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Antologia Ariza2

Published by magnoliabelen1, 2020-08-12 05:37:43

Description: Antologia Ariza

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ELIGE TU PROPIA AVENTURA - GLOBO AZUL - 2 LA CASA ENCANTADA R. A. MONTGOMERY Ilustraciones: PAUL GRANGER TIMUN MAS

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La casa maldita Ricardo dMe MaórniicñaoCa;hu.é, Ilustraciones

La casa maldita Ricardo Mariño Ilustraciones de Monica Cahué loQueleo

Capitulo 1 Si uno se deja llevar por el título, la casa estaba maldita. Se trataba de un anti­ guo caserón construido quién sabe cuándo a orillas de un camino que con el tiempo se fue cubriendo de malezas, ya que nadie se animaba a transitar por allí. Hacía mucho que la gente evitaba pasar por sus inmediaciones y quienes recor­ daban la vieja edificación -parroquianos del almacén, viejas exageradas, gente gustosa de agrandar cuanto oían- hablaban de extraños movimientos de siluetas en el segundo piso, puertas que golpeaban estrepitosamente y chillidos abominables, inhumanos, que aun a la distancia ponían carne de gallina y aterrorizaban al testigo ocasional.

Se decía que allí continuaba “vivien­ do” la siniestra familia Vanderruil, que había morado en la casa hacía más de sesen­ ta años. No faltaba quien asegurara haber visto al menor de los Vanderruil, el joro­ bado Victorius, caminando en compañía de su feroz mastín, el perro desaparecido el día que enterraron a su dueño. Había también un vecino que juraba haber visto al viejo Vanderruil azotando a su esquelético caballo en las cercanías de la casa maldita y hasta decía haber escuchado las estridentes carcajadas del anciano, las mismas siniestras risotadas que los más antiguos del pueblo -juraban- le habían escuchado alguna vez. Así comenzaba el relato. Después, al escritor se le ocurrió hacer que un niño de once años fuera una noche a investigar la casa, acompañado por una amiguita de su misma edad. ¿Por qué esa desagradable determinación? ¿Por qué meter



a dos criaturas en ese sitio espantoso en lugar de recurrir por ejemplo a una docena de los hombres más fuertes del pueblo, armados con elementos adecuados? Y, sobre todo, ¿por qué de noche? ¿Qué le costaba al escritor, si de todas formas se trataba de un cuento, hacer que el niño fuera en compañía de toda su pandilla y durante una mañana luminosa y radiante? Pero no. El niño se llamaba Aldo Osvaldo Basualdo y era el hijo número 32 de una familia dedicada a la cría de codornices gigantes de Moldavia, cuyos huevos comer­ cializaba con... El escritor releyó el párrafo y decidió efectuar algunas correcciones:

Matías Elías Díaz llevaba por nom­ bre el rapazuelo y era el hijo único de una familia que a la entrada del pueblo tenía una casa de ventas de anclas para embarca­ ciones de gran calado. Como tratábase de un pueblo mediterráneo al cual ni siquie­ ra rozaba un riacho menor, la familia del pequeño Matías se encontraba sumida en la pobreza. Durante días los Díaz no pro­ baban bocado y, mientras esperaban el día en que acertara a entrar al negocio alguien interesado en las anclas, entreteníanse escu­ chando el angustioso ruido de sus estóma­ gos hambrientos... Los lectores -pensó el escritor-, con­ movidos por la penosa situación del niño protagonista y su familia, no van a prestar atención suficiente a la extraña aventura en que se vio comprometido el muchacho. Decidió, entonces, cambiar algunos ele­ mentos de ese párrafo.

Como tratábase de un pueblo medi­ terráneo al cual ni siquiera le pasaba cerca un pequeño arroyito, el negocio de la fami­ lia Díaz gozaba de notable prosperidad. Dado que jamás se había visto por allí un barco, todo lo relacionado con la navega­ ción era adorado por la gente de la zona. No había en varios kilómetros a la redonda quien no hubiera adquirido un ancla al padre de Matías (el viejo Matías Díaz) para luego colocarla amorosamente en medio del jardín o en un rincón del living. El pequeño Matías iba a la escuela por la mañana. Al lector le interesará saber que en el momento de esta historia el niño terminaba de cursar el último grado de la primaria tras padecer por nueve meses a una maestra apodada “la Cocodrilo”. Por la tarde el niño ayudaba en el negocio de su padre: confeccionaba el lista­ do de precios de las nuevas anclas, pintaba pizarras con la ofertas del día que luego colocaba en la puerta del establecimiento, o

