Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore ELBOTICARIODEARANDAS

ELBOTICARIODEARANDAS

Published by mariocastillocolque, 2018-06-14 19:15:24

Description: ELBOTICARIODEARANDAS

Search

Read the Text Version

APRENDIENDO A SER BOTICARIOTenía pocos juguetes debajo mi cama. Aquella tarde decidí sacarlos para limpiarlos, contemplarlos y jugar con ellos. Tenía Un autobús que servíapara llevar pasajeros; que eran imaginarios. Ese juguete había hecho tantosviajes que ya parecía que su vida útil estaba terminando. Pronto habría quedarle la extremaunción al juguete. Claro yo no estaba consciente de ello, puespara mí los juguetes eran eternos. También entre mis trastos contaba con unsoldadito de plomo, que fue mi regalo de mi segundo cumpleaños. Este era elpasajero preferido del autobús que viajaba desde la cocina al dormitorio. Eltramo, en ese tiempo era largo y el viaje muy pesado, aunque mis hermanos sereían y burlaban, eso no lograba que el viaje se detuviera. Claro que mamá era mi cómplice y me alentaba en esos viajes, truene ollueva, había que llegar al destino, llevando al pasajero sano y salvo. Y a estose sumaban otros juguetes como mis trompos descoloridos de tanto bailar.Baleros de diversos tamaños y colores. Alguno muy famoso porque era autorde algunos chichones en mi frente o la cabeza de alguno de mis hermanos.Una bolsa de canicas rajadas o partidas de tanto uso. Y otros tantos juguetes.¡Ese era mi tesoro! Eran días en los que todo lo que uno tenía, a título de juguete, debía com-plotar a favor del juego. Justamente aquel día sería diferente y no terminaríacomo lo había planificado. Abruptamente mi madre interrumpió mi sagradasesión de juegos. Con palabras seguras y sin lugar a discusiones me ordenó: - Hijo ve a buscar al doctor, que te espera en su botica. - …..pero mamá, estoy jugando y…. - ¡He dicho que vayas! Le dije al doctor que tú estarás con él en unahora. Así que no discutas. Alístate y ve ahora mismo. 99

Para un niño, no hay nada más molestoso que interrumpan sus juegos y lerompan la felicidad lúdica de ese instante. En el juego la voluntad está subor-dinada a la creatividad e imaginación todo el tiempo. ¡Esto de jugar era unacosa muy seria para mí! Al parecer, y ahora caigo en cuenta, que aquella forma de revisar mis ju-guetes, era un ritual que simbolizaba el modo en que dejaba algo de mi niñezy asumía el mundo de un modo prematuramente adulto. Todo el tiempo detrabajar con la señora Cruz me había ido transformando poco a poco. Ahora yame sentía menos niño y algo adulto. A ello sumarle que el acompañar a mamáy ver sus ocupaciones y preocupaciones, sus problemas, su modo de mirar elmundo, me había derivado en una especie de seriedad abrupta. Ahora me sen-tía como si esas experiencias me hubiesen arrancado de mi infancia y ahoraempezaba a ser una especie de adulto en un cuerpo de niño. Y una evidenciade ello era que, a mis 7 años, no me veía jugando con otros niños de mi edad.Me gustaba trabajar. Y estaba convencido de que era tiempo de trabajar paraque mamá no se preocupe por la comida, la ropa o lo que nos falte en la casa. Aquella mañana, bien desayunado y arregladito con mí mejor ropa, mehice presente en la botica del doctor. Aunque no tenía mucha ropa, pues estabapróximo a los 8 años y mi madre decía que crecía muy rápidamente y los pan-talones comenzaban a quedarme cortos. A este paso, ella tendría problemaspara comprarme nuevos pantalones, pues la economía familiar estaba muyfrágil. Nunca supe cómo mamá hacia milagros para dar de comer a 5 hijos. Mipantalón, a pesar de estar algo descolorido, aquella mañana lucía como nuevoy pienso que era por la raya de la plancha que mi madre había trazado. Eseera mi mejor y, casi único pantalón, que algunas veces tenía que sacármelo ylavarlo, para luego secarlo y volver a ponerme e ir a trabajar. Un día antes, mi madre había puesto mi pantalón de color claro en lejía,para que pudiera salir toda la mugre que tenía. Debo reconocer que era miespecialidad acumular mugre en mi ropa. Un día antes, muy de mañanita,había echado el pantalón, junto con toda la ropa, en la tina de madera y que yaestaba llena de agua caliente. Este recipiente chorreaba y se hacía un charcoen el piso. Por ello mamá obraba con tanta rapidez, que la ropa a la media horaya estaba secando, mientras yo desayunaba mis tortillas con frijoles, ademásde un poco de huevo. Aquellas veces, mi madre decía que no había que lavar mucho la ropa ypara ello siempre nos exhortaba a que la cuidáramos y evitáramos que se en-sucie. De tanto lavar, la ropa se desgastaba y por ello mucho de mi ropa teníaremiendos. Cuando uno es niño y la ropa parece un colach de remiendos, auno poco le importa, puesto que a los 8 años, las apariencias no existen. ¡Uno100

es lo que! Ahora recuerdo que los más remendados eran mis calcetines. Esmás, no tenía ningún calcetín que no tuviera remiendos y hasta varios de miscalcetines, eran más remiendos que la misma prenda. Mamá descubría estedetallito, antes de que sucediera una tragedia, la de que en la calle uno de no-sotros nos sacáramos los zapatos, y saliera a la luz pública un dedo desvergon-zado, saliéndose del calcetín. La vergüenza era para mamá, puesto que las ma-más de los otros niños seguro le contarían la desventura del calcetín agujero. Y planchó mi pantalón y mi camisa con los últimos pedazos de carbónque había en casa. Me dijo que las preparara en el brasero, tan antiguo que sino me equivoco, era de mi abuelita y le dio de herencia a mi madre. Nunca letuve cariño a esa plancha, pues me recordaba a las calabazas de Halloween yno las quería. Pero aquel día olvidé ese prejuicio y puse la plancha al braseroencendido y solo pensaba en colaborar con mamá, ya que el tiempo volaba denuestras manos. Había que correr. Y mientras mamá planchaba, yo iba moján-dole el trapo para que pueda tomar por la asa y no se queme la mano. - Hijo, ya es hora de que vayas, no te acompañaré, pues ya puedesllegar por ti mismo a la Botica y hacer lo que se debe hacer. Cuando termines,vuelve inmediatamente, ya que hay mucho que hacer en casa y yo saldré avisitar a una comunidad, pues ayer vino una señora de Santiaguito y debo ir avisitarla, pues su esposo anda muy mal de los dientes. Y, ya cerré la puerta a mis espaldas y con cierta incertidumbre sobre lo quepodría suceder, pues a esa edad, mi vida eran los juegos y los amigos. El pue-blo era todo mi mundo. La realidad terminaba en la última calle, puesto queni siquiera conocía los alrededores del pueblo, adonde mi madre acudía paraatender a la gente. Los primeros días de trabajo fueron de barrer. El centro demi vida estaba ubicado en la plaza, dónde siempre había gente y de todo tipo.Y me deleitaba con esas rarezas que se ofrecía a mis ojos. Pasaba mucha gentepor la plaza del pueblo y por lo general, acudían a la iglesia. En aquel tiempono sabía lo que la gente buscaba en la iglesia y que al entrar manifestaba aquelferviente respeto a los curas. Muchas mujeres besaban su mano y me pregun-taba qué habría en esa mano, que era objeto de muchos besares. En fin, había que hacer caso a mamá, pues ella era siempre tenía la razóny, para rematar, tenía el poder. Bueno, reconozco que no hacerle caso teníaconsecuencias desastrosas, que prefiero no decirlo en este momento. Ya sepodrá imaginar que ahí voy arreglándome y lavándome a gran velocidad, parallegar a la cita, del modo más formal, pulcro y puntual. Mamá aborrecía laimpuntualidad y decía que en ella se engendraba la pereza y esta no permitíaque las personas fueran mejores. 101

Y bajo esas reglas, en la familia se había cultivado la puntualidad comouna evidencia de la responsabilidad. Y entonces yo salí corriendo de casa y deeste modo evitar que mamá se enoje por mi retraso. Mientras camine hacia ellugar señalado, hablo conmigo mismo: ¿Qué es lo que tiene mamá entre ma-nos que me manda a ver a este doctor? ¡Este doctor que ni siquiera conozco! Había que caminar varias cuadras por aquellas polvorientas calles del pue-blo. Las calles de tenían un aroma vetusto y eso se sentía en el polvo que seadhería a los pies, cosa muy normal para aquel tiempo, puesto que la gentecaminaba con guaraches. El polvo era como la esencia del pueblo. El polvoque teníamos en los pies y la ropa delataban que éramos de ese lugar y que eselugar era de nosotros. Las casas eran precarias y muchas aún no estaban ter-minadas. Uno solo sabía cuándo comenzaba la construcción de su casa, másnunca sabía cuándo terminaría ese proyecto de hogar. Todo ello tenía que vercon el presupuesto frágil que tenían las familias. Las casas se construían solocuando eran buenos tiempos para la agricultura. Las puertas eran quebranta-bles y estaban abiertas para todos los que visitaban. No había temor de quealguien se robará algo. Además no había mucho que robar. Aquellas paredes,algunas pintadas de colores tristes, otras despintándose y muchas sin pintar. Así el pueblo era un lugar descolorido; pero sí se trata de experimentarlo,ese flujo monótono era insignificante, pues la felicidad infantil le nacía a unosolo de respirar allí. Con eso bastaba para que nuestra noción placentera demundo se agote en la última calle del pueblo. Pero cuando su niñez va cami-nando por las calles de ese tiempo, esos detalles no cuentan. Cuando uno esniño, la primavera lo lleva dentro. En ese pequeño viaje, de mi casa a la botica del doctor, uno veía gente detodo color de emociones. Unos muy ocupados con sus bultos. Vaya a saberque llevaban; pero cuidaban tanto que seguro que eran cosas de mucho valor.Otros que estaban sentados en la puerta de su casa y me daban a entender quepara ellos el tiempo se había detenido y había que disfrutar, antes de que elreloj volviera a marcar las horas. Allí estaban sentados y buscando platica conel que pasaba. A mí no me detenían, puesto que los niños no somos buenospara el chisme y ellos bien sabían que yo nada interesante podría aportar a laconversación. También veía que había algunos vendedores de fruta y tortillas.Me quedé observando algunos minutos las tortillas con apetito, pues sentíaque mi estómago tenía algunos huecos, puesto que el desayuno había sidoinsuficiente. Había que llenar esas oquedades de hambre si uno no quería quelas tripas crujieran. Esos ruidos que podía emanar del estómago llamarían laatención de los amigos y sería objeto de burla. Luego volví a la realidad yrecordé que tenía una misión importante que cumplir.102

