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Antologia Ariza2

Published by magnoliabelen1, 2020-08-12 05:37:43

Description: Antologia Ariza

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volando de un lado a otro en su humilde corazón. Me fui despacio, masticando la poca ePsapsecruaanliztao vqouleviegruaaradapmilolsar llooss qceunecenrruonscadorlaadopserqdueme ovsu, elraongaenndolosenpostirleernocsioolvqiudeadoesl del tiempo, deseando con el corazón verlo llegar vestido con su ropa de arquero ingresando a un campo de juego. Yalogunsoies.mpArqeuedlliaje taqrduee terels Paañsocsuadlietosputéesníade aslguo deebsupteceianl, prteimníeara,“mPaagsciau”alitcoomlloegadbiacena una final, tal vez la única, tal vez la última de su vida. Don Nelson lo dejaba ingresar al banco de suplentes como uno más del equipo. Él se sentaba en su lugar de siempre y mesiprearbaandeon ssuileonpcoiortucnaiddaad,enscuuenmtroomecnotno, elsumsiusmeñoo.brUilnloa evnezloms ásojolsa dheistolariaprisme erreapevteíaz:, partido complicado, ganábamos uno a cero y sólo faltaban tres minutos. Nos tenían áúcrolteniamt,raaelejluagraqardcuoae,rofyuoqeueeisntcasobalnaetepanriebbnludesidceoalr adeellasbbatoelróldanejuednsetloalpatoulnaytearloleturidzaaqdudeieelrdálloree,nao,ceccnootmrnoosausliermcoodpriralelza.ónEenndellaal cara al delantero; nada más que decir, penal y expulsión. Un silencio sepulcral invadió seuleeñsotaddioel, ncaadmiepepoondaítao cryeerdello qPuaescueasltiatboa speasadnedsov,andeecsípaunésudnea tavnetzosmaáñso.s DdeonespNeeralsoenl desencajado miró al banco de suplentes, un pibe jovencito y asustado se levantó tseíunmptriledicnaáamndedonort,leecocanocfnoimrmeoledzráaenclduooesmrediorólayalrepolipbcaeo;yraelzelódnPi,jaosuc“nuvaaolsiútlnotoimmnaeinroaepb, oaerltPucaanssidicuadalll.oitrNoa”no.dohubao ddoundaNs eelnsone,l Qué más puedo contar de aquella tarde, fue la última de todas las tardes, nunca más vlooslvimmiostseripoosr, ceulmcplulibd,o plaarsa pqroumé,estaosd.osCuhaanbdíoamionsgrecseórraedloPaeslcucaírlcituoloe,l htaiebmíapmoosseredseuteulvtoos, todo quedó en descanso, en armonía. Sólo él y yo podíamos ver y sentir aquella escena mágica. Una hormiga dorada trepó la tela de alambre en la que yo estaba colgado y ecsotmabeanzaóhíajucsatomianalra aleltnutraamdenelteárferaendteonademéilsnoojoms,e uvneaía lcáogmrimo alaremcaoñrrainóa meni eml ecjoilrlraa.l.YEol nueve puso la pelota en el punto indicado, el juez rompió el misterio y el balón voló despiadado al palo derecho queriendo robarse el sueño eterno del Pascualito, él se quedó quieto y aunque nadie lo notara, yo lo vi cerrar sus ojos. Las siete puertas del infierno en Mendoza Martín Rumbo Las siete puertas del infierno en Mendoza Cuenta la leyenda que en toda metrópoli hay siete puertas que conducen directo al infierno. Son portales ocultos, siniestros, secretos, pero como todo lo relacionado con el diablo, están a la vista de cualquiera, solo basta buscar para encontrar. Y Mendoza no está exenta de ellas. Estas puertas se abren todas las noches puntualmente a las 3 de la mañana y liberan por la ciudad a las más nefastas almas que se encargan de atormentar, confundir, tentar y hostigar a propios y ajenos de la ciudad. Como una horda de alimañas hambrientas, los demonios se cuelan entre las galerías, en los locales, en los semáforos solitarios de la noche, entran por las ventanas de los departamentos, por las hendijas de las puertas de los cafés, por las cerraduras de las farmacias de turno y los tugurios de mala muerte. Suelen poseer por algunos minutos u horas a esas almas débiles o depresivas, tristes, arruinadas, melancólicas, para hacerlas cometer atrocidades de

todo tipo. Se meten dentro del cuerpo de los taxistas y los transforman en violentos conductores suicidas o en mudos y momificados fantasmas vacíos e insulsos. Se les aparecen a los locos que deambulan errantes por las calles del centro para asustarlos y muchas veces instarlos al suicidio o a cometer actos vandálicos, como orinar paredes o defecar en la puerta de las iglesias urbanas. Cuando una pareja discute luego de las 3 de la mañana en la ciudad, sin duda un demonio se mete dentro de uno de los dos y lo pone violento o escurridizo. En los bares poseen a las mozas lindas, para ningunear y tratar con desprecio a los clientes solitarios, que buscan en el refugio del alcohol la solución a sus infortunios y desamores. En boliches citadinos y antros bailables están en cada una de las mujeres hermosas, para defenestrar a todo desdichado poco agraciado que intente incursionar en el arte de la seducción, porque el demonio es débil ante la belleza ajena, así que solo hace sufrir a los mártires del cortejo, aquellos acostumbrados a los fracasos sentimentales. Los más afectados psicológicamente por los demonios son los ludópatas nocturnos, quienes sienten la necesidad física de apersonarse en los casinos luego de la hora maldita a jugarse sueldos, hipotecar inmuebles y prendar autos, padeciendo todos los sinsabores de este espantoso vicio. Están en todos los actos funestos, en todo asesinato, en todo suicidio, en todo siniestro o acción violenta. Son los demonios los culpables de todas las atrocidades que se comenten en el centro de las metrópolis por las noches. Solo ellos. Además, las horrorosas puertas, suelen abrirse al público en general en algunas oportunidades, para que personas corrientes ingresen, y una vez dentro. , una vez dentro suceden los más macabros festines demoníacos, como fiestas turbias, farras prohibidas, bailes diabólicos, sacrificios sexuales, espectáculos de magia negra y todo tipo de rituales paganos. Las puertas son confusas y nadie tiene claro a dónde llevan, por qué están ahí o qué sentido tienen. Pero todos las pueden ver. desde tiempos inmemorables. Hay una forma, solo una, de cerrar estas puertas. Pero el sacrificio que esto implica es prácticamente imposible de llevar a cabo. Tiene que entrar un menor puro, virgen, libre de pecados de cuerpo y alma, en el momento preciso en que las puertas se abren, a la hora maldita, y cerrarlas desde el lado de adentro, quedando atrapado para siempre. Cada puerta que se cierra aumentaría el flujo de demonios en las restantes aún abiertas, por lo que el sacrificio sería cada vez mayor al ir cerrando puertas. Incluso al cerrar seis, la séptima sería custodiada por el mismísimo Diablo. Habría que conseguir muchos jóvenes mártires que deseen entregar su vida por el bien de la humanidad y que a cambio reciban la condena eterna de ser atormentados por los siglos de los siglos, dentro del más miserable infierno. Incluso la batalla que se libraría en las últimas puertas sería brutal y sangrienta. Cuando escuché de la leyenda decidí investigar y creo haber encontrado al menos seis de las siete puertas del infierno en Mendoza. Comencé preguntando en el lugar céntrico más sagrado de la ciudad: la Iglesia de los Jesuitas. No puedo nombrar al cura con el que hablé por motivos obvios, pero me llevé una gran sorpresa cuando me dijo que una de las puertas estaba en la mismísima Iglesia y que la habían intentado tapiar inútilmente. Del otro lado no había absolutamente nada, la puerta no llevaba a ningún sitio. Esta puerta pertenecía a la parroquia; hoy una publicidad clausuraba su normal uso. Sin dudas había encontrado la primera de las siete puertas.

“Hay una en el baño del café más antiguo de la ciudad. Yo no sé cuál es, pero dicen que uno de los mozos, el más viejo, sabe más del tema de las puertas”, dijo el cura. Recorrí más de cinco cafés históricos, hasta que rendido me detuve en el Automóvil Club Argentino a descansar. Ahí le llamé por teléfono a mi amigo Hugo para que me dé una mano, él es un bicho de ciudad, amante de los lugares nostálgicos. — Estoy en el café de siempre —me dijo, y una imagen mental me asaltó al punto de sentirme un idiota por haberme olvidado del tradicional café de la calle Amigorena; el legendario café del centro donde viejos y periodistas pululan a diario. Llegue al local y ni siquiera saludé a Hugo. Me fui hacia adentro, miré por todos lados. No observaba nada extraño. Entré al baño. Y ahí creí verla. Una chapa soldada con candados oxidados bloqueaba el acceso a uno de los sanitarios. Algo me indicaba que había encontrado la segunda puerta, porque evidentemente había algo detrás. Algo prohibido, algo terrible. Por ese motivo estaba tapiada y vedada al paso. Me acerqué a la mesa de mi amigo que miraba confundido y le pregunté por el mozo más antiguo. Me señaló a un personaje casi octogenario. Sin chistar me arrimé al anciano. —Necesito hablar con usted un segundo —le dije. —¿Café o cortado? ¿Con o sin medialunas o tortitas? —me dijo automático con la vista perdida en la nada. —No, es por otro asunto. —¿Qué otro asunto? —preguntó sin siquiera mirarme. —Las puertas del infierno de la ciudad. Sé que hay una en el baño. — de pronto sus ojos se incendiaron y me clavó una mirada penetrante. Me tomó del hombro con la energía de un joven y me empujó hacia la cocina del café. Luego de amenazarme y preguntarme sobre lo que sabía logré que se calmase y le conté que conocía la historia, y que solamente quería documentarla. El mozo había padecido los tormentos infernales de conocer la leyenda y trabajar en el mismo lugar donde se ubicaba una de las siete. Me dijo que jamás quiso investigar sobre el tema pero que estaba seguro que otra de las puertas estaba en la Galería Tonsa. Salí del lugar apurando el paso de las dos cuadras que me separaban. Al llegar a la galería lo primero que hice fue ir hacia los subsuelos. Ahí encontré una gran puerta. En realidad era una especie de portón, justo donde terminan las escaleras que descienden al subsuelo. El sitio estaba todo pintado de un bordó sucio y apagado, y las hojas de la puerta tenían unos curiosos marcos marrones. Estaba entreabierta. Era de día, me armé de valor y entré. Apenas la abrí sentí un ruido y me asusté, se me acercó un muchacho de mantenimiento. Me pregunto qué estaba haciendo y sin dudar le expliqué todo lo que sucedía. —Mirá, esta una puerta es común y corriente. En este lugar guardo mis materiales. Yo trabajo hace veinte años acá, me encargo de que la galería este limpia y, como verás, no hay mugre. Pero hay una parte donde todo está desordenado y sucio porque nunca voy, y es que siento algo raro ahí, una presencia, no sé., y de noche ni te cuento, no me animo ni siquiera a ir a ver qué pasa. Ahí he visto que hay una puerta rara. Está en el segundo piso, en el cine abandonado, hacia la derecha. Apenas subí supe cuál era el lugar. Se encontraba al final de un pasillo, al fondo, atestado de muebles rotos, mugre y suciedad. Y ahí, entre el lío. la tercera puerta. Estaba hacia la derecha de las puertas del abandonado cine City. Tenía rejas que habían sido violentadas y manchas oscuras al rededor. Cuando me acerqué pude ver

