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Cuentos de la vida casi entera - Angelina Lamela

Published by Ciencia Solar - Literatura científica, 2016-05-29 07:44:56

Description: Cuentos de la vida casi entera - Angelina Lamela

Keywords: Ebooks,Libros,Novela,Cuentos de la vida casi entera,Angelina Lamela

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CUENTOSDE LA VIDACASI ENTERAANGELINA LAMELASEDICIONES PALABRAMadrid

Director de la colección: Ricardo Regidor© Angelina Lamelas, 2009© Ediciones Palabra, S.A., 2009 Paseo de la Castellana, 210 - 28046 MADRID (España) Telf.: (34) 91 350 77 20 - (34) 91 350 77 39 www.edicionespalabra.es [email protected]ño y maquetación: Marta TapiasISBN: 978-84-9840-328-2ISBN digital: 978-84-9840-431-9Depósito Legal: M. 43.208-2009Impresión: Gráficas Anzos, S. L.Printed in Spain - Impreso en España Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

CUENTOSDE LA VIDACASI ENTERAANGELINA LAMELASPALABRA



Para mis hijos,Fernando y José Antonio. –7–



PRÓLOGOSí son cuentos Yo no sé en qué tareas, países, diversiones, traumas, or-gullos secretos o timideces habrá estado varada AngelinaLamelas para que solo se oiga a medias –y no como me-rece–, que escribe y ha escrito siempre cuentos magistra-les: los cuentos de este libro. Pueden contarse con los de-dos de una mano los que faltan en él, y a los que no estánlos ha relegado ella al cajón de los olvidos por exigencia,porque sabe bien lo muy poco, lo nada que le puede sobraro faltar a un cuento. En la creación de relatos –que pueden narrarse desde elinterior o desde los ventanales de los ojos–, hay un cúmulode dificultades que el autor se impone con el reto, la ascesis –9–y la alegría de ir resolviéndolas en relativo poco espacio, elespacio que le pide el relato para respirar cómodo y a suaire, no el que el autor quiera darle. Primero, escribir bien, porque ese es siempre el mar-chamo del verdadero escritor, y estos cuentos están escritoscon una belleza deslumbrante al alcance de todos, con hu-mor, soberana gracia, precisión ejemplar, originalidad go-zosa y andan con paso de pies de ángel. Lo mismo da quesus personajes nos hablen desde Santander –Castilla y sumar–, que desde Alicante, Valencia, Orense, Oviedo, Sevi-lla, Buenos Aires, La Habana o Temuco, cada uno hablaráa su modo y manera pero sin exhibicionismos dialectales,sin pretensiones sabiondas ni excesos; lo necesario para loque se cuenta, lo justo. Y después nada menos que todo lo demás: cómo esabuena escritura consigue un buen cuento. Para bien y para mal, al cuento tiene que oírsele el cora-zón, aunque sea con la levedad del que solo lo lleva para irmuriendo o para hacer daño, o el que nota en él la brisa de

una tarde que no acaba de contarle por qué le canta un pá- jaro en el pecho. Los cuentos de Angelina palpitan con la fuerza y el goce irresistible de la vida y son tan humanos y verdaderos que nos remueven la emoción ya embotada –o eso creíamos– por tanta literatura de psicópatas, pirados, terroristas, violadores, caníbales y demás ralea de esa espe- cie. Podríamos decir que su corazón –de mujer sensible, nunca sensiblera– da vida al libro. Los cuentos infantiles de Angelina Lamelas se han ven- dido en múltiples y repetidas ediciones y son muy conoci- dos, pero estos son cuentos literarios, cuentos para corazo- nes crecidos y la autora no abandona el constitutivo mundo de la infancia vivida, no la otra, la de la fantasía o la imagi- nación. Los niños en la casa familiar, ante las visitas, en los colegios y los juegos, en los roces y experiencias con toda clase de niños, aparecen en estos relatos como son, como ellos sienten, hablan, piensan y se comportan. Una mujer–10– de ley siempre desea que Dios, el Misterio, la Naturaleza o el descuido le anuncien la visita de un hijo y, si el presu- puesto personal o familiar es escaso, puede llegar a plan- tearse, entre el sí y el no, la posibilidad de no abrirle la puerta, pero hay algo que vive dentro de ella, algo que es ella misma y que, sin tener voz, quiere seguir viviendo. Y Angelina, a ese ser incipiente, le da las palabras que le fal- tan en un cuento único: «Crónica de un embrión». Los escritores de cuentos pocas veces han escrito nove- las, pero algunos sí nos han legado el cuento –con frecuen- cia, duro– de sus propias vidas. Angelina Lamelas ha sen- tido esa tentación y, en la última parte de este libro, en unas veinte páginas y advirtiéndonos que «no son cuentos», nos da la clave de ella misma y del libro. El matrimonio de sus padres fue una historia de amor sin fisuras y, en su casa santanderina de Castelar número 3 –algarabía de gaviotas, aire salino, luz y cercanía de campanas–, nació ella y na- cieron nueve hijos más, y ninguno vino al mundo que no lo trajera el gran amor de sus padres. Saber que hemos nacido por amor y que recibimos todos por igual, sin preferencias

o excesos irresponsables, educación y cuidados con amor,no solo garantiza el futuro de un niño, sino que agranda sucorazón, lo hace más rico y sabio, más humano, y le con-vence de que donde falta amor se ven puñales. Y ese con-vencimiento es el que crea muchos de los cuentos de estelibro: «Silvestre Normal», «Armario de luna», «Jonás»,«Viento de Levante», «Libres, felices, descarrilados», «Lamecedora», «Carmina Rivero», «La colcha rosa», «La ma-yor» y tantos otros en los que no hay clases sociales y cam-pea la libertad responsable, la que no suelen querer los quenos dan la murga a diario con la libertad.Angelina Lamelas anda en estas páginas a la búsquedadel tiempo presente, para ver si encuentra el filón de oro desu tiempo perdido, el del amor, el trabajo, la comprensión,la decencia y la alegría de vivir.Este libro, lector, lectora, no es un buen libro de cuentos;es un gran libro de cuentos, y en tal afirmación empeño mi –11–palabra. Medardo Fraile



EL CACHORRO –13–



EL CACHORROLa casa estaba rodeada de macizos de hortensias: azu- les, rosas, malvas, amarillas. Para María la Loba, la franja de hortensias era la barrera de los dos mun-dos: el de las tierras para trabajar y el de las tierras de oler.Tenía la casa dos plantas de cemento gris, balcones italia- –15–nos de hierro enmohecido, y en la azotea un ojo de bueymagnético donde anidaban las palomas. En la puerta de ro-ble, ancha y encerada, una mano de bronce que los chiqui-llos del pueblo cogían y soltaban tantas veces como les de-cía el corazón. Toc, toc, toc... Doña Leticia no se enfadaba. Doña Leticia salía a lapuerta, bajaba los tres escalones de piedra y sonreía: —¿Queréis chocolate con almendras? —¿Queréis ver la televisión? —¿Queréis pasar?... Leticia conservaba restos de juventud en el brillo de losojos, en el cuerpo delgado, más allá de las arrugas de lascomisuras. La primera vez que se oyó llamar «doña Leti-cia» por los del pueblo, se sintió desoladoramente soltera.Una tristeza le subió, de pronto, ahogándola, envolviendosus esperanzas. Había sido siempre «la señorita Leticia» yel «doña» inesperado le llegó a la muerte de su padre,como una herencia. Muerto don Luis, ella ascendía a «doñaLeticia», inapelablemente.

