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SOY JUANA de Mirta Torrez

Published by Gunrag Sigh, 2020-12-21 15:47:41

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SOY JUANA MIRTA TORREZ

Torrez, Mirta Soy Juana / Mirta Torrez. - 1a ed. - Longchamps: LENÚ, 2020. Libro digital, EPUB Archivo Digital: online ISBN 978-987-4983-45-9 1. Narrativa Argentina. I. Título. CDD A863 Título original: “Soy Juana” Novela © Mirta Torrez Primera edición noviembre 2020 Editorial Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook: Ediciones Lenú Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, se respetaron los deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

“Gracias a la vida, que me ha dado tanto…” Violeta Parra DEDICATORIA Cuando comencé a escribir esta novela basada en la vida de un personaje histórico, pensé en la fuerza in- terna de esa jovencita, en el valor de esa mujer que lo dio todo por su patria hasta el final, y ese pensamiento de valentía me condujo a otros, a un sentimiento de amor y fortaleza. Como un rayo de luz me llevó hasta mi sobrina, Ángela, una persona maravillosa, que siempre está con una sonrisa en los labios, que día a día enfrenta una lucha cotidiana, sonriendo y compar- tiendo la vida con los que la queremos. También pensé en mi hermana Alejandra, a quien más de una vez, las cosas le resultan difíciles, pero se levanta fuerte, constante, irrenunciable, y sigue lu- chando por Ángela, Milagros, Eileen y Agustín. Y… terminé pensando en Mamá. Sí, mi Mamá. La base fuerte que sostiene a toda la familia, quien cuida a cada uno con su consejo certero, experimentado, alentador, aunque ya todos somos adultos y creemos que podemos solucionar solos las dificultades y pro- blemas que se nos presentan, pero ahí está Mamá, con su presencia, afecto y aliento. Por todo lo expresado, esta novela está dedicada, por entero, a mis tres heroínas: Ángela, Alejandra y Rita.



AGRADECIMIENTOS A Juan, mi esposo, quien sabe toda la historia antes que nadie y escucha atento cada cosa nueva que escribo. A mis hijos: María Luz, Facundo, Iván, Juan Ma- nuel, María Sol, y Fernando, los motores de mi vida. A mi nieto, Dylan, que se roba todas mis sonrisas. A las mosqueteras, Sula Stagnaro y Elizabeth Córdoba Riveros amigas y colegas, quienes compar- ten y viven tanto mis sueños como los progresos en este hermoso camino de letras. A mis amigas, Dora Marcelino y Yolanda Matos que leen mis historias antes que nadie, A mi adorada Nilda Goicochea, quien me ayudó a revisar lo escrito y se emocionó con la historia. A mi coequiper Alicia Augusto, que está al pie del cañón impulsándome a ir por más. A Emilce Rodríguez, mi hermanita del alma, aun- que no nos veamos diariamente, sé que está siempre pegadita a mí incondicionalmente. A mis lectores, que me impulsan a seguir escri- biendo. A mis compañeros de trabajo de la municipalidad que saben de mi esfuerzo y de mis sueños. A mis musas, que desde hace tiempo no les doy descanso.

A mis ángeles, que me guían desde el cielo y secan mis lágrimas cada vez que me emociono, y a veces toman forma humana en las palabras de mi gran amigo Antonio Papalía. Ante todo a Dios, que me mostró este camino de baldosas amarillas que solo debo seguir con fe, espe- ranza, y amor.

“Si alguna vez me hubiesen preguntado qué deseaba ser cuando fuese mayor, hubiera dicho ser libre. Libre y decidida, dueña de mí misma y de mis acciones. A veces lamento no haber nacido hombre para poder pelear todas sus batallas, pero aún, no está todo dicho. Soy joven, miro por la ventana y me pregunto por qué seguimos dependiendo de otro”. Soy Juana



PRÓLOGO Generalmente, en la historia de nuestra patria se nombra a los caudillos, a los hombres valientes que tanto dieron por la defensa de sus ideales. De una forma sutil en toda la historia, se olvidan de las muje- res, importantes protagonistas de nuestra gesta histó- rica, quienes con una fuerza enorme utilizaron su in- teligencia, su astucia y su corazón para ponerlo al ser- vicio de nuestra tierra. Algunos dirán que histórica- mente no existen todos los elementos para considerar- las heroínas, más en el corazón del pueblo de Salta y en el de los argentinos que aún creemos en los valores, en la lealtad, en la justicia, en la defensa de lo que es nuestro, siempre estará Juana Moro, una mujer de una belleza singular que supo, junto a otras de su género, convencer a los invasores de retirarse sin empuñar un arma. Una mujer que se infiltró en las filas enemigas para conseguir datos precisos para el General Manuel Belgrano y para Don Martín Miguel de Güemes. Una mujer extraordinaria. Una mujer que quizás en esa época y en esta habría sido juzgada por sentir. Sentir, amar, creer, luchar esa es parte de su materia prima. Ahí reside su fortaleza, su integridad y su enorme valía.



I Juana Gabriela Moro Díaz nació el 26 de mayo de 1785 en San Salvador de Jujuy. A su padre, Don Juan Antonio Moro Díaz, escribano, Coronel de los Reales Ejércitos y funcionario español y a su madre, Doña Faustina Rosa de Aguirre Pondal, fue lo primero que vio al abrir sus hermosos ojos marrones al mundo. A los quince años, en la plenitud de su juventud y belleza, su cabello renegrido y ondulado daba un mar- co de rebeldía a su incipiente personalidad, mientras su rostro bondadoso y su mirada desafiante se contra- decían constantemente en una lucha interna que de a poco se hallaría identificada por completo con el mo- vimiento revolucionario. Admiraba a los que lucha- ban por la patria y soñaba con poder participar alguna vez en los sucesos que todos comentaban. En 1802 se casó con el Coronel Jerónimo López y se mudó a Salta. A partir de allí, su vida comenzaría a tomar otra orientación, la que su alma le gritaba desde el interior, con esas voces ensordecedoras que nacen de la con- vicción solidaria de pensar en los otros más que en uno mismo. Cuando se inició la guerra de la independencia, luego de la Revolución de Mayo de 1810 supo que ha- bía llegado su momento, así que, sin vacilación, adhi- rió firmemente a la causa patriótica. 13

Juana era distinta a otras mujeres de la época, sus cavilaciones, obrar y corazón, le pertenecían, a la pa- tria. Por ello, no le llamaban la atención ni los vestidos vaporosos, ni las peinetas ni peinetones de carey para sostener los bucles, tampoco las cofias o mantillas, ni siquiera los miriñaques que hicieran más ostentosos sus vestidos. Tampoco la deslumbraban las tertulias, ni la música. Cuando asistía a las mismas solo tomaba lo que creía necesario, enterarse de los acontecimientos en su territorio, y en Europa. Juana, no entraba dentro del estereotipo de las mu- jeres de su clase social. Muchas noches, a la luz de las velas, había escu- chado a su esposo hablar sobre las estrategias milita- res, y de cómo se podía conseguir información del enemigo. Le había preguntado, una y otra vez, cuando alguna situación le resultaba inverosímil. De esta ma- nera, había acumulado información valiosa para lle- var a cabo su propósito. Ella deseaba estar inmersa en la lucha por la patria, luchando codo a codo con sus compatriotas. Cuando la Ciudad de Salta se encontró ocupada por las fuerzas realistas en el año 1813 y ante la llegada de las fuerzas al mando del General Manuel Belgrano, decidió, junto a otras damas salteñas, ayudar desde su lugar a la causa. Así comenzó la historia de la valerosa Juana Moro y sus compañeras de lucha. 14

