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Los días del Hombre Gato - Juan Ranieri

Published by Gunrag Sigh, 2022-07-20 01:21:53

Description: Los días del Hombre Gato - Juan Ranieri

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—¡Buenas noches, amigo! Incrédulo, Miguel volteó su cara y ahí estaban. Laura llevaba el mismo tapado azul marino de paño, jeans gastados y un pullover gris. Él, sin superar la sorpresa todavía, se detuvo en aquella boca que apenas unos minutos antes había estado describiendo a Luisito y en esos ojos que volvían a traspasarlo con su mirada. Jeremías tuvo que insistir. —¡Buenas noches! Volviendo en sí, Miguel respondió secamente. —Buenas. —¿Podemos sentarnos un momento? —preguntó Laura. En ese instante Luisito entraba al bar y se encaminaba presuroso hacia la mesa. No era siquiera una buena excusa, sino una razón inobjetable para que Miguel se librara del asunto. —Está ocupada la silla —dijo—. Ahí viene mi amigo y estamos con un asunto importante. Luichi apenas pareció registrar la presencia de sus acompañantes y se dirigió directamente a Miguel. Estaba un tanto agitado. —Perdoname —le dijo—. Me encontré con Vicente, mi vecino. Dice que está sin luz en la casa desde la mañana. Voy a ver si puedo arreglarlo. Mirando de reojo a Laura y Jeremías, Miguel sintió que no tenía escapatoria. —¿Y te vas para allá, ahora? —¡Sí! Me está esperando acá en el auto —explicó Luichi mien- tras dejaba sobre la mesa un par de billetes. —Está bien. Dejá que pago yo —dijo Miguel—. Mañana arregla- mos. Luisito aceptó. Percibiendo recién en ese instante la presencia de las dos personas que observaban la escena, saludó de apuro en plena retirada. 101

—¡Buenas noches! —exclamó—. ¡Te veo mañana!—. Le dijo a su amigo dándole una palmada en el hombro al pasar. —¡Adiós! —respondió Jeremías devolviendo el saludo mientras dirigía a Miguel su mirada ganadora. Saucedo llegaba con la cerveza. —¿Podrías traer dos vasos más? —le preguntó al mozo. —¡Ya mismo! —respondió el hombre de blanco mientras acer- caba una silla a Laura. Miguel no pudo reprimir una leve sonrisa. Era increíble cómo había cambiado la situación en unos pocos minutos. “Está bien —pensó— me cagaron como de arriba de un árbol, pero no se van a salir con la suya”. Desde ese momento su principal objetivo fue conservar la calma. Sabía que iba a persistir en su negativa a toda costa, pero era impor- tante para él evitar que esto generara una situación tensa o una discu- sión, especialmente con Laura. Si estaba condenado a pasar un mal momento con la certeza inclu- sive de no volver a verla, procuraría que al menos todo fuera en los mejores términos. Desde luego le molestó la jugada de Jeremías, pero tuvo que reconocer para sí que el tipo había estado muy astuto: “Este guacho vino con Laura para asegurarse que no lo saque cagando” —se dijo. —¡Linda noche! ¿Verdad? —exclamó Jeremías. —Muy linda —respondió Miguel mirando a Laura, quien no acu- só recibo—. No voy a preguntar cómo sabían que yo estaba aquí — dijo irónicamente—. Debe ser solo una feliz coincidencia, supongo. —No es coincidencia —respondió Jeremías—. Es nuestra obliga- ción saber dónde estás. —¿Y qué pasó con el barrendero? —quiso saber ella con sorna —. ¿Te quedaste dormido? —¡No! —respondió Miguel siguiéndole el juego—. Los martes pongo el despertador a las ocho y él pasó siete y media. 102

Mientras apuntaba a un trocito de queso, Jeremías sonrió. —Sos un hueso duro de roer —le deslizó. —No es nada personal. Ya le expliqué la otra noche que no puedo… —¿No podés o no querés? —interrumpió Laura, punzante. —Tengo mis razones. Jeremías, atacando ahora las aceitunas, quiso aportar al cerco ten- dido por Laura. —¿Las podemos conocer? —Son personales. Frente a la actitud cerrada de Miguel, ella comenzaba a ofuscarse. —Desde luego —sentenció—. Todos tenemos razones persona- les. Yo tengo a mi hermana desaparecida, por ejemplo. Jeremías le lanzó una mirada de reproche, recibida por Laura como un poderoso faro sobre sus ojos. Miguel permaneció mudo e inmóvil, como la aceituna que se quedó al borde de sus labios y no pudo engullir. Por unos segundos los tres se vieron forzados a replantearse el juego. Ella, aceptando que su ansiedad la había derrotado, hundió la delicada y hermosa nariz en el chopp de cerveza; Miguel, descolo- cado, regresó lentamente a la cazuela aquella aceituna intragable. Parecía que ambos hubieran acordado dejar al imperturbable y astuto fantasma la dura tarea de barajar de nuevo. —Bueno —dijo Jeremías asumiendo ese lugar—, eso no es ajedrez, mi pequeña. O tu caballo enloqueció saltando casilleros o estás jugando a las damas. Laura supo que eso había sido un reto y no quiso evadirlo. —Ya lo sé, tío —dijo ella cabizbaja. —¡Tío! ¿Tío? —exclamó Miguel, que a cada instante entendía menos. —A veces tío, a veces un poco padre —explicó Jeremías—, pero ninguna de las dos cosas en realidad. 103

Él la miró y tuvo la convincente y rara sensación de estar viéndola por primera vez. —Lamento eso —pudo decirle apenas. —Sí. Está bien —murmuró ella, todavía cabizbaja. Jeremías aprovechó la situación para avanzar un par de casilleros, incisivo. —¿Y qué sabés sobre el tema? —Tengo un amigo muy informado —respondió Miguel sin sor- prenderse por la pregunta—. Él con frecuencia me cuenta. Conoce a una Madre de Plaza de Mayo que se llama Nadia y vive por Burzaco. Están siempre juntos. Un jueves que yo tenía franco me llevó a la ronda de las Madres. —¡Ah! —exclamó el tío—. ¿Así que fuiste a las rondas? —Sí. Solo una vez. —Interesante tu amigo —dijo Laura. ¿Peronista o de izquierda? —¡No! —exclamó él sonriendo levemente—. Es un viejo anar- quista. Es español. —¡Mirá vos! —aportó Jeremías entendiendo que era el momento justo para dar jaque, mientras apuraba su cerveza. —Bueno, como te imaginarás, estamos necesitando el mapa —le espetó de pronto. Miguel se sintió avergonzado como si estuviera desnudo delante de todos los presentes y no supo qué responder. Laura también dio su golpe. —Supongo que lo estuviste mirando —deslizó. El buen ladrón ensayó una explicación inocente. —Me lo llevé por curiosidad. Por supuesto que lo voy a devolver. Por otra parte, lo miré con atención. Hay cosas que entendí y otras que no. Tampoco entiendo qué tiene que ver el Hombre Gato con los desaparecidos. Jeremías buscó la mirada de Laura. Ella, con un leve parpadeo asintió, dándole a entender que vaya a fondo. 104

—Bien, mi amigo. A todas luces es inevitable decirte la verdad. —Dijo entonces Jeremías —Nosotros consideramos que era mejor pedir tu ayuda sin involucrarte en el tema, pero entiendo que tenés derecho a saber todo. —Lo escucho —respondió Miguel—. Sería muy interesante que me explique primero quiénes son ustedes. —¡Eso no! —dijo Laura, tajante. —Eso no se puede —acompañó el tío—. Es parte de la informa- ción que debemos reservarnos. —Está bien —aceptó Miguel. —Nosotros estábamos siguiendo el asunto de las amenazas de bomba que se vienen dando hace unos meses —dijo Jeremías. Luego estas amenazas ya fueron de muerte contra estudiantes del Colegio Nacional. —Sí —coincidió Miguel—. Todo el mundo se enteró de eso. —Nosotros no le dábamos importancia al Hombre Gato —sostu- vo Laura—, pero Cucho encontró un dato llamativo: las amenazas de muerte estaban firmadas por un grupo autodenominado “L.G.” —¿Y eso qué significa? —quiso saber Miguel. —Según Cucho, podría significar “Los Gatos” —explicó Jeremías. Miguel sonrió, sorprendido. —¿Los Gatos? ¿Y es así nomás? —Sin dudas —afirmó Laura. Y prosiguió—: El barrendero nos alertó que un grupo de tipos muy pesados durante la dictadura se estaban reuniendo. Nosotros empezamos a averiguar quiénes eran los pibes amenazados; queríamos seguir esa pista. —¿Y? —preguntó Miguel, impaciente. Jeremías, sirviendo cerveza, continuó: —Y encontramos que la madre de uno de ellos está organizando un grupo de varias personas. Se reúnen en el almacén de Sánchez y Echeverría todos los viernes a las once de la noche. Son familiares 105