Probó a soltarse el pelo, a vestirse de malva muy claro, aliviando así el luto tan austero que la envejecía. Intentó con los niños: —¿Quieres avisar a la maestra de mi parte? Dile que la señorita Leticia quiere darle un recado. —Sí, doña Leticia... María la Loba se acordaba del chocolate con almendras que había comido en esa casa, de cría, con las otras niñas del pueblo. Se acordaba de eso cuando llamó a la puerta. El mismo toc, toc, de la mano de bronce, lejano y próximo. Traía el verano pegado a la carne, el verano de la siega que le abultaba los labios con escozor de alto sol. —¿Está doña Leticia? Se sintió incómoda, apurada. Ni siquiera a ella, a María la Loba, iban a salirle las palabras claras para hablar de aquello: —Pues, mire usted, sin rodeos. Estoy de uno que no–16– quiere saber ni de mí ni del hijo. Conque, me dije: voy a ver a doña Leticia que siempre ha sido buena. Si lo quiere para usted, sigo adelante y se lo doy. Y si no lo quiere, lo deshago... Las palabras de la mujer parecieron rebotar en aquellas paredes empapeladas. Desde el jarrón de Sèvres de angeli- tos rubicundos y sonrosados al piano Pleyel, todos los ob- jetos rechazaban de plano el pecado y, especialmente, la no aceptación del hijo. Leticia, pálida, habló al fin: —Siéntate, María. Compartieron un sofá adamascado. María, en un ex- tremo, las manos sudorosas sobre la falda. Leticia cruzó los brazos bajo el pecho liso. —Si no te he entendido mal, eres capaz de entregarte a cualquiera, y no eres lo suficientemente valiente como para aceptar las consecuencias. Un hijo, María... –y Leticia miró con envidia la cintura de María la Loba–. Un hijo que ya está ahí, dentro de ti, y que tú estás hablando de entregar o deshacer. No sabes lo que dices.

—Es fácil predicar, y sermones no, oiga. No estoy parasermones. Me han engañado, y de la hija de mi madre no seríe nadie.—Mujer, pero están tus padres. Ellos son buenos y po-drán ayudarte a sacar adelante al niño...—Mi madre es muy decente, doña Leticia. No podría conesa vergüenza. Y yo no le doy ese disgusto.Se oyó el cacareo de un gallo. Un reloj entonó cinco so-nes desde un fanal.—¿Has probado a hablar con don Ricardo? Él, comosacerdote, podría hablar con el padre del niño, conven-cerle...—Convencerle, eso. Obligarle a casarse. Llevarle a laiglesia del ronzal, y yo tener de por vida un hombre acogo-tado. En ese plan, la que no quiere soy yo.La vio revuelta, airada. Se le asomaba «La Loba» por losojos oscuros, por las manos crispadas, por los dientes apre- –17–tados, y probó a calmarla, a domesticarla:—¿Te has puesto a pensar, María, cuando tú pasases pormi casa y vieras al niño, a tu hijo, jugando en el jardín...?¿Te sería fácil, di? A lo mejor tiene tus mismos ojos y tú leves como si nada, como si fuera un extraño...—No me venga por el lado blando, oiga, que lo tengotodo muy pensado. Si usted acepta, yo me voy del pueblo.Le traería al niño y después me iría a Alemania, donde miprima Juana, que trabaja a destajo en una fábrica. En Mu-nich o Munchen o como se diga. En dos o tres años ahorra-ría para la entrada de un piso en Madrid, y me llevaría amis padres conmigo. Vamos, que, si lo que usted teme esque yo le vaya a llevar al chico después, le digo que Maríala Loba tiene una sola palabra.A Leticia le pareció estar viendo a María sentada en el sa-lón con los otros chiquillos del pueblo, mientras ella les en-tretenía haciendo un conejo de una servilleta. Se acordabade un día que vino con un vestido de flores y unos zapatosde charol, recién estrenados. Le hacían ampolla en el talón.Sus padres la habían llevado a la ciudad y María contó a

todos que a ella las ciudades no le gustaban, que la gente corría por las calles, que las casas eran horribles, sin co- rral ni nada, y que los árboles estaban todos en fila, como alelados. —Bien, María. Me traes al niño. —Gracias. Le salió la voz enronquecida, lenta. Se levantó despacio y se estiró la falda, que empezaba a respingarle por delante. —Se me empieza a notar. Estoy de cuatro meses. La se- mana que viene me voy a la ciudad. Ya tenía la mano en la puerta. —Espera... Abrió Leticia el cajoncito del secreter Luis XV del salón. Extrajo cinco billetes de mil pesetas y los puso en la mano derecha de María. —Oiga, no me ofenda. Yo no necesito dinero. Puedo tra- bajar en lo que sea.–18– —No era mi intención ofenderte. Si te daba eso, era por- que puedes encontrarte mal, y en tu estado necesitas ali- mentarte mejor que nunca. —Nada, no necesito nada. El chico será fuerte, y, si no, al tiempo, que el tipo ese es un sinvergüenza, pero como un roble de bien plantado, y una a la vista está... A Leticia se le escapaba una sonrisa por la comisura iz- quierda. La dominó. —Escríbeme cuando vayas a tenerlo, y yo iré a la ciudad para estar contigo. ¿Lo harás? —Sí. Ya pasaba María junto a las últimas hortensias. Las hor- tensias azules que custodiaban la verja. En el salón perma- necía un olor a trigo y a sudor fresco; un olor a verano que daba nueva dimensión a la pieza, como si un trigal de espi- gas tiernas lo invadiera todo. Un hijo. Un niño en la casa dentro de unos meses. Había dicho que estaba de cuatro. Faltaban agosto, septiembre, octubre, noviembre y diciembre. Para diciembre. Le iba a querer. Le iba a colmar. Había que compensar el aban-

dono de sus padres. Que solo viera cariño en torno suyo.Y luego, todo sería para él: la finca y los dos pisos de laciudad y el dinero del banco y las acciones de la inmobi-liaria... ¡Un niño, Santo Dios...! Le pondría en la habitación con-tigua a la suya. Le compraría un coche de pedales para querecorriera los senderos de grava. Ya le enseñaría ella a noirse contra las hortensias... Bueno, y, si se iba, tampoco pa-saba nada: ¿qué eran las hortensias comparadas con unniño?... Se acordó del último pretendiente, cuando se le acababala treintena. Como el último tren. Era calvo, bajito, simpá-tico. No le gustaba. Tenía las piernas cortas y el vello delpecho se le encaramaba por el nudo de la corbata. Cuandose lo llevó la hija del veterinario, pavisosa y con granos,comprendió que ella podía considerarse fuera de combate.Que no tenía nada que hacer en plan de conquista. Y lo sin-tió por los posibles hijos. Hubiera ido al matrimonio con –19–vocación de madre. Infinita vocación de madre. A Leticia, la esperanza del niño le entró como una ma-ñana clara por la ventana del alma. Se le llenaron de gozotambién la casa y el jardín, y para aquietar la impaciencia,nada le entretenía tanto como hacer punto para el niño. Sesuscribió a una revista de labores. Dos puntos al derecho,dos al revés, montar el hilo... Aprendió el punto enano y elde los ochos, que siempre se le había resistido, y llenó dejerseys azules y blancos, de faldones de piqué y camisitasde batista, dos cajones de una cómoda. Empapeló la habitación del niño de amarillo claro, conun friso de soldados que parecían de plomo, y, como no te-nía muchas ideas sobre puericultura, se trajo de la ciudadun buen lote de libros que empezaban a aclarar sus dudassobre la materia. A veces, un remordimiento trepaba por su honestidad. Leparecía que hubiera podido insistir más y mejor con María,ofrecerse para hablar con sus padres, dotar al niño desinte-resadamente. Admitió el pensamiento al principio. En oc-

