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DE AQUELLA ROJA RAÍZ

Published by Gunrag Sigh, 2022-01-23 19:57:18

Description: DE AQUELLA ROJA RAÍZ

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De aquella roja raíz Juan Ranieri

Ranieri, Juan De aquella roja raíz: desde Almirante Brown, por la liberación y la independencia / Juan Ranieri. - 1a ed. - Longchamps: LENÚ, 2021. 152 p.; 23 x 16 cm. ISBN 978-987-4983-55-8 1. Relatos Históricos. 2. Historia Argentina. I. Título. CDD 982 Título original: “De aquella roja raíz” Relato histórico © Juan Ranieri Primera edición marzo 2021 Editorial Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook: Ediciones Lenú Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, se respetaron los deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

A todas las personas que llevan en su interior la savia inmortal de aquella roja raíz.



Agradecimientos Gracias a Silvana, por los testimonios recolectados juntos, por sus fotos, por grabar, copiar, transcribir y filmar; por las hemerotecas que recorrimos, por ser la primera en leer o escuchar los dos prime- ros tercios de este libro, por su crítica precisa; por sus preguntas y sus respuestas. Luego de estar dos años literalmente cajoneado y sin chances de continuidad, este libro pudo ser concluido gracias al apoyo funda- mental de Silvia Lucía Tovar y Jorge Horacio Pérez. Gracias a mis compañeras y compañeros de Plazas de la Memoria de Almirante Brown. Quiero agradecer y destacar la permanente cercanía y colabora- ción de la Organización Unidos de Almirante Brown, con quienes siempre puedo contar incondicionalmente. Agradezco a todas las personas que brindaron su testimonio, registrado en treinta y un cassettes —de los viejos TDK— y apuntes que llenaron decenas de páginas; al pueblo de Almirante Brown, expresado en vecinas y vecinos desconocidos que aportaron desde su memoria, con amor y compromiso.



Prólogo Emocionado aún por la petición de un gran amigo para que pro- logue su libro inicio la tarea. En su primer libro, Por las calles y los días (este es el cuarto) Juan Carlos es criticado por dos errores. Por un lado, hablar solo de la resistencia peronista a las dictaduras sin mencionar a la izquierda. El otro, no señalar que en Almirante Brown existieron fuerzas como el MR-17 que habían sido tremendamente importantes. Juan Carlos cuando percibe lo precedentemente señalado se autocritica en la práctica: me encarga a mí el prólogo sabiendo que ambos aspectos iban a ser analizados. Esto es, lisa y llanamente, honestidad intelec- tual, una virtud hoy tan ausente. Él se lanzó como un búfalo para recordar a los caídos, lo que logró en grado sumo, pero los años transcurridos, la mala memoria, el fallecimiento de muchos compañeros y alguna que otra información parcial dificultaron la tarea. En el libro de Mónica Mendoza y Eduardo Espinosa Recordando a Montoneros: Los Barry de Adrogué, una entrevistada, Graciela Nordi, marca un punto esencial con sencillez y concisión: “Ni Busteros ni Marta (Mastrángelo) eran integrantes de ninguna agrupa- ción política seria; lo que se considera más valioso para militar no iba a los cargos (pág. 40). También dice en la página 39: “Y nosotros en esa época conformábamos la coordinadora de la JP; estaba la JP con las representaciones en distintos niveles de adhesión, los que eran colaboradores, y estaba el MR-17 que era el Movimiento de Gustavo Rearte”. El espíritu que describe Graciela Nordi (no ocupar cargos) cam- peaba en ella y en otros jóvenes y no tan jóvenes como los hermanos Barry, Susana Mata, Susana Papic, Emilio de Claypole, Jorge Frias, Antonio Escudero, Mariano Grandoli, Carlos Alfano, María Rosa Salaberry, Andres Brenner, Luis Cepeda, Armando Ledesma y tantos otros (cómo les costó a las chicas, recuerdo, convencer a Marta Mastrángelo para que sea consejera escolar).

Alicia Chihee consultó con su organización (Montoneros) y aceptó ser concejal cumpliendo un papel digno. Ella militaba cerca de la legendaria Norma Arrostito. Una vez las encontré juntas en Lo- mas después de años sin ver a Norma. Me acuerdo también del entusiasmo de Susana Mata y Susana Papic —protagonistas centrales de este libro— por la formación de CTERA y su declaración de principios. Allí podemos leer (¡Cómo han cambiado los tiempos!): (Art. 6°) “Toda discriminación política, religiosa, racial o ideológica es rechazada por la entidad que mantendrá absoluta prescindencia de toda posición política partidista o confesional (…) sin que esto obste el ejercicio que cómo ciudadanos hagan sus miembros de los derechos y libertades que emanan de la Constitución o sus leyes y de los derechos humanos que surjan como conquista de las luchas populares”. En el Art. 8 se lee: “La solidari- dad es la base de la acción gremial de la entidad”. Ahora vemos a CTERA y SUTEBA convertidos en un apéndice del Justicialismo, en una Unidad Básica, y a pesar del artículo 8° nunca CTERA es solidaria con las luchas de las provincias, y ni hablar de la democracia sindical como la entendían Tosco y Arancibia. Me emociona el recuerdo de los zapatos de Arancibia, de la militancia de Eduardo Requena, de la abnegación de Marina Vilte,1 secretaria general de los docentes jujeños, pero me emocionaría más si se cumpliera con la prescindencia de la política partidaria y con la solidaridad con los compañeros que luchan en las provincias año tras año. En oposición a aquella conducta, hoy vemos que el sindicalismo es utilizado como trampolín para llegar a concejal o diputado. El peor ejemplo es Yasky, que desde esa función atacó la reclamada cláusula gatillo por considerarla inflacionaria. El trampolín se inició cuando la dirección de SUTEBA en lugar de ser representante de los docentes ante el gobierno se convirtió en representante del gobierno ante los docentes. 1 Ver: Sofía D’Andrea. “Marina Vilte, un blanco en los ‘70”. Editorial La Campana, 2008.

