Sacó rápido la cuenta. Dieciocho horas atrás todo era absoluta- mente distinto: su vida era una cagada, sí, pero relativamente apaci- ble; su madre vivía tranquila; no existían Laura ni Jeremías; no tenía remordimientos ni se hacía preguntas. Todo lo transformó de un mo- mento a otro el Hombre Gato. ¿Pero por qué? —se preguntó— ¿Te- nía algún sentido creer que ese estúpido felino se había ensañado con él, un simple chofer de colectivo, hasta afectar su vida y todo su entorno?: Desde luego que no, pero parecía que sí, y algo tendría que hacer él al respecto. 51
Capítulo III Domingo 2 de septiembre Al día siguiente Jeremías y sus compañeros se reunían, según lo previsto, en la casa de la calle Granville. Él estuvo sentado en el patio trasero desde temprano, solo, con los codos apoyados sobre la mesa de cemento y las manos entrelaza- das con los dos índices sobre sus labios, como pidiendo un doble silencio. Los ojos, cerrados. Laura lo espió varias veces desde la co- cina y desde su habitación sabiendo que era capaz de no mover un solo músculo durante horas. “Vaya a saber hasta dónde viaja esa mente mientras deja su cuerpo ahí” —Pensaba. “¿Qué vueltas le estará dando al asunto?”. 53
Ocasionalmente, algún que otro pájaro se posaba en el extremo opuesto de la mesa. A veces eran dos. Como si no hubiera un hombre allí, lejos de espantarse permanecían largo rato, iban y venían. Laura lo seguía observando ensimismada hasta que de manera repentina Jeremías abrió sus ojos de par en par, permaneciendo in- móvil. Unos segundos después ella oyó que Cucho y el Griego entra- ban desde la calle. Él la miró. —¡Ya vamos a empezar! —le dijo, sonriente. Los muchachos saludaron serios y cabizbajos. Laura fue la última en sentarse, alcanzándole a Cucho la bandeja y el termo para que cebara mate. Ella ya había preparado las milanesas que comerían luego allí mismo, en el patio. Bastante obsesivo en cuestiones organizativas, Jeremías les había enseñado hacía ya tiempo que no se debe discutir y planificar mientras se come. Aquel mediodía corría una leve brisa y el sol había templado el patio desde un cielo celeste y limpio. Eran apenas perceptibles cier- tos presagios de la cercana primavera. Invariablemente, él abría la reunión dedicando un par de minutos a un tema trivial, como si se tratara de cierto ejercicio para ir entrando en clima. —¿Han observado ustedes que el jazmín del país de nuestra ve- cina ya ha dado sus primeras flores y el nuestro aún no? — preguntó—. ¿Cuál será la razón? Todos giraron su mirada hacia aquella planta, confirmando la observación. —Me parece que ese jazmín recibe más horas de sol —dijo el Griego. —¡Exacto! —respondió Jeremías—. Sin embargo, me pregunto por qué los pájaros se acercan aquí y no allá, donde están las flores. Todos se miraron y guardaron silencio. 54
—¿Y? —gruñó Cucho, celoso, dándole un codazo al Griego. ¿Por qué no respondes esa también? Mientras su amigo lo apartaba con un empujón, Jeremías los miró serenamente con una levísima sonrisa. Luego dedicó una mirada distinta a Laura, exclusiva para ella. —A diferencia de lo que suele creerse, los pájaros no nos rehúyen; nos buscan. Nunca lo olvides, mi pequeña amiga —le dijo. —Solo hay que estar predispuesto a recibirlos. —¡Ah! —exclamó Laura con sorpresa—. ¡No lo voy a olvidar! —Claro que no —dijo él. —¡Y vos tampoco, mamerto! —agregó el Griego devolviéndole el codazo a Cucho, que lo miró indignado. —¡Bueno! ¡Bueno! Vamos a lo nuestro —interrumpió Jeremías previendo alguna respuesta desubicada del gordito. —Como saben —comenzó a explicar—, estamos apenas a cinco días. Yo quiero felicitarlos otra vez por haber descubierto el plan, pero no podemos garantizar que no haya víctimas graves o fatales y ese debe ser nuestro primer objetivo. —Bueno, nosotros también podemos ser víctimas —señaló el Griego. —Nosotros, tal vez —supuso Jeremías—. Pero tendremos la ventaja de suponer lo que va a pasar y manejar algunos tiempos. Laura se veía preocupada. —¿Y qué hacemos con la denuncia? —inquirió. Jeremías meneó la cabeza negativamente. —No podemos hacerla porque ellos están en todas partes, como ya sabemos. Cualquiera puede filtrar información. —Sí, está bien —aceptó ella de inmediato. —¡Pero está el juez Piaggio! —señaló Cucho—. ¡Él es confiable! —Sí, claro —repuso Jeremías—. Pero, ¿quiénes intervendrán en las actuaciones y eventuales diligencias? —Ahí deberíamos confiar en la suerte y nada más. Es cierto que no habría seguridad —aportó el Griego. 55
Jeremías continuó. —Sergio, el barrendero, informa que todo está igual. Esos delin- cuentes se siguen reuniendo los lunes por la mañana. —¿Siempre en casa del almirante Hugo? —quiso confirmar Cucho. —Sí, siempre ahí, alrededor de las nueve —aseguró Jeremías. El Griego se animó a plantear un interrogante clave. —¿Y no sospecharán de él? —En absoluto —respondió Jeremías—. El almirante incluso lo saluda al verlo barriendo su cuadra. —¡Claro! Podrá ser un criminal, pero no maleducado —dijo Cucho generando la risa de todos. —Sergio es trabajador municipal de toda la vida —agregó Laura—. Hace muchos años que lo ven barriendo las mismas calles. ¿Quién podría desconfiar? —En eso estamos cubiertos —destacó Jeremías—. Que se reúnan mañana nos viene muy bien. Es importante que empiecen la semana teniendo noticias nuestras. —¡Sí, maestro! —celebró Cucho—. ¡Se van a enloquecer esos malditos! —¡Seguro! —sostuvo el Griego—. ¡Que se enloquezcan! ¡Así van a tener que salir de la madriguera rápido! ¡Como si les tiráramos un gamexane por la ventana! *** Me parece que a estas alturas se impone explicar brevemente quiénes eran el almirante Hugo y sus secuaces; esa banda de sinies- tros criminales. Él, anfitrión de aquellas reuniones y jefe del “coman- do” —como se llamaban a sí mismos— había sido un mandamás dentro de la dictadura en Almirante Brown. La incipiente democra- cia generó que con sus socios vieran la necesidad de reorganizarse 56
tomando contacto incluso con camaradas de otros lugares del conur- bano y la provincia en defensa de sus intereses y también en función de sus preocupaciones. En lo que respecta a sus cuatro compañeros, con quienes se había reencontrado unos meses atrás y sostenía las periódicas reuniones de los lunes, puedo decir apenas que eran criminales de su misma calaña pero aún con algunas neuronas menos. Mi rechazo visceral al almi- rante, Pupi, el Sapo, Juan Antonio y Pelusa me lleva a evitar des- cribirlos siquiera. Prefiero que quienes lean estas páginas los imagi- nen por sí mismos a partir de aquellos adjetivos calificativos que ya he mencionado. —El plan sigue igual —continuó explicando Jeremías—. El vier- nes siete habrá reunión en el almacén, como todos los viernes, a las once de la noche. Esta vez, por supuesto, no irá nadie, pero las luces estarán encendidas para que desde afuera parezca que hay gente. ¿De acuerdo? Todos asintieron. —Entonces —dijo retomando—. Nosotros llegaremos menos cuarto al refugio y desde ahí esperaremos. —La clave está en la sincronización —observó Laura—, porque nuestros muchachos deben llegar en el momento justo, cuando estén llegando las visitas indeseables. —¡Pero de Funes no tenemos ni noticias! ¡Con ese tipo nos equivocamos! —se quejó Cucho. Jeremías hizo un silencio. —Funes va a estar. Sea como sea va a estar. Ya no podemos conseguir otro colectivo. —Sí —coincidió Laura—. Yo creo lo mismo. Aun confiando plenamente en la capacidad de sus compañeros, no se le escapaba a Jeremías que ellos también corrían peligro, como había señalado el Griego. Aunque parecía relativizar ese tema, tami- zaba varias veces el plan para encontrarle el más ínfimo defecto. En 57
aquellas charlas de planificación él solía preguntar detalles a sus compañeros, incluso haciendo adrede objeciones equivocadas para chequear si advertían los errores. Esa confianza era por supuesto recíproca entre los cuatro y había sido construida a lo largo de los años. A fines de 1976, estando el Griego y Cucho exiliados en Brasil, supieron de un argentino que recién había llegado por la misma ra- zón. Alguien los contactó y así conocieron a Jeremías. Se reunieron un par de veces y él les aseguró que haría lo posible para conseguir la salida del país rumbo a Europa. Los dos amigos habían tomado contacto con una agrupación juve- nil que enfrentaba con escasos recursos a la dictadura brasileña. Toda la resistencia estaba drásticamente diezmada en el país por un régimen militar que databa de 1964. La casa de uno de ellos, en un barrio de clase media de San Pablo, había sido detectada como centro de reuniones conspirativas por la policía. El domicilio fue allanado cuando nadie se encontraba pre- sente, secuestrando abundante material muy comprometedor. Si bien el joven estudiante que habitaba la casa estaba a salvo, él y sus compañeros dudaban volver allí porque temían que hubiera una trampa tendida. La policía podía esperarlos en la vivienda, aunque esta, varios días después, aparentaba estar desocupada. Les plantearon el problema a Cucho y el Griego quienes, aprove- chando ser desconocidos en el lugar, pasaron unas cuantas veces para observar movimientos o indicios. Todo parecía despejado, pero la duda sin embargo continuaba. Era imprescindible que el estudiante pudiera volver allí porque confiaban en recuperar cierta documenta- ción importante guardada en un escondite casi infalible o bien, por lo menos, constatar que la policía la había encontrado. El Griego finalmente le contó el caso a Jeremías con la esperanza de poder solucionarlo. “Veré qué puedo hacer”, fue su moderada respuesta. 58
Se tomó dos o tres días para pasar por el lugar. En la casa no había movimientos aparentes, pero a él le interesaba ver además el contex- to, los detalles del barrio que pudieran servir. Finalmente atrasó la hora en su reloj, ya muy viejo, y fue a una relojería que estaba a dos cuadras de la vivienda. Se valió de ciertos recursos básicos que había estimado importantes para la ocasión. El relojero recibió a un hombre muy bien vestido que solicitaba una reparación, a todas luces sencilla, en un portugués muy limitado. Es- taba claro el sesgo racista del barrio, por lo cual un caballero educa- do, extranjero, blanco y rubio sería tratado sin dudas con deferencia. —¿Podría usted señor entregar el reloj mañana por la tarde en este domicilio? —preguntó amablemente, abonando el trabajo por ade- lantado. El hombre quedó encantado con ese distinguido cliente y se com- prometió a entregarlo sin falta. El desventurado relojero llegó en el horario indicado a la casa. Desde la esquina Cucho y el Griego observaban. En un instante, tres hombres armados salieron y lo metieron a empujones. Seguramente al demostrar quién era, el pobre sería en breve libe- rado, aunque no sin antes recibir el inevitable maltrato policial. En todo caso era preferible un mal trago para el relojero a la suerte que hubieran corrido los estudiantes en su lugar. Cucho y el Griego quedaron sorprendidos por su manera de resol- ver el caso. Los encuentros con Jeremías eran frecuentes y se hacía imperioso regularizar su estadía en Brasil, a punto de alcanzar los seis meses permitidos. Una opción era salir del país y volver a ingre- sar por otro trimestre. La otra opción, más difícil, salir rumbo a Eu- ropa. En Río de Janeiro, Jeremías consiguió cierta recomendación para ver a un funcionario del ACNUR (Alto Comité de las Naciones Unidas para Refugiados), un belga de origen francófono astuto, sa- gaz y sumamente diplomático. 59
—No puedo irme sin mis amigos —explicó Jeremías al funciona- rio cuando este le informó que podía asegurarle la salida a España. El belga le pidió unos días para resolver. A principios de febrero lo citó. —Ustedes son tres. Son muchos —sostuvo el diplomático—. A nosotros nos conviene también que se vayan rápido, pero solo puedo ofrecerle Noruega o Suecia como alternativas. —¡Suecia! —exclamó Jeremías sin dudar. —¡Perfecto! Viajarán antes de veintiún días —se comprometió el belga. En el país nórdico pasaron más de seis años. Allí se mantuvieron siempre juntos y conocieron, por supuesto, gran cantidad de latinos exiliados. Con Susana y Lechuga, una pareja de cordobeses, constru- yeron un vínculo muy fuerte, especialmente Jeremías por compartir la misma edad. Él quedó deslumbrado con la hija de sus amigos. Al momento mismo de conocerla —Laura tenía solo doce años— supo que la po- lifacética jovencita era una persona muy especial. Además de escri- bir hermosos poemas, la pequeña se destacaba en gimnasia artística y jugaba brillantemente ajedrez. Jeremías sufrió varias derrotas fren- te a la talentosa Laura y admiraba su destreza extraordinaria en el potro, las barras paralelas, las anillas y suelo. En Malmoe había acompañado a Susana y Lechuga para verla en numerosos torneos, donde siempre se destacaba. Volvieron a la Argentina todos juntos hacían fines de mayo de 1983, salvo el Griego quien permaneció en Europa un año más. Susana y Lechuga partieron desde Buenos Aires inmediatamente a su Capilla del Monte natal, pero Laura permaneció en Buenos Aires con el tío Jeremías para colaborar con él en una tarea descomunal que les esperaba y, acaso, para estudiar Sociología si tuviera tiempo. *** 60
Aquel mediodía después de almorzar, se quedaron ajustando los últimos detalles. Para confluir el viernes 7 a las once de la noche en Sánchez y Echeverría, a partir de ese instante cada movimiento debía estar perfectamente articulado en el espacio y el tiempo. Las horas comenzaban a pasar más rápidamente y el plan requería un desplie- gue muy intenso. Aquella misma noche se produjo un hecho insólito y desconcer- tante. Donde la calle Mitre se interrumpe al chocar con la estación se abren cuatro rumbos posibles. A la derecha en sentido noroeste se encuentra Dorrego con su clásico empedrado y a la izquierda, en una curva muy cerrada hacia el este sale el pasaje Rocha, separado de las vías por un terreno baldío de altos pastizales. Este pasaje continúa del otro lado de Mitre con el nombre de San Joaquín y recorre ciento cincuenta metros paralelo a las vías. Sin pavimentar y sumamente oscuro, predominaban en su trayecto los lotes baldíos con unas pocas casas. Por último, para los peatones se encontraba el túnel de la es- tación que, iluminado con tenues lamparitas, exigía una extraordina- ria valentía para internarse de noche en sus profundidades. En la ochava de Mitre y Rocha solía ubicarse un policía que habitualmente hacía en la zona su ronda nocturna, de apellido Gar- cía. Más allá del área que le tocaba cubrir, incierta para los vecinos, todo su despliegue se limitaba a recorrer diez metros sobre Mitre y volver al punto de partida. En ocasiones se esforzaba un poco más, cruzando la bocacalle para permanecer un rato enfrente, sobre Dorrego. Muy flaco y sumamente alto, su desgarbada figura tenía algo de grotesco, en particular porque sus pantalones le quedaban sobre los tobillos requiriendo, al igual que las mangas de su chaqueta, como mínimo dos talles más. 61
Al predominar en esa esquina los locales comerciales —todos ce- rrados a esa hora, por supuesto— el pobre García se aburría atroz- mente sin tener alguien con quien conversar o al menos cruzar un saludo. 62
Pasadas las diez ya no transitaba nadie por esas calles y él perma- necía rodeado de silencio, sentado de a ratos sobre el cordón de la esquina, con sus puntiagudas rodillas casi a la altura del mentón, cabizbajo y quieto. Cuando faltaba poco para la medianoche —a esa hora su ronda terminaba— solía volverse un poco más activo, recorriendo anima- damente su breve trayecto y cruzando la calle con más frecuencia. Debo decir que no aspiro en estas líneas a generar en el lector una sensación comparable con la que yo experimenté al recibir este re- lato. Cada vez que lo recuerdo me imagino en lugar del Hombre Gato sobre el techo del local junto a la esquina. Desde ahí, agazapado, veo a García ir y venir por la vereda, esperando con ansiedad que sean las doce, sin sospechar que esa noche se llevaría el susto de su vida. El astuto felino esperó el momento oportuno y se lanzó desde la altura, cayendo justo frente al policía con un alarido agudo, aterra- dor, punzante a los oídos. García dio un salto hacia atrás. Sin gritar siquiera salió corriendo desesperado y dobló por el pasaje Rocha, encontrándose con otro Hombre Gato en medio de su camino. El monstruo llegó a tomarlo de la chaqueta, pero el vigilante logró soltarse y huir. Sin que se le ocurriera extraer su arma, cruzó la bocacalle para tomar Dorrego, cuando un tercer Hombre Gato salió a su encuentro, oculto detrás de un paraíso. Ya rodeado, alcanzó a pensar segura- mente que prefería morir antes que meterse en el túnel y quiso esca- par entonces por el callejón San Joaquín. Uno de los felinos que lo perseguía logró rozarlo con un tacle. García cayó de bruces en medio de la calle, pero como si fuera de goma rebotó y siguió corriendo, internándose en aquella boca de lobo que literalmente se lo devoró. 63
El Hombre Gato ya no era un ser solitario, perdiendo así una característica que lo definía. Todo su misterio se enturbió, lo mismo que cierto toque romántico en su leyenda. Ahora se acercaba más a un vulgar delincuente que había perdido identidad en una banda de vulgares delincuentes. Con el correr de los días el rumor se esparció entre los vecinos. Tal vez alguien vio lo sucedido al vigilante —aunque la esquina es- taba desierta— y la noticia fue viajando. 64
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Capítulo IV Lunes 3 de septiembre Miguel solía repetir, como decía la célebre canción de Bob Geldof, “No me gustan los lunes”. Si bien no tenía que madrugar porque arrancaba recién a las once de la mañana, su malhumor de ese día solía durar varias horas. A las cinco en punto de la tarde salió de Temperley, ya con el ánimo más templado, para dar su última vuelta. Tal como estaba previsto, cuando a las cinco y diez tomó por la calle Canale, ella lo estaba esperando en la esquina de Dorrego. La vio claramente cincuenta metros antes y sintió un estremeci- miento que lo conmovió. Fue una sensación antigua, familiar, au- sente durante años que, supo entonces, su cuerpo había extrañado en secreto. ¿Cuántas ideas pueden pasar por la mente en cincuenta metros, a treinta kilómetros por hora en esa callecita de empedrado? Pensó en las incontables veces que había caminado por allí con Marisa, exac- tamente por allí, cuando el amor era invencible y para siempre. Volvía a hacerse palpable después de mucho tiempo la tortura que significó luego el recorrido del Treve pasando por lugares tan queridos, depositarios de secretos hermosos y ya muertos; de esas complicidades capaces de convertir simples rincones o sonidos en una íntima historia. Después de Marisa, se había vuelto a tal punto insoportable pasar cotidianamente por esas calles que estuvo decidido a renunciar, cosa que no hizo solo por su madre y su hermano. ¿Y ahora qué quiere esa mujer sino convencerlo de esa locura chota del Hombre Gato? ¿Acaso estaba ahí porque lo amaba como solo Marisa supo hacerlo? 67
La vio nada más que unos minutos fugaces. Ella apenas le había dedicado un puñado de palabras sueltas que eran parte de un libreto, de un engaño. No fue una mujer aquella de tres noches atrás; fue un personaje de cierta ficción que lo intrigaba, sí, pero nunca habló con ella. Sin embargo, indudablemente fue una mujer cuando la llevó en sus brazos como si la vida, de pronto y porque sí, le hubiera dicho: “Este es el ser más hermoso del Universo. Amala y dejate amar”. ¿Qué pasaría ahora? Allí estaba Laura con su brazo derecho ex- tendido marcando el final de una era y el comienzo de una nueva o simplemente haciéndole entender que no le quedaba más opción que detenerse. Así lo hizo, con la vista clavada al frente y la certeza de no estar preparado para lo que iba a ocurrir. Laura por fin subió y entonces él oyó por primera vez su voz real, no ya los susurros de aquella actuación bajo la lluvia. —Hasta la calle Arias —dijo. Miguel cortó el boleto y lo extendió recibiendo a cambio dos monedas y un pequeño papel doblado en cuatro pliegos. Cerró instin- tivamente su mano como una reacción automática al estímulo y miró a Laura sorprendido, recibiendo en respuesta esos ojos clavados en los suyos. Ella atravesó el interior del coche y se ubicó en el último asiento individual. Desde entonces Miguel no pudo evitar mirarla mil veces por el retrovisor para ir descubriendo detalles poco a poco. Lo primero que se impuso a su vista fue el tapado azul marino, un pullover verde oscuro, la bufanda escocesa en celestes y grises y una vincha alta, roja, que despejaba su frente. Recorrió varias veces el cabello castaño, lacio, esa boca pequeña y los ojos marrones sin ningún maquillaje. La belleza de Laura era sencilla y sobria, de una cuidada sobriedad. Ella no lo miraba. Su vista seguía fija en el exterior como abs- traída por el lento pasar de las veredas. 68
En el peor de los casos, como mínimo, él ya guardaría para siempre dos miradas de Laura: secando su pelo en esa fugaz apari- ción y al pagar el boleto, combinando en ambos casos una imagen serena con cierta fuerza avasallante. Al fin de tanto observarla llegó a una conclusión inevitable: “Es perfecta” —se dijo, advirtiendo que el viaje de su hermosa pasajera ya terminaba. Ella se puso de pie, hizo sonar el timbre y esperó para descender en la misma esquina que Jeremías aquella noche. Miguel al abrir la puerta trasera le dedicó una mirada de despedida que no tuvo respuesta. Ya en la vereda, ella hundió sus manos en los bolsillos del tapado azul y volvió una cuadra sobre el lateral de la plaza por Mitre hasta Veinticinco de Mayo. Allí, en el banco más cercano, se sentó. Aquella tardecita de finales del invierno la invitó a quedarse un rato con ella. El día había estado apenas fresco, pero la partida inminente del sol en unos minutos traía escondido el frío entre las sombras “¿Qué le pasa a este flaco?” —pensó. “No pareció sorprendido al verme y me ignoró cla- ramente” “¿Quién se cree que es?” Tuvo que reconocer cierta atrac- ción hacia él: ¿Su voz? Sí, pero más que eso su personalidad, la ma- nera de hablar, potente y firme. Lo había estado escuchando tras la puerta la otra noche, en aquel breve diálogo con Jeremías, y tuvo el impulso de asomarse para verlo antes que se fuera, mientras secaba su pelo. Sacó de su cartera los Colorado y se dispuso a fumar uno. La plaza estaba casi vacía, con algún transeúnte por ahí y todos los bancos a la vista libres. “No me saludó. Ni un hola siquiera, como si nunca me hubiera visto” —seguía pensando. En su mente, poco a poco, el chofer fue desplazando al hombre. “¿Qué haremos ahora?” “¡Si este nos corta el rostro estamos perdidos!”. 69
Arrojó el cigarrillo a medio fumar. Sintió la necesidad, como to- dos los días, de traer en su mente a Fernanda. Respiró profundo varias veces el fresco aire de la tardecita y cerró suavemente los ojos. 70
Se metió en un largo silencio para esperarla y al rato percibió un delicioso aroma a pochoclos. Fernanda siempre le traía un perfume familiar y alguna imagen también. La vio claramente —esta vez en la puerta del cine— sonriendo, como siempre. —¿Qué hago, Fer? ¿Qué hacemos? —preguntó angustiada. —En la vereda, haciendo la fila para ingresar a ver la película, Fernanda la miró dulcemente. Le dio una bolsita con pochoclos y acarició su cabello acomodando la vincha roja. —¡Chiquita! —murmuró—. Va a estar todo bien. A sus veinte años, Laura tenía algunas certezas firmes y definiti- vas: estar iniciando una lucha que le llevaría toda la vida; que esa lucha sería extremadamente difícil, y que Fernanda la acompañaría siempre. Cuando abrió los ojos ya era de noche. Todavía quedaba flotando en el aire el aroma del pochoclo, apenas perceptible. Se ajustó la bu- fanda, sonrió imaginando el reto de Jeremías y comenzó a caminar. Eran solo cinco cuadras hasta Granville y Bynnon. *** En el resto del trayecto Miguel se prometió no espiar el papelito, declarando para sí que no era importante y podía esperar. Para col- mo, debía dar la vuelta desde Solano en cinco minutos, de modo que no tenía alternativas. El viaje de regreso a Temperley fue en verdad un plácido paseo. Más allá de alguna fugaz conexión con su entorno y una que otra mirada al pasaje por el retrovisor, Miguel prácticamente no estuvo ahí. Las circunstancias lo forzaron a reconocer que nunca había sido tan injusto con un lunes y, quién sabe, acaso retribuyendo su honesta autocrítica, el día le hizo un regalo más al borde de la última penum- bra: allí estaba ella sentada en un banco de la plaza, inmóvil. Fue una imagen fugaz porque el instinto o la costumbre lo obligaron a prestar 71
atención al cruzar la esquina de Veinticinco de Mayo y ya no pudo mirarla otra vez; fue una postal que quedó impresa para siempre en su memoria, digna de un poster en la pieza junto al Flaco tocando. Sin darse cuenta, estaba de pronto llegando a la estación de Temperley. Al bajar del colectivo vio a Luisito conversando con otro chofer junto a la garita, cerca del acceso al puente de la calle Santa María de Oro. Este, que ya había advertido la llegada de Miguel, saludó de apuro al interlocutor y se encaminó en dirección de su compañero, a quien debía reemplazar para salir de inmediato. Como todos los lunes, Luisito lo llevaría hasta Amenedo y Echeverría, dejándolo a la vuelta de la casa. Se acercó con el gesto habitual de preocupación: su entrecejo fruncido, mordiéndose el labio inferior y apretando permanente- mente la barbilla con el índice y el pulgar. —¿Qué decís, Luisito? —preguntó Miguel dándole una palmada en el hombro. —Acá estamos, viejo. ¡Es muy jodido este asunto! —¿Seguís con lo del Hombre Gato todavía? —¿Qué te parece? ¡No te imaginas lo que pasó! —No sé. ¿Qué pasó ahora? —inquirió Miguel, que ya veía venir otra de sus exageraciones. —Nos dejó una amenaza en el colectivo. ¡Yo no me explico cómo lo hizo! ¡Debe filtrarse por las hendijas como un espíritu! Miguel no podía creer lo que estaba oyendo. Luisito había pasado el límite habitual y su conducta ya parecía más bien enferma. —Luichi —le dijo con el tono más calmo posible—. ¿Cómo es eso? ¿Qué amenaza? —Mirá, no sé si es una amenaza —aclaró—. ¡Pero está obsesio- nado con nosotros! Te muestro lo que encontré hoy en el bondi. Pero no se lo comentes a nadie. Buscó algo en los bolsillos de la campera casi con desesperación. 72
Miguel notó que las manos le temblaban y confirmó que su compa- ñero estaba en un estado muy distinto al habitual. —¡Acá está! —exclamó—. Fijate, mirá esto. Miguel no tuvo dudas. De inmediato reconoció el papel. Estaba doblado de la misma manera, tenía ese aspecto ligeramente amari- llento, algo ajado. Era el mismo que había robado a Jeremías. Lo tomó con cuidado y al desplegarlo supo que era un plano. Su vista fue directamente al dibujo casi infantil de un gato. Una chispa lo iluminó para sortear el momento. —¡Gracias Luichi! —gritó ante la perplejidad de su compañero. ¡Sos un fenómeno! ¡Lo encontraste! Lo tomó de ambos hombros y lo sacudió con fuerza. —¡Me salvaste! ¡Es una tarea de Fede para la escuela! ¡Yo la había perdido! La expresión de Luisito se transfiguró. Una mezcla de asombro y alegría le arqueó las cejas, sus ojos brillaron y hasta esbozó una son- risa por primera vez en muchos meses. —¡No me digas! —festejó—. ¡No te puedo creer! ¿Es de Fede? —¡Sí! —exclamó Miguel lanzando una carcajada y asegurándose el papel en un bolsillo—. Lo hizo para la escuela, pero me pidió que yo lo escribiera porque él tiene mala letra. ¡Casi me mata cuando le dije que la había perdido! —Ah hermano. ¡Qué alivio! ¡Yo pensé…! —Vos te perseguís con esas cosas —sostuvo Miguel—. ¡Dale, vamos que ya hay que salir! Mientras Luisito se acomodaba al volante y los pasajeros iban ascendiendo, desde el primer asiento su joven compañero trató de sostener una conversación sobre bueyes perdidos, pero no pudo evi- tar quedarse callado mirándolo cortar un boleto tras otro. Lo invadió un sentimiento de angustia. Veía en su amigo a un hombre inmere- cidamente desdichado que, con escasas oportunidades y recursos, se- guía aferrado a la vida. Luichi no había podido alcanzar lo mismo 73
que Miguel jamás quiso perseguir. Hablaron un rato de fútbol y acordaron encontrarse el miércoles, como siempre, cruzando sus miradas en el ancho espejo del Treve. Poco antes de bajar Miguel se puso de pie para ubicarse detrás de Luisito, pegado al respaldo de su asiento. Apenas inclinándose, le dejó un mensaje de despedida al oído. —Loco, bajá un cambio. No podés vivir así —le dijo—. Tran- quilizate, reíte un poco. Su compañero giró levemente la cabeza en silencio y asintió, agradeciendo aquel fraternal consejo. —Sí, sí… ya sé —dijo por lo bajo. Aminoró la marcha en Echeverría y Amenedo para que Miguel se lanzara del bondi. Un segundo antes de despedirse, volvió a sonreír. —¡Decile a Fede que yo encontré la tarea! —exclamó levantando el pulgar derecho. Miguel aterrizó y le devolvió el gesto con su mano en alto. En la joven noche de su esquina, dedicó unos segundos para mirar el bondi alejarse. Comenzó a caminar despacio por Amenedo hacia su casa, pen- sando en esa tarde tan particular y en todas las cosas insólitas ocurri- das durante los últimos tres días. Hasta el viernes pasado su vida había estado atrapada en la monótona ronda del Treve, dando miles y miles de vueltas lacerantes a ese doméstico laberinto, cotidiano y tan propio. Los años fueron mitigando ese sonámbulo dolor y su ci- catriz se convirtió en un callo duro e insensible. Ahora, de alguna manera esa banda de delirantes rompió el cerco. Jeremías había asomado de pronto por un boquete del laberinto en busca de un Hombre Gato, y si bien desde entonces todo fue absurdo, sospechoso y raro, la fantástica consecuencia rozaba lo imposible: había vuelto a enamorarse por primera vez después de Marisa. Aquel papel devenido ahora en mapa —lo cual hacía más intri- gante la situación— seguía pesando en la conciencia. Entrando por 74
la galería exterior de su casa decidió que al día siguiente iría a devolverlo, aún sin conocer el contenido. Al quitarse la campera dejó los dos papeles protagonistas de la tarde sobre la mesa y jugó la ceremonia de siempre a pesar de su avidez por leerlos. Se tomó unos minutos para preparar el mate y rescatar unas galletitas de agua del viejo tarro amarillo. Esta vez no encendió la radio. Por fin tomó el breve recado de Laura y sus ojos absorbieron de un golpe la primera sorpresa: “Es imprescindible su colaboración. Confirme mañana con el barrendero 07:30 horas”. Miguel no pudo reprimir una nerviosa carcajada. Tomó el pape- lito con ambas manos y le gritó, como agarrando a alguien de las solapas: —¡Ustedes están de la nuca! ¡Mañana a esa hora voy a estar to- rrando como un borracho! La indignación lo había ofuscado. Arrojó el papel sobre la mesa y se puso de pie de un salto. —¡Pero estos quiénes se creen que son! —gritó mientras salía al patio con el mate y el termo. Se sentó en el sillón de mimbre para quedarse un rato pensando, casi en penumbras, con la escasa luz que llegaba de la cocina. De inmediato reflexionó y tuvo que admitir el origen de su bron- ca: No era un mensaje de ella; era de ellos. Más allá de la excentricidad del barrendero y el horario, entendió que solo era esperable una nota de ese tenor. —¿Qué otra cosa esperabas? —se preguntó—. ¿Acaso un men- saje de ella invitándote a salir? Se sintió ridículo y, admitiendo esto, recobró su interés por el otro papel, el misterioso mapa recuperado por Luisito, pero sin generarse demasiadas expectativas y más bien dispuesto a encontrar cualquier cosa. —¡Soy un boludo! —exclamó en voz alta—. Ese mapa debe ser el plan para atrapar al bicho. 75
Por fin entró a la cocina, continuando la reflexión mientras daba vueltas a la mesa oval con ambas manos detrás, como paseando. —Bueno loco. Si te afanaste algo lo tenés que devolver, ¡pero no te metas en quilombos! Caminó un rato en silencio mientras miraba una y otra vez el mapa ahí, sobre la mesa. De pronto se detuvo. Una insólita ocurren- cia, absurda pero veraz, lo forzó a sonreír: Si había alguna certeza en todo ese absurdo, si de algo no cabía ninguna duda era, justamente, de la existencia del Hombre Gato. La fábula, el mito urbano, el per- sonaje hijo del imaginario popular era verídico y palpable; el fan- tasma y su banda, incluida la propia Laura, no merecían en cambio la más mínima confianza. El Hombre Gato era lo que parecía y lo que se decía de él; estos otros en realidad no eran nada o eran algo, por supuesto, que él siquiera podía imaginar. Por fin se sentó y desplegó el mapa. Un cúmulo de información lo invadió en breves segundos: su barrio, la plaza, el gato, letras, números, notas, fechas. Trató de entender siguiendo las referencias y los números de la parte superior. El 1 tenía el gatito dibujado; el 2 indicaba con una X el lugar, fecha y hora de su múltiple encuentro con Jeremías, el Hombre Gato y el jeep. No lo podía creer. —¿Qué es esto? —exclamó—. ¿Quiénes son estos locos? Cada nuevo dato lo asombraba aún más. Vio la línea punteada indicando el recorrido del Treve y una M señalando su casa. —¡Mi casa! —gritó furioso—. ¡Es mi casa! ¡No puede ser! Volvió al 1. Paso a paso revivió los hechos de aquella noche: Su- po que el bicho había aparecido en Canale y Ferré y luego cruzó la manzana en su fuga. Ahí estaba el jeep que lo persiguió por Chayter. —¡Esto es una locura! —gritó asombrado—. ¿Cómo sabían que el gato iba a estar ahí? ¿Y qué hacía Jeremías en el colectivo en ese momento? 76
—¡Pero este turro habrá hecho que llueva también! —se preguntó a viva voz. Volvió a los números. El 3 era la farsa de Laura en Granville y Bynnon, completando una noche finamente planificada; el 4 era otra vez Laura, esa misma tarde, esperando el colectivo para entregarle el mensaje a la hora exacta del recorrido por ese lugar. Claramente, hasta eso estaba planificado previendo su negativa del comienzo. Era obvio que lo habían seguido, conocían su casa y sus horarios a la perfección. Paradójicamente, si bien esto le generaba mucha bronca, al mismo tiempo sentía que por alguna razón lo habían elegido. Pero el 5 lo desbordó. A la vuelta de su casa, en Sánchez y Eche- verría, estaba marcado el almacén de los gallegos, un matrimonio que aún atendía el negocio inaugurado décadas atrás. “¿Los galle- gos? —se preguntó incrédulo. “¿Qué tienen que ver en esto?” Había un dibujito burdo e indescifrable en esa esquina junto al 5. ¿Un par de paletas? ¿Acaso dos lupas? ¿Una tijera? Justo enfrente, en diagonal, vio una E que las referencias indicaban como “Escon- dite”. —¿Qué escondite? —exclamó atónito—. ¡Pero si eso es un baldío! Cada minuto entendía menos, pero estaba claro que algo ocurriría en esa esquina el viernes 7, algo que estaba ahí señalado y que, ade- más, era lo último previsto. Esa serie de hechos absurdos y aterrado- res que rondaban su casa y tomaron su barrio culminarían, al parecer, esa noche a esa hora y en ese lugar, exactamente una semana después de la noche del gato rabioso. Recordó la puntual solicitud de Jeremías: “Lo necesitamos diez minutos el viernes que viene para traer a nuestros muchachos”. Demoró en advertir en el plano que los muchachos estaban mencio- nados en la G, en un galpón. Atónito y perplejo, se quedó con una pregunta imposible de responder: “¿Acá está pasando algo que todos saben menos yo? 77
El recorrido intenso de sus ojos por el mapa, de acá para allá sin parar, lo había extenuado. En verdad sentía haber cruzado todas esas calles corriendo en unos cuantos minutos. Intrigado y absorbido por esa trama, no sabía cómo proceder. Apenas le quedaban unas horas para entrar en el juego o quedarse definitivamente afuera, olvidán- dose del barrendero, del fantasma y su banda. También de Laura. 78
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Capítulo V Martes 4 de septiembre Miguel tomaba servicio a las diez. Ignorando la nota de Laura, había preparado el despertador para las ocho. Mientras desayunaba acercó el mapa y lo fue mirando de a ratos como si no quisiera en- contrarle más detalles. Tomó la esquela y ahora le pareció casi una súplica: “Es imprescindible su colaboración. Confirme mañana con el barrendero 07:30 hs.”. Miró el reloj. Las ocho y cuarto. Ya estaba todo resuelto o todo perdido. Era la única decisión que le permitía sacarse de encima ese asunto de locos y olvidarse de Laura; retrotraer su vida al viernes antes de la lluvia y quedarse tranquilo, en paz. Pero no podía engañarse. Una súbita angustia se apoderó de él; un remor- dimiento comparable con aquel viejo remordimiento. ¿Por qué no se animó a dar este paso? ¿Por qué no se jugó una vez al menos por algo que valía la pena y que, muy a su pesar, deseaba con toda el alma? ¿Por qué nunca en estos años se había animado a viajar a Jujuy para buscar a Marisa? Ya nada importaba. Tomó la nota de Laura y fue a la habitación para guardarla en la mesa de luz. Volvió a la cocina y subió un poco el volumen de la radio. “Tengo que regar las plantas antes de irme”, se dijo. *** A las siete de la tarde la penumbra ya caía sobre José Mármol. Las nubes habían cubierto el cielo durante toda la jornada y eran los instantes previos a una noche sin luna, apenas fresca, lejos del frío intenso de las anteriores. Laura iba caminando por Canale a la altura de Echeverría con las manos en los bolsillos de su tapado azul. Esta vez llevaba un gorro 81
de cuerina marrón y la misma bufanda escocesa de grises y celestes. Llegó a la esquina con Dorrego —donde el día anterior había abordado el treve de Miguel— y dobló hacia la derecha. Jeremías venía por la vereda de enfrente a media cuadra de distancia en una básica maniobra de contra seguimiento. Ella miró hacia atrás para dar el último vistazo a su compañero y con un breve trote cruzó la calle. Tito ya estaba bajando la cortina metálica de su negocio, de modo que Laura apenas agachándose le- vemente se zambulló en el interior de la carnicería. Jeremías desde la esquina la vio entrar y siguió su camino por Canale. Tenía seis cuadras por delante para llegar al centro de Adrogué, donde lo esperaba un viejo amigo. Tito era un maestro de la retórica y tenía en la ironía su principal recurso. Manejaba muy bien las palabras, construyendo metáforas y empleando un tono uniforme con oportunas pausas y silencios. A menudo sus interlocutores creían que estaba hablando de otro tema hasta que lograban entender el sentido de las elegantes y a veces rebuscadas expresiones. Cuando Laura entró, oyó desde un rincón del local la firme voz del carnicero: —¡Está cerrado, muchacho! ¡Vuelva otro día! Al mirar vio a Tito apuntándole con un 38. Ella sonrió levemente y con mucha lentitud se quitó el gorro. —Soy yo Don Tito. Soy Laura. Él la miró imperturbable y le devolvió la sonrisa. —Ya lo sé, piba —respondió—. Solo quería enseñarte que no tenés que entrar así. —¡Bueno! —dijo ella, sorprendida—. ¡Muy elocuente su estilo para enseñar! Bajando el revolver Tito volvió a sonreír. —Así no te vas a olvidar nunca. ¿Qué vas a llevar? —ironizó. 82
Laura se tomó su tiempo para responder, acomodándose el gorro y el cabello. —En las actuales circunstancias me conformaría con llevarme una buena explicación —respondió. Tito también hizo una pausa. Caminó hacia el mostrador y se deshizo del revólver. —Todas las noches cuando cierro el boliche me voy a la terraza a pitar un faso. ¡Vení, vamos! —le indicó con una leve seña sin esperar respuesta. 83
Salieron por la puerta trasera del local a un patio bastante oscuro repleto de plantas y tomaron por la escalera de cemento. A mitad del tramo Tito encendió una luz de la terraza. Laura lo seguía. Él fue derecho a la baranda de metal donde llegaban mansas las primeras hojitas del paraíso. Sin esfuerzo tomó del árbol un ramillete de sus bolillitas amarillentas, arrugadas por el invierno. Ella se puso a su lado y sacó de la cartera los cigarrillos. —Fumá de estos —le indicó él ofreciéndole unos Particulares. Enseguida agregó—: Al mediodía también vengo acá cuando cierro. Estoy un rato largo esperando que pasen las viejas por la vereda para tirarles bolillitas. ¡Tengo mucha puntería! —dijo con absoluta seriedad. —¿Con la vereda o con las viejas? —preguntó Laura. Él soltó una carcajada. —¡Me gusta tu estilo, piba! —exclamó mientras seguía riendo. —¡Sos muy piola! —¡Gracias! —aceptó Laura. Hubo un silencio. Los dos entendieron que ahora comenzaría la conversación de fondo. —¿Y qué pasa con su chofer? —preguntó ella. —El problema es que no pasa nada, según parece. —El problema —sostuvo Laura—, es que solo quedan tres días. —¡No! ¡Tres días es un montón! —exclamó él—. ¡Suficiente para que caiga un imperio! ¡Fijate que es lo que necesitó Cristo, según dicen, para resucitar! —O sea que todo puede cambiar en tres días. —Yo creo que sí, aunque depende de cómo juguemos las cartas. Es como en el truco, hay que guardarse la mejor para el final —ex- plicó Tito mirándola de reojo, y enseguida añadió—: Yo tengo un tres. ¿Vos qué tenés? —¡No sé! —dijo ella, sorprendida por la pregunta—. No quiero saber. ¡No me fijo en eso! 84
—Pero, ¿cómo vas a jugar si no sabes qué cartas tenés? —insis- tió—. Yo toda la vida tuve un tres, y eso es bueno. Laura seguía sorprendida y un tanto molesta por el giro insólito de la conversación. —Un tres es poco —le dijo. —¿Poco? ¡Voy a cumplir sesenta y cinco años y sigo jugando! — ironizó Tito. —¿Y por qué es bueno tener un tres? —¡Porque sabés de antemano que no te va a ganar cualquier gil! —aseguró—. Y como nadie juega solo, no es poco para aportar al compañero. Además, con un tres siempre tenés chances de ganar. Ella comenzaba a fastidiarse con las metáforas y las elucubracio- nes de su interlocutor. —Don Tito… ¿Qué se puede hacer en estos días con Miguel Funes? —Yo lo recomendé cuando ustedes me consultaron —dijo él, ahora muy serio—. Soy responsable por eso y me ocuparé del asunto. —Está bien —aceptó ella—. Esta mañana Cucho y el Griego vie- ron a Sergio barriendo con un trapo rojo atado al escobillón. Queda claro que Miguel no quiere saber nada. —¡Yo iría a verlo con el trapo verde para ahorcarlo! —gruñó Tito—. Pero tengo que tener mucho cuidado con Miguel. —¿Por qué? Tito arrojó un par de bolillitas más hacia la vereda y apoyando un codo sobre la baranda quedó de frente a Laura. —Mirá, piba —le dijo con gesto adusto—. Miguel es el hijo que nunca tuve. La vida lo cagó a cascotazos y yo no quiero lastimarlo más, pero a veces siento la necesidad de zamarrearlo para que se despabile. —Son cosas muy íntimas y antiguas por lo que veo —dedujo ella. —Sí —afirmó Tito—. Y algunas cuestiones que él todavía no sabe. Pero ya te digo —insistió—. Yo me ocuparé, y si no es Miguel 85
será otro, pero yo garantizo el chofer y el colectivo, aunque… —¿Aunque qué? —Aunque ese plan de ustedes me parece muy raro. Yo le dije a Jeremías. —¿Raro? —inquirió ella. —A tus amigos no hace falta enseñarle cómo se afana un colec- tivo —afirmó—. Lo afanan, lo usan y lo dejan por ahí. ¡Listo! —¡No! ¡No es tan fácil! Pensamos en esa posibilidad pero quedó descartada. ¡No se puede robar un colectivo diez minutos antes de usarlo! Y si lo robas con más tiempo, habrá una denuncia, lo estarán buscando y mientras tanto, ¿dónde lo escondés? —explicó ella—. Tiene que ser alguien de los nuestros y no tenemos a nadie. Eso solo nos dejaba la posibilidad de pedirle a usted que nos recomendara un tipo de confianza. —¡Y Tito la cagó recomendando a Miguel! —exclamó él. —Bueno, todavía estamos a tiempo. ¿No es así? —Dejame a mí —dijo él volviendo a la metáfora—. Algo voy a hacer con mi tres. —Bien —dijo ella—. Todo sigue en marcha entonces. Ya tendría que ir saliendo. El Griego y Cucho andan por ahí dando vueltas para llevarme. Bajaron la escalera y se quedaron un rato en el patio hablando de las plantas que lo poblaban. Al sonar brevísimo de una bocina Tito abrió la puerta lateral que daba a la calle y salieron a la vereda. —Andá tranquila, Laura. La próxima vez vení con más tiempo y catamos un oporto. Ella le dio un beso y se apresuró a subir al jeep que enseguida partió por Sánchez rumbo a la casa de Granville. *** 86
Jeremías llegó puntual a la cita. El Toto salió a recibirlo y se dieron un fraternal abrazo. Desde su regreso al país había visto al amigo apenas un par de veces pero en reuniones con otras personas, de modo que esta ocasión sería la primera en años para compartir un rato como en los viejos tiempos. El abogado era un hombre sobrio y sencillo, muy prestigioso pero poco querido en los ámbitos judiciales permeables a las presiones y convites de los factores de poder. Incorruptible y muy valiente, siempre conservaba una imagen serena. Por sus múltiples vínculos, contaba permanentemente con información actualizada de fuentes muy confiables. Se habían conocido en la juventud y cada uno tenía en el otro un consultor incondicional a quien recurrir en busca de ayuda o de un buen consejo. Toto no era muy demostrativo, pero estaba visible- mente feliz por la visita. —Bueno Jere —le dijo mientras se sentaban en torno al escritorio —. Primero vayamos a tu asunto así después charlamos tranquilos. Por lo que me anticipaste, veo que seguís metiéndote en problemas —bromeó. Jeremías sonrió, sabiendo que ese tipo de problemas fascinaban a su amigo. —¡Siempre en problemas! —le dijo—. ¡No voy a cambiar a esta altura de la vida! Toto lo miró con esa serenidad tan propia de su carácter. —Ya veo —sostuvo—. Y creo que por primera vez eso me preocupa. ¡Los tipos por los que me preguntaste son muy pero muy pesados! —Sí, lo sé —respondió Jere—. Supuse que vos tendrías mejor in- formación para mantenerme prevenido. Toto se dispuso a servir el café que había preparado de antemano. 87
—¿Y vos seguís pensando que estos tipos están vinculados con las amenazas al Centro de Estudiantes del Nacional de Adrogué de la semana pasada? —preguntó. —¡Sí! ¡De eso no tenemos ninguna duda! Además, amenazaron a los centros del Nacional de Merlo y del Normal de Banfield, lo cual nos muestra que están sincronizados en todas partes. —Seguro —sostuvo el abogado—. A mí me preocupa que los pi- bes se confíen y piensen que no pasa nada porque las bombas no estallaron y las sentencias de muerte no se cumplieron. Estuve reuni- do en un recreo con algunos y luego seguimos hablando en la biblio- teca. Amenazar y no cumplir puede ser un truco para que se distien- dan y caerles cuando menos lo esperan. —¡Claro! —exclamó Jeremías—. Son muy jóvenes y no saben manejarse frente a estas cosas. Incluso deben pensar que solo los del centro corren riesgo. 88
—Sí, también hablamos de eso. Un par de pibes que recibieron amenazas son alumnos míos y no integran el centro de estudiantes. Les advirtieron por notas anónimas que tengan cuidado con quienes se juntan —comentó el abogado—. Pero no es creíble imaginar a estos monos dedicándose a asustar pibes, obviamente. —¡Exacto! —festejó Jeremías viendo que Toto interpretaba la si- tuación—. Es un mensaje por elevación a ciertas personas que están muy activas, entre ellos, algunos familiares de estos pibes que se reúnen los viernes ahí en el almacén. A propósito, ¿Pudiste hablar con esa mujer? Toto arqueó las cejas y meneó la cabeza negativamente mientras forzaba una sonrisa. Esperaba esa pregunta de su amigo y tenía una respuesta que le iba a caer muy mal. —¿Qué pasó? —preguntó Jeremías adivinando la situación. —Tengo malas noticias, flaco —adelantó el abogado—. Hablé con Mabel Casas como me pediste, la vi ayer. Ella, además de ser la madre de un alumno amenazado, está en la comisión de padres. Yo la conozco hace muchos años y me tiene confianza. Está realmente preocupada. Me contó que están organizando una marcha para el 14, y que justo el 7 harán una concentración en la puerta de la escuela. —¿Y cuál es la mala noticia? —inquirió Jere. —Que deja librado a sus compañeros suspender la reunión en el almacén, pero el viernes a las once ella estará ahí. Jeremías se quedó mirándolo unos segundos, asimilando el golpe. —¡Pero eso es una locura! ¿Vos le explicaste…? —¡Claro que le expliqué! —exclamó Toto abriendo los brazos de par en par—. Le dije claramente que este grupo de tareas les iba a caer encima. —¿Y? —¡Y nada! Dice que los va a estar esperando y que pase cualquier cosa. —¡Uh! —lamentó Jeremías—. ¡Ahora sí que se pudrió todo! 89
—Bueno, pero puede ser que la patota no vaya este viernes—. Sostuvo el abogado—. ¿Vos cómo sabes que van a ir? ¿Por qué estás tan seguro? —¡No estoy seguro!, pero algún viernes tienen que atacar y nosotros hicimos algunas provocaciones para forzarlos a actuar rápido. Sin dudas están nerviosos. Sería muy raro que dejen pasar este viernes. Toto sonrió. —Esa mujer es una fiera. No le tiene miedo a nada —explicó—. ¡Y no sabes lo que son las visitas! —A ver, contame de ellos. —Bueno, a ver —dijo Toto sirviendo nuevamente café—. Todos estos tipos están vinculados a Etchecolatz, algunos desde hace mu- chos años. Pelusa y Pupi, por ejemplo, trabajaron con él desde que fue comisario acá a la vuelta, en la primera de Adrogué. —¡Ah bueno! —exclamó sorprendido Jeremías—. ¡No sabía que Etchecolatz fue comisario acá! —En 1967 —afirmó el abogado—. Durante la dictadura de Onganía. Estos dos fueron grupo de tareas ya desde la Triple A. Del almirante, no hace falta que te diga nada. Fue el principal operador en Brown directamente bajo la línea de Etchecolatz y Camps. —Sí, claro. ¿Y los otros dos? —De Juan Antonio sabemos vida y obra porque siempre vivió aquí a tres cuadras. Es el más conocido y cercano al almirante. Yo tengo por seguro que este tipo también integró las patotas y cantó a mucha gente de la zona. Del otro, el Sapo, yo no sé nada, pero me dicen que estuvo muchos años en el servicio penitenciario. El abogado tomó su pocillo, se reclinó en el sillón y miró al amigo compasivamente. —En resumidas cuentas, Jere —le dijo—. ¡Tené mucho cuidado! —Está bien —dedujo Jeremías—. Por lo que contás, si estos tipos intervienen es para secuestrar y matar. No saben hacer otra cosa. 90
Toto lo miró como queriendo escudriñar su estado de ánimo. —Mirá, flaco, hay otras noticias —le dijo finalmente. Su amigo se sorprendió. —¿Qué noticias? El abogado volvió a reclinarse en el sillón. —Te cuento dos —adelantó—. Por una parte, como se veía venir, es inminente que la Cámara Federal se quede con la causa para enjui- ciar a las Juntas Militares. —¿Le quitan la causa al tribunal supremo militar, nomás? —in- quirió Jeremías. —Sí. Serán juzgados por la justicia civil. Es cuestión que se formalice en unas semanas —supuso Toto—. Por otra parte, ya está terminado el informe de la Conadep. Antes de fin de mes se lo entregarán a Alfonsín, según supe. Dejando el pocillo sobre el escritorio, agregó en tono confiden- cial: —Por lo poco que se sabe entre los organismos, el documento es impresionante. Jeremías permaneció en silencio. —Te digo una cosa —concluyó el abogado—. Estos monos tie- nen razones de más para estar tan nerviosos y son capaces de cual- quier cosa. Desde luego, se están organizando en todo el país para frenar el tren. —Es que no tienen margen para volver —sentenció Jeremías. —Para volver parece que no. Pero tienen su poder intacto. Están en todas partes. Aquí, concretamente, la influencia de Etchecolatz sobre la policía es absoluta. —Toto se puso de pie y caminó hacia la ventana con las manos en los bolsillos de su saco dando la espalda a Jeremías por un momento. Este advirtió que el abogado se preparaba como un gran actor para la escena final. 91
—Bueno flaquito —exclamó volviéndose hacia él—. Por el mis- mo precio te doy otra primicia y luego nos vamos enfrente a comer una pizza. —Debe ser algo importante. Yo te conozco esa sonrisa de ancho de espadas —bromeó Jeremías. —Se confirmó la identificación de restos exhumados en el cementerio de Rafael Calzada —exclamó Toto—. Identificaron a Alvarenga, desaparecido en el setenta y siete. Jeremías dio un breve salto y se acomodó en el sillón. —¿Pero eso es seguro? —preguntó incrédulo. —¡Claro que es seguro! —insistió Toto—. ¡Hay resolución del juzgado de primera instancia de Lomas! ¡Lo identificaron por la fi- cha odontológica, flaco! —¡Es impresionante eso! —Es fundamental para lo que viene —aseguró el abogado—. Pero al mismo tiempo puede ser solo la punta del iceberg. Yo creo, flaco querido, que no nos va a alcanzar la vida para descubrir y conocer todo lo que hay escondido acá. —Sí —murmuró Jeremías conmovido—. Eso mismo dice Laura, y solo tiene veinte años. Según ella, toda su vida será una sola lucha interminable. —El asunto, Jere, es que van a usar todo lo que tengan a la mano para sostener su impunidad. —Bueno, ¡que sea una larga lucha entonces! —gritó el flaco—. Pero si ellos están en todas partes, nosotros también. Toto sonrió tendiéndole la mano para que Jeremías se ponga de pie. —¡Vamos que tengo hambre! —le dijo palmeándolo en la es- palda—. Si no recuerdo mal, la última vez pagué yo, allá por el setenta y cinco… 92
Salieron a la calle y se encaminaron hacia enfrente, a la pizzería Don Esteban, en la plaza Espora. Muchas cosas volvían a ser como antes, dictadura de por medio. Uno había regresado del exilio; el otro retomaba su profesión y era reincorporado en el Nacional de Adro- gué tras la exoneración. Habían cruzado el abismo y ahora afronta- ban un camino incierto hacia adelante. 93
