viado los billetes de avión a mis abuelos. Sara no respondió, simplemente se levantó del banco, se agachó y comenzó a juntar nieve, una vez formada la bola rápidamente se la arrojó a la cara. —Vas a pagar por esto —la amenazó Víctor lim- piándose el rostro con la mano. En ese momento ambos comenzaron una guerra de nieve, Víctor comenzó a armar todas las bolas que podía y ella hizo lo mismo. Sara trató de tirarle todas las que ya tenía armadas tomándolo de improviso, Víctor era lento jugando con la nieve. Se sacudió el cabello un poco, para después acercarse a ella. Lo primero que Sara hizo fue tratar de esquivarle, pero él fue mucho más rápido, la cargó en sus brazos y luego la acostó sobre la nieve para subirse encima de ella comenzando a hacerle cosquillas. Era imposible no moverse al contacto de su tacto. —Víctor, no me hagas tantas cosquillas, por favor. —pedía en cuanto se reía e intentaba quitárselo de encima de cualquier modo. Él no dijo nada, solo continúo haciéndola cosquillas y depositándola de vez en cuando besos en su rostro. 101
Finalmente, después de estar un rato jugando, él se apartó de ella para colocarse a su lado, ambos mi- raron el cielo, ese momento era uno de sus favoritos. —¿Qué hacemos ahora? —preguntó Víctor intere- sado tras unos minutos de descanso. —¡Hmm!, no estoy segura hay tantas actividades para hacer con la nieve. —Podemos hacer un muñeco de nieve —propuso tomando su mano sobre la nieve. —O hacer ángeles de nieve —mencionó emocio- nada. —No es necesario, yo veo un ángel —afirmó levan- tando su mano y dejando un delicado beso en ella. Sara no pudo evitar sonrojarse ante su comentario. —¿Fue muy cursi? —preguntó con una sonrisa nerviosa. —Para nada, me gustó —admitió ella mordiéndose levemente el labio. Sara se acercó más a él, sintiendo como se movía nerviosamente para abrazarla, el olor a canela del re- ciente pastel que acaba de comer durante el desa- yuno era bastante agradable. Ambos se besaron lentamente, Sara disfrutaba de 102
las sensaciones causadas por él, su mente se ponía en blanco cada vez que se besaban, tal vez era un simple efecto. De un momento a otro, sintió como Víctor se subía sobre ella, no terminando el beso, más bien intensifi- cándolo todavía, si cabe, un poco más. Acarició su cabello con ambas manos, mientras él pasaba su mano por su cintura sobre la tela de su jer- sey. Sara se movió nerviosa, su mano estaba muy fría, haciendo con que se estremeciera un poco. No le tomó demasiada importancia, hasta que sin- tió su mano subir cada vez más, de lo perdida que se encontraba por el placer del momento, reaccionó rá- pidamente alejándose de él. —No estoy lista, Víctor —murmuró mientras le re- tiraba la mano. Aún no se sentía preparada para eso, había dejado a muy pocas personas avanzar tanto que no se sentía todavía dispuesta para volverlo a hacer. Tenía un límite y ya habían llegado a él. —Siento si te molesto, esa no era mi intención… —añadió Víctor en cuanto se levantó, se le notaba 103
preocupado, hasta un poco apenado se podría decir. Sara solo asintió, era mejor terminar la velada por ahí. Sin embargo, Cecilia no había sido la única testigo de aquella escena. Alejandro también los había visto, desde la ventana de su cuarto, asistiendo a cómo los dos se habían divertido lo suficiente y finalmente es- taban listos para regresar a casa. Apenas los vio entrar por la puerta de la casa una idea brillante le iluminó la mente: <<Sí, definitiva- mente, ya sé lo que quiero hacer con mi vida. voy a abrir una agencia matrimonial para ayudar a juntar a las personas que se sienten solas, ahora solo tengo que comunicárselo a los demás, espero sinceramente que se lo tomen con el mismo entusiasmo que yo>> a pesar de ello no quiso regresar al salón enseguida. Se quedó contemplando la nieve y sintiendo el viento fresco golpeando su rostro. 17 Cecilia abrió la puerta de su cuarto y vio como Ser- gio subía furioso las escaleras, se adentró en la habi- 104