de desaparecidos, exiliados, compañeros. —¿Y qué hacen? —inquirió Miguel. Laura se adelantó al tío. —Se organizan para intercambiar información, buscar sobrevi- vientes de centros clandestinos para dar testimonio, hacer las denun- cias. La intención es mandar a todos los represores a juicio, desde las Juntas Militares hasta el último involucrado. Es un largo proceso que llevará unos cuantos años. —Y las reuniones de la patota continuaron. Nosotros sabemos que un viernes les van a caer en el almacén —completó Jeremías. Miguel estaba visiblemente sorprendido y espantado. —¿Me querés decir que los van a matar? —Matar, desaparecer o torturarlos un par de días —explicó el tío. —Esas son las cosas que ellos saben hacer —dijo Laura. Jeremías, siempre sereno, fue más preciso: —Lo que buscan es extender el miedo de la dictadura en la sociedad. Para eso inventaron al Hombre Gato. Al tener tanta difu- sión por los diarios y noticieros de manera tan patética, hay quienes viven realmente aterrados y otros que lo toman como un personaje hasta simpático. ¿Pero qué pasaría si el Hombre Gato hiciera desapa- recer una sola persona en democracia, ya sea familiar de desapare- cido, exiliado, militante o cualquier potencial testigo? ¿Se imaginan las consecuencias que esto tendría? Miguel, que escuchaba abstraído, respondió con la vista perdida en la calle: —Creo que lograrían que la gente no declare; que nadie se anime a denunciar ni ser testigo. ¿No es cierto? —agregó, volviendo su mirada a Jeremías que asentía en silencio. —Reuniones de grupos como este del almacén se están dando por todas partes, pero también los represores y servicios están muy activos —explicó Laura—. El Hombre Gato aparece en cualquier lugar del Gran Buenos Aires y la bonaerense siempre llega enseguida 106

al llamado de los vecinos. —Porque están avisados los canas, lógicamente —dedujo Mi- guel—. ¿Pero aquella noche cómo sabían ustedes que el bicho ese iba a aparecer por el barrio? ¿Y vos qué hacías en ese momento en el colectivo? —preguntó a Jeremías. Tío y sobrina cruzaron sus miradas otra vez. Ella le hizo la misma seña de avanzar. Jeremías se acomodó en la silla y le espetó tajante: —Fuimos nosotros. Miguel abrió sus ojos de par en par y lanzó una carcajada. —¿Qué? ¿Cómo que fueron ustedes? —Es que no teníamos idea de cuándo atacarán el almacén —ex- plicó Jeremías—. Será un viernes, pero, ¿qué viernes? —Entonces decidimos provocarlos —agregó Laura—, para que se sientan obligados a actuar rápido a partir de apariciones del Hom- bre Gato no controladas por ellos que podían echar a perder sus planes. —¡No lo puedo creer! —murmuró Miguel, anonadado. —Sabíamos que la policía iba a demorar porque no estaba avisada y que, aunque dispararan al Hombre Gato, por supuesto errarían intencionalmente. Lo más difícil fue sincronizar la aparición con tu horario para que ataque tu colectivo. —Y de esa manera involucrarme —entendió el chofer—. ¿Y el jeep? —En el jeep iban Cucho y el Griego —explicó Laura. Jeremías no quiso dejar cabos sueltos. —Por otra parte, mi presencia en el colectivo era solo para chequear tu reacción —le aseguró—. Quince minutos detrás de ti venía Esteban y entonces tuvimos el segundo acto de la noche: Yo paré el colectivo y cuando iba a subir el monstruo apareció por detrás, me atrapó pero finalmente logré zafar. Esteban salió asustado rumbo a la comisaría y yo me fui a casa. El Hombre Gato —agregó 107

haciendo una pausa—, llegó cinco minutos detrás de mí. El chofer quedó absorto por la obvia conclusión que cruzó su mente. Se cubrió la cara con sus grandes manos y así permaneció unos segundos. Allí el monstruo reapareció en su memoria, emer- giendo de la oscuridad y la lluvia en medio de la bocacalle, evitando que el colectivo lo arrollara con ese salto mortal que lo depositó sobre el parabrisas. Su chillido agudo volvió a sonar nítidamente, sus garras, su trompa horrible. Miguel miró a Laura incrédulo. —¿Vos? —le preguntó en voz muy baja, casi susurrando. Por toda respuesta, ella simplemente arqueó las cejas. —¿Fuiste vos? —insistió en el mismo tono. —Nuestra Laura es una gimnasta muy destacada —aseguró Jeremías, muy serio—. Por cierto, el domingo el Hombre Gato vol- vió a aparecer dándole el susto de su vida a un policía, pero esta vez eran tres las fieras. Era muy importante para nosotros que en la comi- saría recibieran ese mensaje y que el mensajero sea uno de ellos. Eso los desubicó, seguramente, y ahora se ven obligados a actuar rápido porque hay Hombres Gatos fuera de su control que pueden hacer cualquier cosa. Miguel, que apenas registró estos últimos datos de Jeremías, se- guía mirando a Laura como hipnotizado. —No podés ser vos —le dijo. —¿Y por qué no puedo ser yo el Hombre Gato? ¿Eh? —le repro- chó ella, visiblemente enojada. —Bueno, no sé… —balbuceó Miguel contrariado—. Vos sos… Jeremías salió al rescate para sacar al chofer de ese embotella- miento. —Lo cierto es que en cuarenta y nueve horas tendremos una bata- lla muy importante —aseguró consultando su reloj—. Necesitamos que nos garantices tu ayuda y nos devuelvas el mapa. 108

Miguel se vio acorralado. Esa presión de Jeremías le molestó porque él se había negado a participar prestando el colectivo para un asunto turbio, policial, raro. Ahora, al contrario, todo se volvía más consistente y razonable, salvo una duda que le daba vueltas: —No entiendo por qué sus hombres necesitan el colectivo si es- tarán a solo cuatro cuadras —le disparó. —Lo siento —respondió el tío—. Tampoco puedo darte esa infor- mación. Solo te aseguro que no tenemos otra manera de trasladar a los muchachos. Vos mismo lo vas a comprobar. —Bueno. ¿Qué vas a hacer, Miguel? —preguntó Laura. Él, por supuesto, ya no tenía la respuesta. El “no” rotundo de un rato antes se había desvanecido. Las razones del tío y la sobrina eran ahora sólidas y convincentes, aunque sí pintaban un escenario aún más peligroso. En todo caso sabía que el problema seguía siendo él: su falta de voluntad, su desgano, su desmotivación. En ese instante, mientras Laura esperaba su respuesta, llegó a considerar fugazmente cambiar el turno con Luisito, pero eso lo haría quedar como un cobarde frente a ella. Él no era un cobarde, sino un hombre que se había abandonado a una vida vacía de contenido. Quién sabe si en aquellos años Miguel atravesaba una depresión. Yo creo que sí. Para salir del paso tiró una respuesta insulsa que solo le daría algunas horas más. —Déjenme pensarlo —respondió apurando el último trago de cerveza—. Vengan a casa mañana a las seis de la tarde. Les daré el mapa y la respuesta. 109

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Capítulo VII Jueves 6 de septiembre Miguel se levantó temprano después de haber dormido muy mal, con el sueño entrecortado durante toda la noche. Lo esperaba una jornada de cuatro vueltas completas entre las estaciones de Temper- ley y San Francisco Solano. La mañana era agradable, con una leve brisa apenas fresca que lo rozaba al visitar sus plantas del patio, mate y termo en mano. Desde luego, pensaba en la respuesta que debía dar a las seis de la tarde, una respuesta que no tenía y aún siquiera imaginaba. Curiosamente, más que de Laura, se acordaba de Tito y de las innumerables historias que le contó en su adolescencia sobre la Guerra Civil, cuando era combatiente. Con su estilo tan particular, el carnicero andaluz lo fue educando políticamente, así como lo hubiera hecho su padre. Con apenas catorce o quince años, Miguel le había tomado amor y respeto a las causas populares, asumiéndose como trabajador mu- cho antes de serlo. Tito aparecía de mil maneras aquella mañana: recitándole de me- moria el Romancero Gitano de Federico, a Antonio Machado, Mi- guel Hernández y León Felipe; llorando de emoción con la Revolu- ción de los Claveles en Portugal; bailando abrazado a sus amigos en aquel asado memorable cuando cayó el franquismo o cotidianamente cantando a Serrat. “¿Qué hubiera sido de mí sin el viejo?”, pensó entre los malvones. Pero a él le tocó vivir su propia experiencia en la dictadura. En muchas ocasiones los milicos habían detenido el Treve para hacer su violenta requisa, maltratando, golpeando a los pasajeros. Más de una vez se habían llevado algún detenido, dejando ese silencio de pánico en los demás para el resto del viaje. 111