puntos de soldadura para impedir su apertura. Se estaba poniendo oscuro. Pero esta era la tercera puerta. Al fotografiarla presentí algo extraño, como unos gritos lejanos detrás de mí. Las manos comenzaron a temblarme y sentí una puntada en el estómago. Estaba solo. Me asusté y decidí que por momento había sido suficiente. Las pesadillas que me acosaron por la noche no me dejaron dormir. Por la mañana del día siguiente decidí recorrer una de las calles más históricas de Mendoza, la Peatonal Sarmiento. Caminé desde su nacimiento, en la plaza Independencia hacia el Este, esperando encontrar algo, ver alguna puerta, algo raro, no sabía qué. En Internet no había absolutamente nada al respecto, en la biblioteca pública General San Martín tampoco (donde presumí sin suerte que podía situarse alguna puerta), ni en el archivo del Diario Los Andes. Me detuve a pensar un poco sobre la fuente que hay en la intersección con la calle San Martín, cuando miré hacia el norte y vi el famoso “Pasaje San Martín”, una de las galerías más antiguas y clásicas de la ciudad, que además tiene un pasado oscuro y violento. Entré para hablar con el conserje, le conté la historia y me dijo que no sabía nada al respecto, y que por favor me retirase del lugar. Pude percibir nervios y temor en su mirada. Algo lo había puesto incómodo. Yo llevaba el estuche de la cámara así que apenas se dio cuenta me dijo: “No podes sacara fotos dentro de la galería, si no te vas, voy a llamar a la policía”. Evidentemente había algo raro, pero ante la actitud del hombre preferí hacerle caso y caminar en dirección a la salida por San Martín. Metros antes de llegar miré a la derecha, hacia las escaleras que subían a los pisos superiores. Y ahí, entre los escalones, como un mamarracho de la ingeniería, estaba la cuarta puerta burlándose de todos los transeúntes, que no entendían su función. Una puerta antigua en la pared curva, entre los escalones que suben en caracol. Nadie sabe que hay detrás ni cómo pueden haberla construido ahí, entre los peldaños. Si, esa extraña puerta en las escaleras del Pasaje San Martín es un portal del infierno. Saqué la cámara del estuche y sentí un ruido a vidrio que se rompía. La lente se astilló de punta a punta, mi cámara estaba arruinada. A lo lejos el guardia de seguridad me gritó y se abalanzó hacia mí. Hice una toma con el celular y salí corriendo. Caminé un par de cuadras, mirando hacia todos lados, asustado. No vi al guardia, pero de pronto alguien por atrás me tomó del hombro, era Manuel, el linyera calvo y loco que anda con una colcha, barba y sin zapatos por la ciudad desde tiempos remotos, divagando entre lo confuso y lo real. Me miraba fijo. — Están en las galerías. Conozco dos más —me dijo. —¿Cómo sabés que estoy.? ¿Cómo sabés que las estoy buscando? —Porque vi cómo te quedaste frente a la puerta del Pasaje, y que le sacaste una foto. —Ya encontré una. Está en la Tonsa — le dije sacándomelo un poco de encima con ese aliento agrio y olor denso—. ¿La otra.? —¿En la Tonsa.? No sabía que había una en la Tonsa, entonces conozco otras dos más, ¡pero no te acerques! ¡No vayas! —me advirtió. —¿Por qué? ¿qué pasa? —Te huelen. Mientras más te acercas, los demonios más te huelen. Vas a ver. Van a seguir tu rastro, y te van a empezar a pasar cosas. Cosas malas. Te van a pasar, vas a ver. Se te van a aparecer., se te van a aparecer vivos. Mirame a mí — me dijo al tiempo que se corrió unos metros para que observase su semblante, una suerte de harapo viviente. —Me voy a cuidar, quedate tranquilo, pero tengo que publicar esto. ¿Dónde están las otras dos puertas? —Sobre San Martín, pasando

Genera Paz, en la misma cuadra. Son dos galerías viejas, sobre esta misma vereda, antes de llegar a la Alameda. Seguí mi camino, apenas pasé General Paz encontré la entrada a una galería, oculta entre carteles de “compro oro” y un café de mala muerte. Me bastó atravesar el pórtico para ver no solamente la locación de la quinta puerta, sino un lúgubre y espeluznante sótano, clausurado para cualquier mortal, en el subsuelo de aquel oscuro reducto. La puerta era de chapa amarilla y varias franjas municipales de “clausurado” la decoraban. Las escaleras que descendían hacia ella estaban sucias, partidas y manchadas, como si nadie hubiese bajado en mucho tiempo. Además de un extraño local en el subsuelo. Ahí deberían de realizarse los rituales y las fiestas paganas que me habían comentado. Nuevamente sentí los alaridos de fondo, me di cuenta que solo yo los oía, porque en el café nadie se inmutó. Eran como lamentos, como gritos circenses. Otra vez la puntada en el estómago, tenía que terminar de encontrar las puertas indicadas. Escuché un trueno y todo se nubló, un aguacero típico de Mendoza comenzó a azotar la ciudad. Salí corriendo de aquel horroroso lugar, caminé unos metros más y encontré la galería Ruffo. “Esta debe ser la puerta más aterradora de todas —pensé— la peor”. Un mareo me impidió seguir caminando, tuve que sentarme no sin antes tomar la última foto del día. Esta puerta también descendía a un sótano, estaba enmarcada por metal negro, como sus rejas y barandas. No había nada debajo, una habitación oscura y fría. Otro de los sitios donde las peores herejías debían acontecer. Entonces se cortó la luz en la galería y todo comenzó a girar. Salí como pude. Entre el mareo y el dolor de estómago, los gritos, los alaridos, todo era confuso. Paré un taxi y le pedí que me llevara a casa. Esperé una semana para volver al centro. Me faltaba una sola puerta. No volví a ninguna de las locaciones anteriores porque al acercarme sentía una sensación extraña en el cuerpo. No tenía forma de ubicar la última puerta más que la intuición. Pasé toda la tarde caminando hasta que se hizo de noche y entré en un restaurante de la calle Las Heras donde trabajaba un amigo. Le comenté un poco lo que estaba haciendo, primero me escuchó entre risas, hasta que le empecé a mostrar las fotos de las seis puertas. Yo no me reía y por fin se dio cuenta que hablaba en serio. A media noche nos despedimos, salí del restaurante en dirección hacia el estacionamiento donde tenía el auto, cuando de pronto un hombre me silbó y me arrimé hasta él. —Estaba comiendo dentro del restaurante y no pude evitar escucharte. He sentido la leyenda de las siete puertas —me dijo. —Si, yo encontré seis. Me falta una —le contesté. —Si, la puerta que te falta está en el parque, pero yo te recomiendo que no la busques jamás —dijo al tiempo que una sonrisa macabra apareció como mueca. —¿En el parque? Pero ¿por qué no la puedo buscar? —Vos no la busques —me dijo, dio media vuelta y se fue. Nuevamente el mareo, los gritos, la noche se empezó a apagar, los lamentos, mis manos temblando, dolor de estómago, dolor, dolor profundo, caigo al piso, la noche, más oscuridad, asfixia., me asfixiaba., y todo se volvió negro. Amanecí al otro día en el hospital Central. Me había descompensado misteriosamente. Por suerte mi amigo me encontró en el piso, desmayado. La séptima puerta tendrá que esperar aún, al menos hasta que tenga nuevas respuestas.

La trágica historia de los chicos de San Martín Martín Rumbo pEúlbrluicmoorcodneoc“imlaiecnhtiocacodme olatfoidesatal”eymenedlaleguórbhaancae. uEnl ttieemmapos,eprpoubsaoblmemásenetsecasebarodsoe cuando un amigo de San Martín me comentó de un evento macabro muy cercano a él nqfueuecenestjeausrs,itocahmpaaernlréatecoeesncstrgaiebbniarteredeseltaelcairozenolaantdaooepsctooer,nqiuneedlatgrauurmédéeonredndieaarviloaesricsghoubiacrrae. dloMestaeslultecosem,soaéshdeoelndataiqerumelplaloas fecha, y llegué a la conclusión de que esta historia más que una leyenda urbana era Arneesonppctaitetunesrtoneqssaua,eemsnuenCcnaetdoderaerreaelaelnilst.ofciseu, seLtnaatsoPyrseiomnbarbevoellriacah, leFesyr, eaenyndLaM,ueitsnípdBiocezaltar.dáLeno, tsSoadlunogaMprueaesrbtdílnoo.nydLePaaellhmirsiutromar.oiaEr ssetees último pueblo es donde el mito es más latente y poderoso, pero en cada zona rural del plLlsetUulrolaeualgnlvíaeissaaatgparlaoaaj,ruocsinpoevadelo.eupnensetEdcapduoblvaeeáeslgsnsalseauotseriessddsrtsecolayeautsjeiaduacelnsehnn..coaeabeLcrlmheq:oanuenetenhcubotasoae,citiraredliasaoemndctdzaaeaoozrdrniopycaváilpaac,lori.hdierLaaaslraianlyaavgppnunroedeeélsoslocitabdaéniosllpeitdaoglyearrcodlooleaenfdrsceepplscuiuiadneyeceterailtmldaceqau,vauaraeaarnclbdapvoaeoanacirleeeaelssnlrlulaaipnescopncearelsubruauosan,nojsalcoohlheluaoinqgcsuosateaee.rl tUScccc.e.aaoho.nóémmmbiralcrioepplcveaneeaarrltmreealaaliseaetedcdvnanrooaettalmeevojh,dehareqaeiarnadsuinsbttaoaeuaínayeqhtsaseusuvitcujeeuuacarce.csrevalhuadvasédeiandhoe,coainéjellaelaLldlbamaotahemesuPimtnsrraititcaionórmi.raltiieMhaoa,yavecedyaéreoallatneuse,pldennmuepdovnuasialtócado.ahruAñdoendeolmejsssoóe.eát.qñrLsdLouoejaeroudpgmícalraolueteusigegeaeynununyvtncédaiutteeaéehjeteonarspl.itpsocrMtparaaaan,eqdetelaunhrasdeé:icoscldeuaaedpsaebaaeuusltqladsoaucroaeunyp,ndolleaearel periodista de un diario (cosa que he hecho para averiguar todo lo que sé). No me dejó entrar pero desde la vereda me contó que era viudo, que efectivamente hacía unos años hllaenbaíaropnerldosidoojousnadehliájagryimcausanydmo elecperrreógulnatépupeorrtaelentemlaacadreal.aCcoanmtpoedroa edsetojesaancosedoles conclusiones: o la historia es verdad y el viejo no quiere contar nada, o la historia no es verdad y está cansado del rumor. Mpoer hreestpoemtoadaollaass vpírceticmauacs,ioennesadgeracdaemcibmiaiernatobsaolulotsamfaemntieliatroedsosylolossnaolmlegbardesosy qluugeamrees dieron detalles, y por cuestiones legales, ya que el caso está aún en la fiscalía. Era sábado a la noche, Marcos, Ignacio y Damián, eran tres amigos de San Mhaacríatínn cqaudeahfainbíadne isdeomaanbaa.ilDaramaliá“nfaemraosuonbosleidchuectodrelneasttoe”e, ciommpolacraeblilgei,osMamarecnotse lloo acompañaba bastante bien e Ignacio era el que menos atinaba pero siempre estaba con sus amigos. Los tres eran inseparables, sus estudios primarios y secundarios los habían hpeocrhloasjCunietnocs,iassoElacmoneónmteicsaes,dIigstnaancciioarpoonr PeonlilcaíauynDivaemrsiiádnadp,ocrulaanEdnoolMogaírac.os se decidió