Diez años han pasado desde su casamiento con el Coronel Jerónimo López con quien tuvo tres hijos a los que amó entrañablemente: Serafina, Bernabé y Ra- món. Amaba a sus hijos, pero se sentía incompleta. Es- taba segura de que su lugar en el mundo no se limi- taba al rol pensado por la sociedad, como buena ma- dre y esposa. Sentía que tenía mucho más para dar y sabía que podía colaborar, si fuese necesario. Así lo fue. Así lo hizo. Al poco tiempo de establecerse en Salta con su atrayente personalidad comenzó a ser conocida, por la hospitalidad de su casa. Se realizaban en ella, muy buenas tertulias donde asistían la clase más selecta de Salta, ya sean intelectuales, hombres de negocios o mi- litares de alto rango. Algunas veces asistían foraste- ros, quienes producían la intriga social, provocando miradas nada disimuladas, sobre sus personas. En las tertulias se bailaba, cantaba, pero lo que más le intere- saba a la anfitriona, era cuando se tocaban temas de política, poniéndose al día por lo que sucedía tanto en Europa, como en Buenos Aires. La “Cuadra”, que era la habitación más importante en las casas de la clase acomodada, estaba adornada por más de un espejo, iluminada por gran cantidad de candelabros, los cuales portaban velas de cebo. Tam- bién había lámparas que estaban suspendidas del te- cho, de la sala o de los candelabros que algunos es- pejos tenían, los cuales recibían el nombre de cornu- 15

copias. Arriba del hogar, la imagen del Señor del Mi- lagro, era testigo silencioso y límite interiorizado, que aseguraba las buenas costumbres. Gruesos cortina- dos, colgaban de las ventanas. El piso de ladrillos, es- taba cubierto en parte por alfombras, en parte por es- teras. A las visitas se las atendía con mates, dulces o mistela, bebida con cierto grado de alcohol, las que se hacían con agua ardiente, con canela o hierbas, a las que se les agregaba agua. Cuando el baile duraba hasta las doce de la noche, solo se servía mate. Y cuando el baile duraba hasta el otro día, se invitaba con chocolate, que la anfitriona, probaba meticulosa- mente, para dar su visto bueno. La música, también ocupaba un tiempo y un lugar. Generalmente se escu- chaba el clavicordio que ocupaba el lugar más lindo de la sala, al lado de la ventana. Las danzas que se bailaban eran procedentes de Europa, pero había una de ellas que era la que más gustaba a los presentes, llamada “Cielo en batalla”, una recreación local de la contradanza y por lo tanto una de las primeras formas del baile de nuestro país. Esto lo sabía la anfitriona, de allí que siempre pedía que se la bailara. Entonces, tomaba la palabra y hacía una pequeña introducción para que todos los presentes supieran que “Cielo en batalla” era una de las primeras rebel- días libertarias culturales asumidas, y así lo sentía, no obstante, no sabía si sus creadores lo habían realizado consciente o inconscientemente, pero cuando Juana tomaba la palabra, lo hacía de forma muy indirecta, 16

sobrevalorando la creatividad de quienes habían rea- lizado la recreación de la danza, llevándonos a tener la primer danza, “realmente nuestra”, como decía ella. Así de esta forma, sencilla, minúscula, Juana se sentía leal a sus convicciones y un brillo diferente salía de sus ojos pues su mirada se volvía celeste y blanca, y su voz un canto de identidad. Fue así, como en estas tertulias comenzó a vincu- larse con otras mujeres salteñas como María Loreto Sánchez Peón, Gertrudis Medeiros, Celedonia Pa- checo y Melo, Magdalena Güemes, (Macacha), Juana Torino, María Petrona Arias, Martina Silva de Gurru- chaga y Andrea Zenarrusa. Todo se estaba gestando en su mente y en su cora- zón. Fue así que una tarde de febrero de 1813, bajo el cálido sol veraniego, donde el aroma del amancay se elevaba en el viento y parecía acariciarlas para infun- dirles valor de la misma manera que su leyenda, bajo la excusa de juntar ropa para los niños Expósito, se reunió con sus mejores amigas y comenzaron a pla- near cómo podían ayudar a la gesta patriótica, lle- gando a la conclusión que una acción perentoria a rea- lizar era obtener información valiosa sobre el enemigo antes que se produjese la inminente batalla. La vida monótona de las mujeres a la sombra de los hombres, artífices exclusivos en los temas de contien- das, fue una de las causas de la toma de posición ge- nuina y valiente; la otra la fundamental, era el amor a su tierra y a la libertad de la misma. Había llegado el 17

momento de actuar. Todas eran bellas mujeres, de dis- tintas clases sociales, pero unidas por un fin común: la libertad y la patria. Unas de carácter apacible. Otras, con la fuerza y el ímpetu necesarios para enfrentar lo que fuere. Así que mientras bordaban, y arreglaban prendas para los niños fuera del matrimonio o huér- fanos, y para las tropas patriotas comenzaron a buscar otra forma de ayudar al ejército. Ante una vacilación de una de sus amigas, Juana, respondió: —Martina, no estamos en tiempos de paños fríos, ni titubeos o indecisiones. Debemos ayudar en lo que podamos a las fuerzas patrióticas. Belgrano necesita nuestra cooperación. Nuestro granito de arena, será sustancial para el destino y triunfo de nuestras tropas. Ya está hablado y decidido: debemos obtener infor- mación directa del frente de batalla, de los mismos es- pañoles y sus familias, a como dé lugar, es decir como sea. Martina, abrió sus ojos atemorizados, tratando de interpretar y decodificar el “a como dé lugar”, y res- pondió: —Nada más certero, Juana. Pero el plan que sugie- re implica muchos inconvenientes para cada una de nosotras. Ud. misma se verá en la obligación de con- vencer a su esposo de que esto que va a hacer es solo por la patria. —Así es Martina —respondió Juana, pero mi es- poso, el Coronel Jerónimo, es hombre de honor y ten- 18

drá que aceptarlo. Este momento de la patria nos en- cuentra a todos con la misma convicción. Él fue llama- do a luchar y se ha alejado muchísimas veces del ho- gar, pero sabe que mi amor es suyo. Le repito, estamos del mismo lado y uno solo es nuestro amor: la patria. Uno solo nuestro enemigo: las fuerzas realistas. Gertrudis advirtió: —Sí, Juana, pero debemos ser discretas. No levan- tar sospechas ni comentarios difamatorios, ni murmu- raciones. Ud. sabe muy bien hasta dónde puede des- virtuarse cualquier plan, si cae en corazones apátridas y lenguas maledicentes. Ante la vacilación de algunas, con voz firme y sin perder su donaire, Magdalena Güemes (Macacha), echó la primera semilla y las demás la siguieron. —Yo, estoy con Ud., Juana. Sabe que aquí se juega el destino de la patria y la libertad de Salta. ¡Cuente conmigo! —Con nosotras también —dijeron al unísono Ma- ría, Gertrudis, Celedonia, Doña Torino, María Petrona y Andrea. La patria necesita de todos. Necesita a todos los que soñamos una patria libre. Habiendo logrado un consenso, Juana aclaró: —Ahora que estamos de acuerdo, deberíamos or- ganizar una tertulia e invitar a las familias realistas para poder recabar información. Entre conversación y conversación, y por qué no, cotilleos, podríamos ave- riguar más sobre los datos necesarios para nuestras fuerzas patrióticas, como por ejemplo, con cuántas 19