tación e hizo rápidamente su maleta con las pocas pertenencias que había traído para ese viaje y volvió a bajar por las escaleras ¿Por qué hacía esto? Por el simple hecho de que en algunas cosas no se ponían de acuerdo, no coincidían. —Sergio. ¿A dónde vas? —Lejos de ti… —su tono de voz era distante. Cecilia pudo notar cómo algunas lágrimas querían asomar por sus mejillas. Vio como abrió la puerta de entrada y salió sin im- portarle que fuera volvía a nevar. Cecilia apretó los puños y dio un golpe en el umbral de las escaleras soltando un suspiro. Fue entonces cuando se dio cuenta de que Sergio había salido solo bajo ese tem- poral que ahora amenazaba. Sin embargo, alcanzó a verlo a unos metros de ella, trató de llegar hasta él, pero la nieve se lo impidió. Tal vez estaba cometiendo un error… tal vez no, ya no sabía ni qué pensar. Cecilia se cayó en la nieve, al levantase vislumbró unas luces de niebla y el sonido de un claxon… era un vehículo. —¡Sergio cuidado! —gritó desesperada. 105
Cecilia trató de correr, pero sus piernas se atora- ron en la nieve mientras con todo el terror del mundo vio como el cuerpo de Sergio salía “volando” unos cuantos metros, el vehículo paró y el chofer de la fa- milia Hierro bajó en cuanto Cecilia llegó hasta donde estaba Sergio y lo tomó en sus brazos. Estaba inconsciente y bastante sangre brotaba de una herida en su cabeza. —¡Llame inmediatamente a una ambulancia! —le ordenó Cecilia al chofer de aquel vehículo. Cecilia se rasgó parte de las mangas de su vestido para detener la hemorragia. Sergio se veía pálido y respiraba con bastante dificultad. Unos pocos minutos más tarde, la ambulancia paró frente a la puerta de urgencias del hospital. Unos cuantos celadores salieron presurosos a re- coger la camilla en la que se encontraba tumbado Sergio. En cuanto desapareció por la puerta del quirófano; Cecilia daba vueltas y más vueltas del otro lado viendo cómo entraban y salían enfermeras sin que na- die le dijera nada. 106
Si Sergio no salía bien de esta jamás se lo perdo- naría. Una de las enfermeras le aconsejó irse hasta la sala de espera, pero Cecilia se negó. No se apartaría de aquella puerta hasta saber el estado de su esposo. Pero la enfermera siguió insistiendo hasta que no le quedó más remedio que obedecer. Al llegar a la sala de espera se dejó caer en una silla, apoyó sus codos en sus piernas y se cubrió el rostro con las manos, lágrimas comenzaron a caer por su rostro, pero las secó inmediatamente, su ropa es- taba manchada con la sangre de Sergio, su corazón palpitaba de pura preocupación y su pulso estaba acelerado. Todo esto es mi culpa, se dijo a sí misma casi a media voz. Los minutos pasaron, el sonido del tic tac del reloj no la dejaba tranquila. Sergio estaba en el quirófano desde hacía aproximadamente una media hora. Se levantó y se dirigió a la máquina de café. Intro- dujo unas cuantas monedas por la herradura y se lo bebió de un trago intentando recuperar la cordura. Después se dirigió al mostrador principal y pidió que le dejaran realizar una llamada ya que con los nervios se había dejado el móvil en casa de sus padres. 107
Del otro lado del hilo, alguien atendió el teléfono. Era su hermano Alejandro. —Sí, ya lo sabemos, nos lo dijo Julián. Estáis en el hospital Privado, ¿verdad? Claro… Comprendo… No…No te preocupes enseguida vamos para allá. —Cecilia. Una voz conocida la llamó, levantó su mirada y miró hacia donde procedía aquella voz, entretanto en- traron por la puerta Carmen, Ángel, Miguel y Víctor. —Cecilia. ¿Cómo estás? —quisieron saber sus pa- dres inmediatamente. —Nadie me dice nada, llevo media hora esperando —les explicó llorando. —Bueno, hija intenta calmarte —intentaron conso- larla sus padres mientras los tres se sentaban a es- perar con semblante preocupado. Una hora después una enfermera apareció: —¿Familiares del señor Rajado? Se levantaron enseguida. —¿Cómo está mi marido, señorita? —Se encuentra estable. Cecilia dejó escapar un suspiro de alivio. 108
