplimiento de mis últimas voluntades, los www.lectulandia.com - Página 45

funerales que se me dediquen y las deudas que yo haya podido dejar impagadas, e igualmente los que se produzcan del pago de los derechos reales relativos a los legados que antes se han mencionado en este testamento y los que figuran en cualquier codicilo agregado al mismo. »6.— Mis albaceas testamentarios dividirán en cuatro partes iguales la cantidad que quede, después de cumplimentar la cláusula anterior. »7.— Después de efectuada dicha partición, mis albaceas testamentarios entregarán una de las partes a mi hermana Jennifer Gardner, que podrá disfrutar de su absoluta propiedad sin limitación alguna. Las tres partes restantes deberán ser entregadas por mis albaceas testamentarios a los tres hijos de mi difunta hermana Mary Pearson, una a cada uno de ellos, pasando a ser propiedad absoluta de los beneficiados sin limitación alguna. »En testimonio de lo cual, yo, el citado Joseph Arthur Trevelyan, firmo este documento por mi propia mano, en el día y año que se ha apuntado en su encabezamiento. «Certificamos que el susodicho testador ha firmado ésta, su última voluntad, estando presentes nosotros dos al mismo tiempo, después de lo cual, a presencia del testador y requerido por él, firmamos a continuación como testigos.» Mr. Kirkwood entregó al inspector este documento. —También firman como testigos dos de los empleados de mi oficina. El policía echó una mirada al documento y se mostró muy pensativo. —Aquí dice: «mi difunta hermana Mary Pearson» —comentó—. ¿Puede decirme alguna cosa referente a Mrs. Pearson, Mr. Kirkwood? —Muy poco, recuerdo que murió hace unos diez años. Su marido, que era un agente de Cambio y Bolsa, había fallecido antes que ella. Por lo que yo sé, afirmaría que nunca vino por aquí a visitar al capitán Trevelyan. —Pearson... —silabeó el inspector una vez más; y al cabo de un rato añadió—: Una cosa más: aquí no se menciona el valor de las propiedades que poseía el finado capitán. ¿A qué suma cree que alcanzan? —Es difícil fijar esta cifra con cierta exactitud —contestó Mr. Kirkwood, quien disfrutaba, como buen abogado, al convertir la respuesta a una simple pregunta en algo difícil—. Es un asunto tan personal, que tal vez sólo él conocía la extensión de su fortuna. Además de la propiedad de Sittaford, el capitán Trevelyan poseía algunas tierras en las inmediaciones de Plymouth. Y algunas inversiones de cuando en cuando, que han fluctuado mucho en su cotización. —Sólo le pedía una idea aproximada —indicó el inspector Narracott. —Es que no me gustaría comprometerme afirmando... —Tan sólo una ligera apreciación que me pueda servir de guía. Por ejemplo, ¿se apartaría mucho de la verdad la cifra de veinte mil libras? www.lectulandia.com - Página 46