La noche era calurosa y nublada, Ignacio se quedó con una chica que conocía, Damián y sMegaurcnodso eisnttaebnatno ybuMscaanrcdoos cshigicuaiós deenamlabuplainstdao vpiopr. lDaampiisátna hsaestaquteadróde.coUnnaunvaezruqbuiea sael resignó a que ésta no era su noche, tomó varios tragos de más, como le solía pasar. Al cabo de un par de horas estaba ebrio, por lo que salió a la pista del patio a tomar algo de aapirlea.quEestaebl ammarieroa,ndcouahnadcoiadeelprcoienltoo, lreestpoicraanrodno lparoefsupnadldoa.coSnolaámniemnotes bdaestóquqeueellaaircehiclea le pidiese fuego para que Marcos activase todas sus virtudes de galán y terminase conociendo desde que se llamaba Amalia, hasta el sabor de su boca. tsMmSeaelemeaddnabhuiaeiiréjtcliaolgniireitoreadonereonnqnpDuloSaherasaamncetsiileeaánMinasée,caslcdrpeteníeesnoornloratyheemn.alsoMaLtpañoaveasrolnccalhatovroseeíya”nsn,tssrleaeelsdeohajhluaoadnbacsitjííaoaaSsrnoianDonncofahremMeiqnsciutaiáederlnsatoínAaep,anumleeaanlrbllterciaaovvhmeaidczlreaoallasd.pmbeaoo“icreltNioonclmmtohorseapalsraepñpjhasoaaurabsgabcaáiíq.aavsunoEellcalvlaovealcinrvsiavuíeauidev,taesoídanaa. lo que ella correspondía con una mueca, un gesto con sus ojos, o con una sonrisa casi Lfourezgaoda.de varios kilómetros Amalia señaló que debían tomar por un callejón hacia el este, saliéndose del asfalto y entrando a un camino de tierra. Las cargadas se nMteoramrcpinooasdríoaannb.radzMaedjaaonrse.jadbLeaa omDbsaiermarvdiáaanrl,adeipbAoarmdaeellia aeecsropamejopmaiñsrateentrrtioeovsiasIgonry,acsiseouduycptaolriadatr.eázsDaeimrbaaiánnabAreummIagalndiaaocriaoy. Pasados varios minutos la calle se angostó y a unos metros apareció una curva pMroanrcuonsciyadaanhoacqiauelaríadermecáhsab. esos y se impacientaba por llegar a destino. Amalia le señaló a Damián que no doblase a la derecha, sino que se metiese despacio por otro callejón que había hacia la izquierda. Damián dobló dubitativo y un poco asustado. De pronto un velileonsto encomaeqnuzeól caallzeajmónarreaanrgolsotos, salauceúsltimlloaronveivsieqnudea phoabblíaabanpaslaadozohnaac. íaEstkaiblóamn etsroolso. Ninguno de los tres hablaba. Manejaron unos doscientos metros más, donde el callejón se había transformado en una mauetroa phourqelulea. eNrao casesi vimeípaosaibbsleolusteagmueirntaevannazdaan.doD.aMmiaárncosdelteuvporelgaunmtóarscohrapresinndidaopagsiarelelal vivía ahí. La chica contestó que sí, que vivía unos metros más adelante, que siguiera un rpIugoincdaoocimodeábls.ajsóSilueenlvcoivozidphrieaonbeípatroaclraaormnizbaiedalodohpaaybriatsáuctruapltoaalridddeelze armeusitropa.lranDmdaeemcjoíiaárneenltitlluuabgeoaórs,cuyurnidtaafrdrtíaomdegulédlaeiuadntood.oy leel dijo a Amalia que no podía seguir avanzando... mNoudosa, beíal fqruíoe dmeáls cdueecrpiro. Ademalaliachleicadiljoo eqsuteabasolcoonfgaeltlaabnadno. uDnoasmimánetreonsc.enMdaiórcolass elsutacbeas altas y no vio absolutamente ninguna casa, ni rastros de luces o ranchos, incluso no hleelalboríseapimltaióásiabhaAunemllaaal.iaaLcaqoummepinaraoñdaarpoddceíaamnAimnsaeanglduiaoir.,esqDtuaabemasieáfinjiabaleena céellna.vteDórreaurpneraolnatmoutiorIa,gdnqaauceidoebsareejsaapsceecriaoydnaóqueya pMIgonarqraccuoieos slyee liseboaldtóiajolaesnufmseuramrnroaanr.daoIAgqnmuaecailoiéalmyniordóisjoehaiqcbiuaae altaebnoaíasjacrum,riuqdcuahdeo, nfaorhíooi,rbaaqulaae dmneojiararsdeaelibdaaeutaoAmbsoaaljloaiar. penetraba sus pupilas desde el retrovisor, entonces bajó la vista y le dijo que fuese sola, qbuureleescllao.s“Nlaoiliummpionratraíanchyicolas, musirtaerdíeasn vdaeysadne. eYloamutoe.vAoymsaolilaa.leSvóalnotóquuenanocetjeanieangsaenñaasl

de caminar”, dijo serena. Mitad sorprendidos, mitad aterrados vieron como Amalia se sbialvjaesbtareddeell aduetsoc,amsapluaddoa.bLaocsotnreus ntirbiteasboana dMe afrrícoo,speyrolumegáos dsee mpeierddoía. entre el forraje El viento comenzó a correr más fuerte y se empezó a levantar polvo y tierra, Ignacio subió el vidrio y le pidió a Damián que se fuesen, que le daba miedo estar en el medio sdeofeelictltaaorinoda.edLsaoamscobrnarmalsaasqousdeceuhrloaidscaíasdauadtceeersrlaasdenomorcaohvelaíaenensvycoelncvoainé. nEdlanostloolnsu.cceeEssl cdlouemlgaearnuzteoóragaetnleleonrveaebbrraoynsoluanys ráfagas de viento azotaron violentas el vehículo. Salieron marcha atrás del callejón y hcfuoaenbdlaaurjaehcroaossnttaaarn. toAodenastteapsrrdinseauedhvoaarsmmtaeirnlataelcgcaoelrlesceaalsdefesalctvaainsdaoa.. aLEallansuomsctehonetyellelaogsólonasesrturveifosi.sn..lyeesscoiasmdoapjioudsni,eoreossnae mujer, ese lugar horrible. spAdurelcesoevvtseiroonotdudaerílaaA,spmcadoaremltiiaolda.otNondiodnocegshuelnoBosaoncdsteaoe-marSniaioninrmg, oapLsbe,oarsroeaenjcouzobnomv.tiaearnSmotineaemrndtspeeosrbpeersueeésseedldopecmáoaninnlimtcgaooubetatrrnoezdmooleapnssaedraoacveqcenountmertuóehrraeabansílagenoyl sentido. Luego de un rato, Marcos les pidió a sus amigos que lo acompañaran hasta la vecraearsaurdneaealmlAinmednaatleimaduyojneprduepsaovrilavaívaeo,xlvcpueorsrsaqeudaeejunqniuntegaurs,enaohuanlbaqíuaneoocllovhsiedtraaednsotesadribeoírapnepdquirudleoeqeculoentrecílaiélifvaoornlovbeiyrenpqauerela sueño pensando en lo extraño de la situación. Ignacio tenía que cumplir horario nLbouacsttcauarrrdnlaeo.dLeenol dhlaoicmiceoirnmogniosaaenrrítaaesndudebelSqaaudnea aMyngaorrcithsíe,ncfrieeesssaecaon,torccaohmvee,ozp.luereogoMdaerhcaobs eyr Damián fueron a llovido durante la madrugada. Se dirigieron hacia el norte, tomaron por la calle de tierra hacia el este, manejaron varios kilómetros hasta la curva pronunciada y doblaron lentamente hacia la idzeqluaietradradepaoúrnelilcuamlleinjóanb.aMbaiennejlaarzoonnlao.sTdaonscbiieenntocsommoetproasrayqpuaeraarmonboesl pauutdoi.esLeancvlearriqduaed no había ninguna casa a la redonda... ni rastros de viviendas, incluso ningún material que demostrase que por ahí pasase gente, como papeles, bolsas, o mugre. Danatmeriiáonr pobersmerivtóíalma acracllaerldaes ctioenrrcalayridsoaldo. Lviaoslraescohrureilólacsondesluamuitroa,dlaa hllausvtiaalldeegalar anlolcuhgear donde estaba estacionado y siguió con la cabeza hasta la puerta por donde se bajó Amalia. De pronto encontró las huellas de ella, entonces le avisó a Marcos y ambos hcoemcheonzdaersoanpaaresceegru.irCealmriansatrnod.oEtlraasgulaaslahsuheallbaísa sbeordriaedroonuncupenoctao pcóermoonloaslaspihsaadbaías sorteaban yuyos y piedras, hasta que algo les llamó la atención. Las pisadas se fundían con un montículo de tierra fresca, de distinto color a la tierra del lugar. Se dieron cuenta ducoenmaqedunuezdóearaayetusiecnraarravseargreumlraiodtviaeiddr.raaN. .AoSmheibacoigesarcoshenómfpailartraaarpohanulanybdruiarnsam. Mcáosareralczoposnalacoodreatnódleuanmtaieierrdaraomyaleesgnrgtueoennsecareóys sintió que topaba con un objeto de contextura blanda. Continuó cavando desesperado con sus manos, al tiempo que Damián lo miraba nervioso. Socavó un poco más y sintió qdeuelsau smuapnerofitcoiceabuanunpaañeospneceigerdo.e tLeela,qrueimtóovliaó ltaietrirearraaly rveiodeedfeocrtivyamdeejnóteasqouberlelsoalairl descubierto. Marcos saltó para atrás aterrado, ambos vieron parte del cuello y del hombro de un cuerpo en estado de putrefacción. Una cadenita sobresalía por contraste en la tétrica imagen.

