—Bueno… vosotros dos también hacíais muy buen equipo. Debo confesarte que cuando te invité a pasar las navidades aquí, estaba siguiendo mis propios intereses egoístas. Deseaba tanto veros de nuevo juntos. —Oh, Carmen mi historia con Miguel fue hace mu- cho tiempo. Su hijo siempre estará en mi corazón, pero ambos debemos continuar con nuestras vidas y mirar al frente. Carmen recogió lo que quedaba esparcido por el suelo y abandonó el salón, al pasar por delante de la sala de estar se dio cuenta de que voces apagadas de una discusión volaban a través de la puerta y al escucharlas comenzó a inquietarse. La desespera- ción de la mujer era evidente en su respiración entre- cortada. Ángel con pasos sigilosos y sin hacer ruido se acercó hasta ella por detrás hasta ponerse a su lado, pero Carmen estaba tan concentrada en la con- versación que no notando su presencia se sobresaltó ligeramente al sentir el brazo de su esposo. —Bien; ¿estás escuchando algo interesante? —Ángel, no deberías asustarme así, por poco me da un infarto. 51
—Y tú no deberías estar escuchando las conversa- ciones de los demás. —¡Y no estoy! —¡Oh! Vamos Carmen nos conocemos hace de- masiado tiempo. —Pero realmente no he oído nada —se quejó y cambiando de tema comentó—: me gustaría saber cómo les estará yendo a Sergio y Cecilia en el trastero. 8 El trastero se encontraba por detrás de la mansión, aquel sitio estaba inundado de polvo, telas de araña y nidos de pájaros vacíos. Varias cajas se amontona- ban llenas de cosas viejas como retratos antiguos, ropa de invierno, sábanas y edredones, herramientas de jardinería, juguetes viejos, montañas de papeles apilados en muebles polvorientos… En cuanto se dirigían hacia allí, Cecilia no se sa- caba de la cabeza que su marido la engañaba con su secretaria, ella sabía que sus sospechas siempre eran acertadas por lo que estaba segura de ello, no obstante, no quería romper su querido matrimonio, ya 52
que la beneficiaba económica y obviamente quería te- ner la total de seguridad de que eso fuese cierto. —Sergio, deberíamos hablar con mis padres. No soporto más esta situación. —En nochebuena. ¿Estás loca? —¿Por qué? Piensas que estoy equivocada. Hace mucho tiempo que dejamos de sentir algo el uno por el otro. Estoy segura de que me estás engañando. —Pero qué dices. Yo nunca te he engañado. Y esa vieja situación con Estefanía fue completamente un malentendido. —No me hagas parecer una idiota. Sé perfecta- mente lo que vi. —Oh, vamos tú eres la única que te pones en ri- dículo. Tú misma viste cómo esa mujer trató de be- sarme. Todo el resto son imaginaciones tuyas. —Me niego a seguir escuchándote. ¡Eres un men- tiroso! Por si no lo sabias, te informó ahora mismo que tuve una conversación privada con Estefanía y me confirmó todas mis sospechas. —Bien, como siempre… es mucho más fácil creer a un completo extraño que a tu propio marido. ¿Ver- dad, cariño? 53
Sergio furioso golpeó las telarañas que colgaban cerca de su cara y recorrió la estancia entre el mar de cosas que se encontraban allí en busca de la caja con las decoraciones navideñas. En una esquina divisó un viejo baúl de madera na- tural con motivos florales. Un candado de metal inten- taba mantener apretujadas las cosas de su interior, pero cedió al mínimo esfuerzo de Sergio. —Yo reviso este. Cecilia ya había abierto varias cajas, topándose con instrumentos antiguos hasta con cuadernos y li- bros de infancia, ninguna parecía contener las deco- raciones navideñas. Al cuarto ya estaba exasperada, sobre todo porque un candado oxidado no le permitía abrirlo. Le dirigió una mirada suplicante a su marido. —¿Me ayudas? Sergio asintió y le lanzó lo primero que encontró en el baúl que acaba de abrir. Cecilia lo tomó con es- fuerzo intentando identificar que era. —Golpea el candado con eso, es antiguo, debería ceder. 54
Su mujer obedeció y al tercer golpe el candado cayó al suelo. Ya abierto el baúl, observó mejor lo que su marido le había lanzado. Se trataba de un objeto de metal de no más de treinta centímetros, con un ex- traño mecanismo que parecía darle amortiguación. Cecilia creyó identificar de que se trataba. —¡Maldita sea, Sergio! Es una prótesis humana. —Aquí hay otra. ¿Será de repuesto? —inquirió, gi- rándola en su mano—, ¿de quién crees que hayan sido? —No recuerdo haber oído hablar de alguien en la familia sin una pierna —dijo Cecilia abriendo su baúl. No estaba tan lleno de cosas como el de Sergio, pero tenía cosas hasta arriba. Sobre todas ellas, encontró algo envuelto en un trozo de tela. Cecilia la abrió. Dentro estaba un pequeño perga- mino descolorido y lleno de polvo con una dedicatoria manuscrita que leyó a su marido. —Clorina, a pesar de que te hayas ido, espero ver- nos pronto. Siempre habrá un lugar aquí para ti. Te quiero, amiga, espero no me olvides. —¿Clorina? ¿Qué clase de nombre es ese? 55
Cecilia sonrió de forma juguetona. —Suena fino, quizás sea de mis ancestros romanos. Sergio le lanzó una mirada sarcástica, aunque su rostro reflejaba diversión. Observó el interior de su baúl y encontró diversos papeles con extrañas anota- ciones. Debajo de estos se entreveía una parte de un marco oscuro que parecía estar hecho de conchas. Aunque lo que le llamó la atención fue lo que parecía ser un diario, forrado de cuero y cerrado con un bro- che dorado. Un nombre estaba grabado en la tapa: Gertrudis da Silva —Mira lo que he encontrado. Parece el diario de alguno de tus antepasados. Siempre quise saber más sobre la familia Hierro —añadió emocionado. Sergio lo abrió con la intención de leerlo, pero Ce- cilia se lo impidió diciéndole que lo mejor era hablar primero con sus padres. 9 Sergio hacía todo lo posible para no resbalarse con la nieve recién caída mientras llevaba en sus manos las tres cajas repletas de esferas y adornos navideños 56