bien iba a cobrar las cuotas a los clientes que habían adquirido anclas mediante el venta­ joso “plan de ahorro previo”. Fue precisamente en una de esas oportunidades en que andaba de cobranza en su bicicleta cuando avistó la “casa maldi­ ta”. En ese momento no se animó a acercarse pero sí tomó la resolución de hacerlo al día siguiente acompañado por su fiel amiguita Irene René Levene. Conocía perfectamente a Irene: aunque la idea la aterrorizaba, igual aceptaría acompañarlo con tal de no demos­ trar debilidad. Al día siguiente, al atardecer, cuando Matías Elías Díaz terminó de ayudar a su padre, él y la amiga montaron en sus bici­ cletas rumbo a la “casa maldita”.

La autora Angela Sommcr-Bodenblttg nació en 1948, en una ciudad alemana llamada ReinbeK. Curso estudios de Edu­ cación. Psicología y Sociología en la Universidad de Ham- burgo. lín esa ciudad, fue maestra durante doce años. A partir de 1984, ::c dedico solamente a la escritura y a la pintura. Desde 1992. vive en el sur de California (Estados Unidos). El texto Muchas veces, cuando estamos enfermos, nos aburri­ mos y nos sentimos molestos... hasta nos ponemos ca­ prichosos. Y, entonces, tenemos ganas de que nos mimen para sentirnos mejor. ¿A quién no le gusta que, abrigadi- to en la cama, le cuenten un cuento? Pero... ¿si esa his­ toria da miedo? En el libro Sí quer&í paMr miedo, se cuen­ ta la historia de Florián, que está en cama, enfermo. Su mamá, su papá, la abuela y hasta el medico le cuentan historiasdemiedo. Los invitamos a conocer uno de los terroríficos epi­ sodiosdeeselibro.

barbara Florián estaba enfermo desde hacía dos semanas. Tenía una pierna lastimada y tuvo que quedarse en cama. La herida picaba y, cuando su madre le cambiaba la venda, dolía mucho. Pero lo peor era el aburrimiento; sobre todo, por las mañanas, cuando sus padres es­ taban trabajando. Solía quedarse tumbado, contando los lunares de la alfombra. O inven­ taba aventuras apasionantes de un chico y su perro. Su madre llegaba al mediodía, demasiado cansada para ocuparse de él. Así ocurrió hoy también. Despuésdecomer,Floriánlepreguntó: —¿Jugamos?

Ella negó con la cabeza. Florián frunció el ceño y dijo: —Estar enfermo es espantoso. —Yo me quedaría bien contenta una sema­ na en cama dejándome mimar. “¿Mimar?” Florián se hubiese echado a reír. ■—Estoy solo toda la mañana y cuando llegas no tenes tiempo para mí. Podrías prestarme más atención. —Estoy agotada —dijo la madre. Florián se mordió el labio y añadió: —Igual. ■—¿Querés que luego te cuente una historia? —¿Una solamente? —Una de miedo. —¿Sabes una historia de miedo? —Y la viví yo misma. —¡Ay!, sí, contame. —Después, cuando haga café. —¿En serio viviste una historia de miedo? —preguntó Florián cuando la madre se sentó junto a su cama. —Sí. —¿Yo había nacido? —Fue hace dos años, cuando buscábamos



casa. Antes que esta, vimos otra: un piso grande en un viejo edificio con un gran jardín silvestre. —¿Por qué no lo alquilaron? —Te cuento: Papá vio el aviso. El alquiler era barato, así que acordamos con los dueños para visitar la casa. El edificio, con su pequeña torre, parecía un castillito. Yo estaba entusiasmada: me en­ loquecen las casas antiguas. Curiosa, subí al primer piso y toqué timbre. Al rato, oí pasos. Me abrió una nena de pele negro ¡¡ enru­ lado. largo hasta la cintura. Llevaba un vesti­ do blanco, de encajes, hasta los tobillos. La cara muy pálida. —¿Quiere ver la casa? —preguntó. —Sí —dije—. ¿Están tus padres? —Vienen enseguida —contestó—. Yo pue­ do mostrársela. Entré. La nena dijo: —¿Tienen hijos? —Si' un varón. —¿Cómo se llama? —Florián. Recién entonces, la nena sonrió.