—¡Veinte mil libras, inspector! Las propiedades inmobiliarias del capitán Trevelyan valen, por lo menos, cuatro veces esa cifra. Ochenta o acaso noventa mil libras se acercarían más a la verdad. —Ya le dije que Trevelyan era rico —comentó Burnaby. El inspector Narracott se levantó de su silla. —Le agradezco muchísimo, Mr. Kirkwood —dijo—, la información que ha tenido la bondad de facilitarme. —Usted piensa que le será útil, ¿verdad? Se veía muy claramente que el letrado estaba ansioso de curiosidad, pero el inspector Narracott no tenía la menor intención de satisfacerla en aquel momento. —En un caso como éste hemos de tomar en consideración cualquier dato — contestó poco comunicativo—. A propósito, ¿tiene los nombres y las direcciones de esa Mrs. Jennifer Gardner y de todos los miembros de la familia Pearson? —No sé nada de la familia Pearson. En cuanto a Mrs. Gardner, su dirección es Los Laureles, carretera de Waldon, Exeter. El inspector la anotó en su cuaderno. —Esto bastará para encontrarla —explicó—. ¿No sabe cuántos hijos dejó la difunta Mrs. Pearson? —Tres, según creo. Dos muchachas y un chico... o tal vez dos chicos y una chica. En este momento, no lo recuerdo bien. El inspector asintió, lo apuntó en su cuaderno de notas, dio las gracias al abogado una vez más y salió del despacho acompañado del comandante Burnaby. Cuando llegaron a la calle, se volvió de repente para encararse con su compañero. —Ahora, señor mío —le dijo—, vamos a saber la verdad acerca del asunto de «las cinco y veinticinco». El rostro del comandante enrojeció de disgusto ante aquel anuncio. —Ya le he dicho que... —Esto no me basta. Lo que está usted haciendo, comandante Burnaby, es obstaculizar mi trabajo ocultando esa información. Usted pensaba en algo cuando mencionó esa hora tan exacta al doctor Warren, y yo creo que tengo una buena idea de lo que era ese «algo». —Bueno, pues si ya lo sabe, ¿por qué me lo pregunta a mí? —gruñó Burnaby. —Estoy seguro de que usted sabía que una persona llamada James estaba citada con el capitán Trevelyan hacia esa hora, ¿no es verdad? El comandante Burnaby se le quedó mirando con gran sorpresa. —¡Nada de eso! —refunfuñó—. Absolutamente nada de eso. —Tenga cuidado con lo que dice, comandante Burnaby. ¿Qué me cuenta de Mr. James Pearson? —¿James Pearson? ¿Y quién es James Pearson? ¿Se refiere a uno de los sobrinos www.lectulandia.com - Página 47

de Trevelyan? —Presumo que será uno de ellos. El capitán tenía uno llamado James, ¿verdad? —No tengo ni la menor idea. Trevelyan tenía sobrinos, es lo único que sé, pero no tengo ni la más remota idea de cuáles son sus nombres. —El joven en cuestión estuvo en Las Tres Coronas la pasada noche. Probablemente, lo reconoció al verlo allí. —Ya no reconocí a nadie —rezongó el comandante—. De ningún modo podría reconocerlo, puesto que nunca he visto a los sobrinos de Trevelyan en mi vida. —Pero sí sabía usted que el capitán Trevelyan esperaba que uno de sus sobrinos le visitase ayer por la tarde. —No, señor —rugió el comandante. Varias personas que pasaban por la calle se volvieron a observarlo. —¡Maldita sea! ¡Se empeña usted en no aceptar la pura verdad! No sabía nada de ninguna cita. Por todo lo que yo sé, los sobrinos de Trevelyan podrían estar en Timbuctú. El inspector Narracott se quedó un poco cortado. La vehemente negativa del comandante parecía tan llanamente sincera que era imposible sentirse engañado por sus palabras. —Entonces, ¿por qué habló usted de las cinco y veinticinco? —¡Oh! Bueno, ya veo que será mejor contárselo todo —y el comandante tosió de un modo que demostraba su incomodidad—; pero no es nada que deba preocuparle. Se trata tan sólo de una maldita tontería, de una sesión de espiritismo, inspector. ¿Puede creer en semejantes sandeces un hombre con sentido común? El inspector Narracott se le quedó mirando con una sorpresa que iba en aumento. Observó que el comandante Burnaby se sentía más molesto y avergonzado de sí mismo a cada segundo que pasaba. —Ya sabe qué es eso, inspector. Hay que participar en ellas para complacer a las damas. Desde luego, nunca pensé que fuera nada serio. —¿De qué habla exactamente, comandante Burnaby? —De la mesa que se mueve. —¡Cómo! ¿Qué es eso de la mesa que se mueve? Por mas cosas raras que Narracott hubiese esperado oír, nunca se hubiera esperado esto. El comandante procedió a explicarse. Casi tartamudeando y con muchos comentarios para tratar de demostrar lo poco que creía en aquellas cosas sobrenaturales, describió los acontecimientos de la tarde anterior y el mensaje que durante ellos había llegado de tan extraño modo dirigido a él. —Por lo que me cuenta, comandante Burnaby, parece ser que la mesa deletreó el nombre de Trevelyan y les informó a ustedes que había muerto... asesinado, ¿no es eso? www.lectulandia.com - Página 48