—Ya está en su habitación. Si lo desean cuando despierte pueden ir a verle. —¿A qué habitación? —quiso saber enseguida Alejandro. —En la número 15, sigan todo recto por este pasi- llo. —Gracias. ¿Dónde hay que pagar? —quiso ahora saber su padre. —En el mostrador principal. Ahora si me disculpan tengo que atender a otros pacientes. —Claro… Claro… No le robamos más tiempo. Lo entendemos perfectamente. Y una vez más muchas gracias. Sus padres se fueron a pagar los gastos del hospi- tal y Cecilia se sentó junto a sus hermanos e hijo a esperar. Hora y media más tarde la misma enfermera que les dio la información sobre el estado de salud de Ser- gio regresó. —Podrán verlo, pero solo tres personas y de uno en uno. No quiero que las visitas le cansen demasiado —dicho esto se retiró. 109
Víctor miró a su madre y ella lo miró a él, ambos que- rían verlo de inmediato, pero fue Carmen quien se en- caminó hasta la habitación en donde tenían a Sergio. 18 Sergio sentía los párpados pesados, poco a poco los consiguió ir abriendo. Se encontraba en una habitación con las paredes en blanco, se movió un poco en la cama. Un error que le provocó una mueca de dolor y pudo notar que tenía unos tubos conectados a su cuerpo y un yeso en su pierna. Una enfermera entró en aquella habitación. —Veo que ya despertó. ¿Cómo se encuentra? —Bastante dolorido… ¿Dónde estoy? Y lo más im- portante. ¿Qué me ha pasado? —Está en un hospital, tuvo un accidente esta misma mañana, es usted muy fuerte, no cualquiera sobrevive a ser arrollado por un automóvil. —He sufrido peores cosas en mi vida —esclareció intentando reírse un poco, cosa que le produjo mucho más dolor —, un accidente como este no es nada. 110
—Me alegra escuchar eso. Se nota que a pesar de todo se encuentra de muy buen humor. Así que no se preocupe demasiado. Estoy totalmente convencida de que se recuperará mucho más pronto de lo que piensa. Le diré a sus familiares que ya pueden pasar a verle. —¿Familiares…? La enfermera se fue. Sergio se removió un poco, le dolía todo, se llevó una mano a la cabeza y pudo comprobar que tenía una venda, imágenes llegaron a su mente: Cecilia y él en la cocina, una pequeña desavenencia, termi- nando de fregar los platos del desayuno de aquella fatídica mañana, sintiendo como la rabia se acumu- laba en su interior, subiendo las escaleras, cogiendo su ropa a toda prisa y volviendo a bajar por las esca- leras con su maleta en la mano, dos luces, un grito y todo oscureciéndose. Su cabeza comenzó a doler demasiado; fue enton- ces cuando la puerta de la habitación se abrió y vio a una mujer asomándose. —¿Cómo te encuentras, Sergio? 111
—Mejor, mucho mejor. Gracias por la visita, Car- men. ¿Pero dime… sigo teniendo el mismo aspecto presentable de antes? Carmen lo analizó meticulosamente, midiendo las palabras que iría a pronunciar a continuación: —Bueno… teniendo en cuenta por lo que acabas de pasar, sí, se puede decir que tienes un aspecto presentable. —Gracias por aclararme eso —respondió esbo- zando una sonrisa. —Ahora dime. ¿Qué ocurrió? —Me atropellaron —dijo rodando los ojos. —Eso ya lo sé. Lo que quiero saber es por qué sa- liste así de repente. ¿Fue por una discusión con Ce- cilia? Sergio inclinó la cabeza, de solo recordar lo que pasó se le estrujaba el corazón. —Puedes contármelo. Confía en mí. —Fue una discrepancia estúpida, Carmen. Una discusión como tantas otras. Pero esta vez yo actúe de forma impulsiva. Sergio se veía muy apenado y arrepentido. Sintió la mano de Carmen posarse en su hombro. 112
Un silencio incómodo se prolongó en aquella habi- tación. Carmen lo miraba como si se tratase de su propio hijo. —Cecilia esta allí fuera muy preocupada por ti… — le comunicó. —¿Qué? —Que Cecilia está ahí fuera esperando poder verte. Esta muy preocupada por ti. Cuando nos avisó estaba completamente alterada. Ángel, Miguel, Ale- jandro y tu hijo Víctor también están ahí fuera. —¿Entonces por qué no habéis entrado todos a verme? —Porque la enfermera nos dijo que solo podíamos verte tres personas y de uno en uno. Todavía no en- traron porque no eran los únicos que querían verte. Sergio la miró confundido. —Todos quieren verte, sin embargo, yo me ade- lanté a los demás. —Ahora decide: ¿a quién quieres ver primero? Sergio lo pensó un rato, quería ver a Cecilia, pero también a su hijo al mismo tiempo. Aunque por lo que le había explicado Carmen eso era imposible. Así que 113