Los dos huyeron espantados hasta el auto, subieron, hicieron marcha atrás al tiempo que elal vciaelnletodseetlieevraran,taMbaarncuoesvlalammeanbtea. pMoirentetrléafsonDoama iláancmomaniseajraíbaadaonaldteísiemstaabvaeloIgcindaacdiopdoer guardia. Al cabo de algunos minutos de espera en el asfalto llegaron dos móviles de policía dirigidos por Ignacio que conocía perfectamente la locación del siniestro. MhloasabrdícaoonssavymisDtiogaomesliqácunaedsáeivgsteuaribedraoennAeanmleaoslstiaamd. oóUvdnieleossf,hicopiceakrlo,sleloesqsuopterrdooóhsiapbcoioelirmcoípnaaseñjnautnnrdtaoor aayIlcgaunszatoconidoaiafdunoednroodnae directo a la zona señalada. Pasó un tiempo que se hizo eterno, cuando por fin regresó Id“goMnnaudcceihoha.acLbheíoapsnidneisoótaavdleopmoyolsiacnínataecdluaas”tn,oedfguiaoetriqvouanedlleoasshdapelaljalaarrbaarlsagosolondsue. eIvganmaecniot.e Vloosllvliaemroanroan speañraalaqrulee entren en el lugar. Marcos y Damián iban adelante, acompañado por el séquito de mmocefáeirczscic,aaldalaelosd.tyeiLehhmlueopgrraogrraoqodrnuoye,avpDelearargmozüonienáonanzhdasa.eobnLíaadogesarardhrsoatasbrboísaasanbdlaíveaicnnsataolbdoeeaqzn.autUeedrnherscaaoadbrloíoiaerennlitnvcaivadsadtoodá.iyvóMecreaaldmrcecuionAesrampcbaoaavldióaael.uraeEnmdspetbadoobcosoar, intentando encontrar otro sitio. ADcumolspaalhiaoa?rlacUsanndoseasdnpecuiéolsodsaemnlooócsvhimelecusiócr,heaegncrhteoosnóscpjeuosnrdtloeacaijdoDirenaramodniaátnaenrymteairniMoarra. rlEaclobtseúmysqaeuleeordtaaro¿y,dóceoncnhddaeurvlceiivdíloaa por Ignacio, se quedó por la zona para preguntar por aquella tal Amalia en las casas que pseusietsul,avemiesasigeopnsiemcloábmslacenenrctcaáandndeaostlieanslteqlusugefaarnn.otIaghsnmaabacílaieosntbaedanjaíoa, ngelriacrblaaasrtdoraodsaedflueaeAgluomnsaaul.iaPm.oiDrrailjdaoanqyoucleaheitbelazladamevóseuar en los registros de personas por mujeres de aproximadamente esa edad y con sus mismos rasgos que pudiesen vivir por la zona, porque le llamaba la atención lo sDuecseddeideos.a noche comenzaron a tener pesadillas extrañas. No se animaron a volver al boliche, no tenían ganas de nada. Las reuniones se habían transformado en un constante contar y rememorar la historia. Había algo que los ataba a lo ocurrido, que les impedía FcounetiMnuaarrccoosnenl oqrumealciodmadensuzós vciodnas.las apariciones. Una noche, los padres de Marcos llamaron aterrados a Ignacio, que todavía estaba cumpliendo su turno en la comisaría. Cuando el policía llegó a la casa, Marcos estaba bajo un ataque de pánico en la cocina y nabosqouluetraíma eenntteradreasosrudehnaabdiataceióIng.nEacniocopmenpsaóñíqaudeeesludeasmorigdoenseloanhimabóí.aLhaecphioezaéleesntabsua estado alterado, pero éste juró que solo la cama había quedado desarmada. Al cabo de unas semanas las pesadillas se habían hecho tan frecuentes y espantosas que Marcos se UUannngaauesftnuieaerbrgzaíaacuonasecnguadrtoaivsasee, apuveneracciinbsaeíanbsanaoclaisóónnloocdehene,dsueolhoinradbeyifteatccrtiiiósbntle,ezmsain,enodteeendmceaibedídaaoi,lnutagelangrotadrloonddoeersmtiabibara.. consumiendo. Dos meses después vendieron la casa y la familia de Marcos se mudó a otro barrio. Por vergüenza, el muchacho no había querido contar que las pesadillas no hMaibeínatnracsestaadnotoenIglnaancuioevcaonctaisnau.ó averiguando en la policía y en los registros por alguna Amalia desaparecida, asesinada o fallecida. Había algunas pistas pero nada contundente. De vez en cuando mandaba a algún oficial a que observase la zona, porque jamás ninguno de los tres se animó a volver.

El turno de Damián fue peor... comenzó con pesadillas para luego tener visiones dojeospcieormtoo. Talogduoienemlpoezoóbsuenrvaabnaocdheesdqeuelaseduecshtaa.baAlafediatrasnedovuyeltpau,deosevearlgpuoierneldersaabpilalroecdióe.l También le pasaba de estar en cualquier lugar y presentir que algo lo miraba, sin encontrar quien. El miedo en el que estaba sumergido lo había llevado a dejar de salir Hpoarstlaas nqouceheusn. día tuvo que viajar obligado hacia la ciudad de Mendoza en horario nocturno. Le pidió a sus amigos que lo acompañasen. Marcos estaba realmente devastado psicológicamente, no solamente por la falta de sueño, sino que había dejado Adepeesntausdiasruybideerosnalir.aIlgnAaccicoensoo traEbsatejabaseesadneosccharegaósí quuneafuellusivniadudtaorr.rencial, Damián iba manejando despacio por precaución. Los dos iban callados, atentos a lo que pasaba naaluergteordoe.dyoErla.mcDboeoraszpóronobnslteeorsvavcriooemnroennazóaulgnaoaladcteihrliacnfauteerctademe, iyneallsnoidnso, sDaablaemrcioássnitacdpoornetnidndeuióarlalaosrsueltugac.ueisrvedaselttiadlsaargddoee,l pasaron al lado de ella. En ese preciso instante la chica alzó la mirada y pudieron verla a lIogsnaocjoios. lEeradAijomaaliaD. amián que se detuviese, pero este se negó rotundamente. Desenfundó su arma y le ordenó que pare. Damián lo miró y continuó acelerando. El policía le mldoioscsiutnrtócierereoplnóafrudmeircatieémdnádenondlteeo.lequae ennotenpdoerdíaqnue apnodrarfinmaatcaanbdaoríamcuojenreesllaa,sípeproorqDuaemisáí.n Lasousstaddoos Mientras Ignacio más insistía con frenar, Damián más aceleraba. Alguien les hizo cqaume biiroraddieó lluuzc,esindtueistdiveamaternátse. laosladodsismtanircairao.n Igpnoarcieol ecsopnetjóo qreuterovniosorfuye auhní vesethaíbcauloellae.l El conductor perdió el control del auto y pagó con su vida las consecuencias. Ignacio se salvó de milagro, pero recordaba todo lo sucedido, incluso los ojos de Amalia en el aNsaiednietolterascerreoy.ó...dLonededineorohnablíiacennincigauneanpelarsocnoam. isaría, parte por las heridas y parte por la pericia psicológica que no había sido muy decorosa. El encierro, la soledad, la angustia de haber perdido un amigo, y sobre todo aquellos sucesos paranormales sumergieron a aIgtenrarcaidooraesn, uunno edsetadsuos caalllaemgaidtoosso.coLnatós qaupeariAcimonaelisa esreanle caapdaarecvíeaz ymláos infcrerecpuaebnatespoyr haberla abandonado, por no haberla acompañado hasta su hogar. Un martes a la noche pLIgeonrsoacciIoogmnnapocaiñosoerpnooosrtóedsetmabálaas esdleececsnipooanvnaitolo hyyiclsioeesrodnveespcaiilnduoisósiódnneoaeestsuecnuamchupanerdloeona cnocionnnguúnunntagirroistuoep,nuneliastavbioencraoo.vniaa, nadie en el lugar, solo un niño pequeño dijo haber visto entrar una chica vestida de noefigcrioaledseqpuieellomhuaybíbalnanaccaompoprañlaadopuaeqrutaelldaelnofcohnedoa. bNuasdciaer leel dsuiopuiemstpoorctuanercpiao seanltveorraldoos de Amalia, quienes prefirieron olvidar el asunto. Mpuenaorrctroassteamecsoitenanbttaaoctaiynromnmerecsdooincaerunlon,uhnpoaesrpoliotacnluorapshituqobutoaiál,trdisrcouogsadpeaqduprereismcaedlremsnaeissvepeelrsauudboimscaiedddeooc.iedniTeerTomneimenhpdaecorleerylloe, pedsreoesvuidnopcmliaacinagdrdoe. SlBouusheansoboristparcAeinóirdneisóe,stcapobenarodeelnsooersdplelaenngataodrsaooyn clouasadcllraeojvoandreelsorMeavaurnceiolntsogsúc.nolglaanddoo. Lena emlapñearncahedroe Unos días después, entre tanto desorden encontraron en la pieza una cadenita, un colga“nGtereaxctiraasñopoqrueacteonmíapuanñaairnmsceriapcciaósnae”n la parte de atrás...



Un e-mail a fuego lento Hola, Andrés, ¿cómo estás? Te escribo después de mucho pensarlo para decirte que, por mí, está todo bien. Ya no estoy enojada. Hablé con mi psicóioga y me dijo que tengo que aceptar las frustraciones. Me parece genial. “Si él decidió terminar la relación...” Reconozco que rae molestó un poco que, cobrando tanto, no se acordara de tu nombre. Así que le aclaré: “Andrés”. Ella sonrió dos milímetros para cada lado y corrigió: “Si Andrés decidió tomar otro camino...”. Estuve de acuerdo. Claro, eso si le llamamos “camino” a Camila. Bueno, por lo menos empiezan con la misma sílaba, ca de camino, ca de Camila, ca ca. Ajajajá. ¡Fue con onda!

Estoy aprendiendo a no transferir mis problemas. Ten go que confesarte que este mail es un ejercicio de tera pia. “Quizás Andrés sea una excusa para no enfrentarte con tus propios temores.\" Mi psicóloga tiene razón. ¡Es tudió para tener razón! Claro que hay un pequeño pro blema... Hubiera estado bueno que me dijeras que te nías ganas de tomar otro camino, otra Camila. Decirme de verdad, como un bolú grandote que sos. Pero no es toy enojada, ¡ni ahí! La verdad... no te hubiera costado nada. Tres o cuatro palabras alcanzaban. Igual, ya sabe mos que sos medio y se te hace difícil dar la cara. Así que no pasa nada. Yo nunca te hubiera hecho un escándalo porque tampoco sos TAAAN lindo ni yo es taba TAAAN enamorada. ¿Estaré transfiriendo mis problemas? No me parece... Estoy retranquila y te en­ tiendo a fu 11, no te dio y desapareciste. Después te vi con esa Camila flaca esperpento... ¡Epa! ¿Te lo creiste? Jajá, fue un chiste. Si es divina Camila. Y el acné es lo de menos. Bueno, era eso. Para que sepas que no estás obligado a estar conmigo, aunque no estuvo bueno que desaparecieras. ¿Amigos? ¡Buenísimo! Y ahora, como