para la decoración del pino. Había desde bolas deco- radas con dibujos de renos y elfos, hasta muñecos de nieve de porcelana. Cuando llegaron al salón él y su mujer comenzaron a sacar los objetos de las cajas. Carmen se levantó del sofá de velludo azul oscuro y les fue diciendo como iría cada cosa. El árbol era grande, Julia haría la parte de abajo, Cecilia la del medio y Sergio la de arriba. Con cada objeto que salía de las cajas, Carmen no podía evitar que le acudiesen a la mente recuerdos de cuando era pequeña y adornaba la casa con su madre. Ángel salió de la cocina y entrando al salón avanzó hacia el tocadiscos vintage de color crema que estaba en un aparador de roble cerca de la chimenea. De la repisa que se encontraba encima de la televisión de plasma cogió un disco de vinilo. Se sorprendió al ver que había elegido el disco correcto a la primera, pues había muchos con el mismo aspecto. A continuación, lo sacó de su funda y lo puso sobre el tocadiscos, des- pués giró la aguja del aparato y el disco empezó a girar. 57
El disco <<The Christmas Album>> de los Beach Boys editado en 1964 contenía piezas que hablaban de Santa Claus, los Reyes Magos y la blanca Navidad y pronto esa mezcla de melancolía y felicidad envolvió el ambiente haciendo que el salón cobrase vida al ritmo de las canciones. Ángel miró a Carmen directamente a los ojos du- rante unos largos segundos, luego le ofreció su mano: —¿Bailas? Carmen asintió con la cabeza. ¿Cómo decir que no a esa mirada de miel? Suspiró, miró su mano y no pudo evitar que una pequeña sonrisita se instalara en su rostro antes de alargar su brazo y poner su mano encima de la suya. Carmen puso sus brazos alrededor de su cuello y él sus manos en su cintura y bailaron como aquella vez en la fiesta de graduación de la universidad como si solo fueran ellos dos en todo el salón. Cecilia se acercó hasta la ventana, descorrió un poco la cortina tostada y vio una sombra. —Creo que hay alguien hay fuera. Sergio se sentó a su lado y miró en la misma direc- ción que ella. Fuera no había nadie. 58
—Cielo. ¿Te olvidaste de tomar las pastillas? —Que gracioso. Es verdad, creo que hay alguien allá fuera —repitió sintiéndose un poco atemorizada. —Bueno, tranquilízate iré a fuera a ver de qué se trata. Se puso su sombrero y su abrigo grueso de nieve del perchero que se encontraba justo en la entrada, pero antes de salir, de repente… alguien llamó a la puerta. —Alejandro, pero qué susto nos has dado, hijo — saludó su padre dándole un abrazo. Todos salieron a recibir al joven, excepto Víctor que se quedó dentro sujetando a Duque que quería salir a jugar un poco con la nieve. Después de los afectuosos abrazos y besos de ri- gor, Carmen les hizo entrar en casa. Hacía mucho frío fuera y ya llevaban un rato considerable hablando so- bre sus cosas. Mandó a Ángel encender la chimenea y sirvió unas tazas humeante de chocolate con café en tazas de porcelana fina con motivos navideños las cuales fueron gratamente recibidas por la familia Hie- rro. 59
—Es tan bueno estar en casa —comentó Alejandro dando un sorbo a su taza—, traigo noticias frescas. La familia Hierro se sentó alrededor de Alejandro intentando no perderse ningún detalle de lo que este tenía para comunicarles: —Dimití. —Eso no son buenas noticias, hijo —señaló su ma- dre—, pero estoy segura de que con tus capacidades no te faltarán ofertas de trabajo. Alejandro tenía que admitir que su madre tenía ra- zón, de facto su currículo era impecable. Estudió eco- nomía fuera del país, en una universidad de Noruega. Además de un máster de ingeniería técnica el cual es- tudió durante unos cinco años después de salir recién licenciado de la carrera. Por no mencionar su expe- riencia como profesional en las diferentes áreas fun- cionales del banco. —Siempre odié trabajar en el banco. Creo que ya es hora de montar mi propio negocio —afirmó muy seguro de sí mismo. Cecilia intervino: —¿Qué? ¿Tu propio negocio? Estás de coña. ¿No? Siempre dijiste que eso no te interesaba. Ade- 60
más, todos estamos ya hartos de tus indecisiones. —¡Oh, disculpa! Cómo me atrevo a competir con mi hermanita perfecta. ¡La asombrosa ama de casa! —Vamos chicos, calmaros. No es el mejor mo- mento para discutir. Es navidad, la época más bonita del año —intentó apaciguarles Miguel. La discusión no iba a ningún lado. Los comentarios comenzaban a ser extremamente desagradables, el salón explotó como cohetes lanzados al cielo, el único que quería desaparecer con todo lo que estaba pa- sando era Duque que, escondido bajo la alfombra, ahora perfectamente limpia, solo quería poder ta- parse las orejas. Ángel estaba triste. Los dos hermanos se estaban mirando intimidantemente, como si estuvieran a punto de abalanzarse el uno sobre la otra. Abrió el aparador con la esperanza de que una ayudita de whisky le le- vantara el espíritu navideño. Una gran variedad de li- cores se desplegó ante él y optó por una botella de whisky fuego que sacó junto con un vaso pequeño. Se sirvió de aquel brebaje amarillento y se lo bebió de un trago. 61
CAPÍTULO IV EL FUTURO DE LA FAMILIA HIERRO 10 —¡Ah, aquí estas! Carmen se encontraba tejiendo una bufanda multi- color cuando Ángel la encontró. Su cuarto estaba decorado con bolas grandes de estambre y muros de tapiz rosa. Aquella tremenda discusión acompañada del inmenso frío que hacía afuera fueron la excusa perfecta para hacer lo que más le relajaba: tejer y hacer decoraciones con lana para su habitación mientras bebía de a poco un buen chocolate con café caliente y malvaviscos por encima. No aguantaba las discusiones, nunca las aguantó. Mucho menos en su casa y mucho menos en navidad. Ángel se acercó hasta ella y observó en silencio como su mujer tejía. —Algún día me gustaría aprender. —Es fácil, si quiere puedo ensenarte ahora. Todo lo que tienes que hacer es pasar esto por aquí y tomar la aguja así y ya. ¿Ves? 1,2,3 paso por aquí; 1, 2, 3, 63
