Ese trozo de trapo a cuadros con- servaba aún fragmentos de tu son- risa. Una luna atascada en medio del azul desierto me había hablado de tu silencio. Y la nostalgia merodeó los pasos de mi desconsuelo. Por- que nunca comprendí tu partida. Ya no estabas en tu cama, aun- que presentí verte. Y en ese hoyo de misterio supe que también vos podías. En esa fracción desmedi- da, comprendí el motivo que ha- bía extinguido la chispa de tu fe- licidad. Una lápida bailaba en la repentina tristeza de tus ojos. Pude presentir ese instante de ver- dad. Terminé mi desayuno y abrí la ventana de par en par. Esos posti- gos aireaban la casa y despojaban los recuerdos que, como polvo, se 101
acumulaban en la madera. Caía la tarde; creí tocar una es- trella, pero recordé que el cielo era un desierto. Entonces miré a mi alrededor y sentí voces lejanas. No asocié el tiempo con tu figura. No supe de dimensiones ni de se- pulturas. Mientras tanto, vos dor- mías nuevamente. Tu voz era aho- ra frescura de lluvia y mi cuerpo, una grieta acumulada. Restos que habían resistido a la hoguera del presente. 102
GRUTAS DEL OLVIDO Como una muerte anunciada, serena y punzante. Ella era erráti- ca y era silencio. Una sombra la bañaba. Un aire gélido de miste- rio la cruzaba desnuda. Un rocío espeso de soledad le atravesaba los senos para reflejarse luego en la vidriera cristalina de la nada. La noche abrumaba su nostal- gia. Ese manto era su debilidad. Un regocijo infinitamente dulce, que no la dejaba dormir, que la excitaba. Mientras la miel de un recuerdo hacía eco en las paredes de la no- che, un hilo de tristeza tejía su in- somnio. De esa dimensión era su carcasa; de ese filo, su crudeza. Y en el estanque de los sueños quedó el instante. Entre sus dedos se esparció el licor de aquellos besos. Detrás del espejo se cobija- 103
ron los placeres. Fue el polvo de los años una sepultura lenta que la guio hasta los rincones del pre- sente. Un llamado que no llegó. Un si- lencio que cavó una fosa anuncia- da. Una muerte silenciosa que cru- zó los paisajes ignotos del tiem- po. Y la distancia fue un sendero ignoto. Un paisaje despabilado y lejano. Grutas del olvido, ruidos que consumaron la memoria. Esa porción de vacío ahora yacía en su almohada infinita. 104
DE MUROS Y DE SOMNOLENCIAS El insomnio golpeó mi hombro. No quise percibir su fastidio, pero acudí a su insistencia. La puerta estaba cerrada. Me levanté y, sin calzarme, atravesé el muro. La casa de Banfield era una se- pultura: un silencio arañando las paredes de una casona añeja. Al manto lúgubre de la noche y a los surcos de mis ojeras les de- bía un instante de paz, por lo que decidí caminar hacia el pasillo. Este primitivo ejercicio me ayuda- ba a conciliar el sueño. Hasta re- gresar al terreno de mi conciencia. Mis pasos eran escarchas derra- madas por la alfombra del desier- to. Un pantano gélido oficiaba de puente y de puerta hacia el sosie- go. El pasillo era un abanico. Una bocanada de recuerdos, de nom- 105
bres que la habitaban. Transeún- tes de otros tiempos, voces de mi- radas somnolientas: permanen- cias del olvido. Mientras me disponía a abrir otra puerta, sentí el llanto de una mujer. Un trueno desconsolado. Un grito que partió la noche y quebró las brumas del silencio. Me di vuelta de inmediato. No me percaté ni de mi desconcierto, y retrocedí hacia el punto de par- tida. Hacia el encuentro de esa mujer de voz agrietada. Corrí has- ta las escaleras de madera. Un hilo fugaz desde mis pupilas escaló rumbo al precipicio. No vi a na- die. El grito persistía. No pude continuar; mis piernas se encontraban atascadas en una puerta. La torpeza de mis manos me impidió girar el picaporte. De repente, el llanto cesó. Recordé que, en mis días de sol, 106