provisiones cuentan, cantidad de soldados, armamen- to. Será una empresa temeraria, pero sería una verda- dera victoria para la patria, si gracias a nuestras accio- nes, los godos, decidiesen retirarse de la ciudad. —¿Cómo vamos a realizar tal proeza, Doña Juana? —preguntó curiosa, e incrédula Celedonia. —Las mujeres tenemos armas mucho más potentes que el fusil, el encanto será la fuerza y la magia que deberá envolver al enemigo, y como un encantamien- to deberemos apoderarnos de su corazón primero, y luego lo demás vendrá por añadidura. Un hombre enamorado, solo piensa en su amada. Su pensamiento mudará a otro lado, y nosotros seremos ese lugar. Debilitaremos su espíritu militar. Ese será nuestro triunfo, sin embargo, no hablamos de nosotras, ha- blamos del triunfo de la patria. Nosotras apenas so- mos herramientas al servicio de la libertad, por ello debemos enamorar al enemigo, prometerles nuestro cariño a cambio de que se rindan ante Belgrano. Po- dríamos intentarlo acercándonos, en principio a dón- de estén sus fuerzas —replicó Juana Moro. —Yo no sé si estoy preparada, me parece muy arriesgado, Juana, pero si Ud. lo cree así, y sobre todo, si la patria lo necesita, todo mi empeño estará al servi- cio de ello. Sabe que confío plenamente en su juicio. Otra dama presente arguyó: —Pero somos muy pocas… Inmediatamente, Macacha, respondió: 20

—Cada una de nosotras tiene fieles criadas en su casa, que simpatizan con la causa, mujeres humildes, que se acercarán a ellos con mayor facilidad, por ejem- plo, mientras lavan la ropa a la orilla del río, también como vendedoras. —Y… ¿qué venderían? —preguntó Celedonia. —Empanadas, jabones, velas, locro, chocolate, so- bre todo aguardiente —contestó Juana, casi sin tomar aire, pues no paraba de dar ideas, al estar tan impa- ciente por empezar a actuar, a dar batalla… —Coincido con Ud. Creo que si llevásemos pan, agua y algo de comida, podríamos infiltrarnos en las filas enemigas sin que sospecharan de nosotras —res- pondió Macacha. —Totalmente —manifestó Juana, con la vista per- dida en el horizonte que miraba a través de la ventana, pero con el pensamiento en los preparativos de las ac- ciones, sabiendo lo arriesgado de las mismas, y con el temperamento imperturbable, la voz firme, las manos apretadas, el corazón latiéndole con fuerza, y la cer- teza, que todo lo que hicieran sería para grandeza de la patria. Sabía que se les iba la vida en ello. De allí su gesto sombrío, maduro, preocupado. Ella era la pro- motora, sobre ella caería el peso de la fortuna de cada una de las mujeres que allí se encontraban. No obs- tante, nada ni nadie, la detendrían. La suerte estaba echada; y agregó—, saben que si nos descubrieran, podríamos morir, que con estas acciones peligra nues- 21

tra vida y la de nuestras familias, pero debemos ha- cerlo, nuestra lucha es por la patria, por nuestros hijos y por las generaciones futuras. Ninguna vida se com- para con la patria, sangre, muerte, son las pequeñas ofrendas que daremos, si fuese necesario, en home- naje a los bravos héroes, que sin ambición personal, casi sin dinero, sin lo necesario para enfrentar el clima o el hambre, luchan para romper de una vez y para siempre, las cadenas del enemigo invasor. Las mujeres hablaron, discutieron, plasmaron en sus mentes los pro y contra de la tarea a emprender, las acciones que cada una realizaría, pero todo ello se- ría arcano en sus corazones y memoria es decir, nada escrito, nada que pudiera dar ventaja al enemigo. La reunión se iba desarrollando sin mayores dificultades, parecían que oraban. Ninguna voz estridente, todas compenetradas en memorizar lo planeado. Habiéndose puesto de acuerdo sobre cómo actua- rían a partir de ahora, dividieron las tareas para orga- nizar la tertulia e invitar a las familias realistas a la reunión. María Petrona Arias ofreció su casa para realizar la tertulia, el próximo jueves al atardecer. Normalmente, si la familia era pudiente la tertulia se realizaba los días jueves, ya que los viernes se reunían los esclavos a bailar el candombe hasta altas horas de la noche. Trataban de que no se mezclaran las actividades, ni las clases, era una forma de que pasara desapercibida la reunión. 22

Celedonia, la otra Juana y Andrea se encargarían de enviar las invitaciones con sus criadas a las casas de las familias realistas previstas. En tanto Macacha Güemes, María Loreto y Juana Moro se vestirían de paisanas para acercarse a las tro- pas al día siguiente. Compartirían la tarea con sus amigas Toribia, Robustiana y Justa. Cada una llevaría cantidades generosas de pan y agua para repartir en- tre los soldados. Estando todo planificado, las organizadoras, se fueron a cumplir lo acordado para el día siguiente. Decidieron encontrarse cerca de la plaza mayor que distaba apenas 200m. de su casa, en la calle España y desde ahí se dividirían para realizar la tarea. Juana y Toribia, se acercarían por el norte a la tropa. Por el centro, lo harían María Loreto y Justa; mientras que Macacha y Robustiana, lo harían por el sur. Y llegó la noche, noche que pasó rápido, demasiado rápido. Noche intranquila, inquieta, repasando una y otra vez lo acordado, pero… al fin el sueño llegó lento, lento, tan lento, como rápido fue su despertar. Era de noche, las cinco de la mañana de un mes de febrero caluroso y seco cuando se encontraron en la plaza mayor, miraron sus provisiones y sin hablar se separaron. Cada una iba con mil pensamientos y temores en el corazón, pero con la seguridad de saber qué era lo co- rrecto. 23

Juana y Toribia se acercaron a la tropa, que en ese momento parecía descansar en la entrada norte de la ciudad. Las callecitas angostas, repletas de ripio, que en días de lluvia se volvían intransitables, estaban completamente desiertas y a oscuras. Solo el viento constante les revolvía el cabello y quería desenmara- ñar sus ponchos. Encomendaron su cuerpo y espíritu al Señor del Milagro y en silencio llegaron al sitio enemigo. Se aproximaron lentamente, pero antes que pudie- ran tener contacto con los soldados, apareció un ofi- cial, quién se les acercó y les preguntó qué hacían a esas horas allí. Ambas tranquilamente respondieron que llevaban agua y pan para los soldados, que si les permitían lo repartirían entre la tropa. El oficial les pidió que esperasen, primeramente de- bía consultar a su superior que estaba en ese momento descansando en su tienda de campaña y en cuanto tuvo la respuesta favorable las dejó ingresar al campa- mento realista sin más. Los soldados sonreían, algunos les decían cosas agradables, agradecían, otros no tanto. Ellas eran el centro de sus burlas, chanceaban entre sí. Pero ellas, continuaban con el plan a la perfección. Nada las afec- taba. Seguían incólumes, sonriendo a todos… pero con el pensamiento puesto en la suma: repartían agua y pan a los soldados. Cada dos soldados, una piedrita caía en el bolsillo de Juana. Éstas serían su contador, a la hora de saber cuántos soldados tendría el enemigo. 24