y 4, y listo. Así sucesivamente. ¿Por cierto, cariño cómo están las cosas en el salón? ¿Siguen discu- tiendo? ¿No? —No, por lo visto tu hija se ha ido a la cocina a hacer un pastel. Eso la relaja. Es como tú. —Será mejor que la vaya a ayudar antes de que me ensucie toda la cocina. Carmen se levantó de la cama, dejó su cesto de mimbre en el suelo y se dirigió a la cocina. Cecilia llevaba un delantal navideño moderno y es- taba revolviendo los armarios de la cocina de sus pa- dres a ver qué tenían cuando llegó su madre. —Con los ingredientes que tenemos podemos ha- cer bizcocho de chocolate y calabacín —sugirió Car- men sonriendo. —¿Cómo se hace eso? —preguntó Cecilia. —Mira si abres ese gran armario que está a la de- recha del lavaplatos encontrarás un libro de recetas. Cecilia obediente abrió el armario y sacó un cua- derno encuadernado con tapas duras. Al abrirlo se encontró con el título de la receta a la izquierda, así como el tiempo y el número de raciones, y los ingre- 64
dientes. A la derecha estaba el espacio donde estaba manuscrito la preparación y un pequeño hueco donde había algunas notas. —Primero los ingredientes —comenzó Cecilia le- yendo: 300gr de calabacín, 125gr de AOVE, 80gr de azúcar de coco, 250gr de harina de arroz, 3 huevos, 16gr de levadura química, 50gr de cacao en polvo sin azúcar, 80gr de leche de coco y 100gr de chocolate negro. —Comenzaremos precalentando el horno a 180 grados centígrados con calor arriba y abajo —le orientó su madre—, a continuación lavaremos bien el calabacín, lo trocearemos y lo trituraremos en el robot de cocina o con la batidora. Lo pasaremos a un cola- dor y lo apretaremos ligeramente con una cuchara para que suelte parte del agua. Reservaremos. En un bol, batiremos los huevos con el aceite. Añadiremos poco a poco la harina tamizada mezclada con azúcar, cacao en polvo y levadura; después incorporaremos estos ingredientes a la mezcla. Agregaremos el cala- bacín rallado. Cuando lo tengamos listo, lo vertere- mos en un molde engrasado y para terminar calenta- remos el chocolate hasta que se derrita, al microon- 65
das o al baño maría y le añadiremos poco a poco re- moviendo con una espátula la leche de coco. Y para decorar el bollo repartiremos esta crema por la super- ficie del bizcocho —y al terminar la lectura, agregó—: Como ves no es tan difícil, hija. Tienes todo perfecta- mente escrito en el cuaderno y si tienes alguna duda me llamas. Yo mientras tanto iré a ver cómo va la co- lación de la mesa. Carmen se marchó dejándola tranquila y muy bien asesorada dentro de la cocina y fue hasta el comedor donde Julia y Mirian estaban colocando la mesa para la cena navideña. 11 El comedor estaba decorado con muebles clásicos, el suelo era de parquet mate natural, un piano de color burdeos se encontraba en una esquina al lado de un sillón blanco de terciopelo, las paredes estaban deco- radas con pinturas antiguas y una mesa rectangular con diez sillas tapizadas a mano del mismo color que el piano se situaba frente a una puerta acristalada que conectaba con el jardín que en primavera se llenaba 66
de rosas de colores rojas, rosas y blancas, y en el centro una hermosa fuente de piedra tallada a mano con un angelito que tiraba agua de un jarra. Un ca- mino de piedra que ahora estaba todo cubierto de nieve, pero que en mayo se probaba con flores de co- lores llamativos llevaba a un cobertizo con el techo de paja y sostenido por columnas de madera. En un ex- tremo estaba la piscina con una red por encima para evitar que el agua se pusiera demasiado sucia du- rante el invierno y una hermosa cascada artificial y pequeña cuya agua desembocaba en la piscina du- rante los días calurosos de verano. Cuando llegó Carmen la mesa estaba preparada con un mantel impoluto de navidad, copas de las me- jores piezas de cristalería para agua y vino, y serville- tas de lino con bordados navideños dobladas sobre los elegantes platos de porcelana. —Vaya chicas, veo que os las habéis arreglado muy bien solitas —las felicitó Carmen observando la mesa perfectamente puesta—, sin embargo, me pa- rece que faltan algunos detalles importantes. ¿Faltaba algo? Julia y Mirian hicieron un recuento mental de los sitios asignados en la mesa del come- 67
dor y no; parecía todo en orden. —Bueno me parece que no queda muy elegante la combinación de una cubertería muy moderna con esta vajilla tan clásica —las corrigió Carmen mientras iba a por la cubertería de plata. Después de distribuir los cubiertos sobre la mesa. Carmen se quedó complacida con aquella mesa de- corada con tan buen gusto y moderación, y pasaron la comida a la mesa. Era hora de llamar a todos para que fueran a cenar. Finalmente estaban todos reunidos en el comedor. Pero Víctor se retrasaba más de lo normal. ¿Dónde andaría? Fue el pensamiento de sus padres. Carmen intentó tranquilizarles diciéndoles que seguramente vendría enseguida. La distribución de los asientos alrededor de la mesa que estaba llena de ricos manjares suculentos, tales como: salmón al vapor, mouse de caviar, ensa- ladilla crujiente de mariscos, el lechón con arroz y pa- tatas cocidas; fue muy sencilla. En un extremo, en la cabecera, presidiendo la mesa estaba Ángel vestido con un traje cruzado de lana azul y debido a que había 68
perdido peso, ahora se le ajustaba a la perfección, no como antes, cuando parecía que una simple inspira- ción profunda bastara para que le estallaran las costuras de la chaqueta. Su cabello canoso lo llevaba peinado con la raya a un lado, junto a él, del lado iz- quierdo su esposa, a seguir Sergio que también es- taba vestido a rigor para la ocasión con un traje de lana negro que se abrochaba con un solo botón ha- ciendo con que el traje poseyera mucho más estilo y clase, al lado Cecilia y después el asiento vacío para Víctor. En el otro extremo de la mesa estaba Miguel y del lado derecho Mirian, seguida por Julia y otro asiento vacío y por último cerca de su padre, su hijo pequeño Alejandro que también se había arreglado con un traje oscuro, camisa blanca y corbata roja. En cuanto aguardaban la llegada de Víctor, Car- men propuso a su marido que empezara a bendecir la mesa. Todos cerraron los ojos y se cogieron de las manos en cuanto Ángel recitaba la oración: “Bendice, señor, nuestra mesa en esta noche de luz. Quienes vamos a cenar celebrándote sabemos que la fiesta eres tú. Que nos invistas a nacer siempre 69