En el bello libro Tosco, la calle tiene memoria, editado por Ma- dres de Plaza de Mayo en 2008, leemos una reflexión fundamental de Agustín: “El sindicalismo, por agrupar a compañeros de distintas ideologías religiosas, filosóficas, etc. no debe embanderarse con determinado partidismo, credo religioso o cualquier otra parcialidad que pueda dividir la lucha por objetivos que son comunes a todos”. Gustavo Rearte decía que el peronismo era un frente de clases donde la burguesía ponía las ideas y los trabajadores los votos, y que si nos lanzábamos sin una incidencia en sectores significativos de la población a operar militarmente íbamos a ser negociados por Perón, Gustavo se quedó corto. No imaginó que Perón iba a encomendar a López Rega y al comisario Villar la formación de un grupo parapoli- cial como las 3A. Varios opinamos que la estrategia de Perón era tornar ingoberna- ble al país para que lo volvieran a llamar a ocupar la presidencia, y todos los que contribuimos a ello (incluido el PRT-ERP) trabajamos sin quererlo para esa estrategia y aunque muchos nos dimos cuenta, la vorágine nos devoró. Gustavo Rearte comienza su lucha inmediatamente después del golpe de Estado que derrocó a Perón en septiembre de 1955. Integró y dirigió uno de los grupos más importantes de la Juventud Peronista. En 1960 junto con Envar El Kadri, Jorge Rulli, Felipe Vallese, Spina y Ferrari coparon la guardia de la Aeronáutica en Ciudad Evita. Habían advertido que los militares peronistas no les iban a entregar las tan necesarias armas en la época de la resistencia. Gustavo du- rante varios años tuvo una absoluta confianza en Perón. Pero luego del reemplazo de Cooke como delegado y la desautorización del MRP, del cuadrunvirato, de la CGT de los argentinos, le quedó claro a Rearte y a sus compañeros que Perón se inclinaba aparentemente por el ala más combativa y revolucionaria cuando los burócratas sindicales y políticos querían negociar con los gobiernos sin él. Luego cuando el ala derecha volvía al redil ninguneaba al ala iz- quierda. Me imagino a Gustavo cantando el tango de Discépolo Uno: “Si yo pudiera como ayer querer sin presentir”. Por ello y ante las

acciones guerrilleras de las FAP en 1970 escribe Violencia y tarea principal. Luego de una profunda discusión colectiva alumbrada por este artículo de Gustavo Rearte nos dedicamos a tratar de poner los mayores esfuerzos en difundir entre las masas el criterio que los trabajadores tuviéramos independencia política dentro de ese frente de clases que era el peronismo. Gustavo nos presenta en Almirante Brown a una reconocida mili- tante: Elena de Narváez. Para ser breve diré que abrimos frentes en varios lugares. Meses más tarde se dio la gran explosión de Montoneros y militamos en conjunto. También existía en Almirante Brown la organización Guardia de Hierro, cada vez más fascistizante que concluye su periplo durante la dictadura al extremo que llegó a tener como máxima figura al oficial de la ESMA Radice, estrecho colaborador de Massera. Cabe recordar que el actual Papa Jorge Bergoglio fue un hombre de la Guardia de Hierro. Hoy sigue siendo fanático del patriarcado mientras protege al cura Grassi y a otros abusadores. A propósito, les cuento que leí la tercera encíclica del Papa, titulada Fratelli Tutti. Pienso que debió haberla titulado Frutelli tutti por la manera de mandar fruta del Sumo Pontífice. Volviendo y, para terminar. Antes de criticar a Juan Carlos porque hay que criticarlo, recuerdo que en un libro que publiqué hace pocos meses con una compañera y dos compañeros, tardamos décadas para corroborar, investigar, cotejar, no cometer errores. Igualmente hubo algunos. El libro es bueno, pero durante la tardanza fallecieron muchos compañeros que hubieran aportado valiosa información. No es fácil escribir un libro de historia. En el evangelio según San Juan, capítulo 8 versículo 7, leemos una frase de Jesús cuando le proponen lapidar una mujer adúltera: “Quien se sienta libre de culpas, que arroje la primera piedra”. Vaya a saber si Cristo existió, si el apóstol Juan existió, pero debemos convenir que la frase es maravillosa. Jorge Horacio Pérez

Prefacio del autor Ya se ha encargado Jorge Pérez de comentar de manera honesta - como siempre- y rigurosa —por supuesto— alguna deuda que dejó el libro Por las calles y los días. Solo debo decir al respecto que ese trabajo tuvo como tema específico y exclusivo la resistencia pero- nista y su continuidad en Almirante Brown entre 1955 y 1975. Pero además, aquel libro también dejó una cuenta pendiente en lo personal. Tiempo antes de su publicación supe por mi compañera María Rosa Salaberry que el represor Miguel Osvaldo Etchecolatz había sido titular de la comisaría 1ª de Adrogué en 1967, dato suma- mente valioso que no dudé en tomar como veraz a partir de su fuente tan calificada. No obstante, al no poder demostrarlo documental- mente, preferí a último momento excluir el mismo de la redacción original del capítulo 8. Recién en 2016 hallé dos fotografías que lo prueban. Aquí se publica una de ellas. Al año siguiente, ambas fueron cedidas a la muestra permanente sobre terrorismo de Estado en Almirante Brown emplazada en el edificio histórico La Cucaracha que, inaugurada el 10 de diciembre de 2018, jamás fue abierta al público desde entonces hasta la fecha. Cuando esto se efectivice —espero que a la mayor brevedad— se encontrará allí material gráfico relacionado con ciertos hechos y personas que son materia de este libro. Sobre el mismo no hay mucho que anticipar. De aquella roja raíz tiene un tenor diferente a Por las calles y los días, pues solo pretende trazar breves semblanzas de algunos protagonistas centrales en el desarrollo político de Almirante Brown desde 1973. Si bien se explaya sobre decenas de militantes —algunos con cierta profundi- dad— muchos otros son apenas mencionados por contar con muy escasa información o no poder confrontarla debidamente.

El comisario Miguel O. Etchecolatz (de traje claro, en el centro) presencia la entrega de diplomas a los egresados del curso de alfabetización. La Opinión de Adrogué, miércoles 4 de enero de 1967. (Foto Carpell) De aquella roja raíz viene —tal vez— a cerrar el tema de terro- rismo de Estado en Almirante Brown en cuanto a la producción personal, sin pretender ser estrictamente un libro de Historia. Lo componen diversos relatos —algunos vinculados entre sí— sobre hechos y personajes reales que dan —o deberían dar— un claro pa- norama de aquel entramado histórico, por cierto. Finalmente es necesario señalar que algunos capítulos han sido excluidos por no contar con la autorización de sus protagonistas directos o familiares y, por la misma razón, hay personas cuyos apellidos o domicilios se omiten. Juan Ranieri (Enero de 2021)

