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DESNUDEZ - ANTOLOGÍA CAUTIVA EDICIONES

Published by Gunrag Sigh, 2021-12-09 17:55:47

Description: DESNUDEZ - ANTOLOGÍA CAUTIVA EDICIONES

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—No ha habido reporte alguno de testigos. ¿Quién podría estar en la cumbre antes de comenzar la peregrinación? Lleva más de una hora llegar a ella. —Quizás si lograra conseguir una lupa… aunque es preferible esperar hasta mañana, a menos que el guardia de la entrada dispusiera de algu- na. —En cuanto vaya a recoger las pizzas que encargué, le preguntaré. Tal vez sea tu día de suerte… las rocas no cayeron lejos de ti. —¡Es verdad! Ese guerrero vio la muerte con sus propios ojos, en mi caso hubiera sido de espaldas y por sorpresa. Las pizzas llegaron y Santiago fue hacia la entrada del complejo a retirarlas, pero no tuvimos la fortuna que esperábamos ya que el guardia nocturno no disponía de lupa alguna para prestarnos. Había que esperar hasta el día siguiente y yo quedarme con la intriga. *** La cena transcurrió entre comentarios y variadas opiniones sobre lo acontecido en el día. Mi inexperiencia me hacía preguntar más y más sobre la conducta humana tratándose de fe o fundamentalismos religio- sos, pero yo estaba allí para eso, fotografiarlo todo y dejar satisfecho a mi jefe de redacción de la revista. Mañana marcharíamos nuevamente para completar el recorrido condi- cionado a que el sendero ya estuviese despejado. Por esa razón, combi- namos con mi compañero un descanso más tempranero que lo habitual. Su cabaña se hallaba cercana a la mía y concertamos que aquel que se despertara primero se ocuparía de llamar al otro. En cuanto me hallé en soledad, la curiosidad pudo más que mis párpados entrecerrados, no podía evitar de volver a observar aquellas fotos. Tenían un magnetismo muy particular, como si las voces de los coros escuchados durante el corto trayecto hubiesen impregnado sus notas en cada pixel de las imágenes. Nuevamente me detuve a examinar las correspondientes a la catástrofe creyendo que algo ignorado pudiese darse a luz. 51

En especial, me propuse enfocarme en aquellas que mostraban un pa- norama de la montaña por si descubría a alguien en la cumbre o subien- do por otro sendero no habitual de la misma ladera. Mis tomas no habían captado nada especial o sospechoso. Por último, repasé las vistas de las tomas del accidente una vez más. En la última y con la ampliación necesaria se podía apreciar a Santiago sobre el margen superior derecho junto a otros peregrinos observando desde una posición más alta y reti- rada de la escena del accidente. Comparando esas últimas fotos deduje que la postrera visión del gue- rrero fallecido había sido sobre esa dirección por el ángulo que dejaba ver el foco. Este descubrimiento debería saberlo Santiago al día siguien- te para confirmarlo según su posición del día anterior. Ahí recordé sus dichos sobre haber capturado el alma del guerrero en la imagen. Con esa idea en mi mente me fui a descansar dejando la cámara sobre la mesa con esa última foto en la secuencia de la recamara. *** A pesar de todo, el sueño llegó pronto. Las imágenes se fueron disipando y el estado de somnolencia ganó terreno brindándome todo lo placentero que produce el descanso. Sin embargo, en determinado momento de la madrugada mis oídos captaron el silbido que produce un viento rasante con golpes en el postigo de la ventana y la vibración en la puerta de entrada. Entre dormido, percibí una sensación extraña, cómo si alguien deseara entrar ejerciendo fuerza en ellas. Seguramente no sería otra cosa que el inicio de una tormenta, aunque en ese momento no recordaba que hubiese pronóstico de lluvia. Por un largo momento, la calma pareció hacerse dueña de la situación y mis pesados párpados volvieron a cerrarse. No pasó mucho tiempo, lo suficiente para despertarme sobresaltado en medio de un torbellino ventoso que sacudió toda la cabaña y el viento se filtró por algún ventiluz roto del altillo removiendo todo lo que se encontraba suelto o en su camino circular ascendente hasta que una potente luz de flash iluminó el interior, y en décimas de segundos, todo 52

volvió a ser oscuridad, una negra sombra que dejaba calma luego de un estruendo que parecía llegar del exterior. Quedé inmóvil por un momento hasta intentar discernir lo ocurrido. Como pude, encendí la lámpara y para mi sorpresa, todo estaba tan re- vuelto como si un tornado se hubiese instalado en la habitación. Sillas caídas, vajillas rotas, muebles movidos, la mesa volcada y mi cámara fotográfica parecía intacta pero sobre el borde mi cama. Mi ropa de vestir se hallaba diseminada por distintos lugares, así que me decidí a vestirme para indagar lo sucedido desde el exterior en el instante que unos golpes fuertes sobre la puerta y una voz me llamaban. Era el guardia del complejo. —¿Está bien, Señor? ¿Puede contestarme, se encuentra bien? Así como estaba, a medio vestir, abrí la puerta. Para mi sorpresa pude notar un hermoso cielo estrellado por encima de la cabeza del hombre, que muy preocupado me indagaba. —Sí, sí, por fortuna, sí… pero adentro todo parece un desastre, vea. ¿Sabe qué fue lo que pasó? El hombre se asomó, hizo un gesto de incredulidad y sólo atinó a decir: —No lo sé, tal vez un terremoto. Veré cómo está Santiago en la otra cabaña. No me convenció. Sé bien que fueron dos sucesos diferentes en poco tiempo. Puedo aceptar que el último haya sido un terremoto, pero y el primero, ¿qué? Mientras me calzaba, mi mente intentaba procesar los hechos, por un momento deduje, a modo de convencerme, que el guardia se hubiese quedado dormido en el momento de la gran ventis- ca… Pero yo también lo estaba y lo escuché todo. *** Tomé la cámara y me disponía a salir a investigar cuando el guarda ya estaba de regreso con rostro de preocupación. —Su amigo no contesta, me temo que algo le haya sucedido. —¿Tiene un duplicado de la llave? —Sí, pero sólo el dueño del complejo las tiene en custodia. Intente 53

despertarlo usted mientras me comunico telefónicamente para que me la traiga. El guarda se marchó hacia su posición de vigilancia, yo me fui acercando a la cabaña de Santiago observándolo todo. Ese todo parecía estar en orden. No llovió, ningún destrozo se observaba de hojas o ra- mas caídas, nada que llamase la atención que no sea la hermosa noche estrellada. Golpeé la puerta varias veces, llamándolo insistentemente. Hice lo mismo a través de la ventana tratando de abrir el postigo, pero no lo logré. No podía tener el sueño tan pesado y las pizzas de anoche no me hicieron daño, con lo cual descarto que ese fuese el motivo. Si dentro de mi cabaña ocurrió semejante desorden es posible inferir que lo mismo pudo haber sucedido en el interior de la suya y algún mueble lo haya golpeado. Ante esta duda, el guardia debería tener la autorización para echar la puerta abajo y no esperar la llave. Al fin y al cabo es una emergencia. Fui hacia el puesto de vigilancia y le hice saber al guardia de lo que pensaba con respecto al incidente y su emergencia. Él trató de tranquili- zarme con un argumento legal. —Tranquilo, comprendo su posición. El reglamento sólo nos permite hacerlo en caso de incendio. En cinco minutos la llave estará aquí, y si es necesario llamaremos a la ambulancia. —Está bien, espero que nadie se arrepienta luego. Haré tiempo en el umbral de mi cabaña y los acompañaré. Encendí la luz al entrar. Recordé que con el apuro no había revisado detenidamente mi cámara fotográfica. Por fuera, y a simple vista, todo parecía estar en orden. Accioné el dispositivo para observar las fotos, recordaba muy bien cuál había sido la última y deseé hacerlo nueva- mente como si fuese un llamado imperativo. La imagen en su conjunto parecía ser la misma, pero para mi sorpresa el rostro agónico ya no era el del guerrero indio, sino la cara de San- tiago. Me acerqué a la luz y pude comprobar tal anomalía, como si siempre hubiese estado allí. Retrocedí unas fotos donde se viera al gue- rrero en las poses anteriores, y efectivamente, nada había cambiado. 54

Esta situación no hacía otra cosa que aumentar mi preocupación por la no respuesta de Santiago al llamar a su puerta. Veo pasar al guardia rumbo a la cabaña con llave en mano y lo sigo. —Creí que estaba allá. Venga conmigo, lo necesito como testigo — Me dice con voz agitada. Nada dije sobre mi descubrimiento, mientras caminaba mi mente in- terconectaba las ideas sueltas que habíamos hablado con Santiago acer- ca de la captura del alma y de la última visión del guerrero. La puerta se abrió delante del guarda, la oscuridad era total. El inte- rruptor de la energía no funcionaba, eso de por sí ya era tétrico. La linterna del guardia alumbró la escena. Santiago se encontraba boca arriba sobre la cama tomándose con sus manos la garganta y sus ojos totalmente desorbitados. —Tome algunas fotos como prueba de la situación, tal vez la policía las requiera más adelante. Así lo hice, mis sospechas ya se habían confirmado, aunque el guarda le tomó el pulso como para estar seguro. Santiago ya estaba muerto. —Informaré a la policía. Salgamos y cerraré la puerta hasta que lle- guen. Prepárese un café y esté atento porque usted es testigo de este hallazgo. —Sí, será lo mejor. Sólo me intriga una situación. —¿Cuál? —¿A qué hora fue el ventarrón? —No hubo ningún ventarrón, únicamente una explosión y un temblor, por eso el interior de su cabaña quedó en ese estado y quise cerciorarme de cómo usted se encontraba. —Entonces, ¿puede explicarme por qué el interior de la cabaña de Santiago está intacta? Me miró y no supo qué contestar. Yo, en mi interior, asumía la vaga idea del porqué esos indígenas tenían por creencia la captura del alma como cosa cierta. En este caso, el paro cardiorrespiratorio que indicaba la autopsia, solo fue un trámite de rutina más. 55

Elizabeth Ojeda Elizabeth Ojeda, de treinta y seis años, nacida en Capital federal, vivió hasta los cinco años en Villa Fiorito, a tres cuadras de la Cancha la “Estrella Roja”, reconocida porque el gran Diego Maradona jugaba allí en sus años de potrero. Se mudó a General Villegas con su madre y hermana por cuestiones personales. Más tarde, fue donde echó raíces junto a Pablo, su compañero de vida y su hijo Tiziano, a los cuales agradece en el alma por ser sus pilares y quienes le han leído desde sus inicios, al igual que su hermana Micaela, quien además es su dulce amiga. Es una apasionada por el arte: Ilustradora, (del Logo de Cautiva Ediciones, de las portadas de los libros: Cautiva de tu Alma, de Jesica Fernández, y Sueños y plumas (Antología 1er Aniversario). Expositora de pinturas (Museo Histórico Regional), de Cestería de papel y tejido aborigen (Centro de Jubilados y pensionista) donde dicta talleres en Cestería de papel. Incursionó en locución y conducción en Radio FM Impacto. Voz de la Virgen María cantando en Teatro comunitario. Formó parte de la agrupación \"La payasada\", tras los pasos del siempre recordado médico de la risoterapia Patch Adams. Caricaturista en Diario Actualidad (General Villegas- sección humor gráfico bajo el nombre: Villegas Ilustrado). Tatuadora y dueña de Dark Tattoo, estudio de arte corporal. Es escritora aficionada desde que tiene memoria, bajo el pseudónimo de \"Zíngara, la Gitana\". Es miembro del Equipo de Cautiva Ediciones a los cuales agradece por el acompañamiento en este sueño colectivo de la segunda antología, y a su Directora, Jesica Fernández por impulsar este proyecto. A sus clientes, familia y aquellos que la miran desde el cielo: Fabio, Indio, Peque, y al que ama su alma, su eterna devoción. Hoy participa con un sueño hecho historia: “El devorador del silencio”. Humildemente Gracias. 56

El devorador del silencio “Cómo llegar a aprender el hechizo real que junte los sueños con la realidad”. Rata Blanca Capítulo I La pluma negra y la gitana Mi nombre es Zíngara, pero los viejos gitanos me llaman cariñosa- mente pequeña Kalli. Mi cabello es negro azabache, igual que el corcel de papá, dicen que es una caricia de la luna y que ella me regaló un trozo de la noche. No soy alguien que llame la atención, mis ojos son color almendra, digamos que soy una persona sencilla, y aunque no quiera, todas las miradas se posan sobre mí, al ser la hija de Toxto, rey de los gitanos de la comarca del sur. “Somos muy importantes para mantener el equilibrio”, dice mi madre cada vez que me enseña las artes de nuestra tradición. Todo era hermoso y perfecto hasta ese día… Una marca en forma de pluma negra emergió en mi mano derecha, dicen que apareció cuando cumplí cinco años. “Sarés os panipenes abillaron opré ocola suetí”. (Todos los males visitaron a aquel pueblo). Esa es la frase que más recuerdo ya que siempre la repiten cuando me ven, aunque creen que no lo es. No podía estar sola, desde entonces se me está prohibido dibujar. Cuando lo hago todo se vuelve real. Los sabios comentan que es provo- cado por las alas del antiguo ángel caído, Arano (Señor). Busqué la for- ma de enterarme qué era lo que había acontecido. La madre luna con- testó mis rezos, entonces suelo oír su voz desde muy pequeña. Me reveló que los gitanos durante siglos somos guardianes de las llaves de un arma muy poderosa: “La música”. Los payos o Gorger (no gitanos), no entienden su poder, es un privilegio comprenderla. Con ella se liberan los espíritus cautivos, se viaja al pasado, se sana, aunque tam- bién hay secretos que no puedo contar. Con práctica y tiempo descubri- mos su magia, mas no siempre nos perteneció. El Arano (Señor), era su amo, el ser más hermoso. Su canto era la 57

magia que hacía renacer las rosas de fuego en los jardines de Undivel, (dios de los gitanos). Cuando una rosa crecía era entregada a un humano como un don, por lo cual quienes eran sus portadores podrían ser llamados únicos en alguna disciplina del arte; sin embargo, Arano no permitía que hablaran en su presencia pues dañaban la exquisitez del sonido perfecto y destruyó las rosas para que ningún ángel ni mortal pudieran tenerlas. Las alas de aquel ser no tardaron en cambiar de color, el blanco res- plandeciente se volvió negro, aquellos a los que sometía a su voluntad se tornaron criaturas aterradoras, sin bocas y gobernados por su influen- cia, silenciaban todo a su paso. Undivel, al ver que su imperio de paz estaba siendo esclavizado, envía al general de sus ejércitos, el cual despoja de su poder, rango sobre la música y su lugar en la realeza. Su nombre ya no sería un Arano sino Bengui. Capítulo II La caída de Ratziel En aquel momento un ángel llamado Ratziel observaba el combate y notó que en medio del jardín habían quedado solo dos rosas, una fuego y otra de acero, que por cierto esta última era muy rara y había crecido sin ser cultivada por ninguno de los ángeles, era un misterio. Se apresuró temeroso y las colocó en una burbuja de vida, guardadas en su bolsa para que sobrevivieran. Este era pequeño y no fue creado para la lucha, pero tenía el mayor conocimiento de todo lo oculto del universo, era el guardián de los secretos. La guerra fue espantosa, hubo muchas bajas de guerreros celestiales y la llave de la música cayó en un abismo, en un lugar desolado del infi- nito. Ratziel decidió lanzarse e impactó en el hueco de un árbol perdien- do las alas; en un vasto planeta llamado Tierra, infectado por humanos, criaturas tripartitas, impuras, capaces de odiar y amar al mismo tiempo, aun así fascinantes. Desolado, inestable en aquel bosque, tuvo que aprender los rituales de 58

esta mezcla de demonios y ángeles, era la primera vez que sentía ham- bre, dolor, sueño e insensibilidad. Decidió dormir eternamente, incrustó la llave en el corazón de un algarrobo para que Bengui no la encontrara, allí sabía que era un lugar seguro. Tomó sus alas y también las guardó en su burbuja de vida, “si yo no puedo usarlas, le pondrá alas a la música”, pensó. Y así las unió junto a las rosas para que permanezcan abrigadas hasta el día de volver a volar. Una tarde, un gitano se detuvo a cantar bajo la sombra de aquel árbol, su voz logró despertarlo del sueño ancestral. Curioso, notó que a su canción le faltaba algo y le preguntó si podía acercarse para oírlo. Son- riendo, afirmó con un gesto amigable. —Por supuesto, amigo. No sólo tendrás música eternamente, sino también mi amistad. Mientras aquel joven de piel apiñonada cantaba las bulerías y el so- nido de sus palmas parecía invocar a Undivel. —Le estás hablando a mi padre. Afirmó y en tanto el gitano danzaba, sentía fusionarse con el paisaje. Acariciando el algarrobo hacía emerger un instrumento a cuerdas. Mientras descubría el hueco de la guitarra, tomó sus alas y las escondió en su interior, ellas se convertirían en canciones según los sentimientos de quien las tocara. Aquellos ojos negros no salían de su asombro, en- tonces luego de muchas preguntas, se convirtieron en amigos, se jura- mentaron en proteger la guitarra y el portador continúo vigente durante siglos. Desde entonces, el guardián de los secretos acompaña a los gitanos durante generaciones mostrando cosas que los payos jamás verán. Di- cen que de tanto en tanto, en algún lugar del bosque durante la noche se puede ver el resplandor de una rosa de fuego, que su espíritu se fusionó con la naturaleza de este mundo dando lugar a un nuevo ser: Devon, un joven criado en una tribu Celta, al que los sabios llaman: El devorador del silencio. Y a la rosa de acero, cuentan que la vieron en la cueva de un herrero ermitaño, pero “dicen”… porque nadie entró jamás. 59

Capítulo III La guerra continúa Como si fuera un sueño pude ver lo que esa noche ocurrió conmigo. Fue a mis cinco años. Había salido a jugar al bosque lejos de la comarca y me perdí por seguir a una pequeña arañita que saltaba de rama en rama. Al tropezar caí lastimando mi mano derecha, mi llanto fue tan profundo y quejoso que alguien me escuchó. No era parecido a nadie que haya visto antes, tenía enormes y hermo- sas alas largas. Arrancó una de sus plumas y la posó sobre mi herida, la cual se cerró. Su rostro era pálido y sus ojos negros reflejaban mucha tristeza. Mi alegría fue tal que salté a su cuello y así de rodillas como él estaba, besé su frente y acaricié su largo cabello. Su piel era tan fría que tomé el pañuelo de mi cadera, el cual tenía moneditas que mi abuela le había aplicado envolviéndolo en sus manos cuidadosamente. —¿Por qué haces esto, pequeño monstruo? —me dijo, mientras huía de mis manos que insistían en darle calor. —No soy un monstruo, soy Kallí, la más pequeña de las gitanas y envuelvo tus manitos porque tienes frío y eres mi amigo. Tú sanaste mi mano y los gitanos somos agradecidos, te ofrendo mi amistad y lealtad —contesté sonriendo. —No tengo amigos y no te sané, sólo te di mi preciosa pluma porque tu grito es por demás aterrador que he oído, irrumpes mi precioso silen- cio. No digo que no me agrade, me alimentaré de él hasta que pueda callar a todos los seres de este planeta. Lo último que escucharé de ellos será el terror de sus bocas. Sonreí, volví a abrazarlo, me pidió que ya no lo haga. —Estaba por dibujar, sabes, amo dibujar, ¿tú no? —Interrogué. Mirándome fijamente a los ojos tomó mi mano y dijo con una leve sonrisa: “Cuando la extiendas, mi pluma te permitirá que todo lo que dibujes se vuelva real y un día me llamarás. Entonces, sólo entonces te veré, cuando el silencio sea total”. Besó mi frente y su beso fue como de un ser inmutable y perpetuo. Por muchos años dibujé y todo lo que soñaba se volvía real, menos aquello que tanto anhelaba mi corazón. 60

Cuando comencé a crecer todo cambió; dormida no podía controlar las pesadillas y mi mano dibujaba en el aire a demonios que tomaban las formas más aterradoras que ningún mortal podría imaginarse. “Soy un portal de maldición”. Gritaron mis hermanos, por eso huí al bosque tomando la guitarra de mi padre, para no olvidar al único ser que me había dado amor. No quiero que me dañen ni perjudicar a nadie más. Es verdad que soy nociva… pero no soy mala, lo juro. Una anciana me contó que hay un árbol sagrado donde dicen que en él habita el Devorador del silencio, el único capaz de enseñarme la for- ma de rescatar mi alma. Aprendí la plegaria que lo despertaría de su prisión de sueño milenario y que su voz traería la esperanza a mi pueblo. Durante años he rogado que llegue ese momento. Capítulo IV Conjuro Los años pasaron, y muy a mi pesar, ya no soy una niña. Encendí la fogata como todas las noches, tomé mi pandero y rogué con toda mi alma, dejar de estar sola. Deseaba más que nada en el mundo no sen- tirme rechazada con este exilio peor que la muerte, condenada a la vida. Las faldas rojas parecían ser parte de la hoguera, y mi cabello, el humo negro de un alma en pena. Una de mis lágrimas cayó sobre la guitarra. Muchos años he pasado sin ver a mi padre, a mi pueblo, a nadie. La luna llena era imponente, se veía diferente a otras veces. Uno de sus rayos tocó una diminuta araña, podría jurar que era la misma que seguí aquella vez en el día que recibí la marca en mi mano. Ella recogió mi llanto y tejió un atrapa sueños de luz; en tanto mis ojos rojos seguían sus movimientos y se mantuvieron fijos ante aquel suceso. La magia por fin se hizo presente. La pluma de mi mano se materializó de manera diferente a otras veces. Fue agradable su suavidad entre mis dedos y un perfume a rosas en el viento me daba paz. Mi mano se movía en una danza infernal abriendo portales, como poseída, escribí un nom- bre en el aire: Devon. Sus letras comenzaron a verse como brasas ardiendo suspendidas en 61

el éter y el viento las acariciaba dándole vida. Los animales se reunieron a mi alrededor haciendo una reverencia y las aves cantaron una melodía que parecía venida del mismo cielo, en ese mismo instante… Inesperadamente, aquel arácnido saltó sobre mi pecho y tejió una delicada cadena de seda unida al atrapa sueños y en voz baja me susu- rró: “Despierta al guardián hasta que tus miedos le tengan terror”. Inmóvil, no podía casi hablar, ¿acaso era simplemente otra de mis locuras? —Pensé. Una nube turbia abordó el aire como fantasma de muerte. No había terminado el conjuro, cuando un espectro buscó tomar mi cuello. Rápidamente, invoqué en el círculo de fuego, una plegaria ancestral de protección, al menos no podrían dañarme físicamente. Reaccioné, corrí con la guitarra y como pude, pronuncié el conjuro: “Que mi alma se transforme en la llave que te dé la libertad, el silencio sea tu alimento; tu voz, canción que trae la verdad y yo seré la puerta de los sueños para que seas real”. El hedor paralizaba a todo ser vivo a su paso. Era demasiado tarde, caí al suelo. Los “Sin almas” nos estaban aniquilando. Capítulo V Yerú Yerú (lobo), es un demonio rastreador con cuerpo de hombre fornido, cabeza y patas de licántropo, de oscuro pelaje, garras filosas como nava- jas y ojos amarillos. Demostraba desprecio por la vida, dio un salto frente a mi rostro y no dudó en atacarme. Del estremecimiento, caí entre las piedras, el círculo de fuego se volvía cada vez más débil. Sus jadeos y alaridos eran semejantes al de un animal rabioso, su saliva se escurría mientras permanecía mirándome como a una presa acorralada. Comencé a escalar un rosal, sus espinas se enganchaban en mi ropa y el rojo de mi sangre se mezclaba con el de la vestimenta. Atrapada entre los espinos divisé a mi tormento más grande. Era Aterna (arrogancia). La tristeza misma ante mí, ella podía ver a través de mis ojos y llegar hasta mis miedos. Hablaba una lengua antigua, de sus manos largas y huesudas subían y bajaban insectos, serpientes entraban y salían de su boca, no tenía ojos, 62

sólo huecos por donde brotaba un líquido verde, espeso como alquitrán. Su largo cabello era similar a las algas descompuestas de los lagos muertos. Con humo verde salido de sus labios, formó una silueta femenina, al cabo de unos segundos pude notar que era mi propio reflejo, solo que cada vez que parpadeaba me veía muerta de diferentes maneras: con una liana sujetando mi cuello, con las venas cortadas o con una herida en la frente. Mi alma fue sacudida. Era tan fuerte que rompí en llanto, la protección se mojaba con las lágrimas amargas. Era su oportunidad. —Termina con tu miserable vida, maldita y libéranos de una vez por todas, ¿no sé qué vio en ti, nuestro Señor, para darte una de sus plumas sagradas? Tanto poder en un ruin ser insignificante, una basura que hasta los suyos desprecian. ¡Jajaja! ¿Dime, quieres saber cómo murió tu amado padre? Murmuró burlándose, mientras, como un espejismo, podía verlo caer destrozado por una bestia, mutilado lentamente sufriendo penurias. El dolor en el alma era insoportable. Ante cada palabra, quedaba más desprotegida, ya había perdido mucha sangre, mi vista se nublaba y nada tenía sentido para mí desde ese instante. Mi padre… había muerto. Capítulo VI La luz en el árbol Sin detenerse y castigándome contra las rocas, Aterna entierra su daga en mis manos. Sólo esperaba el golpe mortal. Una diminuta luz veo resplandecer entre las raíces del viejo algarrobo junto a una pequeña rosa de fuego. Fue ahí cuando observé los ojos más extraños del color del sol, divisé una sonrisa y algo me sumergió dentro de la laguna, como en un abrazo cálido. Con mucho cuidado me alejé de los demonios al sentir ese perfume que tantas veces invadió el aire. —¡No me quites ni destruyas la guitarra! Es lo único que me queda de mi padre —Rogué con un hilo de voz—. Cómo podría dañar el lugar que ha resguardado una parte de mí todos estos años. En ese instante recordé esa historia que me contó aquella anciana: 63

Decía que mi padre siempre jugaba con un duende que dormía en su guitarra y que ese mágico ser le enseñaba a cantar. Entonces… ¿era verdad? Pensé. Me sonrió, en tanto, recorría con la mirada, mis heridas. Mi corazón latía como si fuera a saltar del pecho, el atrapa sueños se enredó en sus cabellos con rastas adornadas con joyas y piedras. Me disculpé y traté de quitárselo, pero se negaba a soltarlo, entonces enten- dí que era parte de él. Tomó mis manos lastimadas y se dio a conocer. —Mi nombre es Devon, soy quien te ha visitado todos estos años en los sueños. Enseñé a tu padre el secreto de la música y mientras ella exista, todo puede cambiar. Busquemos un lugar seguro y te explicaré todo. Mi sangre manchaba su delicada piel canela, me abrazó y comenzó a cantar y su voz parecía arrullarme. Puso mi cabeza sobre su pecho, sentí como si un río me recorriera internamente. Sus dedos enmarañados en mis cabellos, bajaban con delicadeza surcando mis heridas. Mientras lo hacía estaba sanándome, no solo el cuerpo, también el alma. La marca de la pluma se cayó, la tomé rápidamente, tenía mucho qué entender. Cuando su canción finalizó yo seguí aferrada a él, sin percatarme del desastre que se había desatado a nuestro alrededor. El pórtico de la os- curidad seguía abierto, Aterna y Yerú observaban a solo unos pasos, esta vez acompañados por las ninfas del bosque, formas de extraordina- ria belleza e igual malicia, las que utilizaban los elementos de la natura- leza como armas de destrucción. Sin ningún remordimiento, habían tomado cautivos a los pocos seres vivientes que aún quedaban, robaba sus almas para sacrificio del señor del silencio. Así que huimos lejos del bosque, a un desierto donde no pudieran alcanzarnos. Capítulo VII La cueva Corrimos tan ligero como pudimos, divisamos una cueva y entramos. Una piedra rodó ladera abajo, encerrándonos. Le di golpes intentando empujarla y no se movía, grité tan fuerte como pude y él, tan solo me miraba. 64

Oímos un sonido en lo que parecía ser una entrada a una caverna y descendimos a toda velocidad; divisamos a una mujer sentada en un sillón, la cual no parecía herida, su cuerpo y rostro eran bellos pero su llanto denotaba una gran pena. Preguntamos qué le sucedía y ella con- testó que tenía mal de amores y una profunda tristeza. Esclavos, los ojos de Devon comenzaron a resplandecer y mientras movía sus manos, mi guitarra sonaba con una melodía hermosa, aunque un tanto triste. Él sonrió y en el cuello de la mujer empezó a brillar una gema en forma de pétalo de rosa, la cual se enredó en sus cabellos. —¡Ya eres libre! —Exclamó, mientras la miraba y al mismo momento esa bella dama se comenzó a desfigurar. Su cabellera y parte de su cuer- po era de humo. Solo tenía un ojo y de su boca varias filas de dientes trataban de tragarnos, en tanto nos asfixiaba dejándonos sin oxígeno. Manifestó ser Barbalé, un ser que hacía desvariar a quienes quedaran atrapados en su niebla, los que confundidos buscaban morir bajo su es- pectral hechizo. Todo tipo de atrocidades pasaban por su mente y por la mía. Devon decía que a la tristeza y a la amargura había que darles el lugar justo y necesario. Al entender, estos demonios se desvanecían como si jamás hubiesen estado ahí. “Porque el llanto y el grito de liber- tad deben ser escuchados”, y llamó a ese lamento: Blues. Continuamos descendiendo. Diferentes criaturas formaban nuevas emociones, las cuales las convertía en música, y a cada demonio que vencía se convertía en una gema para su cabello. Por algún motivo, en aquel lugar, nos hicimos cercanos a pesar de que no era fácil para mí acostumbrarme a la compañía, ya que siempre estuve sola. —¿Por qué no venciste a Yerú y a Aterna? —Pregunté. —Porque no fui creado para pelear —Respondió mientras señalaba una posible salida. Había mucha luz y me dio temor. —¿Y si nos quedamos aquí?, tengo miedo. —No tengas miedo a lo que esté afuera, debes tener cuidado en lo que guardas por dentro. Dejándome en la salida, comenzó a elevarse y el cielo se volvió de tantos colores como una aurora boreal. Parecía como si el universo estuviera ante mí. En el viento, escuchaba el cantar de una melodía muy 65

dulce y tan triste a la vez. Me encogí en un rincón, el árbol parecía con- tarle una pena mientras sus ramas lo acariciaban. Me dijo que esa imponente imagen era mi interior, que los seres huma- nos éramos infinitos por dentro. Tomó mis manos y las posó sobre mi corazón y me contó que las raíces de los árboles presentían una desgra- cia muy grande y que la mayoría de los reinos habían sido silenciados. Me las abrió y colocó en ellas un par de semillas. Este lugar será destruido dentro de poco tiempo si no logro que los humanos entiendan el secreto de la música. Lo único que queda de esta magia está en estas semillas y debemos esparcirlas cuanto antes. Capítulo VIII Monstruo Divisamos a lo lejos lo que parecía una ciudad. Una gitana y un ser de otro mundo perdidos éramos un blanco fácil. En aquel lugar había personas muy extrañas. Devon se sentía atraído por un grupo de hom- bres que cantaban, tenían las rosas que Undivel llegó a entregar a los humanos. Nos vieron y nos invitaron a unirnos. No pasó mucho tiempo para que ellos se dieran cuenta que éramos extranjeros. Una de las mujeres nos recomendó cambiar nuestros atuen- dos a fin de que no nos asaltaran. Nos apartaron. Ella me vistió con una falda muy corta y medias de red, remera escotada, tacones y camperas de cuero negro, delineó mis enormes ojos y pintó mis labios de color carmín. Por un momento me sentí desnuda. Cuando levanté la mirada vi a Devon, lucía una remera de Skay, (un cantante que escuchaban nuestros amigos); pantalón de jeans y zapati- llas; acomodaron su rasta y se veía genial. Nos veíamos como dos per- sonas diferentes de cuando habíamos llegado. Comenzaron un ritual llamado “zapada”. Pey, un chico tímido, tenía una hermosa guitarra a la que llamaba “Lucille”. Hubo una conexión especial entre ellos que parecían hermanos. Con tan solo mirar, la música surgía. Otros muchachos se unieron formando una banda que sonaba increíble. Devon comenzó a despertar- los con su voz y la gente se agolpaba para verlos. 66

En la manifestación de una danza llamada Pogo, las mentes comenza- ron a liberarse, sus ojos se iluminaban, dejó de conocerme, dejó de reconocer a los demás, era como si el frenesí lo alimentara, como si devorara el silencio y lo convirtiera en canción. En pocos minutos, Bengui notó que la quietud se había roto y estaba dispuesto a destruir todo lo que impidiera sus planes, el primero en ser destruido sería Devon. Los cautivos comenzaron a liberarse, entonces detonó con su furia ancestral. Tomando forma humana se presentó en medio de la multitud. No lo podía creer, era ese mismo ser que sanó mi mano. Una de sus ninfas, la elemental del aire, sopló en su rostro un polvo de estrellas que lo hizo comenzar a alucinar. Volviendo una y otra vez a los jardines de las rosas de fuego, no soltó su guitarra, y feliz de ver a su padre, cantaba con toda la potencia de su voz. La siguiente ninfa, elemental de la tierra, le ofreció una flor muy delicada. Su curiosidad fue tal, que al tocarle se volvió humo, el que entraba por su boca y por su nariz dejándolo sin fuerzas. La elemental del agua le ofreció vino para calmar su sed. Al beberlo, su razón se nubló por completo. Impotente, pensé en cómo ayudarlo mientras los integrantes de la banda se resistían al silencio para ahuyen- tar a los demonios. La última, elemental de fuego dio su golpe mortal derritiendo el hierro con que sería la nueva cárcel del Devorador. Yo sabía que si volvía a tocar la pluma jamás me apartaría de ella, pero no podía dejarlo morir. Si yo faltaba nadie lo notaría, pero si él dejaba de existir, este mundo caería en el completo silencio. Capítulo IX Sacrificio Me lancé entre las ninfas para protegerlo, no me reconoció. Única- mente hablaba de la belleza de esas mujeres y de lo hermoso que era ese lugar, que su música era oída por su padre y que solo le importaba cantar. Esos engendros destrozaban su alma, él sólo sonreía. —Nunca dejes de cantar —Susurró, dando los golpes de cuerdas más poderosos a su guitarra. 67

Despojaron de las llaves que guardaba Devon, pero como no pudieron conservarlas, se esparcieron en el aire como estrellas en el firmamento. ¿Qué podría hacer una pequeña gitana ante la presencia de alguien tan poderoso? Algo me decía que la única salida era esa pluma y cuando la toqué volvió a unirse en mi mano. Capítulo X Destrucción La tierra comenzó a temblar otra vez. De la boca de Devon salieron palabras como si hablara un ser superior a través de él: “Odell, Dios de los gitanos respondió mi clamor”. Las joyas en las rastas parecían fuego y un trueno salió de su voz. Los seres que habían sido silenciados comenzaron a despertar. Pey corrió hasta la guitarra y empezó a tocar un arpegio, que poco a poco, fue subiendo de intensidad. Entendí que mi conjuro no estaba completo, el verdadero poder del Devorador recién despertaba y sobre sus cabezas ardían rosas de fuego. En ese momento Bengui dirigió su mirada hacia mí, reconocí esos ojos inmediatamente. Sujetó mi rostro para que no hablase y riendo me recordó que había prometido volver. Las manos me ardían, mis pies estaban en el aire y me costaba respirar. Era aterrador y a la vez, perfecto. Buscó en mi pecho, su pluma y co- menzó a quemarme uno a uno mis mejores recuerdos. En su boca, una sonrisa de satisfacción se dibujó y me dictó sentencia: “No voy a matarte gitana, serás mi esclava. Aprendí a disfrutar de tu dolor todos estos años, no imagino un solo día sin tu llanto”. Dentro de la jaula varios hombres se unieron a Pey en una sola melo- día. Demonios enfurecidos huían como enjambre, pero las ninfas que revoloteaban, confundían a los mortales… Y yo, en la forma más aterradora de mi ser, estaba ante su presencia. El conjuro de las ninfas era tan letal como el de las sirenas, les afectaba a los hombres de manera mortal. Odell, luego de liberar las rosas de fuego, se marchó para dejarnos continuar con la batalla. Una deidad no 68

puede estar presente de esa forma, ya que podría hacer perder el equili- brio en el universo. El Devorador no era uno, éramos todos a una sola voz. Aquel muchacho celta era un ser divino pero no dejaba de ser un hom- bre. Sus ojos se volvieron color ámbar, hablaba de la belleza de las ninfas y de lo hermoso que era ese lugar, además, su música era oída por su padre y que a él solo le importaba cantar. Esos engendros destrozaban su alma, él solo sonreía. Me pidió las semillas que me había dado a guardar, me liberé como pude, y luchando, traté de llegar a él, pero todo fue en vano. Capítulo XI El herrero Una silueta masculina quitó a las ninfas de un solo golpe, era inmune a sus hechizos y ante tal acción, Bengui se dispuso a confrontarlo. El sujeto mostró indiferencia total ante su autoridad, con un ademán me hizo señas para que me apartara. Mientras las ninfas me rodeaban, dibujé un escudo de fuego. Para resistir, Aterna y Yerú también se hicieron presente, y por más que luché con todas mis fuerzas, me sujetaron de las piernas y con sus ga- rras, una de las ninfas abrió mi pecho y arrancó el corazón. No sentí dolor, solo calor y caí al suelo con la mirada fija en aquel hombre desconocido rogando en mi interior, que Devon pudiera libe- rarse del hechizo. Se hizo una completa oscuridad… Escuchaba el choque del hierro y mi pecho ardía. Como pude abrí los ojos y ahí estaba ese hombre otra vez, con su largo cabello suave to- cando mi rostro como si tratara desesperadamente de despertarme. “Despierta monstruo, despierta”. Lo miré fijamente y sus ojos parecían de hielo, no había expresión en él. Traté de moverme, me hizo seña que lo hiciera despacio ya que había una extraña pieza de metal donde antes estuvo la herida. Tomó una llave antigua, la introdujo en mi pecho y fue impresionante lo que vi. Tocó mis labios en señal de silencio. Sería nuestro secreto. Así pasaron los días y mis fuerzas volvían de a poco. 69

—No tengas miedo por el hombre, sus amigos lograron rescatarlo y lo llevaron con los de su tribu. Ellos lo sanarán, solo que no sabe su identidad, es como un dios caído que perdió su divinidad y que ama su mortalidad. Tal vez es mejor así, pero… perdió algo que tendría que tener, esta pequeña rosa de fuego. Preferí que la tuviera aquel hombre como muestra de reconocimiento, los gitanos somos muy agradecidos. La tomó con mucho cuidado y la llevó a su cueva. En sus ojos había bondad y muchas preguntas en su silencio. —Te ayudaré, mañana marcharemos, ahora duerme —ordenó mientras se quitaba la armadura. Por primera vez me sentí extraña, no podía dejar de mirar el color fabuloso de su espalda cerca del fuego. Su mirada era voraz, pero noble. Estaba congelándome y aun así me quedé dormida. Al despertar noté que unos fuertes brazos me rodeaban y mi rostro descansaba sobre su pecho, él estaba dormido tan pacíficamente que las cicatrices contaban las más tristes historias. Mi cuerpo comenzó a sentir calor, él abrió sus enormes ojos fríos y me dejó recostada. —Ponte la ropa, vamos en busca de tu amigo así puedo librarme de ti —Sugirió mientras sonreía. ¿Qué eran esos colores en mis mejillas? Caminamos varias horas, hasta que llegamos a una ciudad donde el herrero no podía entrar. —Este es el fin de mi camino, no puedo entrar a ese lugar, solo los que tienen corazón pueden hacerlo —dijo en voz baja mientras señalaba una entrada rodeada de rosas blancas. Le agradecí por todo, pero presentía que no sería la última vez que lo vería. Capítulo XII La ciudad Entré y era prácticamente un paraíso. Había soldados celtas montados sobre caballos blancos, me hicieron una reverencia al notar mi presen- cia. Sus largos cabellos y atuendos se parecían a los de Devon. Una anciana distinguió en mis prendas la bolsa con las semillas y las 70