de nuevo. Gracias por el pan y el trabajo, por la gene- rosidad y la esperanza. Llena nuestra mesa de fuerza y ternura para ser personas justas, llena de paz nuestras vidas y que la amistad y la gratitud alimenten cada día del año. Tú eres bendición para nosotros, por eso, en esta noche fraterna, bendice la tierra toda. Bendice nuestro país. Bendice esta familia y esta mesa. Bendice a cada uno de los que estamos aquí. Amén”. Amén respondieron todos cuando Ángel hubo aca- bado de decir la oración. Sergio se levantó dejando su servilleta que la tenía sobre sus piernas encima del plato y pidiendo discul- pas abandonó la estancia, hacía ya algún tiempo que Víctor no daba señales de vida e intranquilo decidió que lo mejor que podía hacer era ir a buscarle. 12 En el vestíbulo, Víctor abrió los ojos ampliamente y se separó de su novia al instante, girándose hacia la 70
dirección de la cual procedía la severa voz que era la de su padre. —Papá… yo… —respiró hondo, sus dedos chas- quearon levemente—, ella es mi novia, Sara. Sara sintió que podría morirse en aquel preciso momento. El padre de Víctor estaba mirándolos con la peor expresión de enfado en su rostro, pero Víctor solo sonrió y le dio la mano a Sara, de inmediato los chasquidos fueron reemplazados por caricias en los nudillos. Él solo lograba temblar, pero, aun así, muy en su interior, se sentía completamente feliz. —¿Puedes explicarme esto, Víctor? —Nos estábamos… besando papá —explicó ner- vioso, como si no hubiera sido obvio aquel hecho—, y antes de que digas nada, sí, Sara y yo nos amamos. Sara sentía a su novio temblar ligeramente, sus manos sudaban y había nerviosismo en su voz, ade- más del tartamudeo y de que solo estaba mirando ha- cia el suelo. —¡No me importa con quien salgas! ¡Pero que lo hagas en nochebuena, en casa de tus abuelos! ¡Es intolerable! —Papá, por favor… no hicimos… nada malo. 71
—Traer una invitada a una casa que no es tuya y sin avisar a nadie, si es algo malo. Víctor —le recri- minó. —Lo siento no volverá a pasar —se disculpó Víctor con pesar sincero. —Anda vamos a cenar. No hagamos esperar más a la familia —dijo Sergio consultando su reloj de pul- sera de hombre de acero inoxidable —, por cierto, Sara tú también te quedarás a cenar con nosotros. —Gracias —contestó ella de forma tímida. Cuando iban caminando por el pasillo hacia el co- medor, se encontraron con una señora que iba a su encuentro. —Os estaba buscando. ¿Que há passado? — quiso saber Carmen un poco agitada. —Nada, nada. Cosas de muchachos. Por cierto, doña Carmen. Esta es Sara. Estas navidades las pa- sará con nosotros. Carmen miró a la muchacha y le agradó lo que vio: una linda chica de unos dieciocho años recién cum- plidos, muy bien proporcionada con unos increíbles ojos pardos y cabello por la altura de los hombros que 72
llevaba puesto un hermoso vestido rojo con aplicacio- nes de perlas a lo largo de las mangas. —Encantada de conocerte muchacha —la recibió Carmen con una sonrisa amplia. —Igualmente doña Carmen. —¡Oh, no! Llámame solo, Carmen. Doña me hace parecer más vieja de lo que ya soy —sonrió. De inmediato Sara gustó de aquella mujer que sin objeción alguna la había acogido en su casa en aque- llas fechas tan señaladas. —¿Estás bien? —le preguntó Víctor sacándola de sus pensamientos y esperando una respuesta que ni ella misma sabía responder. Sara solo asintió. —¿Ya te dije lo maravillosa que te ves esta noche? —la halagó cogiéndole la mano con firmeza. Eso la hizo deleitarse. 13 Nada más entrar al comedor Víctor tomó aire y notó que Sara también estaba nerviosa ante la presencia del resto de su familia. 73
—Tranquila —le murmuró. La seguridad que Víctor le transmitía le hizo relajar un poco. Nuca lo había visto así, tan seguro de sí mismo y se sintió dichosa de poder compartir aquella noche tan señalado en el calendario con él. Todos se pusieron de pie al verlos entrar, sobre todo para saludarlos y conocerse brevemente. —Te presentaré, ella es Cecilia mi madre. —Un placer conocerla, señora. —Eres una chica muy guapa —afirmó mirándola de arriba abajo y Sara se puso todavía más nerviosa. —Suficiente mamá… este es mi abuelo, Ángel. —Encantada de conocerte, jovencita —le dijo dán- dole un beso en la mano. Lo que provocó que Sara se ruborizase un poco. Luego le presentó a sus tíos y a Mirian, y finalmente a Julia quien se cambió de lugar para dejarla sentar enfrente de Víctor. Una vez echas las presentaciones y todos senta- dos en sus respectivos asientos comenzaron a ser- virse un poco del exquisito y variado banquete que estaba sobre la mesa. Se sirvieron las bebidas, se pa- 74
saron las ensaladas y se sirvió el lechón al horno con patatas cocidas y arroz. Las conversaciones fluyeron como siempre lo hacían, también hubo risas y una copa de vino derramada que hizo sobresaltar a todos. Se alabaron los platos, se hizo un brindis en el que todos se pusieron de pie y se desearon una Feliz Na- vidad, chocando las copas con las personas que te- nían a su alrededor en cuanto bañaban sus labios con el embriagador vino deseando de todo corazón que aquella navidad fuera realmente inolvidable. En un momento determinado de aquella entrañable velada, Sergio se enteró de que Sara había llegado hasta ahí de limusina ya que era la nieta del ahora fallecido, Juan Trippe fundador del Intercontinental Hotel situado en el punto donde el Paseo de la Cas- tellana de Madrid se unía al barrio Chamberí. Un an- tiguo palacio del siglo XVIII totalmente reformado con terraza con jardín. —Tu padre juega al golf en el Club de Campo. ¿Verdad? —quiso saber Sergio muy interesado. —Sí, así es. —Dile que un día de estos tenemos que quedar los dos para ir a jugar. 75