Los vecinos mueren en las novelas, SERGIO AGUIRRE Los vecinos mueren en las novelas, sergio aguirre E D I T O R I A L norma ©Editorial Norma, 2000 Trigésima reimpresión: febrero de 2011 Esta obra se terminó de imprimir en febrero de 2011, en los talleres de Primera Clase Impresores, California 1251, Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Argentina. “¿Una ficción? Vamos, no seré yo quien crea eso. ’’ Claude Seignolle \\Pobre Sonia\\ VISITA DESPUÉS DE UNA TORMENTA Cada vez que se mudaba de casa, John Bland tenía la costumbre de presentarse a sus vecinos. Así lo habían hecho siempre sus padres, y le parecía que si no realizaba esa visita de cortesía, algo faltaba para terminar de establecerse en su nuevo hogar. Aun en Londres, cuando después de casarse con Anne arrendaron el pequeño departamento en Halsey St, no dejó de intentarlo entre los indiferentes habitantes del edificio donde vivieron sus primeros años de matrimonio. Sabía que cuando se mudasen al campo, en las afueras de Chipping Campden, su pequeña tarea de relaciones públicas sería muy breve, porque sólo tenían un vecino: la anciana que vio en el jardín de la única casa cercana, la tarde que pasaron por allí con el empleado de la inmobiliaria. Pensaba visitarla algunos días después de acomodarse, pero no sucedió así. Habían llegado hacía un par de horas cuando John se encontraba en los fondos de la casa. Una fuerte tormenta, entre otros desmanes había arrojado la rama de un árbol sobre la casilla del jardín. John trataba de removerla cuando vio a Anne salir de la casa. En su expresión advirtió que algo había sucedido: -Es papá, acaba de llamar, él... no durmió bien. No me gustó el tono de su voz, yo... lo siento. Realmente lo siento John, pero necesito ir a verlo. John no disimuló su fastidio. No había escuchado el teléfono, y esto lo tomaba de sorpresa: -Pero Anne, ni siquiera hemos abierto las cajas de la mudanza... -Lo siento -repitió ella, y bajando la cabeza dio media vuelta en dirección a la casa. John la siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta de la cocina y, por lo bajo, lanzó una maldición. No había pensado en el teléfono. Tampoco podía imaginar que él la llamaría tan pronto, el mismo día de la mudanza. Arrastró la rama unos metros y se detuvo. De repente se sentía desanimado. Como en Londres, bastaba una llamada para que Anne

saliera corriendo. La enfermedad de su suegro, que había enviudado hacía pocos años, y el hecho de que ella fuese su única hija, eran perfectas razones para que su mujer pasara cada vez más noches fuera de la casa. Y por lo visto, vivir en el campo no iba a cambiar las cosas. Ella volvió al rato. Caminaba lentamente, cuidando que la tierra aún húmeda no se pegara en sus zapatos. También se había cambiado la falda, y ahora llevaba rouge en los labios. John la miró. A veces, cuando quería, Anne podía ser realmente hermosa: -Bueno, me voy. ¿Necesitas algo de Londres? -No, nada, gracias. ¡Ah!, saludos a tu padre. Se hizo un silencio muy breve en el que sus miradas se cruzaron. Anne había percibido el tono de ironía en las palabras de John. Pero se limitó a decir: -Estaré aquí mañana. Unos segundos después se oyó el ruido del auto que partía. Cuando dejó de escucharlo, con un gesto de enojo John arrojó la rama al costado de unos brezales, y entró a la casa. Se sentía furioso. Ultimamente todo parecía salirse de su lugar, como si hubiese empezado a perder el control sobre las cosas. Hacía meses que no se le ocurría nada para escribir, eso lo ponía de mal humor, ya le había sucedido antes. Y el fracaso de su última novela había contribuido a que todo pareciese más... incierto. ¿Qué derechos tenía sobre Anne si aún los mantenía su padre? Sentía que debía hacer algo, ¿pero qué? Encendió un cigarrillo y se adelantó apenas por el pequeño laberinto hecho de muebles y cajas de mimbre. Miró a su alrededor. Los vestidos de su mujer habían formado una pila que se derrumbaba sobre el televisor. El teléfono, un viejo aparato que pertenecía a la casa, permanecía sobre la chimenea; y 7 contra ella, sus sillones cubiertos de ropa y pequeños paquetes en los que habían guardado los objetos más chicos. Allí casi no se podía dar un paso. De repente sentía que esa casa, el lugar con el que había soñado durante ese último tiempo, era un pequeño infierno. En ese momento se le ocurrió llamar a Dan, tal vez hablar con alguien lo sacaría de su mal humor. Estaba a punto de alcanzar al teléfono cuando se acordó de que era viernes. Los viernes Dan daba clases todo el día. No estaría en su casa hasta la noche. Se sentó en el apoyabrazos de uno de los sillones. No tenía ganas de nada. Entonces vio, a través de la ventana abierta, que después de todo era una espléndida tarde de otoño. El sol caía recostándose sobre los arces, apenas perturbados por una brisa del sur, que se extendían al costado de la casa. Decidió dar un paseo. Sus pequeñas explosiones de enojo no duraban mucho, y caminar un poco lo ayudaría. Buscó su chaqueta entre unas ropas que asomaban desde uno de los canastos, los cigarrillos, que había dejado en la cocina, y abrió la puerta. Al hacerlo una corriente de aire hizo volar unos papeles desparramándolos por toda la sala. Había dejado abierta la puerta de la cocina. Con una pequeña maldición se volvió para cerrarla, y también asegurar las ventanas. Finalmente salió. Comenzó a recorrer el solitario sendero cubierto de hojas secas que corría entre los árboles. Aquel viento, muy suave, le daba en el rostro. El olor del campo era diferente. Las cosas serían diferentes allí. Guardó las 8 llaves en el bolsillo de su chaqueta, tiró la colilla del cigarrillo y levantó la vista hacia el cielo. Inspiró profundamente. El cielo era increíble desde ese lugar. Y al voltear la cabeza vio, a lo lejos, la columna de humo. Debía ser, era, la chimenea de su vecina. En ese momento supo cómo ocuparía la tarde. Caminó lentamente. Quería dejarse llevar por ese paisaje que, a medida que ascendía hasta la casa de aquella mujer, parecía abrirse mostrando el pequeño valle que los bosques habían disimulado. Casi llegaba al

punto más alto cuando, bajo el hondo cielo azul, se detuvo para ver las sombras de las grandes nubes desplazándose muy lentamente por los campos que se hundían y se levantaban hasta perderse en el horizonte. Desde donde se encontraba podía dominar todo el valle. Y lo recorrió con la mirada para confirmar lo que suponía: su casa, que ahora veía pequeña, casi perdida entre los bosques, y esa vieja construcción que ya empezaba a entrever entre las copas de los árboles, eran las únicas en todo el lugar. Permaneció de pie. Fue en ese momento que se le ocurrió aquella idea. O quizás no. Quizás había aparecido aquella tarde, cuando pasó por allí y la vio sola, en el jardín. Cruzó el viejo portón de hierro. Detrás, unos macizos de flores eran lo único que parecía cuidado en el pequeño parque cubierto por enredaderas que trepaban, a su vez, los troncos de los árboles. Más adelante, se alzaba la casona. Se notaba que en algún 9 tiempo había sido hermosa, pero ahora era sólo una gran casa vieja. Tenía una parte central con un tejado en el que nacían varias buhardillas y hacia un costado se prolongaba en un ala que parecía más antigua que el resto. Del otro lado, una construcción de vidrio evocaba lo que debió ser, en otras épocas, un invernadero. John llamó a la puerta y esperó. Después de unos segundos le pareció oír un rumor de pasos en algún lugar, pero no era nada. Insistió, y mientras golpeaba se escuchó la voz, desde adentro: -¿Quién es? Percibió el dejo de alarma en la pregunta, y trató de sonar cordial: -Soy John Bland, señora. Su nuevo vecino. No hubo respuesta. -Perdone, no quisiera importunarla, sólo que hoy terminamos de mudarnos y se me ocurrió venir a presentarme. Si usted está ocupada puedo... El ruido de la cerradura no lo dejó terminar. Después de algún forcejeo con la pesada puerta de roble apareció el rostro de una anciana: -¿Vecino? No sabía nada de eso. -Con mi esposa hemos comprado la casa que está allá abajo -John señaló con el brazo hacia el centro del valle- y pensé en presentarme. Le ruego me disculpe, si soy inoportuno puedo regresar... La mujer lo interrumpió: -No, por favor, sé cuál es la casa. Sí, la conozco, he visto el letrero de venta, pero... -la 10mujer soltó una risa simpática- no sabía que ya tenía nuevos dueños. Casi no salgo, lo siento. Adelante señor... -Bland, John Bland. John siguió a su anfitriona por un pequeño recibidor hasta la sala. La luz de la tarde entraba por dos grandes ventanas, cuyos cristales emplomados dejaban ver el pequeño parque que acababa de cruzar y, detrás, como en un cuadro, una pequeña vista de la campiña. John echó una breve ojeada al lugar. El ambiente era cálido, elegante, y un tanto abigarrado de muebles y adornos. Y de libros. Parecían dispersos por todas partes; no sólo en la importante biblioteca que se levantaba hasta el techo, al final de la sala. Sin embargo le pareció agradable. Salvo por ese olor a telas añosas que percibía desde que entró, y la hilera de fotografías sobre la repisa de la chimenea, en cuyo centro se destacaba, con un horrible marco dorado, la reina. “Viejas inglesas”, pensó, y miró a su

anfitriona. ¿Cuántos años tendría?, ¿setenta?, ¿ochenta? Nunca pudo calcular la edad de la gente anciana; tampoco le interesaba, para él todos tenían la misma edad: eran viejos. Se sentaron en dos sillones dispuestos frente al hogar, donde un gran leño ardía pacientemente. Hacía un poco de calor allí. -Creo que estoy muy abrigado. -John se levantó para sacarse la chaqueta. De pie, mientras lo hacía, vio dos libros sobre una mesita, el canasto con leños, y el atizador, al lado del sillón de su anfitriona. La anciana, mientras tanto, se detuvo un momento en el rostro de su vecino. Era irlandés, sin duda. Pero 11 le gustaba. Tenía un aspecto descuidado, y parecía ser alguien agradable. Aunque... ¿siempre tendría esa expresión algo idiota? -Bland... Conocí unos Bland en Bath. Claro, de esto ya hace varios años. ¿Ha estado en Bath, señor Bland? -Me temo que no. Desde que llegué de Irlanda podría decirse que no salí de Londres, señora... -John se dio cuenta de que no conocía el nombre de su vecina. -¡Oh!, ¡lo siento!, olvidé presentarme. Soy la señora Greenwold. Emma Greenwold. ¿Decía usted que acaba de mudarse? -Sí, en realidad aún no hemos terminado de desempacar. Mi mujer tuvo que ir a Londres por un asunto... familiar. Decidí... bueno -John parecía no querer entrar en detalles-, la verdad es que no quería hacer todo el trabajo solo -sonrió- entonces pensé en venir. ¿Sabe?, en el norte de Irlanda se acostumbra hacer una visita a los vecinos cuando uno llega a vivir a un lugar. -Sí, también aquí en Inglaterra, sobre todo en la campiña, claro -tras decir esto la señora Greenwold hizo un gesto de desaprobación con la cabeza-; pero la cortesía, me temo, está desapareciendo. Tal vez le parezca algo anticuada, pero creo que hoy en día se han perdido muchas costumbres que hacían que antes la vida fuese un tanto más... amable. ¿Una taza de té, Señor Bland? -iOh, sí, me encantaría! La anciana se dirigió a la cocina. Mientras John la miraba desaparecer tras una puerta pensó: “He aquí una abuelita inglesa. Fea y aburrida, como corresponde a 12 una fiel subdita de la reina!’ Salvo unos pocos, a John no le gustaban los ingleses. Se preguntó si esa amable señora le ofrecería algo para comer. Tenía hambre. -Espero que le gusten los scons, señor Bland. La señora Greenwold regresaba con una bandeja que dejó sobre una pequeña mesa, al costado de su sillón. -¡Oh, claro que sí!, es usted muy amable. Mientras tomaban el té la nueva vecina de John comenzó a hablar de sí misma, su vocación por los viajes, y la decisión de vivir sola en Chipping Campden, aunque estuviese algo alejada del pueblo. No pasó más de media hora. La conversación iba decayendo hasta que finalmente se hizo un silencio. La señora Greenwold lo rompió: -¿Y a qué se dedica usted señor Bland? -Soy escritor; bueno, hago de todo un poco, a veces algo de crítica y he dado clases, también, pero lo que más me gusta es escribir novelas, novelas policiales. Una expresión de admiración apareció en el rostro de la anciana: -¡Vaya!, ¡eso sí que es interesante!- se frotó jovialmente las manos y señaló hacia la biblioteca-. Soy bastante aficionada a esos relatos. ¿Ha publicado algo?