Toribia, mientras tanto, corría una cuenta de sus pul- seras, como al pasar, para poder contar las piezas de artillería que tenía el enemigo. Así, sin darse cuenta, terminaron de repartir las provisiones sin levantar la menor sospecha. El jefe de caballería española, el Marqués de Yaví, hombre de estatura mediana, fuerte, robusto, de pos- tura altiva, mirada segura y apacible, dueño de un par de pequeños ojos almendra, cutis blanco, cabello ru- bio, lacio, un bigote incipiente y una barba enmarcada en su mentón lo volvían sumamente interesante a los ojos de cualquier mujer, absolutamente convencido de lo que generaba en el sexo opuesto, poseedor de títulos nobiliarios que lo convertían en propietario de buena parte de la tierra que pisaba no lograba dejar de mirar a Juana. Esa mujer de ojos oscuros, labios carno- sos, mirada tierna, pero a la vez imponente no dejaba de llamar su atención. Advirtió que estaban retirán- dose y se ofreció a acompañarlas hasta las cercanías del pueblo. Juana conforme a lo planeado aceptó la propuesta, dejando que las acompañara una buena parte del ca- mino. El marqués intentó ser amable y entablar una mí- nima conversación con las dos mujeres, pero sobre todo con Juana. —¿Señoritas, vosotras vivís en la ciudad? —pre- guntó el marqués. 25

—Ambas asintieron con una inclinación de cabeza, pero solo respondió Juana: —Sí, oficial, hace ya unos años que trabajamos en la casa de la familia Sánchez. —Me pregunto —dijo el oficial—, por qué traéis co- mida y agua a nuestros hombres. Valoro vuestra acti- tud, pero considero que es muy peligroso llegarse has- ta las afueras de la ciudad, solas por la inseguridad que esto conlleva. Es un recorrido muy oscuro, solita- rio por lo tanto se convierte en un lugar potencialmen- te azaroso. Nuevamente respondió Juana: —Somos devotas del Señor del Milagro, y la cari- dad se impone a nuestros temores mundanos, por lo tanto, la caridad y las buenas obras, no hacen mal a nadie, por el contrario, Oficial, dan un sentimiento de paz interior, que algún día serán recompensadas en el cielo. —Os escucho, y dudo de mis pensamientos al res- pecto, más no deja de ser una empresa difícil —dijo el oficial, mientras se dirigía a Juana y al mismo tiempo clavaba su mirada en los ojos negros de ella… a la vez que le preguntaba, como vacilando con cierto temor… ¿Señora o señorita? Juana, no respondió enseguida, quiso rodear de suspenso a su respuesta. Dio un suspiro profundo, de tal manera, que no pasara desapercibido. El oficial, te- mió lo peor. De pronto sintió como si una ola de frío le recorriese el cuerpo; como si la mismísima muerte lo visitara. Luego escuchó responder: 26

—Señorita, Oficial, pero con muy poco interés en cuestiones del amor. Aún no he encontrado el hombre ideal para que forme parte de mi vida. Secretas razo- nes estremecen mi corazón, hasta quitarme el sueño, y rodearme de lágrimas. Pero por decoro, esto solo lo sabe mi confesor y mi alma. Por lo tanto, espero que me dispenséis de cualquier comentario al respecto. —Quizá Ud. buscó mal, tal vez su hombre no era el indicado, quizá ni siquiera sea de estas tierras. —Sí tal vez, tengáis razón o no, solo sé que quien ame, debe hacerlo con todas las letras de esa palabra, debe darlo todo por mí, debe hacerme sentir que para él soy más que un diamante en bruto. Si la suerte, qui- siera recompensarme así, la persona elegida encontra- ría en mí la misma retribución. —Sin conocerla mucho, veo que Ud. vale su peso en oro, Señorita. Espero me dispense mi atrevimiento, pero quisiera verla una vez más, quizá Ud. pueda co- nocerme y descubra en mí los valores que busca en un hombre. Por ahí soy lo que Ud. espera. —Oficial, eso no os lo puedo prometer, pero si vol- viéremos a traer provisiones, sería de mi agrado dis- frutar de su elocuencia —Entonces, os saludo, con la ilusión del reencuen- tro. —Hasta muy pronto… Srta. —Rosaura Gómez —Hermoso nombre, con aroma a flores. —¿Y Uds. es…? 27

—Oficial 1ro, Marqués de Yaví, Juan José Feliciano Alejo Fernández Campero. No obstante, a quienes aprecio, a quienes considero cercanos los licencio de tanto protocolo, por lo tanto, os ruego, que me nombre de manera más simple y natural, utilizando tan solo mi primer nombre: Juan. —Así lo haré —respondió, acompañando una pe- queña reverencia con todo el cuerpo. —Que Dios os guarde, Rosaura. —Hasta la vista, Oficial. —Juan, os lo ruego. —Hasta la vista, Juan. Luego de este breve diálogo, se despidieron y rápi- damente marcharon al encuentro de sus compañeras en el punto acordado: la plaza. María Loreto y Justa ya estaban ahí, cuando llegaron, así que, imitándolas, tomaron asiento sin mirarse, esperando que llegaran Macacha y Robustiana. Media hora después, aparecie- ron ambas cansadas del largo trayecto, pero tras su rostro feliz, advirtieron que habían logrado su come- tido, tener la información que necesitaban. Sin cruzar palabra, cada una se fue a su casa a cambiarse de ropa y a continuar con la rutina. Todas aún tenían mucho trabajo que hacer: las invitaciones, preparar la casa, los licores, la comida, los músicos, las velas, etc. 28

II La tertulia organizada por María Petrona Arias es- taba siendo todo un éxito. Las mejores familias de Salta incluyendo a algunos familiares de los realistas se encontraban ahí. Departiendo unos con otros ani- madamente, mientras no cesaban de probar las exqui- siteces y admirar la casa. El amplio salón, repleto de adornos de plata, candelabros de cristal que parecían inmunes a las miradas de envidia de algunos de los presentes, el cortinado impecable que parecía rozar el piso, un piano traído de España mucho antes de la Re- volución de Mayo, parecía tentar al pianista que se en- contraba en un rincón ensimismado en su pensamien- to, hasta que comenzaron a circular las bandejas repletas de tortitas, empanaditas dulces, mate y cho- colate caliente. María no había escatimado con las velas si podría decirse que salvo en algunos rincones, todo el salón se encontraba completamente iluminado y podían verse perfectamente a cada uno de los invitados. La música sonaba armoniosamente en el piano- forte, y al igual que un imán, atraía a las personas a la tertulia. A María le había costado conseguir un mú- sico que tocara el pianoforte traído desde Europa y que adornaba la sala desde hacía varios años, este se- ría su estreno. 29