—Claro, señor Hierro. Pero tiene que entender que mi padre es un hombre muy ocupado… Víctor, viendo que Sara no se sentía a gusto con la conversación se levantó de la mesa diciendo que iba a traer los postres y le pidió a Sara que le ayudase. A partir de ahí, Sergio ya no volvió a sacar el tema, dándose cuenta de lo que estaba haciendo. Estaba tratando de conseguir un buen contacto utilizando a la novia de su hijo, sin importar para nada los senti- mientos de ellos, y eso estaba mal. Durante unos instantes en el comedor reinó el si- lencio hasta que Víctor y Sara llegaron con el pastel de chocolate y calabacín, en ese momento el ruido y las conversaciones regresaron al ambiente. Enton- ces, Ángel se puso de pie para cortarlo, en cuanto Carmen, con la ayuda de su hija, sacaban los platos de postre y las cucharas del aparador y las iban dis- tribuyendo entre los allí presentes. —Tiene una pinta deliciosa —comentó Alejandro olfateando el aroma, y sintiendo sus papilas gustati- vas con tan solo imaginar el sabor. —Sí, mi mujercita cuando se esmera hasta consi- gue sorprenderme. 76
A Cecilia no le agradó mucho el comentario de su marido, sin embargo, aceptó complacida el cumplido. Carmen dejó que Ángel le sirviera porque sabía que eso le hacía feliz y después le ayudó a servir a sus hijos y demás invitados. Las conversaciones en la mesa después del postre comenzaron a volverse mucho más serias. Ahora todo era negocios, así que para matar el tiempo Víctor y Sara fueron a buscar a Duque para compartir con él algunas de las sobras del lechón. Duque que estaba medio adormilado en una bu- taca del gran salón, lo agradeció bastante moviendo alegremente su colita y dejando que Sara le pusiera una diadema con astas de reno en la cabeza. —Está muy gracioso. ¿No te parece? —Bueno, cariño. Creo que está ridículo. Pero si a ti te gusta. Está bien, al fin y al cabo, no todos los días es navidad —dijo Víctor en tono divertido. 14 —El café está listo. Carmen salió de la cocina con una bandeja de plata 77
en donde llevaba una tetera humeante con cuello de cisne de delicioso café y varias tacitas de café de ce- rámica. Todos se levantaron de sus asientos dejando las servilletas sobre la mesa y colocando las sillas pega- das a la mesa y se trasladaron a la sala, donde se arremolinaron frente al gran árbol de navidad que ahora tenía las luces de colores encendiéndose y apagándose sincronizadamente, lo que proporcio- naba un aspecto misterioso y solemne al abeto colo- cado en el centro de la estancia sobre la alfombra persa, y los múltiples colores de las luces de colores de las luces se reflejaban en las bolas relucientes pro- porcionando al árbol un delicado resplandor dorado. Cuando las doce campanadas comenzaron a so- nar, Ángel trajo una botella de champán que tiempo atrás había dejado en la nevera y con la ayuda de Ce- cilia fue llenando las copas antiguas que un amigo ín- timo de la familia les había regalado a él y a Carmen en el día de su boda para ofrecérselas a los demás. Cuando dieron las doce en punto todos se desearon Feliz Navidad y alzaron sus copas una vez más para 78
brindar por aquella maravillosa Navidad, después se tomaron fotografías. Al acabar de brindar fue la hora del intercambio de regalos. —¿Quién empieza? —quiso saber Víctor. —Puedo empezar yo, si les parece bien a todos — apuntó Cecilia. —Sí… sí… perfecto. Adelante…. —respondieron unánimemente. Caminó hacia su hermano menor y le entregó su regalo. —Feliz Navidad, hermanito —le sonrió y abrazó. Él quedó sorprendido pensando que a pesar de todas sus discusiones ella lo seguía considerando su her- mano predilecto. Sergio sacó una bolsa de regalos que contenía una pequeña caja y se acercó a Miguel. —Feliz Navidad, cuñado —dijo con un saludo que solo ellos entendían y Miguel lo recibió con una gran sonrisa para luego darse un abrazo entre los dos. Sergio repitió la misma acción varias veces. —Bueno —interrumpió Miguel después de acla- rarse la garganta—, a la cuenta de tres abrimos nues- tros regalos. ¿Va? 79
—¡Un, dos… tres! —exclamó Alejandro. Y comenzaron a abrir sus regalos. —¡Sergio! —exclamó Miguel levantando la pipa que él le había obsequiado. Era una pipa de plata que llevaba grabado su nom- bre en la parte de abajo. —Es bastante bonita —sonrió Mirian que llevaba puesto el anillo falso de compromiso que unos minu- tos antes Miguel le había ofrecido como regalo de na- vidad delante de todos. —¿Qué te regalo Víctor? —preguntó Julia a Sara. —Este collar de perlas —respondió. —Me encanta. —Sí, a mí también. Será mi primer recuerdo de nuestra primera navidad en familia. —¿Y a ti? —Tantas cosas, pero sobre todo este reloj de parte de Ángel y Carmen. —¡Oooh! Es precioso —dijo Sara admirando el lu- joso reloj. El intercambio de regalos prosiguió durante aproxi- madamente una hora. Se notaba que todos se sen- tían felices con lo que recibían. 80
Tras aquellos momentos de felicidad compartida. Ángel se puso de pie y tomando su copa y la cucharita pequeña de café hizo un sonido contra el vidrio. To- das las miradas se dirigieron a él, pero gracias al cre- pitar de la leña de la chimenea consiguió relajarse, entonces Carmen lo entendió todo de inmediato. —Gracias por prestar atención. Nosotros… — anunció dirigiéndose a Carmen y cogiéndola de la mano—, tenemos algo muy importante que comuni- caros. No ha sido una decisión fácil, sino más bien una de las más difíciles que hemos tenido que tomar en los últimos tiempos. Pero tras meditarlo en profun- didad hemos decidido vender la casa familiar de los Hierro. La noticia de vender su más valiosa propiedad cayó como un jarro de agua fría. Especialmente a sus hijos pues jamás en toda su vida hubieran creído que sus padres se atreverían a hacer una cosa así. Cómo era posible que vendiesen aquella casa tan llena de recuerdos de infancia sin siquiera pedirles consenso previamente. Era inaudito. —¿Qué…? Debe tratarse de una broma de navidad. ¿Verdad papá? —preguntó Cecilia muy enfadada. 81