tras aquella pausa decidió que quería ver primero a su hijo. —Víctor, quiero ver a Víctor primero. Carmen asintió, se despidió de él deseándole una pronta mejoría y salió de aquella habitación. Sergio se quedó esperando durante unos instan- tes, luego entró Víctor. —Papá… ¿cómo te encuentras? —preguntó con miedo a abrazarle. —Mejor, hijo. Mucho mejor. Pero dime… ¿cómo te encuentras tú y Sara? —Estamos bien, papá no te preocupes. Por cierto, fue Sara la que le regaló los billetes de avión a los abuelos. —Me alegro. Parece una buena chica. —Lo es papá. Y la verdad es que nos queremos mucho… Durante aquellos instantes que la enfermera les dio de tiempo para ver al paciente hablaron de otras mu- chas cosas brevemente. Víctor salió y le dijo a su madre que su padre quería verla. —Mamá, papá quiere verte. 114
Cecilia miró hacia la dirección donde se encontraba su madre, no dijo nada y caminó hasta la habitación en donde se encontraba su marido. Cuando entró las lágrimas comenzaron a caerle, allí estaba él, sus ojos estaban cerrados, estaba con algunos moratones en la cara, una venda que cubría su cráneo y una pierna enyesada. Corrió hasta la cama y lo abrazó. Una queja de dolor brotó de su boca, Cecilia se apartó un poco, quedándose a unos centímetros de su rostro, sus hermosos ojos pardos chocaron con sus aguamarinas. Cecilia no pudiendo resistirse más lo besó. Lo besó como si no existiese un mañana, como si su vida dependiera de ella y él le correspondió el beso. —Sergio, perdóname, esto… Esto es mi culpa…Si yo no… —Shhh —indicó colocando un dedo en sus labios para que se callara—, sabes que te perdono todo, amor —le murmuró mientras con una de sus manos acariciaba su cabello. —Te amo Sergio. —Lo sé, mi amor. Yo también. —Ahora debes descansar, todavía estás débil. 115
—Estoy bien, Cecilia. La que debe descansar eres tú. Sergio se hizo a un lado para dejarla recostar junto a él. —Ahora duerme conmigo, aunque sea un rato. Cecilia se acostó junto a él, lo abrazó y apoyó su cabeza en su pecho. Sergio con su brazo no enye- sado le rodeó la cintura y le dio un beso en la cabeza. Se quedaron un poco charlando, luego Sergio se quedó dormido. Cecilia se levantó de la cama y se despidió de él con un beso en la mejilla. 19 Nada más salir Cecilia de aquella habitación y ce- rrar la puerta tras de sí, Sergio se despertó y se re- costó en la cama. No sabía con total seguridad si lo que acababa de ocurrir había sido real o un sueño. Aunque había sido tan vivido que lo dudaba, entonces recordó… Recordó su matrimonio con Cecilia, la ma- dre de Víctor. 116
El suyo fue un casamiento por amor, al menos al principio, aunque con el transcurrir del tiempo la pa- sión que sintieran, al casarse, se fue disipando, para convertirse en rutina e indiferencia. Pero todo lo so- portaban por Víctor que no quería ni oír hablar de una posible separación de sus padres. Aunque no mucho tiempo atrás, estuvieron a punto de divorciase. Sergio era un hombre atractivo, simpático al que no le falta- ban pretendientes. Se casaron, ella con diecinueve años, él con vein- ticinco. Al año de casarse nació Víctor, su único hijo. Habían cumplido cinco años de casados cuando llegó a los oídos de Cecilia el primer caso de faldas de su marido con Estefanía, su secretaria. Desde entonces las cosas no marcharon bien entre ellos. Cecilia le había planteado en algunas ocasiones la conveniencia del divorcio, para así, cada uno vi- viera como mejor le pareciera. No estaba dispuesta, por las habladurías de la gente, a llevar toda una vida con un hombre que ya no la quería, que ya ni siquiera estaba enamorado de ella. Lo que causó una agria discusión, en la cual Sergio le echó en cara haberse quedado embaraza a propósito de Víctor para así su- 117