Juan Ranieri 1 Alicia y Beatriz I Promediando 1973 Beatriz tenía 22 años. Vivía en Rafael Calzada y diariamente viajaba en tren a la capital para trabajar. Si bien no había en ella una definición clara por determinada fuerza política o un marco ideológico preciso, siempre tuvo plena certeza de su pertenencia de clase. Aquellos meses estuvieron enmarcados en la euforia popular por el triunfo de Cámpora el 11 de marzo y su asunción del 25 de mayo, cuando decretó la liberación de todos los presos políticos en una jornada memorable. Desde entonces, y en especial mientras junio transcurría vertigi- noso, Beatriz notaba que cada día la expectativa iba creciendo. Todo era alegría en las calles, donde gran parte de la sociedad y en particu- lar de la juventud esperaba el día 20, cuando Perón regresaría definitivamente al país. Había en el aire algo diferente que le contagiaba una emoción intensa. Ella pensó —en realidad, supo percibir— que estaba vivien- do un momento histórico y decidió estar en Ezeiza el día señalado. Al no tener militancia orgánica, pronto comprendió que ir por sus propios medios iba a ser imposible. En vano buscó acompañantes hasta la noche del 19, ya muy tarde. No se animó a ir hasta la casa de Alicia Chihee, referente de la Tendencia Peronista que vivía a tres cuadras y recién había asumido como concejal porque apenas eran conocidas y no le pareció oportuno. Durmió pocas horas y antes del amanecer se fue caminando a la unidad básica de la calle Solís entre Py Margal y González, donde a las 7h de la mañana ya estaban en pleno preparativo. Al verla, dos compañeros conocidos del barrio la invitaron a viajar con ellos, propuesta que aceptó de inmediato. Fue corriendo a su casa para avisarle a la madre, que entre diversas recomendaciones, le dio un paquete de Criollitas. 15

De aquella roja raíz De más está decir que se trató de la mayor movilización popular de nuestra historia. Al llegar, Beatriz estaba sorprendida por la cantidad de personas y por el entusiasmo que se percibía en ellas. En un momento avisó a sus compañeros que iría al baño, cosa que consideró fundamental para atravesar el resto de la jornada. Había solo dos lugares habilitados. Resignada se incorporó a una larga fila de espera y, cuando ya faltaba poco para su turno, entraron dos chicas corriendo y gritando. Allí se comenzó a oír las detonaciones de innumerables disparos. Algunas mujeres, al contrario, escaparon hacia afuera en medio del tumulto, gritos y explosiones. Beatriz decidió hacer pis y solo después salió. Tuvo la gran suerte de encon- trar en la multitud a sus dos compañeros y juntos corrieron en medio de los tiros —integrando una estampida en dirección a la ruta— mientras otros se refugiaban en los árboles. Un alambrado que no permitía avanzar y pudo generar decenas de muertos y heridos por aplastamiento, cedió a la presión final- mente y cayó. A partir de entonces solo se trató de correr un poco más y seguir luego en una interminable caminata hasta la estación de Ezeiza. Horas más tarde tomaron el tren. En su memoria quedaría para siempre el registro de ese silencio profundo al regresar con los vagones desbordando de gente, amargo contraste de aquella alegría que, desde esas mismas horas, comenzaba a apagarse de manera vertiginosa e irreversible. II A partir de entonces Beatriz comenzó su militancia dentro de la Tendencia, en la Juventud Peronista. Pronto se hizo amiga de Alicia Chihee y, por su intermedio, de María Cristina Michia, a quien todos llamaban simplemente Cristina. Beatriz sentía por la concejal gran admiración y juntas fueron construyendo, en los veinte años siguientes, una amistad de vínculo fraterno signada por la distancia. 16

Juan Ranieri Alicia era una persona muy particular que vivía y actuaba cada día según sus convicciones, determinadas por una ética irreprocha- ble. Aun contra propios intereses siempre eligió hacer lo que corres- pondía y jamás se traicionó. Sencilla y carismática, su sola presencia y discurso apasionado despertaban en los vecinos y compañeros una adhesión espontánea. Por esa razón, ante su convocatoria, numerosos jóvenes se incorpo- raron a la militancia política, siendo sumamente respetada en Cal- zada y San Francisco Solano. Alicia era concejal, pero una vecina más; era concejal, pero la primera militante; era como todos los demás, aunque concejal. Apenas iniciado 1974, en Almirante Brown se fueron sucediendo una serie de atentados que tuvieron como objetivo a los ediles de la Tendencia dentro del FREJULI con el estilo que iría caracterizando a la Triple A. En la noche del 26 de enero, estalló una bomba en la casa del concejal Julio Busteros.2 Pocos días después, en la madrugada del 4 de febrero, todos dormían en casa de Alicia Chihee: además de ella se encontraban sus padres y Cristina Michia. Poco antes de las 2h de la madrugada, la perra de la familia comenzó a ladrar persistente- mente y los padres, cuya habitación estaba próxima a la vereda, se despertaron por ciertos ruidos que venían de allí, cerca de su ventana. Luego, a unos segundos de silencio sobrevino el motor furioso de un auto que salió rechinando sus neumáticos en el asfalto y, enseguida, una terrible explosión que hizo temblar la casa. La bomba fue colocada en un local del frente, junto a la ventana de la habitación, arrancando la cortina metálica y destrozando su in- terior. Parte de la reja contigua fue desprendida de la pared, dejando una marcada grieta y, por supuesto, haciendo estallar los vidrios. De todos los moradores, la única que resultó herida fue Cristina Michia en un pie, levemente. Durante el resto de 1974 y el año siguiente Alicia continuó reci- biendo amenazas al igual que todos sus compañeros de la Tendencia 2 Ver: Juan Carlos Ranieri “Por las calles y los días”. Bs. As., Dunken, 2012, pág. 134. 17

De aquella roja raíz en el Concejo Deliberante. Sus padres se mudaron bien lejos, a González Catán, previa estadía temporal en Temperley. A partir del golpe de marzo de 1976 su organización comenzó a evaluar la salida del país de algunos referentes. Montoneros decidió que, muy a su pesar por el gran apego que tenía con la madre, Alicia debía exiliarse. En la primera quincena de octubre de 1976 viajó a Francia, desde luego, con pasaporte falso. Varias veces volvió al país para visitar a su mamá, incluso en ple- na dictadura. La primera ocasión fue en 1978 mientras se disputaba el mundial de fútbol, y sin autorización de la M. 3 Tanto en este como en sus viajes siguientes, Beatriz siempre iba a González Catán para ver a su amiga y en 1985 la visitó en Francia. Alicia nunca pudo volver definitivamente porque en su exilio se enfermó de esclerosis múltiple y se vio obligada a permanecer en Europa para tener un tratamiento adecuado. La última vez que vino, en 1991, ya caminaba ayudada con un bastón y nunca más regresó. En cada ocasión que se encontró durante esos años con Beatriz, ella le hablaba de su cargo de conciencia por todos los compañeros desaparecidos que se incorporaron a la militancia a partir de su convocatoria. Falleció en Francia en 1993. 3 “La M”: Referencia habitual a Montoneros. Fuerzas Armadas Peronistas (F.A.P.) era llamada “la P”, y “la R” era el apelativo coloquial de Fuerzas Armadas Revolucionarias (F.A.R.) 18