Ahora le tocaba hacer algo por primera vez; ahora cobrarían sentido —o no— aquellas charlas con Tito. Sabía que este en su lu- gar no dudaría un solo instante en tomar posición arriesgándolo todo, e imaginaba también que el viejo se avergonzaría de él si supiera de su negativa a participar en una cuestión semejante. Pero había una fuerza interior que no se lo permitía; algo que pesaba dentro de su pecho: “Llevo ahí una pelota de plomo”, le había dicho alguna vez al doctor Stefanía. Era una vieja y horrible sensa- ción que aquella mañana volvía a presentarse de manera tan palpa- ble. Como de costumbre, no sentía dolor alguno, sino un peso pro- fundo, indescriptible, que ahora pesaba más aún. Íntimamente se sentía avergonzado. Todas las excusas se le habían caído. De pronto, Jeremías no comandaba una banda de facinerosos y Laura era parte de algo muy serio, con altísimo nivel de compromiso. Haber asumi- do el personaje de Hombre Gato desafiando a la policía con seme- jante despliegue y planificación la ubicaba en un lugar inalcanzable para él, acaso al nivel de Tito, ni más ni menos, o de cualquier otra persona que se juegue por una causa. Volvió a su mente el contundente reproche de Luisito: “Yo no tengo por qué jugarme” y consideró su propuesta de cambiarle el turno. En un rato tenía que salir y aún no sabía qué iba a hacer. ¿Qué responderle a Jeremías a las seis de la tarde? De manera intempestiva tomó la decisión, pegando un grito para sí mismo: “¡Ya está, carajo, que vaya él!” “Esa será mi manera de colaborar: no dejarlos en banda y contactarlos con el Petiso” —exclamó— “¡Basta con todo esto!”. *** De regreso a la estación de Temperley luego de la tercera vuelta, cerca de las tres y media se encontró con Luichi cuando este se aprestaba a tomar servicio. 112

Sin rodeos le tiró la propuesta de cambiar el turno, ante la sorpresa de su compañero. Si bien Miguel le hizo mil advertencias sobre esa jugada que consideraba sumamente peligrosa, Luisito fue muy con- creto aceptando de inmediato. Acordaron que Miguel les daría su dirección para que fueran a verlo por la mañana y arreglaran entre ellos. —¿Y vos qué vas a hacer? —le preguntó Luichi con cierto ma- lestar. —¡Nada! Me viene muy bien estar un viernes descansando desde la tarde. Poco antes de las seis llegó a su casa. Encendió la radio y preparó el mate que tomaría acompañado de unas pocas galletas con queso. Dejó el mapa a la mano, sobre la mesa, junto a un papel con el domicilio de Luisito y se dedicó a esperar esos minutos. Estiró las piernas y cerró los ojos. Se sentía cansado, pero con un cansancio extraño, diferente, nuevo. No pudo evitar sentir cierto car- go de conciencia. No pudo mentirse. Pero la idea de terminar con ese asunto en unos pocos minutos le daba, si no tranquilidad, al menos sí algún alivio. Pensó que en esos días había vivido la vida de otro; que no era él; que no era su vida de siempre. Incluso cayó en la cuenta que ya no pensaba tanto en Marisa ni le hablaba reprochándole el abandono ni tampoco la acariciaba en la oscura soledad de su cama. Debía volver a ser él, sacándose de la cabeza todos estos personajes que eran intru- sos; todas esas situaciones que eran ajenas. Cuando en la FM Del Plata daban exactamente las seis, alguien llamó desde la calle golpeando las manos. Salió presuroso al patio y miró. Desde allí, una galería abierta con camino de ladrillos se exten- día entre ocho y diez metros hasta el portoncito de hierro, techada en casi toda esa extensión por una parra que regalaba uvas chinches al madurar el verano. No vio a nadie. —¡Sí! —gritó—. ¿Quién es? 113

Laura se asomó abriendo apenas el portón. —¡Hola! —dijo desde allá—. ¿Puedo pasar? Él se quedó mirándola a la distancia sin responder. La pelota de plomo vibró dentro de su pecho. —¡Sí! ¡Pasá! —alcanzó a decir. Ella entró, cerró cuidadosamente el portoncito y comenzó a cami- nar hacia él. Otra vez la vida le regalaba una imagen que guardaría para siem- pre, hermosa y fugaz como aquella de la plaza. Su saco de paño azul, las botitas de gamuza, un jean que exaltaba su cintura y sus caderas y una camisa blanca componían esa belleza tan simple. Belleza des- lumbrante de una tarde cualquiera. Venía caminando con las manos en el saco prestando atención al viejo y accidentado camino de ladrillos, pero en medio del trayecto alzó la vista y le sonrió. Era la primera vez que veía su sonrisa. Llegó hasta la mitad del patio, donde él había permanecido inmó- vil, y quedaron frente a frente. —Hola —le dijo. Él quiso evadirla, aunque con cierta torpeza. —Hola. Esperame un segundo —respondió mientras giraba dan- do zancadas hacia la cocina. Tomó el mapa y volvió. Quiso ensayar una sonrisa, pero más bien le salió una mueca mientras se encogía de hombros y entregaba la pieza robada. —Perdoname —dijo por lo bajo—. Acá está. Laura tomó el mapa con cuidado, avanzó un paso hacia él y, deli- beradamente, alzándose en puntas de pie le dio un beso interminable en la boca. Fue un beso como ella, suave pero avasallante; un beso como su mirada, dulce pero intenso. Las manos de ella se entrelazaron en su nuca y la pelota de plomo comenzó a rebotar como un Flipper entre todas las vísceras. 114

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Miguel tuvo por fin una reacción, tomándola con ambas manos de la cintura. El beso seguía, descargando esa electricidad dulce, an- tigua, casi olvidada por él. Laura le enredaba el cabello con sus dedos mientras él estrechaba los brazos más y más, llevando ambos cuerpos a un intenso contacto. El beso seguía. Bailando al parecer un lento de los setentas, comenzaron a retro- ceder hacia la cocina y entraron por fin sin despegar aún sus labios. Miguel le quitó lentamente el tapado tendiéndolo en el respaldo de una silla. Laura soltó el mapa por ahí. Así siguieron, enredados, entrelazados, dando brevísimos pasos hacia la habitación. A mitad del pasillo él le desprendió dos botones de su camisa y continuaron muy lentamente hasta caer juntos en la cama. Ella bebía los besos de aquella boca, abandonada al juego dócil, cálido y húmedo de unos labios y una lengua que la embriagaban. Él fue explorando un cuerpo de piel tersa, levemente perfumada, para detenerse en la caricia de unos pechos deliciosos. Pero el nefasto disparo de un flash en su mente le trajo el rostro de Marisa interrogándolo. No pudo evitarlo. No sabía que iba a apa- recer. No la esperaba. Desde luego, pensó en su respuesta. Supo que ya no tenía marcha atrás. Abrió los ojos, cerrados hacía rato, y la miró. ¡Laura era tan hermosa! En verdad, esos últimos minutos habían sido lo mejor de su vida en muchos años, o acaso los únicos dignos de ser vividos. Ese mo- mento —supo de pronto—, ese exacto momento era una bisagra. De lo que ocurriera —o más bien de lo que él hiciera en los próximos instantes— dependía sencillamente todo el porvenir. Ahora Laura le besaba el cuello con ráfagas apenas perceptibles de su cálido aliento, pero para Miguel la excitación había sido tan intensa como fugaz. 116

Con mucho cuidado tomó distancia de ella y se sentó en la cama. Insólitamente, pudo entonces mirarla a los ojos por primera vez con firmeza. —Disculpame —le dijo—. No sigamos. De un salto ella salió de la cama, quedando de pie frente a él mien- tras instintivamente abrochaba su corpiño. —¿Qué te pasa? —preguntó casi murmurando. En vano esperó una respuesta mientras ataba sus botitas. Lo miró con desazón, con dolor, con rabia y ante su persistente silencio aban- donó la habitación. Al pasar por la cocina recogió su saco y salió. Él corrió detrás, tomó a la pasada el papelito y la alcanzó en el patio. —¡Esperá! —le rogó tomándola de un hombro. Laura se volvió lentamente y lo miró, con dureza. —Escuchame, por favor —quiso explicar Miguel—. Yo no los dejo en banda. Acá está la dirección de Luisito, mi compañero. Él hará todo lo que haga falta. Mañana a la mañana estará en su casa esperándolos. Ella tomó el papelito en silencio. —Vos le tenés un miedo horrible a la vida —le reprochó, encami- nándose hacia la galería. —¡Esperá! Te olvidas el mapa. Laura forzó una sonrisa que lo dejó en ridículo. —Tenemos varias copias, Miguel —dijo suavemente al salir. *** Otra vez ese cansancio determinante instalado en todo su cuerpo. Se sintió de pronto exhausto a tal punto que buscó refugio en el sillón más próximo del patio y allí se dejó estar largo rato. De manera muy lenta su mente fue goteando palabras e imágenes inconexas hasta componer algunas ideas. 117

