Rubén DaríoCASTELAR ADMINISTRACIÓN! .• RODRÍGUEZ SERIIA Palma A l t a , !>3, diiixlnÁ^ MADRID
OASTBLÁR
Rubén DaríoCASTELA ADMINISTRACIÓN B. RODRÍGUEZ SERRA Palma Alta, 55, dupclo. MADRID
Las páyinas siguientes, quehan sido publicadas en L a N a -ción, de Buenos Aires, diario deque el Sr. Darío es enviado es-pecial en España, forman partede una obra que aparecerá den-tro de poco. El Editor.
CASTELAH No liace mucho tiempo liehablado de mi entrevista conCastelar. Debía ser la última.Y a reposa en San Isidro, juntoálos huesos de su hermana. Sucaída, ¡buen roble!, conmovió alm u n d o . Cuando le >ní, cuandole hablé por la postrera vez yaestaba señal.ido por la Intrusa:pálido, enflaquecido, viejo, élque fué todo juventud y vida.Partió al imperio silencioso delo no sabido, después de haber
— 14 —clarineado su verbo de poeta delas multitudes hacia los cuatrovientos del espíritu. Y Españaqueda hoy sin su representa-tivo emersoniano, sin el hom-bre noble que fué en su siglolengua y gesto de su raza,como Italia sin Garibaldi, In-glaterra sin Gladstone, Alema-nia sin Bismarck y Francia sinHugo. En su tierra ardientey sonora fué el crisostómicoparlante y el caballero de suideal. Ahí queda la inmensaMancha democrática ,por dondecabalgó en su pegaso-rocinan-te; ahí los molinos de viento,ahí las armas de su lírica gran-dilocuencia, que nadie moverá;ahí Dulcinea, sin más enamo-rado verdadero que el frío yanalizador Pí y Margall. Espa-ñol de España, español netísi-m o , con toda España en el
— 15 —corazón y en el cerebro, era laconcreción del orbe cervanti-no; en el generoso combate desu ilusión no se ocultaba DonQuijote; como Sancho mismo,no dejaba de comparecer en sucélebre buen apetito. Cuéntaseque Taine en una ocasión, alverle en la redacción del Jour-nal des Bébits, preguntó des-deñoso: «¿Es ese el famoso ca-nario español?» Cierto, un al-ma de pájaro de Eloreal, comoel ruiseñor Lamartine; pero áquien no faltaba la fuerza parala realización de obras enor-mes, como la libertad de losnegros de las Antillas. Queda-rá en los siglos el recuerdo deesta singular figura, en el deci-monono la más alta de Españaentre las altas de la tierra; yaparecerá, á medida que eltiempo vuelque su urna, ro-
— te-cleado del resplandor que tansolamente ofrece á los preferi-dos suyos la divina Poesía.Fué uno de los más potentesórganos de la humanidad. Porsu boca habló el espíritu de supatria^ y, siempre en obra debien, si algunas veces no leprestó su apoyo la Verdad, ja-más dejó de escudarle con susalas mágicas la Belleza. Susmismos errores caían vestidosde púrpura. Era el apolonidade la Democracia, el decoradorde sus ambiguos y confusos la-berintos. Hermosa llama lati-tina, de esas llamas guías depueblos que el sol de Dios en-ciende en las naciones paraque señalen los saludablesrumbos, ó para que á su alre-dedor se junten los hombres yrealicen hechos grandes. Aque-lla alma venía de Atenas, cuan-
— 17 —do fué á encamarse un día enla fenicia Cádiz; venía de Ate-nas, después de haberse im-pregnado de Oriente; de estemodo explico la pompa asiá-tica de su discurso y el amor álas bellas líneas, la pasión pi-tagórica de los celestes núme-ros, y el imperio de la músicabajo el cual hacía galopar suscuadrigas de ideas y sus tropasde palabras. En su huerto,junto á las flores andaluzas, sealzaba un esbelto y reverdeci-do plátano, rama un tiempodel que movieran las brisas deA c a d e m u s , mientra* fluía, co-mo el agua de la fuente demármol, la doctrina platónica.La obra que fatiga en su masaes como un inmenso musco,que hay que admirar por frag-mentos: ya un fresco vasto, unaestatua del más blanco penté-