siempre acudía a mis laberintos. Al murmullo latente de las prima- veras, a los jardines de mis fanta- sías. A mis ilusiones y a las pro- mesas incumplidas. Allí estaban siempre las puertas. Necesarias y eternas. Mientras las horas comprome- tían a la madrugada, decidí cul- minar mi recorrido. Un espejo de neblina encegueció mi sueño. Lo exterminó. Ya no podría regresar a mi ha- bitación. Las puertas continuaban siendo abanicos. Mi espacio esta- ba ahí, girando por esa nube de cemento. La mañana se anuncia- ba. Un amanecer es un aleteo de es- peranza. No sabremos nunca de distancias, ni de tiempos. Somos puertas que se abren y se cierran. Pantanos que se instalan en el cuerpo. Fantasmas que recorren la existencia. Manera de vivir, de 107
sentir a través de puertas. Una somnolencia que trascien- de el infinito. Un puente inaccesi- ble de deseos. Una puerta invisi- ble: un acceso imposible. Y, mientras tanto, regresé a mi habitación. La luz era un faro en llamas que me alumbraba. Nadie habitaba esa casa. Yo estuve de paso, por ese instante. Fui sombra de una madrugada, fui insomnio de otra puerta. Publicado en periódico cultural El Banfileño Clandestino. Octubre 2018. 108
VENTANA AL SOL Desde las penumbras observo la nitidez con que el sol me despa- bila cada día. Una sobria capa ti- bia me inunda y me acaricia. Y es que los amaneceres en la Toscana tienen la magia de soplar aires de ensueño. Aromas frescos a hierba y a olivo sacuden la pradera. Re- cogen de mi aliento ese sabor me- diterráneo que me lleva hasta rin- cones lejanos. Solo abro la venta- na y le doy permiso al sol para que se recueste en mi cama. Me con- mueve la mañana naciente. Y es que está cargada de nostalgia. Es como un capullo de terciopelo que se abre lentamente y, con este, mis esperanzas. Hoy me cobijo en la cuna de un recuerdo. No puedo decir lo mu- cho que extraño tu figura nívea. Mi congoja me ata a una lágrima. Un rocío letal se desmenuza, has- 109
ta bañar mis mejillas. Mientras tanto, yo, del otro lado del cuerpo que me habita, intento romper las escarchas de mi memoria. Ha pasado mucho tiempo y, aunque el crepúsculo aún me ob- sequia tu sombra, yo sigo a la de- riva de mis pensamientos. De cie- los espejados, o de nubarrones. Así es mi existencia, así la vivo desde aquel día. Es un pálpito que hoy te encuen- tres recorriendo mi universo. No es casual que la lluvia haya cobi- jado la pradera y que en ese arro- yo se haya instalado una huella. Es el manantial del que beben los arbustos y los limoneros, los olivares y los alcauciles. Los toma- tes y las espinacas. Es que siem- pre sembraste, en mi infancia, el abrazo que necesitaba y, sin que- rer, cultivaste el fruto de mi esen- cia. 110
El DIBUJO La lluvia es incesante. No para de llover desde hace días. El cielo es una enorme raya blanca. Una luminaria que enceguece los hue- sos. Los truenos y la lluvia han trazado un trato. Decidieron, de manera unánime, hacer de mis días una agonía. Ya es tarde: mi compromiso no puede postergarse. Ya no más. Esta es una casa antigua, de pa- redes viejas, con rajaduras que forman un relieve agrietado. Una geografía del espanto. La excusa perfecta para el agua. Porque el agua entra por todas partes, inva- de cualquier territorio. Siempre llega donde se lo propone. Yo quiero ser agua. Sí, en ese estado amorfo e incoloro llegaría a la pla- taforma del tren. El que parte a las 17. Ahí, entonces emprendería el viaje hacia vos. Porque, siendo 111
agua, nadie me detendría. Me ha- ría escurridizo, traspasaría la puerta y lentamente llegaría a la vereda. Dejaría mi rastro húmedo y debilitado sobre esos cascotes desparramados en la puerta. Res- piraría el aire estrangulado por la lluvia y seguiría adelante en mi camino trazado. No me importarían las hojas chamuscadas. Ese colchón oxida- do chillando en mis zapatos. Se- guiría mi rumbo, con lluvia inten- sa, con un sol abrasivo, o con un ojo arañado por el gato de la es- quina. Nada me detendría. Y, mientras analizo, muy cerca de la mesada, dibujo, sobre un papel de cocina, las líneas curvas de tu sonrisa. La hoja está húme- da. Maniobras de una gotera ob- sesiva que escupe lava moribun- da sobre mi cabeza. Entonces me cierro ante la imposibilidad de verte. En el arrojo improvisado de 112