—¿Qué pasó? —pudo preguntarse—. ¿Qué hice? La imagen de Marisa, otra vez, le trajo una probable respuesta: Lo de Laura era en serio. Ella sí —a diferencia de otras anteriores— venía decididamente a ocupar su vacío, y él no podía permitir eso. Se había aferrado todos estos años a pensar que el amor de su vida volvería a él, aun sabiendo íntimamente que eso era imposible. “Sí, —pensó— la clave de todo esto es que me enamoré de Laura”. Supo y debió admitir que solo por esa razón se negó a colaborar con ellos. No quería; no debía involucrarse. ¿Qué otra cosa podría haber hecho recién, después de todo? ¿Hu- biera tenido sexo con Laura para después decirle que no contara con él? Lo tranquilizaba saber que había actuado honestamente, pero al precio de abortar una vida nueva; al precio de quedarse en el oscuro pozo de siempre abrazado a la sombra de Marisa. Ahora sabía que Laura lo amaba. En un insólito volantazo, su vida vacía e insulsa había tomado rumbo firme a la felicidad, pero él no podía aceptarlo. Era demasiado. ¿Marisa volvería? ¿Era acaso posible? ¿Por qué él nunca se animó a buscarla en Jujuy? ¿Qué juego lacerante era ese de esperar lo imposible pasivamente? Así permaneció en el patio, abandonado a la idea de resistir espe- rando, tratando de explicarse porqué no fue capaz de dar el sencillo paso de aferrarse a Laura cuando todo estaba dado. Lo único que deseaba era volver el tiempo atrás hasta pasadas las diez de la noche del viernes 31 de agosto. “Vamos de nuevo” —se dijo en voz baja mientras extendía los brazos, simulando tomar el volante. “Voy por Mitre y a la altura de Granville se larga el aguacero… enciendo el limpia parabrisas pero no veo casi nada por la cantidad de agua que cae… sigo… llego a Chayter… aminoro más la marcha… miro a derecha e izquierda… no viene nadie… no hay Hombre Gato ni jeep… sigo… cruzo Veinticinco de Mayo… nada… sigo y casi llegando a Arias… veo 118

una silueta en la parada… apenas se divisa… me hace señas… me detengo… abro la puerta… ¡Es Marisa…! Me mira dulcemente, con algo de tristeza, pero no llora… se sienta en el primer asiento doble, junto a la puerta… arranco… la miro por el espejo y entonces me habla… es su voz de siempre: “Tenemos que hablar, Miguel. Vengo a contarte toda la verdad”. Abrió los ojos en un respingo. Estaba totalmente oscuro. Más que verlo, oyó la voz de Tito frente a él. —Parece que te dormiste —dedujo el amigo—. ¿Qué hacés en el patio a oscuras? Sobresaltado, Miguel trató de incorporarse tanteando el sillón y descubriendo en la oscuridad el brazo de Tito para sostenerse. —No sé… ¿Qué pasó? —Decía que tenemos que hablar —dijo el viejo. —Vamos adentro… vamos —insistió Miguel. Entraron a la cocina con cierta dificultad. No se veía nada. Miguel encendió la luz y Tito tomó su silla habitual, en un lateral de la mesa, mirando hacia el patio. —¿Por qué no me convidás una de esas cervezas que tenés en la heladera? —preguntó. —No tengo cerveza. No compré. El viejo lo miró fijamente en silencio con los ojos altos, como quien mira por encima de sus lentes. Miguel entendió y fue hacia la heladera. Sacó una de las cuatro botellas y se dispuso a abrirla. Tomó dos vasos de la alacena y se sentó. —A veces olvido que tenés copia de las llaves —dijo mientras servía. —¿Y por qué carajo podemos brindar? —preguntó el amigo. —No está el horno para bollos, Tito. —Ya sé. —¿Ah sí? ¿Y cómo sabes? 119

—Siempre supe todo de la misma manera, desde que vos eras un chico. No hace falta que te explique —aseguró el viejo. —¡Claro! ¡Por supuesto! —afirmó Miguel—. ¡Te lo contó un pa- jarito! —Hace mucho tiempo que no lo veía —murmuró. —¿A quién? Tito volvió a clavarle la mirada. —¡Al pajarito, boludo! Miguel cerró sus ojos y trató de pasar el momento. En otras circunstancias se hubiera reído, pero desde luego no estaba dispuesto a escuchar esas bromas. El amigo bebió un sorbo largo. —Está hecho mierda, ya ni vuela, pero siempre tiene buena información —afirmó todavía, muy serio. Realmente Miguel se debatía entre echarlo o reír. Al fin tomó otra opción. —Tengo una pizza fría —le dijo —. ¿La comemos así? —¡Sí! —exclamó Tito feliz—. Así nomás. Me encanta fría, pero fíjate que le falta una porción. Comprobando sus dichos, Miguel lo miró fulminante. —¿Qué me mirás así, batracio? ¡Te dejé cuatro cervezas! Ante la sonrisa resignada de su amigo, Tito festejó. —¡Bueno! ¡A fuerza de escuchar boludeces todavía sonreís! ¡Vamos carajo que estás vivo! —gritó. Miguel dejó la pizza sobre la mesa y se dispuso a beber. —Dijiste que tenemos que hablar. —Sí —aseguró Tito. —¿De qué? —De vos y de Marisa. —¿De Marisa? El carnicero lo miró serio y sirvió cerveza para ambos. —Mirá, flaco, nunca en la puta vida te hablé más en serio que a partir de ahora. 120

El joven se acomodó en la silla, resignado. —A ver —murmuró—. Sobre Marisa y en ese tono, no puede ser nada bueno. —Es bueno porque es la verdad… —Dale, que ya estoy jugado y sin fichas. Decime… El carnicero tuvo que dar un rodeo para prepararse. Descubrió el mapa sobre la mesa y de inmediato lo tomó, examinándolo con dis- plicencia. Volvió a soltarlo por ahí. —¿Te acordás de Tirso? —preguntó. —Sí, claro —respondió Miguel sorprendido por la pregunta—. El muchacho que vivía enfrente, justo en la esquina. —Sí, ese —asintió Tito—. Se mudó al mismo tiempo que se fue Marisa… en esos días, ¿te acordás? —No. No me acuerdo cuándo se fue. Yo lo veía muy poco. —Fue justo ahí, flaco. Miguel quedó perplejo. —¿Vos me querés decir que ella se fue con Tirso? —No —respondió Tito secamente—. Ese pibe militaba en el PRT. —Pará. No entiendo. —Militaba en el partido revolucionario de los trabajadores — explicó el viejo—. ¿Me seguís? —Sí —respondió Miguel—. Yo no sabía… —¡Claro que no sabías! ¡Nadie tenía que saberlo! Fijate que hay tres cervezas más —agregó—. Bueno, resulta que en esos días reventaron la casa de un compañero muy cercano y a Tirso le llegó el aviso de rajar enseguida. Por eso se fue así, de pronto. —¿Y qué tiene que ver entonces con Marisa? —inquirió Miguel, sirviendo la cerveza. Tito hizo una pausa. Bebió otro largo sorbo y lo miró. —A ella le llegó el mismo aviso —dijo. La evidente conclusión descolocó a Miguel, que no estaba dis- puesto así nomás a aceptar la versión de su amigo. 121

—¿Vos me estás diciendo que ella era del PRT? —Ella era del PRT —aseguró Tito—. Lo que te estoy diciendo es que no te abandonó, flaco. Tuvo que rajar para salvar su vida. Miguel no pudo reprimir un horrible gemido que surgió del inte- rior de su pecho, acaso de la pelota de plomo que lo habitaba. Repen- tinamente brotó un llanto guardado durante años. Tito tuvo que ir a fondo. Era el momento de decirlo todo. El silencio duró unos cuantos minutos. Miguel, con el rostro hun- dido entre las rodillas; el viejo a su lado, palmeándole la espalda cada tanto, cauto y prudente. —Yo supe esto hace un par de años —afirmó—. Lo supuse desde el comienzo, pero no tenía certezas. Miguel permanecía inmóvil. —Lo de Jujuy es mentira. Una mentira razonable de su madre — continuó Tito—. Marisa se fue a Santa Fe, a las afueras de Rosario. El viejo pasó su mano por el cabello de Miguel, aún vencido su cuerpo sobre los muslos, sollozando. Apuntó, cerró los ojos y lanzó el último estiletazo al corazón de su hijo. —En estos dos años busqué a Marisa por todos los medios. No pude saber de ella. Eso no significa nada en particular. Podemos su- poner que está muerta, que la desaparecieron, o que tal vez haya sa- lido del país o quizás viva en algún lugar una vida nueva con otra persona ¿Me entendés? Miguel no atinó siquiera a moverse, pero su silencioso llanto esta- lló, estruendoso y convulsivo. Ya estaba todo dicho y aún quedaban dos cervezas. Así estuvieron en silencio otro largo rato. Cuando Tito salió al patio a fumar un cigarrillo, Miguel lentamente irguió su cuerpo y quedó pensativo con los antebrazos apoyados sobre la mesa. —¿Cómo supiste todo esto? —le preguntó. El viejo giró para mirarlo con esos ojos mansos. —Vos sabés que uno tiene mucha gente acá y allá. No te diría 122