Juan Ranieri 2 El triángulo El padre Rafael Boi había arribado a Buenos Aires en octubre de 1967 procedente de Italia. Su destino en el país era la orionista pa- rroquia Nuestra Señora de Lourdes, en la esquina de República Ar- gentina y Humberto Primo del barrio Lomas de Burzaco. Al llegar, pronto tomó contacto con el cottolengo de Don Orione, al que de hecho también pertenecía por ser la máxima referencia local de su congregación. En los tiempos del Concilio Vaticano II y la Conferencia de Me- dellín, Boi supo dar a su parroquia una orientación de puertas afuera, muy integrada a los vecinos y con el protagonismo central de la juventud que, a principios de los setentas, se desplegaba en activida- des tan diversas como los cursos regulares de catequesis y las clases de alfabetización inspiradas en Paulo Freire. Aquellos catequistas eran chicas y muchachos con un fuerte com- promiso pastoral que fue creciendo luego hacia lo social y lo político. Para algunos de ellos el peronismo era un credo familiar del que solo se hablaba en el interior de sus casas y fueron incorporando desde pequeños; para otros, un descubrimiento reciente que enamoraba con sus postulados de liberación, entretejidos en largas lecturas con la figura del Che y el sueño esperanzador de la justicia social: Liliana Ivanoff, Julio Arena, Gerardo Moreyra, Carlitos Chamaco Rodrí- guez, eran catequistas, alfabetizadores y, ya en 1972, militantes de la JP que componían la squadra del cura italiano. Una figura central por aquellos años en la parroquia y mucho más allá de ella fue Orlando Bastarrica, el Loco. Hombre peronista del combativo barrio El Trébol, tenía 28 años hacia 1973. De amplia experiencia política, llevaba además muchos años de militancia en la Iglesia y era un habitual colaborador en el cottolengo donde su mujer, Graciela, trabajaba de manera permanente. Orlando fue diácono, gran amigo y principal colaborador del padre Rafael en Lourdes, además de un cuadro referente para aquellos jóvenes. 19

De aquella roja raíz Desde la mitad de 1972, con la reapertura política para las elecciones del año próximo, la parroquia inició una estrecha relación con la unidad básica “22 de agosto”, que estaba solo a siete cuadras. En un barrio mayoritariamente peronista, el padre Boi apoyó y alentó decididamente este vínculo, hecho que terminó de inclinar a su favor la opinión que de él tenían algunos vecinos ajenos a la Iglesia. Fue un tiempo de esplendor y gran actividad: Rafael ya había he- cho un surco con su bicicleta yendo y viniendo de Lourdes al cotto- lengo; el Loco Orlando era su compañía y su relevo aquí y allá; los encuentros en la “22” tenían —para muchos jóvenes— su continua- ción en la parroquia, siempre dentro del viejo vagón de tranvía que, en el jardín del templo, oficiaba como habitual sala de reuniones. Orlando Raúl Bastarrica 20

Juan Ranieri A estos dos núcleos vinculados entre sí debemos sumar uno más de muy importante desarrollo en los barrios Martín Arín y Lomas de San Javier de José Mármol, abarcando varias manzanas a un lado y otro de la calle Bynnon. Este enclave al que llamaremos genéricamente Grupo de Bynnon, tenía diversos centros políticos operativos de los cuales hemos po- dido relevar algunos, todos muy relacionados, al punto de compartir actividades y reuniones de manera permanente. En Entre Ríos al 500 funcionaba una unidad básica en casa de Doña Lola. Mujer de incansable despliegue, era referente y alma del barrio, que con los años se constituyó en una suerte de institución consultada para toda necesidad, excediendo desde luego su acción política. Otro centro de reunión militante existió en la sodería de Nicolás González, ubicada al 600 de la calle Corrientes. Este hombre de extensa militancia, trabajador y delegado metalúrgico de la UOM, ya durante el gobierno de Frondizi había estado preso en el marco del Plan Conintes. La Sociedad de Fomento Martín Arín, la unidad básica de Lavalle al 300 y la “Juan José Valle”, en Entre Ríos entre Bynnon y Mitre, extendían el cuadro que venimos describiendo. A riesgo de ser te- diosa, la mención de los domicilios pretende destacar que en un conjunto de quince manzanas funcionaban simultáneamente al me- nos seis centros de acción política construyendo una red con decenas de militantes. Pero acaso el más destacado, de todos ellos, tuvo lugar en la calle Tucumán al 900, en casa de Nelson del Carmen Flores Ugarte, militante chileno de estrecha relación con Orlando Bastarrica, que trabajaba como albañil especializado en yesería. Vivía allí con su esposa, Elsa, y tres hijos pequeños. Si bien ella no participaba políticamente, conocía cada detalle de la actividad de su marido y el grupo de pertenencia dado que su casa era un lugar central de reuniones. 21

De aquella roja raíz Nelson Del Carmen Flores Ugarte Frente a su domicilio, en la esquina con Piedrabuena, Nelson tenía una construcción sin terminar que todos —incluida la policía— co- nocían como la embajada. Centro de reuniones por excelencia, fue el laboratorio donde se gestó y planificó la instalación del agua corriente para el barrio. De ellas participaron un rubio de rulitos — recuerdan los vecinos— y dos chicas jóvenes que seguramente eran el Pingüino Enrique Barry, Susana Mata y Susi Papic, quienes estaban a cargo de la “22 de agosto” hacia 1972 y 1973. Mientras gestionaban con el concejal Busteros para conseguir los caños a instalar, comenzaron el diagrama del recorrido y las obras colectivamente. El zanjeo, extenso y muy difícil, significó un largo trabajo que ellos mismos realizaron abarcando numerosas cuadras, un fin de semana tras otro. 22

Juan Ranieri Con el correr de esos meses el grupo se fue ampliando en casa de Nelson y ya todos en 1973 estaban encuadrados en Montoneros, incluso con la incorporación de compañeros ajenos al barrio: Cristó- bal Cacho Dedionigi, cercano a la estación de Mármol, María Ester Donza —maestra que también colaboraba en el cottolengo— su ma- rido Roberto Julio Coria y Daniel Calleja, joven médico del centro de Adrogué. En diversas oportunidades las reuniones allí eran conducidas por Rosa María Pargas, “Pepa” —un cuadro muy alto en la organiza- ción— participando también, aunque más esporádicamente, su marido Alberto Camps, uno de los tres sobrevivientes de Trelew. Ya con una militancia activa, Beatriz participó en diversas reunio- nes en lo de Nelson, tomando contacto con el grupo por intermedio de Cristina Michia. Para asistir allí, Beatriz debía encontrarse con Roberto Coria en una esquina lejana —varias cuadras después de Bynnon y Salta— y llegar acompañada por él. La parroquia de Lourdes, la “22” y el grupo de Bynnon fueron los vértices de un triángulo; núcleos de militancia unidos desde los cuales se expandió una red muy activa en el distrito. En esos momentos todavía, aquella militancia cotidiana e intensa los hacía felices. No se vislumbraban riesgos ciertos promediando 1973 porque el desarrollo del proceso político los ubicaba en una firme ofensiva y se sabían parte de una fuerza avasallante, un torren- te de ideas y acciones que nada ni nadie podría detener en su avance constante hacia la liberación nacional. 23