tubre ya lo rechazaba, y en noviembre se dijo que el niño saldría ganando, que era una suerte no vivir con una madre desnaturalizada. Diciembre la sorprendió espiando la llegada del cartero. Salía a la carretera como las muchachas que esperan la carta del novio. El anhelo le ponía luces en los ojos y color en las mejillas. —¿Hay algo para mí? —Nada, doña Leticia. El cartero sospechaba un idilio tardío, pero a ella le te- nían sin cuidado las suposiciones del hombre. Le llegó un domingo, con sello de urgencia. El cartero agitó el sobre cuando Ernestina, la vieja ama de llaves, abrió la puerta. —La carta de doña Leticia. Y Leticia la rasgó torpemente, sin darse tiempo para co- ger el pequeño sable de Toledo que siempre estaba en el se-–20– creter. «Ya he salido de cuentas. Dese prisa en venir». Hizo el viaje en el taxi del pueblo. Le tenía contratado para que en el mes de diciembre, hasta que se presentase su asunto, no aceptara más que carreras cortas. De camino rezó un rosario para que todo saliera bien. Le pareció frívolo pedir que el niño fuera guapo (o la niña, que casi le daba igual). Con el nerviosismo, tenía la impresión de que unos misterios los había rezado de catorce avema- rías y otros, de ocho. Arriba verían su intención. Aún tuvo que velar dos horas al pie de su impaciencia. Se sorprendió animando al taxista para que adelantara a un ca- mión; ella, tan reacia a las imprudencias. Y tuvo que resis- tir, sin enterarse bien, el resumen de las injusticias labora- les que se habían cometido contra un cuñado del conductor. Nunca le pareció la ciudad tan lejana. Ni siquiera aquel día de un verano inolvidable, cuando estalló la guerra y ellos huyeron del pueblo para esconderse en casa de un primo de su padre. El recuerdo le trajo su adolescencia. Unas trenzas y un novio presentido, y seis o siete niños de-

seados. ¡Quién le iba a decir a ella, tan mona, tan bien edu-cada y con dinero, que se quedaría soltera...! Ante el portal viejo de una calle más vieja, la curiosidaddel taxista se disfrazó obsequiosa: —¿Le subo el maletín, doña Leticia? —No; no pesa nada. Y no pesaba mucho. Dos faldones, dos chaquetas dimi-nutas, una docena de pañales, dos camisetas, la medalla deoro con la Virgen del Carmen y una toquilla. La puerta del piso estaba abierta. Una mujer de medianaedad le salió al paso: —Usted es doña Leticia, ¿verdad? El niño nació esta ma-ñana. Muy hermoso; ya verá... Leticia se sintió absurdamente en falta: —Vine lo antes posible. Recibí la carta esta mañana a lasonce. —Ya verá, ya, qué hermosura... Llegaron a la habitación por un pasillo que olía a alcohol –21–quemado. María la Loba sostenía a un niño de cara redonday mucho pelo. La vieron enrojecer. —No se lo doy, no. Es mi cachorro. Y Leticia, un mar en el pecho a punto de asomar por losojos, apretó la mano de María la Loba y procuró que le sa-lieran rectas las palabras: —Es mejor así. Con nadie estará mejor que con su ma-dre... Y fue dejando sobre la colcha las chaquetas de ochos ylos faldones de piqué.



LA INDEMNIZACIÓNU na tarde, al volver de paseo con Mercedes, la ni- ñera, le enseñaron a Andrés una muñeca colorada y fea que dormía en una cuna al lado de su madre. Ledijeron que era una niña con la que podía jugar, y su madrepuso tanto entusiasmo en convencerle que no se atrevió a –23–decirle todo lo que pensaba. Como si un muchacho de seisaños pudiera rebajarse a jugar con una cosa colorada que nisiquiera tenía pestañas. ¡Bah! Por otra parte, le parecía muy mal que no le hubieran pe-dido su opinión. Habría votado por un hermano. —¿Se puede cambiar todavía...? Sus padres se reían aún cuando Mercedes le sacó de lahabitación. Durante los primeros meses, sin embargo, Andrés llegó aacostumbrarse a la idea. Sus padres estaban muy cariñososcon él y Begoña dormía casi todo el tiempo. Mercedes,para fastidiar, decía: «esta niña es un ángel»... Andrés com-prendió por dónde venían los tiros y acababa riéndose (unángel, sí; ya no era tan fea como cuando nació, ni tan colo-rada, desde luego, pero distaba mucho de parecerse al án-gel de la Guarda que tenía sobre la cuna). Después, las cosas empezaron a ponerse de mal en peor.A la niña le estaban saliendo los dientes y se pasaba el díaen los brazos de su madre.

Fue precisamente por entonces cuando dos dientes de Andrés comenzaron a moverse. Ponía el dedo en el borde y empujaba rítmicamente: un dos, un dos. Pronto no fue más que un badajo tocando a rebato las últimas campanadas. El monaguillo, el badajo, la campana, habían sido palabras de su padre mientras Andrés mantuvo la boca muy abierta para que se viera bien. Con un hilo y un rápido tirón le arrancó el diente. —¿Ves?, ni siquiera sangras. Y sacó cinco duros del bolsillo. —Tu indemnización. Andrés pensaba que su padre era un tío estupendo, y no le preguntó el significado de indemnización, porque pre- fería enterarse por otro lado y que siguiera hablándole siempre como a una persona mayor. Además era fácil, pensó, seguramente indemnización significaba premio. —Gracias por la indemnización.–24– Todas las mañanas, lo primero que hacía Andrés al levan- tarse era correr al espejo para ver si el nuevo diente le es- taba saliendo ya. Nada. Introducía el dedo meñique de per- fil en el lugar del muerto con la esperanza de advertir alguna novedad. Después iba descalzo al cuarto de baño para sentarse como un moro en el borde más cómodo de la bañera, mientras su padre se afeitaba. Andrés aprendía así el oficio de hombre. —¿Todavía no? —Nada. —Resígnate a seguir silbando todas las eses por el agu- jero otro mes por lo menos... La misma broma siempre. Parecía mentira que su padre, que era un tío estupendo, cayese en aquella estupi- dez. —Di: San Simón salió solito saliendo siempre sobre su suela... Era un buen momento para decir aquella palabrota que había oído el domingo a Carlos, el hijo del portero. La dijo por dentro.

—Tiene gracia. A mis dos hijos les están saliendo losdientes.Se volvió y tiró a Andrés de los pelos de la coronilla, tie-sos por las recientes horas de almohada.—Con toda la diferencia que hay de la primera a la se-gunda vez. Estos son para toda la vida.Cuando apareció por fin ante el espejo la punta blanca delreemplazante, Andrés –los psicólogos lo explicarían en dospalabras– no fue esa mañana a sentarse en el lado más có-modo de la bañera. Corrió al cuarto de su madre a meterseen la cama con ella, para estar más cerca que su hermanadormida en la cuna.—Mira, mamá, el diente.—No veo nada. ¡Ah, sí! Una puntita blanca.—Es el diente.Andrés se quedó muy quieto esperando los besos que nollegaron. De pronto rompió a llorar. Rompió exactamente, –25–porque fue como un dique rebasado.—Pero, Andrés, ¿qué te pasa? Tú habrás comido anochealgo que te sentó mal. A ver la lengua...Se oyeron las pisadas del hombre por el pasillo.—Felipe: yo creo que el niño está malo. De pronto rom-pió a llorar y está muy sofocado.Su padre le tomó el pulso mirándole a los ojos.—No es nada –dijo, y de pronto hizo una de esas cosaspor las que su hijo pensaba que era un tío estupendo. Sevolvió de espalda dando el grito de guerra.—¡A caballo...!Fueron al trote por el pasillo hasta el cuarto de baño. Supadre continuó afeitándose mientras silbaba el preludiode «La Bohème». Andrés se agazapó en su postura demoro.—¿Me enseñas el diente?El niño estiró los labios sin preguntar a su padre cómo losabía. Se dieron un abrazo muy fuerte que acabó con pal-metadas en la espalda, como el de los hombres.