El comandante Burnaby se enjugó el sudor de la frente. —Sí, eso es precisamente lo que ocurrió. Yo no podía creer en ello, como es natural; no lo creí —Parecía avergonzado—. Bien, era viernes y pensé que, después de todo, lo mejor sería, para tranquilizarme, que viniese aquí y comprobase por mí mismo que todo iba bien. El inspector reflexionó acerca de las dificultades de aquel paseo de seis millas por una carretera obstruida con numerosos montones de nieve, y la perspectiva de una formidable nevada, y se dio cuenta de que, por muy incrédulo que fuese el comandante Burnaby, no cabía duda de que el mensaje del espíritu le había impresionado profundamente. Narracott no cesaba de pensar en todo aquello que tanto le había sorprendido. Ciertamente, lo ocurrido era extraño, demasiado extraño para haber ocurrido. Se trataba de una de esas cosas que nadie puede explicar satisfactoriamente. Debía haber alguna cosa cierta en aquel asunto del espiritismo. Por primera vez en su carrera policíaca, había tropezado con un caso auténtico. Un asunto muy extraño en conjunto, pero, por lo que podía observar, aunque explicaba la extraña actitud de Burnaby, no tenía realmente ningún significado práctico en cuanto se refería a su trabajo. El tenía que ocuparse del mundo físico, y no del psíquico. Su labor consistía en descubrir al asesino. Y para ese trabajo no se requería ningún auxilio procedente del mundo espiritual. www.lectulandia.com - Página 49

Capítulo VIII Mr. Charles Enderby Al echar una rápida mirada a su reloj, el inspector se dio cuenta de que tenía el tiempo justo para alcanzar el tren de Exeter, si se daba prisa. Estaba ansioso por entrevistarse, tan pronto como fuera posible, con la hermana del difunto capitán Trevelyan, de la que pensaba obtener las direcciones de los restantes miembros de la familia. Por consiguiente, tras unas apresuradas palabras de despedida dirigidas al comandante Burnaby, salió corriendo hacia la estación. El comandante desanduvo el camino hasta Las Tres Coronas. Apenas había tenido tiempo de poner su pie en el escalón de la puerta, cuando se vio solicitado por un apuesto joven de hermosa cabeza, en la que resplandecía un rostro redondo y de expresión infantil. —¿El comandante Burnaby? —preguntó el joven. —Sí, soy yo. —¿El que vive en el n° 1 de Sittaford? —El mismo —contestó el comandante. —Soy del Daily Wire[2] —explicó el recién llegado— y desearía… No pudo terminar su explicación porque en una forma muy propia de los militares de la vieja escuela, el comandante le gritó: —¡Ni una palabra más! —su voz rugía de enfado—. Le conozco muy bien a usted, así como a todos los de su calaña. Son ustedes unos indecentes que no saben más que rondar sobre un asesinato como los buitres se lanzan sobre la carroña. Pero le advierto, jovencito, que va usted a sacar muy poca información de mí. No me arrancará ni una palabra. No le proporcionaré ninguna historia para su condenado periódico. Si quiere saber algo, diríjase a la policía, y tenga la decencia de dejar en paz a los amigos de la víctima. El joven no pareció inmutarse lo más mínimo por aquella andanada de insultos, sino que contestó, sonriendo más animosamente que nunca: —Yo diría, señor, que mira las cosas del lado equivocado, porque yo no sé nada acerca de ese asesinato de que me habla. En honor a la verdad, aquello no era exacto. Nadie podía pretender en Exhampton ignorar un acontecimiento que había sacudido hasta sus cimientos la tranquilidad de aquella ciudad. —No soy más que un enviado del Daily Wire —continuó diciendo el joven— que viene a entregarle a usted ese cheque de 5.000 libras esterlinas y a felicitarlo por haber enviado la única solución exacta a nuestro concurso futbolístico. El comandante Burnaby se quedó asombrado. www.lectulandia.com - Página 50


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