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DE AQUELLA ROJA RAÍZ

Published by Gunrag Sigh, 2022-01-23 19:57:18

Description: DE AQUELLA ROJA RAÍZ

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Juan Ranieri había cedido un terreno en la esquina de Carlos Gardel y Concordia, justo en el límite entre los barrios Corimayo y Las Rosas. Allí estaba levantando una casilla donde vivía con su esposa, su hijo y su hija, ambos muy pequeños. El 28 de mayo de 1976, en Bernal, fue secuestrado Héctor Luis Tomé Díaz, Luisito, un compañero muy cercano. Pronto llegó a Osvaldo un alerta de abandonar su casa ante este hecho, cosa que hizo, por supuesto, de inmediato. En instantes prepararon todo —en verdad, todo estaba siempre pre- parado para una situación de este tipo—, tomó su vehículo y salieron. Si bien se ignoró su destino aquel día, era obvio que eso también estaba previsto. Al cabo de unos minutos de viaje, abstraídos aún con su mujer por la angustia, aunque comenzando a sentir cierto alivio por haber salido a tiempo, vino a su mente la imagen del Chicho, que había quedado atado en el fondo del terreno. En un cuadro político de su nivel era imposible concebir una desviación ideológica o debilidad burguesa: nada de lo que Osvaldo hiciera pondría en riesgo jamás a su organización como, por ejemplo, haber demorado en salir de su casa o algo por el estilo. Sin embargo, él —que acaso no lo hubiera perdonado en otros— sin dudarlo pegó la vuelta y regresó. Cuando llegó a la casa que había abandonado minutos antes, bajó del vehículo sin apagar el motor, entró corriendo hasta el fondo y liberó a su perro, que fue a parar luego con un vecino y, más tarde, a casa de Ramón. De inmediato, volvieron a partir. Una manera poco frecuente de jugar- se la vida por un amigo. El Chicho 51

De aquella roja raíz 12 Horacio, el Garrapata En 1976 Rosita y su familia la pasaban muy mal. Ella trabajaba en la Noel y el cobro de cada quincena constituía prácticamente el único ingreso para subsistir, además de los escasos aportes que sumaba su padre como botellero. Vivían a pocas cuadras de distancia y ella cubría ese trayecto casi a diario, atravesando el barrio que era un gran campo salpicado de casitas donde Almirante Brown casi limita con Quilmes. Siempre estaba pendiente de sus padres y en especial de su hermana menor, que vivía con ellos. Horacio Ismael Zapata transitaba diariamente aquellos baldíos suburbios en su carro desde muy temprano buscando centavos que recoger en las calles, a veces con forma de botella, otras tal vez de fierro viejo. Si bien tenía 57 años, su cuerpo débil y vencido aparentaba más edad porque con apenas mirarlo cualquiera adivinaba que había tenido una vida signada por la pobreza con su evidencia física en múltiples rastros. Aun en esas circunstancias, Horacio —conocido por todos como Garrapata— se hacía tiempo para participar de algunas actividades políticas. En su Mendoza natal había simpatizado con el radicalismo, pero la marea del Conurbano en los años setentas lo llevó a vincu- larse con la militancia peronista, especialmente con Luis Cepeda, aquel histórico referente barrial. Cuando se formó la comisión para la salita de primeros auxilios en el barrio La Gloria, Cepeda y Garra- pata fueron elegidos presidente y vice, y compartían también un pe- queño local en el fondo de Solano, pasando la antigua carbonería. Pero antes y después del golpe, la principal preocupación era pa- rar la olla todos los días. Cuando se instaló formalmente la dictadura, Horacio no cambió en nada su vida habitual. Siguió cada mañana trepando al carro tirado por Tito y recorriendo las calles de siempre sin tomar ninguna medida de seguridad. 52

Juan Ranieri Habrá pensado Garrapata que con los militares era lógico sus- pender las reuniones por la salita y que Cepeda, mucho más expues- to, se hiciera ver poco y nada. Pero un humilde botellero que de vez en cuando iba a alguna reunión para acompañar y estar cerca, de nada se tenía que andar cuidando. Al poco tiempo Horacio comenzó a relacionarse con un sujeto desconocido en el barrio, que a Rosita no le cayó nada bien. Ella nunca supo de dónde venía ese tipo que decía haber sido concejal en Quilmes, pero le pareció prepotente y oportunista. Si bien ella no tenía militancia ni sabía nada de política, juzgó sumamente peligroso que comenzara a hacerse reuniones en la casa. Le dijo esto a su padre, aunque él no le prestó atención. Así pasaron pocos meses, con un puñado de desconocidos que se reunían de tanto en tanto a pesar de la furia de Rosita. En la tarde del 19 de agosto un vecino le fue a avisar que estaban allanando la casa de su padre y que lo habían golpeado. La cuadra de Mitre al 6000 estaba plagada de militares y policías. A Horacio lo habían metido en el baúl de uno de los tantos autos que cortaban la calle; a su mujer y su hija simularon fusilarlas ahí mismo en la vereda, llevándose finalmente a la menor, tabicada, en otro de los móviles. Unas horas antes Zapata había estado reunido en casa de Juan Castro, compañero del MR-17, cuando llegó la patota. Se los lleva- ron a todos, incluso a la mujer y los hijos de Castro, que días más tarde fueron liberados. Horacio fue a parar al baúl de un auto, muy golpeado, y de allí hasta su casa, en Mitre 6083 de San José. A Rosita no le dieron tiempo. Minutos después allanaron su casa con un impresionante despliegue. En un instante ella se encontró ata- da a la cama rodeada de hombres que la apuntaban. Entonces el tiempo se detuvo, porque durante un rato incalculable ellos se dedi- caron a elevarla tomándola de los cabellos y dejarla caer, una y mil veces, mientras otro, sentado, le iba relatando pausadamente todo lo que sabían: que trabajaba en la Noel, que el padre militaba en el MR- 17, que su caballo blanco se llamaba Tito y que escondían un arsenal. 53

De aquella roja raíz —¿Dónde están las armas? —preguntaban amenazantes, cuando ya habían revuelto íntegramente su pequeña vivienda sin hallar rastros de ellas. Rosita negaba la acusación y, lejos de acobardarse, les gritó un par de veces: —¡Qué vamos a tener armas si mi familia está cagada de hambre! Así siguieron porfiando hasta que, inesperadamente, alguno dio la orden de soltarla. Se quedaron hasta muy tarde; comieron todo lo que hallaron y robaron todo lo que pudieron. El único consuelo —que trajo en verdad un inmenso alivio— fue el regreso de su hermana, cami- nando, desde alguna calle lejana donde la habían liberado. Pero de Horacio nada se sabía. Rosita y su madre se animaron a preguntar por él en la comisaría de Adrogué, donde al mencionar el nombre de su padre se impuso un largo y pesado silencio. Ante la rotunda negativa que recibieron, llegaron a los tribunales de la calle Talcahuano, en Banfield, y presentaron un hábeas corpus. Luego de unos días a Rosita la citaron de esa dependencia y fue de inmediato, pero solo le comunicaron que no había noticias de Horacio. Parecía una burla. Abatida, llegó llorando hasta la parada del 278, donde había un pasajero esperando. De pronto advirtió la presencia de ese hombre; el mismo que un rato antes había cruzado al ingresar a tribunales. Esa imagen la devolvió a la realidad como un cachetazo. Había caminado hasta allí una cuadra y media sin re- cordar cómo, dispersa y abstraída en su amargura, aunque sí entendió enseguida que esa presencia no era casual. Cuál sería su estado al subir al colectivo, que el chofer no quiso cobrarle el boleto. Se sentó en el último asiento doble, delante de la puerta trasera, y el hombre pasó junto a ella para ubicarse en el fondo. A aquella pena inmensa se sumó entonces el terror. Su viaje duraba alrededor de una hora y en todo momento sintió esa mirada punzante que la controlaba, hasta que decidió seguir como si nada y dejar que todo suceda. “¡Ma’ si! —pensó— de esta no puedo escaparme… ya está”. 54

Juan Ranieri El 278 dejó la Avenida Pasco y pronto tomó su recta final por Santa Ana. En su esquina con Amenedo, Rosita descendió y co- menzó a caminar rápidamente mientras se preguntaba si el tipo habría bajado tras ella. Los amplios terrenos libres del barrio estaban surcados por múlti- ples caminitos, y los vecinos, como si fueran alfiles, transitaban ha- bitualmente aquellos atajos diagonales que unían una esquina con su opuesta. Se adentró por uno de ellos, bordeado lateralmente por altos pas- tos, con la certeza de esa presencia a su espalda, pero ahora absolu- tamente expuesta, sin el refugio de algún testigo. Súbitamente miró hacia atrás y vio la pistola en la mano de su perseguidor. Las piernas le temblaron. Por un caminito cercano aparecieron de pronto dos transeúntes que apenas divisó entre los yuyos, con los que se cruzaría unos metros más allá. El tipo aquel se esfumó. Al llegar a las casas, una vecina le preguntó qué sabía de su padre, pero Rosita no pudo responderle porque había perdido totalmente la voz. Así estuvo cinco días. Al poco tiempo, un policía del barrio le recomendó que no buscara más a Horacio. 55

De aquella roja raíz 13 El MR-17 en Almirante Brown I “Desde las bases teóricas del marxismo, el MR-17 desarrolló una interpretación del movimiento peronista en el comienzo de los años ‘70”: esta es la sencilla y puntual definición de Andrés Brenner sobre la organización a la cual tuvo —según sus propias palabras— el honor de haber pertenecido. Jorge Horacio Pérez10 10 Fotografía publicada en el diario Página/12, edición impresa, el 20 de septiembre de 2020. Fue hallada entre varios centenares -junto a las de Puiggrós, Bidegain, Firmenich, Galimberti y otras- en un archivo de inteligencia de la última dictadura cívico militar. 56

Juan Ranieri Desconfiando cabal y permanentemente de la dirigencia pero- nista, el MR-17 supo valorar —como otras organizaciones harían después— el sentimiento pasional del pueblo enarbolando aquella bandera. Sin esa pasión, sin esa convicción avasallante, ningún pro- ceso revolucionario podía siquiera soñarse. La organización tuvo en Gustavo Rearte su figura principal e inigualable. Hombre de singular formación teórica y agudísima ca- pacidad de análisis, había sido fundador de la Juventud Peronista ya en 1957. En un absurdo papelón de la vida y de la historia, falleció el 1° de julio de 1973, días después del regreso de Perón, exactamen- te un año antes que la muerte del viejo líder y a pocas semanas de cumplir los 42. Desde entonces, la conducción fue absolutamente horizontal y colectiva: Jorge Pérez, Alfredo Cáceres, Eduardo Gurrucharri, Miguel Kehiayan, Edgardo Lombardi, Pedro Sandoval, Emir Vidal y Ernesto Hernández fueron quienes continuaron el rum- bo sin ocupar ninguno de ellos la secretaría general.11 Integrando el peronismo revolucionario, la organización fue parte de aquel formidable despliegue, de aquella Tendencia que en Almirante Brown llegó a ser primera fuerza indiscutida, muy a pesar de la ortodoxia peronista. Esto los llevó a ser forzosamente respeta- dos por los altos dirigentes locales de este sector, como Wilson Sala, Roque Stefanelli, Narciso Vázquez y en particular Jorge Aquino, de muy buen diálogo con el MR-17. Además, y especialmente, esta jo- ven organización tuvo el apoyo de otras notables figuras que venían de la resistencia, tal el caso de Nicolás González y Elena de Narváez. Esta mujer, incansable y muy influyente, fue para el MR-17 una especie de madrina política en Almirante Brown, con gran confianza depositada en Rearte y en los compañeros que activaban a nivel local. González, el entrerriano sodero de Mármol, tenía también una riquísima historia militante pero disimulada por su característico bajo perfil. Figura paternal entre los jóvenes del MR-17, siempre 11 Sobre el MR-17, ver: E. Gurrucharri, Jorge Pérez, E. Fontana y Sara Alfaro. La patria socialista. Una historia de la corriente del peronismo revolucionario. Buenos Aires, Ediciones en lucha, 2020. 57

De aquella roja raíz estaba cerca y dispuesto a hacer lo que fuera necesario. Los integrantes de la organización a nivel local, provenientes de distintas experiencias y con formación variada, tenían su centro de reunión en la calle Solís al 3400 de Rafael Calzada. Era una casa bastante maltrecha con un local adelante que ocuparon entre 1972 y 1975, aunque además estaban relacionados con al menos media docena de locales pertenecientes a otras orgas en Solano, Adrogué, Mármol, San José y Burzaco. Armando Ledesma, entre ellos, tenía especial vínculo con la uni- dad básica Juan José Valle, cuya cara visible era, precisamente, Nicolás González; Jorge Pérez, el único que integraba también la conducción nacional, iba y venía permanentemente por todas aque- llas unidades básicas del distrito en su bicicleta. Además de un claro posicionamiento ideológico, el MR-17 se caracterizó por mantener aquel principio de usar la fuerza como último recurso: Jamás titubearon cuando debieron hacerlo, pero siempre buscaron la manera de dar a cada situación el tratamiento más conveniente, partiendo de ejercitar el análisis profundo en largas discusiones acerca de cómo era preciso accionar en cada caso. Así, por ejemplo, resolvieron quemar la propiedad de un policía bonae- rense en Loma Verde donde habían sido torturados dos trabajadores de la Peugeot12. De esa acción conocemos algunos participantes: Jorge Pérez, Jorge Frías y Emilio de Claypole, además de una o dos personas del MR-17 que no pudimos determinar. A diferencia de otras organizaciones que hallaron en la fuerza propia una respuesta aplicable a toda circunstancia, ellos siempre evaluaron operar a ese nivel cuando —salvo un extraño error de cálculos— la vida de cada uno esté garantizada, al menos en la planificación de las acciones. Pero debe quedar claro que la cuestión no pasaba por no arriesgar la vida: como en toda organización de su tipo, la arriesgaron cotidianamente usando la fuerza propia a fondo 12 Ver Juan Ranieri, op. cit. Cap 8. Al publicar Por las calles y los días teníamos certeza de un incendio que allí se describe, a manos de la policía, para borrar evidencias. Antes se había producido el que ahora mencionamos, generando daños parciales. 58

Juan Ranieri cuando toda otra alternativa había sido descartada en una profunda evaluación colectiva o bien cuando la vida de un compañero estaba en peligro. Pensantes, analíticos, ajedrecistas de aquel complejo entramado, fueron esencialmente amplios e inclusivos entre ellos, tejiendo un vínculo de afecto que estaba por encima de todo. Así como a Andrés jamás se le cuestionó haber sido seminarista ni tampoco su vínculo con la Iglesia Católica —más de una vez Pérez, haciendo gala de su ironía, llegó a pedirle que lo confesara, como si fuera en verdad un cura—, Armando Ledesma reconoce que la causa por la cual se sumó al MR-17 y no a otra organización fue porque, simplemente, se sentía muy a gusto entre sus pares. Con esta premisa de proteger a todos sus integrantes, sostuvieron el principio de no pelear por cargos electivos. Si bien utilizaban ellos, como cualquier organización, nombres falsos —Jorge Pérez solo era conocido como Jorge Rivero, por ejemplo—, integrar una lista hu- biera revelado la verdadera identidad y aumentado así el grado de exposición. Había investigaciones en desarrollo desde hacía tiempo que podían llegar a establecer su participación en el fabuloso robo de armas del cuartel del Instituto Geográfico Militar. En sus largas discusiones de coyuntura, ya en 1973 habían advertido que estaba en prefiguración un avance violento de la derecha peronista y que iba a expresarse cuando chocaran los intereses de clase al interior del movimiento: análisis correcto. Esto explica su presencia activa y su ausencia en las candidaturas. Al respecto había sido muy preciso Gus- tavo Rearte al sostener que debía impulsarse la lucha popular sin pelear por los cargos. II El accionar descontrolado de la Triple A en 1975 los llevó a tomar fuertes medidas de seguridad y en algún momento, asumiendo el desas- tre, establecieron como primera prioridad resguardar a sus bases. 59

De aquella roja raíz Aquel 19 de agosto de 1976, cuando reventaron la casa de Juan Castro en Temperley y secuestraron también a Zapata, Armando tuvo la suerte de llegar tarde a la reunión. Alertado del operativo en las inme- diaciones se salvó así de caer él también. A la mañana siguiente hizo lo único que correspondía hacer: ir a casa de Jorge Pérez y avisarle lo ocurrido para que se resguardara. Ante la primera frase de su compañero, Jorge recordó el caso de aquel militante que recibió el mismo aviso y decidió bañarse antes de escapar, cayéndole encima la patota mientras se bañaba. Sin dudar ni un instante, tomó su campera y le dijo: —“En el camino me vas contando”. Ese fue el primer paso de un posterior exilio. Armando supo después que esa misma tarde allanaron su casa de Temperley en el barrio La Perla. Desde entonces, todo esfuerzo se abocó a conseguir que cada compañero tuviera un resguardo o lugar seguro para evitar una sola caída más. Lo consiguieron solo en parte: hubo algunos que cayeron en combate y otros desaparecidos. Pérez y Gurrucharri, al ver que la derrota era total, hicieron salir a los compañeros que quedaban y luego salieron ellos. Así lo recuerda Armando, que se mantuvo en contacto hasta que Jorge abandonó el país en octubre de 1977. Previo paso por Brasil, a él y su familia los esperaba un largo exilio en Suecia. 60

Juan Ranieri 14 Julio y Gerardo I El asesinato de Liliana Ivanoff fue un golpe terrible que el padre Rafael nunca pudo superar. Pesaba sobre su conciencia el hecho de haber alentado siempre la militancia de sus jóvenes catequistas, aunque sabía también con certeza que la hubieran desarrollado de todas maneras aun sin su aprobación. Rafael Boi era un cura de su tiempo con el hábito forjado a imagen y semejanza del Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín. Su iglesia de puertas abiertas no solo contemplaba allanar el ingreso del pueblo a la parroquia sino también —y tal vez especialmente— la salida del cura a las calles del pueblo. Ahí anduvo él por aquellas casas, construyendo política entre los vecinos sin hablar específica- mente de política; centrando su palabra en el valor de la amistad y las causas comunes. La militancia de los jóvenes en ese otro plano, en el barrio y la unidad básica, era entonces un complemento, una extensión necesa- ria y natural de su misión pastoral, apostólica o como se le quiera llamar. A partir de Liliana se había vuelto palpable la amenaza de su misma suerte para todos los compañeros. Parecía mentira que ayer nomás todo fuera tan distinto y la parroquia del barrio del país floreciera multiplicando las reuniones en el vagón de tranvía para planificar cada nueva actividad. Apenas diez meses atrás Liliana había estado con él en Ezeiza y ahora la misma derecha peronista se la había arrebatado para siempre. Sabía que era imposible proteger a los demás. El recuerdo de aquellos tipos que lo buscaban en la parroquia y el cottolengo con el nombre de sus hermanos apuntados en una lista le generaba cierta sensación amarga de angustia e impotencia. 61

De aquella roja raíz Pronto la superioridad jerárquica de su congregación tomó las medidas necesarias para evitar que su situación empeorara. El padre Berón de Astrada, director provincial de los orionistas, dispuso el traslado de Rafael Boi al Hogar José Torello, también conocido como el Cottolengo de Mercedes, en agosto de 1974. A la angustia y la impotencia se sumó ahora el desarraigo. Dejar Lourdes no era solamente perder un lugar querido que lo había cobijado desde su llegada al país por espacio de siete años. Mucho más que eso, fue una despedida forzada, repentina, dejando a esos hermanos suyos en un desamparo inevitable. II De todos ellos, Julio Arena era el más joven. Vivía en el barrio El Trébol de Claypole, cerca de la parroquia y de la casa de Orlando Bastarrica. El 13 de septiembre de 1976 estaba a escasos días de cumplir 19 años. Esa tarde, como de costumbre, caminó hasta la esquina de Alsina y Crispi para esperar el colectivo en que regresaba su madre de trabajar, más o menos en el horario de siempre. Se decía en el barrio que cuando ella llegó al habitual punto de encuentro, él ya no estaba. Pasaron varios días sin tener noticias suyas. Con la ayuda de algunos amigos la familia presentó en vano el recurso de Hábeas Corpus. Su cuerpo apareció en San Vicente, sobre la ruta 6, cerca de su intersección con la 210. La familia fue citada por alguna autoridad para reconocerlo y retirar algunas pertenencias. Con mucha más actividad en Montoneros, Gerardo Omar Moreyra compartía también la pertenencia a Lourdes, aunque su desarrollo político en algún momento lo había alejado de la parro- quia. Hasta el golpe, más o menos, fue responsable de esa zona —su barrio natal— pero durante el ’76 ya se había trasladado a Quilmes. De origen social muy humilde, siempre vivió en la misma casa de la calle Joaquín V. González, ahí nomás del club El Ciclón, en el barrio El Gaucho. 62

Juan Ranieri Gerardo se había casado con una joven estudiante de la facultad de Filosofía y Letras de la UBA, también enrolada en Montoneros. Morocha, de párpados levemente caídos, María Inés, Mini, tenía, como Gerardo, 24 años. A diferencia de él, Mini provenía de una familia muy encumbrada de la Capital. La casita que fueron a habitar en Quilmes era sumamente precaria. Sus amigos de siempre, Susana Colombo y Osvaldo Abo- llo, los ayudaron a ponerla medianamente habitable, aunque carecía absolutamente de todo. Recuerdan ellos, por ejemplo, que la canilla más cercana estaba a tres cuadras de distancia. Al poco tiempo tuvieron un hijo al que llamaron Mariano, pero todo fue muy fugaz. El 28 de octubre de 1976, cuarenta días después que Julio Arena, Gerardo desapareció en Bernal. Ella lo sobrevivió un año, desapareciendo en Dock Sud el 27 de octubre de 1977. El niño quedó a cargo de su familia materna. Después de Liliana y Julio, Gerardo pasó a ser el tercer pasajero del tranvía de Lourdes arrebatado por el terrorismo. 63

De aquella roja raíz 15 Henry, el Pingüino Se dice que a Enrique Barry lo llamaban “el Pingüino” porque siempre usaba un impermeable largo y caminaba con las manos en sus bolsillos de manera parecida al gracioso animal. Vaya a saber si era cierto. De lo que no hay duda es de sus convicciones, firmes e inalterables, generadoras de una metamorfosis de asombrosa pro- fundidad. Henry, aquel adolescente que se asomó deslumbrado a la militancia en el ámbito escolar del Nacional de Adrogué supo crecer, evolucionar, hasta convertirse en un militante que a cada acto le imprimió una pasión auténtica, un sello propio. Como quedó dicho antes, Henry asumió responsabilidades importantes en el plano sindical y se fue afirmando como referente en la zona de Quilmes, especialmente Bernal. Sobre este punto hay certezas, pero casi nada más sabemos de él desde poco antes del golpe de Estado hasta su desaparición, ocurrida el 22 de octubre de 1976, excepto que continuó trabajando como operario en una fábrica textil de la zona. Susi Papic siguió a resguardo en una casa de Claypole con su bebé Agustín hasta marzo del ’76 más o menos. Desde entonces, su rastro también se volvió inasible por varios meses. La desaparición de Henry está muy probablemente vinculada a la de Gerardo Moreyra, cosa que suponemos a partir de ciertos indicios fuertes. Por un lado, la coincidencia de tiempo y espacio en sus situacio- nes de secuestro ya que, recordemos, Gerardo fue levantado el 28 de octubre de 1976 en la estación de Bernal, a solo veinte cuadras de Montevideo y Dardo Rocha, de la misma localidad, donde el Pin- güino había desaparecido seis días antes. Por otra parte, si bien estas cercanías pueden ser casuales y no establecer vínculo, recordemos que ya nos referimos oportunamente a la fuerte relación entre la unidad básica “22 de Agosto” y la parroquia de Lourdes. De hecho, Henry fue referente de aquella y Gerardo perteneció a las dos. Lo 64

Juan Ranieri que no hemos sabido responder hasta ahora es por qué ambos —y otros compañeros más, como veremos luego— pasaron a operar en Quilmes. Acaso la respuesta sea, simplemente, porque esa zona tenía un desarrollo fabril importante del que carecía Almirante Brown para afianzar la formación de comisiones gremiales internas y fortalecer la presencia de la Juventud Trabajadora Peronista. La única referencia firme que tenemos sobre Henry en esos siete meses que mediaron entre el golpe de Estado y su desaparición, es un encuentro casual y fugaz con su amigo Mariano Grandoli, curio- samente, en Adrogué. Si bien este no tenía militancia en ninguna organización, sí había sido abogado de la CGT de los argentinos conducida por Raimundo Ongaro y, desde 1974, en uno de los últimos nombramientos mientras vivió Perón, era juez en el fuero laboral. Henry pasó por Amenedo y Cordero, a poca distancia de la casa de Mariano y, al verlo, se detuvo para saludarlo. Naturalmente, hacía tiempo que no se veían. Alcanzaron a intercambiar unas pocas palabras que su amigo jamás olvidó. El Pingüino estaba muy seguro de encontrarse en una situación de ventaja frente a las fuerzas del Estado, tal vez porque tenía una visión muy parcial, propia de la clandestinidad y del escaso contacto con el exterior de sus ámbitos. —Mariano, estamos ganando — aseguró a su amigo; y aun agregó: —Yo te haré llegar prensa de la nuestra. En efecto, Mariano tenía otra imagen de las cosas. Tiempo después, en unos pocos meses, Henry desapareció. 65

De aquella roja raíz 16 Marta I La Escuela 63 de Claypole, ubicada casi al 3000 de la Avenida Londres, era hacia 1975 un pequeño edificio de sencilla construc- ción. Con pocas aulas y un patio central de tierra, su perímetro con- sistía en un simple alambrado que recortaba la esquina del frente y lateral, cerrando el fondo en su límite con un inmenso campo baldío. Esta extensión superaba los doscientos metros lineales hasta llegar a la Avenida Monteverde, alcanzando a verse desde el patio de la escuela los vehículos que transitaban por ella. Marta Margarita Mastrángelo 66

Juan Ranieri Su matrícula estaba compuesta por niños y niñas del propio barrio, habitantes de viviendas precarias y víctimas de múltiples carencias. En el mes de agosto Analía González tomó la suplencia hasta fin de año en el cargo titular de Marta Mastrángelo, licenciada desde 1973 al ser electa consejera escolar por el FRE.JU.LI. Muy pronto llamó la atención de la joven maestra que permanen- temente sus compañeras y la propia directora hablaran de Marta: recordaban algo que ella había dicho, la incluían en cada proyecto y le hacían llegar todo tipo de consultas. Era realmente notable el respeto que todas tenían hacia aquella mujer, como si fuera una especie de prócer local. Por todo esto, aun sin conocerla, Analía ya había comenzado a admirarla. Marta siem- pre iba más allá, tenía algo nuevo para hacer y convocaba desde el ejemplo, sin necesidad de convencer a nadie. Era absolutamente práctica y expeditiva. En esos meses finales del año Analía participaba a diario de aquella iniciativa de Marta que sus compañeras seguían sosteniendo, organizando entre madres y maestras una merienda para el recreo. A cierta altura de la tarde comenzaban a llegar las mujeres con jarras de leche que pasaban a las docentes por sobre el alambrado. A algunas incluso se las veía venir a lo lejos cruzando el campo desde Monteverde. En definitiva, lo que caracterizaba a Marta era su capacidad de organización para ese tipo de iniciativas, pero además sabía transmi- tirlas de modo tal que sus pares llegaban a tomarlas como propias y se comprometían absolutamente. II A raíz de una denuncia del rector de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, Luis A. Vitar, en la madrugada del 21 de agosto fueron detenidos miembros del Centro de Estudiantes de las 67

De aquella roja raíz facultades de Ciencias Sociales y Ciencias Agrarias mediante diver- sos procedimientos en el sur del Gran Buenos Aires y en Capital Federal. Por supuesto se trató de una lista negra para desarticular la organización estudiantil en un caso muy claro de colaboración civil con el aparato represivo estatal. Entre aquellas personas privadas de su libertad se encontraba Valentín Mastrángelo, hermano menor de Marta. Si bien él por entonces vivía en el barrio de La Boca, fueron a detenerlo a su casa materna, en la calle Murature 1735 de Adrogué, donde Marta vivía. Ella se plantó con firmeza frente al personal que ingresó en la vivienda, los increpó y procuró echarlos. Es de suponer que por esta razón —ya que no consta que fuera estudiante de la universidad como el resto de los denunciados— también se la llevaron detenida esa noche, quedando presa en la delegación de la Policía Federal de Avellaneda, en la Avenida Hipólito Yrigoyen al 1300. Además de Marta y Valentín, fueron detenidos Mónica Beatriz Jatar, Diana Patricia Carrera, Adrián Gustavo Lanfrit, Adriana Noemí Brunachi, José María Torres, María Amelia Valio, Horacio Eduardo Mitidieri, Mónica Isabel Sarramea —esposa de Valentín— Julia Aurora Litze, Irene Nogueira, Genoveva Ares, Carmen Castiglione, Jorge Domínguez, Carlos Eduardo Faleroni, Norberto Pastorino y Marta Cristina Candia. Si bien gradualmente se dieron algunas liberaciones —Marta es- tuvo presa dos meses— debieron cumplir prisión en Olmos, entre las personas mencionadas: Jatar, Lanfrit, Pastorino, Candia, Sarramea y Valentín, quienes permanecieron siete años en esa condición. Este hecho afectó notablemente el ánimo de su hermana. Ella había sido casi una madre para él, por los trece años de edad que le llevaba y porque así fue su relación desde siempre. Pese a todo, ya liberada, retomó la actividad de manera inmediata. 68

Juan Ranieri III Ya casi sobre el final de las clases, Marta llegó una mañana a la 63 con un camión cargado de materiales y muchos compañeros de la Juventud Peronista. En pocas jornadas de trabajo cubrieron con cemento todo el patio de tierra. Analía pudo entonces conocerla y guardó consigo la imagen de una mujer que había llegado a hacer todo lo que se puede hacer como docente. Ella, recién iniciada en su carrera, volvió a buscar una nueva suplencia al comenzar 1976 y tuvo la suerte de conseguir sexto grado en el turno mañana de la Escuela 27 de José Mármol. Más allá de esto, el año comenzó, desde luego, de la peor manera posible. Recién ingresada a su nuevo trabajo, supo por medio de la radio que escuchaba la directora Susana de Garín, que estaba consumado el golpe de Estado. Analía se había inscripto en un curso vespertino que se dictaría en el Centro de Educación de Adultos N° 729 de Lomas de Zamora, sobre la calle Garibaldi, en Temperley. Allí, para su sorpresa, volvió a encontrarse con Marta. De suplente en Claypole pasó a ser su compañera de curso de manera inmediata, en un ámbito tan distinto. Pero Analía comprendió que había bastado un verano para que todo cambiara: Marta ya no era la misma. Sentada en los últimos bancos y siempre callada, parecía otra persona. Nada en ella recordaba a aquella mujer afable, muy conversadora, inquieta. Todas las chicas se iban acostumbrando a desarrollar los cuidados elementales que la situación imponía, y a su vez, buscaban los espacios para burlar el orden impuesto, cuanto más no sea encerrarse en la cocina de la escuela para curiosear los libros que una de ellas solía vender. Entre aquellos textos prohibidos por la dictadura, Analía recuerda uno muy especial de Telma Reca sobre psicopatolo- gía infantil. Pero desde luego el terror subyacía. Marta comenzó a acumular inasistencias y algún docente, ante las reiteradas consultas de sus compañeras, solo comentó que ella había abandonado el curso. 69

De aquella roja raíz La ausencia de Valentín —que al menos tenía la “suerte” de estar blanqueado en el sistema penitenciario— era un peso agobiante para Marta. Los consejos de su entorno —familiares y amistades— para que se fuera del país le resultaban inconcebibles. ¿Cómo irse con Valentín preso? ¿Cómo dejar a su madre? Acaso para definir esa encrucijada visitó a su hermano mayor, Ramón, y escuchó de él lo que tal vez esperaba escuchar: —¿Por qué te vas a ir, Marta, si vos no hiciste nada malo? Era la última quincena de noviembre. El 24 la secuestraron de su casa, esta vez definitivamente.13 13 Para conocer más sobre Marta, ver el documental “Marta Mastrángelo, maestra militante”, de Gonzalo Bóveda y Diego Calcagno. Programa municipal de documentales por la memoria. Municipio de Almirante Brown, 2018. 70

Juan Ranieri 17 Susana, Silvia y Susi I Si bien Silvia Kaerney tenía su destino anclado en la zona norte, buscaron con Susana la manera de volver a verse en medio de aquel desastre hacia fines de 1976. Desde el comienzo de ese año Silvia llevó su primer embarazo lejos de la amiga, y el 16 de septiembre nació su hija Florencia. Susana, tras regresar de Rosario, pasó casi todo el año viviendo en Congreso, en la que Silvia recordaba como la casa de la abuelita. Allí se encontraron en noviembre, cuando Florencia tenía dos meses y Alejandrina algo más de un año y medio, para pasar juntas todo el día y ver también a Susi Papic. Múltiples imágenes de aquel encuentro surgían del relato de Silvia largos años después. Caminaron algo más de diez cuadras hasta el estudio de arquitec- tura de un amigo en común, Eduardo Suáres, en el sexto piso de Perú 263, para que conociera a Florencia. Antiguo compañero de John Alex en el Nacional de Adrogué y el club Pucará, Eduardo constituía un caso particular porque tanto él como su mujer, Nora, eran de máxima confianza pese a no compartir la militancia ni, en cierta me- dida, las ideas políticas de sus amigos. Siempre dispuestos, cercanos y discretos, sabían y entendían todo incondicionalmente. Aquella fue una tarde distinta. En el peor momento del terrorismo estatal y desde una clandestinidad irreversible, cuando la vida era una sucesión de instantes robados a la muerte, ellas caminaron al sol de la primavera desafiando todo lo que pudiera pasar. Cuesta creer, sin dudas, que este encuentro haya existido, o bien, de ser real, cuesta más aún aceptarlo tal como aquí se lo describe. Lo cierto es que Silvia así lo ha contado y Eduardo recuerda que ambas lo visitaron. Pero no fue, naturalmente, solo un plácido paseo. Aquel encuen- tro era un bálsamo en medio del terror; era volver a ser ellas, aunque 71

De aquella roja raíz desde la estricta mirada militante haya sido una irresponsabilidad incalificable, pasando por alto las más elementales medidas de seguridad. Además, de alguna manera habían acordado encontrarse con Susi. Para eso volvieron a Plaza Congreso y llegaron a verla, aunque fugazmente, porque ella andaba con Agustín de aquí para allá, sin lugar seguro tras la desaparición de Henry. En diversas ocasiones se ha dicho —y aún puede leerse en algunos rincones de internet— que, en ese momento, totalmente expuestos y a la deriva, Susi y su hijo llegaron a dormir en las plazas. Lejos de estar en condiciones de con- firmar esta versión, no se puede evitar, al menos, ponerla en duda, sencillamente porque su propia Organización no hubiera permitido ese altísimo nivel de riesgo. Sin embargo, es concebible que el desbande del momento haya llegado a tal nivel que la estructura de casas seguras y rotativas para guardar compañeros estuviera seria- mente dañada. Solo sabemos con certeza que ella hizo dos llamados telefónicos en esos días: a su cuñado Jorge Barry, para avisarle que habían chupado a Henry, y a su madre —acaso el 6 de diciembre— avisando que iría a verla en dos o tres días. Este segundo llamado es una versión muy instalada entre compañeros y vecinos, pero desco- nocemos su origen. También desconocemos si su mamá en Burzaco tenía teléfono o el presunto llamado fue a un intermediario. Pensemos y asumamos que nos hemos propuesto reconstruir el pasado mediato valiéndonos a veces de recuerdos de momentos de- terminantes en la vida de personas que actuaron en la incertidumbre, en un escenario imprevisible y bajo una constante presión. Esos re- cuerdos, además, entre diversos protagonistas, no siempre recono- cían plenas coincidencias, ofreciendo solo ínfimos contactos entre sí, que pueden trazar un valioso indicio o bien sembrar una nueva duda. Después de todo, si desde estas páginas se espera parecer verosímil narrando cómo dos amigas en la clandestinidad caminaron al sol de Buenos Aires en noviembre de 1976, no estamos en la mejor posición para poner en duda otras afirmaciones igualmente curiosas. 72

Juan Ranieri Por Henry, desaparecido tres semanas atrás, se estaban haciendo gestiones a cargo de su hermano mayor, Jorge; de su padre, a partir de los altos contactos políticos que tenía, y también con la cúpula católica. Susi se fue rápido con Agustín. Había tal vez, muy íntimamente, cierta esperanza de garantizar por algún contacto que Henry estu- viera a salvo, pero a nivel racional nadie confiaba que fuera así. Silvia se llevó grabada la imagen de Susi al irse en el colectivo en Plaza Congreso, pegada a la ventanilla, mirándolas, mientras ella la saludaba con la mano en alto. II Volvieron a la casa de la abuela el resto de la tarde. Silvia le contó que con Oscar, su marido, habían decidido salir del país y estaban haciendo gestiones para eso. El destino era Brasil y el momento lo antes posible. Susana estaba muy mortificada, en particular desde la caída de Henry, con muy mal ánimo. Esa tarde en la casa de la abuela le aseguró a su amiga: —Si nosotros realmente fracasamos, yo prefiero estar muerta. Se habían conocido en la secundaria, a los trece años, en Inmacu- lada Concepción de Lomas. Durante todo ese tiempo caminaron jun- tas a la salida de la escuela de regreso a casa. Se separaban en la Avenida Alsina y Espejo porque Susana vivía a la vuelta, sobre Pozos, pero se quedaban allí charlando un largo rato, riendo perma- nentemente. Silvia aseguraba que comenzaron a reírse a los trece años y no pararon más, llevando en su memoria la imagen clásica de Susana cruzando las piernas para no hacerse pis de la risa. En homenaje a aquellas convicciones, a su compromiso y su lucha consecuente; en reconocimiento a esa hermandad, sería valioso colo- car una placa en aquella esquina que diga apenas: “Aquí fueron felices Susana Mata y Silvia Kaerney”. Pero, en nombre de la razón y el buen gusto, esas cosas no suelen hacerse. 73

De aquella roja raíz ¿Cómo habían llegado a esta situación después de tanto luchar? ¿En qué se habían equivocado? ¿Qué omitieron? Por cierto, aunque se tuvieran claras las respuestas, ya carecían de todo valor en no- viembre de 1976. Ya era tarde. Se despidieron con un largo abrazo. De Susana sabemos que al mes siguiente estaba otra vez en Rosario. Así lo confirma el testimo- nio de su compañera, la Negra Olimpia Díaz, que compartió con ella la navidad, pero volvimos a perder su rastro desde ahí. Silvia, por su parte, salió del país rumbo a Brasil a principios de abril, en semana santa de 1977, junto a Oscar y Florencia. Allá los esperaba un largo exilio. 74

Juan Ranieri 18 Enrique Al preguntar por Enrique Moschini a cualquier persona que lo recuerde, dirá con toda seguridad, como primera característica que fue un hombre bueno. Quienes lo conocieron cuando eran niños, aquellos que lo llevan como recuerdo vivo de la adolescencia, o bien sus amigos, vecinos y clientes; todos, invariablemente, comienzan a hablar de él desde el mismo adjetivo: su bondad. Avelino, más joven y cliente habitual, dice: —En el barrio había mucha gente buena, pero a Enrique se le notaba todo el tiempo. Enrique Antonio Moschini 75

De aquella roja raíz El escenario de este relato es la Avenida Monteverde, en Burzaco, en torno al seis mil y pico. Desde la vereda norte hacia barrio El Gaucho y desde la vereda sur hacia barrio Las Rosas y Lomas de Corimayo, Enrique llevó en su bicicleta la gloria de aquel Racing de Pizzuti, la huella del hombre en la luna, la magia de Nicolino y el horror de Vietnam. Más puntualmente, el centro de la escena rondaba el 6400 de la avenida. En ambas ochavas de su esquina con Ángel Gallardo, dos bares recibían a los hombres del barrio ofreciendo alguna caña o ginebra, un vaso con vino, dados y naipes. El bar de Arito cerraba antes, pero siempre había más concurrencia porque su dueño era un tipo afable y hasta tenía cancha de bochas. Cada noche, cuando estaba por bajarse la persiana, gran parte de los parroquianos cruzaba a lo de Ardigó, hombre parco y de mal genio, pero que ofrecía lo único que a Arito le faltaba: un rato más. Enrique, mendocino de 39 años hacia comienzos del ’76, fue el primer diariero del barrio con su puesto instalado ahí nomás, en dia- gonal, donde Monteverde hace esquina con Hualfin. Todas las tarde- citas, repartía la quinta en lo de Arito y en lo de Ardigó para seguir luego más allá. Ya sea porque comprar el diario era una costumbre muy arraigada o porque era el único puesto del barrio, Enrique tenía muchos clien- tes, y entre ellos, los que esperaban todo el mes su revista preferida. Asiduo lector de Crónica, Avelino se ufanaba de no haber perdido en su adolescencia ni un solo número de Knock Out Mundial, men- suario que Moschini le reservaba sin falta. Después el puesto de diarios se trasladó unos metros, justo enfren- te de los bares, donde él había construido dos locales. Allí Enrique nunca estaba solo. Los niños y los muchachos rondaban el puesto todo el tiempo porque, según recuerda Carlos Fernández, el bueno del canillita los dejaba leer todas las historietas, y especialmente, porque siempre había ajedrez para jugar. Esa era una pasión que heredó de su madre, Celia Baudot, maestra internacional, seis veces campeona argentina y doble campeona 76

Juan Ranieri sudamericana, que llegó a representar al país en dos torneos dispu- tados en la Unión Soviética cuando era inaudito que una mujer plantara un jaque, aunque más no fuera a otra mujer. Él enseñó ajedrez a todos los pibes. Aún fuera del puesto, los fines de semana con su vecino Carlos Cejas solían instalar tableros en la vereda de la canchita de fútbol que estaba a la vuelta, sobre la calle Italia, y hacían partidas simultáneas. Dice Ramón Márquez que el día a día de Enrique escondía —en ese tiempo no podía ser de otro modo— una intensa actividad polí- tica. El puesto de diarios, afirma Ramón, era un local partidario a cielo abierto. Uno pasaba por ahí y siempre se veía la misma escena, hermosa de imaginar desde la memoria de Carlos Fernández: Dos cajones de gaseosa oficiaban de asientos y un tercero, en el centro, era la impro- visada mesa que sostenía el tablero. Además de los jugadores, había tal vez tres o cuatro, de pie, observando la partida. Entre saltos de caballos y arremetidas de los valientes peones, las ideas y opiniones políticas zumbaban, iban y venían. Enrique hablaba de liberación, describía el socialismo cubano y citaba al Che, gestando una versión nueva de la realidad en el joven Carlos, lector de historietas y oidor de historias. Finalmente, Moschini cerró su puesto frente a los locales y en uno de ellos abrió la librería “El Sol”, que era disquería también. En el otro local dormía el sueño de un club de ajedrez. Él era uno de los pocos comunistas en un barrio donde el pero- nismo fue mayoría abrumadora. Los camaradas de P.C. que habitual- mente activaban no eran más de media docena: como Enrique, ateso- raban el rojo carnet Luis Pérez, Brizuela, el colorado Zenón, el Chon Piana y el chileno Frías, en cuya casa solían reunirse con frecuencia. Mucho menor, apenas un adolescente, Oscar Márquez —que por entonces militaba en la Federación Juvenil Comunista— se convirtió en empleado de Moschini para encargarse del reparto. De su identidad y filiación política hasta aquí no hay dudas. Queda pendiente saber si desarrolló una militancia más orgánica en 77

De aquella roja raíz algún momento, cosa que no pudimos establecer. Sí sabemos por Carlos que con frecuencia visitaba la librería una mujer joven, ajena al barrio, con toda la impronta de una compañera de militancia. Siempre buscaban hablar a solas, dentro o fuera del local, y en oca- siones escribían juntos. La existencia de esta mujer es el único elemento que coloca a Moschini como un activista político proyectado más allá del entorno barrial y cotidiano. Sí sabemos que en determinado momento Enri- que pasó a integrar el PRT junto a su compañero Frías, dato que este mismo militante aportó años más tarde a la familia y que puede corroborarse en el registro oficial de personas del Parque de la Memoria donde Enrique Antonio Moschini Baudot figura como integrante de ese partido político. En algún momento —tal vez en la primera mitad del ’76— llegó al barrio Carlos Antonio Ibarra, un joven tucumano de 22 años, con su mujer y su pequeña hija. Consiguió trabajo en una metalúrgica de Burzaco —que no fue posible identificar— y alquiló a Enrique el local que estaba libre, junto a la librería. Allí vivió con su familia por especio de unos pocos meses. Nada se sabe de él en lo que respecta a una determinada pertenencia política, pero resulta evidente que Ibarra sí tenía militancia activa y hubo sobre él un trabajo de inteli- gencia que condujo a su vivienda. Enrique vivía con su esposa Noemí, una hija, Susana, y dos hijos, Horacio y Diego, a tres cuadras de los locales, en la calle Mercedes 245. El 3 de diciembre de 1976 todos ellos, y también su suegro, estaban en la casa alrededor de las 14:30 horas. Después de escuchar las noticias en Radio Colonia, Enrique dormía la siesta en una tarde apacible para luego volver al trabajo. En esos momentos un grupo de tareas cayó sobre el local que habitaba Ibarra y se lo llevó, dejando allí al resto de la familia. Es evidente que el joven fue forzado a indicar el domicilio de Moschini, adonde llegaron en instantes. Marta Holak, la vecina de enfrente, estaba en la puerta de su casa y vio todo el operativo: autos particula- res cortando ambas esquinas de la cuadra y cerca de una docena de 78

Juan Ranieri hombres armados de civil. Al verla, alguno de ellos le gritó que se fuera adentro y no se asomara, pero ella siguió observando al res- guardo hasta que ingresaron saltando la verja del frente. Para conocer lo que ocurrió desde ese momento es mucho más elocuente y valioso leer el testimonio en juicio de Roberto Hugo Moschini, hermano de Enrique, en el año 2000.14 Allí se señala a dos policías, los hermanos Re, como partícipes del secuestro —uno de ellos era vecino y cliente de Enrique— y a Monseñor Graselli como encubridor y cómplice, visitado varias veces por Celia en el largo esfuerzo por saber de su hijo, dato que también ha sido probado en juicio. Jorge Strock, un joven que vivía a pocas casas de distancia, re- cuerda que su padre, socialista, quemó y enterró diversos libros desde la desaparición forzada de Enrique e Ibarra aquel 3 de diciem- bre, reacción muy común y reiterada cuando el terror pasaba cerca y llegaba a rozarnos. Ese terror siguió presente, como una densa niebla que nunca se disipa. Días después, Noemí y su padre reabrieron la librería. Deja- ron a la vista una nota —según le habían recomendado en la comisaría— para que la gente firmara pidiendo por la libertad de Enrique. Carlos Fernández cuenta que si bien muchas personas acompañaron, otras prefirieron evadir ese compromiso, acaso con el amargo remordimiento de un acto injusto forzado por el miedo. Enrique jugó su partida contra un sistema inhumano a la luz del sol. 14 Ver este testimonio y otros datos muy valiosos sobre Enrique en: enrique- antonio-moschini-baudot.blogspot.com 79

De aquella roja raíz 19 El Verdura I Rubén Ramón Mataboni, el Verdura, ya era un militante antes de ser militante. Su natural interés por el entramado político y por toda problemática social lo llevaron a expresarse de diversas maneras cuando aún no tenía un encuadramiento determinado. Héctor Segura se ufanaba de haber sido él quien lo inició en la militancia de las FAR para luego incorporarse a Montoneros con la fusión, siendo entonces la 22 su unidad básica de referencia. Rubén Ramón Mataboni 80

Juan Ranieri Desandando sus pasos en el tiempo encontramos al Verdura tra- bajando en la revista Noticias como chofer cuando paralelamente Liliana Ivanoff era asistente de Miguel Bonasso. El Verdura tenía con la compañera una especial afinidad, al punto de pedirle que fuera la madrina de su hija Clarisa. Vivía por entonces en el barrio Corimayo de Burzaco, sobre la calle Loreto casi en la esquina con Defensa, en una casa alquilada por la Organización. Allí eran frecuentes las reuniones y estadías de muchos militantes al punto que en algún momento fue imposible mantener cierta seguridad y reserva. Un día, ya en 1973, lo fueron a ver a Mataboni un tipo del barrio, militar retirado, y su hijo que también pertenecía al ejército para decirle que la casa estaba marcada y era conveniente una mudanza para evitar problemas. En efecto, el aviso fue tomado en cuenta y el Verdura pasó a vivir en San Francisco Solano, del lado de Quilmes. En Almirante Brown dejaba muchos compañeros y lugares propios de esa militancia que fue forjando en rápido desarrollo: John Alex, Susana Mata, Chachi Oviedo, el Pingüino, Antonio Roa, los hermanos Márquez, Susi Papic, Ricardo Acebal y, desde luego, la 22, pero acaso solo perdió la cotidianidad porque siguió ligado a todo aquello por diversos lazos, especialmente desde su ingreso a la empresa Molinos Río de la Plata. Esta fue en verdad una jugada táctica importante por la cual mu- chos compañeros de Brown —algunos, además, provenientes de Noticias— ingresaron allí en el marco de una construcción muy fuer- te de la Juventud Trabajadora Peronista: Héctor Segura, el Gordo José Vega, Eduardo Carunchio, Santos Ojeda, Juan Alberto Gime- nez y acaso algunos más. A él lo hizo entrar Hugo Lasalle, gran amigo suyo que vivió un tiempo en la casa de Corimayo. Hugo, además de habilitar su ingreso, fue quien le dio toda la información inicial para que el Verdura encabezara un armado sindical muy só- lido desde la JTP, pasando a ser el responsable de aquellos compañe- ros. Luego, todos se fueron juntos de Molinos al producirse el golpe de Estado. 81

De aquella roja raíz En el plano territorial de Solano, Mataboni también fue un refe- rente compartiendo la militancia con los hermanos chilenos Pinto Rubio —Reinaldo y María—, Tito Taverna, Juan Alberto Gimenez y el célebre Gordo José Vega. Allí vivió unos tres años, hasta mayo de 1976. Sus hijos mayores recuerdan que el Verdura lloró el día que dejó Solano para instalarse en Villa Corina, Avellaneda. En ese momento su mujer gestaba un embarazo avanzado, dando a luz el 2 de julio a su hijo menor, Ceferino. II Cinco meses más tarde el Verdura estaba pintando un departa- mento en el noveno piso de cierto edificio del barrio de Recoleta, próximo a la esquina de French y Larrea, propiedad de un militar retirado. Allí trabajaban con él su hijo mayor, Fernando, de 15 años, y dos ex compañeros de Molinos: José Luis Salazar y Ernesto Jesús Espíndola. El 3 de diciembre ellos estaban allí desde la mañana y solo faltaba el Verdura, que llegaría más tarde. Un grupo de tareas irrumpió en ese domicilio cuando la dueña de casa estaba por servirles un refrigerio en el descanso cercano al mediodía. La mujer intentó argumentar frente a la patota quién era su marido, recibiendo un cachetazo que la arrojó sobre un sillón. Se los llevaron inmediatamente. A Espíndola lo bajaron a los golpes por la escalera mientras que, pateados en el piso del ascensor, Salazar le insistía en voz baja a Fernando: —No hables. Vos no nos conoces. Ya en la calle, numerosos vecinos presenciaron cómo los metían en dos coches para llevárselos, quedando en cercanías del edificio una ratonera preparada. Cuando el Verdura llegó al lugar pasó antes por el puesto de dia- rios que estaba enfrente, cosa que hacía de costumbre. El diariero, que aún no había superado el susto y el estupor, lo puso al tanto de lo ocurrido ignorando que Fernando era su hijo: —Vinieron unos tipos y se llevaron a tus ayudantes. 82

Juan Ranieri Inmediatamente Mataboni cruzó corriendo desesperado, excla- mando: “¡Mi hijo! ¡mi hijo!”. Ahí le salieron al cruce. Hubo un inter- cambio de disparos y una carrera del Verdura en zigzag, pero fue interceptado, probablemente ya herido. En el auto, rumbo al centro clandestino Garage Azopardo, Fer- nando oyó la novedad que se comunicaba por el radio: “Ya cayó el pájaro grande en la jaula”. Sus captores, satisfechos, hicieron bajar al joven del coche y le dieron dinero para que regresara. Muy cerca de allí pasaba el 10 que lo dejaría en proximidades de su casa. Cuando Fernando llegó con la noticia estaban allí, además de su madre, Juan Alberto Giménez, su pareja María Pinto Rubio y una compañera más. De inmediato se organizaron para salir a buscarlo, inútilmente, dispersándose por los múltiples pasillos de Corina. La desaparición de Mataboni se dio en unos días nefastos para Almirante Brown, cuando estaba siendo secuestrado otro compañero cercano, Osvaldo Abollo —liberado tiempo después—, y se había perdido contacto con Susi Papic. Es muy llamativo también que el mismo día que el Verdura, 3 de diciembre, también había sido secuestrado de su domicilio Enrique Moschini, a solo seis cuadras de la casa en que Mataboni vivió en Corimayo. Pese a todos estos elementos, nada vincula la desaparición del Verdura con alguno de ellos y todo se direcciona a su trabajo en Molinos Río de la Plata. De esa empresa, entre sus obreros y familia- res, suman veinticuatro personas desaparecidas, dando lugar a un juicio en desarrollo para determinar la colaboración de la empresa en esos delitos de lesa humanidad. 83

De aquella roja raíz 20 Susi no está Nadie volvió a saber de Susi. La última imagen que se conoció de ella en libertad quedó enmarcada en la ventanilla de aquel colectivo que recordaba Silvia en Plaza Congreso. A partir del día 6 de diciembre de 1976 —que sería la fecha de su último llamado telefónico, como hemos visto— se perdió conoci- miento de su paradero. Jamás fue a la casa de su madre en Burzaco como había anunciado en aquella comunicación. Pasaron pocos días y, acaso el 9, se produjo un hecho insólito a partir del cual la peor certeza abrió el camino a amargas incertidum- bres. Un agente de policía raso llamó a la puerta en casa de Ángela, la mamá de Susi. —¿Es usted familiar de Agustín Barry? Vaya urgente a Casa Cuna. El chico está ahí. Sin esperar palabra alguna, se fue. La mujer tal vez imaginó en ese momento todo lo que el policía no le había dicho: “Agustín está… Susi no”. La información era precisa. Con la ayuda de unos vecinos fue al hospital, encontró a su nieto y pudo retirarlo. Desde ese instante, muchas vidas cambiarían para siempre. Ángela tenía 67 años y la salud endeble. Su condición de pensio- nada por la temprana muerte de su marido —cuando ella tenía 54— la obligó a seguir trabajando en casas de familia tal como lo había hecho toda la vida. Cansada, pobre y enferma, debía asumir la crian- za de Agustín con el vacío inmenso de Susi. Como pudo, lo hizo. En este punto es acaso inevitable preguntarse por el abuelo pa- terno de Agustín. Sabemos que nos referimos a un hombre social y económicamente muy acomodado, con múltiples recursos y hasta, incluso, con resguardo político en ese momento. Ante esta pregunta, alcanza con sostener lo dicho: la abuela Ángela se hizo cargo de Agustín como pudo en su casa del barrio El Gaucho, donde nada material sobraba —en la casa ni en el barrio— pero en cambio el niño recibió el amor que necesitaba, y no solo de su abuela. 84

Juan Ranieri En aquella situación tan difícil, Ángela encontró también mucha ayuda, en especial de los vecinos de al lado de su casa, en la calle Tinogasta al 1600. Allí vivía Estela —una joven mujer que a fines del ’76 tenía 32 años— con su madre, cercana a la edad de Ángela, cuyo nombre se ignora y es recordada por las amigas de Susi apenas como la mamá de Estela. Se puede afirmar que a Agustín lo criaron entre ambos hogares hasta los 14 años de edad, cuando la abuela falleció. Desde entonces, por supuesto, pasó a vivir con esta familia adoptiva. Estela tenía un hermano radicado en Suecia y, además de su madre, ningún otro pariente cercano, de modo que ella, y en particular la madre, tenían al chico exclusivamente a su cargo. Poco tiempo después de la muerte de Ángela, Estela sufrió una gran frustración amorosa que no pudo superar y decidió ponerle fin a todo sufrimiento, dejando a su madre, ya anciana, sola con Agustín. Sin más alternativas en absoluto, su hijo viajó desde Suecia para llevarse a la madre con él y, por supuesto, también al muchacho salvado del terror. Hijo de Susi y Henry, nieto de Ángela, sobrino y nieto de Estela y su mamá, Agustín creció entre un grupo de mujeres que lo criaron con inmensa valentía y amor. 85

De aquella roja raíz 21 Tati A riesgo de exagerar apenas un poco, diremos que en los mismos instantes que desaparecía Susi Papic en Capital federal, se estaba gestando otra historia siniestra desde Almirante Brown. Su sombra cruzó un amplio vacío de soledad y silencio para caer en el tan golpeado pueblo de Monteros, provincia de Tucumán. De allí era oriundo Germán Nicolás Tati Gramajo, un joven de treinta y cinco años que trabajaba en el cementerio municipal de Rafael Calzada y vivía en Bouchard al 3500, en Claypole. Su familia había venido al Gran Buenos Aires cuando él y sus hermanos eran niños, conservando en la provincia natal algunos pa- rientes de vínculo muy fluido a pesar de la distancia. Aquel diciembre de 1976 comenzó promisorio. Su hermana Can- delaria estaba a punto de dar a luz mientras apuraban alguna am- pliación de la vivienda que ella habitaría con su marido y el bebé al fondo de casa de los padres. Tati, con criterio, se tomó unos días para visitar a la tía en Tucumán y facilitar a la primeriza su instalación definitiva. El 6 de diciembre se fue, feliz. En el saludo final le dijo sonriente a su hermana: —“Ojalá que sea varón”. Al parecer, algún testigo —tal vez el último en verlo libre— in- formó que Tati estaba junto a una parada de ómnibus, en Monteros, cuando llegó el ejército y se lo llevó. Esto ocurrió el día 8. Según ese relato al que accedió directamente la familia, su detención fue en verdad insólita, a tal punto, que el anónimo informante llegó a supo- ner: “Capaz que se lo llevaron porque tenía una honda colgando del cuello”. Si bien hubo entre ellos gran preocupación, desde luego, el amar- go momento no se vivió como una tragedia. Había que ir de inme- diato a Tucumán, encontrarlo y aclarar la situación ante las autorida- des. Abrazado a esa certeza su padre viajó para traerlo a casa y por eso no estuvo presente el día 23 en Adrogué cuando Candelaria iba a dar a luz. Permaneció allí dos meses yendo y viniendo por todas 86

Juan Ranieri partes, preguntando a cada persona si había visto a Tati, el joven de la fotografía que a todos mostraba. El relato familiar que se conserva muchos años después dice que su búsqueda tuvo momentos terribles. Candelaria afirma que de al- guna manera el padre consiguió permiso para ingresar en un enorme regimiento donde sus anfitriones los acompañaron a recorrer los fondos para que certificara si el hijo estaba allí entre los cadáveres incinerados. Ninguno parecía ser Germán. A los pocos días —por tratarse de un empleado municipal de buen comportamiento— el usurpador del Ejecutivo local, comandante de gendarmería Hugo Aresca, envió un telegrama a Domingo Antonio Bussi interesándose por el caso. El genocida recibió entonces al incansable buscador y escuchó su súplica esperanzada. Ahí mismo tomó el radio y chumbó una orden tajante: “El que lo tenga, que lo lleve ya mismo a la plaza de Monte- ros, vivo o muerto”. Rebotando por el éter llegó de inmediato una insólita respuesta: a Tati lo habían liberado por considerarlo débil mental. Así, el padre se fue de la entrevista sin nada pero fortale- ciendo la presunción que Germán vivía y andaba por ahí. En aquellos dos meses nadie reconoció al muchacho de la foto hasta que, con cierta seguridad, un vecino informó que el joven había viajado para Buenos Aires en un camión. Si en Tucumán no había rastro alguno, parecía creíble que Tati hubiera salido de la provincia. El padre, entonces, emprendió el regreso, pero en una parada de su viaje, ya por territorio bonaerense, le informaron que el de la foto podía ser uno que anduvo trabajando por el campo de no sé quién unos días atrás: —Vaya tomando el camino de tierra hasta la primera tranquera, sería bueno preguntar ahí. Ese largo caminar por la soledad y el silencio fue el último intento. Cuando llegó a Claypole después de esa odisea conoció a Diego, su nieto. 87

De aquella roja raíz 22 El terror sobre Sakura I Cualquier referencia al barrio Sakura en Almirante Brown remite directamente a ciertas personas fundacionales.15 En algunos casos: Ernesto Ramos, Lucio Ramos, Roberto Beto Castillo, Antonio Roa, el Hormiga, Alberto, Rafael Chalaliche, porque le dieron origen y continuidad desde las primeras casillas instaladas allá por 1968; en otros casos: Susi Papic, Henry Barry, Chachi Oviedo, Graciela Nordi, María Rosa Salaberry, Alberto Douglas, porque fueron quienes luego aportaron la organización política, transformando a aquellos jóvenes moradores en verdaderos cuadros militantes. Desde allí, gradualmente, estos dirigentes iniciales se fueron relevando en la conducción, a la vez que aquellos militantes de base asumieron como nuevos referentes de sus vecinos. Tal fue el caso de Beto Castillo y los hermanos Ramos —enrolados en Montoneros— que tenían también muy buena relación con otros pares no encuadrados en la organización, tal era el caso de dos jóvenes matrimonios que integraban Victoria Viñuelas con José Villegas y Mary Chávez con Ramón el Chino Ponce. Era frecuente que para una causa común —ingreso de colectivos, iluminación, construcción de veredas— unos y otros se unieran en organizar diversas activida- des para recaudar fondos como aquellas kermeses en el Club Japo- nés. Aunque casi nadie ya los recuerde, debe saberse que Julio Luna y Carlitos Merino pasaron años colaborando en estas cosas. Como todo barrio, Sakura tenía ciertos personajes que se destaca- ban por algún rasgo personal o por asumir en el conjunto un lugar determinado, y es importante señalar que también ellos formaban parte de esa cohesión arraigada en estos vecinos. Hugo Hagenmuller es un ejemplo de esto. Conocido como el Panadero, era un sanjua- nino de Jachal cuya bondad solía esconderse tras un carácter muy 15 En otro contexto, ver el tema de Sakura en: Juan Carlos Ranieri, op. cit., capítulo 5. 88

Juan Ranieri fuerte. A menudo estallaba en una serie de puteadas que, lejos de agredir, construían la defensa de sus sólidos principios. Muy adverso al peronismo y a la figura de Perón en particular, había adherido al Partido Socialista que tenía en Alfredo Palacios su ícono fundamen- tal. Este hombre, lejano a Montoneros, supo sin embargo apoyar y formar parte de diversas iniciativas favorables al barrio junto a los vecinos de aquella organización. En el mismo sentido se destacó la figura de Rafael Chalaliche, un mecánico muy calificado de motores industriales y piloto de aviones al que sus compañeros llamaban Lupín como aquel aviador de las historietas. Este hombre sumamente culto y amante de la música clásica, que condenaba el chamamé reinante en Sakura, también se había integrado al principio de luchar juntos por el barrio, incorporándose de tal modo, que incluso llegó a lograr que los muchachos a veces fueran a su casa para escuchar a Mozart y Vivaldi. Dada su considerable distancia con respecto a las principales vías vehiculares y las estaciones ferroviarias de Burzaco y Longchamps, para salir de Sakura había que caminar mucho. En cierta medida por esta razón, los fines de semana eran muy locales, ya que los medios de diversión y esparcimiento estaban en el propio barrio, desde los partidos de fútbol hasta las numerosas reuniones en casa de algún compañero donde siempre predominaban los temas políticos. Con frecuencia también los fines de semana se empleaban en trabajos comunitarios y en la planificación de actividades con los militantes que venían de afuera del barrio. Pese a su aislamiento, por Sakura también pasó el perfume de la revolución. Se lo percibió claramente y estuvo un tiempo —acaso un breve tiempo— suspendido en el aire, embriagando cada día a quienes lo respiraban. Así ellos lo sentían a cada momento. Transi- tando el ’74 su presencia se disipó y ya en el ’75 no quedaban rastros de él. A partir de ahí el barrio se apagó, tal cual se apaga una má- quina: ya no hubo ruido, ya no hubo actividad. Comenzaron a darse choques con ciertos vecinos gorilas, reaccionarios, que ya salían de sus cuevas más seguido y se habían vuelto peligrosos. 89

De aquella roja raíz Hacia mediados de mayo de 1975 la Triple A secuestró a Antonio Roa. Lo torturaron por espacio de ocho horas más o menos y luego lo tiraron, muy lastimado, en las afueras de Monte Grande. Ese he- cho fue determinante. Luego de los debates del caso, algunos compa- ñeros —entre ellos el propio Antonio— decidieron dejar el barrio. Hugo Hagenmuller también fue levantado. En su caso, estuvo detenido ilegalmente durante una semana recibiendo torturas y luego liberado en las inmediaciones de Puente 12. Es evidente que este hombre logró sostener esa circunstancia sin apelar al camino fácil de la delación contra sus vecinos montoneros porque a partir de su liberación las patotas no volvieron por algún tiempo. Entre aquellos que permanecieron en Sakura —aunque ya sin actividad política, como señalamos— hubo algunos que al hacerlo corrieron un considerable riesgo pues estuvieron antes muy expues- tos. En verdad, es seguro que ellos mismos sabían esto, pero sencilla- mente no tenían dónde ir y entendieron, además, que abandonar el barrio tampoco les garantizaba ninguna seguridad. Una mañana cualquiera de 1976 el Hormiga salió a trabajar y nunca volvió, permaneciendo desaparecido desde entonces. Dado que nadie recuerda su nombre y apellido —de hecho no lo supieron ni sus compañeros más cercanos— tal vez su caso no haya sido siquiera denunciado formalmente. Sakura ya se había convertido en un coto de caza. II La noche del 12 de enero de 1977, ya muy tarde, un ruido tremendo conmovió al barrio, proveniente de las inmediaciones de Esteban de Luca y Zuviría. Ahí nomás, en la casa de Mary Chávez, comenzaron a oír gritos muy cercanos y los perros parecían haber enloquecido. Ella, a pesar de su embarazo, no pudo contener la curiosidad y, con algún mínimo cuidado pese a la desesperación de su madre, se subió al inodoro y miró por la ventanita del baño: —Es en la casa de los Ramos —dijo— Es en lo de Ernesto. Hay un montón de autos. 90

Juan Ranieri Efectivamente, era en la casa de Ernesto. Un puñado de hombres con uniformes del ejército y otros tantos de civil había entrado vio- lentamente a la vivienda. Toda la familia había sido golpeada mien- tras que a Ernesto se lo llevaron tabicado. Lo propio hicieron con su hermano Lucio que vivía a pocos metros y con Roberto Castillo, a dos cuadras, en Fonrouge y Japón, en cuya vivienda irrumpieron gritando que entregaran las armas y los panfletos. A la mañana Josefa Ramos le contó a Mary sobre el secuestro de sus dos hijos. Pasaron pocos meses y el barrio era un dolor cotidiano, temiendo que la patota volviera y esperando en silencio a los ausentes. El Chino Ponce pertenecía a la Marina y prestaba servicio en el décimo piso del edificio Libertad. Mary Recuerda que por espacio de un mes no volvió a su casa y no sabía nada de él. Al regresar un día, inesperadamente, le contó que había estado preso en el apostadero naval. Le armaron una causa acusándolo de colaborar con la subver- sión porque se negó a ser trasladado a Tucumán “para patear puer- tas”. Finalmente fue liberado pero lo destituyeron de la fuerza. El 18 de octubre del ’77 irrumpieron en su casa aunque, curiosa- mente, Mary fue el blanco de las preguntas y de los golpes inmedia- tos que no esperaban la respuesta: —“Confesá que sos la secretaria de Firmenich”, le gritaban antes y después de cada cachetazo. En un breve lapso, a ambos lados de la medianoche —hacia el 18 y hacia el 19— Sakura fue rastrillado y los grupos de tareas arranca- ron personas de numerosas viviendas, destruidas y saqueadas. Entre ellas, particularmente la casa de Victoria Viñuelas, que con José, su marido, tenía un almacén cuya mercadería fue trasladada íntegra- mente a los camiones que participaban del operativo. Aunque ninguna de las víctimas tuvo certeza de dónde estuvieron, Victoria sospecha que fue en la ESMA, registrando como recuerdo más vívido un sótano nauseabundo en el que pasaron una semana todos tabicados. Cerca de ella estuvo Mary Chávez, quien reconoció a su vecina almacenera por la voz, lo mismo que a otros vecinos: Don Quique, sus dos hijos y el propio Rafael Lupín Chalaliche. 91

De aquella roja raíz Sin entrar en detalles y aunque parezca obvio, debemos señalar que todos fueron torturados. En la última sesión, un pez gordo entre los represores le dijo a Victoria que había sido denunciada por un vecino que estaba allí mismo presente, en la habitación contigua, llamado Eduardo Ocampo. Para certificarlo, le permitió quitarse las vendas de los ojos y ella pudo verlo. Del mismo modo, ya Beto Castillo había sido denunciado por su vecino de apellido Zarza, que vivía muy cerca, en la misma calle Fonrouge. Con diferencia de pocas horas todos fueron liberados: Mary con el Chino Ponce, en el antiguo frigorífico CAP, casi sin ropa y física- mente destruidos. Volvieron en el 51, que los dejó en la Avenida Yrigoyen, y cruzaron el campo hasta llegar. Victoria y José Villegas fueron dejados en la fábrica Bagley, él con un brazo fracturado. Pudieron tomar el tren en Constitución y al bajar en la estación Burzaco caminaron por las vías hasta Sakura. Los demás hicieron lo propio, cada uno a su turno y como pudo. Todo el barrio los fue recibiendo entre la sorpresa y la congoja. Beto Castillo y los herma- nos Lucio y Ernesto Ramos nunca volvieron.16 16 Los restos de Beto, Lucio y Ernesto fueron exhumados del cementerio municipal de Avellaneda y posteriormente identificados por ADN. 92

Juan Ranieri 23 Bynnon: el abismo de febrero I El mes de febrero de 1977 comenzó con diversas caídas fuera de Almirante Brown que marcarían una sucesión de golpes fatales a la brevedad en el distrito, pero en particular sobre el grupo de Bynnon. El martes 1° fue secuestrado en Berazategui Edilberto Chamorro, albañil paraguayo que trabajó mucho tiempo con Nelson Flores, aunque no se registra participación activa de su parte en el grupo. Al día siguiente fue secuestrado Daniel Klosovski, también en Berazategui, quien tampoco participaba de las reuniones en casa de Nelson, pero que sí en algún momento había estado viviendo allí de manera transitoria —solo dos semanas— con su mujer y su hija. Klosovski también era albañil —de hecho fue secuestrado de una obra en construcción— y solía trabajar con Chamorro desde tiempo atrás. En la madrugada del viernes 18, cerca de las 4h, se desplegó un impresionante operativo en Florencio Varela, movilizando incluso dos camiones del ejército. Irrumpieron en el domicilio de un matri- monio uruguayo que vivía allí con cuatro hijos pequeños: Juan Enri- que Velázquez Rosano y Elba Lucía Gándara. Luego de largas horas durante las cuales hicieron todo tipo de desastre, incluyendo torturas y saqueo, cerca de las 10:30 los trasla- daron a cada uno en el baúl de un automóvil, iniciando un viaje con varias paradas que duró alrededor de catorce horas. Pasando la me- dianoche llegaron a un centro clandestino que no se ha podido iden- tificar y que Juan Enrique llamaría luego departamento central de la policía motorizada. II Prácticamente al mismo tiempo, en esos primeros minutos del sábado 19, llamaron a la puerta en casa de Nelson y Elsa. Al preguntar ella quién llamaba, desde afuera le respondieron “Soy 93

De aquella roja raíz Cristina”, ante lo cual su marido le indicó que abriera. Inmediata- mente entró una docena de hombres armados gritando y rompiendo todo. Traían con ellos, efectivamente, a María Cristina Michia, que estaba muy lastimada y no dejaba de temblar. Seguramente la habían sometido a picana eléctrica porque al pedir luego un vaso de agua se lo negaron terminantemente. Elsa fue llevada a una habitación con sus tres niños, disponién- dose de inmediato el traslado de Nelson y Cristina. De este modo el chileno llegó detenido al mismo centro clandestino que Velázquez Rosano; es más: acaso este ya estaba en el baúl de uno de los móviles, y con distintas escalas, todo fue parte de un solo operativo. En casa de Nelson permaneció un grupo de tareas con su esposa y los niños por largas horas. Ya en la tarde, Roberto Coria y María Ester Donza llevaron a su pequeña beba, Julia, a una consulta con el pediatra. Al salir se despi- dieron para reencontrarse a la noche. Ella se animó entonces a visitar unos compañeros para que conozcan a su hija, pese a las indicaciones de Roberto, quien le advirtió que era muy peligroso. Así llegó a casa de Nelson cerca de las 19h. Claramente se explica porqué aquellos tipos permanecieron tanto tiempo en la vivienda cuando ya habían capturado a Nelson y no quedaba nadie más para llevarse: su trabajo de inteligencia reveló seguramente que se trataba de un centro de reunión muy importante y, por lo tanto, era probable que a lo largo del día llegaran otras personas vinculadas a la organización. A María Ester la interrogaron y al cabo de dos horas se la llevaron con su beba. De pasada dejaron a la niña en casa de su abuela materna y siguieron. Roberto se salvó de ser capturado porque había salido de allí unos minutos antes en busca de su compañera. Llegó a decirle a su suegra: —Seguro que fue adonde le dije que no fuera. Tomó la bicicleta y emprendió viaje a casa de Nelson, llegando alrededor de las 22 horas. La ratonera seguía montada y así se cobró otra presa. Roberto fue muy golpeado, atado y retenido un par de horas con Elsa y los tres 94

Juan Ranieri niños. Finalmente se los llevaron a todos hacia la medianoche, que- dando la casa vacía. Llegaron al centro clandestino donde ya estaban Nelson, María Ester y Velázquez Rosano, ese mismo que aún no se pudo identificar, aunque cercano al Vesubio con toda seguridad. Elsa, de breve permanencia en el lugar, oyó claramente la voz de María Ester allí. Nelson pudo ver a sus hijos, pero enseguida fueron trasladados con la madre a otro centro clandestino donde pasaron la noche —que pudo ser, tal vez, la Brigada de Investigaciones de Lanús, ubicado en Avellaneda y conocido como El Infierno—. Desde allí, al día siguiente los condujeron hasta José Mármol, dejándolos en libertad sobre la calle Bynnon, a dos cuadras de su casa. III Juan Enrique Velázquez Rosano estuvo una semana en ese primer centro clandestino. En su testimonio señala que vio morir a dos hombres en esos días: el primero de ellos, a quien él llama el Gapo, es sin dudas Carlos Enrique Gómez García, apodado el Japonés o el Japo, secuestrado el 20 de febrero en Conscripto Bernardi y Buenos Aires, barrio San José, junto a su esposa Graciela Lilian Amarilla; es decir: al otro día y a pocas cuadras del operativo en casa de Nelson. La segunda persona fallecida por las torturas recibidas fue, dice Velázquez, el chileno Ramón, nombre falso de Nelson Flores Ugarte entre sus compañeros. Trasladado al Vesubio alrededor del 26 de febrero, Juan Enrique menciona entre otras personas detenidas allí al padre y la madre de Cristóbal Cacho Dedionigi —que estaban como rehenes hasta que se entregara su hijo—, el paraguayo Esquivel —Daniel Antero Es- quivel seguramente, quien también militó en Almirante Brown—, Roberto Coria y su esposa maestra —María Ester Donza, por su- puesto— y el propio Cacho Dedionigi, de quien supuso que se había entregado finalmente por la situación de rehenes de sus padres. Es destacable que Velázquez no haya mencionado a María Cristina 95

De aquella roja raíz Michia en el primer centro donde pasó una semana ni en el Vesubio, su lugar de cautiverio por dos meses. Fuera de esta secuencia de hechos, nos resta saber finalmente la suerte de Daniel Calleja y Beatriz, los otros dos miembros del grupo de Bynnon. Hacia comienzos del ’77 el joven médico de Adrogué se encon- traba trabajando en el Hospital Posadas y ya no militaba en zona sur. El 22 de marzo fue desaparecido en Capital Federal. Su departa- mento estaba intacto, por lo cual se deduce que lo esperaron en la calle, en proximidades de la Avenida 9 de Julio y Lavalle. Por otra parte, Beatriz comenzaba sus vacaciones de dos semanas el sábado 19 de febrero. El viernes 18 pasó por casa de Nelson al volver de su trabajo en la tardecita para avisarle al compañero que se iría a Tucumán los próximos quince días. En ese momento solo fal- taba un puñado de horas para que el grupo de tareas llegara allí pa- sando el umbral de la medianoche. Todo estaba encaminado hacia un descanso que Beatriz necesitaba imperiosamente, pero aún no tenía pasaje para viajar. El sábado estaba en Retiro esperando abor- dar ese tren. Escuchó al llegar a la ventanilla de venta que un hombre porfiaba con la empleada y exigía un pasaje sin resignarse a aceptar que ya no había más. Beatriz, que se encontraba a pocos metros de recibir la misma negativa, se puso a llorar desconsoladamente. Al verla, desde otra ventanilla una mujer la llamó para preguntarle qué le ocurría. Su explicación fue sencillamente que necesitaba viajar esa misma tarde, mientras seguía llorando sin parar. La empleada se fue adentro y volvió al rato con un pasaje. A riesgo de equivocarnos por unos cuantos minutos, se puede pensar que Beatriz abordó ese tren en el momento que María Ester Donza estaba llegando con su beba a casa de Nelson. Apenas ubicada en aquel asiento junto al baño, entró en un profundo sueño y recién pudo despertar en Santiago del Estero, a la altura de La Banda. Cuando regresó a Buenos Aires y se reincorporó a su trabajo alguien fue hasta allí para avisarle que ya no vaya a casa de Nelson. Recién entonces supo lo ocurrido el día de su partida. 96

Juan Ranieri 24 Chamaco y el Loco I Los ataques que se sucedieron sobre la militancia católica pero- nista de Nuestra Señora de Lourdes alcanzaron su punto culminante en los mismos días que se desmantelaba el grupo de Bynnon. A la vuelta de la parroquia, en Humberto Primo y Aquino, vivía Carlos Esteban Rodríguez, el querido Chamaco. Compañero de Liliana Ivanoff, Julio Arena y Gerardo Moreyra, sabía perfectamente que su vida era un blanco móvil y que no había razón alguna para suponer que tendría un destino distinto al de aquellos. Su compañera Mirta Gerelli también militaba en Montoneros y vivía en Quilmes, aunque en alguna temporada compartió el domici- lio de Chamaco. En las proximidades de esa estación ferroviaria se produjo la desaparición de ambos el 26 de febrero de 1977, pero al parecer en distintos operativos. Por testimonios de sobrevivientes se sabe que estuvieron cautivos juntos en el Pozo de Quilmes y luego en el pozo de Banfield. Cha- maco fue la cuarta víctima de Lourdes. Pocos días después, el 2 de marzo, las fuerzas represivas atacaron la casa del Loco Orlando Bastarrica, en Joaquín V. González y Garibaldi, Claypole. Al verse rodeado y solo, él procuró escapar hacia el fondo y cruzar el arroyo próximo, pero fue alcanzado por varios disparos que le provocaron la muerte. El grupo de tareas permaneció un rato allí junto al cuerpo y resol- vieron llevárselo, al tiempo que secuestraron a Graciela, su mujer. Ella fue llevada a un centro clandestino que, si bien no identificó, era sin dudas el Pozo de Quilmes. Aunque no pudo verlo, oyó la voz familiar e inconfundible de Chamaco Rodríguez diciendo: —A esta mujer no la conozco. Eso fue todo. Al día siguiente la sacaron en un automóvil y la dejaron en inmediaciones de Pasco y Salta, Temper- ley, para que tomara el colectivo. Insólitamente, le pagaron el pasaje dándole algunas monedas. 97

De aquella roja raíz II De manera inmediata al regreso de Graciela se produjo un hecho inesperado en esa dolorosa situación donde ya nada más podía pasar. Un antiguo vecino a quien no veían hace tiempo se comunicó con la familia para informar que sabía dónde estaba enterrado Orlando. Este hombre trabajaba en la cochería fúnebre Los Vascos y había sido enviado días atrás a la comisaría de Claypole para retirar el cuerpo de un indigente sin identidad y trasladarlo al cementerio mu- nicipal. Al verlo reconoció de inmediato a Bastarrica. Gracias a un plano que este hombre había hecho del lugar exacto, Graciela pudo llegar, junto a su hermana y su hijo Alejandro, al tablón 11, zona quinta, sección cuarta de la necrópolis de Rafael Calzada. Allí habló con algunos sepultureros contándoles la verdad y ofre- ciendo una propina para que abrieran la tumba. Efectivamente, el cuerpo que encontraron era el de Orlando. Desde luego, el secreto debió guardarse siete años. A lo largo de ese tiempo, las visitas a una tumba cualquiera entre tantas otras no revistieron ningún peligro.17 17 Ver el documental “Zona Quinta”, guion: Juan Ranieri, dirección: Nicolás Brandán, 2016. Disponible en YouTube. 98

Juan Ranieri 25 Silvia y Víctor I Al cabo de la segunda guerra mundial, cuando se hizo imperioso rehabilitar a millones de personas afectadas en sus capacidades mo- toras, se extendió la terapia ocupacional como disciplina en el área de la salud. Promediando la década siguiente, en la Argentina, una epidemia de poliomielitis afectó a miles de niños justo cuando la dictadura estaba desarticulando el formidable andamiaje sanitario creado por el Doctor Ramón Carrillo. Fue necesario entonces apelar a profesionales británi- cos y estadounidenses para que se pusieran al frente de la situación, además, por supuesto, de hacer extensiva la vacuna Salk. 18 Entre los miles de afectados hubo una niña cordobesa, Silvia Juana Rivadera González, que rondando sus tres años de edad cono- ció en primera persona los efectos lentos pero favorables de aquellas terapias. Si bien en el caso de Silvia la enfermedad no comprometió seria- mente su motricidad, sí dejó cierta secuela en el rostro, afectando parcialmente la vista. Pero quién sabe si no fue la propia enfermedad y su recuperación lenta una suerte de cincel que le fue templando el carácter; acaso un sufrimiento capaz de sugerir ciertos caminos que ella luego eligió con determinación. Viajó a Buenos Aires años más tarde para comenzar a andar un inmenso proyecto del cual siempre se imaginó integrante. Tomó contacto con un grupo de sacerdotes y comenzó a realizar con ellos 18 Ver: Briglia, J; García, V; Maiani,A; Nogueras,M; Popritkin,M; Rosemblat,F. & Portela,A. (2017). Silvia Rivadera, la huella de una colega desaparecida en la última dictadura argentina. Aportes a la memoria y a la perspectiva histórica- ética de la Terapia Ocupacional. Revista Argentina de Terapia Ocupacional, año 3, número 1, julio 2017. // www.revista.terapia-ocupacional.org.ar/rato3(1)/revista TO3(1)Ensayo.pdf 99

De aquella roja raíz trabajo social en los barrios periféricos, especialmente de alfabetiza- ción, transformándose con algo más de veinte años en una educadora popular. Allí fue, en aquellos ranchitos, que contrajo el Mal de Chagas, enfermedad que le dejó por supuesto secuelas cardíacas. Pero eso no la amedrentó porque el proyecto estaba en marcha. Había que dar nuevos pasos. Acaso pocas palabras son tan hermosas como Revolución. Es hermosa en todas sus acepciones; es hermosa hasta fonéticamente y también lo es por todo lo que guarda, lo que sugiere, lo que invita a imaginar. Justamente, Revolución era el nombre de su proyecto. El nombre de su compañero para transitar aquel camino, fue Víc- tor. Él había nacido en Capital Federal exactamente diez años antes que ella y, si bien su apellido sugiere cierto grado de parentesco, lo cierto es que fue su pareja para siempre. Víctor Mario Rivadera Ríos había pasado un largo tiempo como marino mercante cruzando el Atlántico, el Mediterráneo, caminando por Grecia y más allá, pero ya se había retirado y prefirió surcar la ciudad como taxista, en un laburo complementario al de empleado en el diario La Opinión. Juntos, supieron elegir el ERP como organización de militancia para navegar en aquella tormenta el proyecto revolucionario. Víctor Mario Rivadera Ríos y Silvia Juana Rivadera González 100


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