dibujarte. Y miro hacia la ventana esa carcasa de madera recubierta por una cortina blanca. Una per- siana opaca sobre el vidrio ame- trallado. Un manto nebuloso que enceguece mi paciencia. Miro el reloj latiendo sobre la pared engrumecida. Marca las 16, hora de la partida. Mis ojos atraviesan un muro cristalino que se derrumba por la ventana. Un cielo embravecido lanza cuchilladas de marfil sobre el terreno habitado. Misiles de agua dulce, o de saliva de mar muerto. Todo es confuso. El cielo abre su boca como un feroz coco- drilo. Sin piedad vomita cristales muertos sobre la tierra. Arrasa con todo a su paso. Las naves de cua- tro ruedas atraviesan la calle, para desaparecer en un remolino inco- loro. Su ruta es la corriente. El puente es ahora una gran barca a la deriva. Ya no hay señales de 113
tránsito. No hay rumbo, ni hora- rios. Es la lluvia un bosque mari- no camuflado. Peces sobre árbo- les aleteando. Sombras terrestres respirando por escamas. Pájaros moribundos de alas fatigadas. Plumas rotas embriagadas de hi- drógeno. Y un montículo de agua asomando como ladrillos del de- rrumbe. Me dijiste que me esperabas. Aquel día emprendiste el viaje y, sin mirar atrás, y ante mis ojos empañados, desapareciste. La barca había partido hacia el hori- zonte de las razones banales. Ahí estaba tu esperanza, El puente de tu anhelo. Un vuelo que como ga- viota emprendiste hacia la isla de lo posible. Y entregaste tu cuerpo al dominio de un mar embraveci- do. Una liturgia prohibida en el terreno mundano. Un deseo con- tenido en la onírica de tus espe- ranzas. 114
Mientras tanto esperé hasta las 17.00. Aguardé reencontrarme con tu sonrisa. Pero el destino me obsequió un dibujo camuflado. Huellas lejanas que aguardan en las profundidades. Sedimentos de sueños incrustados. Aun así, pue- do abrazarte. Porque desde allí soy agua encendida. 115
ROSTRO ESCONDIDO Al bajar la escalera, me atrapó el silencio. Un eco sombrío atra- vesó mis costillas. A medida que mis pasos iban descendiendo por esos trozos de madera añeja, mis manos comenzaban a recoger las gotas que rociaban el manto agó- nico de mi cuerpo. Cada paso cavaba pozos de mis- terio, surcos que me recorrían. Y cada instante dibujaba una nueva sombra. Una turbia silueta acom- pañando trozos de ausencia. De pronto un álgido murmullo comenzó a vibrar en la atmósfera. Como un zumbido de aves noc- turnas, ese bisbiseo asistió a mi tormento. Y cada paso me abría un nuevo surco de duda. De misterio, de sombras, cavando un muro de vacío. En medio de la lentitud que mis 116
piernas destilaban sobre ese man- to añejo, mis latidos sucumbían a la declaración de un abismo. La oscuridad no daba tregua. En esa esfera de inmensidad no ha- bía espacio para la palabra, ni para un ínfimo rayo de luz que espeja- ra la nube de la tormenta que se avecinaba. En esa noche de invierno, justo al bajar las escaleras, me encontré con la neblina del tiempo. Y la ca- miné lentamente, la recorrí con el frío de una mirada. Mi piel sintió la presencia sombría de esa silue- ta profunda acompañando mi os- curo trayecto. Poco a poco la escalera fue abriendo puertas a otras escaleras. Otras dimensiones de tiempo. Otras maneras de encontrar mu- ros dentro de otros muros, ardien- do en puertas de alquimia y au- sencia. No era en vano el silencio, la 117