Así iba avanzando en mí caminar, sin que nada se interpusiera en mi ca-mino. Bueno, creo que tuve fortuna hasta llegar a la calle Antigua Indepen-dencia. Junto allí salió a mi encuentro Nicandro. Me agarró de la mano y a lafuerza me llevó hasta el grupo de amigos que estaban jugando en la chinche-lagua. ¡Ese era mi juego favorito! Entusiasmado me sume a la causa, olvidándome de todo lo que tenía enmente. Solo importaban los amigos y el juego. Llegué justo en el momento enque Nicandro echaba el volado. A este Nicandro le gustaba mandar y siemprese las daba de jefe. Claro que eso hacía con los que él podía mandar y si noera por las buenas, lo hacía por las malas. Y como él era mucho más grandeque yo, había que seguirle la corriente, además que me gustaba ese juego. Porsuerte yo era de los que iban arriba, sobre el caballo brioso de largo torso.Era uno de los que saltaba al final sobre el equino imaginario, sí es que teníasuerte y el animal no se quebraba. Y antes de que salte, el caballo se vino abajoporque ya eran muchos los que estaban en él. El último en saltar fue un niñogordo, que con su peso hizo crujir la espalda del alazán. Y a la caída de losjinetes, todos reíamos a carcajadas. Y en eso me acordé que tenía una misión.Y sin que se diera cuenta Nicandro me escabullí, de otro modo hubiese sidodifícil que me hayan soltado. Además era el turno de nuestro grupo para hacerdel caballito y a nadie le gustaba ese papel. Había que eludir las tentaciones que el destino me ponía en el camino:Otros amigos que me invitaban a jugar a las canicas. Oh, ese era otro de misdeportes favoritos. Aunque no era bueno para el juego, pero jugaba con pa-sión. Claro que rara vez tenía canicas para jugar. Y mi estrategia, para poderjugar mucho tiempo, era el de evitar a los que más hábiles, pues solo así medurarían mis pocas canicas o de lo contrario pasaría a ser un mero espectador.Por eso elegía bien con quienes jugaría y sí me tocaba jugar con aprendices yde poca habilidad: era la gloria. Lo bueno de aquel día era que no traía esfe-ritas o de otro modo seguro que me hubiese puesto a jugar. En fin, con tantasdistracciones y cavilaciones durante el viaje, como esquivando estos obstácu-los incitantes, llegué por fin al lugar de la cita. Al llegar a la Botica y no ver a una persona que se pareciera a un doctor,me quedé sentado en la puerta, esperando al susodicho. Pasaron varios minu-tos y yo seguía sentado tranquilo, observando cómo la gente pasaba, pues estatienda de medicamentos estaba justo en frente a la plaza. Me quedé observan-do el transcurrir de aquellas personas. Vi unos campesinos con sus jumentosque llevaban agrillo para preparar sus aguas frescas. Me imaginé este fruto enmi mesa y saciando mí sed. Luego pasó el cura con su traje blanco, que no se 103

lo sacaba para nada. Todos lo saludaban con mucho respeto y veneración. In-cluso el sacerdote ponía su mano en la cabeza de algunos y parecía que decíaalgo. ¿Qué significaba eso? Vaya uno a saber. Luego se detenía unos minutoscon otras personas y al final de esa conversación, les hacia la señal de la cruzy se iba, de seguro les echaba sus bendiciones. Vi a mi antiguo profesor de la escuela y cambié mi mirada, pues seguroque me iba a preguntar qué hacía allí y por qué no había vuelto a la escuela.Y yo no tendría respuesta a su pregunta y seguro que luego vendría el regaño.Una señora pasó por mi lado con unos ricos quesos, que me estremecieron elestómago y nuevamente me recordaron que apenas desayuné. Y en medio deesas elucubraciones abstractivas, una voz sonó a mis espaldas y me asustó: - ¿Hijo, a quién buscas? El doctor, médico del pueblo, era toda una institución. Todas las familiaslo apreciaban. Sí de algo uno estaba seguro, era que algún día se iba a enfer-mar. Tener médico lo tranquilizaba. Los médicos eran esenciales entre todoslos personajes del pueblo. A la vez, este oficio conllevaba que uno tenía quededicarse a tiempo completo a la causa. Todos los enfermos acudían ante él yla mayoría ya en situaciones de gravedad y que nada se podía hacer por ellos.La gente tenía un concepto muy rudimentario de la salud, pues si le dolíapoco, entonces con unas hierbas bastaba para atender su mal. O se aguantababajo el supuesto de que no hay mal que dure cien años. Y cuando ya la cosaera grave, entonces recién había que ir con el doctor para que lo atendiera.Esto sí podía ir solo o de otro modo, le llevaba su familia. A veces ya era tarde. Aquel día el Doctor no estaba de buen humor. Ya luego conocí que susestados de ánimo estaban vinculados al éxito o al fracaso de su ejercicio pro-fesional. Con poca atención se dirigió hacia mí y me dijo: - Así que tú eres hijo de Doña Sofía. ¿Quieres trabajar y ayudarme aquíen la botica? Yo no sabía que tenía decir. No tenía idea de lo que me estaba proponien-do. No tenía idea de lo que significaba la palabra “botica”. - Te estoy preguntando. Hijo, debes responder cuando se te pregunta. Y ante esta situación, sin saber lo que tendría de trasfondo, dije, sin con-vicción y desconcertado: - Si. Y ya casi de espaldas, y a punto de volver a irse, volvió a sentenciar: - Entonces quiero verte mañana aquí a las 9:00. Quedé absorto con esa propuesta de trabajo. La señora Cruz me habíaofrecido trabajo y trabajé con ella sus buenos años. Ahora esta propuesta pare-104

cía complicada y me daba, en cierta manera, miedo. No veía en qué parte de labotica podía estar mi lugar. Antes de irme comencé a observar detenidamentela botica. Aunque ya había pasado muchas veces por ese lugar, nunca le habíaprestado la atención. Descubrí muchas cosas muy interesantes. Especialmentebotellitas de varios colores y herméticamente cerrados. ¿Qué medicinas seguardará en ellas? A la vez vi llegar gente quejumbrosa y supongo que teníaalguna enfermedad. Generalmente lo llevaba alguien. Una de ellas iba muymal que lo sostenían dos personas, que seguramente eran sus hijos. Todos losque llegaban a la botica buscaban ayuda médica y medicinas. Ayuda para susmales del cuerpo. Alguna esperanza para que la salud les siga perteneciendo. Luego de observar la botica, retorné a casa. Creo que estaba un poco per-plejo con lo ocurrido y lo visto. Era urgente llegar a casa y contárselo a mamá.Ya en casa, mi madre, que me estaba esperando con mucha atención, mepreguntó sobre lo sucedido. - Hijo, ¿Cómo te fue? Yo no supe explicar a detalle, tan solo le dije lo más esencial: - El doctor me pidió que le ayudará en la botica. Luego, al ver que mamá con su mirada pedía más detalles, le agregué demi cosecha: - Y que sí le echaba ganas, hasta podría aprender a ser un botica-rio como él. Además me pagará. Ya no pudimos hablar más, porque en esosinstantes tenía que acudir con un enfermo, a quien tenía que atenderlo, puesparece que era grave. Y, mi madre que me miraba atentamente, volvió a preguntarme: - ¿Y tú puedes entender por qué te dio esta oportunidad el doctor? - No – respondí con sinceridad. - Hijo debes saber que todo lo que nos sucede no es casual. A todos nospasa algo en la vida y cada día. Sí no se reflexionas sobre ello, podrías estarperdiendo la oportunidad de entender qué sentido tienen estas personas y lascasualidades en tu vida. Tú me entiendes ¿Verdad? Ahora, ¿tú entiendes porqué el doctor te ofrece esta oportunidad? - ¡Porque sabe que tenemos necesidad! – Afirmé con mi natural inge-nuidad y mi ojos brillando de emoción. - ¿Tú crees que el doctor quiere ayudarte porque estamos mal y tienealma caritativa? - Ahora que lo dices…..verdaderamente no lo sé. – Volví a inquirir. - Hijo – me dijo mirando firmemente a los ojos – él, a pesar de ser unapersona que ayuda a quienes necesitan, quiere apostar a qué tú puedes ser un 105

aprendiz muy valioso. Presiente que contigo no se equivocará. Así que sí túdijiste que sí, deberás consagrarte a cumplir tu promesa y dar todo de ti paraaprender, pues esa será tu escuela para hacerte un hombre de bien. Estoy se-guro que harás un buen papel, como lo hiciste con la comadre del mercado.Entiendo que tú ya no quieres ayudarla, aunque ella insistió. Y mucho másahora que tienes una oportunidad diferente y hasta, podría decir, mucho másprometedora. Tendrás que ir con ella y darle las gracias por lo mucho queaprendiste con ella. Y cuantos antes, mejor.106





LA SABIDURÍA DE MAMÁ



LA SABIDURÍA DE MAMÁMamá tenía la mirada firme y la voz profunda. Tenía mucho silencio inte- rior y en ese silencio, yo supongo, que se encontraba a ella misma. Suspalabras siempre eran necesarias y tenían mucho peso. En mi niñez no recuer-do que haya tenido razones para protestar sus instrucciones. Además tenía unamirada transparente que, a pesar de sus escasas palabras en sus labios, trans-mitía un mensaje explícito. Ahí entendí que una mirada explica lo que muchaspalabras no siempre podrían hacerlo. He ahí yo, delante de ella, atento a susseñales para entender que ella era la guía de esta pequeña comunidad familiar.Nunca dudé de sus propósitos, aunque alguna vez de sus formas; pero siempreacabé reconociendo que mis argumentos defensivos, eran frágiles y, como erami condición de infante, pueriles. Y también podría aventurarme a pensar que cuando mamá me pidió quefuera a entrevistarme con el doctor de la botica, sabía muy bien el porvenir deese encuentro. Y sí que este conocer al doctor de la botica ha sido una brújulaque me ha llevado a caminar estos caminos y llegar hasta donde hoy estoy.Mucho tuvo que ver mí progenitora en esto. Entre todas las lecciones aprendidas en casa, la de la responsabilidad fueuna de las más importantes. Ella solía decirnos que nuestra palabra representanuestro honor y debemos honrarla cada vez que nos comprometemos. Paraella su palabra era sagrada y en sus momentos de lucidez nostálgica. Tantocomo la palabra de amor en el matrimonio. Es un compromiso de toda la vida.Entonces hay un pacto indisoluble al tiempo. Solía decir en aquellos momen-tos de nostalgia y que a modo de invierno de corazón, emergía en algunas no- 111