jetarle a su vida, algo que Cecilia negó con rotundi- dad, pero que todas cuantas explicaciones dio fueron a parar a un saco roto. Desde aquel altercado, Sergio hizo su vida al mar- gen de su mujer y de su hogar. A la salida del trabajo, alternaba en un pub con los amigos y ella seguiría con sus amigas y en casa. Hasta que conoció a Estefanía que le había seguido la corriente y nunca discutía con él. Se acostaban juntos y después del sexo, él llegaba a casa de peor humor del que tuviera cuando salió, porque de ese modo su conciencia justificaba que en su hogar no tenía más que problemas y, sin embargo, con Estefanía, todo era armonía y placer. Estaba medio convencido de separarse, posible- mente porque su amante le presionara al pintarle todo color de rosa con la vida que podrían hacer una vez disuelto su matrimonio. Pero de momento no podía separarse, porque su mayor prioridad era su hijo pe- queño Víctor y además su reputación sufriría grande- mente y truncaría su entrada como socio en un afa- mado bufete de abogados. Daría mala impresión se- pararse al poco de casados y con un hijo de por me- dio. Así que toda la intención de Estefanía resultó fa- 118
llida. Le demostró su enfado, pero Sergio supo con- tentarla: —Cariño, ahora no es conveniente plantear un di- vorcio, no… No ahora que estoy a punto de firmar con un prestigioso bufete un alto cargo. Y así pasó el tiempo, un año y otro año, hasta cum- plir trece. Seguían juntos, es decir viviendo bajo el mismo techo, porque lo único que pudiera unirles, el sexo, también se había acabado hacía ya demasiado tiempo. No existía nada entre ellos que les acercara, excepto Víctor, y por él siguieron adelante; viendo como el tiempo transcurría lenta y pesadamente has- ta ese día, en que, por circunstancias adversas a sus planes, estuvo a punto de perder la vida. Unas horas más tarde, el doctor le avisaría de que le daría el alta pasado cinco largos días, avisándole con antelación que cojearía durante algún tiempo hasta que todo cicatrizase, se desinflamase y se pu- siera en su sitio. 119
20 Cuando los Hierro regresaron a su casa, pudieron ver un coche patrulla y escuchar el ruido de unas si- renas. Era la policía. —¿Qué está pasando? —pregunta Carmen con pasos decididos hacia su casa. —Robo —esclareció uno de los oficiales que se en- contraba apoyado junto a la puerta de entrada. —Pero… ¿qué pasa exactamente? —quiso saber ahora Ángel bastante inquieto. —Mirian Bartolo, debe acompañarnos —aclaró el que tocaba a la puerta que parecía ser el más experto en este tipo de situaciones y cuyo único deber era lle- varse a la joven mujer a la comisaria. —¿Qué? ¿Pero ella por qué? No me puedo creer esto. ¿Puede explicarme que ha hecho exactamente? —Mirian Bartolo sabe exactamente lo que ha he- cho. No puedo darle más información sobre el caso. Ya se lo explicaremos cuando lleguemos a la comisa- ria. Mirian había entrado en pánico y sin protestar accedió a ser esposada. Los dos policías lo hicieron 120
rápido. Caminaron hacia el vehículo que estaba ahí fuera estacionado y la sentaron en la parte trasera del vehículo policial cerrado. —¡No por favor! Yo no hice nada —dijo mientras sus ojos se ponían vidriosos. —Guarde silencio, tiene derecho a guardar silen- cio, cualquier cosa que diga, puede y será usado en su contra en las cortes legales. Tiene derecho a un abogado, pero si no puede permitirse pagar uno, el estado le asignará uno de oficio. —No, no… debe tratarse de un gran error… —gi- moteó Mirian. Los policías hicieron caso omiso a sus constantes quejas y tras cerrar la puerta condujeron rumbo a la comisaria. —Aquí Beltrán, ya tenemos a la sospechosa, Mi- rian Bartolo —comunicó el copiloto por radio mientras su compañero avanzaba por la carretera. —Por favor, déjenme bajar. Yo no hice nada se lo juro. No fue a propósito, yo solo necesitaba hacerlo — Mirian berreaba y suplicaba en cada momento, en cada esquina y en cada calle que la dejaran bajarse e irse. 121