nada si no estuviera seguro. Cada tanto el aire se quebraba con incontenibles sollozos de Mi- guel, hasta que estalló con un puñetazo sobre la mesa. —¡Pero la gran puta! —gritó—. ¿Por qué nunca me dijo nada, Tito? ¿Por qué no confió en mí? El carnicero entró lentamente a la cocina y le dio una palmada en el hombro. —Ella no tenía nada que decir. Era la única manera de protegerte. Vos no tenías que saber. Miguel se paró de repente. Fue al baño y demoró unos cuantos minutos. Volvió con el cabello empapado, chorreando sobre la camisa, y su campera de jean en la mano. —¿Qué vas a hacer? —preguntó Tito. —Tengo que salir a caminar. Necesito despejarme un poco. Vení, vamos. Salieron a la calle y anduvieron muy despacio sin hablar. Esa noche los silencios fueron mucho más extensos que las palabras. Se detuvieron en la vereda de Tito. El viejo extendió el brazo y posó su mano abierta como una estrella sobre el pecho del hijo. —Por el otro asunto, no te juzgo —le dijo calmo. Miguel lo miró desconcertado. —¿Pero vos cómo sabés? Por toda respuesta Tito arqueó las cejas y se encogió de hombros. —Te va a hacer bien caminar un rato. Cualquier cosa, ya sabés —le indicó antes de perderse tras la puerta. Desde allí, por varias horas, Miguel anduvo errando de todas las maneras posibles. Su cuerpo, su mente y su alma anduvieron por la oscura madrugada de José Mármol y Adrogué sin ir a ninguna parte y sin tampoco buscar nada. Lloró y maldijo por ahí, volviendo a su casa exhausto, entregado a la horrible pesadilla de imaginar el incierto destino de Marisa. 123



Capítulo VIII Viernes 7 de septiembre Poco después de las nueve, Cucho y el Griego realizaban su ha- bitual recorrida. Tediosa y rutinaria, solo tenía por objeto en aquellos días chequear que todo esté bien pasando con el jeep cerca del barrendero. Él, con un trapo verde pendiendo del escobillón, les se- ñalaba cada mañana que no había novedad y las cosas marchaban sin problemas. Lo encontraban habitualmente trabajando a la altura de la cantina Ferruccio, sobre Dorrego, a pocos metros de la esquina donde Gar- cía rondaba su nocturno aburrimiento. Sin embargo, Sergio no estaba esa mañana. —Che, ¡qué raro! —comentó el Griego. —Sí. No me gusta esto —asintió Cucho, visiblemente preocu- pado. El protocolo de seguridad indicaba que debían chequear entonces la casa del barrendero, cosa que nunca había sido necesaria hasta ese momento. Si bien siempre ignoré su domicilio exacto, tengo por seguro que vivía por Corimayo, cerca de la Plaza Japón. Fueron hacia allá en busca de una certeza. Al pasar por el frente se miraron desconcerta- dos el uno al otro. —¡Cagamos! —exclamó el gordito ante el silencio atónito de su compañero. Pegaron la vuelta y se dirigieron presurosos a la casa de la calle Granville para informar lo ocurrido, dado que se imponía un análisis urgente de la situación. Cuando llegaron, los ajedrecistas tomaban mate en el patio concentrados en una partida de esas que no podía suspenderse por 125

ningún motivo. Cucho y el Griego saludaron y tomaron asiento guar- dando el debido silencio sin recibir respuesta de los contrincantes, abstraídos al parecer en una larga batalla. Sin embargo, cuando los observadores se debatían entre interrum- pir o no el juego, Jeremías rompió imprevistamente el silencio. —Tengo dos preguntas —dijo a Laura—. ¿Aceptas hacer tablas? La joven, por toda respuesta extendió su mano derecha sonriendo, estrechando la de su tío. De inmediato, este se dirigió a los mucha- chos. —¿Y qué pasa con ustedes? Cucho, viviblemente más preocupado que su par, se apresuró a explicar en breves palabras. —Se llevaron a Sergio. Su mujer puso la maceta roja a la derecha de la puerta. Jeremías frunció el ceño y buscó la mirada de su sobrina, hallando en cambio los bellos ojos cerrados, apretando la bronca del golpe. —¡Vaya que están enteros estos criminales! —lamentó el sereno ajedrecista—. Tienen su aparato de inteligencia intacto, por si alguien lo dudaba. —Yo no esperaba esto —murmuró Laura. —¡Ni yo, por supuesto! —replicó el tío—. Pero ya está. Ahora pensemos qué hacer —dijo mirando a uno por uno en torno a la mesa de cemento. —Yo creo que sin dudas lo tienen en la cueva —afirmó el Griego. Cucho asintió. —Sí. Seguro. ¡Pensar que Sergio descubrió la cueva y ahora cayó ahí! —Además —agregó su compañero—, le van a dar con todo para que hable. Jeremías trató de llevar calma. —Sergio tiene mucha experiencia y es inteligente. Dirá que alguien desconocido le paga por informar si las reuniones de la 126

patota se siguen haciendo y quiénes asisten. Eso es creíble, y además lo despega de pertenecer a cualquier organización. —¿Y lo de esta noche? —preguntó el Griego. —Yo en lugar de Sergio diría que escuché que algo pasaría en un almacén, nada más —sostuvo Laura. Cucho no entendió. —¿Por qué? —Porque con eso bastaría para abortar la operación —explicó ella—. Jamás atacarán el almacén si saben que los pueden estar es- perando. —Bueno, tranquilos que no estamos tan mal —resumió Jere- mías—. Ellos ignoran que sabemos de la cueva, y si además creen que Sergio no pertenece a ninguna organización, es obvio que esta noche no nos esperarán allí. —De acuerdo —compartió el Griego—, pero si se les pudrió lo del almacén, algún golpe tienen que dar. —¡Y rápido! —aportó Cucho—. Saben que alguien les está encima. Jeremías miró con cierta sonrisa a Laura. —¿Y vos qué moverías en lugar de ellos? Ella, encantada con los desafíos de su tío, examinó el tablero y rápidamente amenazó a la dama blanca con un alfil. —Yo, si no pudiera atacar al grupo, le caería encima a uno de sus miembros —dijo muy segura. Jeremías entendió la jugada. —¿A Mabel? —Sí —respondió Laura—. Atacaría al más importante o al más débil. Ahí, débil no hay nadie. Coincido con que lo harían enseguida —añadió—. Puede ser esta misma noche. Se sacarían de encima el asunto dando un golpe y descartando a Sergio. Cucho y el Griego asintieron. El panorama estaba muy claro. Esa noche debían rescatar imperiosamente a Sergio de la cueva y, a la 127

vez, ubicar varias piezas para defender la dama. Eso los obligaba a dividirse. Recuperar al barrendero era desde luego urgente: no podía pasar de esa noche porque ninguno de ellos dudaba que lo iban a matar o desaparecer: Sergio sabía todos los nombres y la ubicación de la cueva. Eso lo sentenciaba. En cuanto a Mabel, solo se trataba de una conjetura que bien po- día no ocurrir o acaso dilatarse algunos días, pero era impensable dejar al azar la situación y no cubrirla esa noche. —Hablemos de la cueva —dijo Jeremías—. ¿Cómo funciona? —En realidad no tienen actividad allí —explicó el Griego—. Es una casita pegada a la barrera que está desocupada. —La tienen, suponemos, para cosas especiales o si chupan a alguien —agregó Cucho—. Ni siquiera se reúnen ahí, pero deben tener una ferretería de todos los calibres, estoy seguro. Laura seguía mirando el tablero, como ajena al análisis de sus compañeros. —Estamos obligados a dividirnos en la misma proporción que ellos se dividan —dijo de pronto—. Para vigilar a un hombre atado y por lo menos cagado a piñas, les alcanzará con dejar a uno de ellos en la cueva o a lo sumo dos. Además, si la casa no está habitada, mucho movimiento de gente haría sospechar a los vecinos. El tío asintió, convencido. —Y al mismo tiempo, para chupar a Mabel necesitarán dos o tres, más otro en el auto. ¡A propósito! —agregó—. ¡Hay que hablar con el chofer! ¿Cómo se llamaba? —Luisito —respondió Laura—. Nos espera esta mañana. Yo iré a verlo. Creo que con él y la mitad de los muchachos me las arreglo para rescatar a Sergio. Ustedes tienen que estar los tres cubriendo a Mabel. Todos entrecruzaron sus miradas acordando en silencio. Decidie- ron salir de inmediato para asegurar las condiciones hacia la noche: 128