Andrés pensó que era una gran indemnización. Solo unos años después supo que aquella palabra no significaba pre- mio. Pero siempre fue una indemnización.–26–

CRÓNICA DE UNEMBRIÓN23 de septiembrePerdóname, madre: ya estoy aquí. Tú todavía no lo sabes y andas tan tranquila, pero ya tienes otro hijo instalado en tus entrañas haciendo de las suyas porlas mañanas. Y tú atribuyes las náuseas y el malestar a una –27–indigestión del domingo... Voy a llamarme Gustavo. Me lo imagino porque tu padremurió en la primavera y te consolará ponerme como él. Noes que me entusiasme el nombre, pero los hay peores: Epi-fanio, como ese tío de papá que os dejó 200.000 pesetas...(El nombre no importa mucho, ya lo sé. Ha sido un inciso.Es que estoy nervioso). Comprendo que voy a ser un trastorno. Ya tenéis a Jua-nito, a Marcos y a Cristina, y cuando conseguisteis la niñafue cuando pensasteis en poner punto final. Que si la casaera pequeña, que un niño más supondría la búsqueda deotro piso y tal y, como está el asunto, por menos de 5.000pesetas ni pensarlo siquiera... (Bueno, pues para que veasque voy a tener buen carácter, estoy dispuesto a dormir enuno de esos sofás que por la noche se convierten en cama).También sé que mis hermanos ya van al colegio y que tú,para ayudar a papá, has comenzado este mes a dar clasesparticulares a niños de bachillerato –hasta reválida decuarto– y que no te van mal las cosas.

Ya te compensaré yo, madre. De mayor seré marino para ver mucho mundo y te traeré piedras preciosas y marfiles y telas y tú estarás muy orgullosa de tu cuarto hijo; del hijo que no quisiste tener. ¿Ves...? Esto sí me hace daño. Esto me asusta. Soy un principio de hombre y, embarcado en la aventura por mi deseo de ser, esto sí pudiera ha- cerme zozobrar... Verás, madre: envidio a los otros, a los que nacen porque sus padres los desean. Si muriera ahora, ni tú misma te ibas a enterar... ¿Ves? Ya me estoy po- niendo trágico. Los embriones no lloran, madre, pero una pena muy grande puede bastarnos para que no crezcamos nunca. ¡Tenías que verme, madre...! Apenas una coma, un punto y una coma. ¿Cómo te explicaría yo? Más pequeño que una luciérnaga, y sin luz verde, desde luego. Así soy ahora. Me gustas, madre. Me gustáis los dos, papá y tú. Por eso me empeñé en nacer. Sé que tienes los ojos dulces y los ca-–28– bellos suaves y he sentido tus manos, las manos con que acariciabas la frente de Juanito cuando las paperas, las ma- nos con que hacías bizcochos el otro día, las manos de arropar. Y te quiero, madre, ya, aunque no me desees. Esta es la única nube entre tú y yo, pero, cuando nazca, te pro- meto borrarla. Ya verás, madre: hasta voy a tener los ojos azules, los que tú buscabas en vano en cada nuevo niño. Y, sobre todo, voy a ser muy simpático: ¿no comprendes que a mí me prepara- ron allá arriba para cuarto hijo...? El «rentable», el que da a la familia categoría de numerosa. Reducciones en las ma- trículas, descuentos en los trenes y alguna otra ventaja... En el limbo nos enseñaban esto y filosofía de los hermanos menores: sabremos aguantar con estoicismo los empujones de los mayores y heredar con resignación sus abrigos y hasta sus zapatos; aprenderemos a leer cogiendo una letra de aquí y otra de allá; a rezar de oído; a nadar por instinto de conservación; a correr haciendo regates; a hacer recados sin rechistar; a dormir en la litera de arriba; a no acusar... (Ya verás; una ganga...).

Día 24. Le he oído decir a papá que Ortega está espe-rando su sexto hijo. Ha añadido: «¡Qué atrocidad!». Me hequedado muy quieto y me he encendido todo de vergüenzay de ansiedad (pero rojo, no verde, como la luciérnaga deque te hablaba) y en el sitio donde voy a tener el corazón henotado como si me golpearan.Día 28. Esta mañana cuando estábamos en el Supermer-cado sentiste que te apetecían las almendras. Te apetecíancomo las otras veces y te has acordado: «Lagarto, la-garto»... has dicho muy bajo, pero yo te he oído y hasta mereí (que ya hace falta sentido del humor...).Día 1. Hoy mientras mirabais la televisión, le has dicho apapá:—Oye, Juan: fíjate qué raro: llevo unos días mareándomeun poco por las mañanas y vuelven a apetecerme las al-mendras: ¿qué crees que será?...—Nada, mujer. Sugestión. Acuérdate del año pasado... –29–—Ya; pero no tenía náuseas...—Eso no es nada. Un desarreglo cualquiera.Y ha seguido mirando el regate de Pirri y el disparo deGento.—¿Falta...? ¡Pero si no estaba fuera de juego!(Él sí que estaba fuera de juego. ¡Pues no me ha llamadoun desarreglo cualquiera...!).Día 4. Cada hora que pasa estoy más preocupado: ¿quéhe hecho...? Mentiría si dijese que me arrepiento de estarya aquí, pero temo el momento en que mis padres se ente-ren. Tengo miedo del llanto de ella, del malhumor de él yde que hagan cuentas en voz alta: 3.000 de la casa, 6.000de la comida, 1.000 entre la luz, el gas y el teléfono...Día 7. Estábamos en la peluquería cuando mi madre se hasentido mal: sudores fríos, mareos. Su corazón latía velozcon el tam-tam de la selva del temor. ¡Cómo resonaba aquídentro...! Le han dado una copita de anís y ella ha dichoalgo de que la culpa era de la tensión baja. Cuando salimosa la calle, mi madre estaba ardiendo por el secador, el anísy las sospechas. Yo sabía que íbamos a buscar a Cristina a

la salida del colegio, pero me pareció que caminábamos más que otras mañanas. Al fin hemos cogido un taxi: —A Maternidad. Y la palabra maternidad dicha en alta voz tuvo la fuerza de hacer crecer el presentimiento de mi madre. Como si el taxista ya supiera su secreto y, con él, toda la ciudad. El hombre se volvió para mirar sin disimulo a mi madre y re- sopló: —Perdone usted. Miraba porque, mejorando lo presente, no sería el primer chaval que naciera en mi coche... En Maternidad, una enfermera cruzaba el vestíbulo con un taconeo de urgencia. —¿Para hacerme la prueba del embarazo? —Puede usted pasar a esa sala... Un médico joven ha preguntado: —¿El test de Galli Mainini...? —No sé; la prueba de la rana...–30– Y mi madre y yo hemos entrado en un lavabo que olía a lejía. Luego, mi madre ha entregado un tubito con la orina. —¿Cuándo podré saber el resultado? —Pasado mañana por la mañana. Quizá, mañana por la tarde. —Es que es urgente... Me voy fuera... —Bien: llame usted por teléfono mañana al mediodía. Tal vez pueda decirle ya lo que hay. —O lo que no hay... –ha susurrado mi madre. Cuando llegamos al colegio de Cristina, las niñas ya ha- bían salido. Mi hermana estaba en la portería a punto de llorar: —¿Por qué has tardado tanto...? Y mi madre la ha besado muy fuerte: —Oye, Cristi: ¿te gustaría tener un hermanito? –y he no- tado en la voz de mamá que le hacía falta que alguien se alegrara de la posibilidad de su cuarto hijo. —Sí. (¡Qué lacónica!). Como si me hubiera oído, Cristina añadió:

—Pili tiene un hermanito muy nuevo y su mamá se lodeja coger un poco, que lo he visto yo.Día 8. Esta noche no hemos dormido nada. Mi madrecambió varias veces de postura hasta que papá le preguntó:—¿Qué te pasa...? ¿No duermes...?Saltaba la rana de la prueba una y otra vez en tu lengua,pero mentiste:—No sé; debe de ser por el café que tomé antes.Día 9. ¿Cuántas vueltas has dado por la casa hasta quefueron las doce? ¿Cuántas, di...? Cuando cogiste el auri-cular para marcar el número de Maternidad, te acordastede Santa Rita, pero te pareció mal mezclarla en esteasunto:—Soy la señora de Suárez. Llamaba para saber el resul-tado de mi prueba de embarazo.Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis... te pusiste a contarpara adormecer tu agitación. Estabas por veintisiete cuando –31–llegó la respuesta:...—¿Positivo ha dicho usted?Y apenas reconocí tu voz.Después, te sentaste en tu butaca y estuviste muy quietaun largo rato. Yo esperaba tus lágrimas pero no llegaron (¡sisupieras cuánto te agradecí que no lloraras!). Y sentí tumano derecha sobre tu vientre y me llegó tu calor.Te costó un gran esfuerzo no decirle nada a papá cuandole viste entrar en casa. Para lograr un momento de tranqui-lidad tuviste que esperar hasta la noche, cuando mis herma-nos estuvieron acostados:—Vamos a tener otro hijo, Juan.Y su incredulidad:—No es posible. ¿Cómo lo sabes? ¿Es una broma?—Me he hecho análisis.—Pueden estar equivocados los análisis...(¡Qué bien oí tu súplica, madre!)—No digas nada, Juan. No quiero que digas nada...Y volví a sentir el calor de tu mano.

Cuando mi padre dejó de dar paseos por la sala, ya no me hirió su voz: —No cabe duda de que el crío tiene ganas de vivir... Y se besaron. Mi madre dijo: —Si es chico, se llamará Gustavo...–32–

JONÁSJ onás Martín Bedia, alias «Muergo», llegaba todos los días al Instituto con ocho minutos de retraso. Le traía una lancha de las que hacen el servicio diario«Pedreña-Santander». Decía «buenos días, señor catedrá- –53–tico», y se sentaba a mi lado, en el banco de los más aplica-dos. Con él me llegaba un olor fuerte, a carnada y pescadocrudo; a muergo, sobre todo. Llevábamos tres inviernos ocupando los mismos puestosen el aula número cinco del caserón de la calle de SantaClara. Primer banco a la izquierda, junto al ventanal quedaba a la vida, al bullicio de los que no tenían siete asigna-turas entre los codos. Tres inviernos al lado de Jonás, y aúnno me había acostumbrado a su olor penetrante. Fui yoquien dio lugar al mote un día cualquiera, mientras Jonásresolvía un problema en la pizarra. —Es como si estuvieras sentado al lado de un muergo... Los del segundo banco, mis mucho más burgueses com-pañeros, hijos de profesionales y comerciantes, se echarona reír. Entre clase y clase, uno de ellos, creo que fue Felipe, elhijo del de la confitería Nacional, le espetó: —Por aquí dicen que vas untado de muergo –y se apretóla nariz con un gesto muy expresivo.

Jonás se fue poniendo colorado. Colorado como un can- grejo cocido de sus marismas. Sin embargo, tuvo arrestos para replicar: —¿Te he dicho yo a ti que atufas a perfume de chavala...? La entrada del cura de Religión evitó que llegaran a las manos. Jonás Martín Bedia. Le estoy viendo, con su sempiterna gabardina. Gabardina con lluvia y gabardina con sol, no fuera a cambiar el tiempo. Ancha la frente sobre los ojos azules, las orejas un tanto escoradas como si el viento Sur las hubiera echado a navegar. Un poco más bajo que yo. Un poco más bajo que casi todos los de la clase. Una vez que alguien le llamó «Muergo canijo», él se en- valentonó: —Ya creceré. Tengo dos hermanos que son remeros de Pedreña... Conocí a los hermanos remeros del «Muergo» un día del–54– mes de abril. Sí, debía de ser abril o mayo, porque andaba rondándonos el fantasma de los exámenes, y yo le pedí que me explicara unos problemas de álgebra que no acababa de entender. —Si quieres, vente a mi casa esta tarde. Coges la lancha de las cuatro, y yo te espero en el desembarcadero de Pedreña. Miré de reojo, por si había moros en la costa que pudie- ran enterarse de mis tratos con el «Muergo». —Si me dejan en casa, voy. En casa me dejaron, con la recomendación de que vol- viera en la lancha de las ocho. Conocí a los cinco hermanos de Jonás, pescadores de ba- jura, y a la única hermana, poco mayor que nosotros, re- mendadora de redes por las tardes, y al frente de un puesto de pescado en el mercado de la Esperanza todas las maña- nas. También conocí a la madre, viuda del mar, enlutada aún por lo que pasó hace muchos años, muy poco después de que naciera Jonás. La casa estaba curiosamente encalada de azul. Antes de que entráramos, mi compañero me pidió, sin mirarme:

—Aquí, no me llames «Muergo»... Estaba toda la familia sentada en círculo, en la cocina.Los hombres bebían vino. Por la puerta entornada, nos vie-ron pasar. —¡Jonás! ¿Adónde vas? —Vengo con un amigo. Voy a mi cuarto, a estudiar. —Pues enséñanos a tu amigo, hombre. No le vamos a co-mer. Eran fuertes, rizosos, colorados, les debí de parecer bas-tante repelente, con mi abrigo de espiga gris, con mis guan-tes de cuero, con mi cartera de piel de cerdo. —¿Qué? ¿Qué tal se os han dado esos estudios? —Bien –contestamos al unísono. —¿Y a vosotros la mar? –me atreví, para que no pensaranque era un panoli mudo. —Ya ves. En tierra. La marejada nos ha echado p’atrás. —Así bailaba la lancha cuando yo vine. La marejada que había dejado en tierra a los hermanos –55–del «Muergo» subió de tono hasta convertirse en galerna yme retuvo en Pedreña aquella noche. El hermano mayor seencargó de avisar a mis padres desde la central telefónicadel pueblo. —¿Qué han dicho? —Que sí, y que no vayas a perder mañana la lancha parair al Instituto. Fue una noche emocionante. Desde el cuarto de Jonás seoía la mar jadeando en las marismas. Hicimos los proble-mas a la llama de un farol de petróleo, porque hubo un cor-tocircuito debido a la fuerza del viento, que derribó un postede la luz. A la hora de dormir, como el cuarto tenía dos ca-mas, me dejaron una sola para mí, y en la otra se acostó Jo-nás con uno de sus hermanos. Sonaba fuerte el pecho del re-mero. Casi tan fuerte como la mar. Soñé en colores, que esalgo que me ha ocurrido muy pocas veces en mi vida. Yo eracapitán de un patache y llegaba a los mares del Sur. Por la mañana, la casa estaba silenciosa. Mientras bebía-mos un tazón de leche en la cocina, la madre de Jonás me