Después de encomendarles a sus amigas la tarea, terminó encontrando a Vitto, un hombre extraño, hu- raño, pero con una capacidad única de transmitir su dulzura a través de la música. El pianista había lle- gado desde Buenos Aires hacía varios meses, poco sa- bían de su vida, y él no parecía tener ningún interés en hablar de ello. Solo bastó que una de las damas im- portantes de la sociedad salteña dijera que era un án- gel en el piano, para que todas se lo disputaran en sus tertulias. Apenas si se le entendía lo que quería decir, pero todos veían en él una tristeza enmarcada en su rostro, o cuando tocaba alguna melodía parecía estar rememorando su propia vida. Todavía no habían comenzado a bailar. Las muje- res mayores y casadas se encontraban sentadas en compañía de sus maridos. Las jóvenes solteras esta- ban de pie a la espera de algún joven educado y de buena familia, que las invitara a bailar, y las que no bailaban o por alguna razón no disfrutaban de las ter- tulias, se recluían en el salón contiguo, donde había libros, a conversar y a degustar lo preparado por la casa, y estrictamente probado y aprobado por la anfi- triona, a quien se la veía, preocupada de que todo el mundo estuviese a gusto y muy bien atendido. Cuando María Petrona advirtió la llegada de Juana Moro, se acercó y le pidió que la acompañara a ver lo que estaban preparando en la cocina. Para acceder a ella debía atravesar un largo pasillo que comunicaba 30

ese sector con el de la servidumbre. Como todos esta- ban disfrutando la música, nadie notó lo que hacían. Apenas ingresaron ambas mujeres al lugar de las co- cineras y criadas, las mismas, a una señal casi imper- ceptible de la dueña de la casa, se escabulleron en los corredores y en el patio posterior de la casa, para de- jarlas completamente a solas. Ya a solas, María Petrona, pasó a relatarle lo suce- dido desde el inicio de la reunión, sin omitir detalle alguno. Le manifestó que entre las invitadas estaba una prima del Coronel La Hera, a quien podría, qui- zás, sacarle información. Agrega casi en secreto, que ha observado a Macacha, Celedonia, Gertrudis y Jua- na Torino, conversar animadamente con las esposas y familiares de los invasores. Fue muy breve el diálogo ya que una criada anunció que reclamaban su presen- cia en el salón principal, por lo cual luego de intercam- biar información, ambas se dirigieron al centro del salón sonriendo delicadamente. Con una indicación del abanico de la anfitriona, Juana pudo descubrir con quién debía entablar con- versación para cumplir con lo acordado, sin que per- sona alguna se diese cuenta de los verdaderos moti- vos que la movilizaban a ello. María de los Milagros La Hera, se abanicaba abu- rrida mientras su madre no cesaba de cuchichear con Doña María Silva de Gurruchaga. Como nadie la ha- bía invitado a bailar, estaba sentada, hastiada (la na- turaleza no había sido generosa en demasía con ella, 31

su cuerpo tan delgado, su piel blanca, sus ojos verdes, su carencia de formas que llamaran la atención de los presentes y su voz chillona le jugaban una mala pa- sada) esperando que se acabara de una vez la tertulia para poder volver a su casa. En ningún momento notó que una joven se acercaba y se sentaba a su lado. Era Juana. —Buenas tardes, mi nombre es Juana Gabriela Moro Díaz de López. Espero que esté disfrutando de la cálida tertulia, Señorita… —María de los Milagros La Hera, sobrina del afa- mado Coronel La Hera. Doña Juana, la tertulia como Ud. bien lo dice es cálida, más no condice con las acti- vidades de mi gusto, pero es lo único que se puede hacer en esta lejana ciudad. Mi corazón está en otro lado, en otras tierras. Extraño mucho los salones espa- ñoles, las reuniones literarias en Cádiz, donde los lite- ratos más renombrados asistían para deleitarnos con sus obras. Aquí no conozco a nadie y realmente me siento completamente fuera de lugar, en cambio mi madre parece haber encontrado su sitio en el mundo. —Debe ser extremadamente difícil a su merced, acostumbrarse a estos lugares, si no se tiene amistades en la ciudad. Quienes hemos tenido ancestros en estas tierras, las amistades, el afecto, el amor, eran senti- mientos que obraban cual ancla, para superar adver- sidades, y elegir quedarse aquí. —Son monótonos los días. Como extrañas que so- mos para las personas de aquí, al venir de otro lugar, 32

mi tía no se trata con nadie, así que nos pasamos las tardes en la casa bordando pañuelos, que van a un baúl, pañuelos que nadie utilizará nunca, y tomando té con ricos bizcochos, esperando las novedades del frente de batalla. Entre nos, entre el extrañar, la angus- tia hasta que llegan las novedades… y los riquísimos bizcochos que manda a hacer mi tía… estoy… conde- nada a la rutina, y a que pronto tengamos que pedir que nos envíen vestidos nuevos desde Europa. —La soledad, debe ser lo más terrible, sobre todo porque en las guerras siempre existen bajas y a veces las noticias tardan tanto que una puede llegar a morir de preocupación… —Eso no nos preocupa mucho, ya que el ejército es- pañol cuenta con tropas suficientes como para resol- ver esta cuestión rápidamente. —Constantemente le ruego al Señor de los Mila- gros, cada día, en cada oración que todo se resuelva pronto y vuelva la tranquilidad a estas tierras. —Sí, Doña Juana, estamos seguros que en pocos días acabará todo. Mi tío me dijo que con los cañones y la cantidad de soldados entrenados en pocos minu- tos se terminará todo. —Cambiando de tema, me puede decir, ¿quién es la modista que le hizo ese vestido tan hermoso?, por aquí, nuestras costureras hacen lo que pueden con lo poco que tienen, no abundan las telas ni tan preciosos adornos como los que Ud. viste. 33

—Como le dije recién, este hermoso vestido es de confección parisina. Mi tía lo encargó cuando vivía- mos en España. No obstante, sin miedo a equivo- carme, puedo apreciar lo bello de su vestido, ya que todo el detalle del bordado en el escote y el encaje en los puños es una verdadera obra de arte, que hasta los mejores vestidos de moda de Francia, palidecerían de envidia. —Os agradezco su apreciación. Mis vestidos los confecciona mi criada Toribia. Tiene magia en sus ma- nos. Con nada, confecciona un vestido único, dándole la gracia final con el bordado. A veces presto atención a esta etapa en la elabora- ción del vestido, y paso el tiempo mirándola, pues cuando borda, pareciera que dibuja con aguja e hilos, en lugar de pinceles, con una agilidad, seguridad y precisión, que si alguien de Francia la descubriese, la querrían comprar, o mucho peor, robármela. —Doña Juana, os pido un favor, que ruego sea es- cuchado y concedido. Si Ud. me permitiría conocer a su criada, pues si dispusiese de tiempo, me gustaría encargarle un vestido de noche, para la próxima ter- tulia, por el motivo que anteriormente le referí. Como Ud. verá casi no puedo respirar con este vestido, y además no creo que llegue pronto el barco con los ves- tidos pedidos hace tres meses, por mi tía. —Es de mi agrado complacer en dicho pedido a su merced. Por otra parte, Toribia es una criada obedien- te y de buen carácter, obedecerá lo que se le mande. 34

Alegrará su sentir, saber del reconocimiento que tiene su trabajo. Cuando guste, mándeme una esquela avi- sándome con anticipación, día y hora en que podrían venir con su tía. En tal ocasión, compartiremos un rico chocolate y masas… De pronto la música cesó, y aparecieron las criadas con exquisiteces de la casa para que los presentes de- gustaran. Juana, quien ya había culminado la conversación con la señorita María de los Milagros, se disculpó con la joven y se dirigió hacia donde se encontraban el resto de sus amigas. Quería, necesitaba hablar con Ce- ledonia para saber qué había averiguado. Pero la pre- gunta fue censurada antes siquiera de ser escuchada. Toribia de manera muy natural, expresó que hacía de- masiado calor en el salón, y que en el segundo patio de la casa, recién se había sentado bajo los naranjos, encontrando frescura y descanso. Las invitaba allí a todas. Sabiendo que otro sería el motivo, todas respondie- ron que irían, que la frescura de la tarde les aliviaría su cansancio. Así lo hicieron, cruzaron el primer patio, luego un no tan angosto y largo corredor, a cuyos la- dos se encontraban la cocina, y un extenso comedor diario en otro extremo. Tras pasar y cerrar la fuerte puerta de caoba, que daba al segundo patio de los na- ranjos, como lo llamaban, extendió una nota con una excelente y cuidada caligrafía, donde podía leerse: 35