De aquella roja raíz 3 La sombra de la Triple A La avenida República Argentina ya era a comienzos de los seten- tas la arteria principal de todos los barrios que la circundaban, aun- que su estado no estaba a la altura de su importancia, apenas pavi- mentada con un mejorado de brea y piedra. A la altura del 2500, en su esquina con Humberto Primo, se ubicaba la antigua gruta que fuera base de la parroquia Nuestra Señora de Lourdes, con un vagón de tranvía en el mismo lote. Ese vagón también se utilizó como aula de la escuela 40, que estaba enfrente, por muchos años. El padre Rafael había conseguido un colectivo que realizaba transporte escolar y dejaba cierta ganancia a la parroquia. Con ese dinero se fueron haciendo muchos arreglos edilicios y ampliaciones que ayudaron a la concurrencia de más gente y a la multiplicación de actividades en Lourdes. En estas obras participaba la comunidad, alternando con la ampliación de la pequeña escuela, con especial protagonismo de la Juventud Peronista. Según la disponibilidad de dinero y materiales, se construía alternadamente en la parroquia o en la 40. Cuando se produjo finalmente el esperado y definitivo regreso de Perón al país, esa jornada que comenzó como una fiesta popular tuvo su organización especial en el barrio y en la parroquia. A instancias del cura, varios colectivos salieron del cottolengo llenos de vecinos, y uno de ellos, el que habitualmente trabajaba en el transporte de niños, fue conducido hasta Ezeiza por el propio padre Rafael para esperar al general. Más que nunca, los militantes y trabajadores del barrio que no eran muy amigos de la Iglesia sintieron una enorme gratitud y hasta cierta devoción, aunque no por Dios, al menos sí por el párroco italiano. Él comenzó a notar, sin embargo, los cambios del clima político en los meses siguientes. La aparición ocasional de ciertos personajes ajenos al barrio, formulando preguntas a los vecinos y concurriendo 24

Juan Ranieri a escuchar las misas, no hacía otra cosa que reproducir localmente el mismo entramado que se iba tejiendo a nivel nacional hacia princi- pios de 1974. Boi supo entonces que había riesgos ciertos para los jóvenes catequistas y aquel episodio de Ezeiza que vivieron regre- sando a la madrugada con el corazón en la boca, no había sido un hecho circunstancial. Pensó en la manera de proteger a los suyos. Buscó el modo de conservarlos con él, pero al mismo tiempo resguardarlos de partici- par en ciertas actividades políticas. Aunque mantuvieran su afinidad con compañeros de la “22”, el encuadramiento en la unidad básica debía ser evitado. Él sabía de la acción armada de algunos militantes y, si no la reprobaba abiertamente, la entendía como un altísimo riesgo que no debía asumirse. Una mañana a comienzos de 1974, salía del cottolengo con su bicicleta hacia Lourdes y dos hombres lo pararon en la puerta. —Padre, ¿usted conoce a un cura llamado Boi? De inmediato él se dio cuenta de lo que pasaba y respondió negativamente: —¿Por qué lo buscan? —se animó a preguntar. —Porque es tupamaro, igual que todos estos —le respondió uno de ellos, mostrándole varios nombres apuntados en un papel. —Bueno —atinó a decir—, se lo mencionaré al director. Se fue con su bicicleta y avisó a todos cuyos nombres recordaba haber leído en la nómina para que estén atentos y en lo posible se cuidaran. Esa mañana todo cambió de rumbo porque recién ahí tuvo certeza de la verdadera magnitud del peligro. No dejaba de mortifi- carse pensando que él había alentado la militancia, la vinculación con el barrio y los trabajadores, y aun la relación con la JP, pero al mismo tiempo tenía la tranquilidad de conciencia porque su orientación fue siempre pastoral. Mientras avanzaba en la bicicleta aquellos nombres daban vueltas y vueltas en su mente… Orlando (Bastarrica)… Liliana (Ivanoff)… Gerardo (Moreyra)… Alicia (Chihee). Pronto visitaron Lourdes —acaso los mismos “curiosos” que lo interrogaron antes— y él tuvo la buena suerte de no encontrarse allí. 25

De aquella roja raíz Le preguntaron a un colaborador, Andrés Vivas, de dónde sacaba el dinero el cura para hacer esas obras en la parroquia. El hombre explicó lo del ómnibus y los tipos se fueron. Cada día la situación era peor, hasta que todo se desplomó finalmente. El 24 de abril, mientras pintaba una pared en Monte Grande invi- tando a la Plaza de Mayo del día del trabajador, una patota de la Triple A secuestró a Liliana Ivanoff, quien luego apareció muerta cerca de su casa de Burzaco. El enorme dolor que dejó el asesinato de la joven catequista era magnificado por la certeza de próximas muertes porque los matones seguirían su búsqueda y porque, además, no se tomaban medidas de resguardo. Cuando el cura fue personalmente a la “22 de agosto” a reprocharles que se manejaban sin cuidado enviando a unos jóvenes solos a pintar, alguno de los militantes le respondió sencillamente: —¿Acaso hay otra manera? 26

Juan Ranieri 4 El plan macabro, de Lomas a Brown I El atardecer y Victoria llegaban juntos a su casa. Volvía de hacer unas compritas en el barrio, siempre afligida por la plata que, como a todos, apenas le alcanzaba para las mínimas necesidades. Venía pensando que estaban a 21 del mes y aún faltaba mucho para que Pedro cobrara el sueldo. Llegando a la esquina de su casa vio detenido el camioncito amarillo de las garrafas y supo entonces que ese 21 comenzaba el otoño. Desde ahora el gas se volvería un presupuesto aparte porque su humilde casa era fría y su hija menor muy chiquita… luchando con las bolsas logró abrir la puerta y entró, dispuesta a terminar el trabajo de costura que entregaría la mañana siguiente. En el fondo de José Mármol se vivía tranquilo —más allá de la violencia que asolaba el país— porque era un barrio de trabajadores, toda buena gente. Especialmente entre las mujeres, la vecina siempre daba una mano, sabía escuchar alguna pena o tenía a cualquier hora un mate para convidar. Muchas de ellas, incluso con edades bien distintas, se confiaban sus cosas y, si bien no había acaso una amis- tad, se puede decir que eran buenas compañeras de la vida cotidiana. Mientras laboreaba aquella prenda junto a la ventana vio pasar a Carla, la enfermera de al lado, que volvía puntual de trabajar con la última penumbra de la tarde. Pensó en Gladys, la piba de a la vuelta que se había juntado con Omar Cafferata, a quien le habían tomado cariño porque venía de Esquina, el mismo pueblo natal de Pedro, y se prometió visitarla el domingo, en un par de días. A Victoria le daba pena que esté tan sola ahora que su pareja se había ido al exterior: “¿Canadá, Australia? ¡qué sé yo dónde se fue!”. En el barrio todos sabían que era militante peronista y se comentaba que había rajado por cuestiones políticas, porque a esa altura de 1975 muchos ya sabían —Victoria entre ellos— qué quería decir Triple A. 27