1—lieo, un bajorrelieve, en quelas írases van como ordenadasteorías de graciosas jóvenes óde danzantes efebos. Fué ungran cultivador del entusias-mo. Y si ya en los postrerosaños de su existencia tuvo al-guna vez que padecer tristezasy decaimientos, para morir,viejo gladiador, supo esculpir su última actitud en el discurso que cierra la diluvial serie co- menzada el 54 en el Teatro de Oriente, discurso en que volvió á surgir su elocuencia empe- nachada y vibrante, para mos- trar el camino que hay que se- guir, según su entender, á los partidarios de la república. Su elocuencia cautivó á las gene- raciones que escucharon el de- cir de sus labios de oro. Se re- cuerdan sus discursos como hermosas manifestaciones de
- 19 -la naturaleza, inusitados iris óboreales auroras: «Yo le oí ental año.» « Y o en tal otro.» E n eltiempo de su aparición, el prin-cipio democrático era lo másavanzado, lo más atrayentepara los espíritus libres, la fór-mula del progreso. El se con-sagró por tal manera y con pa-sión tanta, que al saber sumuerte, los españoles demó-cratas no han podido menosde exclamar: <>¡La democraciaha muerto! > A aquel inconmo-vible individualista no pudie-ron ganarle los mirajes auró-rales del movimiento social de estos últimos años; y discursosuyo hay en que, combatiendo al socialismo, maravilla su es- fuerzo de soñador, al resonar delante del muro de la verdadla suntuosa orquestación de sus 1 íricos argumentos. Porque,
— 20 — ante todo, fué el orador, el hombre que convence encan- tando (') que, aunque no con- vence, canta y encanta. Pare- cía que, como en lo antiguo, un flautista maestro acompañase sus oraciones; tal era la melo-diosa geometría, el hilo armó- nico, la sucesión de ondas ver-bales regidas por un compás,en la musicalidad de los giros;y él propio se escuchaba, c o m odeben hacerlo las aves de másfino canto y los poetas orgu-llosos de haber visto cuanto escrespa y dorada la crin del Diosdel arco de plata. No olvidaréuna noche, en una recepcióndada por doña Emilia PardoBazán á los delegados ameri-canos á las fiestas c o l o m b i n a s ,el año 1892. Castelar habíaconcurrido, y como en todaspartes en donde Castelar esta-
- 21 - ba presente, un corrillo se for- mó alrededor suyo, en uno de los salones. Nadie hablabn, fuera de Castelar, por que es sabido que en su presencia el el primer deber era la atención. El tema de sus palabras se re- lacionaba con la oratoria, y vino él á recordar a este pro- pósito á los distintos oradores que había oído en su vida. Y como su excepcional memoria estaba siempre lista, ilustraba sus recuerdos con citas y frag-mentos de discursos. Así nosp:ntaba á Gambetta, de talguisa que le veíamos encarna-do delante de nosotros, y luegodecía una parte de un discursode Gambetta; á Víctor Hugo, yluego decía un trozo de discur-so de Víctor Hugo, y así devarios oradores extranjeros.Después llegó á los españoles,
— '}•! —y comenzando con Ríos Rosas,recorrió buena paite de la listade bravos oradores con quecuenta este país de varonesverbosos, explicando sus ma-neras y facultades hasta llegará él mismo, y entonces se nostransfiguró momentáneamen-te, se nos presentó con susatavíos reales. Y á pedido deun amigo circunstante, trajo ásu memoria una liarte de sucélebre discurso del 12 de Abrildel G9, pronunciado en oca-sión famosa, y que hizo pensará su propio contrincante elcardenal Manterola si no ten-dría ante sus ojos un nuevoSaulo. Aún veo los ojos ilumi-nados y la mano como guiandoel período: «Grande es Dios enel Sinaí; el trueno le precede,el rayo le acompaña, la luz leenvuelve, la tierra tiembla, los