mirada, la escalera, el trayecto, los pasos, el tiempo. Todos confabu- laban contra el miedo. Sin mirar hacia atrás, decidí continuar los pasos que aún les faltaban a mis piernas para dominar ese puente infinito de madera. Y, entre el crujir de puertas abriendo accesos a nuevas escale- ras, una brisa de verano en pleno frío invernal atravesó mi gargan- ta. Un rayo de luz peleó desde ese lúgubre escenario. Entonces me dejé llevar por el hilo diáfano y derivé mi atención a ese destino pausado que guiaba ahora mi sombra obnubilada. Era otra mirada, otro rostro es- condido dentro de esa caverna. Dimensiones que habitaban en cada puerta escondida, en cada incertidumbre, en cada espacio que el silencio agazapaba con su áspera presencia. 118
LA CASA HABITADA Quería estar sola. No me tem- blaban las manos, pero en lo más hondo yo sí temblaba. Aquella tar- de, la soledad invadió mi cuerpo. Era necesario que mis piernas abordaran lo incierto de aquellos pasos. Era inevitable desenmara- ñar la tiniebla que enceguecía a la onírica perversa que me acudía. Entonces un día, y en un acto re- belde, decidí enfrentarme, cuerpo a cuerpo, con el fantasma de la esquina. Y en solitario me dirigí a la casa de la calle Prieto. Un desafío que se lo debía a mis sueños. Una re- currencia en mi liturgia de som- bras. Porque siempre, casi siem- pre, regresaba a ese infierno. La tarde asomaba lentamente. Pasadas las 16.00, tomé el tren en la estación Banfield, y me dirigí 119
hasta Burzaco. El viaje alcanzó la eternidad. Las vías eran hilos que se cruzaban y hacían nudos en mi garganta. Me estrangulaban. Fi- nalmente crucé el túnel. Ese tra- yecto dibujaba, en sus paredes agrestes, un inmenso mural de vivencias. Trozos de espejos se es- parcían desde algún sitio hasta incrustarse en mi memoria. La ciudad no había cambiado mucho; algunos locales estaban cerrados. Las calles habían engor- dado sus caderas como paisanas de pueblo. Aunque esta fisonomía le sugería cierto aspecto de pro- greso. A pocos metros se encontraba la parada del 514. Si algo se mante- nía inmutable, era esa línea de colectivos. Aún quedaban, sobre el poste de señalización, restos de pintura resquebrajada. Signos vi- tales de algún nocturno pasajero de la borrachera. Mientras tanto, 120
los autómatas del clero semanal respondían a la rutina declarada por un jueves a la tarde. Como una procesión de entusiastas per- didos, esperaban el ansioso regre- so a casa. Y yo, el místico regreso a mi pasado. Finalmente, el rodado irrumpió el instante y, soberbio, se instaló en la parada. La demora: diez mi- nutos. Un impacto de avance in- esperado. Ascendí con la incertidumbre a cuestas. Como quien escala por primera vez el Yucatán. Esperé el ascenso de cinco pasajeros. En minutos, el chofer oprimió el ace- lerador, y el nefasto recorrido co- menzó. Un remolino de esquinas y de historias difusas comenzó a rodar por mi cabeza, como un va- cío arrojado desde la pirámide azteca. Busqué un asiento individual que me reflejara ese paisaje en se- 121
pia. Aromas a deja vú, a pasos perdidos entre rocíos y neblinas. A veredas rotas, a casonas desha- bitadas, a césped crecido, como cortinas de olvido. Justo antes de llegar, un rayo de sol se incrustó en mi vista. Como un látigo me advirtió que el reco- rrido estaba a punto de finalizar. O tal vez de comenzar. Antes del giro inminente hacia la calle Seguí, le anticipé al chofer la parada. Descendí, de inmedia- to, como si esa rapidez fuera a darme algún giro benevolente. Estanqué mi cuerpo en la esqui- na. Clavé mis pies sobre la tierra, que aún se palpaba húmeda. Ras- tros omniscientes de la última llu- via. Me permití avanzar, lentamen- te. Mis piernas se acalambraron. Se clavaron al barro persistente del miedo. Desde allí peleé por avanzar. Por escuchar el desliz 122