El Griego y Cucho irían a dar el último detalle con los muchachos; Laura arreglaría con Luisito; Jeremías debía contactar al Toto para que se ocupara de prevenir a Mabel y el resto del grupo de lo ocurrido con Sergio y garantizar que nadie vaya al almacén esa noche. A partir de ahí, en verdad sé muy poco de las horas siguientes. Jamás pude llenar de contenido aquella incierta tarde. Desde luego, tengo mis conjeturas al respecto, pero carecen de todo fundamento. Tiempo después de estos hechos, tuve la oportunidad de conocer a Jeremías y poco a poco, de algún modo se puede decir que nos adoptamos mutuamente: él a mí como un inquieto discípulo y yo a él como un maestro en todos los órdenes de la vida. Alguna vez me animé a preguntarle sobre los preparativos de aquel día y me respondió simplemente que no hubo tales preparati- vos, aunque debo decir que no le creí. De hecho, me confesó que había estado esa tarde, después de muchos años, jugando al ajedrez en casa del Toto hasta pasadas las seis, y que incluso porfiaron largo rato sobre quién había ganado aquella última y lejana partida a mediados de 1975, del mismo modo que los dos afirmaban haber pagado la última pizza por entonces. “Esa tarde me sentí muy orgulloso —me dijo— porque hicimos tablas con el Toto, lo mismo que con Laura por la mañana”. La única información real que Jeremías me soltó fue que en la tardecita volvieron a reunirse los cuatro en la casa de Granville para cerrar algunos detalles de seguridad y coordinar las acciones. Como siempre, el único que estaba nervioso era Cucho; no por lo que fuera a ocurrir esa noche sino porque, aunque se empeñaba en ocultarlo, tenía una personalidad muy ansiosa: “Yo mismo le preparé un té de tilo —me contó Jeremías— con unas cuantas gotitas de algo que había indicado un amigo psiquiatra. “Solo Laura y yo conocía- mos el verdadero contenido del té” —me aseguró todavía. *** 129

Por fin llegó la noche, muy estrellada y apenas fresca, sin viento ni brisa en José Mármol. Luisito volvía de Solano por Mitre con los nervios destrozados. Más aún que Cucho, también necesitaba tomar unas cuantas gotitas de algo para calmarse al menos un poco. Literal- mente, le temblaban las piernas al conducir. Por la mañana se habían entendido muy bien con la Piba, acaso porque él solo se limitó a asentir cada indicación que ella le plan- teaba. Las calles componían ese desierto en penumbras que fascinaba a Miguel en su regreso de los viernes, pero Luisito no sentía lo mismo en absoluto. Al pasar la plaza rumbo a la estación de Mármol, un escalofrío le avisó que estaba tomando la recta final. En un vano intento por zafar de esa presión, comenzó a repasar mentalmente las indicaciones de Laura —que eran pocas y sencillas— y aunque tomó entonces algo de confianza, sus piernas seguían temblando. Llegó a la esquina fatal de García y tomó por Dorrego, de modo que en tres cuadras pasó por la casa de Miguel. Aminoró la marcha y miró hacia el fondo, hallando apenas la penumbra creada por la lámpara del patio. “¿Qué estará haciendo este infeliz?” —pensó. Al doblar en esa esquina tomando Amenedo sintió que se le salía el corazón. En un santiamén estaba en el galpón de Erezcano, donde ella lo esperaba. Subió el colectivo ubicándolo muy cerca del portón de chapa, ocupando así la desierta vereda en cumplimiento del pri- mer paso previsto. Ya no había vuelta atrás y solo quedaba esperar. Apagó las luces y dejó el motor en marcha. Los muchachos tarda- rían menos de treinta segundos en subir, pero no había señales de vida en el oscuro lugar. Desde luego, mientras esperaba, sus dedos iban y venían arando los surcos de la frente hasta que por fin el portón se abrió unos pocos centímetros. Más que nervioso, ya casi desesperado, se preguntaba por qué no salía nadie. 130

De pronto un simpático perro asomó por la puerta del colectivo, posando sus patas delanteras en el primer escalón, y allí se quedó mirándolo mientras movía lentamente la cola. Sin darle importancia, Luisito lo echó con un displicente movimiento de su mano. —¡Fuera! —exclamó. Para su sorpresa, el inoportuno can permaneció inalterable, ob- servándolo, y así continuó, fastidiando ya a Luichi al desobedecer una nueva orden. Buscó señales en el portón, pero no salía nadie; miró al molesto perro, que ya parecía burlarse de él, y estalló de ira. —¡Pero la gran puta! —gritó furioso. Se puso súbitamente de pie, y cuando quiso dar un paso hacia el canino, este le mostró todos los dientes en un feroz gruñido mientras subía otro escalón, amenazante. Luichi quedó paralizado. —¡Ay mamita! —gritó. El perro gruñía más aún y parecía prepararse para saltarle encima en el momento que Laura salía a la vereda, mirando con atención a izquierda y derecha. —¡Bueno! ¡Quieto! —le dijo en voz baja pero enfática al animal, que obedeció al instante. Enseguida le sonrió a Luisito, tieso por el susto. —¡Ya vienen! —avisó. De inmediato, el desdichado chofer vio salir del galpón una jauría interminable. Los perros comenzaron a subir al colectivo muy orde- nados, de uno en uno, mientras Laura esperaba al último para cerrar el candado. Miró otra vez para ambos lados y por fin subió con abso- luta tranquilidad. —¡Perfecto, Luisito! —le dijo—. ¡Vamos! Absolutamente desbordado por un hecho consumado, por una si- tuación irreversible, y acaso agradeciendo no haber sido devorado, el enmudecido chofer colocó la marcha atrás con resignación y sin hacer preguntas estériles. 131

Avanzó hasta la esquina de Conscripto Bernardi y dobló una cuadra apenas, llegando a Laserre. —¡Acá estamos! —le indicó Laura—. Abrí la puerta. Los perros comenzaron a descender con el mismo orden que ha- bían subido. Jeremías los esperaba amparado de la escasa luz pública bajo un árbol de la esquina. Unos metros adelante, Cucho y el Griego se hacían invisibles dentro del oscuro jeep, estacionado en diagonal a la casa de Mabel. Bajaron allí diez perros y otros tantos permanecieron en el colec- tivo con su ama. La espectral figura de Jeremías elevó una mano por encima de su cabeza despidiendo a los compañeros. —¡Dale, ya sabés! —le dijo la Piba desde el primer asiento. —Sí, vamos —respondió él, más resignado que nunca. El colectivo siguió una cuadra hasta Dorrego y dobló a la derecha. Tomó la S para cruzar Amenedo y luego, súbitamente, se detuvo. —¿Pero qué hacés? —preguntó Laura sorprendida. Luisito dejó su asiento y abrió la puerta. —¡Perdoname! —exclamó—. ¡Ya vengo! Ella quiso tomarlo del brazo, pero no pudo evitar que bajara a la carrera. —¡Pará! ¿Qué hacés? —¡Ya vengo! —gritó él desde la calle. Luichi abrió el portoncito de rejas, voló sobre el camino de ladri- llos y a toda carrera llegó al patio, casi sin aire. Con sus pequeñas palmas comenzó a golpear insistentemente la puerta de la cocina lla- mando a su amigo. —¡Miguel! ¡Abrí! ¡Miguel! Este, de inmediato se asomó por la ventana, corriendo las cortinas con el rostro desencajado. Ninguno de los dos olvidaría jamás la mueca del otro en ese instante fugaz. Miguel abrió la puerta enseguida. —¿Qué hacés acá? —le gritó—. ¿Qué pasó? 132

—Vení conmigo, ¡vamos! —exclamó Luichi, muy agitado—. ¡Estoy cagado de miedo! Su amigo lo miró con los ojos más grandes que nunca, inmensos. Quiso ensayar una respuesta, pero Luisito lo tomó de ambos brazos y lo zamarreó. —¡Mirame, Loco! ¡Soy yo! —le rogó al sacudirlo—. ¡Vení con- migo! Miguel supo al instante qué debía hacer. Luichi no le estaba pi- diendo salir a cazar un gato salvaje ni tampoco siquiera a enfrentar una banda fascista. Muy lejos de eso, su amigo le decía: “Tengo algo porque jugarme y tengo miedo”. “Ayudame”. Contra todo pronóstico, giró hacia adentro para volver enseguida con su campera y las llaves en la mano. —Dale Loco. ¡Vamos! —le dijo mientras cerraba la puerta. Con el rostro iluminado, Luisito picó en punta cruzando la galería. Trepó al colectivo sin mirar a la Piba siquiera y se zambulló en su asiento. —Te olvidaste de decirme que tus muchachos tenían cuatro patas —le espetó—. ¡Ahora estamos a mano! Al subir detrás, cuando su compañero ya arrancaba, Miguel se encontró ante sí con Laura y diez perros. —¡Chau, loco! —gritó—. ¿Y esto qué carajo es? Con una carcajada eufórica, Luichi por unos segundos tomó el mando. —¡Sentate ahí y escuchala! —le ordenó—. ¡Vamos, carajo! — gritó al acelerar. Pero el mando era obviamente de Laura, y ella de inmediato lo hizo saber. —Secuestraron a un compañero —le dijo seca y cortante—. Lo tienen acá nomás y lo vamos a rescatar. ¡Desde ahora no se habla más y se hace lo que yo diga! —¿Ah, sí? —exclamó Miguel desafiante. 133