-Sí, un par de novelas, pero no me fue muy bien con ellas, a decir verdad. Hoy el público prefiere la acción, usted sabe, cosas más duras y espectaculares. Ya nadie se interesa en los misterios, el famoso crimen como obra de arte pareciera... que pasó de moda. 13 -Estoy de acuerdo con usted, ahora todo es violencia y sexo, sí. Lamentable. Y dígame: ¿ya sabe de qué tratará su próxima novela? John hizo silencio. En ese instante pareció cruzársele un pensamiento. Miró fugazmente a la mujer, que a su vez lo observaba, y dijo: -No. De nuevo se hizo un pequeño silencio. La anciana bajó la vista y después ambos miraron hacia la ventana. Afuera, un mirlo trinaba apoyado en una rama. En algún lugar de la casa un reloj daba las cinco de la tarde. La señora Greenwold volvió a llenar las tazas de té, y miró a John a los ojos: -¿Sabe?, no todos los días una conoce a un escritor de novelas policiales. Eso me recuerda... mejor dicho, me hace pensar que a usted podría interesarle una historia, algo que sucedió realmente hace muchos años y que trata de un crimen. Pero, por supuesto, no quisiera aburrirlo, tal vez usted creerá que soy de esas viejas que están esperando la oportunidad de contar sus historias y... John la interrumpió: -No, por favor, señora Greenwold, quisiera escucharla. La anciana sonrió levemente y volvió a acomodarse en el sillón: -Bien, lo que voy a relatarle me fue referido por una mujer con la que compartí un viaje en tren a Edimburgo, en una noche que siempre recuerdo muy larga, en mil novecientos cincuenta y cuatro. 14 ¿VIAJA USTED SOLA? Comenzaré por el principio, cuando llegué a la estación. El tren salía desde King’s Cross, a las diez. Recuerdo que mi reloj se había roto, de modo que apenas ingresé miré la hora en el reloj del hall central. Faltaban ocho minutos. Me dirigí a las boleterías. Un grupo de pasajeros se había agolpado en una de las taquillas. Al parecer había algún problema, porque se demoraban, y mientras esperaba sentí que alguien tocaba mi brazo: “¿Siemprevivas milady?” Era una de esas mujeres que vendían flores en la calle. Le dije que no. Fui algo grosera...-como si sus últimas palabras se hubiesen diluido, la señora Greenwold hizo una pausa- Es extraño. Lo primero que recuerdo son los detalles. Cada vez que intento recordar esa noche siempre aparecen los detalles... yo estaba algo molesta porque se me había corrido una media. Sé que le parecerá una tontería, pero en esa época, mi joven amigo, en Inglaterra eso sólo era bastante parecido a un escándalo sexual. Quería estar en el tren cuanto antes. No era la media, en verdad... ése no había sido un buen día para mí. Recuerdo, también, que el tren salía del andén número cinco. Y que entré a ese compartimiento porque tenía las cortinas cerradas. Como aún faltaban unos minutos para salir, supuse que alguien había olvidado correrlas, y estaría vacío. Apenas puse un pie adentro, escuché una voz, casi un susurro, que me dijo: “Por favor, no abra las cortinas”. No había alcanzado a reparar en esa muchacha, sentada al borde de uno de los asientos, casi pegada al pasillo. Estaba bastante oscuro. Una sola lámpara, apenas arrojaba una luz mortecina en el compartimiento. Me resultó raro.

El almacén de las palabras terribles Elia Barceló

CAPITULO I Aquí: Uno A las doce y media de la mañana de un día de mayo particularmente hermoso, el parque estaba radiante. Las copas de los árboles más altos se balanceaban movidas por la brisa cálida, las flores de los castaños, rosas o blancas, ponían notas de color entre las frondas y los macizos de flores brillaban como joyas, pero Talia, sentada en su banco favorito enfrente del estanque de los patos, a la sombra de un inmenso sauce llorón, ni siquiera se daba cuenta de toda la belleza que se entendía a su alrededor. Las lágrimas le impedían ver con claridad la punta de los zapatos que ya llevaba la vista para perderla en la superficie del estanque, donde los nenúfares empezaban a florecer, lo único que veía era un borrón verdoso salpicado de reflejos de sol; así que volvía a mirarse los zapatos mientras trataba de quedarse quieta abrazándose a sí misma, conteniendo los sollozos que se le salían de la garganta. Nunca había estado tan triste en sus doce años de vida recién cumplidos. Nunca había sentido esa angustia, esa impotencia, esa necesidad de cambiar su mundo, de que todo lo que estaba pasando a su alrededor desapareciera para volver a ser como había sido antes, cuando eran felices, cuando sus padres no se peleaban y se insultaban todos los días como ahora; que todo volviera a ser como cuando su madre aún estaba en casa para recibirla con un beso al volver del colegio. Ahora ya no tenía sentido volver a casa. Su padre estaba en el trabajo, su hermano se había ido a casa de su amigo Pedro y su madre ya no estaba. Ya no volvería a estar nunca. Por su culpa. Por lo que ella le había dicho la noche pasada. Sintió que no iba a poder controlarse más y se mordió las mejillas por dentro de la boca para no ponerse a aullar allí mismo, en medio del parque. - ¿No deberías estar en el colegio?- preguntó una voz profunda a su lado. Talia se volvió, sorprendida, las lágrimas cayéndole como grandes gotas de lluvia desde la barbilla a la pechera de su camiseta azul No lo había oído llegar. Negó con la cabeza porque se sentía incapaz de hablar todavía. Era como si una fuerte mano le apretara la garganta. El que había preguntado era un viejo que se parecía un poco a la foto del abuelo que tenían en la sala de estar: grande, con pelo blanco y muy fino, como de bebé, y ojos castaños hundidos entre las arrugas. Tragó saliva varias veces hasta que pudo contestar: -Los viernes salimos a las doce. -Y no debes tener mucha hambre aún, porque no te has ido a casa corriendo. -No puedo irme a casa- contestó, sin poder ya contener los sollozos.

-¡Vamos, vamos!- animó el hombre-. Un chica tan bonita y tan mayor como tú no debería llorar por cualquier tontería. ¿Qué pasa? ¿Te has olvidado la llave? ¿Quieres que llamemos a tu madre? En la mano del hombre había aparecido un móvil plateado. Talia negó con la cabeza: -Mi madre no quiere hablar conmigo. No quiere verme nunca más. Ayer se fue a casa y dijo que no quería verme nunca más. Esta vez el ataque de llanto duró mucho tiempo. El hombre le tendió un pañuelo muy planchado que olía a colonia y esperó tranquilamente a que se le pasara. -¿Por qué?- preguntó cuando la vio más tranquila-, Cuéntamclo anda. A veces hablar ayuda, ¿sabes? Ella se volvió de nuevo hacia el viejo, casi ftiriosa: -¡No ayuda! ¡Hablar no ayuda más! ¡Mis padres llevan hablando desde la Navidad y lo único que hacen es gritarse y decirse cosas horribles! ¡Todos decimos cosas horribles! -¿Tu también? Talia volvió a llorar desesperadamente, como si las lágrimas no se le fueran a acabar nunca. -Ayer- dijo por fin en voz baja, tan baja que el hombre tuvo que acercarse un poco para poderla oír-, ayer tuvieron una pelea espantosa delante de nosotros, mi madre dijo otra vez que se iba de casa, lleva desde Semana Santa diciendo que se va, que está harta de todo, que no aguanta más; y yo no puedo dormir, cada vez que me voy a la cama pienso que cuando me despierte se habrá ido y soto podré verla en las vacaciones porque mi padre dice que si se va, nos perderá a todos, que el juez le dará la razón a él... -¿Y ayer?- la animó el viejo a que siguiera contando. -Ayer, cuando dijo otra vez que se iba, yo le grité. Le dije que no la quería, que prefería que se fuera de una vez y nos dejara en paz, que no volviera. Y ahora se ha ido para siempre. Por mi culpa. Se echó a llorar de nuevo y ocultó la cara en el pañuelo, que se había puesto húmedo y frío. -A veces las palabras que se dicen con furia hacen mucho daño. Días y días diciendo que no puede más, que está harta, que se quiere ir. Yo tampoco aguantaba más. -Y por eso le dijiste que no la querías más. -Sí. -Pero la quieres. -Sí- dijo en mi hito de voz-. Más que a nadie en el mundo. Hubo un silencio. El hombre sacó dos caramelos del bolsillo y le tendió uno:

-Son buenos para la garganta. Talia negó con la cabeza. El hombre se metió uno en la boca y guardó el papel en el bolsillo. -Te han dicho que no aceptes dulces de desconocidos. Es natural. Bueno, Talia, ¿qué quieres hacer? -¿Qué puedo hacer?-preguntó, mirándolo con desesperación. Pero antes de que el hombre pudiera contestar, se paso de pie, alarmada. -¿Cómo se sabe mi nombre? -Porque lo llevas escrito es la cartera. Siéntate, anda. A ver, ¿Qué puedes hacer? ¿Qué se puede hacer con las palabras terribles que han sido pronunciadas y escuchadas?- No parecía que se lo preguntara a ella; más bien era como si se lo preguntara a sí mismo-. Las palabras no se pueden recoger como una moneda que has tirado al sucio. -Ya to sé. -No se puede hacer una herida, y al ver sangre, volverla a cerrar con sólo desearlo. No se puede no haber dicho lo que dicho. -¿Entonces? De algún modo que a ella misma se le antojaba estúpido, había empezado a creer que aquel hombre que se parecía al abuelo que no había llegado a conocer tuviera una solución a su problema. Hubo otro largo silencio, luego el hombre la miró a los ojos, directamente, como hacen los gatos, sin pestañear. -Hay mi lugar. -¿Qué lugar? -Un lugar oculto. En esta misma ciudad. Pero tienes que ir sola y no es fácil. Ni siquiera es seguro que sirva de algo. -Quiero ir- dijo Talia-, Si puede servir de algo, quiero ir. -A la puerta del parque, allí- señaló la salida más cercana-, pero el tranvía, el 1. Es el que hacc la circunvalación de la ciudad. Tienes que bajar en la última parada, antes de que siga dando la vuelta y acabe por regresar aquí. Es una zona industrial, muy fea, llena de fábricas y almacenes abandonados; seguramente no has estado nunca por aE Cuando bajes, verás mi edificio viejo, ruinoso, pintado de gris, al fondo de la calle. Es ahí. -¿Qué hay ahí? -Yo lo llamo el almacén de las palabras terribles, pero no tiene nombre. -¿Estará abierto?