crujiente de mis pasos, sobre las malezas crecidas de aquel barrio. No tuve coraje de mirar hacia mi alrededor. Y, en esa pausa decla- rada, fue tropezando con casas, con humanos, con perros que transitaban por ese baldío incier- to. Poco a poco fue atravesando los muros de las tres cuadras. Has- ta desembocar al punto de llega- da. Finalmente me paré en la esqui- na anterior y levanté la mirada hacia el objetivo. De manera im- prevista, las casas los humanos, los perros, fueron apareciendo ahora en hilera: casa con casa, humanos con humanos, perros con perros. Sin prisa comencé a dibujar el contorno de un pasaje abandona- do. De un tirón alcé mi cabeza que aún permanecía rígida y apabu- llada. Una calavera sin rostro, sin gestos. Una muralla con la figura 123
de un cuerpo despeinado. Una extraña sujeta a las paredes del tiempo. Un ataúd que se abrió al recuerdo como un cofre de silen- cios. Atardeceres que me atrave- saban como una lanza de fuego. Ahí estaba ella, vieja abandona- da y con un devastado aspecto senil. Su figura prendió, en mis ojos, un estallido de dolor. Y re- cordé la habitación que aún abría hacia el jardín. Un precipicio oní- rico y recurrente. El tiempo le había incrustado a la casa una palidez inconclusa. Esa esquina era el crepúsculo del silencio. El féretro de mis re- cuerdos. Ahí había quedado se- pultada mi infancia. Vicky, espe- rando mi regreso de la escuela. Las cartas a mi vecino, que un día sin vergüenza arrojé por debajo del portón de entrada. La última foto que me saqué con papá, un día antes de su partida. 124
Esas paredes desprendían en la distancia un clásico olor a pintura añeja. Me froté las manos: se me habían congelado. Aunque la tar- de prometía calor de verano, mi cuerpo se había petrificado. Se encontraba amurallado a la sepia de dibujos sepultados. La casa se encontraba nueva- mente habitada. Aunque a cierta distancia, detrás de la cortina de la ventana de enfrente, vi asomar una sombra curiosa. Un rostro nebuloso, ajeno a la lluvia y al pantano me observó desde aquel ángulo. Un escalofrío sepultó mi cuerpo. Era él; mi memoria lo pre- sintió, mi infancia lo reconoció. Desde mi trinchera solitaria, ojeaba las páginas amarillas. Mis primeras horas en la casa, mi pri- mer día de clases, las primeras ilu- siones, los llantos por desengaños. Todo integrado ahora a un cuer- po sepultado en la casa de la hi- 125
guera. (\"La casa de las dalias\", como las vecinas solían llamarla). La tierra húmeda empantanó las huellas de una lluvia anunciada. Como si esa lámina cristalina pu- diese cubrir los espejos de mis sueños rotos. Un látigo rojizo de un atardecer naciente azotó el techo de la casa habitada. Fue el momento de re- tomar la partida. Caminando en- tonces hacia la parada, fui esqui- vando la mirada de los objetos perdidos. Difícil fue respirar la atmósfera de las secuelas. Desci- frar el enigma en el hilo delgado del tiempo. Mientras tanto, nuevamente en la caravana sentí el susurro pene- trante de un sueño concluido. Una sombra asomando por la ventana y una lluvia que no alcanzaba para borrar la memoria. Entendí entonces que no fue en vano. Que mi alma regresaría 126
siempre a ese punto de partida. Publicado en Antología 2018 Escuela de Arte Teatro Ensam- ble, Banfield 127
LA DISTANCIA QUE NO FUE Porque un día nos atrevimos a deshojar el sol. Y no tuvimos mie- do de quemarnos. Y predicamos por el terreno de lo prohibido. Desplegando alas de deseos, nos dispusimos a volar. Y fuimos libertad y nos supimos humanos. Un puñado de suspiros. Un racimo de sueños sobre la mesa del tiempo. Pupilas dilatadas que el alma tragó en la pasión consumada. Un torrente de piel y de sudor ardió en los huesos de la distancia. Y el mar fue la puerta que abrió la mirada y selló sus huellas con la palabra. Y nos desnudamos ante la silueta de la duda, que no tuvo reparo de nada. Como latidos pausados fuimos sin prisa, detrás de lo inhabitado. De esos rincones donde nadie 128
transita. Y fuimos mundo y ga- laxias coexistiendo. ¿Quién podría definir los pasos de la certeza? ¿Quién podría sa- ber qué hay detrás de la puerta? Somos abismos, trozos de mis- terios y de poesía. Somos almas que insisten en la huida. Somos habitantes del hemisferio donde habita el deseo. 129