ches de color gris. Y yo estaba a su lado, sin palabras y con absoluta dilecciónde un escuchante: - Yo tomé la mano de mi hombre, tu padre, y aún la sostengo. Era undomingo de primavera, que coincidía con el esplendor que vivían nuestroscorazones. Cómo olvidar aquella tarde de domingo de abril. Aún siento queescucho, en la lejanía, aquella canción “Poeta y campesino”. La hicimos nues-tra canción. Y yo me quedé en aquel día, hice de ese día un instante eterno quevivo dentro de mí. Ese día me persigue todos los días de mi vida y así seráhasta el último minuto que tenga que estar aquí. Ese fue mi compromiso y lohonraré toda la vida. Y se quedaba en silencio. Y, mientras tanto yo no sabía que hacer a sulado. Tampoco podía ni quería escapar, pues me gustaba tanto que me abrace.Aquellos minutos eran únicos. Su abrazar era esporádico y será que por esolo anhelaba siempre. Mientras me abrazaba, el corazón de mamá se abría paramí, dulce y apapachoso, tanto como me gustaba sentirla. Ahora en la distanciade los años que transcurrimos, recién comienzo a comprender aquella soledadde la ausencia del que se ama. Cuando la mano amante busca la otra mano delque ama, para revivir aquella promesa: Hasta que el tiempo se acabe. Y en eseintento, no encuentra lo que se busca. Es entonces que el tiempo deriva en unlargo y desolado invierno que uno debe llevarlo por dentro. ¡Qué duro habrásido para mamá vivir de ese modo! Ya luego entendí que aquella canción tocada por una banda de viento,tenía mucho significado para aquellas épocas y tenían que ver con las culturasprehispánicas y aquellos pioneros mendicantes de la religión que lo utilizabanpara sus propósitos. A la vez que estas también servían, en aquella época derevolución, para asustar al enemigo o animar los desfiles patrioteros. Ya en lospueblos rurales se entretejieron con la vida ritual y festiva, ya sea integrandolas procesiones religiosas, corridas de toros, recibimiento de autoridades yanimando bodas, como el de mis padres. Mamá quedó sola, sin el hombre de su vida. Papá se fue cuando alcanzabaapenas los 33 años. Recién comenzaba a vivir su propio proyecto y se fue.Mientras mi vida era pura jugadera, él trabajaba duro para dar de comer a sufamilia de 5 hijos. La casa era mi mundo, pues para un niño de 3 años el espa-cio de su existencia se reduce a las cuatro paredes de su hogar. El tiempo para mí solo era el presente, hoy se ríe, hoy se juega, hoy secome, hoy se ama la vida. Cuando levanté la mirada para preguntar por mipadre, este ya se había ido. Y solo pude mirar aquella foto que tenía mi madreen el centro de la casa y traté de adivinar cómo era él. Todas las preguntas que112

hacía a mi madre sobre mi padre, siempre la ponían triste. Solía ser breve ycariñosa en sus respuestas sobre la imagen emocional que tenía de mi padre. Según yo pude entender la identidad de mi padre, después de ver horas yhoras aquella foto que mi madre cuidaba con afán sacro. No permitía que elpolvo se asentará sobre él. Siempre estaba buscando el mejor ángulo para queesta luzca impecable y si para ello era necesario cambiar de clavo y pared, lohacía. Cuando ella creía que nadie la miraba, se ponía a mirar la foto de papáy hasta parecía que le hablaba. Cuando pasaba del dormitorio a la cocina,siempre volteaba la mirada, como si estuviera saludándolo o preguntando sitenía hambre para prepararle aquellos tacos de frijol tan únicos que solo ellasolía hacer para él. Papá, a pesar de que sus átomos ya no estaban en casa, élvivía para mi madre y siempre estaba presente en aquella foto del centro denuestro corazón familiar. Papá era un hombre muy guapo. Con razón mi madre hizo de él su últi-mo amor de su vida. Pude encontrar en su foto una mirada severa y a la vezllena de ternura. Estoy seguro que ese su famoso bigote era motivo de celosy orgullo de mamá. Aunque mi madre prefería ocultar su admiración a sucompañero, pues nunca me dijo sobre lo chulo que era su hombre. Supongoque mamá no se quedaba atrás, sí de chulez hablamos, además de que ella erauna mamá con mucha personalidad. De eso sí puedo decirles con autoridad,pues lo he experimentado. Lo que sí mamá afirmaba y con entusiasmo repetitivo, era que papá eraun personaje que nunca le faltaban ganas de trabajar. Él, tenía su negocio deropa en el portal, como llamaban el centro del pueblo. Aunque no le fue bien,él nunca dejó de insistir. Es probable que en aquel tiempo vender ropa a gente,que en su mayoría solo tenían dinero para la comida, era algo más, era unahazaña. Sé también que luego del desastre económico (el emprendimientofallido), pues así lo imagino cuando alguien que tiene 5 hijos pierde su fuentede ingresos, él no perdió el optimismo. La casa era pequeña y su cualidad era que siempre estaba bien ordenada.Aunque teníamos pocas cosas, puesto que mamá no era titlichenta. Nuestracocina, aunque pequeña, era muy acogedora. Ahora que reviso esas imágenesque guarda mi corazón, no entiendo cómo podía caber tanta gente en aquelpequeño hueco hogareño, que era el centro de casa. Mamá había hecho de sucasa el centro del universo. Nos gustaba estar en casa y al silencio de mamá,la elocuencia verbal de nosotros, sus hijos, era el complemento. Aquellos ins-tantes de estar en casa, porque aunque fueran horas de estar hablando de todoy nada, el estar en comunidad lo disipaba. Mientras reíamos, jugábamos con 113

la imaginación y hablábamos de nuestras vidas, mamá lo sazonaba con unasriquísimas quesadillas. Siempre faltaban quesadillas, pues el hambre de unoshermanos adolescentes en crecimiento era descomunal y, literalmente, devo-rában todo lo que se ponía en la mesa. Una de las lecciones que eran básicas en casa, eran las de administrar.Teníamos poco y eso que era poco, nos costaba mucho trabajo conseguirlo.Unos en el mercado haciendo lo que se podía, bien o mal pagados, eso noimportaba. Otros, como yo, éramos ejecutivos, puesto que el trabajar en unabotica era algo serio y de mucha formalidad. Todas las mañanas que debíasalir, siempre salía como un señorito, y mamá colaboraba para que yo lucieracomo todo un empleado público. No puedo presumir que tenía ropa elegantey nueva. Casi siempre mi ropa era la misma; pero no sé cómo ella, mi madre,hacía que estuviera reluciente. Así que, ustedes imaginarán, que todas las ma-ñanas de los días laborables, solía acudir impecable a mi trabajo en la botica.Todo gracias a las manos de mamá. La casa era acogedora y los pocos amigos que nos visitaban, solían que-darse sus buenas horas. Había que echarles para que se fueran, ya que deellos, seguro que hubiesen seguido sin importar que algunos de nosotros noscaíamos de sueño y que ya hace mucho se había terminado la conversaciónamena. La política en casa era que cada uno de nosotros debía tener lo mínimonecesario (hablando de ropa y otros bienes personales), pues, decía mamá,que cuando uno va acumulando cosas, uno se concentraba en las cosas y seolvidaba de los asuntos esenciales que no eran precisamente materiales. Estas,las cosas pequeñas y no materiales, eran más valiosos y no era necesario quese acumulen. Así aprendimos a vivir con lo necesario y eso nos derivó en laexperiencia de cultivar las pequeñas cosas de la vida como el sentarnos enla puerta de la casa y mirar cómo se muere el sol, sabiendo que él volverá anosotros. Mañana volvería a nacer como evidencia de que la vida, a pesar denuestro ritual de ser nosotros cada día, continuaba. Algo inolvidable en mi vida tenía que ver con la comida. ¡Cómo no ex-trañar la comida de mamá! Si bien el platillo de papá eran los chilaquiles,cada uno de nosotros tenía su propio platillo preferido. Y de ello ella sabíamuy bien. Era por ello que cuando era el cumpleaños de alguno de nosotros,ella preparaba la comida favorita del cumpleañero. Así es que cuando era 22de marzo, yo esperaba con el estómago latiendo de emoción mis enchiladas.El platillo principal era para mí. Aquel mole que cubría las enchiladas erandivinas y cuyo sabor aún hoy puedo experimentarlo. Yo me sentaba al centrode la mesa, en mi día de aniversario. Mamá tenía su propia estrategia y hacerlo posible para que la experiencia del cumpleañero llegará hasta sus células114

íntimas del estómago, pasando por el corazón. ¡Así esta se convertía en algoinolvidable! Así aquella fiesta se volvía inolvidable para cada uno de nosotros. En-tonces ella ponía un plato enorme con el arroz y otro con las enchiladas. Nosinvitaba a saborearlo, primero, con el olfato. Y en ese acto nos pedía que ce-rráramos los ojos. Yo solo cerraba un ojo, porque tenía el temor de que algunode mis hermanos metiera la mano al plato de las enchiladas y se tomará unosin permiso. ¡Qué horror imaginar que podía faltaba uno! Ya luego comenza-ba a servir, empezando por mí, y rápidamente con la tácita instrucción: Nadiedebe empezar a comer, sino después del cumpleañero. Y en mi afán de darmeprotagonismo, daba mi discurso improvisado; pero éste tenía que terminartan pronto como habría empezado, puesto que las miradas furibundas de mishermanos ya me estaban calcinando. Podría parecer exagerado decirlo; peroes mi verdad: Nunca más he vuelto a probar unas enchiladas como las quemamá los cocinaba. Aquella guarida llamada hogar fue nuestra escuela de vida. Mamá no erade echarnos rollos o discursos sobre la moral o el buen vivir. Ella era tácitaen su expresar sus ideas sobre la vida; pero sus actos eran elocuentes. Sí elladecía que la honestidad era algo importante para la vida, es que lo era y lodemostraba con su vida. Vivía la honestidad a rajatabla. Entonces es posibleentender que nuestra escuela inicial, y la más importante, fue la de casa ynos dejó la huella imperturbable de ser nosotros mismos, aún contra viento ymarea. Y ese ser nosotros mismos, estaba fundamentado en la axiología quemamá nos transmitía, más allá de las palabras. Me siento orgulloso de ser elque soy y esto le ha dado sentido a mi biografía, ese transcurrir la vida con eseestilo de ser que pretende ser autentico cada día. Mamá como la que dirigía esta familia, sabía que el fundamento de todaeducación depende del ejemplo que daba la líder de nuestra casa. Y teníasuficiente autoridad para hacerlo. El trabajo de ella era impecable, además deejemplar. Siempre estaba delante de toda empresa que mi familia pretendía.Claro que en el trabajo su esfuerzo era heroico, puesto que una sociedad deprincipios de siglo en Arandas tenía predominancia del varón y las mismasescrituras bíblicas, que servían de inspiración para la educación de las fami-lias, sostenían que el hombre debería ser la cabeza. Mamá tuvo que esquivaraquellos credos culturales. Podemos sumar a ello el hecho de que la economíade casa a menudo arrojaba números rojos. Por esta razón la familia siempreestaba concentrada en trabajar. Hicimos una prioridad del trabajo y fue nues-tra mejor escuela de vida. 115