Salta, 13 de febrero de 1813 Estimadísima Rosaura: Prendado de vuestra belleza, no logro dejar de pensarla. Daría mi vida por un solo minuto más de su compañía. Rendido a sus pies. Juan Juana sonrió al leer la pequeña esquela que le en- viara el Marqués de Yaví. Lo pergeñado días atrás, se iba cumpliendo. A través de la misiva, podía darse cuenta, que lo había impresionado. Mas necesitaba saber hasta dón- de, y si eso podría ayudar a la causa patriótica. Mientras sonreía, Juana pensaba que el Marqués no era un hombre físicamente desagradable. Esos ojos al- mendra, esa mirada que inspiraba confianza podía lle- gar a confundirla, más si tenía en cuenta todos los ru- mores que circulaban en Salta sobre el Marqués, un donjuán empedernido, conquistador de tierras y cora- zones, pero nunca faltaría a la promesa de amor ju- rado hacia su esposo. Sabía que era una misión difícil donde no debía quedar atrapada en los sentimientos, donde la razón y el fin a perseguir, eran sus únicas brújulas. A Toribia le había sido alcanzado el mensaje, por un jovencito, en casa de Doña Emilia, cuando estaba comprando unos hilos, para su cotidiana costura. 36

Juana sonreía en su interior, por el promisorio triunfo de lo planeado. El primer paso estaba dado. Ahora debería andar con mucho cuidado, porque las cosas del corazón, no las manda el humano. Luego volvió al salón y siguió departiendo con una y otra hasta que la tertulia, por cansancio propio, llegó a su fin. Cuando se quedaron solas, el grupo de mujeres amigas y espías, junto a la dueña de la casa, una por una relató a las demás lo que había descubierto. Ha- bían contado la cantidad de soldados y piezas de arti- llería que llevaban. Habían notado también la gran ne- cesidad de comida y bebida que tenían los soldados y que esa era una buena oportunidad que debían apro- vechar para infiltrarse en sus filas como buenas sama- ritanas. Decidieron compartir lo anotado, leer y regis- trar lo memorizado. Comenzó la dupla Juana y Toribia: mil trescientos soldados y cinco cañones. Continuaron Macacha y Ro- bustiana, mil cien soldados y dos cañones. Culminó el grupo de María Loreto y Justa: mil soldados y tres ca- ñones. Aclararon que los datos obtenidos, fueron recaba- dos de las conversaciones que mantuvieron con algu- nos oficiales mientras repartían la comida, además del conteo realizado por cada una. Dijeron que algunos soldados, nombraron falconetes, cañones muy pesa- dos, que por lo mismo se contaban muy pocos, uno o dos. Además. Casi todas pudieron visualizar, armas 37

blancas, estoques, floretes; algunos trabucos, uno que otro mosquete, pero que todos los soldados portaban un fusil, de cañón de largo alcance, utilizado como arma personal, en la lucha cuerpo a cuerpo, donde se le fijaba en el extremo, una bayoneta. Fueron necesa- rias las conversaciones, como al pasar, para que las mujeres pudieran capitalizar de ellas, estos conoci- mientos sobre armas, tan alejadas de su realidad, de su vida. Celedonia, con ojos de picardía, preguntó a Juana: —Tengo entendido, que no sucedieron solo conver- saciones estrictamente sobre el tema que nos convoca. La carta recién leída, lo certifica. ¿Qué nos podría de- cir Ud. al respecto, Juana? —A estas alturas por la con- fianza asumida, el trato entre las mujeres era mucho más familiar, sin el protocolo de rigor que exigía la época. —Sí, Celedonia, bien lo dices tú, y más lo certifica la carta. Os relato lo vivido ayer. El Marqués, que ade- más es el jefe de la caballería española, se dirigió a mi persona en todo momento de forma amable y galante. Sugiero que la próxima vez que nos dirijamos a visitar el campamento enemigo, sería buena idea que nos acompañes, tú, Celedonia, y también, tú, Andrea. Vuestra belleza podría arrobar a la tropa enemigo, y servir a los propósitos fijados. Quiera nuestro Señor, que podamos convencer a los altos mandos, a retirarse del campo de batalla. Nuevamente reafirmo, primero 38

la patria, luego nosotras. Hoy somos tan solo una he- rramienta, al servicio de la libertad. Luego agregó, en cuanto a la información obtenida, tendríamos que hacérsela llegar al General, lo antes posible. Estos datos, obran con el patriotismo con que fueron y serán cada día obtenidas. María, tú que tienes criados con familiares en las tropas patriotas, ¿podrías encargarte de esta empresa? Sin dudar, respondió: —Hoy mismo de madrugada, acompañaré a Falu- cho a entregar la misiva. Deseo acompañarlo porque quiero asegurarle, que lleguen a término. Bien dicho. Ahora es menester averiguar qué día piensa el ejército invasor atacar, para poder transmitir tan valioso dato al General. El ejército, así avisado, se pondrá en guardia, para recibir con fiereza que sale del convencimiento interior, a los godos, para que va- yan sabiendo, que la patria no se regala, ni se la en- trega y que estas tierras tienen quien las defienda. —Coincido totalmente Juana. Agrego a todo lo ex- presado, que deberíamos convencer a los criollos, mestizos, campesinos, indios, que trabajan en nues- tros campos, para que se unan a la gesta. Todo suma. El ejército realista nos supera en hombres, y arma- mento. Por ello deberemos no solo convencer, sino contagiar nuestro patriotismo, nuestro deseo de liber- tad. Hay que hacerles comprender, que nuestra liber- tad, será también la de ellos. Con uñas y dientes si es 39

necesario defender la tierra, se lo hará. Los godos, ten- drán hombres, armamentos, pero aquí, hay un factor común que supera todo obstáculo, el ahínco común — en el corazón de los patriotas— por el amor irrenun- ciable a su tierra y a su patria. Es difícil vencer, las convicciones y el amor —expresó enfáticamente Ger- trudis, que si bien daba la opinión contadas veces, siempre era muy acertado su juicio. —¡Excelente idea, Gertrudis! —replicó Juana—. Todo lo que podamos hacer para ayudar, posibilitará un margen de victoria a nuestras tropas. —Pero… ¿cuándo nos infiltraremos nuevamente en las tropas realistas? —preguntó Celedonia con ur- gencia. —Hace muy pocos días estuvimos allí. Debemos dejar que pase un poco de tiempo, que se calmen las aguas, para evitar que cualquier sospecha caiga sobre nosotras. Recuerda amiga mía, que la paciencia es el triunfo de los inteligentes —arguyó Juana, serena, cal- ma, pero con verdadera persuasión y convencimiento. Fue Juana Torino, quien trajo al ruedo, las tropas patrióticas cuando preguntó: —¿Alguna de vosotras sabéis cómo se encuentran los nuestros? —Ayer estaban a orillas del Río Pasaje y realizaron el juramento de lealtad a la Asamblea General Consti- tuyente que había comenzado a sesionar en Buenos Aires. Izaron la Bandera celeste y blanca, diseñada por el General Belgrano. Fue conducida por Eustaquio 40