aclaró que todos sus hijos se habían hecho a la mar, y la chica ya estaría a esas horas camino del mercado. —De la mar comemos. Solo Jonás no quiso saber nada de redes. Era un chavalín que no levantaba un palmo, y ya decía que iba a ser ingeniero. Y, como luego el maestro vio que servía para los estudios, habló con mi gente y nos con- venció a todos. Y luego, como es tan listo y tan aplicado, sacó la beca cuando el Ingreso y todos estamos orgullosos de él. Que quiere ser ingeniero, pues ingeniero. A su padre bien le hubiera gustado verlo. Jonás cortó el desahogo de su madre, que derivaba hacia la tristeza. —Venga, madre. Calle ya, que perderemos la lancha. Cruzamos la bahía sobre una mar dormida. Serena y gris, como agotada. Éramos los únicos niños de aquella travesía. Mujeres con ollas de leche, una percebera, un sacerdote. El patrón, con las mil arrugas de todos los vientos, liaba un ci-–56– garro apoyado en el timón. —¡Jonasillo! ¿Dónde has dejado la ballena? —Debajo de tu barca, almirante –respondió muy rápido el «Muergo». El patrón rió cachazudo. —Siempre la misma broma. Es un primo de mi padre y, cuando nací yo, él fue quien dijo que me pusieran Jonás. Que era un buen nombre para una familia de pescadores, que si patatín, que si patatán. Y no hay una vez que me vea que no me pregunte por la ballena... —¡Qué tío...! –reí. —Sí, ¡qué tío! –suspiró el «Muergo». Mientras el patrón atracaba, oímos las nueve campanadas del reloj de la catedral. Saltamos del barco los primeros e iniciamos una carrera hacia el Instituto. De vez en cuando, nos deteníamos para tomar aliento. —Con lo hueso que es don Aniceto para la puntualidad –jadeaba yo. —Pues le explicas que has dormido en mi casa –jadeaba Jonás.

Esa posibilidad me atormentó de pronto. Cualquier cosaantes que decir que había dormido en la casa del«Muergo». Todos los respetos humanos del mundo subie-ron conmigo las escaleras del Instituto. Las piernas me pe-saban. El corazón me latía agazapado en la garganta. Veíalos ojos de los del segundo banco, sus risas torcidas. Oía sucuchicheo regocijado: «Dime con quién andas, y te diré elmuergo que eres...». ¿Si no entrara? ¿Pero cómo le expli-caba yo a Jonás...? Me detuve un momento ante la puerta del aula y me aga-ché, como si se me hubiera desatado el cordón de un za-pato. Para ganar tiempo, para retrasar la hora de la verdad.¡Dios!, ¡que no me diga nada!, ¡que no me diga nada...! —¡Vamos! ¿Qué haces ahora? –apremiaba Jonás. Yllamó a la puerta. —Buenos días, señor catedrático –dijimos a dúo. —Buenos días, señores. Como ya he pasado lista, tieneusted una falta de asistencia, señor Herrera, pero se la bo- –57–rraré, teniendo en cuenta que es la primera vez que llegausted tarde. ¡Qué bien se había pasado todo! ¡Qué majo era don Ani-ceto! Avancé diligente hacia mi banco y, al llegar a la alturade la tarima del profesor, me oí decir en voz alta y muyclara, tan espontáneamente que me sorprendió a mí mismo: —Es que he pasado la noche en Pedreña, en casa de Jo-nás. Fui ayer, y como hubo galerna... No vi las risas de los de la segunda fila ni la expresión delresto. Solo miré la sonrisa de mi amigo Jonás.

UN SOMBREROEN EL ZAGUÁNCuando mi padre se marchó de casa, yo estudiaba tercero de Bachillerato y en mi clase todas las niñas tenían a su padre y a su madre, menos Marina Dal-mat, que era medio francesa y su padre había muerto enGuinea Bissau en un safari. Y en el recordatorio que be- –61–saba todos los días en misa ponía que había muerto en actode servicio. Yo sabía, supe siempre desde aquella primavera del cua-renta y nueve, que la ausencia de mi padre iba a marcar miadolescencia con una mezcla dolorosa de pena y rencor, dehumillación también. Porque nos había dejado, abando-nado; a mamá, tan bella y tan señora, siempre pendientede que no hiciéramos ruido porque papá estaba traba-jando; a Jorge, Esteban y a mí y muchísimas cosas másque formaban parte de una cotidianidad sin fisuras enaquel piso de largo pasillo de la calle Lagasca esquina aGoya, con el chaflán y el óleo del bisabuelo materno quete miraba aunque te escondieras, el comedor de estilo isa-belino, la escultura de Cristino Mallo, las acuarelas de Al-vear, el Salces que tanto le gustaba, su intocable sillón deterciopelo verde un poco deslucido en los brazos y en elrespaldo por la huella de la cabeza preclara de papá, loscubiertos de plata Meneses, el Diccionario Espasa, el Diosguarde cada rincón de esta casa y el Diario hablado de Ra-

dio Nacional de España, no tanto por el Diario como por el silencio de auténtico patriarcado que se hacía en torno al cabeza de familia. Fue la sintonía perfecta con la sumi- sión, el triángulo de las Bermudas de todas las conversa- ciones; que llegaba la voz de David Cubedo, metálica y oficial, como de No-Do, aquel tíiirori, tirorirorirorii, rorii que acababa con los temas familiares sobre la carestía de la vida, las anunciadas visitas y las preguntas a Jorge y Es- teban sobre si les habían puesto nota en alguna clase. A la nena, que era yo, no te toques ese granito, hija. Te voy a comprar agua cutánea Castillo, porque las niñas en el cua- renta y nueve tenían que ser, sobre todo, bien educadas y preparadas poco a poco para ser verdaderas señoritas. Y a ver el trapito de la clase de labor, Nena, que ya sabes que lo tienes que presentar bien terminado para que la madre Ascensión no te suspenda. O sea, demostraciones limpísi- mas de que dominaba, siempre por este orden, la vainica–62– doble, el talarteado, el sobrehilado, el festón, el filtiré, el punto de cruz y un repaso con huevo de madera. Pero ya me estoy yendo... Lo cierto es que yo cambié a raíz del abandono, decían que había cambiado mucho y la Tía Laura, que era la her- mana mayor de mi padre, me llevaba a pasear por el Retiro y me daba ponches con yema porque la nena tenía muy bajo el color y las pupilas dilatadas, con toda la pinta de es- tar baja de defensas, con lo peligroso que eso era en el desa- rrollo, y me dieron Ceregumil antes de la comida durante una larguísima temporada, cuando lo único que me hubiese curado de verdad era la vuelta de mi padre. ¿Que por qué te cuento esto, ahora, al cabo de tantos años? Por si te sirve de algo, hija. Tú que me hablas de frustraciones y decepciones y de tu crisis con Alberto. Para que luches y trates de evitar la separación. Que es que ahora vais al matrimonio a ver si resulta y os lo quitáis de encima a la primera de cambio y no quiero que pase tu hijo por lo que pasé yo, que sí, que sé que son otros tiempos,