-Siempre está abierto. -¿Usted ha estado allí? -Sí. Una vez Hace mucho tiempo. -¿Me ayudarán allí? -Lo intentarán. Estoy seguro. El hombre miró su reloj y, antes de que Talia pudiera preguntarle más, dijo: -Si vas a ir, tienes que darte prisa. Pasa dentro de tres minutos. ¡Buena suerte, Talia! Cogió la cartera y echó a correr hacia la parada por miedo a perder el tranvía. Ya casi en la puerta del parque se dio cuenta de que no le había dado las gracias, se volvió hacia el banco y gritó: -¡Muchas gracias, señor! Pero el hombre ya no estaba. Aquí: Dos -¡Hola, Pedro! Soy yo, Miguel, el padre de Diego. ¿Me pasas a mi hijo? Pedro miró a Diego que tumbado en el sofá, le hacía señas de que no quería hablar con nadie; tapó el auricular y le dijo en voz baja pero muy clara: -Es tu padre. Diego se levantó sin ganas del sofá y cogió el teléfono casi como si le diera asco: -Dime. -¿No has ido a clase? -No estaba de humor. ¿Qué pasa? -No hago irás que llamar a casa y no lo coge nadie. Talia debería haber vuelto ya del colegio. ¿No sabes tú donde puede estar? -Ni idea. -¿No tienes nada más que decir? -¿Qué quieres que diga? Supongo que le pasará como a mí, que se le cae la casa encima y se habrá ido a casa de Pepa o de Juanma.



© 2008, De Santis, Pablo c/o Guillermo Schavelzon Graham Agencia Literaria www.schavelzongraham.com © 2008, 2011, 2014, Ediciones Santillana S.A. © De esta edición: 2016, Ediciones Santillana S.A. Av. Leandro N. Alem 720 (C1001AAP) Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-950-46-4665-5 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Impreso en Argentina. Printed in Argentina. Primera edición: enero de 2016 Coordinación de Literatura Infantil y Juvenil: María Fernanda Maquieira Cubierta: Eva Lucía Domínguez Dirección de Arte: José Crespo y Rosa Marín Proyecto gráfico: Marisol Del Burgo, Rubén Chumillas y Julia Ortega BDueEelSnaobnsutsiAsc,iarPdeaosbr:loSdaentfiilnlaanleas, 2/01P6a.blo De Santis. - la ed. - Ciudad Autónoma de 160 p.; 22 x 14 cm. - (Roja, narrativa contemporánea) ISBN 978-950-46-4665-5 C1.DLDite8r6a3tu.9ra28In2fantil y Juvenil. I. Título. Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma, ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotoco­ pia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. Esta primera edición de 7.500 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de enero de 2016, en Arcángel Maggio - división libros, Lafayette 1695, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina.

LoQueLeo

UN CAJÓN DE MANZANAS Esto que voy a contar ocurrió hace mucho tiempo, cuando las revistas de historie­ tas se vendían por millares y no había nadie en la ciudad que no supiera quién era la Máscara Púrpura, o Cormack, el detective de lo sobrenatural, o Montana, el cowboy manco que había aprendido a disparar con la mano izquierda. Las revistas costaban cincuenta cen­ tavos, estaban impresas en un papel de mala calidad y eran en blanco y negro. El resto de la vida era a colores, pero ningún rojo, azul o amarillo me parecía más vivo que la tinta derramada en esas páginas. No solo compraba y leía las revistas, sino que las coleccionaba. Mi biblioteca era un cajón de manzanas que guardaba bajo la cama, un cajón de madera de pino sin cepi­ llar. Había que manejarlo con cuidado para no clavarse astillas. Todos los días repasaba mi colección de revistas, desordenándolas un poco, casi como si no me diera cuenta, para permitirme después el placer de ponerlas

de nuevo en orden. Mi personaje favorito era Cormack, detective empeñado en luchar contra vampiros, espectros y monstruos de la mitología. Cormack tenía su oficina en el sóta­ no de un cine y desde allí salía para salvar a la ciudad de las criaturas de la noche. Yo ponía en orden mis revistas en el cajón de manzanas; Cormack ponía en orden el mundo. Esa es la distancia que separa, ay, a los niños (y a los hombres) de los héroes. Durante las tardes, después del colegio, jugaba a imitar esos dibujos. Parecía fácil al principio, mientras dibujaba lentamente un ojo, una puerta entreabierta, una bala de plata. Pero al mirar el conjunto me daba cuenta de que estaba muy lejos del original. Mi dibujo no tenía nitidez, ni fuerza, ni vida. El dibujante de Cormack hacía una mancha y era una sombra; yo dibujaba una mancha y era una mancha. No me desanimé, y sin decirle nada a mi madre fui a la Editorial Libra, que en ese entonces ocupaba un edificio entero cerca del puerto. Había mucho movimiento en el hall de entrada del edificio, porque la editorial no publicaba solo historietas, sino revistas de crucigramas, deportes, ajedrez; revistas para mujeres que se hacían sus propios vestidos; revistas para inventores, con planos de autos a vapor, robots caseros y submarinos. Las más

exitosas eran las historietas y las novelas, que estaban divididas en cuatro series: Far West, Besos, Espanto y Héroes de la Vida Real Arrastrado por la multitud entré en el ascensor. Hubiera querido encontrar en la plan­ ta baja un escritorio donde hacerme anunciar. Me gustaba la idea de “hacerme anunciar”, era como enviar mi nombre para que llegara antes que yo. Pero al final mi nombre y yo lle­ gamos juntos. Tardé en abrirme paso, a los codazos, hasta el ascensorista, que manejaba con solem­ nidad la botonera de bronce, como si fuera el piloto de una nave. —Busco al dibujante de Cormack —le dije. —Séptimo —respondió y me dio un empu­ jón, para que saliera, porque ya estábamos allí. Crucé una puerta de vidrio esmerilado y me encontré con una gran sala llena de dibujan­ tes que trabajaban en sus tableros, bajo la luz azul de unas lámparas de bronce. Trabajaban en silencio y solo se oía el ruido de las plumas sobre el papel y el de los grandes sacapuntas metálicos a manija, atornillados a los tableros, que dejaban los lápices afilados como punzo­ nes. A mi lado había una mujer sentada frente a un escritorio: estaba seria no por indiferencia sino con fuerza, como si encontrara felicidad en su amargura. Tenía anteojos de carey y el pelo echado hacia atrás, y un teléfono de baquelita

negra que nunca soltaba. Hizo una señal con la ceja derecha, que indicaba que esperaba una pregunta, y otra con la ceja izquierda, que significaba que mi pregunta no le interesaba. —Busco al dibujante de Cormack —dye. —¿Para qué lo busca? —Quiero ser dibujante. —¿Y a cuál busca? Todos ellos dibujan a Cormack. —¿Todos? —A Cormack y a los demás. Me sentí muy abatido. —Si no tiene nada mejor que hacer... Había durado poco mi aventura. La mujer estaba a punto de señalarme la puerta de vidrio, cuando metí la mano en el bolsillo y saqué mi episodio favorito. Cormack se enfrentaba a la Gorgona, una dama de cabe­ llos de serpiente cuya mirada convertía en piedra a quien se atreviera a mirarla. Cormack conseguía matarla, pero antes de morir la Gorgona lo miraba con algo que no era solo furia. Ese cuadro, que ocupaba casi toda la página, me encantaba. Esa mirada me había llenado de inquietud. —Busco al que dibujó esta página. La secretaria, menos por amabilidad que para sacarse el problema de encima, levantó la revista que yo le mostraba y gritó: —¿Quién dibujó a la Gorgona?

Los dibujantes parecieron despertar del sueño, y miraron la revista que la mujer sostenía en alto. Una mano se levantó en el fondo; el dibujante seguía con la mirada fija en el tablero, como si la mano se hubiera levantado sola. Atravesé la sala y me acerqué hasta él. Era muy joven y vestía un pantalón de sarga gris y una camisa blanca que había sido fregada y vuelta a fregar pero que aun así conservaba viejas manchas de tinta negra. —Ese dibujo es mío. ¿Por qué le interesa? —¿Por qué tiene esa mirada la Gorgona? Está furiosa con Cormack porque la está ven­ ciendo. Pero en esa mirada no hay solo furia. El dibujante miró el dibujo, tratando de recordar el episodio. Al final respondió: —Solo hay una forma de matar a la Gorgona: usando un espejo para acercarse a ella. Cormack usó uno, como hizo Perseo, el héroe de la mitología. La Gorgona ha vivido en un mundo sin espejos, porque sabe que en los espejos está la clave de su perdición. Cuando se mira en el espejo de Cormack se da cuenta de que es un monstruo: se ve por primera vez como la ven los demás. Pero se da cuenta tam­ bién de que es hermosa. Entonces sonríe. No con la boca, con los ojos. Sonríe un segundo antes de que Cormack le corte la cabeza. Miré a la secretaria para ver si estaba a punto de echarme. Pero no parecía pendiente

de mí. Hablaba por teléfono mientras recibía de un cadete un sobre. El dibujante me tendió la mano. —Soy Laurenz. —-Juan Brum. Y quiero ser dibujante. —Pero aquí no te contratan así como así. —¿Hay que hacer una prueba? —Nada de pruebas. Antes de ser dibujan­ te hay que ser letrista. —¿Letrista? —Los que escriben las letras de las histo­ rietas. Están escritas a mano, ¿ves? —Sí, ya sabía. Entonces quiero ser letrista. —Nadie entra como letrista. Si no, ¡qué fácil sería todo! —Se notaba que a Laurenz no le gustaba que las cosas fueran fáciles—. Hay que empezar por el escalón de abajo: cadete. —Pero yo quiero dibujar. —No te desanimes. Los cadetes son quie­ nes mejor conocen la editorial. Llevan los guiones que escriben los guionistas a los dibu­ jantes, y de allí llevan las páginas dibujadas a los letristas, y de allí al taller de impresión. Todo el día en movimiento, de una punta a la otra del edificio. Los cadetes tienen una visión de toda la editorial, conocen los conductos que unen las distintas partes del edificio, ven en un solo día a personas que no se verán jamás entre sí. Y así podrás elegir mejor tu lugar en la editorial. Ahora querés ser dibujante, pero

mañana tal vez quieras ser letrista, o escribir las historias, o hasta convertirte en... un bus­ cador de finales. Iba a preguntarle qué era eso, pero nos interrumpió la campana de la secretaria. —Señor Laurenz, necesitamos para hoy esa página de Montana. Laurenz volvió a su trabajo: bajo el sol del desierto, dos buitres esperaban el resultado de un duelo.