Mamá se sacrificaba por nosotros. El trabajo de mamá nunca termina-ba. Desde que se levantaba, hasta el final de la jornada siempre trabajando.Su quehacer estaba hecho, ante todo, de sus principios inhalados al prójimo.Cuando atendía algún paciente de sus problemas molares, ella siempre veíalas posibilidades económicas antes de decir un precio por sus servicios. Lasformas más comunes de cobrar eran en especie o al crédito. Aunque eso delcrédito, muchas veces eran a fondo perdido. Eso nunca desanimó a mamá,más al contrario ella decía que lo bueno de la vida, aunque estemos en invier-no, es que había trabajo. Que la vida era tan generosa, que si unos no devol-vían el crédito, otros llegaban y se recuperaba con creces lo trabajado. A la vez que acudía a la botica ocasionalmente para apoyar al doctor, en laatención a algunos enfermos. El doctor decía que mamá tenía un don curativoinexplicable. Aunque siempre ella evitaba ir a trabajar a la botica, pues ellaquería que yo aprendiera y mejor si fuera sin su presencia. Quizás la parte quemamá tenía, el doctor lo veía como un complemento y por eso mamá siem-pre tenía su lugar en la botica. Ella sabía mucho de las hierbas medicinalesque existían en la región. En sus incursiones en las comunidades y ranchitossiempre estaba investigando sobre las hierbas que la gente solía utilizar paracurarse. Por ello no era casual que mamá tuviera su arsenal de hierbas en casa.Ella las cuidaba como si fueran hierbas preciosas. Entre ellas se contaban na-ranja agria, arrayan, manzanilla flor de azalea, epazote, hierbabuena, anisillo,toronjilillo, y otros desconocidos para mí. Y que más tarde supimos, yo y mishermanos, sí constatamos el valor medicinal de estas hierbas y porque en mu-cho casos nos ayudaron a recuperarnos de algunas enfermedades. Ella, de manera invisible, atendía algunas personas y vecinas del puebloayudándose con estas plantas medicinales y, a la vez, ganaba unos pesos paracontribuir a la economía de la casa. Su trabajo solía ser muy sutil, evitó te-ner fama y ganar clientes. Su sentido práctico le dictaba que esto podía traerproblemas, puesto que la medicina de aquel tiempo no reconocía a las hierbasmedicinales como una opción de sanación. Aunque las pruebas fueran muchase irrefutables, podía más la cultura tradicional y su concepto sobre la medicinay la curación del cuerpo humano. Además mamá no era médico y solo siendoama de casa, podía despertar susceptibilidades en la opinión de la sociedad. Ese tiempo era de oscurantismo sobre la salud de las personas. Muchasenfermedades eran desconocidas y los médicos muy escasos. Experimentarmétodos de curación era la constante. Y de ello también se deduce que la boti-caria también era un campo de ensayos y errores. La medicina, por lo común,116

se practicaba en base a remedios caseros y los boticarios de aquel tiempo, en-sayaban y, podría afirmar con evidencias, que tuvo mucho éxito. Los llamadosy autorizados a experimentar eran los médicos.



LA BOTICA DEL PUEBLO



LA BOTICA DEL PUEBLOSiempre que vuelvo al lugar en el que, de eso tengo certidumbre, la vo- cación me brotó por los ojos, las manos, la piel y todo lo que era en esetiempo: me conmueve. Este don lo encuentro intacto. El pasar de los años y lacruel metamorfosis no ha hecho mella en éste. Allí todo sigue en su lugar. Eltiempo es vencible en este sitio de color amarillo por la nostalgia que tiene detodas las personas que pasaron por ella y que unas vuelven, como yo, y otrasno volvieron. Tantas personas buscando fórmulas milagrosas, mágicas que lesdevuelvan la salud. Y otros personajes alquimistas, experimentadores, creati-vos con la pretensión de colaborar con los enfermos. Todos ellos consagradosa encontrar aquello que devuelva salud a quienes acudían a la botica. Mi me-moria entiende que ese lugar, tan significativo para mí, no ha cambiado. Missentidos siempre lo encuentran intacto. Quizás sea el presente de mi pasado loque ven mis ojos. Al final de cuentas es la vida de uno y creer cómo es la vida,uno mismo lo define. Cada volver a la botica, ese lugar donde comenzaron a brotarme las pe-queñas hojas que posteriormente darían flores y frutos, me devuelve a esaparte de mi vida dedicada a la atención de ese menester humano, a veces másimportante de lo que uno puede imaginar: la enfermedad del cuerpo. Ese pa-decimiento abrupto e inesperado que como una muralla se levanta intempes-tivamente para frenar la rutina de las células y derivar el bienestar a un estadode sufrimiento y angustia. Cuando el cuerpo de una persona está enfermo,inmediatamente debe buscar el camino para la sanación. Y todo debe moverseen esa dirección, puesto que no hacerlo implicaba un mayor costo y hasta lamuerte. Por esa razón es que todos los caminos llevaban al hospital y luego a 121

la botica. Otras veces solo a la botica. Todos, de algún u otro modo, llegaríana las puertas de la botica en búsqueda de aquel objeto milagroso llamadomedicina. Me hace pensar que el tiempo tiene misterios que la mente no sabe ex-plicar. Esas incógnitas que atan eternamente nuestro recuerdo a un lugar. Yeso no nos hace esclavos, sino libres para siempre volver al mismo territorio.Siento que en ese lugar, aún destila aquel aroma de medicinas y que huele tan-to para mí, como aquel tiempo que fui parte de ella. Aquellas paredes siguenfirmes, como columnas eternas que desafían la contingencia y el devenir deltiempo. Cuando estoy ante ella y, creo yo, que nadie me ve, observo detallesque tienen que ver con la madera de sus puertas y como estas han soportadola erosión del olvido. Aún me sabe añejo y me deleito excelsamente cuandoestoy allá. Aunque este paisaje de morteros, alambiques, filtros, lamparillas,ya no es el mismo a mis ojos, algo dentro de mí cree que sigue siendo ellampadario que daba sentido a ese territorio, cuando yo era uno con la botica. En ese sitio todo complotaba volitivamente para que mi pasión consagrelo mejor de mí a que la salud de mis próximos suceda. Aunque trataba deapaciguarlo y pensar que esto de estar y atender a la gente en la botica, erauna peripecia pasajera. Todas aquellas voces de aquella época, a mis oídos,quedaron atrapadas en aquel estrecho callejón de 4 paredes. Aunque su ecosigue acaeciendo en mis entrañas. Lamentos, lloros, preocupaciones, palabrasque tenían la hiel de una muerte que nadie quería sentir. Miradas pérdidas yllenas de tristeza y desconcierto. Todo eso quería eludir mi voluntad de niñoaprendiz. Todo fue inútil. No sé cómo ese virus de entender que el dolor queescuchaba, veía y golpeaba mis sentidos, que era ajeno a mí, con el tiempo yde a pedacitos, comenzó a penetrar mi piel. Y si bien no quería saber del dolorajeno, no sé cómo ni cuándo, ésta me hizo presa de él. Aunque creo que pudo más las palabras de esperanza y agradecimien-to que la gente solía manifestar. Gente sencilla y amable que, incluso, decíaque había vuelto del más allá y que ahora, más que nunca, apreciaba la vida.Otros que solo volvían y su mirada expresaba la enorme alegría de acariciarsu propia vida. Esas palabras tan simples; pero que atesoraban enorme cariñoy agradecimiento, me motivaron a pensar que este aprender de boticario, eramucho más que un asunto pasajero. Y todos aquellos días en la botica fueron marcándome y penetrando miscélulas. Con el pasar del tiempo fui mirando al sufrimiento de mis próximoscomo algo que no era ajeno a mí. Un asunto que me llamaba y me solicitabalo mejor de mí. Así es como se dibujaba mi vocación en mi voluntad y miespíritu.122

Los primeros tiempos en la botica, todo era enorme. Los estantes eraninalcanzables, aquella sala donde podían caber tantas personas, las percibíacomo ciclópeas. Tantos recipientes, que veía y me preguntaba que contenían.Aquella casona me parecía tan formidable que cada vez que podía, siempre laadmiraba una y otra vez. Ya ahora parece que se hubiera reducido y estuvo alalcance de mi mano. Pero esa paradoja quiero que quede en mi mente, porquede ella me nace la admiración por el ayer que viví y eso le da mucho sabor ami presente. Ahora, cada vez que puedo volver, aquella inmensidad pretérita me pareceque solo está en un lugar de mi memoria. Tal vez ya no existe en la realidad.¿Y qué puede importar ello en este hito del camino? Ya la vida de uno es loque ha capturado su memoria y le añade almíbar para darle dulzura y quecuando uno retrotrae, tenga resabio a felicidad. A la botica la gente acudía, generalmente, por un motivo cotidiano: laenfermedad. La enfermedad de sí mismo y la enfermedad de sus próximos.Gente de vestidos de todos colores, formas, rostros, palabras, silencios. Era unverdadero mosaico de personas que acudían en búsqueda de aquella medicinaque opere la magia de erradicar el mal del cuerpo. Al principio sufrí muchocon mi papel de ayudador. Solo recibía órdenes. No sabía lo que pasaba eignoraba mucho de lo que hacía el doctor, cuando atendía a la gente. A veceslos estados de ánimo del doctor se exasperaban y el ambiente se ponía raro ami escasa experiencia de niño, en ese intento del nacer de mi curiosidad y lacomplejidad de los adultos. Y mucho más en estos estados de padecer algunaenfermedad o la angustia de ver sufrir al otro, a causa justamente de su pade-cimiento. Aquellos eran tiempos en los que la gente sabía poco de las enfermedadesy mucho de la muerte. Siempre que llegaban los enfermos a la botica, muchasveces era tarde. El no saber de aquella contingencia somática, aquel no enten-der la raíz de sus dolores y malestares que parecían llamados lastimeros deun cuerpo que sufría, no tener dinero o no saber de médicos y de medicinas,tenía un precio muy alto. Ello daba lugar a que la gente, en no pocos casos,esperaba la muerte en algún triste rincón de su morada y echado en su cama.En ese escenario dantesco, la gente solía decir: ..de la nada se morían. A lolargo del tiempo entendí que aquel morirse de la nada, era un modo de expli-car de las víctimas o sus prójimos, que poco o nada podían hacer para evitarla muerte de su ser querido. Lo que sabían bien era que aunque no era tiempopara morir; pero aún, contra el tiempo y la esperanza, había que aceptar que 123