pero el corazón de un niño está hecho de lo mismo que an-tes y él quiere a su padre y a su madre juntos en casa. Lo que hubiera dado la niña del cuarenta y nueve por vol-ver a encontrar aquel sombrero de fieltro gris sobre el per-chero del zaguán. Total, un sombrero gris con cinta deagremán y media plumita y una etiqueta de Sánchez Sierraen la parte interior de la copa. Te lo ponías y te llegaba elolor a papá que era un olor a estabilidad y orden, para queme entiendas, con pocas demostraciones de afecto, un rigorexcesivo, pero un gran respaldo. Aquel sombrero en el za-guán era, hija, la seguridad. Claro que eso lo supe cuandodejó de estar allí. Si llegaba con una amiga del colegio eíbamos a mi cuarto a estudiar, yo sabía al entrar si papá es-taba en casa y bajaba la voz al pasar por su despacho, queera procurador y recibía a los clientes en casa. Mamá me parecía bellísima. Es curioso que se me hayaquedado una imagen, como de foto fija, cada vez quepienso en la época de antes del abandono. Tendría que ser –63–en el cuarenta y ocho; el cuarenta y siete o el cuarenta yocho... Entraron una noche en mi cuarto para despedirse,pues iban a una cena en el Palace. Mamá llevaba un traje deencaje negro que tenía un gran escote en la espalda y de-jaba ver una piel lisa, muy blanca, como de mármol. La es-palda que yo quería tener cuando fuese mayor. Era rubia,con unos ojos azules que miraban muy bien, la cintura es-trecha, las piernas bonitas y, además, olía a Je reviens deWorth. Puedo ver a mamá en el Salón de Actos del colegio, mu-cho más guapa que la madre de Marisa Vélez, ni punto decomparación, presenciando una de aquellas demostracio-nes de virtuosismo de la nena, que ejecutaba «En un mer-cado persa» con reverencia antes y después de la ejecución.¡Ríete, ríete...! Mi madre... ¿Y dónde estaba mi padre? De-bió de pasar media vida en su despacho. Lo único, sí, recuerdo que me había quedado una nocheestudiando unos temas de Ciencias Naturales y oí la vozdestemplada de papá y el llanto contenido de mamá, pero

luego pasaron días normales con Diarios hablados de Ra- dio Nacional, un enfado discreto de papá porque le habían desaparecido las tijeras, y sus tijeras eran sagradas; un sus- penso de Esteban en matemáticas y los correspondientes sermones a dos bandas, papá, que habría que pensar en me- terle interno en los Escolapios de Villacarriedo como al hijo de un amigo suyo y mamá, que qué decepción y qué decepción. Cuando ocurrió, hubo una consigna familiar de silencio. Oficialmente fuimos llamados los tres, Jorge, Esteban y yo, a la habitación de mamá, pero eso fue en verano y papá se había ido en primavera. Mientras tanto nos contaron una historia tolerada para menores de un largo viaje a Barce- lona, viaje profesional. ¿Así, sin despedirse?, me preguntaba yo. Mamá langui- decía entre el salón y el dormitorio. A menudo tenía las persianas bajadas y un pañuelo empapado en colonia sobre–64– la frente. Lo estoy viendo, ¿sabes? Puedo oír las campanas de la iglesia de la Concepción que sonaban en aquel mo- mento y hasta oír el crujido del colchón cuando se incor- poró en la cama para hablarnos. Tenía una chaqueta de pi- qué rosa sobre el camisón y estaba muy pálida. —Quiero que sepáis que vuestro padre no va a volver a casa –dijo, sin preámbulos, con la voz al borde del llanto. Nos miramos, no podía ser... —Pero, si está en Barcelona, trabajando –dije yo. Jorge me dio un codazo. —Tenía razón Molina –dijo Esteban al salir de la habita- ción–, me aseguró en el recreo que en lo de Barcelona ha- bía gato encerrado. Jorge dijo mierda y cabronada, que eran palabras que yo no había oído decir nunca a mis hermanos, y lo repitió lo menos tres veces. Desde entonces me sentí menos impor- tante y más vulnerable. Éramos, mis hermanos y yo, hijos a los que se podía dejar así, sin una despedida, sin una expli- cación. Mi autoestima descendió vertiginosamente y, en aquellos años de la adolescencia, mi yo se hizo inseguro y

quebradizo. Podía llorar por una puesta de sol, «la canciónde Bernadette» en el cine, un perro muerto sobre una acera.Mamá apenas salía a la calle. Era una sombra permanenteen un rincón de la sala. Ni siquiera los suspensos de Este-ban lograban enfadarla. Medía el tiempo en estrellas deganchillo y punto inglés para nosotros. Algunos puntos in-gleses envueltos en papel de seda servían para paliar loslargos finales de mes. En una mercería de Conde de Peñal-ver se los compraban bien porque mamá hacía el puntomuy igual. Dora, que llevaba por entonces cinco años encasa, decía que era un secreto y que la señora le había pe-dido que no se lo contara a nadie. «Como sí, como no,como Cristo nos enseñó», y besé mis dos dedos cruzados. Recuerdo todas las Navidades que siguieron sin som-brero en el zaguán y Jorge ocupando el sitio de papá en lamesa. También el primer guateque en casa de Marisa Vélez.Conjunto de orlón naranja y la melena como Pier Angeli en«Teresa». Oigo la voz de su madre que hablaba con una –65–amiga: «Es Nena Parets, la hija de Parets, el procurador. Tetienes que acordar», y una presión cómplice en el brazo, lapresión de ya te contaré... Ahora pienso que aquel abandono, aquella traición fuepeor que la muerte. Mamá quitó todas las fotografías de mipadre y regaló todos sus trajes a Octavia la santera, que ve-nía los primeros sábados con la capillita de la Milagrosa.También se le borró de las conversaciones. Seguían lle-gando cartas a su nombre, eso sí, que desaparecían rápida-mente, como por arte de magia. Mamá se quitó la alianza yla mandó fundir. Le hicieron una cruz chiquita que llevabaal cuello. ¿Por qué se había ido mi padre? Deduje que mishermanos no lo sabían porque nunca hicieron el menor co-mentario. A mamá no se le podía preguntar porque la TíaLaura decía que estaba en carne viva. Fue ella misma, TíaLaura, la que desveló el misterio sin saber que estaba yoallí, a pocos metros, en un sillón de orejas del salón, Balnea-rio de Lecumberri, verano del cincuenta, latiéndome lassienes muy deprisa –que no se den cuenta, que no se den

cuenta– cuando ella le contaba a su amiga Nati, que tam- bién tenía piedras en la vesícula, ella le contaba, dije, que ya había hecho un año en primavera que no se sabía nada de Jorge. Figúrate, una lagartona, la mujer de otro procura- dor y dejó cuatro hijos pequeños. Le tiene bien cogido, porque te puedes imaginar, ella socialmente está muerta. No puede volver. Tuvieron que pasar seis años. Fue en mayo del cincuenta y cinco, lo recuerdo muy bien, cuando volví a ver a mi pa- dre. Hasta esa fecha, un ingreso mensual en la cuenta co- rriente conjunta parecía su única fe de vida. Era sábado y había quedado en la puerta del Retiro de Independencia con mi Clark Gable particular, hermano de Marisa Vélez. De pronto, cerca del estanque, mi infancia dobló aquel cas- taño de indias. Era él, sin ninguna duda. Seis años no cam- bian apenas a un padre. Un poco más pequeños los ojos y un poco menos alto, me pareció. Y venía con una mujer–66– normalita, ni sombra de la mujer fatal con melena a lo Ve- rónica Lake, robamaridos y lagartona que había imaginado aquel día en Lecumberri. Una mujer con el pelo corto y co- llar de perlas, un traje de sastre azul marino y cara de buena. No sé. Todavía me pregunto de dónde salió mi voz rota, cómo fui capaz de articular una palabra con el nudo de seis años de ausencia y mil rencores. Dije adiós, simplemente, y ella me miró un momento con cara de te equivocas, que- rida, y él, mi padre, debió de pensar lo mismo, sí, seguro. El procurador Parets esbozó una media sonrisa a aquella desconocida que a lo mejor relacionó, vaya usted a saber, con qué asunto de trabajo, y levantó cortésmente su som- brero de fieltro gris, apenas dos o tres centímetros, sobre su cabeza.