GÉNERO LÍRICO Muchos adolescentes, a medida que se alejan de la infancia también lo hacen de la poesía. Como ya se dijo, es uno de los géneros relegados y por lo tanto esto obliga a duplicar los esfuerzos para acercarlos nuevamente a ella. Es una buena estrategia pedagógica que el joven no sea solamente la meta sino el más bien el punto de partida, entonces, resulta exitoso empezar desde lo que ellos conocen y más les gusta: la música, las buenas canciones y letras de bandas reconocidas. Para eso se incluyeron las letras de dos canciones de Calle 13 y de Babasónicos respectivamente; una romántica y la otra netamente filosófica y existencialista, pero ambas repletas de recursos poéticos, imágenes y metáforas que los toman de la mano para conducirlos lentamente hacia la lírica. El punto de llegada son dos poemas del mendocino por adopción Dionisio Salas Astorga uno breve y profundo y el otro romántico y sensual en el que el amor se vive y se percibe como en las películas. Ojos color sol Calle 13 Hoy el sol se escondió Y no quiso salir Te vio despertar Y le dio miedo de morir Abriste los ojos Y el sol guardo su pincel Porque tu pintas el paisaje Mejor que él Cuando amanece, tu lindura Cualquier constelación se pone insegura Tu belleza huele a mañana

Y me da de comer Durante toda la semana Tus ojos hacen magia, son magos Los abriste y ahora se reflejan las montañas En los lagos, la única verdad absoluta es Que cuando naciste tu A los arboles le nacieron frutas Naranja dulce Siembra de querubes Como el sol tenia miedo Se escondió en una nube Hoy el sol no hace falta, esta en receso La vitamina d me la das tú con un beso La luna sale a caminar Siguiendo tus pupilas La noche brilla original Después que tú la miras Ya nadie sabe ser feliz A costa del despojo Gracias... La Pregunta Babasónicos AUEQlnuvtaeieechtmoeodsproaomsaeepnsrteeeccstuherqaninuodesedonme,gmceaolinmopaomrrooaepqrpieauazercctlaaijcsuiapraadro de ese show de baile LDaonpdreegsuenmtaueesstra gente al borde La vida es un vaso de gaseosa aguada HDHCoaiasbbmfrrroááutqaquuuneeeasitnpessaeigsctrtauiarregncoycoimapqouodrizqleoáuehbpiracoagilmmaratoelsosrmtpadienenstaaamrdsaávsseces La pregunta es ¿¿QQuuiiéénn eessttáá ddiissppuueessttoo aa mmoatrairr?? ¿LQaupiréenguvnataa dese.f.e.nder? ¿Quién va a defenderte de mí? ¿Quién está dispuesto a luchar? ¿(¿QQuuiéiénneestsátáddisipspuueestsotoaalulucchhaarrp?o)r amor?

¿Quién está dispuesto a pelear por honor, P(¿oProlrolqouqeuneonvoavlealneandaad?a?) ¿Cuál sería la gracia? ¿¿LQQauupiirééennguvvnaataaa rreeesccllaammaarr,ppaarraasqí?ué? ¿NQuunicéanlseevvaaaapeenrtseunceiacrers?i al final La pregunta es ¿Quién va a defenderte de mí? ¿¿¿(LQQQauuuiiipééérnnnegvvvuaaanaaatadddeeeesfffeee..nnn.)dddeeerrrttteee dddeee mmmííí??? ACovnecuensaccoansscpaidraandeenpumtairpardoapsia cara No se puede sólo desatar el nudo con un estribillo pop UHQnausectaolonqjruueenptleootídspeueodreanngcuatnatnaers ¿¿LQQauupiirééenngueessntttááaddeiisssppuueessttoo aa mmaotrairr?? ¿Quién va a defender? ¿¿LQQa uupiirééennguvesnattáaa ddeisesfpeunedsetrotea dluecmhaí?r? ¿Quién está dispuesto a luchar por amor? ¿Quién está dispuesto a pelear por honor Por lo que no vale nada? ¿(¿CPuoárl lsoerqíauelangorvacailae?nada?) YQuqieureonqouselapednesjeemn porselgaupnrteagrunta ¿Quién va a reclamar? ¿Quién va a reclamar? ¿¿QQuuiiéénn vvaa aa rreeccllaammaarr?? La pregunta es La pregunta es ¿Quién está dispuesto a matar?

¿¿QQuuiiéénn vesatáa ddiesfpeunedsetro?a morir? La pregunta es ¿Quién va a defenderte de mí? ¿LLQaauppirréeengguuvnnattaaa deessefenderte de mí? ¿Quién va a defenderte de mí? ¿LQaupiréenguvnataa desefenderte de mí? La pregunta es ¿Quién va a defenderte de mí? Compositores: Adrian Hugo Rodriguez Dionisio Salas Astorga El tiempo es una moneda que cae en el forro descosido de la vida La vida es una moneda que cae en el forro descosido de la muerte El amor de vez en cuando (De Sábanas sin flores) da sus puntadas invisibles aunque no pretenda eliminar la rotura sino simplemente simularla Como en las películas tomaron champaña sobre un puente dispararon sus risas de corcho a las estrellas brindaron por la noche y los ríos de Heráclito

como en las películas dijeron toda la verdad para que no pareciera mentira se balancearon como un paréntesis de carne en la baranda se trajinaron el corazón los bolsillos de la piel recitaron poemas de memoria como en las películas ella bailó sin música bajo la mantilla de una noche de película le enseñó unos pasos que aplaudían el aire su pasado la vida que no tendrían mañana como en las películas le repitió veinte veces no le alcanzó su boca para que no rodara en el vacío lo envolvió en sus piernas para que no temblara como los niños cuando están solos en la fiebre como en las películas aceptaron comerciales en el momento de la pena hicieron un segundo de silencio/ como en las películas tejieron una red para cazarse para tomarse en el tropiezo para equivocarse juntos como en las películas llegaron a la casa manosearon el sexo de sus libros se atrincheraron

en una pared se desabrocharon se ataron a una boca entraron a la cama para salirse de las culpas para vengarse para comer/ como en las películas ella le dijo cosas en la lengua ronca del gemido buscaron tesoros en la espalda del otro rasguñaron un camino invisible en la espalda del otro marcaron su laberinto para ciegos como en las películas una semana después era un mes un año después hablaban con los ojos se tomaban de las palabras para caminar el silencio manchaba las sábanas de amor el amor era una luna roja en las cortina verdes donde no entraba la mañana como en las películas se espiaban de reojo olfateaban sus recuerdos callaban hablando/ descubrieron sin sorpresa que los días no caben en la vida del otro cuando el otro es una vida como en las películas cambiaron el escenario de sí mismos la música de fondo fueron los dos sonando se persiguieron en la arena se salpicaron

con lecturas secaron la humedad de papel que los tapaba en la cama/ abusaron del perdón del no importa del mañana de los ojos como el mundo era grande lo achicaron a las tres de la tarde/ a las cuatro/ a las cinco de amor se mataron (De \"Como en las películas\") GÉNERO DRAMÁTICO Como se trató en el apartado del mismo género pero para primaria, el teatro se ofrece como una herramienta inmejorable para el desarrollo de numerosas habilidades cognitivas, lingüísticas, expresivas, sociales, afectivas y por sobre toda apunta al mejoramiento de la Inteligencia Emocional. En el caso del Nivel Secundario, como ya han tenido Teatro, el adolescente ya maneja el código del lenguaje teatral lo que le permite cierta autonomía e intencionalidad expresivo-comunicativa, por lo que el trabajo puede resultar más fácil y placentero. Debido a que el diseño propone abarcar lecturas pertenecientes a la literatura universal, es a través de dicho género que se puede acceder a los clásicos sin riesgos de que esto genere el alejamiento de los jóvenes lectores y por el contrario se acerquen a historias y personajes pertenecientes a la cultura de la humanidad occidental, como es el caso de la Tragedia de Romeo y Julieta de Shakespeare. La propuesta es llegar a través de la versión libre de Romeo y Julieta de María Inés Falconi: © De cómo Romeo se transó a Julieta de María Inés Falconi © La Tragedia de Romeo y Julieta de William Shakespeare

wú i^é+Fjk'Mi De cómo Romeo se transó a Julieta 2- BIBLIOGRAFÍA Aguilera, R. (2012). Penales en la siesta y otros cuentos. Mendoza: Zeta Editores. Aguirre, S. (2000). Los vecinos mueren en las novelas. Buenos Aires: Norma. Alonso Blázquez, F. (2005). Sobre la literatura en la adolescencia. Zona próxima, 130-145.

Andruetto, María Teresa; Lardone, Lilia. (2011). El taller de escritura creativa en la escuela, la biblioteca, el club. Córdoba: Comunicarte. Basch, A. (2002). El reglamento es el reglamento. Buenos Aires: Norma. Obtenido de Las abuelas nos cuentan. Ministerio de Educación. Presidencia de la Nación: http://www.bnm.me.gov.ar/giga1/documentos/EL006161.pdf Bodoc, L. (2015). Salamandras. Buenos Aires: Alfaguara. Borneman, E. I. (1976). Poesia infantil estudio y antología. Buenos Aires: Editorial Latina. Chanti. (2012). Mayor y menor. Buenos Aires: Sudamericana. Condorelli, L. (2018). Inconexos. Buenos Aires: Aries. Cruz Cruz, P. (2014). El juego teatral como herramienta para el tratamiento educativo psicopedagógico de algunas situaciones y necesidades especiales en la infancia. Tesis doctoral. España: UNED. De Santis, P. (2017). El buscador de finales. Buenos Aires: Santillana. Devetach, L. (2008). La construcción del camino lector. Córdoba: Comunicarte. Drennen, O. (08 de 2015). La gota fue al lago. Obtenido de Crecer en poesía. Espejos en el suelo: http://planlectura.educ.ar/wp-content/uploads/2016/01/Crecer-en- poes%C3%ADa-Espejos-en-el-suelo-segundo-ciclo-primaria.pdf Falconi, M. I. (2017). De cómo Romeo se transó a Julieta. Buenos Aires: Quipu. Mariño, R. (1991). La casa maldita. Buenos Aires: Alfaguara. Pérez Alonso, M. (2018). Cartas para una ballena. Mendoza: Bambalí. Pescetti, L. M. (2017). Nadie te creería. Buenos Aires: Santillana. Ramírez S., N. (2014). La bella durmiente: análisis de algunas versiones tradicionales y sus reescrituras. Revista IIPSI Facultad de Psicología UNMSM, 203-213. Rocha, R. (1986). Con muchas ganas. Buenos Aires: Emecé Editores. Rumbo, M. (2016). Mendoza Tiembla. Buenos Aires: Autores de Argentina. Salas Astorga, D. (2013). Como en las películas. Mendoza: Luna Roja. Sevilla, F. (Noviembre de 2014). 7 Comedias breves. Obtenido de Todo teatro: http://www.todo-teatro.com/7-comedias-breves-de-fabian-sevilla/ Shakespeare, W. (1939). La Tragedia de Romeo y Julieta. Buenos Aires: Espasa-Calpe. Sommer-Bodenburg, Ángela. (2004). Bárbara en Cuentos de miedo Para asustarse de veras. Buenos Aires: Estrada.


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