la persona amada moriría, inevitablemente. O en el más trágico de los casos:la propia muerte de uno. Aquel lugar era, la botica, quizás y a mi manera parvularia de entender,el único lugar en el que uno podía encontrar el remedio para escapar o ahu-yentar los fantasmas del dolor que provocaban el sufrimiento de la enferme-dad. Todos los que llegaban tenían, mucha o poca, esperanza de encontrar elmilagro en la botica. Había días, especialmente los domingos, en los que lasala se llenaba de gente y parecía un hospital. Gente esperando a que se losatendiera. Era tanta la gente que uno ya no sabía qué hacer. Cómo atenderlos.Cómo poder darles esperanza. La serenidad del doctor y quienes le ayudaban,hacían de aquel lugar, una estación apacible y en el que la gente, a pesar de laincomodidad material, sabía que su esperar tenía esperanza. Mucha de la gente que llegaba desesperanzada porque se habían desahu-ciado a sí mismos, porque no tenían los recursos económicos para atender sumal de cuerpo. Habían esperado algún milagro material que les proveyera dealgo de dinero para disponer de lo necesario y pagar las medicinas. Al ver queel milagro no sucedía, casi a rastras traían al enfermo y en un estado tan fatalque poco se podía hacer por él. La sabiduría del doctor de la botica hacía de suservicio un auténtico acto de cumplir su promesa hipocrática: viviré y practi-caré mi arte de forma leal y humanitaria. No había opción para un hombre quehabía prometido amar a la humanidad mediante sus actos de médico sanador.Y aquella forma de vivir para salvar vidas, era su modo de sr autentico en suprofesión y su papel como humano. Él sabía bien que los frutos de la vida y elarte vendrían de su mano. El doctor, al principio fue muy distante, un hombre que solo daba instruc-ciones y órdenes. Al principio fue duro y no entendía esa relación tan fría ydura. Pero como sabemos que el hombre es un animal de costumbres, acabéacostumbrándome a ser un niño que debe cumplir las órdenes. Con el ocasode los días aprendí que el obedecer era una de las lecciones sumamente impor-tantes para caminar por el sendero de la vida y alcanzar sus propios designiosen la vida. Este acatar me derivó en aprender, la lección más valiosa de mivida, que uno debe obedecer a su propia conciencia. Yo siempre me he preguntado ¿Qué hacer si alguien viene a pedirte ayudamedicinal y no tiene dinero para pagarte? Aunque también la respuesta me ladio la misma circunstancia en la que me veía envuelto en ese tiempo, aunqueaprehenderla me llevó años. El doctor veía que la botica se llenaba de gente yél sabía que muchas personas no traían el dinero para pagar, tenía que hacer124

algo y sí lo hacía. A unos no les cobraba. Tomaba la mano del enfermo y luegodecía algo parecido a esto: - ¡Tú te vas a curar! Sé que tienes esperanza en ti misma y esa es lamejor medicina. No me debes nada y si algún día quieres devolver este favor,cuida tu salud, pues sí vuelves por este mismo problema de salud, te cobraréel doble. En otros casos, sabedor de que la primera medicina del cuerpo es el ali-mento, percibía que aquellos que estaban en su botica consultorio, padecíanhambre, no sé si de solo esa mañana, de días o de toda la vida, sacaba dinerode su bolso, y se los entregaba, dando una orden con mucha autoridad (muchomás que las ordenes que me daba) para que vayan primero a comer y queluego les atendería. Era muy prudente para hacer esto, puesto que se aseguraba de que nadiemás viera estos actos de conmiseración. Sabía que esto podía ser mal interpre-tado y que un día su botica se vería rebasada de gente que acudía por ayuda,aún sin necesitarla. También aprendí que la gente buena sabe agradecer. Y conocí muchasbuenasgentes que volvían muchas mañanas. A menudo llegaba alguien tra-yendo su agradecimiento convertido en una bolsita con huevos, un saco defrijoles y hasta alguna vez alguna gallina. El doctor, con la prudencia que locaracterizaba, me decía que sea discreto al recibir estos dones de agradeci-miento. Para él era una forma excelsa de lo humanas que eran las personas.Que ellas no solo sabían recibir, sino también dar. Solo era cuestión de quetengan la oportunidad de manifestar su agradecimiento. Así yo recibía y lasguardaba tan rápido como pudiera. No debería quedar evidencia de ello y ha-bía que ser muy rápido. Salvo aquella situación en que alguien trajo algunasgallinas y yo no sabía dónde guardarlas y sí que fue un problemón para mí. Nosabía si iba a cuidar las gallinas o atender a la gente. Los enfermos iban llegando y al principio me detenía a observarlos y tra-tar de adivinar sus malestares. Unos llegaban con la cara hinchada, otros do-blados en dos, muchos con la mano en el vientre. Unos con un silencio sepul-cral y otros gimiendo insoportablemente de sus propios dolores de cuerpo. Noera casual escuchar alguno que decía: No quiero morir, no quiero morir. Otroscasos eran traídos en cobijas, unas 4 personas traían al enfermo, a manera deuna camilla improvisada. Unos llegaban acompañados de toda la familia yotros solitarios, como si no tuvieran un alma con quien contar. Las palabras pululaban indiscretamente, de los enfermos o sus parientes, yla mayoría estaba dirigida al doctor: ¿Me moriré doctor? ¿Tiene cura mi mal? 125

¡Sálveme doctorcito, sálveme! ¡Sé que ya no tengo remedio y solo vengoporque mi familia insiste! ¿Doctor iré al cielo si me muero? Ante estas dudasy certezas el doctor solía ser muy breve de palabras y se esforzaba por hacerbien su trabajo. Sí es que se podía hacer algo. No olvidaré aquel caso que llegó aquella mujer agarrándose el vientre ycon gimoteos difíciles de traducir. Llegó acompañada de otra mujer, su hijasupuse, y mientras la hija esperaba y luego fue atendida, volvió la mirada yquiso aproximar a la señora con el doctor, ésta ya no reaccionó. Había muerto.Esa fue la primera vez que la palabra muerte cobró vida en mi mente. Hastaaquel entonces la muerte era un nombre extraño y ajeno a mis preocupaciones.Y aquel día, en que tuve que ayudar a mover a la señora extinguida, era inevi-table no tocarla. Así fue como en aquel momento me aproximé a la muerte. Las enfermedades de aquel tiempo eran muchas, aunque no sabría decirsí eran más que las de ahora, lo que sí puedo decir es que la gente no conocíade ellas. No tenía idea de sus síntomas. Y muchos jamás habían conocido aun médico. En esos tiempos eran tan pocos los galenos y que tan solo podíanatender a otros pocos, que tenían posibilidades de pagar o ser atendidos en unhospital. La gente de esa época llegaba a saber de la enfermedad por su propiaexperiencia. Tenía que padecerla para entender que el cuerpo tenía sus con-tingencias y que, como una maquinaria, tenía su desgaste y sus desperfectos.Algunas veces, a pesar de haber sido atendidos por el doctor y recibir las me-dicinas necesarias, ya era tarde. En otros casos tendrían que lidiar los efectosde dichas circunstancias por el resto de sus días o en otros simplemente cesabael funcionamiento. Lo que sí había muchos sanadores, curanderos y brujos a los que acudíanlos enfermos. Y cuando estos no podían con los males del cuerpo, acudían ala botica, como última estación del vía crucis que seguían los enfermos y susparientes. Por lo general, ya era tarde para curar las enfermedades, puesto queestas se habían agravado o habían aparecido complicaciones y poco se podíahacer por el sufriente enfermo. Sumado a que no se habían curado, la economía de la familia había co-lapsado. Era tan complicado para un doctor atenderlos y mucho más no aten-derlos, cuando estos habían agotado sus recursos creyendo a los brujos y susmétodos. Supe después, que algunos, al haber pagado sus últimos ahorros ovender sus escasos bienes, habían quedado sin recursos y preferían esperaralgún milagro que, muy probablemente, no llegaría.126

Algo que siempre quedaré en mi retina fue que una amiga mía tenía pro-blemas en los ojos. Cuando éramos niños, jugábamos y ya tenía síntomas deque su vista no funcionaba tan bien. A menudo se tropezaba y caía. Nadiepensó, en ese entonces que el problema eran sus ojos. Ya cuando sus padres sedieron cuenta y lo llevaron con los médicos, fue tarde. Ya había perdido mu-cho de su capacidad de ver. Yo la veía por la calle y siempre nos saludábamosy hacíamos nuestra las pláticas. Luego un día despareció. Y después de muchotiempo, un día en la botica, vino y su mamá la traía. Al pasar por mi lado nome reconoció o mejor dicho no me vio, porque ya no veía. Y yo tampoco lasaludé. No sabía que decirla. Mis palabras se habían atrofiado para ese instan-te y solo me quede en un silencio que me sigue durando hasta hoy. Desde aquella vez pensé mucho en ella y todas las personas que adolecíande la vista. Que perdían la capacidad de ver. De haber nacido con unos ojosque les permitía mirar el sol, la naturaleza, la sonrisa de los demás. Y un díainesperado sus días se convertían en noches oscuras y se apagaba el sol y todoquedaba a oscuras. En ese tiempo no había cura para los ojos. Las boticaspoco podían hacer por ayudar a quienes tenían problemas en con su sentidode la vista. La intervención de personas que no eran expertos en el tratado deojos, agravaba los síntomas y muchos ya habían perdido la vista cuando llega-ban a la botica. Y, recuerdo, cuando vi a mi amiga, ella se veía muy triste y laspocas veces que a volví a ver, su tristeza seguía como constante de sus estadosde ánimo. Y también esa tristeza invadió mis cavilaciones. Aprendí, en esa infancia presionada por apurar los años y alcanzar la ma-durez, que en la pobreza y la ignorancia, entre la muerte y la vida, y en mediolas enfermedades, se esconde una forma sui generis de ver la vida: el mito.La gente que llegaba a cuestas con aquel pariente enfermo y tan enfermo, quedaba la impresión de que este llega para recibir la extremaunción. Esta era laevidencia de que no creían o no sabían de lo que podía hacer la medicina, losmédicos y los medicamentos. Que creían más en los sanadores, curanderos,brujos, y al ver el fracaso, con cierto escepticismo, llegaban a la botica. Aqueltiempo en el que poco o nada se podía hacer por los enfermos, era una formade sentirse fracasado, aún a sabiendas de que era tarde para salvar la vida aese enfermo anónimo. Probablemente la botica era el último lugar donde querían ir la gente delpueblo. Cuando había vida la gente acudía al mercado, a la plaza y hasta elcine. ¡Si, dije el cine! Ya en esa época había cine en Arandas. Cuando en unobrota la vitalidad, la palabra enfermedad no existe en su glosario. Y vive comosí nunca le llegará el mal a su cuerpo. Vive creyendo como si ese mecanismo 127

corporal funcionará toda la vida sin problemas. Aprendí, como en un rito deiniciación, que las enfermedades nos hacen inviable la felicidad. Estas fatali-dades del cuerpo podrían truncarnos nuestros mejores proyectos que aún nohayamos logrado consolidar, de cara a vivir plenamente. Por otra parte, sucedían los milagros. Esos milagros que uno desearía queocurrieran todos los días y con todas las personas: recuperar la salud. Habíapersonas desahuciadas, ateos de la vitalidad, mentes con el dogma de que nocreían en que se salvarían de la enfermedad y ya se daban por muertos. Todosellos que llegaban a la botica. Podría decir que en ellos obraba algún misterio,medicinas en medio, que les devolvía la vida. Y cuando eso sucedía, aquelera otro tiempo. Sucedía una primavera repentina que comenzaba a brotar portodos los poros de su cuerpo. La vida curada prometía bañarse de una verdeesperanza. Después de haber llegado a la botica, al borde de un precipicio, seiban optimistas y empezaban a creer que entre un lado y otro del precipicio,había un puente. Esos instantes el doctor no se cambiaba por nadie. Yo mequedé con esa imagen sonriente del galeno, que vivía en nombre de la felici-dad, mientras el rehabilitado y sus parientes agradecían infinitamente. He tratado de recopilar mis aprendizajes sobre el tema y esta es mi cose-cha: cuando la enfermedad mina el cuerpo la esperanza se hace raquítica ynos duele el vivir. Esto me ha ayudado a entender que la salud es necesariapara hablar llenos de esperanza. Y si tenemos esperanza, entonces podemosilusionarnos con la trascendencia. He visto recorrer personas, por la botica,a las que la enfermedad les haya derivado en una vida miserable y estrecha.En ésta a la felicidad le cuesta infiltrarse. A la vez y en contraste, han llegadopersonas que no se la creen que han vuelto a vivir. Y en esa resurrección sehan convertido en evangelistas de la buena salud. La vida podría ser un viaje placentero en un cuerpo saludable; pero siasola el padecimiento a nuestras células vitales, este vivir podría ser un viajeabsurdo a la muerte. Ahí, en esa imagen, la enfermedad son esos agujeros porlos que se escapa la vida. A raíz de ello es que mucho de lo que hicimos porla gente en la botica ha sido con la ilusión de que la gente llegue a la vejezenvuelta en una saludable alegría. Que esta estación esté llena de sus mejoresy felices instantes. La misma tiene mucho que ver con haber sido saludables.128