—Sí, algo de muy mal gusto, papá —continuó Mi- guel. —No, vamos… no puedes estar hablando en serio, papá —terminó diciendo Alejandro. —Basta —objetó Ángel dando un golpe sobre la mesa del centro lo que ocasionó que las tacitas de café temblaran suavemente. Sus hijos se miraron los unos a los otros, enten- diendo por el tono severo de la réplica que aquello era el fin de la conversación sobre ese tema. Los señores Hierro no estaban dispuestos a ceder ante las quejas de sus hijos y preferían concentrarse en su futuro dorado. Para animar el ambiente, Julia se sentó en un ta- burete tapizado, colocó las dos manos sobre las te- clas del piano y empezó con la pieza. La pieza era una sonatina para piano del periodo clásico, un periodo en que los escritores escribían en la partitura justo lo que querían escuchar y la métrica era constante. Desde que era pequeña, lo que más le llamó la atención a Julia fue la música, que pronto se convirtió en una pasión excepcional para ella. Una de las prin- 82
cipales razones por las que amaba la música era por- que a través de la dulce melodía conseguía evadirse de los problemas que le habían ocasionado la sepa- ración de sus padres; ya que a través de las notas musicales lograba expresar mejor sus emociones. A la edad de catorce años, le pidió a su madre que la inscribiera en una academia de música. Al inicio se negó porque era consciente que aquella petición de su hija era excesivamente cara para su situación eco- nómica, pero ante la insistencia de su hija y para evi- tar un mal mayor decidió ayudarla a cumplir uno de sus sueños usando gran parte de sus ahorros. Julia se inscribió y ahí fue donde aprendió a tocar el piano, nunca se imaginó que tocar el piano fuera tan íntimo para ella, así que también aprendió a leer correcta- mente las partituras. Su madre se sentía orgullosa de ella y a menudo pensaba que el esfuerzo realizado merecía muy bien la pena. A veces en su colegio le pedían que por favor tocara el piano, especialmente en algunas festividades importantes de la escuela y Julia con mucho gusto lo hacía demostrando un gran talento ante todos. A pesar de no tener una vida social desarrollada. 83
Las notas del piano sonaban perfectas, y Julia ce- rró los ojos para poder concentrarse en ella. Cuando terminó de tocar, Julia se acordó de la pri- mera vez que tocó esa pieza, fue después de acabar el primer año en su colegio nuevo en donde ella se la pasó casi todo el verano sola, llorando y comiendo in- finitos botes de helado mientras veía películas en la televisión pensando en cómo su vida estaba comple- tamente vacía, sin una única amiga en un país ex- traño. Por contra, Miguel era la primera vez que oía esa melodía y le hizo recordar todos los momentos que vivieron juntos. Sentía una acumulación fuerte de emociones, estaba feliz por todo lo que compartió con Julia, pero al mismo tiempo decepcionado por haber desistido de ellos dos, o por haberse apartado de ella siguiendo un destino cruel. En cuanto a los demás, impregnados de la maravi- llosa melodía que acaban de escuchar, solo pudieron elogiar y aplaudir la ostentosa maestría con la que Ju- lia acaba de tocar. 84
CAPÍTULO V EL VIEJO DIARIO 15 Duque salió por el largo pasillo beige con algo de entusiasmo además de un libro en su hocico. —Pero…. ¿Por dónde andabas? —fue la primera pregunta que le hizo Sara nada más verlo—, y ¿qué traes en el hocico? La cola de Duque se agitaba contenta y sus patas traseras se movía de arriba abajo en respuesta a las caricias bajo el hocico que Sara le proporcionaba en esos instantes. Como si fuese un bebé, Duque se re- costaba sobre sus piernas y le mostraba la panza pe- luda, pidiéndole que lo acariciase ahí. —Sara no lo mimes tanto que luego se pone inso- portable —aconsejó Mirian. Sin hacerle ni caso, Sara siguió mimándolo al mismo tiempo que extendía su brazo hacia Mirian para entregarle el libro que había conseguido quitarle. Mirian abrió el diario y reconoció ese tipo de papel, lo había visto antes señaló, mientras tocaba una de 85
las hojas del diario. En ese momento llegó Cecilia y al ver el diario le pidió a Mirian de mala gana que se lo entregase. —Creo que no deberíamos leerlo. Ya sabes, aquí deben estar escrito pensamientos muy íntimos y no nos cabe a nosotras leer algo tan personal sin que mis padres lo sepan. —Tienes razón, disculpa —reconoció Mirian devol- viéndole el viejo diario. Unos pasos tranquilos acercándose les hizo levan- tar la vista y girar su rostro hacia la mujer que acaba de terminar de levantar las tazas de café y entrar en el salón. —¡Carmen! —exclamó Sara al mismo tiempo que las otras dos muchachas la observaban en silencio. Cecilia reaccionó rápidamente acercándose a ella y entregándole el diario. —Toma mamá, creo que esto es de papá. Lo tenía Duque en su hocico y Sara se lo consiguió quitar. Queríamos preguntarte si lo podíamos leer. Carmen lo tomó con cuidado y saliendo nueva- mente, fue a buscar a su marido que acababa de en- cender el pequeño televisor del Office da la cocina. 86
—Cariño las chicas han encontrado un diario, creo que es de tu abuela que te parece si lo leemos juntos en vez de quedarte aquí con ese estúpido programa de la televisión. —Me parece una idea magnifica. Déjame que bus- que mis gafas de lectura. Esta letra es demasiado pe- queña para mi vista —afirmó echando un vistazo al viejo diario. Una vez que los señores Hierro se sentaron en el amplio y confortable sofá del salón y las muchachas se instalaron en unos prácticos pufs alrededor de ellos. Ángel ojeó el diario de forma rápida observando su letra tan perfecta y prolija y las hojas amarillentas y percibiendo aquel olor tan característico de las ro- sas que su abuela adoraba secar entre las páginas de su diario. Tenerlo en sus manos era como volver atrás en el tiempo, hacía años que no había vuelto a verlo, desde que lo guardara en aquella caja dentro del trastero. Se aclaró sutilmente la garganta y comenzó a leerlo: 87