—No sé si escuchó lo que acaba de decir, pero si no me fallan los oídos diría que está confesando. Hace usted bien, así será menos complicado para to- dos —informó el copiloto que se reía con la escena que Mirian estaba armando dentro del coche patrulla. Finalmente llegaron a la comisaria. Y la sospe- chosa Mirian Bartolo entró en una pequeña celda donde la hicieron sentarse en un camastro en cuanto los dos policías se la quedaron mirando un momento para después regresar a sus rutinas. Pasado un tiem- po bastante considerable otro oficial con llaves en las manos abrió la celda y la dejó salir. —Bueno, ya se puede ir ya que no tiene antece- dentes y al parecer alguien pagó su fianza. Miguel había seguido al coche patrulla que llevaba a Mirian a la comisaria en el coche familiar de los Hie- rro. Al cabo de unas horas y tras varios trámites buro- cráticos, entre ellos el pago de una fianza de menos de cuatrocientos euros por hurto. Mirian escoltada por Miguel salía por la puerta de la comisaria. —Gracias por acudir en mi auxilio. —No tienes porqué agradecérmelo, estoy seguro 122
de que tú hubieras hecho lo mismo por mí. Pero…, dime. ¿Cómo conseguiste verte involucrada en esto? —Pues verás Miguel, te acuerdas de aquel anillo que cogí de mis clases de teatro para impresionar a tu familia. —Pues claro. —Resultó que era una joya antigua muy valiosa. Nuestro director se lo robó a su abuela y lo escondió dentro del teatro como un simple objeto. Estaba se- gura de que era de mentira y por eso me lo llevé sin autorización. Pero alguien de su familia lo denunció y de esta forma me vi envuelta en un doble robo. —No te preocupes… Esto te servirá de lección para no coger cosas que no son tuyas sin preguntar primero. 21 Hablando y, sin apenas darse cuenta ya estaban de vuelta a la cima de la colina. En aquel preciso momento Julia hizo una pausa al mismo tiempo que alguien abría la puerta de entrada. Estaba haciendo la maleta. Había llegado el día. El 123
día que tenía que irse, y que pasaría de vivir bajo el mismo techo que Miguel a estar a kilómetros de dis- tancia de él por un tiempo indefinido que podría fácil- mente tratarse de un “para siempre”. Julia estaba en negación. No quería prolongar más su estancia en casa de Carmen y por ese motivo ha- bía cambiado su vuelo. No quería pasar ni un día más con Miguel. Él no había cambiado en absoluto, seguía siendo aquel joven alocado de siempre, pero, aunque sabía fervientemente que su corazón todavía seguía palpitando por ese hombre; ahora ella era diferente. Era una mujer más segura y menos ilusa. Bajó las escaleras en sigilo escuchando con aten- ción los ruidos que le llegaban: el tic tac del reloj de pie del salón, el crepitar de las llamas de la chimenea, el crujido del suelo de madera cuando alguien lo pi- saba. ¡Que extraño! De pronto se llenó de una tre- menda tristeza, llevaba esa casa en el corazón, cada mueble, cada objeto parecía formar parte de ella y sin- tió como parte de su ser se quebraba en dos al tener que abandonar aquella casa y a sus moradores. Entonces, Miguel miró a Mirian diferente. La miró, sí, pero ya no eran él y ella. Eran dos personas distin- 124
tas metidas dentro de su propio cuerpo pero que de pronto no tenían derecho a acercarse el uno al otro. Durante un tiempo les pareció que retenían a los ver- daderos Miguel y Mirian, encarcelados y escondidos tras aquellas fiestas navideñas, pero poco a poco aquella sensación fue desapareciendo hasta diluirse. No, amor ya no era lo que sentían el uno por el otro. Afecto, sí, afecto era una palabra que encajaba mejor para ambos con respecto a lo que ahora sentían. Mirian se dio cuenta de que era el momento de ar- mase de valor y dejarlo todo en manos del destino. Inhaló aire y dirigiéndose a Miguel le dijo: —Creo que ha llegado el momento de que nuestros caminos se separen aquí. ¿No te parece? Hay ahí al- guien que te necesita mucho más que yo. Ve… ve a hablar con ella. Miguel la miró con gratitud. Sabía que Mirian siem- pre sería parte de su vida, pero también era cons- ciente de que ya no quería seguir engañándose a él ni mucho menos a su amiga. Se acercó hasta Julia y la interceptó: —¿Te marchas? 125