EL NEGRO ERAPELEGRÍNLa cabalgata real pasaba de vuelta ya, vencida, muy cerca de casa. Solo faltaban unos cien metros para llegar a la Diputación, de donde había partido. Allí,en primera fila, aguardábamos cuatro o cinco hermanoscon Paquita, la niñera, que se había puesto el abrigo rojo de –189–los domingos y zapatos de tacón. Todos los niños de la ca-lle Castelar, emocionados, ansiosos, esperábamos en Puer-tochico a los Reyes, sacando vaho por nuestras bocas entre-abiertas. Fumando, decíamos. Álvaro Pombo, también.Pasamontañas, bufandas, manoplas y katiuskas. Segura-mente llovía. El corazón calentito nos galopaba a riesgo dedesbocar. Eran ellos. Y venían de Oriente. Y en orden: Mel-chor, tan viejecito, con el oro. Luego, Gaspar –que era elmío, porque en casa nos los habíamos repartido– con el in-cienso. El mío, Gaspar, tenía las manos llenas de anillos yvestía de azul cielo. Eso, y la melena castaña y ondulada.Le grité que no se le olvidara la Mariquita Pérez que yo ha-bía visto en la juguetería Palacios. Se lo grité con la fe sinresquicios de los siete años. Él ya habría recibido la cartaque introduje por las fauces del león de bronce, en Correos,pero yo le gritaba lo de la Mariquita Pérez porque una re-comendación de última hora nunca estaba de más. —¡Gaspar, la Mariquita…!. El guirigay era considerable, pero él me había oído, seguro.

A Baltasar lo vi llegar con cara de iluminada, sumida to- davía en el paso de Gaspar, el mío. Brillaban sus dientes de anuncio del cola-cao y llevaba la mirra con decisión –¿Qué sería la mirra…?–. El negro arrastraba el fervor popular, además de la capa, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida. Pero le perdió la pasión al llegar a nuestra altura. Se puso a lanzar besos y a saludar con las dos manos, amén de un guiño de ojos, y de gritar como un desaforado: —¡Adiós, divina…! —¡Pelegrín...! –dije yo, y alguno de mis hermanos. Paquita lo negó como pudo, pero Baltasar era Pelegrín, su novio, que trabajaba de bedel en la Diputación. Fue un destrozo.–190–

ÍNDICEPrólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9El cachorro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 15 El cachorro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 23 La indemnización . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 Crónica de un embrión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 La duda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37 Lázaro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 El pino . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 –283– El universitario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53 Jonás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59Un sombrero en el zaguán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61 Un sombrero en el zaguán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 Carne de guayaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Silvestre normal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 La escapada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81 Viento de Levante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85 Primera noche . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 El trayecto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93 La despedida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 97 La colmena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 101A dos manos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 El paraíso deshabitado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109 La mecedora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115 Luto en la cama . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121 Libres, felices, descarrilados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 Las tentaciones de un converso . . . . . . . . . . . . . . . . .

El desliz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133 Armario de luna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141 El ventilador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 La piel suave . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Calle Maipú . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 157 Una hoja de otoño en el parabrisas . . . . . . . . . . . . . . 165 La edad del pavo 171 (con Santander al fondo) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173 177 La colcha rosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 Carmina Rivero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189 Para piano y trenzas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191 El negro era Pelegrín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195 Adiós, «Cobito» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 El peso de la culpa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207 Aquello . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 213 Retrato de infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217–284– Llegó con retraso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El bañero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221 223 Otras emociones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 El viudo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 No te dejaré caer . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239 Oriente Express . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243 El empate (Como la vida misma) . . . . . . . . . . . . . . . 245 La receta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249 Cigarral de Menores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251 El nazarenillo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255 Amor y paparajotes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 259 Glenn Ford y ella (In Memoriam) . . . . . . . . . . . . . . . La mayor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263 265 No son cuentos 275 (Dos artículos desde el corazón) . . . . . . . . . . . . . . . . En el centenario... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Ya no vivo aquí (relato para desterrados) . . . . . . . . .

CUENTOS DEDICADOS «Crónica de un embrión», para todos los niños que nacie-ron contra viento y marea. «Jonás», a la memoria de Francisco Fúster, mi marido,que fue el primero en leerlo. «Un sombrero en el zaguán», para Consuelo, que dejó detener un sombrero en su zaguán.«Silvestre Normal», para Dolores Lanzas.«Viento de Levante», para Janet H. Gallagher y AndreaFraile.«El trayecto», para Ángeles Prieto. –285–«La despedida», para Hipólito G. Navarro. «La colmena», para María Luisa, José Antonio, Teresa,Ana, Ricardo, Diego, Carmen, Elena y Javier Lamelas Ola-ran, mis hermanos. «El paraíso deshabitado», para Enrique Gracia y SoledadSerrano. «La mecedora», a la memoria de tía Albina, y para todami familia gallega. «Luto en la cama», para Rodolfo Maza-Madrazo, por re-galo de personaje. «Libres, felices, descarrilados», para Lucrecia y ManuelGutiérrez-Cortines.«Calle Maipú», para mi familia argentina.«Una hoja de otoño en el parabrisas», para Mar Cubría.«La colcha rosa», para mi hermana Ana.«Carmina Rivero», a su memoria.

«Para piano y trenzas», a la memoria de mi abuela, María Osorio. «El negro era Pelegrín», para Álvaro Pombo. «Aquello», para Belén y Lucrecia Naveda, Ana y Merce Estrada, y María Luisa Lamelas. «Retrato de infancia», para Chencho Cubría, y para todos aquellos niños santanderinos de la calle Castelar. «El bañero», a la memoria de María del Carmen Olaran («tía Mariuca»). «No te dejaré caer», a la memoria de mi abuela, María Osorio. «Oriente Express», para Concepción Viedma. «El empate», para Carmen Martínez Osorio. «La mayor», para María Luisa García de los Rios y Car- men Silió.–286– «Cigarral de Menores», para mi hermana Tere. «El nazarenillo», para Medardo Fraile. «Amor y paparajotes», para Alfonso Martínez-Mena. «Ya no vivo aquí», a la memoria de mis padres, José An- tonio Lamelas González y Angelina Olaran Osorio.

Cuentos infantiles de Angelina Lamelas publicados por Ediciones PalabraUN SECRETO EN ALTAMARColección La Mochila de Astor, serie verde, a partir de 7 años.DIKA METE LA PATAColección La Mochila de Astor, serie roja, a partir de 10 años.DIKA EN NUEVA YORKColección La Mochila de Astor, serie roja, a partir de 10 años.TATO, EL FANTASMA QUE PERDIÓ SU SABANAColección La Mochila de Astor, serie roja, a partir de 10 años. EDICIONES PALABRA, S.A. - Castellana, 210 - 28046 Madrid Telfs.: 91 350 77 20 - 91 350 77 39 - Fax: 91 350 02 30 www.edicionespalabra.es - [email protected]


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