LA NIÑA, EL SOFÁ Y EL ESPEJO Regreso a casa medio dormida; busco las llaves. No veo la hora de llegar. Ella me mira de reojo. Sus colitas pelirrojas asoman des- prejuiciadas por debajo de la mesa. No comprende mi cansan- cio. Llego a paso lento. Solo quiero llegar y detener el tiempo. Pero ella insiste en jugar. Me observa por la mirilla de la puerta principal. Detrás del espe- jo destellan sus pequitas tímidas. Juega conmigo a las escondidas; no tiene miedo, o tal vez sí. Emer- ge desde las profundidades e in- tenta asustarme. Ella es rebelde: siempre lo fue. Le divierten las apariciones fantasmales. Mientras tanto, yo me voy despojando de mis prendas y de mi estrés. Me acerco al espejo y, mientras 130
me desperezo, la veo corretear. Juega sola: no le importa. Junta sus animales y arma el \"zoológi- co\". Y se crea una historia de Daktari, donde están presentes el doctor Marsch Tracy, Jale Sum- mers, Clarence, y hasta Judy. Todo ocurre en el desértico cam- pamento de Wameru. Mañana me espera un día inten- so. Me preparo la cena. Algo livia- no. No somos de cenar mucho. Somos y fuimos siempre \"pajari- tos\". Mientras corto algunas ver- duras y lleno de agua una olla pequeña, percibo su voz tararear una canción de Carlitos Balá. La escucho y me emociona tanto... Comemos despacio. Nos mira- mos con nostalgia; saboreamos lo poco que llevamos a la boca. Ha- cemos una montaña alta con el resto que sobra. La acumulamos a un costado del plato, para simu- lar las sobras. ¡Una mentirita! 131
Enciendo la tele para ver las no- ticias. ¡Es un horror! Hago zap- ping y me detengo en El Zorro. Sí, ella brinca de alegría, junto a la serie añeja. Un cuerpo cansado sobre el sofá se desploma. Una nostalgia empaña mis pu- pilas. ¡Cuánto tiempo ha pasado! Las escarchas patriotas del 25 de mayo dando el presente en cada aniversario. Épocas de esca- rapelas de tela y medias blancas hasta las rodillas. Guardapolvos salpicados por el barro letal de una formación de distancia. La lluvia era plastilina que formaba un pantano. El gran charco hasta llegar a la escuela. La veinte era por entonces un muro de aserrín. Por suerte, la señorita Renza nos invitaba a tomar el té, con la tete- ra de porcelana, que nunca nadie veía. Y, entre saltos en elástico y 132
juegos de la Mancha, la campana recitaba alegre el fin del recreo. Las Mannon ya eran para enton- ces un bollo sepultado en el bolsi- llo níveo. Me acomodo lentamente y voy anunciando el sueño. Ella me mira y, aunque sé que disfruta de mi compañía, siente el agobio mudo de la palabra. Ella es habitante de nombres prohibidos. Es niña y pasajera de una larga pesadilla. Sus oídos aún sienten voces leja- nas. A veces se esconde debajo de la cama, y siento que su piel tiem- bla. Que titila como aquel cartel luminoso de \"Argentina Cam- peón\". Antes de entrar en ese sosiego, intento escribir unas líneas. Lo que hice en el día, lo que haré mañana. Una manera de sostener el presente. Suelo huir del pasa- do, aunque las meriendas siguen 133
oliendo a cascarilla y a miel. Ella mira la serie entusiasmada. Es que Diego de La Vega está ena- morado de Ana María Verdusco, y ella a su vez del Zorro. (Aunque se encuentra sosteniendo un no- viazgo con el hijo del gobernador de Monterrey). Este trío amoroso genera enojo en el dirigente, quien pretende por ello desenmascarar al gran aventurero del corcel ne- gro. ¡Está imperdible! Miro la serie de reojo, pero a su vez, y de manera desesperada, escarbo en la biblioteca. Busco un ensayo de Rafael Echeverría, mi preferido: Antología del Lengua- je. Pero el recurso escapatorio fra- casa. Regreso al frondoso sofá. Entre tantas urgencias de presente, ob- servo su mirada atenta. Una cu- riosidad acumulada y detenida en el instante. Me sonrío y sigo inten- 134