Julia sintió como empequeñecía cuando captó el tono herido en la voz de Miguel. —No estarás con pena. ¿Verdad? —Honestamente, un poco sí. Echo de menos no haber tenido la oportunidad de hablar más contigo du- rante la cena de nochebuena. Julia aseguró su maleta con más fuerza. Sintiendo como las piernas le temblaban haciéndola creer que podrían fallarla a cualquier altura. —Sabes que fuiste mi primer amor. Miguel había llegado a la vida de Julia en un mo- mento complicado para ella. Cuando sus padres es- taban día tras día en casa discutiendo por cosas ba- nales. Pero desde el momento en que lo conoció, él había estado siempre pendiente de ella, dejando que Julia se sintiera mucho más dichosa y mucho menos desgraciada con aquella situación tan incómoda por ser hija única. Dejando de sentirse abandonada y muy sola. No sabía cómo lo hacía ese hombre, pero conse- guía calmarle la rabia interior que había estado co- ciendo a fuego lento desde la primera pelea agria de sus padres. Miguel le tocaba una parte que ni siquiera 126
ella sabía que poseía. Lo único que quería era estar con él. Desde el divorcio de sus padres vivía en un miedo constante de no ser aceptada. Esto la dejaba insegura y echa un lío, aterrorizada y ansiosa al mismo tiempo, pero con él se sentía feliz y calmada. —Nada de lo que pasó entonces tiene sentido ahora. —Deberías saber que Mirian y yo no estamos bien desde hace bastante tiempo. —¿Oh, de verdad? Entonces todo este tiempo ha- béis estado actuando —dijo irónicamente. No creyén- dose ni una sola sílaba de las palabras que salían de la boca de Miguel. —Cada Navidad, mis padres tratan de que sienta la cabeza deseando que me comprometa de una vez por todas con alguna “buena chica”. Pensé que estas navidades les podría ofrecer esa alegría. Pero sabes qué... ya estoy cansado de fingir. Te amo, siempre lo he hecho. Nunca te olvidé. Solo te pido que me des una última oportunidad para demostrarte qué clase de hombre puedo llegar a ser. —¿Crees en las relaciones a distancia, Miguel? Tendremos todo un océano de por medio. 127
Sus rostros estaban tan cerca, Miguel tenía la res- piración entrecortada y sonrió de esa forma única y especial mientras sus ojos brillaban de tal manera que podían iluminar el mundo, y literalmente lo hacían, ilu- minaba el mundo de Julia. —De verdad, Julia todo lo que siento hacia ti es au- téntico. Me gustas, me encantas, quiero abrazarte, pasar más tiempo contigo. ¿De verdad quieres irte? Julia desvió la mirada hacia un costado, luciendo realmente preocupada. —No quiero estropear más las cosas entre noso- tros, para serte sincera, todo este tiempo sin ti fue ho- rrible y no podría volver a pasar por lo mismo. —Tal vez no te quedó suficientemente claro, Julia. Pero yo te amo. Y quiero que sepas que nunca haría nada que te hiciera sufrir ni me aprovecharía de ti en ninguna circunstancia. Mírame, vamos... —la cogió de la barbilla con suavidad para que girase su cabeza y sus ojos se volvieron a encontrar. —No puedo evitarlo, Miguel tengo miedo de salir herida. —Julia… —Creo que es mejor que no sigas. 128
—Bésame. —No puedo… —apenas murmuró desviando de nuevo la mirada. —Julia Barton, mírame a los ojos. ¿Ves dudas o imposición en ellos? —Miguel… —Shhh… —Miguel colocó un dedo sobre los sua- ves labios de Julia haciéndola temblar en el acto. —, no digas nada más solo bésame. Miguel llevó una mano hacia el rostro de la mujer a la que amaba y la depositó suavemente allí, acaricián- dole la mejilla con el pulgar antes de acercarse y po- sar sus labios sobre aquellos a los que tanto anhe- laba, llenándolos con besos pequeños de un par de segundos cada uno. Aquella acción hizo estremecer a Julia, quien em- pezó a devolverle los besos de la misma forma. Le parecía sorprendente como Miguel había logrado convertirse en alguien tan importante para ella. Ella no le daba fácil acceso a nadie a su corazón y mucho menos a su vida, pero Miguel simplemente había sa- bido tener la templanza necesaria hasta anclarse en 129