“Lego este diario a mis descendientes. Leerlo en momentos de felicidad o de sufrimiento”. —Bueno parece que definitivamente ha llegado el momento perfecto para leerlo —esclareció en un mis- terioso tono. —¡Entonces adelante! —exclamaron las mucha- chas emocionadas. —Bien… El primer gran amor de la abuela se había presentado de forma inesperada. Ángel no se cansaría jamás de releer la historia, parecía sacada de un libro de cuentos de hadas. Como no podía ser de otra forma, el diario comenzaba narrando la historia de una muchachita de humildes orígenes poseedora de una extraordinaria belleza. Gertrudis da Silva, era su nombre. Gertrudis da Silva y Clorina Crespo eran la misma persona en distintas épocas de su vida. No obstante, apenas se sabía sobre eso, sobre los días antes de la revolución suscitada en su patria. A los diez años huyó junto a uno de sus hermanos mayores de su país natal, Portugal hacia México. Vivieron en calidad de refugiados durante un par de años, tiempo 88
durante el cual lamentablemente su hermano falleció. Cuando tuvo la edad suficiente, Gertrudis deci- dió ganarse la vida por sí misma. Se cambió el nom- bre y obtuvo un trabajo como actriz en un teatro de mediano renombre. Su belleza era tal que los preten- dientes le llovían. El ganador de la contienda por su corazón fue el primer actor de ese mismo teatro, pero no lo consiguió de forma limpia. Encaprichado por ella, la chantajeó para convertirla en su compañera sentimental. Comenzaría así una relación de abuso de la que no parecía poder salir. Pero entonces lo conoció a él: Ricardo Hierro, un empresario hotelero español afincado en México con su familia desde hacía más de diez décadas, que era siete años mayor que ella y quien disfrutaba de asistir a toda clase de manifestaciones artísticas du- rante su tiempo libre. La noche que la conoció, el teatro ofrecía “Sueño de una noche de verano”. Al verla encarnar a Titania, la reina de las hadas, completamente entre- gada a su papel y acentuándose su belleza bajo la luz de los reflectores, el flechazo fue instantáneo. 89
Ricardo comenzó a frecuentarla. Al año de co- nocerse —y una vez que la salvó del infierno en que vivía— se casaron. Fue el inicio de una nueva y me- jorada etapa con la que Clorina Crespo se dijo haber alcanzado la felicidad. Ángel siguió leyendo un par de líneas más y des- pués encontró una fotografía que demostraba ser muy antigua porque estaba descolorida. En donde mostraba a una joven pareja cogidos de la mano. Es- taban un poco rígidos, de pie, junto a una mesa dis- puesta de forma artificiosa. La mujer lucía un vestido de novia claro que le caía suelto por encima de la cintura y llevaba el pelo reco- gido, mientras que el hombre vestía un traje oscuro con una pequeña flor en la solapa y llevaba bigote. Sobre la mesa había una paleta de pintor, un vaso con pinceles y varios tubos de pinturas. Al parecer la fotografía se había tomado en un ta- ller de fotografía. —¡Es muy bonita! —afirmó Cecilia que la miraba detalladamente. —¿A ver? 90
Ángel la cogió y observó la imagen con una pe- queña sonrisa, años de cansancio y estrés parecieron desvanecerse de su rostro con esa simple expresión. Las líneas desdibujadas y las sombras en el papel decían muy poco de las personas que habían sido sus amados abuelos. La muchachita de orígenes humil- des, la encantadora actriz: Corina Crespo y el caris- mático empresario Ricardo Hierro. Después de un momento en silencio, volvió a tomar aire y con su habitual voz firme prosiguió con la histo- ria: —Desafortunadamente, los padres de Ricardo Hierro no aprobaron la relación de su respetado y único hijo con aquella muchachita de orígenes humil- des convertida en artista de teatro de renombre y des- pués de enterarse de su casamiento en secreto lo eli- minaron de forma permanente de su testamento. Sin nada que perder, regresó a España donde se ofreció como voluntario para el frente durante el estallido de la Primera Guerra Mundial. Su hijo Jaime Hierro tenía un año cuando Ri- cardo desapareció en una operación militar. Así que Corina Crespo tuvo que trabajar muy duro para sus- 91
tentar a su único hijo en un sucio bar donde las jorna- das era extensas, el sueldo una miseria y en donde muchas veces se tenía que quedar haciendo horas extras para intentar ganar unos centavos y con ellos poder comprar algo de comida para alimentarse a ella y a su hijo. Cuando Jaime cumplió seis años intentó trabajar vendiendo manzanas por el pueblo de Chiguaga para ayudar a su madre, pero Corina siempre le decía: “Jaime eres un niño, no quiero que trabajes, quiero que estudies, que tengas un trabajo digno, no quiero que termines como yo. ¿Terminar como ella? Pen- saba Jaime cuando su madre se lo decía. ¿Cómo? Como una persona que a pesar de la pobreza lo amaba, lo cuidaba y lo protegía. Cierto día, Corina Crespo recibió una carta de la Armada Española. —¿Es la esposa del oficial Ricardo Hierro? — preguntó uno de aquellos hombres, mientras otro más joven se llevaba la mano derecha al bolsillo de su cha- queta y extraía un sobre para entregárselo. —Los investigadores del ejército español encon- traron una carta inacabada, escrita en el cuartel la no- 92
che del 16 de julio de 1916. Creemos que puede in- teresarle, ya que es un mensaje de su esposo — con- tinúo diciendo el que parecía al mando. Corina extrajo la hoja del sobre en blanco y co- menzó a leer en silencio: “Querida Corina: Te escribo ahora, mientras todos duermen y por si mañana ya no estuviera con vida. En estos turbios momentos que está viviendo el mundo, cada vez te siento más lejos y a veces siento que ya no regresaré a tu lado. Estoy haciendo un último intento para escribir una carta de verdad —al menos desde aquí— aunque dicha cla- sificación, en mi opinión, es totalmente superflua. No creo que estuviera destinado en cualquier mo- mento para escribir a nadie en ninguna parte. Mi confina- miento voluntario aquí esta menos limitado por el tiempo que mi existencia terrenal. En esencia estoy muerto, muerto para mi hijo, muerto para mi trabajo (…). Estoy muerto, pero aún no estoy enterrado, o estoy enterrado vivo. Lo que sea, las consecuencias son casi idénticas. El día antes de ayer, mientras estaba limpiando mi fusil, tuve 93