montes se: desgajan; pero hayun Dios más grande, más gran-de todavía, que no es el majes-tuoso Dios del Sinaí, sino elhumilde Dios del Calvario, cla-vado en una cruz, herido, yerto,coronado de espinas, con lahiél en los labios, y sin em-bargo diciendo;—Padre mío,perdonadlos, perdona á misverdugos, perdona á mis per-seguidores, porque no saben loque hacen.—Grande es la reli-gión del poder, pero es másgrande la religión del amor;grande es la religión déla jus-ticia implacable, pero es másgrande la religión del perdónmisericordioso: y yo, en nom-bre del Evangelio, vengo aquíá pediros que escribáis en vues-tro código fundamental la li-bertad religiosa, es decir, li-bertad, fraternidad, igualdad
entre todos los hombres.» Serecordarán sus discursos céle-bres, en lo futuro, como hoylas históricas arengas de De-móstenes; desde el primero enque se presentó como aeda ypaladín de su amada Demo-cracia, hasta el último en queya para morir, apóstol conse-cuente, dejó su disposición tes-tamentaria de política, fiel ásu credo republicano; señaladala larga carrera por las innu-merables brillantes estaciones,entre las que más resplande-cen el discurso en favor de lalibertad religiosa, el de la re-dención de los esclavos deCuba, al cual se refería cuandooí de su boca la frase con quefinalizara una de mis cartasanteriores: «Yo he libertado ádoscientos mil negros con undiscurso»; el del sufragio uní-
versal, de ágil y elástica dia-léctica; el de la entrada á laReal Academia de la Lengua,lección colosal de un lirismocósmico; el de París, en la Sor-bona, cuando los estudiantesle recibieron con el aplausoclásico, como á un nuevo Lu-lio. Lejos la oratoria amartilla-da de los hombres del Norte:en la suya reventaba como unarosa de color perenne el solmeridional; suya era la profu-sión y la riqueza latinas, ynunca se escuch(') en lo inmen-so de los siglos más rítmico ysonante tórrenle en cátedra ótribuna. Los franceses, tan par-cos con lo extranjero, le admi-raron y celebraron, en su fran-cés claudicante, ó en el espa-ñol de bronce y plata, que nocomprendían al oirle. ¿Qué im-porta que dijese, como en una
— 26 —ocasión. La Franee, ccU ubdleSGEiir» de l'Espaqne'l Tras lasonrisa del oyente venía latempestad de la ovación, puesel orador soberano triunfabacontra el mal poliglota. Hugole tenía en su alto valer, y sa-bida os la anécdota en que elCésar de los poetas le ofreció,al sentarse á su mesa, unasilla imperial: —iOs he seña-lado esta silla, en que se sientasiempre Don Pedro del Brasil.»—«¡Pues no me siento!» res-pondió Castelar, fiel hasta enesto á su idealizada AldonzaLorenzo. Nuestro compañeroLadevese cuenta las acogidasrespetuosas y afectuosas en ca-sa de Mad. Adam, de Cernus-ki, de la Eatazzi, las intimida-des con políticos comoThiersyGambetta y Julio Simón. Fran-cia, como el mundo, veía en
- 27 -Castelar la encarnación de Es-paña; de la España caballeres-ca é idealista, hidalga y pinto-resca. Oxford quiso escuchar-le; invitó ¡1 su « d o c t o r » h o n o -rario para que fuese á dar con-ferencias, y él declinó la hon-ra. A América pensó ir en va-rias ocasiones; pero, por des-gracia, se cumplió lo que osdecía en 1892: «Castelar no iránunca á América.» Y en Amé-rica quizá más que en partea'guna su palabra resonabacomo una campana de gloria.Los yan qui s le avalu aban abi er-tamente: si la libertad de liar-tholdi tiene la antorcha, Caste-lar «tenía la palabra». Sus dis-cursos niagarescos fueron másde una vez por el cable; losniagazines no le quitaban lamira y los dollars venían sinregateo. En nuestra Ainórii-u
de lengua castellana, no habrápueblo ó villorrio á donde nohaya llegado su faina. Creo, sin equivocarme, queen la República A r g e n ti n ahay una colonia ó villa que lle-va su nombre. Y él amaba ála América nuestra, agradeci-do. Es el momento de mani-festar cómo fué para ese con-tinente gran parte de su pro-ducción, ya en tiempos de des-tierro penoso, ya en el apogeode su existencia, tan solamen-te interrumpido su t r a b a j ocuando se excusara con la di-rección de los diarios de queera corresponsal por v e r s eobligado á suspender la labor«á causa de tener que ocuparla presidencia de la Repúblicaespañola», y cómo tenía en elrecuerdo de su gratitud á LaNación, de B u e n o s Aires, y al
- í!> —Monitor Republicano, de Méjico, entre todas las publicacio-nes que fueron honradas consu colaboración. Y Américatoda fué con él siempre sim-pática, á pesar de aquel resen-timiento memorable, cuandoel político lírico quisiera serpolítico práctico y pronunciarala trascendente frase: «Antesque republicano soy español.»Pues fué siempre el levita fa-nático, inspirado ante el fatalresplandor del ídolo Patria; yá la suya salvara, como se ob-serva justamente después dela reciente catástrofe, en oca-sión en que, ejerciendo la pre-sidencia de la República, estu-vo en un cabello que no se rom-pieran las relaciones entre Es-paña y los Estados Unidos pol-la cuestión del Virginius. J o -vellar estaba en Cuba y se re-
- 3* -sistíaá la entrega del apresadobarco norteamericano, despuésde los fusilamientos de cuba-nos y yanquis que tripulabanla nave revolucionaria, y en-tonces fué la palabra de Cas-telar, jefe del Estado, haciendoentender al general «que enEspaña nadie comprende queni en pensamiento, se resistaná cumplir un compromiso in-ternacional del Gobierno, y nocomprendo que q u i e r a serCuba más española que Espa-ña. Una guerra con los Esta-dos Unidos sería hoy una de-mencia verdadera, y aunquefuera popu'arísima la guerra,para esto están los Gobiernos,para impedir la locura de lospueblos. Recuerde V. E. lo quehizo Thiers cuando los fran-ceses gritaban: «¡A. Berlín!»;demostrarles que la guerra se-
— Si-ria un desastre. Y ahí se hacapturado un buque en altamar, se ha fusilado á españolesy extranjeros, sin esperar áconocer el espíritu del Gobier-no central, que previa grandescatástrofes, y ahora se quierecometer la última demenciadesobedeciendo al G o b i e r n onacional. Todos los argumen-tos de los Estados Unidos con-sisten en decir que España nomanda en Cuba, y van ahoraá confirmar ese argumento. Nose puede discutir un acto delGobierno.Hay que obedecerle.Influyase en la opinión, to-mándose las debidas precau-ciones; entregúese el Virginiusy la tripulación superviviente,de la manera que menos pue-da herir el sentimiento públi-co; pero entregúese sin dila-ción ni excusa. El mayor ser-
vicio que puede prestarse á lapatria, es obedecerla c i e g a -mente. No mencione V. E. ladimisión mientras no e s t é ncumplidas las órdenes del Go-bierno. Cúmplalas con rigoris-mo militar. Y no se vuelva áhablar de Bayona; allí huboreyes traidores que vendieronla patria al extranjero; aquíhay patriotas que quieren sal-varla de las locuras de ahí,avivadas por una incompren-sible debilidad. > Esto fué en1873. Cuan distinto veinticin-co años después el criterio deun Gobierno de h o m b r e s útiles,que llevó al país á la derrota,al vencimiento y á la mutila-ción, del criterio de a q u e l«poeta» que libró á España deun peligro seguro, y supo seren sus obras y en sus sueñosel primer patriota, el primer
— 33 —español de su tiempo, el másespañol de los españoles. Por-que desde su Pahtmos, des-de su Guernesey, desde sunube, desde su trípode, sabíaser certero en su vistazo aqui-lino. Ivo era tan iluso cuandodio su flecha tantas v e c e s enel blanco,cuando llegó bizarra-mente á la primera magistra-tura del Estado, y cuando yaen su vejez, al ver con des-ilusión que su república cuasiplatónica no correspondía ásu himno incesante, se retiróde la lucha, no sin antes de-clarar su invariable fe en elideal por toda su existenciaperseguido y su ningún con-tacto con la monarquía. Jamáshabló á la reina regente. Cuan-do murió su hermana, á quiénél amaba tanto, la reina leenvió su pósame. En San Se
— 31 —bastían un día se encontrófrente á frente Su Genio conSu Majestad. Su Genio se qui-tó el sombrero y saludó. Hubodemócratas que murmuraron.¿Quiénes fueron esos hidalgosque por tan mal lado tomabanla democracia? Aquel caballe-ro creía en la caballerosidad.Creía en la patria. Creía enDios. En el liberal, en el h o m b r ede «la fórmula del progreso»había un creyente. Jesucristoaparecía á sus ojos á travésde sentimentales vitraux, enque estaban representados suEspaña portadora de la cruzy su infancia doméstica, 1 abuena madre, quien á la conti-nua es nombrada por él como
origen de sus creencias religio-sas. Cuando habla de asuntosde religión, su órgano se des-borda en los más a u g u s t o smagníficat ó en los más p r o -fundos misereres. Sus confe-rencias sobre la civilización enlos cinco primeros siglos delcristianismo, su Redención delEsclavo, m u c h o s de sus dis-cursos, sonlaglorificación cris-tiana, expresada por incesan-tes fervientes ondas de voca-blos, de frases, saturados deun cálido misticismo, de unmisticismo e s p a ñ o l . C a s t ocomo era, se pensó alguna oca-sión en que, cuando cansadopor las fatigas de la vida civil,quisiera recogerse en el repo-so de su espíritu, se ordenaríasacramei'talmente. Y aun élmismo, al admirar un día cier-ta antigua casulla de la cate-
dral de Avila, cdó á entendercon un decir que no andabanmuy en error los que teníanese pensamiento. Un poeta deAmérica publicó una vez unfuturo sermón de Castelar, enSan Pedro de R o m a , que alorador hizo amablemente son-reír. No hace mucho tiemposu entrevista con el S u m oPontífice avivó la general cu-riosidad, y él propio confesóser la conversación con el Papade hondo interés, pero que noestaba autorizado para publi-car nada de ella hasta despuésde la muerte de León.XIII. Yél ha muerto antes, besandoun crucifijo. El Papa blancoha podido .todavía autorizarque se hiciesen, á pesar de laliturgia, honras fúnebres á suinterlocutor ilustre, en SanFrancisco el Grande, con todo
y ser las honras el día de SanFernando. En la religiosidad de Cas-telar hay algo de profano, co-mo en la religiosidad de Mu-rillo. Sus pinturas de las gra-cias divinas son como las pin-turas ile aquel pintor colorea-das de cierto sensualismo, queen este caso se agrava con lacastidad sabida del imaginati-vo artífice de la palabra. Alpintar una Virgen se nota ensu verbo cierta complacenciahumana, y sus ángeles imagi-na los en la gloria ó juzgadosen los cuadros de los museos,semejantes á esos ángeles vo-luptuosos que animara Goyasu sus frescos de San Antoniode la Florida, nos parecen mu-jeres hechiceras, tan canillescomo espirituales. La castidadde Oastelar, bien sabida y es-
— 38 — plotada por los bufones de co- pla y lápiz en las enemistades de la política, fué uno de esos casos de absorción cerebral en que todas las facultades huma- nas se condensan en la obra del pensamiento; casos como el de Juan el del Apocalipsis, que Hugo ha rememorado en página que no perece. ¿Qué unión, qué matrimonio no ha-bría podido efectuar este due-ño de la fama? Célibe y caslovivió, célibe y caslo murió. Yaquí es de recordar al paso alhombre privado. Supo pasarbuenos años hermosamente,como debe vivir antes que na-die todo artista aristocrático.Se le tacharon alguna vez suslujos y grandezas, sin saberque aquel hombre vivió siem-pre de su trabajo, apenas ayu-dado por la fraternal simpatía
(le ¡señalarlos amigos: y que ni se regalaba con ciertos lujos no cabía en. ello vanidad nin- guna, sino la comprensión de la estética de la existencia, lacual tiene obligación de pro-curar quien como él poseía,como adorador y sacerdote dela belleza, el don incompara-ble del gusto. Los que fuimosfavorecidos con la invitación ásu mesa, sabemos lo que Lucil-lo comía en casa de Castelar.Tenía en esto, como en otrascosas, una cualidad eclesiásti-ca. Comía con el gusto de unmonsignore y con el apetito deun abad. Tenía la amable cos-tumbre que Quincey nos re-vela de Kant: siempre habíainvitados á su mesa, y, siguien-do la regla de lord Chesteríield,el número de los que se senta-ban, él comprendido, no era
— 40 -nunca inferior al de las Gra-cias ni superior al de las Mu-sas. Y el mejor condimentoera su charla monopclizadoradel tiempo, á la cual ayudabasu memoria única con el máscopioso anecdotario que seaposible imaginar. Después ensu salón, al conversar, segúnfueren los asuntos, se dejaballevar de su fuga tribunicia, ysus palabras se convertían enpárrafos de verdaderos dis-cursos; y su vibración era con-tagiosa, y él se trasladaba, enun salto invisible, fuera delmomento. Cuéntase que un díaacontecíale encontrarse en mo-lestos apuros de dinero. Era eninvierno y la chimenea estabaencendida, como su conversa-ción, sobre un asunto político,delante de varios íntimos. Llegauna carta de América, con una
— -n — letra por mil duros. Grata sor- presa, que interrumpe un ins- tante su hablar. Pero continúa, con carta y letra en la mano; el discurso, á poco, se precipita, y con una frase rotunda y un gesto supremo, carta y letra, hechos nerviosamente una pe- lota, ya están ardiendo en la chimenea. Otra vez hizo aguardar largas horas á un personaje político, cuya pre- sencia en la antesala se leanunciaba repetidas v e c e s ,porque le tenía asidos lenguay pensamiento una disertación sobre Botticelli y los primiti-vos. Y de la casa en que aquelobrero tenía el obrador mentalpuesto para servicio de tantosdiarios y revistas del globosalía mucho bien, mucho favor,personal, mucho consuelo á lospequeños, apoyo intelectual á
quien lo necesitaba, consejo óaplauso, y la ayuda eficaz alpobre que le pedía, pues entrelos humildes como entre losgrandes, entre las palmas ylauros sobre las cuales sobre-salía su calva cabeza pensado-ra, resplandecía la virtud mo-ral de aquel hombre sencillo,de aquel corazón bueno. Por eso su muerte ha causa-do doloroso estremecimientoon España entera, paraleloal estremecimiento simpáticodel mundo. Había ido Castelará buscar vigor á la orilla delMediterráneo, el mar tantasveces cantado en sus hímnicasprosas; había ido después desu último esfuerzo en la arenapolítica, cuando los republica-nos le rodeaban como al hom-
— -15 —brc fuerte de las pasadas cam-pañas, creyendo ver en él la sa-lud de la patria, hoy tan mal-trecha y extenuada. Pero asíestaba el tribuno, él que sufriótanto con el gran desastre, yque sintiendo llegar su últimahora, comunicó en una carta áuna amiga extranjera: «¡Muerocon la agonía de España!» Unatarde, á la orilla del mar, ve áunos pescadores y se acerca áellos. Los peces que se asfixia-ban saltando sobre la tierra,fueron para él triste impre-sión: c¡Si iré á morir como es-tos peces, fa'tos de oxígeno!»Y así murió. Al día siguientede la noticia, mientras el pue-b'o de Madrid comentaba yala actitud de un ministro in-correcto y falto de seso, cercade la Puerta del Sol tuve unasensación que jamás se borra-