—Soy Bárbara. Venga, le muestro la pieza de los chicos. —Quisiera ver las otras habitaciones pri­ mero —contesté. —No —dip Bárbara bruscamente—. An­ tes tiene que ver esta pieza. Parecía tan apurada... Fuimos a una habi­ tación grande y vacía al final del pasillo. Por los colores se notaba que había sido una habi­ tación para niños. Bárbara corrió a la ventana. —Acá estaba mi mesa —dijo—. Sentada aquí, veía el castaño. Su hijo tiene que sentar­ se también acá, ¿me promete? —No sé —contesté, e intenté sonreír. —¡Por favor! —exclamó, mirándome su­ plicante. —Bueno —dije para conformarla. Pensa­ ba que era cosa nuestra cómo distribuir las habitaciones. —Ahí estaba mi cama —explicó, señalan­ do la pared junto a la ventana—. Al despertar veía el cielo y sabía cómo estaba el día. —Pero ese no es buen lugar para la cama —comenté. Bárbara me miró sorprendida:

traron la casa: dos cuartos de estar, dormito­ rio, baño. Nos detuvimos en ¡a cocina, que te­ nía unos hermosos azulejos antiguos. El hombre me miró, con una cara pálida como la de Bárbara: —¿Le gusta la casa? —Sí —contesté entusiasmada—. Es anti­ gua y amplia, como quería. —Hay otra habitación —dijo él—. Pero ya no entramos allí. —Era la pieza de los chicos —susurró la mujer. —Si. ya sé —dije, sorprendida por el mis­ terio con que hablaban. —¿Vio la habitación?—titubeó la mujer. —Me la mostró su hija. La mujer me miró fijamente: —¿Nuestra hija? —Sí, quería que acomodara■ el cuarto igual que cuando estaba ella. —¿Cómo era esa nena? —gritó el hombre con voz ronca. —Tenía una melena negra, larga y llevaba un vestido blanco —dije extrañada. —¡Bárbara! —exclamó la mujer.

Tuve miedo. Salieron de la cocina y los oí correr gritando ese nombre. Me sentí incómo­ da. No comprendía su excitación, pero adver­ tí que mi encuentro con Bárbara los alarmaba. Los seguí lentamente. Se quedaron para­ dos en la puerta de la habitación infantil. —No está —dijo el hombre con palabras ahogadas. —Pero yo la vi —ins/síí—. Estaba en la ventana, y habló de su castaño. La mujer sacudió la cabeza tristemente. —Debe haberse equivocado. —No, esíoy segura. —Es imposible. —Pero ¿por qué? —Bárbara está muerta —dijo el hombre. —¿Muerta?—repetí, incrédula. —Murió hace cuatro semanas —explicó él—% en esta habitación, de una pulmonía. —¡No! —grité. Ambos, mirándome, afirmaron con la ca­ beza. Di media vuelta y huí. La madre de Florián hizo una pausa. Luego, ■ añadió: —Una semana después encontramos esta ca­

© Estrada -Cuentosdemiedo. sa y nos alegró que no nos recibiera un fantasma. —¿Bárbara parecía un fantasma? —quiso saber Florián. —Estaba muy pálida y débil, como alguien que está enfermo hace mucho tiempo. —¿Por qué no me llevaste con vos? —Estabas en la escuela. Bueno, me tengo que ir. Me queda mucho que hacer. Florián torció la boca, pero calló. Oyó a su madre en la cocina. Enseguida, le llegó el cla-cla-cla de los platos en la pileta. —¡Mamá! —gritó. —¿Qué? —¿Bárbara murió por dormir pegada a la ventana? —No sé. —¿Realmente la mamá no la cuidaba bien? —No sé. Florián aspiró hondo y gritó: —Yo también podría pescarme pulmonía si no te ocupás más de mí. La madre no contestó. Florián cerró los ojos y suspiró. Si querés pasar miedo (fragmento) Traducción ele* Silvia S«onny















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