tando mi relax. Más de una vez intenté pregun- tarle qué piensa de mí. Porque sé que me mira con cierta resigna- ción, con asombro, y hasta con pudor. Una angustia que le atra- viesa el pecho. Es una estatua de silencio que empalidece con el tiempo. Me acerco y espero una respuesta. Ella es, en verdad, un pantano de misterio. Pero Banfield es, como tantos otros, un pueblo de historia. Y hoy, para nosotras, un cobijo de reencuentro. Y nos abrazamos y nos miramos en el espejo. A ve- ces ella me niega; otras veces soy yo quien lo hace. Entonces me recuerda lo que lloró cuando la dejé sola en la habitación. Aque- lla noche había visto al señor El- mer Van Hess transformando su rostro en varias máscaras. Tam- bién los diabólicos experimentos 135
del Dr. Mortensen, quien engen- draba un monstruo que regresa- ba de la muerte. Sí, todas estas ex- periencias me las echa en cara mu- chas veces. Pero yo la entiendo porque, detrás de sus ojos inge- nuos, se esconde una mujer sen- sible, apasionada, chiquilina e in- trépida. Una niña que, al verme sucumbir cansada sobre el sofá, me corre un brazo y se duerme. Quedo fundida en un sueño. Y ella conmigo. 136
SILVIA PEREZ Nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Actualmente reside en la localidad de Banfield, tierra natali- cia de Julio Cortázar. Dedicada a la escritura hace tiempo, tuvo sus orí- genes en Vislumbrando el amanecer, blog que cobijó sus primeras letras. En la actualidad se encuentra abo- 137
cada a la escritura de poemas, prosas poéticas, relatos y cuentos breves. Se inició en las carreras de Relaciones Públicas y Relaciones Laborales, aun- que la pasión por las letras la definió como protagonista en este terreno. Perfeccionó sus habilidades en el Ins- tituto Superior de Letras Eduardo Ma- llea, donde acentuó sus conocimien- tos en el campo de la redacción, acti- vidad que ama con profundidad. Asiste a las clases de Narrativa y Pensamiento Literario, a cargo de la profesora, Cecilia Vetti, en tanto los cuentos de su autoría, conforman, en la actualidad la Antología Literaria de la Escuela de Arte, Teatro Ensamble. Actualmente es escritora del Perió- dico cultural digital El Banfileño Clandestino, y miembro activo en la comunicación y difusión de las acti- vidades literarias de este medio cul- 138
tural. De manera simultánea es escritora de la revista POSDATA DIGITAL PRESS, donde presenta su columna semanal: La Cima del Tiempo. Un formato de noticias, cultura, entrevis- tas, opinión e historias urbanas del país. Es autora de los prólogos del pres- tigioso y reconocido escritor, poeta, dibujante y comunicador de medios valenciano, Luis García Orihuela, en las siguientes obras literarias de difu- sión internacional: Poemario: Así lo siento, y las Novelas: Libro de arena y mar. (2.a edición), y \"Viur, Memo- rias de un Viajero Urbano\", en actual proceso de edición. Hasta el momento su presencia es convocada en diferentes medios ra- diales, entre estos, Escritos en la Maja, de Radio La Maja; Espacio 139
Cultural La Huerta, de Radio Urbe, emisora Diariamente en Frecuencia, Magazine de Actualidad, del Produc- tor y Director General, Hugo A. Lico, de Radio Melody. Dentro de la temática de relatos, se encuentra como miembro activo del formato digital internacional: Facto- ría de Microrrelatos. Su compromiso con la actividad tie- ne como finalidad difundir y propi- ciar la literatura en los diversos ám- bitos culturales. Más allá de la enorme gratificación por el nacimiento de su primer Poe- mario Huellas del deseo, la escritora se encuentra abocada al ensayo, Art- ilugios de Seducción, como próximo desafío literario. 140
Este libro se terminó de imprimir en noviembre de 2018 en los talleres gráficos RyC Buenos Aires, Argentina Tel.: 11 590 8685 141
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