¡Sí! —bramó ella—. Yo no contaba con vos acá. ¡No me compli- ques la noche! Luisito interrumpió aminorando la marcha, ya a punto de culmi- nar el brevísimo viaje. —Dale, Laura. Voy apagando las luces. Ella se puso de pie, dejando a Miguel furioso y sin respuesta. Estaban a pocos metros de la cueva, sobre Canale, casi en el punto de encuentro con Erezcano y el oscuro pasaje. —Avanza otro poco —dijo ella, ubicándose en el estribo—. Bue- no, me llevo dos perros —explicó en voz muy baja a Luisito—. Dejá la puerta cerrada y mirá con atención. —¿Y yo qué hago? —preguntó Miguel. —Vos mirá por la luneta trasera —respondió ella—. No hablen entre ustedes y no se distraigan —añadió mientras descendía con los canes. Desde el volante, Luichi la vio cruzar el empedrado en la oscuri- dad, llegando a la cueva, que tenía sus dos persianas totalmente ba- jas. Donde esa vereda terminaba, inmediatamente relucían las vías del tren, pasamanos para peatones de por medio. Ella lo sorteó, pero en lugar de cruzar los rieles tomó hacia la derecha por un angosto y oscurísimo sector de pastos altos y lleno de basura, paralelo a las vías. En ese punto Luichi la perdió de vista. A continuación de la pared lateral de la casa, un viejo alambrado separaba el patio trasero del paso del tren. Los perros iban detrás, pegados a ella. Laura avanzó varios metros hasta llegar al alambre. Desde allí espió. El patio era muy pequeño, con una puerta que accedía a la cocina y una ventana con rejas. Sonrió levemente. Adentro estaba la luz encendida. Se agachó en la oscuridad para palmear a sus perros, indicándoles que debían regresar, y se dispuso a seguirlos. Luichi la vio aparecer otra vez, atravesando el pasamanos. —¡Ahí viene! —le dijo en voz baja a Miguel. 134

A sus ojos, la figura de Laura fue cobrando nitidez mientras cru- zaba en dirección al colectivo. Por fin llegó. —Bueno, la cosa está bastante fácil —murmuró ella—. Adentro hay luz. Seguro que tienen a Sergio acá. —¿Y cómo se entra? —preguntó Luisito. —La ventana está un poquito abierta —explicó—. Tendrá que ir primero el más chiquito para abrirla más. —¡Cagaste, Luichi! —exclamó Miguel. —¿No ves que está hablando de los perros, pelotudo? —rezongó Luisito fastidiado. Con su mirada, Laura le hizo saber que adhería plenamente a aquel adjetivo. Miguel guardó silencio. —Después de los perros, vos saltas el alambrado primero —le espetó ella—. Tenés que tirar abajo una puerta. Miguel se estremeció. —¿Yo? ¿Y cómo la tiro abajo? Ella lo miró encogiéndose de hombros. —No sé —respondió—. Como puedas. Ya nos vamos. Con una seña de su ama la jauría se ordenó en el pasto contiguo al cordón de la calle. Luisito fue el último en bajar del bondi, cerran- do la puerta sin llave. Con un breve trote alcanzó a sus compañeros en la vereda de la cueva. Desde su interior no se oía el más mínimo sonido. Atravesaron el pasamanos y se metieron en el pastizal. Laura iba adelante muy sigilosamente, con las vías a su izquierda y la pared de la casa a la derecha, tanteando en la oscuridad más que viendo dónde pisaba. Detrás Miguel, Luisito y los diez canes. Al llegar al alambrado ella se detuvo y espió el patio. Susurró entonces cierta palabra ininteligible y se dispuso a alzar al pequeño perrito que se adelantó, pero en ese momento descubrió algo fantás- tico. Palmeándole una pierna le indicó a Miguel que se agachara para susurrarle al oído la noticia: —El alambrado está desprendido. Podemos pasar por abajo. 135

Él probó levantarlo un poco más de la tierra y pudo comprobar que cedía con facilidad. —Está hecho mierda —le confirmó—. Pasá al perrito. El pequeño animal ingresó al patio y de un salto se paró entre los barrotes. Apenas pudo meter el hocico entre la hoja corrediza de la ventana y el marco, logrando abrirla un poco más. —¡Listo! —exclamó por lo bajo Laura—. Pasarán dos o tres más. Los otros no caben entre los barrotes —le señaló a Miguel. —Metete en el patio y cuando yo te diga pateá la puerta con alma y vida. Sin decir palabra, Miguel comenzó a pasar con muy poco espacio mientras Luisito tensaba al máximo posible el hueco. Al lograrlo, fue cuerpo a tierra hasta el rincón opuesto del patio y ahí se quedó agazapado en la oscuridad. La jauría ingresó detrás suyo y luego su amigo, que volvió a tensar el alambre para que pasara Laura empu- ñando una pistola que llevaba bien oculta, para sorpresa y espanto de ellos. A la orden silenciosa de ella, los más pequeños se subieron a la reja y se filtraron en la casa por la rendija de la ventana. Solo había que esperar unos brevísimos segundos para entrar en acción. Un estruendoso coro de ladridos y el grito inmediato de un hom- bre fueron la esperada señal. —¡Ahora! —gritó Laura. Miguel avanzó dos pasos y descargó la planta de su pie izquierdo sobre la endeble puerta que se abrió de par en par con sus vidrios estallados. Los animales se agolparon para entrar y ellos detrás. Atra- vesaron la oscura cocina y llegaron a una sala donde el Sapo y Pelusa gritaban bajo una montonera de perros que los mordían por todas partes. Laura corrió hacia la única puerta lateral y, al abrirla, encontró a Sergio en la oscuridad, atado a una silla y amordazado con su cara plagada de moretones y sangre por doquier. 136

—¡Ayudame! —gritó a Luisito mientras intentaba desatarlo. Miguel quedó en medio de la sala sin saber qué hacer, mirando espantado el feroz ataque de los perros a los hombres que gritaban desesperados en el piso. Sobre la mesa vio dos armas que tomó instintivamente. Salió al patio y las arrojó a las vías. 137

Cuando regresó corriendo, Laura y Luisito sacaban a Sergio de la habitación como si fuera una pesada bolsa, logrando apenas mante- nerse en pie. —¡Abrí la puerta! —gritó ella forcejeando para avanzar. Miguel vio las llaves en la cerradura. Pasó como pudo entre hom- bres y perros, gritos y ladridos. De inmediato pudo abrir. Arrastrando a Sergio llegaron a la vereda. Con un chiflido de su ama los perros soltaron a las presas y salieron raudamente. Miguel cerró la puerta y arrojó las llaves lejos, a la oscuridad de la calle. —Dámelo, Luisito —exclamó. Su amigo lo ayudó a cargar a Sergio en brazos y corrió a abrir el colectivo mientras Laura dispersaba la jauría chocando sus palmas, como aplaudiendo. —¡A casa! ¡A casa! —les gritó. Al fin cruzaron el empedrado y subieron al colectivo con mucha dificultad. El pesado cuerpo de Sergio, casi ingobernable, quedó re- costado en el primer asiento. Luisito arrancó de inmediato con las luces apagadas. Dobló por Erezcano y tomó la cuadra larga de Sánchez, aún de tierra por entonces. El Treve a toda velocidad parecía un barco en la tormenta, bamboleándose y saltando, sacudiendo a todos los tripulantes, afe- rrados como podían a sus asientos. —¡Dejanos en lo de Miguel y avisale a Jeremías! —le gritó Laura. Llegaron en un instante y, apenas bajaron sus compañeros, Lui- sito encendió las luces y partió. A la vuelta, sobre Laserre, el jeep permanecía estacionado en el mismo lugar con los tres ocupantes hastiados en su interior al igual que los perros, esperando alguna orden, echados en la oscuridad de la vereda. Luisito se detuvo a la par y dio el parte triunfal al Griego, aso- mado ansioso por la ventanilla. 138

—¡Listo! —le dijo tembloroso y agitado—. ¡Están todos bien en la casa de Miguel! De inmediato, tocó una breve bocina y se alejó. En el jeep estalló un unánime festejo con gritos y aplausos, inte- rrumpido de pronto por la aparición de Mabel desde la esquina, ca- minando sola y sin apuro, dispuesta a entrar en su casa. Pese a la advertencia que le hizo llegar el Toto, ella había ido de todas maneras más temprano a cenar con los gallegos en el almacén. Esperaron en absoluto silencio que Mabel cerrara la puerta tras de sí. Asomado por la ventanilla Jeremías dispersó a los perros con tres o cuatro palmas y partieron rumbo a la casa de Miguel, donde Laura y Sergio esperaban. Del resto de Los Gatos no hubo noticias esa noche. 139



Epílogo El viernes 14 de septiembre de 1984 se vivió en Adrogué una fiesta inolvidable. La marcha convocada por el Movimiento de Ju- ventudes Políticas desbordó el espacio de la plaza San Martín, frente a la estación, pero también desbordó el aire. Redoblantes y platillos, bombos, cornetas, cánticos y consignas trepaban por los árboles para quedarse flotando en una nube invisi- ble; para ser respirados —al menos para muchos de los presentes— por primera vez en la vida y embriagarse con una pasión contagiosa, tan nueva como remota. No había color que no estuviera presente. Bajo decenas y decenas de banderas, Laura, Jeremías, el Griego y Cucho cantaron y marcha- ron en una extensa columna por el centro de Adrogué que volvería luego al punto de partida para el acto central. No era un pueblo feliz, por supuesto, pero sí era un pueblo recupe- rando las expectativas, y también, acaso de manera subyacente, más allá de cada bandera y cada pancarta sentida como propia, se volvía a configurar la identidad del campo popular ratificando masivamente un enemigo en común con tantos jóvenes en las calles. Esa tarde faltaban solo seis días para que la CoNaDeP diera a conocer públicamente su informe y apenas tres semanas para que la Cámara Federal de Apelaciones se hiciera cargo de la causa sobre las Juntas, quitándosela a la justicia militar y dando curso al juicio histórico que comenzaría en abril de 1985. Había razones para festejar. A instancias de Cucho, ellos no participaron del acto de cierre para ir a La Esquina por una picada con cervezas. Un rato más tarde, observaban en silencio desde la ventana del bar el hermoso espec- táculo de la desconcentración, en un lento caminar con menos color por las banderas ya plegadas y con menos sonidos porque las charlas 141

simultáneas reemplazaban a los cánticos. Desde luego, no hubo ninguna pancarta condenando al Hombre Gato, desprendido de los genocidas y de las amenazas de bomba y de muerte. Más allá de nuevas y esporádicas apariciones —en la piel de algún ladón solitario o en la estupidez de algún bromista— y a pesar de esa prensa decadente que procuraba sostener el negocio, lo cierto es que su nombre se fue diluyendo rápidamente, impune e in- victo. En la mesa del bar no había euforia, pero sí la misma alegría de la calle, especialmente por saberse parte de esa larga lucha que estaba comenzando. Pasadas las diez, los compañeros se separaron. Luego de dos vier- nes muy intensos, el Griego y Cucho volverían esa noche a jugar al pool. Laura y Jeremías prefirieron regresar a la casa de Granville caminando. Desde el Colegio Nacional tenían por delante unas ocho cuadras, siempre derecho por Bynnon. La noche estaba muy linda. Cuando el jeep con sus amigos se alejaba del bar, ella tomó al tío del brazo y emprendieron el regreso. Sus charlas eran increíbles. Así como en las partidas de ajedrez, cada uno tenía pensado de antemano qué iba a decir el otro y adivi- naba sus intenciones, incluso en los silencios. —Quería preguntarte por el disfraz —disparó Jeremías. Laura lo miró de reojo, algo poco habitual pero muy significativo en ella. —¿Qué pasa con el disfraz? —¡Conozco muy bien esa mirada tuya! —dijo el tío sonriendo— . Significa “de eso no hablemos”. De hecho, la última vez que me miraste así fue cuando te propuse que lo usaras. —¿Y para qué lo querés? —El domingo los muchachos harán un asado, si no llueve — explicó Jeremías—. Pensé que sería justo quemarlo en la parrilla. Laura le clavó la misma mirada, soltándole abruptamente el brazo. 142

—¿Vos me estuviste espiando? —le reprochó. Jeremías lanzó una carcajada, ofreciéndole el brazo otra vez. —¡No! —se apresuró a decir—. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar si sentís un fuerte olor a quemado que viene del patio? Tuve que mirar y ahí te vi quemándolo. Ella no pudo desconfiar de la explicación. Se detuvo y lo miró de frente, muy seria. —A mí no me divirtió usarlo —le dijo—. Quemar el disfraz fue un desagravio muy personal —afirmó. Sonriendo, Jeremías retomó la marcha. —¿Sentiste que quemabas una esvástica nazi? —No creo que lo entiendas —sentenció ella—. Sentí que que- maba las armas del enemigo. Jeremías arqueó las cejas y, acaso admitiendo para sí no entender, dejó pasar un momento. —Tal vez al asado venga Luisito —comentó de pronto—. Ayer estuvo en casa para revisar la instalación eléctrica. —¡Qué raro! —respondió ella—. Hubiera jurado que anda todo bien. Él sonrió: —Anda todo bien, por cierto. —Bueno —concluyó Laura—. Tal vez ahora comience a verlo más seguido. Jeremías no respondió, dando por sentado que estaba todo dicho sobre el tema. Sus silencios eran parte de ese halo de misterio que lo rodeaba y él sabía manejarlos muy bien, en los momentos precisos. De hecho, con el correr de los años yo mismo elegí no conocer algunos de sus secretos. Jamás quise preguntarle, por ejemplo, cómo hizo aquella noche para aparecer como un fantasma en el colectivo de mi hermano y si en verdad fue él, como siempre sospeché, quien dejó marcadas las garras del Hombre Gato en el patio de casa, aterrando a mi madre. 143

Cuando cruzaron la barrera de la estación y solo quedaban tres cuadras por recorrer, Laura miró el reloj. —Vamos bien —afirmó Jeremías. Ella también guardó silencio. Por fin llegaron a la esquina de Granville y unánimemente se detuvieron. —Me voy a dormir —dijo él—. Mañana jugaré ajedrez con el Toto y vengo sospechando que solo me gana cuando me agarra can- sado. Le dio un largo abrazo y se despidió con un beso en la frente. —Tu colectivo pasará en unos cinco o diez minutos. No lo pierdas. Sin más, se alejó por la vereda. Ella caminó unos pasos hasta la parada y esperó. Otro viernes terminaba en el silencio de José Mármol, esta vez sin lluvia. Desde el fondo de Bynnon surgieron dos faros. Miguel venía atravesando el oscuro vacío. Laura extendió su brazo derecho y el Treve se detuvo, abriendo la puerta. Subió. Estaban a una semana de la primavera y a unos mil años de la muerte. —¿Hasta dónde viaja, señorita? —preguntó el chofer. Ella le apretó con fuerza la mano. —Hasta el final del recorrido —contestó. FIN 144

145

Consideraciones finales Los hechos aquí narrados en torno al llamado Hombre Gato tuvieron lugar entre el 31 de agosto de 1984 y el 14 de septiembre de ese año. En mi opinión fue una de esas operaciones que hoy se denominan fake news propaladas por usinas a sueldo de los responsables del genocidio. En aquellos días del Hombre Gato estábamos en vísperas de conocer el informe de la CoNaDeP que denunció los asesinatos, torturas y desapariciones. En esos momentos, además, la Cámara Federal de Apelaciones desplazó a la justicia castrense determinando que las juntas militares serían juzgadas por la justicia civil, paso inicial para el juicio que condenó a Videla, Massera, Agosti y sus secuaces. El último presidente de facto, Bignone, había promulgado un año antes la amnistía para todos los delitos cometidos por militares y la responsabilidad penal de quienes se habían exiliado y de los oposito- res que no habían llegado a ser detenidos durante la dictadura. Es útil recordar que Alfonsín denunció un pacto sindical–militar y logró derrotar al peronismo, cuya dirigencia había apoyado durante la campaña la auto-amnistía de los represores: Luder, Bittel, Cafiero, Ruckauf, Menem… Al escuchar tantos alardes del kirchnerismo en defensa de los Derechos Humanos no puedo menos que evocar una aguda opinión atribuida a Miguel Mazzeo: “Lo único seguro es el futuro porque al pasado se lo cambia todos los días”. Gracias a ese contexto que diluyó la amnistía de Bignone pude vol- ver con mi familia del exilio en 1984, justamente, en los días de la fake news del Hombre Gato. Comenzaba entonces esta etapa institucional que sigue lejos de ser una verdadera democracia, donde los medios de comunicación y 146

aquella misma dirigencia —una verdadera yuxtaposición de asocia- ciones ilícitas— siguen operando en función de sus intereses, mani- pulando la realidad. Hemos visto de todo: cientos de casos de gatillo fácil y cientos de desapariciones en “democracia”; el delincuente Menem muriendo impune, De la Rúa absuelto por los muertos de diciembre de 2001, un Ministro en funciones —Aníbal Fernández— que fue capaz de decir que “los piqueteros se mataron entre ellos” cuando el gobierno de Duhalde asesinaba a Kosteki y Santillán mientras el diario Clarín titulaba “La crisis se cobró otras dos vidas”, además de seguir te- niendo presos políticos en un gobierno “popular” de otro Fernández. Pese a ellos —los medios de comunicación, la dirigencia delincuente y decadente y otras yerbas— el pueblo alcanzará la democracia más temprano que tarde. Por ahora, treinta y ocho años después y sin Hombre Gato, como dice aquella canción de Charly García, “nos siguen pegando abajo”. Jorge Horacio Pérez 147

Índice 7 9 Prólogo 11 Agradecimiento a Gerardo Álvaro Canelo 13 Plano de Jeremías 17 Introducción Capítulo I 37 Viernes 31 de agosto de 1984 53 Capítulo II 67 Sábado 1° de septiembre Capítulo III 81 Domingo 2 de septiembre 95 Capítulo IV 111 Lunes 3 de septiembre Capítulo V 125 Martes 4 de septiembre 141 Capítulo VI 146 Miércoles 5 de septiembre Capítulo VII Jueves 6 de septiembre Capítulo VIII Viernes 7 de septiembre Epílogo Consideraciones finales Esta obra se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Ediciones del País SRL en el mes de julio de 2022




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