una visión de la cara de nuestro hijo Jaime y no pude dejar de estallar en sollozos…”. Corina apartó los ojos de aquella hoja de papel para mirar a los ojos del oficial mientras este decía: —No sé si lo sabrá, pero su esposo después de esto desapareció durante un periodo de tiempo con- siderable. Unos cuantos meses después se consiguió averiguar que su marido… —¿Qué ha pasado? —quiso saber Corina con mayor nerviosismo. —Por lo que conseguimos averiguar, su marido se encuentra sano y salvo, pero desafortunadamente sufrió de amnesia y se embarcó rumbo a Egipto donde actualmente tiene una nueva familia. Y así fue como su mundo se vino abajo. No se percató de las incontrolables lágrimas que se apode- raron en un instante de sus ojos hasta que algunas de estas bajaron hasta la carta que sostenía con dificul- tad —por la debilidad que de pronto se instaló en sus brazos—, y la empaparon en cierta parte. ¿Qué significaba eso? ¿Cómo es que tan de re- pente todo había cambiado? No sabía con exactitud cuánto tiempo se quedó 94
ahí parada, simplemente observado aquella carta, como esperando que su vista la estuviese engañando y en realidad no fuera cierto lo que acaba de escu- char. Quizás fueran simples segundos, o tal vez mi- nutos, pero el hombre uniformado comenzó a impa- cientarse. Corine solo consiguió formular con una voz quebradiza un simple “gracias por la información” y a partir de ahí su vida fue otra. Al cumplir la mayoría de edad Jaime Hierro quiso saber más acerca de su padre y se embarcó en un navío rumbo a Egipto. La víspera de navidad de 1939 Corina fue a abrir la puerta de su modesta vi- vienda y su sorpresa fue mayúscula al encontrarse cara a cara con su hijo Jaime y con su marido Ricardo Hierro. Por lo visto la segunda esposa de Ricardo había tenido un parto complicado y murió durante el pro- ceso, pasado unos cuantos minutos, lamentable- mente su hija también falleció. Jaime consiguió convencer a su padre para re- gresar a México al lado de Corina Crespo Al principio no sabía qué pensar. Pero, poco a poco fue recordando todo aquello que había olvidado 95
del rostro de Corina. Ahora, al mirarla podía ver a aquella muchachita que reía sin parar cuando estaba con él y lo sonrojada que estaba siempre cuando él se acercaba. Uno par de años más tarde decidieron echar raí- ces en España… —Y de esta forma la historia terminó, porque las páginas se acabaron —concluyó Ángel cerrando el viejo diario. 96
CAPÍTULO VI LOS SUEÑOS SE HACEN REALIDAD 16 Y así se pasaron las horas, mientras bromeaban, charlaban, cantaban… —Tengo sueño —afirmó Cecilia después de pasado un breve tiempo—, espero que no te moleste —bos- tezó mientras se acomodaba en el hombro de Sara. No pasó mucho tiempo cuando todos se fueron a sus respectivos cuartos a dormir. Al día siguiente, los primeros en despertar fueron los señores Hierro, prepararon con calma el desa- yuno, para que cuando culminasen los chicos ya es- tuvieran despiertos, pero al ver que no bajaban, se di- rigieron hacia sus habitaciones para despertarlos. Al adentrarse en sus respectivas habitaciones, los encontraron a todos durmiendo angelicalmente, daba verdadera lástima que alguien los despertara. Pero Carmen, cariñosa como era, los fue despertando sua- vemente. 97
—¡Ya está listo el desayuno! —gritó Ángel desde abajo. Todos al escuchar la palabra desayuno, bajaron deprisa y se sentaron en los mismos asientos de la noche anterior a disfrutar de aquel copioso desayuno a base de: café, bollería, churros con chocolate, le- che, pan con fiambre y embutidos, pan tostado con aceite, pan tostado con tomate… Esa mañana todos se encontraban rebosantes de felicidad y espíritu navideño, especialmente los seño- res Hierro que se habían encontrado un sobre anó- nimo en el buzón de correos y al abrirlo descubrieron que ya no era necesario vender su preciada propie- dad para realizar su sueño. Porque al desenvolver el regalo y tras retirar varias hojas de periódico, encon- traron un sobre blanco con sus iniciales escritas en el centro y al sacar la hoja de papel blanco con letras impresas de color negro pudieron comprobar que se trataba de unos billetes en primera clase para viajar a partir del primero de enero alrededor del mundo. —¿Fuiste tú? —le preguntó Cecilia a su marido mientras recogían los restos del desayuno. 98
—No, pero si ese desconocido no quiere dar la cara. ¿Por qué no aprovechar esta oportunidad y de- cir que hemos sido nosotros? Habiendo dicho eso, Cecilia miró a su marido pen- sativa. —¿Por qué me miras así? Después de todo, si el responsable por eso no aparece ganaríamos puntos frente a tus padres. Cecilia no podía comprender cómo su marido con- seguía ser tan cínico y tan frío algunas veces, terminó de llevar algunos platos más al fregadero y lo dejó en la cocina lavando la vajilla en cuanto ella se refugiaba en su habitación mirando por la ventana. En el jardín estaba Víctor buscando a Sara. Final- mente, la encontró sentada en un banco de mármol de color blanco, combinado con aquel paisaje inver- nal. Estaba leyendo, su cabeza gacha, provocaba que algunos mechones de su dorado cabello cayeran, ocultando casi por completo su rostro. Su jersey y bu- fanda blancos podía camuflarse fácilmente con la nieve, al igual que su piel pálida. 99
Cualquiera que la estuviera viendo en ese mo- mento pensaría que era un ángel, puesto que eso era lo que parecía. Intentaba concentrarse para poder leer aquel libro que se encontraba en sus manos, para intentar comprenderlo. —¿Sara? —oyó una voz masculina cerca de ella. Ya sabía quién era, por lo cual enseguida levantó su mirada. —Víctor —murmuró fingiendo leer. El muchacho se sentó junto a ella en el banco, sus- citando que lo mirara de reojo. Siempre que ellos es- taban cerca uno de otro, el desenlace acababa des- pertando sus instintos primitivos. —¿Qué quieres? —preguntó cerrando el libro que estaba en sus manos. Él la miró durante unos largos segundos que pare- cieron minutos, logrando intimidarla por unos instan- tes con su intensa observación hasta que finalmente le preguntó: —¿Sara, hay algo que quieras contarme? —No, nada. —¡Ohhhh! Vamos, creo que te conozco demasiado bien como para saber que has sido tú la que ha en- 100
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