De aquella roja raíz Cafferata solía quejarse de que su mujer, mucho más joven que él, no sabía cocinar. Deliberadamente se lo comentaba a Victoria esperando que esta vuelva a instalarse en su pequeña cocina, como algunas otras veces, a prepararle esos fideos con tuco tan ricos. Ahora a la piba había que cuidarla. Pedro era el nexo entre ella y su hermano que vivía en la Isla Maciel porque trabajaban juntos en el puerto, y Victoria le había conseguido trabajo como empleada doméstica en una casa de Banfield. La vida estaba encaminada en busca de tiempos mejores. II Ya de noche, ahí cerquita, Delfino Meza salía de su casa rumbo a Burzaco. Iba a una reunión con otros concejales y militantes para compartir un asado y hablar de la situación política convulsionada del país y de Almirante Brown. Los compañeros que asistían integraban el sector del peronismo combativo, alejados de la ortodoxia que representaba el intendente Roque Stefanelli. Pero si bien cada distrito expresaba, naturalmente, un reflejo del contexto nacional, también es cierto que cada uno tenía su propio mapa político y una particular relación de fuerzas. En Almirante Brown se podía utilizar el término “opuestos” entre ambas tendencias del peronismo, marcando una situación más distendida, por ejemplo, que en el vecino Lomas de Zamora, donde estas expresiones estaban enfrentadas literalmente a muerte.4 Al sur de la calle Divisoria, el intendente Stefanelli no era capaz de matar una mosca ni tampoco, seguramente, de mandarla a matar. Dos semanas atrás Delfino se había encontrado ocasionalmente con su compañero Héctor Lencina, concejal lomense por la Tenden- cia Revolucionaria. Puede afirmarse que, sin dudas, Lencina 4 Para conocer en detalle este hecho y su entramado político, ver: Patricia Rodriguez Heidecker. “Masacre de Pasco”. En base a esta obra, ver también el documental “Pasco: Avanzar más allá de la muerte”, guionado y dirigido por Martín Sabio. 28

Juan Ranieri representaba en el Concejo Deliberante la más férrea oposición al intendente Eduardo Duhalde, hasta ayer nomás desconocido marti- llero devenido en concejal. Una oscura maniobra institucional lo había colocado pronto en el Ejecutivo por destitución del intendente Pablo Turner, cabal militante de la Tendencia. En aquel encuentro con Lencina, Delfino se puso al tanto de la tensa situación lomense. Hablaron un rato en la calle intercambiando información local sin que a ninguno de ellos lo sorprendiera en lo más mínimo el relato que espantaría a un tercero desprevenido. —La mano viene muy pesada y hay que cuidarse —le dijo el compañero antes del último abrazo. III Aquella noche los hombres se aprestaban a ver el partido de Independiente y Chacarita por televisión. Ya pasadas las nueve, el barrio afinaba su cotidiano silencio apenas rasgado por los grillos invisibles, pero a solo treinta cuadras había comenzado una feroz cacería. Dos esquinas aparentemente disociadas; dos puntos diluidos en el nocturno escenario del suburbio, fueron los vértices elegidos como el principio y el fin de un plan macabro con el sello de la Triple A: En Pasco y Donato Álvarez, Temperley, vivía Héctor Lencina; en Amenedo 3980 esquina Santiago del Estero ya no vivía Omar Cafferata. Entre ambos puntos aquella noche fueron secuestrados en un conjunto de automóviles, además del concejal, otros seis hom- bres, algunos estrechamente vinculados a él por la militancia: Nelson Aníbal Benítez, Pablo Germán Gómez, Héctor Flores, Rubén Ma- guna y los hermanos Eduardo y Alfredo Díaz Lazarte. Sin dudas, era muy importante para los captores que la casa de Cafferata se encontrara en Almirante Brown porque con él se cerraba el derrotero de secuestros y se ejecutaría entonces el plan fuera de Lomas de Zamora, en una burda maniobra por esconder su origen evidente. 29

De aquella roja raíz Aquellos vehículos llegaron a destino quebrando con su imponen- cia el silencio y la oscuridad del barrio. Abordo, los siete secuestra- dos repartidos con sus verdugos. El retumbar de los motores y los faros poderosos empujando la noche, haciéndola retroceder, anun- ciaron a los vecinos que algo malo pasaba. Amenedo siempre fue importante, en toda su extensión, pero Santiago del Estero a esa altura, aun varias décadas después, siguió siendo como entonces una callecita de tierra surcada por las huellas profundas de los carros y el múltiple rastro serpenteante de las bicicletas. Si a su angosta traza le restamos las zanjas a ambos lados, parece imposible que varios vehículos pudieran forzar su breve espacio: siempre se habló de cuatro o cinco Torinos asolando aquella noche. Para la banda terrorista el único punto fallido fue que Gladys Martínez estuviera sola. Ellos buscaban a Cafferata. La casita, suma- mente humilde, era muy pequeña, con un solo ambiente y un mínimo espacio adicional para acomodar la cocina y la garrafa, allí donde Victoria se asomó algún que otro domingo a preparar sus fideos con tuco. Gladys apenas tenía 21 años y poco comprendía de política. Su militancia era permanecer al lado de un militante, y no más que eso. Él la dejó sola, justamente, porque el sentido común y la experiencia política indicaban que no corría riesgo si alguna vez iban a buscarlo. Los autos, las luces, esos tipos ahí afuera y ella sola. Cuando entraron, al comprobar en esos breves metros cuadrados que su presa estaba ausente, hallaron en Gladys la peor venganza, y ahí la dejaron. Los demás, en un baldío que estaba a pocos metros, corrieron la misma suerte. Los siete fueron conducidos hasta allí y fusilados. Pero aún faltaba el último acto del plan para inscribir aquel hacho como el más atroz en la historia de Almirante Brown: sus cuerpos fueron amontonados sobre una poderosa carga de explosivos. Una súbita conmoción se expandió entonces viajando veloz y violenta por la noche del barrio. El estruendo retumbó en todos los vidrios y puertas, tronó entre árboles y casas, rompió y desgarró. 30