EL LOCO ANDA SUELTO



EL LOCO ANDA SUELTOEn mis inicios de ayudante de botica, mi trabajo era hacer de todo. Ya estaba limpiando y trapeando el piso. Lavando botellitas o insumos parapreparar los ungüentos, a acompañar en las compras lo que hacía falta parallenar los estantes de la botica, atendiendo en la misma tienda y si alguienaparecía, yo iba corriendo a avisar a la señorita que atendía. Era una especiede mil usos. Y poco a poco, con el correr de los años, me fui haciendo parteimportante de la botica. Siempre que el doctor me enviaba por los mandados, pasaba por la plaza,que como siempre, era un paisaje lleno de personajes variopintos. Yo podíaquedarme horas en allí; pero no podía, pues ya no era libre y tenía que darcuentas a quien me había contratado. Y en esa maraña de individuos, habíaun personaje que me llamaba la atención. Uno que, a menudo, solía estar soloy en silencio. Ya posteriormente caí en cuenta de que no estaba en silencio,sino que estaba hablando en voz baja, muy bajita, con alguien que no estabaallí. De ello pude darme cuenta aquella mañana que pasé muy cerca de él ytenía mucha curiosidad por entender lo que decía y apenas pude escucharunos balbuceos. Y en ese intento de escuchar, no caí en cuenta que me habíaaproximado demasiado y él personaje se dio cuenta. Y de repente sentí una mirada de enojo y agresiva. Había violado su inti-midad. Nunca, hasta ese entonces, alguien me había mirado con rencor. ¡Measusté! Y me fui casi corriendo. Con algo de susto llegué a la botica y memetí rápido. Y no sentí el regaño del doctor, pues era más el susto que habíarecibido instantes atrás, que el regaño que recibí, por llegar tarde y no llevartodo lo que tenía que llevar. Y para olvidarme de mis abstracciones, me pusea trabajar. 133

Con el vivir del tiempo, comencé a entender este era nuestro loco. Y quecada pueblo tenía su loco. El loco de Arandas era él. Claro que cuando lo co-nocí, solo era un hombre ermitaño y sin nombre. Tendría unos 30 años. Solo,siempre solo, en la plaza. Era inofensivo; pero todos guardaban distancia deél. No se sabía de su familia quizás no había nacido en el pueblo. O quizás sí.Posiblemente su familia no quería saber de él. Todos esos argumentos eran in-fundados. Nadie sabía a ciencia cierta el origen de aquel hombre que se habíaperdido en su propio silencio. De lo que sí estaría seguro era que este hombreno tenía amigos. Vestía ropa vieja y sucia. No era amigo de la higiene. Su rutina era estarvarias en la plaza y mirando el vació. Y en otros momentos se ponía a caminary se aproximaba a los lugares donde venden tortillas o comida. Y, sí de algo sepuede presumir, es que en el pueblo nunca, nunca faltó la gente generosa. Y élsiempre tenía comida, aunque, al parecer, la generosidad no siempre llegaba acubrirle el cuerpo de ropa. Muchas veces estaba ausente y, supongo que mucha gente como yo, sepreguntaba dónde estaba. Nadie sabía; pero como ninguna persona estabaobligada a buscar las respuestas a dichas preguntas y la cosa pasaba al olvido.Pasados muchos días volvía a la plaza el loco. Claro que tenía nombre y luegome enteré y supe que se llamaba Mateo. Cuando Mateo volvía a la plaza, esta-ba muy delgado y tenía un rostro triste y ausente. Si bien, no mostraba alegría,al menos se lo veía tranquilo y con eso ya teníamos suficiente para entenderque la felicidad, también era una experiencia de la que él participaba. Después de un tiempo había olvidado el incidente y estaba atendiendola botica, pues ya algunas veces me dejaban a cargo, no tanto para atender,sino para decir: Espere, por favor, el que atiende volverá en unos minutos.Por favor, siéntese que ya llegará el doctor. Y ya luego volvía a mi rutina detrabajo. Y luego de repetir esto como si fuera un robot parlante a la primerapersona que atendí, me da la vuelta y estaba limpiando los pistilos botánicosy los morteros galénicos. Y mientras hacia mi rutina, sentí que alguien a misespaldas me miraba. Raudamente volteé y descubrí que Mateo, el loco, estabaahí parado en la puerta y, a la vez, miraba el estante con frascos. Parecía tanatento y en plena contemplación, tanto que no se dio cuenta que yo lo estabamirando. Y, por mi parte, no podía repetir el rollo que había aprendido, puesél no estaba allí precisamente por un problema de salud y demandando algunamedicina. Y ya después de unos segundos o minutos, el excéntrico voltea lamirada y me mira. Con suavidad pronuncia la palabra: - …..enfermedad…..muerte. Luego se marchó.134

Yo quedé perplejo al verlo, al escuchar esas 2 palabras. Nunca olvidaréese momento. No puedo decir que me asusté, puesto que a esas alturas yo yahabía entendido que el loco era un personaje tranquilo y nunca nadie habíareportado que Mateo haya atacado o hecho daño a alguien. Y aquella tarde,cuando apareció por la botica, ya no era extraño verlo, aunque nunca habíallegado a las puertas de la farmacia, como ahora. Y luego de que desapareció,yo volví la mirada aquel punto donde había estado mirando el perturbado. Si bien, hasta ese entonces, todo me parecía normal y sin un sentido es-pecífico. Solo veía frascos y botellitas de diverso tamaño y color. Hasta eseentonces no me había percatado de los detalles. Tamaños, colores, contenidos,tapas, formas de acomodo, lugar en el estante. Mientras miraba, con la mismacuriosidad del loco, aquellos frascos, las palabras que Mateo dijo, volvierona ser pronunciadas por mi boca y en silencio: Enfermedad, muerte. Jamásimaginé que esas palabras me acompañarían siempre y cambiarían el rumbode mi vida. No hablaba de sí mismo. Él nunca contó su vida. Nadie sabe cómo llegóa Arandas, puesto que no era del pueblo, porque aquí todos nos conocíamos ynadie escapaba a la boca de la gente. En cambio él era un verdadero misterio.Quizás ahí radicaba su secreto que se preguntaba, cuando pasaba por su lado¿Quién era este loco que estaba ahí? ¿Qué historia tenía? ¿Por qué le preocu-paba tanto el sufrir y morir de los humanos? Ya luego de aquella escena, Mateo y yo nos mirábamos con confianza. Noéramos amigos; pero no me daba miedo pasar por su lado, Cuando le contéa mamá lo que me había ocurrido aquella tarde, mencionando que Mateo mehabía visitado en la botica, ella dijo que no tuviera miedo del pobre hombre.Y además me dijo: - Como evidencia de que has perdido el temor, quizás debería llevarleestos taquitos. Mamá siempre afirmaba que la comida compartida tenía más sabor. Y eneso recordó a Mateo e inmediatamente me dio una bolsita con los tacos pro-metidos y me dijo que podía llevarle a mi amigo. Yo no tenía ningún problemay se lo llevé. Y cuando lo vi en la plaza, me aproximé con cierta desconfianzay cuando estaba a punto de entregarle los tacos, él me arrebato de la mano lacomida y se puso a comer. No estaba para protocolos. Tenía hambre, segurode todo un día o días, y solo quería comer. Y yo no tenía nada que hacer allí,entonces me da la vuelta y me alejé. Y mientras me alejé, entendí que había-mos empezado a ser amigos. 135

Aquel tiempo reflexionar sobre la locura inundó mi mente. Me imagina-ba que el trastornado tenía una mente desconectada de la realidad, con unasideas fijas sobre algo. Nadie cree, nadie escucha y nadie entiende que existe elloco. Que éste tiene su propia versión de la vida. Mateo era un hombre que sehabía salido del libreto, el no afirmaba ninguna verdad, solo tenía preguntas.Seguramente esas preguntas, en su ayer eran verdades que ahora sonaban ensu mente como dogmas. Este loco de Arandas era un personaje lleno de de-lirios, fantasías, alucinaciones, cuyo fondo era el miedo a la muerte y veía alas enfermedades como un signo, un anuncio de cuan próxima se encontrabala muerte. La vida era un asunto que, muchas veces pendía de un hilito, del-gado que sí el hombre la forzaba demasiado, seguro se rompería. Pero Mateo,además, era un ser dulce y bueno, que había sido atrapado por la oscuridad desueños disueltos en la soledad. Y cómo estos hicieron frágil su vivir de cadadía. Y este su vivir de cada día, era una forma de rebelarse ante la vida. Se-guro que sus pensamientos también albergaban la desobediencia o la rebeldíacontra algún orden establecido. La historia de Mateo tiene muchas versiones. Algunas presumen de cono-cer casi toda su vida y las palabras de las personas que la cuentan, la hacen tano más verosímil que la misma realidad. Mientras cuentan, yo me pregunto enqué lugar estaban agazapados, mientras sucedía aquello que contaban, puesa esos relatos solo les faltaba el audio y los colores para ser completos. Otrasvoces son más cautas y decían que ignoraban quién era y de dónde vino. Solose apareció un día y ya nunca más salió de la plaza de Arandas. Y están otrosque tienen silencio y miedo, piensan que detrás, en el corazón del loco, segu-ramente habita un ser maligno y deberían exorcizarlo. Yo concluí que el loco, sabía lo que decía. Podría afirmar, sin temor, a queera el único que estaba seguro de las cosas. Yo nunca había escuchado que alos locos podía curárseles. O que la locura era una enfermedad de la mente ydel alma. Menos que había un hospital para locos. Y, como yo, todos vivíamosesa forma de mirar al loco: un ser sin remedio y destinado a vivir en absolutasoledad. Ya después de que yo le invité la comida a Mateo, el me miró con con-fianza y pude aproximarme a su mirada. Algunas veces me miré en sus ojos yquise que él se mirara en los míos; pero no fue posible. Y en ese mirarme, tratéde escudriñar aquel interior, tan profundo y misterioso, a mi entender, quetenía en su alma Mateo. Y en ese esfuerzo llegué a entender que el escuchabavoces. Y eso lo constaté cuando a veces se quedaba en silenció y se ponía enuna actitud de quien estaba escuchando atentamente y se abstraía del medio.Hacia como si se cubriera los oídos y a pesar de ello los gritos de su interior136