—u—ra de mi memoria. Un ciegode esos que aquí andan porlas calles pidiendo limosna,improvisando coplas de actua-lidad al son de sus lamenta-bles guitarras, cantaba en tonodoloroso delante de un círculode transeúntes que aumenta-ba ácada paso. Por curiosidadme detuve, al oir en el cantoel nombre de Castelar. El po-bre coplero del arroyo, en ver-sos muy malos, decía cosassentidas y húmedas de llantosincero; y aun no sé qué artesingular hacía coincidir su pe-na cori el decir ingenuo, alacompañar de las c u e r d a safónicas de aquel instrumentoimposible. Cuando volví lavista, las mujeres lloraban; losobreros tenían las caras seriasy tristes. Y la maligna políticaapareció, con el instinto popu-
— -15 —lar que sabe soltar su avispacertera para que pique en don-de se debe, con estrofas comoesta que recuerdo: Don Emilio Castelar, Que toda Europa conoce. Quiso Dios que se muriera Antes que abrieran las Cortes... En la Puerta del Sol, en loscafés, en las calles todas, elrumor se acentuaba contra elGobierno, y en especial contrael ministro de la Guerra, gene-ral Polavieja. Se acababa depublicar un decreto absurdo,en que se leía: «Resultando:que D. Emilio C a s t e l a r hamuerto en honrada pobreza.—Artículo l.o, los gastos queocasione su enterramiento yhonras fúnebres, s e r á n decuenta del Estado.» Así, fríocomo un compromiso, d u r oc o m o una limosna. |Y esto en
- •!(', -el país de las prosopopeyas yfórmulas, en la tierra de «Besoá usted la mano» y donde paranombrar á un ministro con sustítulos se llena un medio plie-go. El pueblo, irritado, no con-tenía sus censuras. En aque-llos momentos, las Cámarasitalianas y portuguesas envia-ban su pésame á ese mismoGobierno mezquino; el Senadode la República Argentina seponía de pie; el autocrático Go-bierno ruso manifestaba supesar; el Instituto de Francialamentaba á su ilustre miem-bro: ¡la prensa de la tierra seenlutaba, el pensamiento uni-versal estaba de dnelol Des-pués.se supo que Castelar notendría honores militares, quese había prohibido á los arti-lleros reunirse para tributarhomenajes al organizado1, del
— 47 —Cuerpo de Artillería, al antiguopresidente que tanto hizo porel Ejército; después, que se au-torizaba á los generales quequisiesen concurrir para quelo hiciesen con traje de diarioy con banda. La prensa cum-plió con su deber. Se habló cla-ro; se dijeron verdades al rojoblanco. Entretanto, el cadáverde Castelar llega á Madrid endoloroso triunfo, y se depositaen el palacio del Congreso. Allídesfiló el pueblo, en homenajeúltimo al gran pastor de multi-tudes; por allí pasó entre tan-tas gentes el ciego que yo oícantar, y de cuya visita al cadá-ver habló El Liberal, pues lepreguntaron al verle con suguitarra bajo el brazo, con susojos sin sol: ((¿Para qué vienes,si no has de verle?» Y el con-testó: i. |Por mí le verá mi laza-
— 48 —rillol» ¿Y el obrero humildísi-mo que llegó con su hijita deluto, lacual Uevabaun pequeñoramo flores, y pidió p e r m i s opara ponerlo sobre el féretro,entre tanta monumental co-rona? Y llegó el entierro. Fluía enel ambiente de la tarde la dul-zura de un cielo de acuarela.Madrid se desbordaba comoun hirviente vaso. Suspendidala circulación por las callesque debía recorrer el fúnebrecortejo, la concurrencia seaglomeraba, los balcones se tu-pían. La calle de Alcalá, laPuerta del Sol, la calle Mayor,estaban inundadas por el ríohumano. Desde temprano seesperó por largas lloras. Porfin apareció á lo lejos el pelo-
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