Juan Ranieri Pedro estaba en la cocina mirando el primer tiempo. Con la terrible detonación se distorsionó la imagen del Stromberg Carlson y la cama de Victoria tembló. Su mente asoció entonces, conmocio- nada, el estallido con la imagen vespertina del camioncito amarillo: —¡La garrafa! ¡la garrafa! —gritó a Pedro que, aturdido, alcanzó a desconectar el cilindro y sacarlo al patio, pero en el breve silencio posterior llegó, inconfundible, el olor de la pólvora y enseguida, por un largo rato, los pasos y los murmullos se apoderaron de la noche y la vereda. IV En la vida de un militante —y en especial dentro de aquellas circunstancias— pocas cosas reconfortan tanto como un asado con compañeros. A las dos de la madrugada Delfino llegaba a su casa con las energías renovadas en Burzaco, aunque no se engañaba y sabía muy bien que pintaba un panorama sombrío. Supo por su mujer lo ocurrido, pero en verdad no supo casi nada. Ella no paraba de llorar y estaba sumamente conmovida. —¡Acá pasó algo grande! —alcanzó a decir—. No sé qué… ¡pusieron una bomba! Por ser un referente político del barrio, muchos vecinos habían ido a preguntar a casa de Delfino por la explosión. La angustia de la mujer, que no tenía respuestas, recién tomó un poco de aire cuando su marido llegó. Nadie en absoluto tenía teléfono, de modo tal que la incertidumbre se prolongó hasta el amanecer para quienes vivían en las manzanas circundantes al lugar del hecho, ya que la explosión pareció cerca de todas partes y no había precisiones. En la mañana, el barrio era distinto. Desde muy temprano los vecinos estaban en la calle, iban y venían, hablaban en las esquinas. El estupor y la incertidumbre sacaron a todos de sus casas moviliza- dos por la necesidad de saber qué había ocurrido. Alguien temprano le avisó a Delfino que el Negro Lencina estaba entre los muertos y Carla le contó a Victoria lo ocurrido para que no 31

De aquella roja raíz salga a entregar el trabajo de costura, por las dudas. Pero los rumores se fueron unificando en una versión más con- creta. Al conocerse con certeza la esquina del hecho, Victoria fue a ver lo ocurrido pese a las numerosas advertencias sobre la horrorosa escena. De la casilla de Gladys salía y entraba gente. Había un tumulto en toda la cuadra, pero especialmente en su esquina y su vereda. Cuando Victoria ingresó, ahí estaba el cuerpo, sentada ella sobre el piso de cemento y apenas recostada en un lateral de la cama mientras un perrito daba vueltas alrededor y la lamía. Las imágenes en la calle eran espantosas, a tal punto, que sería morboso trasladar a estas páginas la descripción de uno solo de los testigos. Al mediodía se difundió la noticia por radio Colonia. 32

Juan Ranieri 5 Susana frente a las ruinas Cuando Susana salió de la cárcel con su hija de siete meses, el agujero sobre la sociedad —y en particular sobre los militantes— se había profundizado enormemente. Durante aquellos trescientos días de su cautiverio la Triple A ejecutó decenas y decenas de personas, mientras muchas otras fueron forzadas a buscar el amargo refugio del exilio y un primer paquete de medidas neoliberal, el Rodrigazo, hacía colapsar el poder adquisitivo de los trabajadores. Era octubre de 1975 y la construcción del infierno formalmente inaugurado pocos meses después ya estaba en su fase final.5 Si bien en la cárcel recibía visitas —de Anita, su madre, todas las semanas, y con frecuencia de algunas compañeras—, la información exterior llegaba fragmentada y, seguramente, era muy difícil de procesar desde su reclusión. Ahora, al salir en libertad bajo palabra, tenía sobre sí la exigencia de presentarse una vez al mes ante la “justicia”. Recuerdan algunas amigas que Susana salió de la cárcel fuera de la realidad, pensando cumplir con aquella obligación, pero esta idea duró muy poco tiem- po. Rápidamente tomó conciencia del peligro cierto que implicaba hacer sus presentaciones en aquel contexto, sin ninguna garantía de continuar libre. Llegó a hacerlo una vez, pero luego eligió el camino opuesto, acaso cuando asumió que sus días venideros ya no serían como los de antes. Esta verdad se hizo más palpable cuando pudo reencontrarse con Silvia Kaerney, su entrañable amiga de la secundaria, también maes- tra y militante de la organización, que ya había pasado a militar en la zona norte del Gran Buenos Aires. Hacía mucho tiempo que no hablaban, dado que Silvia, por su nivel de exposición, no pudo visitarla en la cárcel. Ambas comprobaron que cada una tenía un panorama bien distinto de la realidad y, por consiguiente, diferían en 5 Susana Mata había sido detenida en febrero de ese año cursando un embarazo de ocho meses. 33

De aquella roja raíz su apreciación del futuro cercano. Susana le porfiaba a su amiga que en algún momento se podría volver a trabajar en la escuela, aunque Silvia sostenía, al contrario, que eso ya no iba a ser posible. El pase a la clandestinidad de Montoneros en septiembre de 1974, el avance de la Triple A y la amenaza cierta de un golpe imponían el precio de perderlo todo —los lugares, los afectos, una manera de militancia— a cambio de, tal vez, sostener la lucha y conservar la vida. La charla con Silvia significó caer en la realidad como a una pileta de agua helada: apreciar, medir, palpar hasta qué punto había empeo- rado todo durante esos meses en la cárcel. Hubo un pasado reciente en el que, a pesar del riesgo, todavía se podía vivir. Ahora estaba entendiendo que ya nunca iba a regresar a la escuela 23 de Glew, en el barrio Los Álamos, ese pequeño refugio que compartió con amadas compañeras donde siempre, además, fue protegida por Nélida, su directora, y la incondicional portera Alfon- sina. Los viajes cotidianos hasta allí en el Fitito de Adelina Warmer- dam, las tres juntas con Blanca Pereyra, ya serían para siempre solo un hermoso recuerdo. En uno de ellos, muy emocionada, contó a sus amigas que estaba embarazada hacia mediados del ‘74. Susana Beatriz Mata 34