le taladraban su sentido de escuchar. Nunca supe sí estas voces eran malaso buenas; pero creo que eran más lo primero, pues era común que estuvieratriste o enojado y eso tenía que ver con las voces que sonaban dentro de él.¿Quién le hablaba? ¿De dónde eran esas voces? ¿Por qué le hablaban? Solohabía preguntas en el espacio y cuanto más me preguntaba, mayor era el murodel misterio que se levantaba entre nosotros. Ya tiempo después entendí que mi aproximación hacia él estaba media-tizado por el silencio, el me abría las puertas de su yo y esto lo constabapor su amabilidad que emanaba de sus ojos. Y cuando no era bienvenido, suindiferencia era elocuente. Su amabilidad era la serenidad y alguna miradaperdida hacia mí, de vez en cuando. Y, justamente, en esos instantes en losque no había voces en su interior, era ideal para aproximarse a él. Y, despuésde observarlo un buen tiempo, aprendí cuándo debo visitarlo y cuando no. Sucaminar tenía un circuito definido: lugares y horas determinadas. Su caminarde cada día lo hacía por las mañanas y creo que esto tenía que ver con saberque el mercado aún tardaba en abrirse. Cuando la gente comenzaba a invadirese centro de intercambio comercial, a eso de las 10:00, él sabía que había queaproximarse allí para conseguir lo que necesitaba. Y mientras tanto él cami-naba por el parque, daba su recorrido por el mercado y buscando una manoamiga que le dé algo de comer. Observaba metódicamente, quién sabe qué. Yluego de detenerse un poco, seguía su caminar. Podría jurar que parecía un reloj. Todos sus movimientos calculados yestaba en algún lugar casi a la misma hora de casi cada día. ¿Cómo le hacíapara eso? Y yo que tenía un reloj que lo había comprado, justamente para nollegar tarde al trabajo; apenas lo conseguía. Pero él siempre puntual. Salvoaquellas veces que alguien lo distraía y se tardaba un poco, o se ponía furioso.Deduzco que él entendía que la salud también provenía de que uno debía estaren armonía consigo mismo y esto tenía mucho que ver con que alguien debíacumplir su propia promesa. Y los planes que uno hacía para su día, eran partede esta misión de ser felices consigo mismo. De lo que sí puedo estar seguro,era que a él le gustaba el mitote. ¿De qué otro modo es posible explicar quesiempre estaba en los lugares donde había multitudes? Su vestir era simple y mugroso. Claro, que a él no le preocupaban lasapariencias, en un pueblo donde para todos era importante la presentaciónpersonal y de ello les venía parte del prestigio. Él era todo lo contrario, siem-pre navegaba contracorriente; pero como era loco, no marcaba esa diferenciay a nadie le importaba lo que hiciera Mateo. Si bien le regalaban ropa, aunqueno siempre los zapatos. Por eso traía unos zapatos destrozados y ya no teníasuelas. Y otras veces caminaba descalzo. La ropa se la daban las señoras de 137

la parroquia, que siempre estaban atentas para ayudar a las personas. Aunqueesta agrupación de la parroquia se especializaba en niños que se quedaban sinpadres, en los damnificados de alguna catástrofe climatológica, cuando unamadre se quedaba viuda y con muchos hijos o algunos ancianos que aparecíanperdidos en la calle y nadie parecía ser su pariente. Pero en la lista de priori-dades del grupo de señoras no estaban los locos. El invierno era muy duro y cruel con este pobre hombre. Por ello convencía mamá que debíamos ayudarle a encontrar ropa abrigada para que no sufrade las bajas temperaturas y periódicamente llevarle algún atolito y unos tama-litos calientes para que pueda mitigar su hambre. Su salud dental la traía muydeteriorada, aunque yo dije a mamá que había que ayudarle y sacarle algunosdientes, pues yo notaba que muchas veces que le dolían, se agarraba el cache-te y miraba el suelo con mucha tristeza. Mamá me había dicho que aunquequisiéramos, no podríamos ayudarle, pues los locos no saben de esto. Seríaimposible ponerle en la silla para atenderle. Era muy fuerte y hasta podríamossalir lastimados. No tener conciencia de las cosas que le rodean a uno, significa tener con-ciencia sobre otras cosas que están dentro de sí. Uno está tan concentradoen eso que hay en sus entrañas, que lo que está fuera ya no importa. Hastaes posible que dentro de Mateo moren personas imaginarias que, quién sabecómo llegaron allá; y que se quedaron a vivir. El ignora totalmente todas lasvoces, las miradas, el caminar y aproximarse de los otros. Salvo aquellos queson amigos y le llevan algo de comer o vestirse. El mundo exterior a sus emo-ciones no existe, salvo como un medio para satisfacer su hambre, frio u otranecesidad primaria. Para mí fue una enorme curiosidad, y aún lo es, de lo que es esto de lalocura. O, ¿los locos somos nosotros, que desterramos a los que creemos queestán descocados? De ser así, entonces, ¿quiénes son ellos? Mateo, como tan-tos otros personajes desterrados de la realidad, no sabía obedecer las normas,es más, quizás ni siquiera existían para él. ¿No tendrán razón en esa forma derebeldía? Entendí, gracias a Mateo, que cuando uno está loco, experimentala peor clase de soledad…..aunque puede no estar consciente de ello. Mateotenía una enorme hipersensibilidad de la enfermedad como una antesala delmorir. Era prisionero de su propia cárcel. Todas las paredes de su reclusorioestaban tapizadas de aquello de lo que huía. Su misma vida cotidiana estabadesconectada de otros personajes de la vida real. Él solo veía lo que los dicta-dos de su mente lo señalaban. Con el tiempo, casi a nadie le importaba el loco.Solo era un objeto por el que los buenas gentes podían demostrarse a sí mismoque eran buenos cristianos y ayudándolo con comida y ropa.138

Todos sabían de su discurso de cada día. De que era un loco inofensivo yse pasaba todo el tiempo, como un disco rayado, a hablar sobre la enfermedady la muerte. Unas veces repetía palabras poco entendibles y otras se poníacomo a la defensiva, como si la misma muerte, con su guadaña, estuvieraqueriendo acosarle. A medida que el tiempo clavaba su rutina en una eternidad insondable, losdías transcurrían y en el que la única constante era que el sol siempre salía.En medio de la gente, todos pasaban de largo ante el loco, en cambio yo, sa-bía que estaba ahí, siempre fue como un grito silencioso que me interpelaba.Por ello cuando pasaba junto a él, desaceleraba mi caminar. Algo así como síquisiera escuchar su silencio que gritaba. Este hombre comenzó a significarmucho en mis reflexiones. Aunque para el resto de los mortales, solo era unacosa que se movía y estaba ahí. Algo que se oxidaba, acababa poco a poco yante nuestra mirada pasiva. A diferencia de los demás mortales, alguien sepreocupa y ocupa de alguien. Acá en cambio, era un abandonado que vivía delmodo más desadaptado de la sociedad. Parecía que Mateo estaba clavado a ciertos lugares del pueblo y su ruti-na era clásica, en el sentido de un círculo sin salida. Quizás como aquelloscastigos de los dioses del Olimpo, cuyas tragedias hacían que las punicionesdespiadadas eran unos círculos lacerantes, que nunca dejaba de girar y enel mismo sentido. Era, quizás, el único en el pueblo que no tenía hogar. Eselar en el que uno es pleno de identidad y así se lo hacen sentir sus próximos.¿Qué podrá sentirse cuando uno no pertenece a ningún lugar? ¿O quizás él erael dueño del pueblo y nosotros no lo sabíamos? Él sabe de los detalles de loslugares donde acude. Todas sus horas pertenecen a esos pequeños espacios yes consciente de sus colores, olores, formas y fantasmas que podrían morar enél. Solo Mateo podría dar cuenta de ellos. Eso quizás yo nunca pude entenderlo, puesto que nunca he estado loco.Esas son las limitaciones del misterio humano, a las que nuestra cordura, nun-ca podrá permitirnos alcanzar. No se trata de algo que esté al alcance de lasneuronas o la lógica. Nadie tenía esperanza en Mateo. A veces me pregunto siuno debe creer en los locos. Sí estos perturbados tienen su propia verdad quenos ayude a entender mejor el mundo y asumirlo. Yo empecé a pensar muyseriamente este asunto y aún sigo en estas cavilaciones……quizás me lleveesta duda existencial fuera de este mundo. He estado años tratando de des-cifrar dicho enigma y no he logrado avances. Tal vez la vida tiene misteriosinsondables que, en nuestra condición de humanos, jamás podremos descifrar.Me resisto a creer esto último. Yo seguiré mirando la locura de Mateo como 139

un mensaje que pretendió decirme algo, alertarme sobre algún peligro, que escomo una invitación para que mire de otro modo la vida. En fin, me resistoa descalificarlo de este mundo y, estoy seguro, de que él sabe lo que es y loque dice. Yo creo que más bien, es la sociedad de ese tiempo, que se mentíaa sí mismo cuando definía la locura de Mateo, porque lo miraba desde susesquemas mentales demasiado simples. Ellos entendían que los problemas deMateo no eran de este mundo. A diferencia de ellos, yo sí creía que la enfer-medad y la muerte, sí son problemas muy existenciales. Al tiempo de caer en cuenta que la preocupación suprema del loco erael sufrimiento, como anuncio del morir, la gente comenzó a esquivar al loco.Cuando tenían que pasar por donde estaba él, hacían una vuelta y cuanta me-nos aproximación tuvieran a él mejor. Podía adivinar que la gente tenía aver-sión al sufrimiento y, por ende, a la muerte. Por ello cuando esas palabras eranpronunciadas por el loco, el eco laceraba los oídos de quienes estaban cercay lo escuchaban. Él era como un profeta que alertaba que si podíamos evitaraproximarnos al dolor del sufrimiento, al de la muerte, que eso nos hacíatanto daño, que activaría nuestros miedos. Ya con mucho miedo, podríamos,paradójicamente, beber el veneno que evitamos. Y el eco de esa voz me sigue.Aún en este tiempo. El silencio de Mateo me enseño que la muerte puede no ser de uno solo deuno. Al morir uno arrastra algo de su comunidad y por ello el morir es, tam-bién, un asunto social. Y el principio de la muerte es la enfermedad. Aprendí,de estar junto a él, que la muerte nuestra se está convirtiendo en una muertepequeña. Fruto de una circunstancia vana y amarga. Esa muerta pequeña esaislada y narcotizada, que sucede en algún lugar de casa, en un rincón dehospital, si se tiene suerte. Uno asiste a su diminuto propio morir, triste y des-esperanzado. Cuando uno piensa en morir, y al hacerlo sufre mucho, la vidase desatiende y por ello esta podría no saber a nada. Es un morir en solitario yhaciendo de éste un acto trivial. Así es como podemos transformar a la muerteen un acto minúsculo y desprovisto de gloria. Infaustamente esperado y unsuceso irrelevante para el universo. La muerte pequeña, fruto del miedo, seráun partir sin que acontezca la simbiosis con el cosmos. Cuando esta muertepequeña nos atrapa, entonces se levanta contra nuestra voluntad y nos privadel ser y, por ende, la vida se convierte en un estar desprovisto de significadotrascendental. ¡Mateo era un evangelista que pregonaba la muerte grande, fruto del amora la vida! Una muerte serena y saludable de espíritu, aun a pesar de que elcuerpo tiene su propio ocaso. Poco pudieron entenderlo sus contemporáneos.140