tomó como si fueran un tesoro, y pregunté: —¿Por qué son tan importantes? —Ella sonrió gentilmente, mientras las plantaba. Al instante, se convirtieron en árboles y los pájaros cantaban hermosas melodías sobre sus ramas. Percibí un perfume a rosas y mis ojos se lle- naron de lágrimas. Nuevamente estaba ante mí, herido pero vivo, traté de abrazarlo pero sus guardias comenzaron a atacarme. Él intentó frenarlos, no pudo y un general me alcanzó. Su espada traspasó el metal y entonces gritó: —¡No tiene un corazón! Mientras me surcaba no sentía dolor, ni tristeza, no sentía nada. Devon corrió a mi lado, se acercó empujando al guardián. Pey le contó rápida- mente quién era yo. Él continuaba sin conocerme, pero aun así trató de mantenerme con vida. El atrapa sueños enredado en su pelo cayó en mi cuello manchándome con un líquido negro, pero no había sangre y tam- poco dolor. La luna estaba tan brillante que parecía un sol nocturno, el cielo llo- raba muchas estrellas por mí. Señalé la guitarra, le pedí una canción, la cual me acompañó hasta los jardines de Odell, al abrazo de mi padre. Luego de cantar, Devon exclamó: “Su corazón se hizo tinta para que esta historia se conociera”. Mis ojos se cerraron, en su mano sólo quedó una guitarra, una pluma negra y con mi sangre quizá escriba su próxima canción. Y la pregunta de todos es: ¿Qué ocurrió con Bengui? El silencio jamás se marchó, y ¿el herrero?, solo diré que pudo salvar mi corazón. A lo lejos, dicen que el ermitaño habla con un espíritu, pero lo dicen como tantas otras cosas. Todo se desvaneció al abrir mis ojos. Después de todo, “no éramos nada… solo una hermosa historia en un sueño”. 71

Germán Masgoret Es docente, músico, escritor y columnista del diario local de Alta Gracia, “Tortuga”. El Sr. Germán Masgoret es un joven escritor de 22 años que en el año 2020 publicó: Cautiverio 123, un libro de cuentos bajo el sello editorial de Tinta libre. También participó en la antología Flotar, un poemario y actualmente lo hizo en la antología literaria de Alta Gracia 2020 en el que se recopila- ron relatos de la comunidad de Paravachasca sobre cómo transitaron el 2020 y que acaba de ser editada. Como invitado, hoy lo hace con un cuento en esta segunda antología de Cautiva Ediciones. *** Puesto vacante en oficina postal Ese martes aquel joven gerente New Age quiso impostar un matiz sincero al hablarme. Su tono virtual como todo lo que decoraba su oficina. Ese estilo de arte pop minimalista sin rasgo de historias. Sin grietas o desperfectos. Todo parecía recién comprado. Los papeles se hicieron un bollo en mis manos enfurecidas tras aquella larga espera sentado en una silla plástica, pulcra, blanca y nívea. Otra vez ahí estaba la obsesión por lo puro explicitada en los objetos. En fin, la cosa fue que me habían citado a las nueve de la mañana para la entrevista en el correo privado y este tipo de saco y corbata me aten- dió a las tres de la tarde porque según él estaba en reunión. Se disculpó restando gravedad al asunto. El tiempo de los otros es trivialidad pura para estos tipejos. El puesto que ofrecían era para atender al público, recibir y despachar paquetes, cartas, sobres, todo detrás de un mostra- dor. Prestando atención a lo que decía, entre líneas o digamos, entre sus balbuceos estériles pretendía que yo, aparte de empleado de mostrador, fuera también el muchacho de los mandados, el de la limpieza, el aco- modador del depósito, el que atiende a los proveedores, el encargado, el reclutador, el asesor, el aprendiz, el maestro y el veterano al mismo tiempo. 72

Cuando vi la cara del triste gerente, mientras me hablaba, me di cuenta que no me iba a tomar. Lo vi en sus ojos y en su boca torcida mientras gesticulaba simulando una sonrisa amiga. Quiso usar conmigo esos arti- lugios modernos que usan los empresarios jóvenes para no herir esas susceptibilidades de cristal que afecta a la gente moderna. Yo no soy tan moderno para su desgracia o para la mía, yo qué sé, pero creo que estaba cantado todo. Casi como si fuese yo un profeta contemporáneo, el tipejo aquel con rostro esculpido, afable y de hom- bros anchos me dijo que yo no era el tipo de persona que estaban bus- cando en este momento pero que le dejara el currículum de todas formas. Ya me había hartado de recibir la misma respuesta durante las últimas tres semanas, así que con la educación que me quedaba le dije «No, gracias» y me retiré apretando aquel papel hasta hacerlo un bollo denso. Algo en su cara me llamó la atención, lo noté temeroso, tal vez había advertido mi conducta de mis manos duras abollando el papel, y quizás aquello haya sido la causa de su respuesta, de que yo «no era el tipo de persona que estaban buscando». Cuando entendí todo, en serio, y me refiero a todo lo que había pasado en quince minutos, supe que ese po- bre desgraciado era mi angelito de la guarda o alguna cosa parecida. Me liberó de una condena que casi me tenía enganchado de la rotura de mis bolsillos. Me salvé —así— de quedarme en este infierno. Buscaban un pulpo, no un humano, por supuesto que yo no era ese tipo de cosa que estaban buscando. Cuando salí a la vereda por Avenida Colón, toda la masa de cemento de la ciudad de Córdoba atravesaba mi cuerpo entero con sus colectivos, autos, taxis, puentes, cables, motos, bicis, gente hormigueando por todos lados, charcos olorosos y sucios. Sin embargo, el aire me parecía tan puro como el de un campo por la mañana, tanto que usé mis últimos pesos para celebrar lo cerca que es- tuve de la muerte lenta y me dirigí a un puesto de panchos, me senté en un taburete de hierro amarillo a degustar esa delicia citadina y de tanto en tanto lo pasaba con gaseosa de naranja. 73

Graciela Marcos Graciela Alicia Marcos es escritora. Tiene 65 años, nació en Punta Alta, al sur de la provincia de Buenos Aires, Argentina. A partir de los cuatro años de edad, se trasladó con su familia a la ciudad costera de Mar del Plata, donde pasó casi toda su vida. El mar fue su mayor inspiración en la mayoría de sus poemas, cuentos y relatos que comenzó a esbozar desde muy temprana edad, siendo las hojas de su diario íntimo, las que llevaron las primeras impresiones. Actualmente vive en la localidad de Villa Luzuriaga, al oeste de dicha provincia donde su inclinación a las letras, sigue siendo una de sus actividades más importantes y la satisfacción más grande. Ha sido reconocida en varios grupos de afinidad y radios culturales, llevándola a conocer gente maravillosa que comparte dicho arte. Participó en la primera Antología de Cautiva Ediciones, Sueños y plumas. Gracias a la invitación de colegas y amigos, tiene el placer de poder dejar en esta segunda antología, algunas de sus poesías y escritos que espera sean de vuestro agrado. Nos deja su eterno agradecimiento, tanto a aquellos que han hecho posible este sueño como a sus compañeros de ruta que participan en este evento tan maravilloso en Cautiva Ediciones y a ustedes, queridos lectores, que siempre han sido el gran alimento de su inspiración. 74

Rossanno ¡Ah, Rossano! ¡Dónde tus gladiadores pisaron a punta de lanza dego- llando historias de mártires románticos y enamoradizos! Cuna de locos pintores y Nerones pirómanos que, en balsas, remangaron el mar en el Golfo de Tarento. Entre mármoles y alabastros nació la Cosenza de religiosas torres de castillos que el Medioevo cultivó como perlas de Oriente. ¡Heme aquí, Antepasado! Que tus “córnes” establezcan su “huergo”. Deja de juzgar y encuentra aquellos que se perdieron en tus tierras Altas de Adriano y tráeme el perfume marino del Mediterráneo y bañe mi cuerpo en su “mare nostrum”. Montículo de escondrijos amurallados y perfectos grabaron la raza que surca mis venas. Los niños esperan que tus cúpulas les lleven los libros históricos de locura y “pax”. Y yo, aquí en busca de tus huellas hundidas en tu arena me voy cubriendo de tus “mazmorras”, dejándome atrapar por tu belleza. ¿Volverá Bizancio, en los atardeceres, buscando en las tumbas sus viejos placeres? Tu origen ascético se selló en mis manos y en una cruz griega hay parte de tu historia. Acéfalo el tiempo caló en tu memoria y en tus olivares, disparador de avejentadas manos, trajo tersa civilización de amores nuevos. Pequeño y recóndito y orador de su sello avasallante estás conmigo, como en el arco justo de la bota romana. ¡\"Sybaris_ Ruskiane _ Hagiou Oros”! Me cautiva tu historia y en tu linaje me encuentro buscando en tu tierra algo que me permita ver y sentir, dónde la Sandalia del Pescador dejó su balsa y en tus cristalinas aguas bautizó tu estirpe. Vocabulario y algo de historia “Córnes”: nube de palabras. “Huergo”: Este vocabulario es de uso anticuado, (en teología) se define a un lugar o sitio donde las almas quedan condenadas en la eternidad por cometer un pecado grave depen- diendo de la creencia o la religión, se le denomina también el lago del fuego y donde está el demonio o el diablo, este se le conoce como el infierno. “Rossano”: Se presume que el poblado fue fundado por los enotrios 75

en torno al siglo XI A.C. Durante el período griego (siglos VIII-II A.C.) fue el puerto y arsenal de Turios con el nombre de Ruskìa (Ρουσκία) o Ruskiané (Ρουσκιανε). Sucesivamente fue la base romana en el control de la llanura de Sybaris Hagiou Oros: Montaña Santa. Saldungaray Perfume de sus pimpollos. Lluvia perfecta... Diciembre, sensible de sus olores. Mariposas en los verdes cautivas en su paisaje. Cerca del río duermen, campanillas que se sienten. En sus albores, la noche parece de plata... Luna... Los ángeles besan la Virgen que está durmiendo en la cuna. Virgencita que transita los sueños de los benditos, que velan en sus jardines con cirios y con jacintos. Agarraditas las manos, sus dedos entrelazados, los fieles están orando pidiendo por sus amados. Saldungaray en los cuadros y en los cueros repujados, está ese duende que baila y un querubín que te alaba. Pueblito pequeño y grande, imponente, con historias, los dibujantes bosquejan, tu imagen casi perfecta orgullosos de tu gloria. 76

Entonces, amiga, yo te cuento… Cubrieron los mástiles las nubes del puerto. Barcazas se apiñan y jun- tan colores de varios destinos. Reúnen la nostalgia de salir en \"yunta\" tirando las redes; vaivenes de cascos, se hamacan y cantan… Y hablan en dialecto que, sagrados tapan. Las focas se meten en barriles viejos, las anclas las corren, pues duermen más lejos. Parecen ser lanchas que Gulliver junta y engancha en sus dedos tirando las sogas hasta ver la orilla. Parecen pequeñas y promesas traen, quedando en la arena. Juguetes del mar, marinos de cuentos, de Italia, de España, de atlánti- cas aguas. Duermen todas juntas hasta la mañana. Pelean en olas gigan- tes de plata. Traen los rumores de peces que agarran en sus redes, fósi- les, crustáceos naranjas. Y en tormentas tragan de costado el agua… Y suben y bajan ese Mar de Alpaca. El puerto se viste de colores tristes si la niebla tapa con telones grises. Las lanchas fantasmas se matan de risa cuando se disipa esa niebla por la brisa. Vuelve en mi primavera Yo bebí en tu primavera el néctar que me alimenta. Rosa roja que abierta, tu corazón me ha mostrado. En tu jardín me he encontrado miles de flores dormidas que al toque de tus caricias se estremecen en la brisa. Tu primavera es tu sangre; rosa roja que dejaste dulce, en mi almohada, atrevido que en colibrí convertido, un poema que al oído en mis sueños me has cantado. 77

Tu primavera es la mía. Siento tus arpas, violines, perfume de mis amigos, soledad que me acompaña. Me quedé en tus primaveras, amor eterno y dormido. Vuelve otra vez amor mío como ese duende a mi oído. La mujer payaso Zapatillas ballet y pollera tutú, se puso la risa para un carnaval. ¿O fue en ese día que tapó el dolor, en pos de un payaso, moflete arrebol? Bailó hasta cansarse y reír también y habló hasta el ocaso, ¡la luna lo oyó! De un ataque triste, rosas de carmín, lo llevó a los tumbos, ¡pareció morir! Alma de payaso, tal vez arlequín, se muta cual mimo para hacer reír. Si se está muriendo ofrece un clavel, o varios poemas que escracha en papel. ¡Sólo se derrumba y levanta en mis pies, la tumba la tapa y se echa a correr! 78

Cartas a Estela Querida amiga: La sequedad de sus ojos, denostaron el ébano interior del alma en crisis y… como madera ruda, astillas encrespadas, envuelve en caramelo su oscuro \"seculorum\". Su tiempo que, en secuencias, le desgranó la esencia, le trajo sus espasmos y emplastos de sosiego. Y abre grandes palmas, esfuerzo de sus ganas, para sentarse ufana blan- diendo la badana. Curtiembre que se ablanda, mañanas tan tempranas, sacándola, torci- da, su espalda tan anciana. Ella tiene la boca, pimpollo de camelias, por donde está Afrodita luciéndose en sonrisas. Y en cada frase escrita que por las noches cita, se pone de rodillas haciendo que recita. Las líneas de su rostro son surcos de suspiros, porque parecen ríos donde sudó sus bríos. Su trenza gris de plata, desata de costado, se sien- ta entre los leños con gestos extremeños. Abuela, siempre eterna, gorrión de sus laderas, cuece el arroz tan blanco, que limpia en faldas negras. Arrastra sus botitas y ruedos de fragancias; delantales fastuosos con pliegues, falsa acacia. Pompones amarillos en una sola rama sostie- ne entre sus brazos, mirando de la cama. Ladeando hacia la puerta su rostro tan cansado, juega con su mira- da…, reírse del fracaso. Y suaves ojos verdes, refrescan sus mejillas, llorando aquellos años, de orar siempre en cuclillas. Por ella, por los hijos, por él que se ha ido lejos, por todo lo que ha sido poder llegar a vieja. Cartas a Estela en Cuarentena Querida amiga: Todo está permitido hoy. Pues luego de esta crisis humana, sentimental y vírica impuesta a la fuerza, será que la niebla es cómplice en nuestra tácita entrevista. Pues… ¡Déjame soñar e imaginar en este confinamiento donde mi alma se encuentra en estas líneas…! ¡Por qué después que se disipe, encontraré desnuda la suya al lado mío! En ese estado, sólo me importa sentir el golpeteo de esa sangre, que antes escondida, sólo dejaba imaginar lo que está oculto. Mas, la niebla, 79

querida amiga, es como una larga y amplia prenda. Es esta niebla que encierra los más preciados pensamientos del corazón abierto donde es mi habitación pequeña. Y por las noches, “Las mil y una noches\". Donde imagino y logro \"salir\" hacia su encuentro. Y creo que sólo tú comprendes esto y \"todos\" ni siquiera entenderán un ápice de lo que digo. Es esta niebla la esencia que cada piel tiene impregnada cual fragancia personal que se derrama, pues sólo allí se piensa y se ama. Que el amor sólo conoce…, sin siquiera un roce. Y ese, mi amor, desnudará mi cuer- po sobre la arena rubia. Permitiré que me cubra con sus brazos y arru- llaré despacio la música despedida de sus manos. Estará tendido conmigo en mis orillas, dejando al mar que embriague nuestra alma abandonados al placer de sus vaivenes. Dorando el sol la piel de nuestro abrazo, mojando los besos eternos prometidos. Por eso y mucho más, mi amiga, yo te cuento, que es imposible creer que el mar lastima mis venas en su obstinado recuerdo. Sólo la brisa disipa la neblina y goza del amor que la ilumina. Y brilla inmenso con olas bailarinas. Abandonados a su encuentro, nos lleva mar adentro, apasionado el corazón, latiendo sin importar los cuerpos regordetes luego de tan letargo infierno. ¡Y en demasía se extraña hoy lo que ayer teníamos en presencia frontal y directa de nosotros mismos! ¿Será que son tantos los años que han pasado y es tan corta la espera de este fin que, creo gozar con tanta fuerza lo que no tengo y he tenido al alcance total de aquél presente? Pero no estoy arrepentida de haber vivido y ser como yo he sido. Y es por eso que esta niebla, que cubrirá la costa donde he nacido, pondrá estos escritos en tinta espuma del jade mar que me ha acunado y descubierto aquel amor que me ha dejado para volver a ser, eterna- mente, los dos en uno solo, así sin más, con la fuerza furibunda de sus aguas. Y tú, si todavía estás, vete a nuestra costa donde estaré con él, seguro, porque es allí mi paradero eterno. 80

Carta a mi querida amiga Adriana Querida, dime… ¿Dónde quedaron los sueños que tanto nos forzamos en realizar, creyéndonos titanes? Locos estudiantes, con la rebeldía de los años setenta; hippies hermosos, tan inocentes y desconfiados, tan valientes y calientes de sangre con flores en las manos como espadas bruñidas y con versos estrategas, comiendo, sin embargo, la mierda de los que quemaron nuestras armas más tarde en hogueras militantes de políticos repugnantes. Es allí, en ese parate de nuestra historia cuando te dejé en ese banco escolar a mitad del segundo año del bachillerato comercial. ¡Y mis re- cuerdos son tan claros! Tus largos cabellos tan lacios, la puerta de tu casa por Avenida Independencia en edificio San José (creo recordar), de frente un tanto marrón o rojizo. Y a pocas cuadras, la casa de mi mejor amiga Mónica Saez, con la que también compartimos toda una niñez en “La Polola”, su casa, su abuela, su hermano, su madre, su padre, mi casa… Mi llanto, el olvido de ella, el olvido de todas… ¡Perdón, amiga! ¡Gigante es mi mente! ¡Y la ter- nura de encontrarte entre lobas fue descomunalmente tan excepcional! Podría encontrar miles de recuerdos en cuadernos de mi diario, escritos de mis años… ¡tan tempranos!, hablando de ti. ¡Sí amiga, de ti! Sin embargo, no aseguraría que podría reunirlos, pues, ¡he tenido tantas vidas! ¡Y tanto tiempo! Hoy el reloj se detuvo en esta cuarentena matando el tiempo referido y las agujas no se mue- ven. Los días ni sé si lo son, las noches insomnes de todo, hasta de amor y de rosas y desprovistos mis miembros de fuerzas para seguir, pulsan a su vez, mi espíritu a tomar sólo la pluma para ti… Y decirte que te quiero, aunque tácito el cuerpo de caricias y abrazos, sean aún a la distancia. No tengas miedo a las sombras que te acusan. De mi parte, yo las he combatido con la palabra escrita, tan mía y tan humilde, mas, no por eso mis desquicies han terminado. Hemos cambiado el mundo nuestro, y nuestro mundo nos cambiará de aquí en más; y serán filas enormes caminando por senderos angostos de precipicios a los costados, 81

apocalípticos y caprichosos, llenos de tierra y barro; soldados fachos y gachos sin cascos o con ellos defendiendo nuestro paso. (Y yo lo he soñado, y corrí con una niña de la mano entre ejércitos con humo). O matando la esperanza y las fuerzas. Pero tampoco será el fin, sino el comienzo y preparo mi pluma para lo que ha de venir, la vida en compases de espera y de nuevos jardines de locura extrema, procurando que este reto nos acerque, nos redima, y podamos volver a creer y volver a vivir. Mis huesos, tal vez no volverán a sentir la piel, mis ojos tampoco verán el color de las flores que tanto me han gustado, mis besos no tocarán los labios o mejillas de quienes amo. Pero nunca cambiará el sentimiento, sólo la forma de transmitirlo. Y te veo en mi ciego andar, y… ¡tu alma es tan blanca, sensible y contradictoria a la vez! ¡Ver tu espada de acero impoluta! Ver el áurea de tu escultura humana, angelical y púrpura, porque es tan igual a las iglesias antiguas, armadas hasta los dientes luchando contra el mal haciendo el mal y haciendo el bien. Y creo que me entiendes al decir esto. Porque de me- dievales tenemos hasta el corazón, si no me lo tomas a mal. Porque así deberíamos retroceder para vencer en este mundo que nos deja el virus y no, tan apostolados, porque de esa manera nos matarán el espíritu tan santo y despojado de odio que hasta hoy nos mantuvo. Poco a poco, tranco a tranco, fuerza con fuerza y amor con amor. Hoy he hablado demasiado desde lo profundo de este intríngulis que sé com- prendes, pero no hay un lector que se haya descubierto todavía, para que lea y te transmita con toda la artillería pesada de la tecnología que, dos palabras tan simples te revelen el verdadero contenido en su des- glose y desmenuce el valor de este \"Te quiero\". Es un contenido potente, un remedio eficaz, un todo del todo que po- cos saben y que alcanza lo suficiente para seguir adelante, quizá (para que se comprenda), lo único que necesitemos después que este virus amaine y se quede entre nosotros y así mantener nuestra esencia. Querida amiga: Estoy aquí todavía, y no somos diferentes, el miedo nos invade, junto a la angustia. Pero estoy aquí aún y te contemplo, con todos mis errores, mis locuras, mis disculpas, mis virtudes, mis 82

defectos, mis convicciones, mis amores. No pretendo absolutamente nada, solo que una luz nos guíe, nos sane y salve, nos dé la fuerza suficiente, y por sobre todo, nos otorgue la oportunidad de vivir otra vida más en esta espera desconocida que no sabemos cuándo termina. Muchos besos, abrazos y te llene Dios, (si lo podemos llamar así), de bendiciones. La hija de mi luna La luna de mi barrio cubierta de barbijos parió en su calendario y en pieles de sus hijos. En brazos de un pequeño jugó sin darse cuenta… ¡Riendo ser su dueño, hasta fruncir su ceño! ¡Llevaba en su antebrazo la hija más pequeña! ¡Se presentó a su padre, haciéndole la venia! Mostró la luna hermosa grabada con ternura en fondo color rosa… ¡Es que no es cualquier cosa! ¡Ufano se paseaba tomándose su brazo, mirando qué pasaba! ¡Eso era demasiado! ¡Tener una lunita! ¡No pudo contenerse! ¡Lunar de su mamita! ¡Su ángel fue a esconderse! ¡Bracitos regordetes, ojitos de angelito! 83

¡Ni temas que te reten! ¡Mi amor y mi cielito! ¡Mi amor adolescente! ¡Tu espíritu de siempre! ¡Llevaste mi lunita, incondicionalmente! Los Monstruos ¡Es que ellos sólo buscan esconderse! En mi cuarto sólo hay rincones de nostalgias… Y ellas ya ocuparon el lugar pagando por adelantado. Ellos se asustan de ellos mismos y tornan disfraces diferentes, y mutan su sangre en engaños y corren la meta del sudario. En terraplenes de distintas estaciones se ocupan de mí en estado in- consciente, y en esos momentos, no soy yo y los monstruos aparecen para no dejarme en paz. El día es, a veces, nublado en todas sus horas pero sé que igualmente el sol se resguarda de mí, porque sabe que lo único que espero es verlo de vez en cuando para preguntarle cosas que él no quiere. Las horas son extensiones de escritos que el alma solo escribe porque es la única que sabe lo que dice y cumple con su razón. Ellos, son com- batidos en comprimidos de sueño intenso, en las subidas de tono de la música en mis oídos en cada dolencia y explosión de mi pecho en no- ches en que los ataques de pánico duermen en un ataúd por poco tiempo, hasta que vuelven en el momento justo de mi inconsciencia. La guerra recién empieza. Las filosas espadas cruzan el aire sin ver los fantasmas que se ocultan, jugando al gallito ciego, en carcajadas que retumban en el mar y que escuchan las olas chismosas juntando sus rumores para confundirme más. ¡Mar de mi cuerpo y alma! Siento en mi delirio tu perfume, tu único rumor inigualable, el silencioso grito profundo de tu centro gravitatorio que me llama y me da la pertenencia de tu estirpe. Ellos, no se resignan, vuelven durante los momentos menos esperados y me revuelven la sangre, se cierra mi garganta, quiero huir, correr 84

mientras transpiro y vomito. El corazón se me sale por expansiones de miedo y a la vez dolor, desesperación, mientras trato, no me dejo vencer y saco mis armas arriba de mi barco pirata, en plena tormenta. Mas este se da vueltas, aunque nunca dejó de caer y sigo con toda mi artillería combatiendo con mi traje de almirante en medio de la huma- reda, el cielo en plena bruma oscuro y lejos de la costa. Otra vez vuelvo al cuarto de mi habitación en llamas que no termina de desplomarse. La brújula me trae a conciencia que el rumbo no está totalmente perdido, pero que el vaso se corre de lado a lado y mi brazo cansado no lo alcanza para tomarme el comprimido para poder dormir, mientras todo se re- compone a mis espaldas y yo logro, destruida, con mis miembros agota- dos, caer sobre quién sabe qué cosa, fría o demasiado caliente y se abran mis ojos nuevamente antes del amanecer. La niña flor cerezo ¡No podría ser más bella la flor en tus ojos, niña flor de los amores niños! Niña, flor de las callejas donde se termina cada huella tuya, amando. ¡Dónde ha nacido la guitarra poeta de tu abuelo niño! ¡Flor cereza de extremeños, locura ancestral de papeles viejos! En la espalda de sus cuerdas vocales se disparó la paloma blanca, que en España se tiñó de versos breves. Flor cereza en terrazas del Jerte donde durmió alguna vez una enjuta niña muy cerca de la Garganta de los Infiernos. ¡Amores extremeños! 85

Se cubrió en alas de ángeles, antes de ir a lavar sus prendas al río como judíos en canastos con brea antigua. ¡Niña flor de los amores niños! ¡Incertidumbre de saber el destino que muy pronto le tocó, cuando perdió a su madre! ¡Y fue ella quien ha perfumado mi cuna, en años de florecer muy dentro de mí! Hija mía ¿Cómo te haré sentir, pequeña mía, si en persona no te he visto desde hace tantos años y mi alma en plena pena, sólo sabe de lamentos? ¿Cómo será el adviento de los que saben de esperas? Hay un Jesús de madera que hurtaron en siglos viejos, y nunca se preocuparon del que llegará en blanco ciego sin imagen y colores. ¡Ciegos los que no creen y ciegos los que verán que hay un Cristo que vendrá para llevarse las penas! ¿Cómo podré mirarte en ese momento eterno, si mi cuerpo estará tácito de escritos nuevos? El tormento de mis penas se llevará la envoltura de mi piel a mudarse en alas libres. Las nubes descubrirán, el vuelo del alma nunca se rendirá y buscará las otras que también se buscarán. ¡Ay! ¿Cómo podré decirte que seré yo? ¿Cómo podré tenerte entre mis brazos si todo será etéreo? ¡Hoy que todavía estamos aquí, tampoco me reconoces! ¡Y volverás el tiempo atrás en recepción de los recuerdos para que tú, hija mía, detectes mis manos en caricias y besos que te he dado y nunca te he olvidado! Si del letargo despiertas, quizá me busques allí, donde nací. El mar que cobijó mis dolores más profundos. Y te diré que todo será inútil. Tal vez encontrarás el libro de poemas que te he escrito, tal vez, si quie- res, sabrás lo mucho que te he amado. 86

Jesica Fernández Jesica Elizabeth Cuello, bajo el seudónimo de Jesica Fernández (Gi- tana) es escritora, miembro fundadora y administradora del Grupo “Cautiva Ediciones”. Miembro activa de innumerables grupos literarios en donde difunde su obra intelectual. Nació y se formó en Alta Gracia, provincia de Córdoba. Desde pequeña, sus letras provienen de los recuerdos de quienes tanto amó. Cautiva de tu alma, su primer libro nacido en julio de 2020, fue un regalo para los amores de su vida, los que están y para los que ya partie- ron hacia la eternidad. Participó en la Antología 1er. Aniversario de Cautiva Ediciones, Sueños y plumas, con un relato característico del estilo gótico. En esta oportunidad lo hace con su pluma poética. ¡A disfrutar! 87

Mi padre Mi padre es un pájaro herido, desde el principio, desde su primer nido, un pájaro que canta melodías llenas de dolor. Nadie detuvo jamás su vuelo, nadie lo amó... como él merecía, se le congeló de frío el corazón. Mi padre guarda en versos tristes todo su dolor, su historia llena de espinas lo atravesó, y cuando sonríe, a veces, se ve un paraíso, el paraíso que él merece. Su nido no fue el mío, sus brazos no me cubrieron con calor, lo observo y me doy cuenta de que he sido su fiel reflejo. Quise y no pude amarlo, preparé un vuelo que él no detuvo, tal vez lo herí, quizás lo dejé agonizante sin entender en este invierno que me envuelve, sin culpa y sin piedad, que yo también lo abandoné. Ausencias Me robaron la inspiración de tus ojos en mis pupilas, de tu sonrisa dibujando la mía, 88

de una caricia que mantuviera la llama viva. Me robaron el verano que nos vio caminar de la mano, y las letras que escondían tu historia. Me robaron la ilusión de esta caja rota que tiene forma de alma y cadenas oxidadas. Me robaron el latido que tenía tu nombre, y las ganas de esperarte, me robaron la certeza de que volverías a buscarme. Me robaron las letras que te volvieron arte y me dejaron ausencias por todas partes. Me dejaron un perdón sin respuestas, un café a medias, una canción hiriente que ya no quiere recordarte. Me dejaron sólo las ganas de amarte, en este jardín de ilusiones muertas. Sin mariposas en el estómago que proclamen extrañarte, aquí es ausencia, sólo ausencia con tu nombre grabado en todas partes. 89

Letras silenciadas A mi amada hija Alma Anoche te soñé, te recitaba una poesía y me sonreías. Una, con débiles líneas proclamando mi muerte el día de tu partida. Como si extrañaras el arte que me desangra desde hace ocho años, unos cuantos meses y unos pocos días. Volví a soñarte, ¡te veías tan linda!, que al despertar se me rasgó el alma y volví a quedarme vacía pensando en tu eternidad y en mi desdi- cha; en el amor que me mantiene en esta vida, que sin ti, no es vida. Mi pequeña, mi niña amada: no me alcanza la poesía para perdonarme tu ausencia, ya no me alcanza la poesía para vivir sin vivir, desde que te perdí ese día. Mis eneros son de invierno, a mí me quema el dolor de tu fotografía que aún me sonríe en esa hora en la que Dios te llamó. A mí no me basta la poesía para apagar el infierno que quedó el día que te fuiste, y que muestra su reflejo hoy que no te tengo, pero no te olvido, que ya no te tengo y me avasalla el dolor. Mi pequeña, mi niña amada: las lágrimas me borraron el alma, la poesía no me basta para vivir en apariencias en el invierno de mi ser, este que quedó después de que Dios te puso alas. Es amor en la eterni- dad en medio de letras silenciadas. Inviernos Mi vida es eso, un invierno constante una historia a medio contar que no te nombra pero recoge los pedazos que dejaste aquí, en mi soledad. Mi existir es un espejo donde todos miran, sin mirar, un destello donde todavía dueles, espejo opaco de este abismo donde ya no vas a regresar. 90