Días Vélez, y el Coronel Martín Rodríguez, el General Manuel Belgrano y un cuerpo de Granaderos, que marchaban al son de música, ejecutada por la Banda Militar. Allí, el General, rebautizó el río que pasó a lla- marse, Juramento —respondió Juana, visiblemente emocionada, con ojos muy brillantes y casi llorosos y voz quebrada. —Pero, ¿vosotras, tenéis alguna noticia sobre nues- tros soldados? ¿Sabéis si están bien? —preguntó An- drea, inquieta y temerosa… —Sí, quédese tranquila Andrea. Todos están bien, solo hay algunos heridos. Nada más, por la gracia del Señor. A todas les preocupaba la salud de los suyos. Quien no tenía a su esposo, tenía a su hijo o hermano en ba- talla. La muerte era certeza, las bajas de los conocidos, incertidumbre. Por ello era obligatorio rezo del santo rosario, diariamente en todas las casas, —que al igual que en la Edad Media—, se anunciaba con el toque de campana de la iglesia, ubicada frente a la plaza del lu- gar, dando por finalización a las jornadas de trabajo, en el Ángelus. En épocas de guerra, la obligación na- cía de la fe, más que de la costumbre eclesiástica. El aire olía a temor, y Juana lo notó en el cambio de los semblantes de sus amigas, en la tristeza de sus ojos, en el temblor de su voz, en la palidez de sus ca- ras, en el nerviosismo de sus manos, y en sus cuerpos doblegados. 41

Sacando fuerzas solo por el amor a su patria, les dijo: —Las miro y percibo cómo se sienten ahora, abati- das. Pero la pasividad, ante momentos decisivos de la patria, nos lleva a sentirnos víctimas y miserables. Pero creedme, todo muda con la acción. O, no sentis- teis un dejo de gran orgullo cuando regresasteis con la memoria llena de datos necesarios para nuestro ejér- cito, con las cuentas en los bolsillos, con la fortaleza de haber soportado, gestos, palabras y miradas lascivas del invasor. ¿No os habéis sentido vivas nuevamente, después de tanta pérdida de afecto, con la partida de nuestros familiares a la guerra? Esta es nuestra pri- mera victoria personal. La patria no necesita víctimas, nos necesita fuertes en el dolor, leales en territorio enemigo, y decididas ante el peligro. A medida que Juana fue hablando, todas cambia- ron su postura. Luego se despidieron y cada una se fue a su casa con el corazón repleto de inquietudes, pero convencidas de que estaban poniendo lo mejor de sí, por un fin común: la libertad e independencia de la patria. Ninguna sospechaba que su tarea como la de otras tantas mujeres cambiaría el rumbo de la ba- talla. 42

III Juan Pio Tristán, comandante de las fuerzas inva- soras había apostado sus tropas en el acceso a la ciu- dad a través de la serranía desde el sudeste en Porte- zuelo. Suponía que esta posición le daba una ventaja táctica sobre el enemigo. Mientras tanto el General Belgrano, después de pa- sar la noche en la Finca de Castañares había empren- dido la marcha nuevamente con toda su tropa. El ca- pitán Apolinario Saravia, oriundo de Salta, guiaba al ejército a través de una senda que desembocaba en la Quebrada de Chachapoya y que luego empalmaba con el camino del norte que llevaba a Jujuy. Como había llovido la noche anterior avanzaron muy lentamente a través del terreno, ya que se com- plicaba el transporte de los pertrechos y la artillería. El viento Zonda soplaba con fuerza y traía consigo todo el pedregullo de la montaña. Costaba avanzar y ver a un palmo de distancia. En tanto, Juana y Celedonia caminaban nerviosas por la sala, esperando ver llegar a María Petrona Arias quien muy temprano había partido a caballo a llevar la información obtenida al General. El tiempo se hacía interminable, los minutos no pa- saban nunca. Las miradas cómplices, las manos in- quietas, daban cuenta de la responsabilidad asumida, del compromiso con la patria, y con el grupo, daban cuenta que ya querían estar en acción, que el tiempo 43

las acompañara para que pronto pudieran dar todo de sí. Para contrarrestar esta subjetiva sensación del tiempo, este tiempo mezquino que se hacía rogar, era necesario estar ocupadas. Por lo cual se dirigieron a la cocina a supervisar como iba la producción de panes para distribuir entre la tropa enemiga al día siguiente. Juana debía aprovechar esa oportunidad para locali- zar al marqués de Yaví y seducirlo. Conversaban animadamente cuando Toribia las in- terrumpió para avisarles que había llegado María. —¡María, que susto nos ha dado! Creímos que le habían capturado, como demoraba tanto en llegar — dijo Celedonia —Me demoré porque tuve que esquivar el campa- mento realista y venir por un camino más largo. Cuan- do dejé la información en el árbol de siempre, estaba esta nota —contestó María, mientras se la extendía a Juana Moro. —Espero no sean malas noticias, paso a leerles: Salta, 15 de febrero de 1813 Estimada Juana: Agradecido estoy por la colaboración de Us- ted. en los asuntos de la patria. En este momento estamos marchando hacia el campo de los Saravia. Preocupado estoy, pero ni ahí se aminora mi pasión por la patria. Me he ente- rado que además de las tropas que están en Salta, el cuartel general está en Jujuy y temo que cuando nos enfrentemos 44

envíen refuerzos para vencernos. Sé que Uds. pueden ayu- darnos a reunir más soldados para la batalla. Como Usted sabrá, entre las enfermedades y los heridos, la tropa se ha reducido en número. Me consta que Usted sabrá actuar con la premura correspondiente ante esta situación que nos aqueja. Eternamente agradecido Manuel Belgrano Todas escucharon atentamente a Juana. El general confiaba en ellas y eso las llenaba de orgullo. —Creo que ya sabemos lo que tenemos qué hacer —dijo María. —Sí, mañana temprano nos infiltraremos de nuevo llevando pan, agua y aguardiente a los soldados —re- puso Juana. —¿A qué hora nos reuniremos y dónde? —pre- guntó Celedonia. —En la plaza, al igual que la vez anterior, iremos otra vez en grupos de dos, así es más fácil el conteo de tropas y armas mientras escuchamos las conversacio- nes —afirmó Juana. —¿Quién irá conmigo? —preguntó Celedonia. —Tú irás con Robustiana, ella conoce el terreno y sabe comportarse discretamente —contestó Juana. —¿Y quién más irá? —indagó Celedonia. —Andrea va a ir con Justa —dijo Juana, y agregó —, lo fundamental es pasar desapercibidas y tratar de averiguar qué día van a atacar los invasores así los 45

nuestros estarán preparados —dijo Juana. —El marqués de Yaví, parece muy interesado en Usted, eso puede servir a nuestros intereses —expresó María. —Sí lo he notado. Su delicadeza al hablarme, como busca mi mirada. Debo utilizar los dones femeninos por el bien de la patria, solo con el fin de extraer infor- mación ventajosa a nuestras tropas. Deseo tener toda la virtud patriótica que demanda la libertad de nues- tro territorio, para poder sacar el mayor provecho a ello. Y ojalá pueda cumplir nuestro principal objetivo, que tantas veces repetí y repetiremos: convencer al enemigo, a que retire sus fuerzas del campo de batalla. El Señor del Milagros nos acompañe y acuda a nues- tros ruegos. —Ahora, creo que lo mejor sería que cada una fuese a su casa, Señoras, a terminar de preparar las provi- siones así podemos salir mañana bien temprano todas rumbo a la plaza —dijo Celedonia. —Sí, es perentorio que terminemos las labores tem- prano. Estos días el sueño tarda en llegar, y necesita- mos estar lo más enteras posibles, para que nuestros cuerpos no se quiebren y, sobre todo, lúcidas para que nuestros reflejos no muten lentos, por lo cual aliento a Uds. a dormir temprano, y estoy completamente de acuerdo, con Celedonia y agregó recuerden que al re- gresar nos reuniremos en el mismo lugar. Cuando llegó la noche tenían todo listo para su mi- sión, solo faltaba llevarla a cabo. Entrar y salir sin ser 46

