07.30 h, una jornada de trabajo, una céntrica calle de Barcelona. Casi es de noche. Encorva su cuerpo sobre la acera una figura masculina encapuchada. Actúa sigiloso y a toda velocidad, como el que sabe autor premeditado de un delito. Cada 50 pasos pulveriza sobre las baldosas los mismo trazos negros, el mismo mensaje. Mecánico, repetitivo… Tras de sí una estela paranoica. Aparte de la inquietud que genera en los transeúntes que, todavía a medio despertar, acuden presurosos a su trabajo, el encapuchado tiene algo de trasnochado e insólito en esta mañana de finales de 2011, donde lo último, lo último en mensajería instantánea es el WatsApp. Somos tan contradictorios y tan ricos en facetas que no dejamos nunca de sorprendernos a nosotros mismos. En esta década en que la comunicación es más efímera que un soplo de aire, los sentimientos más viscerales devuelven al ser humano a la calle, a ese muro de toda la vida, donde se informaba de lo más íntimo, de lo divino y de lo abyecto,
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