sus sentimientos. Sin lugar a duda era alguien muy especial. Después de varios besos cortos, Miguel se separó mirando fijamente a Julia. Sus ojos brillaban tanto que parecían estar hechos de oro líquido, y su sonrisa era tan radiante que le arrancó un gran suspiro. Repitieron los pequeños besos varias veces des- pués de haberse separado por varios segundos para mirarse. Una indescriptible sensación recorría sus cuerpos y los hacía suspirar. —Te amo, Miguel —le susurró Julia al oído. —Te quiero como jamás he querido a ninguna otra mujer —le correspondió Miguel con una gran sonrisa. Aquel “Te quiero como jamás he querido a ninguna otra mujer”, fue suficiente para Julia porque consiguió provocarla todo un mar de emociones arremolinán- dose en su pecho e hizo con que su corazón se le acelerase de una forma que hasta entonces nunca creyó que fuera posible. Sin pensarlo ni dudarlo, Miguel volvió a juntar sus labios con los de Julia, pero a diferencia de las veces anteriores, ambos empezaron a moverlos suave- mente hasta encontrar un ritmo totalmente sincroni- zado. 130
Miguel colocó sus manos en los hombros de Julia y poco a poco fue rodeándola con sus brazos, acari- ciándole la espalda mientras se fundía en todas las sensaciones que le recorrían. Julia se dejó agarrar de la cintura, pegándose con- tra él, estremeciéndose y sintiendo cómo Miguel tam- bién se estremecía ante su contacto. El beso duró por varios minutos de forma romántica y dulce. Ninguno de los dos lo profundizó en ningún momento, porque en realidad no fue necesario para que sus labios danzasen al compás de la música que produjeron sus corazones, y esa fue la más hermosa melodía alguna vez creada. 131
EPÍLOGO DE NAVIDAD En fin… ¿Que más os puedo contar? Aparte de que la navidad siempre ha sido la época favorita de la familia Hierro. Os deseo una Feliz Navidad a todos y Año Nuevo también. Deseo que se lo pasen muy bien en estas fechas tan señaladas junto a todos sus seres queridos y si por acaso tienen algún vecino o conocido que normal- mente pase estas fiestas solo, no sean malos e inví- telos a pasar las fiestas con ustedes, después de todo de esto trata la Navidad. Y si usted o algún ser querido están peleados que mejor que estas fechas para dar el primer paso y ha- cer las paces con él o ella. Y recuerden que lo importante no son los regalos sino estar juntos en paz y familia. 133
BIBLIOGRAFÍA Mi nombre es Silvia Carús. Nací en Madrid el 27 de diciembre de 1974. Actualmente vivo en el Algarve (Portugal). Soy Técnico Auxiliar de Salud, como consecuencia de la pandemia tuve que abandonar mi profesión al tener un hijo pequeño que sobrevivió a un cáncer cuando tenía tres años (Leucemia). He completado varios talleres literarios y publicado en alguna que otra revista literaria, así como en diver- sas antologías tales como: Revista Espíritu Creador, Red Promo, Revista Herederos del Kaos, antología de Sendero de Amor, blog de Sara Lena. También he sido ganadora de algún que otro con- curso literario como: Premio literario por la Revista americana Teender Age, Premio literario por el pro- grama; Crónicas en Llamas y premio literario por Co- munidad tus Relatos con mi cuento Aquérele. Soy autora del libro impreso: Calambres. una no- vela juvenil romántica y tengo publicado un E-book: Rivales. Mis redes sociales son: Fan Page: @silviacarusescritora. Instagram: @Silviavazquezcarus8 134
ÍNDICE 7 9 Introducción Capítulo I 29 La familia Hierro 49 Capítulo II 63 Llamas olvidadas Capítulo III 85 Fragmentos de idilios 97 Capítulo IV 133 El futuro de la familia Hierro 134 Capítulo V El viejo diario Capítulo VI Los sueños se hacen realidad Epílogo de navidad Bibliografía
Esta obra se terminó de editar en Ediciones Lenú en el mes de diciembre de 2022
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