Capítulo VI Miércoles 5 de septiembre Miguel y Luisito entraban al bar La Esquina, en Adrogué. Los esperaba una suculenta picada con cerveza, seguramente la mayor pasión en común que habían descubierto en sus años de amistad, ce- lebrada cada miércoles por la noche. Luego de darle varias vueltas al asunto, Miguel había decidido que Luisito debía conocer sus avatares de los últimos días. Daba por descontado que el amigo iba a preocuparse desmedidamente y veía venir una serie de abrumadores consejos que el hombrecillo le daría frotando maquinalmente su frente con las yemas de los dedos. Muy por el contrario, Luisito entró al bar exultante, con una insó- lita ansiedad por conocer el resto del relato que Miguel había venido desmenuzando en el camino. Se abalanzó sobre la única mesa libre junto a una ventana que miraba a la calle Mitre. Aquel episodio del viernes 31 bajo el diluvio, la trampa tendida con Laura como señuelo, el insólito pedido de Jeremías, el Hombre Gato aterrando a su madre, el papelito, el plano, el barrendero, las fauces y garras del monstruo sobre el parabrisas y la aparición fantasmagórica de Jeremías: todo había inundado los oídos, el cere- bro y el corazón de un desconocido Luisito, casi extasiado, insólita- mente feliz. Estaba deslumbrado por saber que había un plan para atrapar al Hombre Gato, pero además orgulloso porque su amigo había sido elegido para participar de esa empresa en medio de un entramado casi novelesco que hasta insinuaba una historia de amor. Miguel se sentó frente a él anonadado. Su amigo hizo una seña con el pulgar a Saucedo, el mozo, indicando que comerían lo de siempre. 95
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—¡Pará Pulgarcito! ¿Qué le haces señas si hace tres años que nos sirve lo mismo? —bromeó Miguel. Luisito lo ignoró por completo. —¡Dale, contame! —le dijo vivamente animado—. ¿Cómo van a seguir entonces? ¿Qué van a hacer? Sabiendo que se había ganado gratuitamente un problema más, Miguel procuró restarle importancia al tema. —¡No sé, Luichi! —respondió displicente—. ¡Qué sé yo! —¡Pero contame che! ¡No seas turro! Miguel se cansó de rodeos. —Mirá Luisito, no sé qué van a hacer. Lo que te puedo asegurar es que yo no voy a hacer nada —sentenció—. No me voy a meter en esto. Pudo ver entonces con claridad un gesto horrible en la cara de su amigo indicando mucho más que decepción. Luisito pareció acusar un golpe en el estómago que lo transfiguró. Se quedó callado ante esa respuesta viendo derrumbadas de un golpe vaya a saber qué in- genuas expectativas. Miguel percibió entonces la magnitud de lo que había generado. Un silencio tenso, que pesaba en el aire, se impuso por un largo rato. Luichi quedó pensativo con sus brazos cruzados y la vista clavada en el centro de la mesa vacía. Miguel se sintió culpable. Reconoció para sí que había sido egoís- ta al contarle todo a su amigo; que lo hizo simplemente para no se- guir masticando solo el garrón de aquellos días, sin medir las conse- cuencias ni mucho menos esperar esa reacción. —¿Y Por qué? —inquirió Luisito imprevistamente. Saucedo llegó con las cervezas y anticipó que la picada estaría en unos minutos, pero ninguno de los dos lo oyó. —¿Sabes cuál es la gran diferencia entre nosotros? —preguntó Miguel ante la mirada triste y silenciosa de su amigo—. Por distintas razones somos dos tipos infelices, loco. Pero vos no lo escondes. Yo 97
soy este que está acá hablando con vos y allá afuera soy un personaje. Luisito subió el tono mirándolo fijamente en una actitud irreco- nocible. —¿Por qué carajo no los vas a ayudar? —gritó. Sorprendido, Miguel miró de reojo hacia las mesas cercanas y confirmó que todos los comensales lo habían oído. —¡No grites, enfermo! ¿No podés entender que no me importa una mierda? —Lo puedo entender, sí, pero no lo puedo creer —replicó Luichi indignado, aunque moderando el tono—. ¿Cómo se llamaba el tipo ese? ¿Qué te dijo del colectivo? —Jeremías —respondió Miguel con calma, tratando de llevar la conversación—. Necesita que vaya a buscar con el bondi a sus hom- bres y los lleve ahí cerca. No me dijo dónde, pero debe ser a la vuelta de mi casa, en el almacén marcado en el plano para esa noche. —¿Eso solo? —¿Te parece poco? —¡Menos que poco! —exclamó. ¡Es casi nada! —No voy a arriesgar mi laburo —sentenció Miguel—. Además, no es mi problema. —El Hombre Gato te atacó —se quejó el amigo—. Atacó el co- lectivo de Esteban, tu vieja llora de miedo… ¿Y no es tu problema? —Petiso, Jeremías dijo que está metida la cana en esto. ¡No me gusta! —Bueno, no te preocupes. ¡Yo te cambio el turno! —¿Qué? ¿Vos te volviste loco? ¡Ni en pedo! ¡Vos no podes! Luisito se ofuscó y volvió a levantar el tono. —¿Por qué yo no puedo? —gritó ante las miradas de todo el salón. —¡Te dije que no grites! —exclamó Miguel abalanzándose sobre su amigo hasta la mitad de la mesa. Luisito insistió. 98
—¿Por qué yo no puedo? ¿Eh? ¿Por qué no soy grandote como vos? ¿Por qué no soy joven como vos? ¿Eh? Miguel hundió su cara entre las manos. Ya no le importó ser el blanco de todas las miradas. Intentó controlarse y apenas murmuró: —¡Pero la gran puta! ¡Me cago en el momento que se me ocurrió contarte! Al descubrirse notó junto a él a Saucedo que discretamente aco- modaba las cazuelas sobre la mesa. Luisito permanecía en silencio esperando una respuesta de Miguel que nunca llegó. El mozo lanzó una rápida mirada a cada uno antes de retirarse con la misma discreción. Durante varios minutos comieron en silencio. Luisito estaba mor- tificado por haber levantado el tono, pero sabía íntimamente que tenía razón. Era inaceptable para él la pasividad de Miguel y esa acti- tud egoísta, como si el Hombre Gato fuese un asunto que lo afectaba a él solo. Se fue calmando a medida que la pena desplazaba a la bronca hasta recuperar casi la compostura habitual. —¿Y la piba? —preguntó al rato, rompiendo el silencio. Miguel lo miró un tanto aliviado por el giro que tomaba el tema. —Es una mujer hermosa. Nada más que eso. La mirada de su amigo volvió a caer en el centro de la mesa, pero ahora con cierto ánimo en sus ojos y una levísima sonrisa. —¿Y cómo es? —insistió. Confirmando los esfuerzos de Luisito por distender el clima, Miguel ensayó un retrato de Laura, improvisado y surrealista, co- menzando por sus ojos marrones, desbordantes de luz, capaces de sostener una mirada dulce pero avasallante; trazando luego el cabello castaño y lacio, la boca pequeña pero de labios carnosos, apenas separados para dejar entrever sus incisivos blancos y relucientes. —Me parece que no es solo una mujer hermosa —disparó Luichi. —Sí, hermano —dijo Miguel—. No puede ser más que eso. 99
El amigo le dedicó su mirada más auténtica, tristona y melancó- lica, pero firme y serena. —Hoy hablabas de una diferencia entre nosotros —le dijo en voz muy baja—. Está bien, yo soy lo que parezco y vos fingís un perso- naje, puede ser. Pero la mayor diferencia es que yo no tengo nada porqué jugarme. Miguel no atinó a responder ni una palabra. Súbitamente Luisito se puso de pie y tomó la campera del respaldo de la silla. —Me voy a comprar cigarrillos. —¡Yo tengo! —exclamó Miguel—. ¡Fumate un Parucho! Luichi miró los negros franceses y apenas sonrió. —Son demasiado fuertes para mí —respondió irónico y duro—. Ahora vengo. *** Ignorando el entorno, Miguel se fue metiendo dentro de sí. Nece- sitaba encontrar un buen argumento para desarmar el básico y rudimentario sentido común de su amigo. Pensó que Luisito no tenía razón, o sí la tenía, pero desde una mirada neutra, sin entender que de él, Miguel Funes, no podía espe- rar otra actitud: “Aunque se lo dije mil veces, al petiso le parece mentira que nada me importe; que todo esto me chupe un huevo” — concluyó. “Este infeliz no me entiende” —se dijo todavía, entre enojado y triste. Miró a su alrededor pensando que el ambiente estaba demasiado silencioso. Apenas llegaban desde lejos la música y las voces, como si él les hubiera bajado el volumen con la perilla de una radio. Sintió un ligero cosquilleo en todo su cuerpo pero no obstante le señaló a Saucedo que trajera otra cerveza. Luisito se demoraba; la noche estaba hermosa. La voz de Jeremías le cayó encima estremeciéndolo. 100
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