Un frío constante te devuelve... aquí a este bar donde beso tu recuerdo y te alejas cada vez que la copa queda vacía. Y las lágrimas me vuelven tan suya, tú... tan indiferente, yo... tan mar. Eres eso, un invierno constante que no me deja olvidar, donde quemas siendo hielo, en memorias sangrantes te recuerdo donde la ciudad es como antes pero ya nada es igual. Indiferente te vuelves no te alcanzan mis sentimientos, no hay tiempo para el perdón, yo soy retazos de tu invierno, y tú un tornado de abandono que por cada memoria que te evoca, mata y duele lentamente, duele cada segundo... mucho más. En medio de la tormenta En medio de la tormenta que arrasaba mi alma en una noche oscura de tinieblas y sin calma. En medio de un silencio que parecía no tener fin, con un terrible dolor te deje partir. 91

Día tras día el cielo lloró junto a mí, cesó el canto de las aves, todo se volvió gris. Ya no me importaron el amanecer ni el ocaso. El tiempo se había roto al igual que mi alma, en mil pedazos. La furia de aquella tormenta mi felicidad había deteriorado. En las oscuras aguas del abandono, mis recuerdos quedaron atrapados. En medio de la tormenta de aquel invierno frío, los alegres colores y las canciones habían desaparecido. Los momentos bellos de nuestro amor habían caído en el abismo. En medio de la tormenta desatada en aquel invierno frío, descubrí que mi corazón había muerto a causa de tu abandono, prisionero de tu olvido. En mi último instante solo tú Pronto volverá el negro crepúsculo aunque se niegue a desfallecer el joven día. Quizás caerá sobre mí una lluvia de felices recuerdos y emanará sangre desgastada de esa vieja herida. 92

Entonces, por breves momentos moriré y resucitaré llena de melancolía, prisionera de la misma ira despertaré en los brazos de las sombras sin lograr entender por qué Dios te arrancó de mi vida. Caerá el espeso manto del otoño sobre las horas del ocaso ya cansadas, caerán las hojas ya vacías buscando la muerte... en el abismo de mi alma. Seré solo yo... la actriz de este drama en medio de velas que no se consumen, y las cartas a las que nunca di un fin. Volverá la noche a posarse aquí y estaré solo yo... Rogando que alguien me hable de ti. Entre tantos tiempos y ninguno, el momento llegó. Hoy la noche es infinita e implacable, Dios se muestra ausente... Cierro los ojos y me permito creer que estás presente. Te he visto regresar, te he escuchado susurrar que me quieres, pero qué amarga y diferente es la realidad. Mi corazón se detiene, es este mi último instante, el crepúsculo viene a llevarse mi vida. Tu imagen y tu recuerdo son el pasaje hacia la muerte... es Dios quien la envía. 93

Bruma A mi madre A veces se me inyectan los versos de Neruda y me embriagan, del recuerdo de su sonrisa. Aparece como bruma sobre mi mar de olas desechas aquí, donde ella no está. A veces se me embeben los versos de Neruda. Esos que ella leyó para mí, en mis recuerdos distantes antes de ese noviembre, cuando la perdí. Es la bruma en el mar de mi nostalgia, es el poema que nunca acaba, es inmensa en mis horas cansadas. Ella es el arte de mi herida que hoy sangra. Neruda y sus versos. Ella y mis lágrimas, el vacío no llenado con los años. Un amor atemporal como el mar y mi soledad, como el dolor de no tenerla que me apuñala, aquí donde no regresará. Bruma clara y pura sobre mi mar de tormentas bravas, donde un poema no alcanza 94

para no extrañarla. Bruma y mar, eso somos en esta historia escrita en mi abismo, leído en su eternidad. La niña que me habita A la niña que me habita la observé aún está allí, con su vestido recogiendo los pétalos rotos de la flor de mi destino. A la niña que me habita le lloran de nostalgia los ojos, le late lento el corazón suplicado a Dios un minuto de tiempo que la llene de amor. Ella me observa con la sonrisa rota y por lo bajo canta una canción, llena de recuerdos que mi mente olvidó. Esa que me habita, me mira con dolor como si yo fuera un monstruo que la lastimó, que le dejó en hilos el alma cuando creció. La niña que me habita aún tiene a los seres amados que la vida me quitó. Tiene las rosas en el jardín, la oración de quien nos educó, tiene el beso de mi madre, beso que en mis mejillas dejó. Ella aún tiene un cofre donde guarda la esperanza 95

que a mí se me perdió. La niña que me habita juega por toda la casa que de grande dejé abandonada, ella no me pide que regrese, sólo observa como me alejo sin detenerme, entre letras sangrantes y con recuerdos que van aniquilarme. La niña que me habita sabe que soy un monstruo aterrador, que no tengo cura ni salvación. He llegado a ser adulta y en mi nuevo mundo no hay espacio para la salvación. Yo sólo sé de rencores, ella sólo sabe vivir del amor, pero está desapareciendo lentamente porque no todos la aman por qué razón, sólo lo sabe Dios. El mismo bar Aquí en el mismo bar le escribo a tu ausencia, le cuento de mis sueños... de todo lo que me dolió. Le sonrió al que fuiste antes y el pecho se me desarma de tanto amor. Aquí te leo estos versos, versos que son para ti estos mismos que jamás entre tus manos tendrás... Pero te los escribo 96

para darme un segundo de libertad. Sentada en este bar acaricio esta espera, que es el sentido de mi vida. Espera que abriga a mi alma tan herida, aquí en el mismo bar abrazo tu recuerdo... Te cuento de todos esos momentos que hubiese compartido contigo, te hablo de poesía... te hablo de una nueva canción, y en el más profundo silencio me desarmo... por amor. Aquí en el mismo bar acaricio tu ausencia. Y te dejo un beso en el alma, por si algún día, al menos por un segundo, me pudieras recordar. Y entonces te llegara todo esto que sentí... mientras tú caminabas por el mundo, y yo abandonada en este bar, me sentaba por horas, hablando con tu ausencia y me invadía la soledad. Tengo que acostumbrarme Tengo que acostumbrarme a no estar donde puedas volverte fuego y arrasarme hasta volverme cenizas, una herida viva, insoportable. 97

Tengo que acostumbrarme a ponerte en el mismo lugar, donde vos me dejas marchita, esperando la primavera que nunca va a llegar. Dejarte en el mismo lugar donde me tienes, donde me olvidas cuantas veces quieres, y otras tantas regresas como acto de piedad. Tengo que acostumbrarme a la realidad vacía donde tu corazón me da la espalda y me sube a la cuerda floja de tus sentimientos fríos como el hielo, y tus frases a medio decir. Tengo que acostumbrarme a las despedidas sin que te marches, a la inmensidad de mis mares que me inundan, sin poder llorarte. Saber que el amor, no es amor si estás en el lado faltante, saber que para volar no puedes mutilarme. Y con abrazos sin vida fingir que quieres curarme. 98

Saber que dolerás mientras acepte las reglas de tu juego, y que con una sonrisa podrás aniquilarme, a qué no serás jamás quién me ame, tengo que acostumbrarme. Adiós Me despido porque es la hora señalada, la hora que he esperado con ansias y que se ha negado a venir antes. Me llevo en mis maletas, ya saben, un par de cosas, claro cosas importantes. Me llevo los brindis con mis buenos amigos, las risas y las lágrimas de felicidad (a esas las conocí también). Me llevo el palpitar de un buen amor, aunque imposible, ha sido de- masiado real como para no vivirlo. Me llevo los años cansados que cargué sobre mis alas manchadas. También la poesía y los libros que me dieron otra realidad, tan distinta a esta donde soy escombros, y que todos miran sin mirar. En mis manos tengo las caricias para quienes me esperan en la eterni- dad, esas atemporales que tienen grabado a fuego el nombre de quienes hoy espero me vengan a buscar. Esta es la hora... Pero no voy a despe- dirme, yo no sé decirles adiós. He caminado este suelo tantos años escuchando siempre una canción, me faltó voz para cantarla, pero para sentirla me sobró dolor. Ya no tengo tiempo para un último café ni terminaré de leer el libro que co- mencé. Llevo prisa, está por pasar el tren. A lo lejos viene silbando la muerte, las luces del andén se apagan y alguno que otro pasajero me saluda sin sospechar que esta es la última vez. Una lágrima danza en mi mejilla, cierro los ojos, se escuchan gritos de desesperación. \"Ella cayó\", expresan unos cuantos, pero se equivo- can tanto… yo no caí. Yo sólo me liberé. 99

Distancia Puedo sentir como muero por dentro y la tormenta se desata, soy astillas de tu olvido soy ese poema que aún te sangra, soy latidos rotos, soy abismo, una caída libre hacia la nada. Soy ese último abrazo que nos unió, soy un fantasma que juega en tus ojos. Eres un grito ahogado en mi silencio que todo lo mató, soy olvido y tú recuerdo. Somos una mala jugada del destino, dos almas vacías que se niegan a un adiós. Musa de ojos bravos, de la sonrisa perfecta que hoy se vuelve nada en el humo de un cigarro. Cuánto duele tenerte y no tenerte, cuánto duele hoy haberte amado. Puedo sentir como dejo que todo se destruya, tu mirada, tus palabras, tus brazos, como te vas de a poco, como te voy soltando. Hablarán los poetas de un amor que no fue, hablarán de una muñeca rota que sigue sus pies descalzos, hablarán los poetas del beso que te dejé en esta poesía, trago amargo. Y buscarán mis besos en otra vida esos tus labios que nunca besé y sin embargo tanto he idolatrado, buscarán mis manos en otra vida el tacto de tus manos, la sonrisa perdida 100


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