UNGUENTOS, ANTIBIOTICOS Y MEDICINAS CASERAS



UNGUENTOS, ANTIBIOTICOS Y MEDICINAS CASERASAquel lugar llamado botica estaba repleto de matraces, pinzas, botellas, frascos, morteros, botes y una hornilla. Cada uno de estos instrumentosera parte del mosaico del boticario. Sin estas herramientas el especialista nopodría luchar contra las enfermedades, que eran los ejércitos invisibles de lamuerte. Un boticario era quien estudiaba las propiedades de los insumos que seríanparte de los remedios que se ofrecerían a las personas que acudían a demandardicha medicina. Por lo general, en Arandas, los boticarios eran médicos que alver la necesidad de medicinas, ellos mismos incursionaban en su fabricación.Aunque de manera improvisada recomendaban y recetaban pócimas; en algu-nos casos daban resultados y otras veces no. En Arandas hubo algunos doctores que se convirtieron en alquimistas,gracias a sus habilidades pudieron atender esta parte de la medicina. Justa-mente porque no había quien se hiciera cargo y, por otra parte, los pacientessin medicinas podrían morir. Así es como empezaron a surgir algunas boticasque luego se hicieron famosas en la región. El doctor era un estudioso de temay un hombre con enorme disciplina para este rubro de la farmacéutica. El au-torizado para ejercerlo. Si bien no era especialista en el área, sus conocimien-tos de la salud humana fueron la base para cumplir dicha tarea. Aunque quienpodría hablar de especialistas en aquel tiempo, pues la única especialidad quecontaba era la experiencia, eslabonada a la vocación por aprender. En la botica en la que trabajaba, como en las otras, se atendían a todashoras. Razón por la cual algunas noches tenía que quedarme a hacer guardia.Y mucho más en aquellos tiempos de violencia entre los cristeros y los fede- 145

rales. Cualquier hora y noche deberíamos estar preparados para recibir a losheridos o simplemente los traían muertos para que llamáramos al cura y ésteles diera la extremaunción. Claro que esto era tratándose de los Cristeros,pues sí las víctimas eran los federales, no sé cómo operaba este asunto paraotorgar el permiso de ingreso al paraíso. En todos estos casos el doctor mehabía dado instrucciones que les abriera la puerta e inmediatamente fuera abuscarle, cualquiera sea la hora. Las boticas de aquel tiempo, eran parte o más bien un accesorio de la casadel médico. Este lo adaptaba a su conveniencia. Así que no era difícil encon-trar al doctor, cuando la emergencia así lo solicitaba. Se podría decir que lasboticas eran como laboratorios experimentales donde se ensayaba con muchorigor y los conocimientos suficientes sobre la física, la química y biologíahumana, lo que podría ser el medio para la curación de los cuerpos enfermos. Así fue como la salud de la gente estuvo depositada en manos de médicosy boticarios. Si bien esta era ejercida empíricamente, existía lo que se llamabael protomedicato, junta constituida en la ciudad de México. La misma regiapor leyes y normas convencionales la práctica de la farmacéutica. El objetivode esta institución era cuidar el buen ejercicio y enseñanza de la medicina;vigilar la higiene, la salud pública así como la preparación de remedios. Y siempre que visitaban Arandas, y más propiamente nuestra botica, todoera un mar de nervios y cuidados extremos. Claro que ellos se aparecían cuan-do menos uno lo esperaba, por eso se llamaban visitas sorpresa, aunque estas,especialmente para mí, eran visitas de terror, puesto que a duras penas disi-mulábamos nuestro miedo ante aquellos especialistas. Éstos eran demasiadoserios y nunca sonreían, daba la impresión de que disfrutaban de ver sufrir alos examinados. Ante ellos galenos y boticarios deberían demostrar lo quedecían saber y ante las leyes y sus normas que regian. Al final de la visita y viendo que nos había ido bien, el doctor nos daba unpequeño permiso para que pudiéramos llegar un poco tarde al día siguientey hasta nos invitaba un pastel, a manera de celebración por lo bien que noshabía ido con el protomedicato. Todo esto significaba que nuestra botica es-taba en cumplimiento de las normas profesionales de la actividad médica y,por lo tanto, podía tener vigente la licencia para ejercer esta profesión. Eso enpocas palabras, al menos para mí, significaba que podíamos seguir atendiendoa la gente y yo podía seguir trabajando y así ganar aquellos pesitos que eranmuy necesarios para nuestra economía familiar. Quizás el doctor lo entendíade otro modo, como que podía seguir atendiendo a la gente que acudía a labotica, pues en no pocos casos, el asunto que les llevaba hasta nosotros, erade vida o muerte.146

Nuestra botica estaba abierta al público desde las seis de la mañana hastalas diez de la noche. El preparado y la venta de medicamentos, obligaba a quela estructura de las boticas debían contar con tres espacios: un obrador, unarebotica y la botica propiamente dicha. La botica era el lugar donde se aten-día a los clientes y ésta daba a la calle. En la parte posterior, se encontrabanla rebotica y el obrador. Este último era una especie de laboratorio donde sehallaban alambiques, prensas y otros aparatos para la elaboración de los medi-camentos, así como envases que contenían la materia prima almacenada y quedebería estar al alcance para el preparado de los medicamentos. En la rebotica se almacenaban los preparados productos de las operacio-nes de extracciones, cocciones y pulverizaciones hechas en el obrador segúnlas prescripciones de la farmacopea. A éstos se les daba el nombre de prepara-ciones oficinales y tomaban la forma de aceites, aguas, extractos, alcolaturas,pastas, pomadas o polvos. Cuando llegaba un cliente a la botica y no habíala medicina que demandaban inmediatamente se daba la orden para su pre-parado. Entonces se mezclaban las medicinas necesarias. Se preparaban losjarabes, se hacían las píldoras, se separaban los polvos en papeles, etcétera,según las especificaciones que hubiese dado el médico. A estas preparacionesse les daba el nombre de medicamentos magistrales. La elaboración de los medicamentos en ese tiempo era un asunto al quepocos se dedicaban, si bien había varias boticas, no todas estaban involucra-das en la fabricación de medicinas. Los requisitos eran exigentes y uno deellos era que deberían tener formación en salud y ser médicos. Por ello losmédicos tenían la autoridad más suficiente para ello. Era necesario asegu-rarse de que la preparación de los medicamentos tenga calidad de eficaz. Yesto era mucho más importante y solo se podía probar con la curación de lapersona enferma. La fama de los boticarios de Arandas era conocida. Por susfrutos eran conocidos y una de los medicamentos más demandados era el dela normalgina, muy famosa en la región. Esta era utilizada contra los doloresmusculares cuerpo cortado, gripe y resfriados. También estaban las pastillasantibiliosas, la sallaxohepatica, el antiflogidollas gotas finatos, el galatologo.Todos estos nombres eran difíciles de pronunciar; pero muy famosos y podríadecir que en Arandas la farmacia estaba muy avanzada. Incluso muchos deestos medicamentos llegaban hasta el mercado de Guadalajara. Toda mi experiencia de boticario lo conseguí, por obra y gracia, del tra-bajo y atención a las personas que demandaban. Era un trabajo cotidiano ycon el tiempo uno aprendía los nombres de los medicamentos y sus bondades. 147

¡También sus efectos colaterales o también qué sucedía cuando el paciente seequivocaba al suministrarse el mismo! Claro que el título de boticario lo otor-gaba el Protomedicato. Aunque para obtenerlo era necesario haber realizadouna estancia de aprendizaje de cuatro años en una botica y demostrar ciertosconocimientos de botánica, química y anatomía durante un tiempo, si mal norecuerdo. A esta edad, la memoria es canija y le juega malas pasadas a uno.Ustedes me comprenden ¿Verdad? El doctor se encargaba de que estas habilidades fueran desarrolladas y queyo, como los otros que trabajaban en la botica, fuéramos capaces de ocupar elcargo que se ofrecía. Ocasionalmente nos tomaba un examen por el que de-bíamos demostrar, mediante las explicaciones, las propiedades de las distintasmedicinas que se vendían en la botica. Aunque sabíamos, por experiencia, deestos menesteres, él se encargaba de hacernos difícil el asunto. Estoy seguroque eso era para que nos tomemos en serio este oficio. Quiero creer que el in-tuía o quizás era futurólogo, al entender que esto podía ser nuestra profesión.De lo que sí yo estaba seguro era que quienes trabajábamos con él debimostener cierta vocación por la salud de las personas. Una botica necesariamente debía contar con un farmacéutico o un médicoresponsable. Éstos eran los únicos facultados para ejercer la profesión y eranlos responsables de las boticas ante las autoridades. Así lo entendía el doctor yasí lo ejecutaba. Siempre se aseguraba de que supiéramos bien del oficio paraestar ahí. Y que durante el despacho de medicamentos no hubiera equivoca-ciones. Eso era un asunto de alto riesgo, en ciertos casos. La confección de los medicamentos era vigilado rigurosamente por elgaleno. Eran unas operaciones manuales cuyas formulas y dosis eran clavessecretas y solo el doctor las conocía. Aunque a simple vista, siempre me pare-cieron el resultado de una serie de operaciones manuales simples, pero no porello consideraba este oficio como un mero trabajo manejable. Con el tiempo ycuando ya me toco hacer tarea similar, entendí que estas fórmulas y dosis eranasuntos mucho más complejos. Siempre que podía, el doctor estaba atendiendo personalmente a los queacudían a la botica. El entendía que como responsable, la cosa no era soloproporcionar los medicamentos para los enfermos, sino de asegurarse de queestos estaban pidiendo lo correcto, que si les iba a servir la medicina, encon-trar alguna solución en caso de que no tuvieron para pagar. Aunque más alláde los asuntos de precisión técnica, yo veía en él a un humano atendiendo aotro humano. Deduzco de su modo de pensar, que él estaba seguro de que lasanación de los enfermos, comenzaba por hacerles sentir bien. Les mirabalos ojos y quería hacerles entender que se los atendía dignamente, porque de148


Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook