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Poemas y narrativas

Published by chmacchiaroli, 2018-03-08 16:11:07

Description: Poemas y narrativas

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Poemas y narrativas ilustrados Carlos H Macchiaroli

“Aprendí que en la vida No vale la pena Preocuparse demasiado” Imagen de Roque Pérez

Como la golondrina que se aleja Dejando el nido abandonado, Sin oír el reclamo ni la queja... Así me has dejado.

Estamos lejos cuando juntos vamos En la misma balsa de la vida, Sin embargo parecemos extraños Que no se hablan ni se miran.

Se ha puesto la tarde gris y fría Con su voz monótona y grave. te has marchado y las aves Trinan lejanas y dolidas.

Alma ten juicio No hagas locuras Que echas sombras En mi camino. Lo ves? Por más que ando Y ando Siempre tropiezo Sin hallar destino.

Aquí cuanto entorno miro Me es tan dulce y familiar. Estando aquí a nada aspiro, Gozo de paz y retiro Qué más puedo ambicionar?

Mi pueblo siempre fue... Mi inspiración.



Todo tiempo pasado no fue mejor. El presente es El que realmente vale.

“No llores” Volveré algún día, no sé, digo Tal vez cuando el árbol de sus flores. Me marcho ahora, ya no llores. Ves que el amor ya se ha vencido.

“Mi Paraíso” Tengo la mañana Llena de colores, Perfume de hierbas, Caricia del sol. El azul del cielo, La brisa del viento Y el trinar sereno De un picaflor. Y tengo la mañana Fresca de ilusiones, Un valle de sueños Como una canción. Dos jilgueros juegan Sobre unas ramas Y un hornero canta Como un ruiseñor.

No escales la montaña para que el mundo te vea. Escala la montaña para que tú veas el mundo.

Eusebio -Disculpa ¿Hace mucho que usted viene a esta plaza? –quiso saber Matilde. -Sí, dos años tal vez.- respondió Eusebio y acotó: -Pero antes me sentaba en aquel otro lado, por el sol ¿Vio? -Yo también –dijo ella- Me sentaba en un banco pero de este otro lado. –y señaló hacia la izquierda. -Y al sol hay que seguirlo. –manifestó él con una breve sonri- sa y callaron las voces. Mientras tanto unos chicos jugaban sobre el césped. Algunas personas caminaban por los diferentes senderos de la plaza. También había gente en otros bancos, parejas, amigos y bullicio de pájaros adornaban el aire. Eusebio tenía apenas 76 años, Matilde 77. Coincidieron esa

tarde en sentarse en el mismo banco donde daba a pleno el tibio sol del otoño. -¿Vive por acá cerca? –habló Eusebio para romper el silencio que se había instalado entre ambos. -Vea usted –dijo Matilde distraídamente- Me tengo que ir. Matilde se levantó del asiento y comenzó a alejarse lento y desparejo camino a su casa. Eusebio se quedó un poco más. La tarde estaba mansa y los pájaros seguían con su algarabiado. Al día siguiente, por la tarde, la misma escenografía. -¿Le conozco? –preguntó Matilde en tono de dudas. -No. Pero me llamo Eusebio, viudo, tres hijos, cinco nietos ¿Y usted? -Me llamo Matilde, también viuda, una hija y dos nietas. Se miraron a los ojos y se sonrieron. -¡Hermosa tarde! –expresó Eusebio y se quedaron contem- plándola. -¿Vive solo? -dijo Matilde quince minutos más después. -Sí –respondió él y sin darse cuenta, sus manos se encontra- ron. -¿Volverá mañana? –preguntó ella antes de marcharse. -Desde luego que sí –apresuró la respuesta Eusebio y la vio irse otra vez. Eusebio se quedó solo, apoyado en su bastón, oyendo los pá- jaros encantadamente. Hasta que el ulular de una ambulancia lo quitó de su ensoñación. Miró para ese lugar donde se iba juntando la gente pero no al- canzó a ver nada. Al otro día Eusebio se presentó un poco más temprano de lo habitual y para dicha ocasión se vistió con su traje azul. Pero Matilde faltó a la cita. Al tercer día, cuando el sol buscaba rápidamente el horizonte, su nieta mayor le vino a buscar.

-Abuelo ¿Qué haces, que ya es muy tarde? -Nada. Acá estamos. –respondió Eusebio. -¿Esperas a alguien? -No… no. -Vamos a casa que ya hace frío. -Sí, hija. Vamos.

Ella que regresaba

Era una noche fría, oscura. El pueblo estaba silencioso, como dormido. La hora 23 había sido dada y yo aún daba vueltas por la cocina antes de irme a dormir. Repentinamente alguien llamó a la puerta. Me pregunté quién sería a semejante hora de la noche. Fui y pregunté, sin abrir la puerta, quién era. -¡Soy yo! –habló tímidamente cual niña asustadiza en la oscuridad. Me tomé varios segundos en responder. Nunca imaginé que podría ser ella, ella que regresaba después que me abandonase para irse con otro. Con ese… Omar Pérez García. Y ahora… -¡Hace mucho frío! ¿Puedo entrar? Quiero hablar. Su oración era como un desesperado ruego, el mismo ruego que emití para que no se fuese, para que no me deja- se aquella noche. Entonces abrí la puerta para decirle que no, porque me decepcionó, me lastimó, me llenó de penas, angustias y… fría soledad que no merecí. Pero vi su desencajado rostro, sus moretones, el ojo negro de los golpes que le habían da- do, aun le sangraba la nariz. Lloraba en silencio. Su mira- da buscaba clemencia, compasión. Mi alma aun dolida por lo que me había hecho se apiadó al verla tan así y la hice pasar. -¿Fue él? –le pregunté con los dientes apretados, con ra- bia.

-Sí. Asintió ella. Dije que llamaría al doctor, me pidió que no. La metí en la cama, limpié sus heridas y le hice un caldo caliente. Después cuando se durmió, salí a la calle para respirar ai- re fresco y la noche me atrapó, me devoró. Caminé por las calles oscuras de memoria, el pueblo no tenía luces. Crucé las vías, traspasé la vieja iglesia, la pla- za y llamé a su rancho. Omar Pérez García sin preguntar quién iba a tal hora, abrió la puerta y se asomó. Sin mediar palabra alguna, le ensarté el puñal en el corazón y antes de verlo caer, me fui como llegué, por la oscuridad y en silencio. Llegué a casa, limpié el arma y la guardé. Después de beber un buen trago, me costé a su lado, sin despertarla. Al día siguiente en el trabajo, oí decir entre los compa- ñeros que habían asesinado el vecino que vivía al lado de Omar Pérez García.

Muchacho

Llegué con premura a la estación Constitución para abor- dar el tren de 23 y 35 horas con destino hacia el pueblo de Río Claro, cerca de Bahía Blanca. Pues había fallecido mi tía Clarisa, unas semanas atrás, y debía mis condolencias a mis primos Rebeca y Eduardo. Me ubiqué en un coche casi desierto y mientras el tren demoraba su partida, me entregué a divagar y encontré en el arcón de mis recuerdos , las noches tibias que con mis primos íbamos a bailar al club del pueblo. Recuerdo al “Quinteto Flavio” que nunca supe porque se llamaba así cuando en realidad eran seis los integrantes. Dicha orquesta interpretaba valses, milongas, rancheras, pasos dobles y otras, siempre el mismo ritmo y a la gente le daba igual, todos salían a bailar. Cada verano de mi juventud, vacacionaba allí y casi siempre “Noviaba” con alguna chica del lugar. Algunos nombres aún mantengo activos como Alicia, Elisa, María José, pero fisonomía, rostro… casi que no. Después que cumplí 22 años ya no regresé más por distintas razones, pero la más importante fue que me casé. Fue cuando cono- cí a Amanda de quien me enamoré. Después yo quise tener hijos, lo deseaba tanto, pero ella al parecer no. Luego de 12 años nos divorciamos y desde entonces… “Mejor solo que mal acompañado”.

Abrí los ojos cuando se movió el tren al acoplarse la loco- motora y descubrí que había ascendido mucha gente. Un mu- chacho de unos 20 años estaba sentado frente a mí. Un mucha- cho como tantos otros, ninguna característica especial, ningún rasgo excepcional, salvo sus ojos grandes y verdes. -¿Cierro la ventanilla? –habló de repente. -Sí, creo que empieza a hacer un poco de fresco. –manifesté y de inmediato lo hizo. Minutos antes de partir el diariero pasó por allí y compré el periódico de la tarde para acortar el viaje. Hora más tarde apareció el cafetero ofreciendo su producto y el muchacho me interceptó de un modo sorprendente y admi- rable. -¿Le apetece…? Acepté y lo miré por un momento algo perplejo, pues llama- ba la atención su amabilidad, su educación y respeto para con una persona de mi edad. En la ciudad tal cosa no ocurre.

Se nota que no sos de la Capital. –dije después de un tiempo. -Soy de Río Claro, pero estudio y trabajo en la Capital. – informó. -También viajo a Río Claro. –declaré en amena conversa. – Tengo familiares allí. -¿Quién es su familia? Le preguntó porque el pueblo es chico y nos conocemos todos. Entonces nombre a los Cepeda. -Acaso… ¿Eduardo y rebeca…? –sus ojos verdes se ilumina- ron de un modo misterioso. -Son mis primos. ¿Los conoces? –hablé emocionado. -Mi madre noviaba con un primo de ellos y ella me contó que… -la voz le temblaba ligeramente. Mis ojos comenzaron a lagrimear, los suyos también. El tren irrumpía en la oscuridad de la noche con su larga sil- batina.

Carlos H Macchiaroli Roque Pérez Buenos Aires


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