descubiertas. Sabían que el mínimo descuido podría acarrearles la muerte. Había muchos rumores en Salta sobre los realistas y aunque se mostraran fuertes a ve- ces las asaltaban los temores más oscuros. Juana había acostado a sus niños temprano y encar- gado a su criada Joaquina que se ocupase de ellos has- ta que regresara. Le pidió a Dios como todas las no- ches que cuide su familia, a su esposo que estaba en el frente y que la ayude en la misión que iba a empren- der. Tenía miedo y solo su almohada conocía sus lágri- mas vertidas cada noche. Ella era Juana, la misma que de pequeña quería ser libre y se preguntaba porque seguíamos dependiendo de otro, la esposa, la madre, la espía, la revolucionaria. Todas en una misma mujer y no podía permitirse fla- quear, la patria y su vida dependían de ello. A las cinco de la mañana del día 16 de febrero de 1813 se vistió como una paisana, y partieron con Tori- bia hacia la plaza. Allí era el punto de encuentro de todas las espías. Rápidamente caminaron enfundadas en sus pon- chos, bajo gastados sombreros de vicuña de ala ancha que disimulaban sus rasgos y las hacían parecer mu- jeres muy humildes y de escasos recursos por las os- curas callecitas de Salta. Nadie hablaba. Silencio total. La noche cómplice, las acompañaba con un cielo lim- pio y no tan oscuro, dada la época del año. Todas es- cuchaban el silencio incisivo, lacerante, no obstante, lo 47

que más escuchaban eran los latidos de sus propios corazones, hasta el punto de temer que alguien más los pudiese escuchar. En minutos estuvieron todas reunidas, se miraron dándose ánimos y partieron a cumplir su misión. Esta vez no solo debían conseguir información sino lograr convencerlos de abandonar las filas del ejército enemigo. Debían seducirlos, coquetearles, aceptar los galanteos de parte de ellos, si fuese el caso, pero con el extremo cuidado de no comprometer sus senti- mientos o por lo menos debían intentar que eso no es- tuviese en juego, ya que lo más peligroso era que se jugaban sus propias vidas. Juana y Toribia marcharon en medio de la noche hasta llegar al campamento enemigo con sus peque- ñas canastas con alimentos. Al llegar las detuvo un oficial enemigo que luego de exhaustiva inspección visual que tardó minutos, mirándolas de arriba abajo, las llevo hacia donde estaba el comandante del ala iz- quierda realista. Generaba un poco de inquietud en el oficial la apa- rición de estas mujeres en medio de la oscuridad. Pero quien comandaba la tropa, tomaba las decisiones. Solo restaba esperar y ver qué pasaba con las extrañas mu- jeres recién llegadas. Juan apenas las vio sonrió ampliamente y le pidió a su oficial que acompañara a la otra señorita a repar- tir la comida a la tropa para que nadie se sobrepasase ni le faltara el respeto. 48

El oficial lo miró extrañado, pero obedeció sin decir más, sin emitir palabra ni juicio. Era una orden rara, pero orden al fin. Y él era un muy buen oficial, seguro del lugar que como subordinado, ocupaba en el ejér- cito. Sabía recibir órdenes y cumplirlas sin cuestionar- las. De allí, la excelente relación que había tenido, has- ta ahora, con sus superiores en la carrera militar. Si bien no le parecía cuerda la orden, nada podía objetar. Así que, desde ese momento, la Señorita sería su pro- tegida. Juan no podía creer que estaba ahí la mujer que tanto había turbado su sueño. Su esencia de geranios le había llegado suavemente de la misma manera silenciosa que había llegado su presencia al campamento, y lo invadía todo a su paso, dejándolo a él completamente a disposición de su be- lleza y de ese perfume que parecía someterlo por com- pleto. Bajo esas ropas raídas y gastadas, él veía algo más, una especie de piedra preciosa escapada de al- gún reino lejano. Quizás su simpleza, su forma natu- ral, sin ningún resabio de vanidad, completamente ajena al mundo donde él había vivido antes de ingre- sar a la milicia, la volvían ante sus ojos una persona única e inolvidable. Se acercó, le hizo una reverencia de rigor y la invitó a pasar a su tienda de campaña. No tenía mucho que ofrecerle, ya que en la guerra care- cían de cualquier tipo de lujo que en su tierra natal pudiese haberle dado. 49

Juana aceptó la invitación. Su propósito se estaba cumpliendo, solo debía ser cuidadosa. —Estimada Rosaura —dijo el general, mientras hundía sus ojos en los ojos de Juana—, me ha alegrado el inicio del día. ¿Ha recibido Ud. mi nota? —Sí, General, la recibí y me halagan sus palabras, pero no creo ser merecedora de las mismas. —Nada de lo que diga o escriba supera su belleza. —Tanta galantería me hace sonrojar, General. —Si tan solo me permitiera cortejarla… —¿Acaso no lo está haciendo en este momento? —Mi estimada, Rosaura, ser galante es condición natural de todo hombre con cualquier dama. Pero que Ud. me permitiese cortejarla, sería una luz de espe- ranza, ya que su permiso, admitiría una relación de a dos, la cual ayudaría a superar mi soledad, encon- trando el verdadero sentido a mi existencia. Usted no sabe todo el tumulto de sentimientos que se acumulan en mi corazón y gran cantidad de mis pensamientos ya le pertenecen a su merced. —¿Acostumbra decirle eso a cada mujer que co- noce? —No, generalmente soy parco y tímido, pero con Usted todo eso se derrumba, con su merced me siento yo mismo y no puedo escapar a su mirada. —Es la primera vez que me dicen algo así, Usted no deja de sorprenderme General. —Dígame, ¿qué más puedo hacer para que Usted retribuya mis sinceros sentimientos? 50

—No sabría decirle y tampoco corresponde a mi condición de mujer que lo haga, eso debe descubrirlo solo. Tanto Usted como yo sabemos que en los tiem- pos que corren nuestro amor sería un imposible. —No existen imposibles si se ama de verdad, bella Rosaura. No hay barreras que obstaculicen una rela- ción de amor genuino. El amor diluye diferencias, orí- genes —por el contrario—, acerca, y une. Y en las di- ferencias, el otro se reconoce, produciéndose el verda- dero encuentro, donde nada, ni nadie exterior podrán romper ese encuentro íntimo, que es el que se produce cuando dos almas se unen, se encuentran, se recono- cen, solo en y con el otro. Como la luz y el sol, pues si faltara uno, faltaría el otro. —¿Usted lo cree? —Lo creo, lo afirmo y lo sé. Haría todo y más por su amor, si acaso fuese correspondido. —Mi estimado Juan. Me pone Ud. en un compro- miso, al que no podré dar respuesta. No puedo pro- meterle nada Juan, apenas nos conocemos… —Puede ser verdad lo que Ud. dice, sin embargo, tenemos distintos orígenes, distintas clases sociales, y quizá lo peor, distinta patria, que mientras yo la ima- gino libre, Ud. la quiere doblegada, servil, colonia. Son inconmensurables y profundas las diferencias… y temo que insalvables. —Rosaura, no me quite las esperanzas. Por alguna razón Usted vino a estas soledades en medio de la no- che. 51


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