Juan Ranieri En la casa de Adelina, al salir de trabajar, solía pasar largas horas. El padre de su compañera pertenecía a la gendarmería y estaba al tanto de todo: desde la militancia de Susana hasta del arma que siempre llevaba en su cartera. También, gracias a la involuntaria colaboración de un vecino que integraba los servicios, siempre sabía con antelación dónde y cuándo habría algún operativo en la zona. Más de una vez, Adelina transmitió a tiempo el mensaje de su padre: “Decile a Susana que en estos días no ande por acá”. En otras ocasiones, cuando ella se quedaba hasta muy tarde, su adusto protec- tor la acompañaba caminando hasta la Avenida Hipólito Yrigoyen, cerca de la estación de Longchamps, para que tome el 51 de regreso a Adrogué. Adelina compartía sus ideas, pero no la lucha armada; su direc- tora, Nélida, estaba en las antípodas de la militancia política; Blanca era catequista y radical, pero todas ellas la cuidaban. Más allá del amor que le tenían, Susana infundía ese respeto espontáneo que se siente por aquellas personas dedicadas en cuerpo y alma a una causa, aun cuando esa causa o los medios utilizados no sean compartidos. Aquellos recuerdos habrán dolido en octubre de 1975. Ella, sin embargo, fue capaz de recomponerse y continuar con lo que todavía quedaba. 6 6 Sobre la militancia previa de Susana Beatriz Mata ver: Juan Carlos Ranieri, op. cit. 35

De aquella roja raíz 6 Un viaje sin destino El gobierno municipal de Julio Busteros fue realmente muy breve, extendiéndose apenas durante los seis meses anteriores al golpe. Signado por la crisis económica y limitado por las múltiples caren- cias que esta acarreaba, supo entablar una buena relación con la cá- mara de comercio y especialmente con el sindicato municipal en la búsqueda de algún apoyo político tan necesario como escaso por aquellos días.7 A solicitud del nuevo intendente, no fue el titular del Concejo Deliberante quien le tomó juramento al asumir sino un trabajador. En aquel acto fuera de lo común y con alto simbolismo ocupó ese lugar Jorge Estanga, secretario general de los municipales, el 29 de septiembre de 1975. Carlos Olivera asumió la secretaría de Bienestar Social y pronto se convirtió en un hombre de suma confianza al interior del gabinete. Proveniente del sindicalismo, integraba la conducción de UPCN y tenía desde muy joven el orgullo de ser un trabajador de los astilleros Río de la Plata. Hombre idealista y apasionado, su condición de peronista ortodoxo, sumamente fiel a la doctrina, no fue obstáculo para entenderse a la perfección con un intendente enrolado en la izquierda del movimiento. En esos pocos meses trabajaron muy unidos, especialmente en la búsqueda de recursos para financiar los gastos. Con esa necesidad, frecuentemente viajaron al Ministerio del Interior en el Citroën 3CV de Busteros que, por su baja demanda de combustible, había susti- tuido definitivamente al Torino oficial de la intendencia. La coyuntura nacional era un duro condicionante para intentar resolver los problemas cotidianos de los vecinos, algunos antiguos, enquistados, y otros que iban surgiendo un día cualquiera, en un 7 Julio Busteros asumió la intendencia por enfermedad del Dr. Roque Stefanelli. Sobre la situación económico financiera del municipio en ese momento, ver: Juan Carlos Ranieri, op. cit., capítulo 11. 36

Juan Ranieri barrio o en otro, inesperadamente. En el umbral de 1976 una mujer se presentó, desesperada, a pedir ayuda del gobierno municipal. Su hijo, militante montonero, había sido muerto en Córdoba y ella rogaba por la recuperación del cuerpo. Busteros le encomendó el caso a Bienestar Social: —Carlos, resol- velo rápido —dijo— que la mujer necesita ver al hijo muerto. Moviendo cielo y tierra Olivera pronto garantizó el viaje de la ambulancia destinada a ese efecto y el móvil partió con una nota oficial y la documentación pertinente. Su incierta misión lo llevaba a las tierras donde pocas semanas atrás, y en medio de una terrible represión, el pueblo cordobés había despedido los restos de Agustín Tosco, su mejor compañero. Toda gestión fue inútil y la ambulancia regresó sin el cuerpo, que ni siquiera pudo ser localizado. Pese a esto, de inmediato se empren- dió un segundo intento volviendo a viajar en esa búsqueda que, insólitamente, había dejado de ser un trámite burocrático para con- vertirse en una empresa sin chances. El definitivo regreso de la am- bulancia vacía dejó un gran dolor por el enorme pesar de esa madre, por el gran esfuerzo realizado contra reloj y, en particular, porque no hubo un argumento que explicara la desaparición del cuerpo: debería estar en la morgue, pero no estaba; habrá sido entonces inhumado, pero no existía registro… simplemente había desaparecido. 37

De aquella roja raíz 7 Un insólito escondite En los primeros minutos del sábado 24 de enero de 1976, un grupo de ocho hombres llegó a la esquina de Alsina y Rincón, en el barrio El Gaucho de Burzaco. Allí vivía Raúl Gambone, concejal del FREJULI, con su mujer y tres hijas: dos niñas y una bebé. El hombre no estaba en la casa. La patota, por supuesto, iba fuertemente armada —con itakas y pistolas— y supo aprovechar su superioridad militar relativa frente a una mujer y tres menores apoderándose del dinero que pudieron hallar y de diversos objetos. A Gambone lo esperaron afuera, donde estaban estacionados los Falcon que ellos utilizaban. Al llegar, el concejal comprendió ense- guida lo que estaba pasando y extrajo su arma: hubo entonces un intercambio de disparos hasta que, insólitamente, el grupo de tareas abordó los vehículos y se fue del lugar. En ese momento, Gambone había agotado los seis tiros del revólver. El intendente Julio Busteros en un acto oficial en Glew. Octubre de 1975. 38

Juan Ranieri Luego de comprobar que su familia estaba bien, él se dirigió a la comisaría segunda de Burzaco y ellos, impunemente, enfilaron su caravana de terror con destino a Adrogué. En Cerreti 933, justo frente a la sede municipal, vivía el intenden- te Julio Busteros. A esta altura de la noche eran las 0.45 horas y la patota estaba llegando de su viaje desde barrio El Gaucho. Golpearon la puerta violentamente. —¡Abran! —se oyó— ¡Es el ejército! Sorprendido, Julio tomó las llaves, pero un presentimiento lo de- tuvo a dos metros de la cerradura. Miró a Beatriz, su mujer, y sin mediar palabra salió corriendo hacia el fondo. Saltó la tapia a la casa contigua, luego a la siguiente y a una tercera donde los vecinos le abrieron la puerta de atrás. En tanto, un terrible itakazo destruía la cerradura de su vivienda y los terroristas ingresaron. Mientras gritaban por él y revolvían todas las habitaciones, otros golpearon a su suegro y lo ataron. Beatriz explicaba que su marido estaba ausente, pero no se conven- cían. Busteros salió a la calle lateral, Rosales, y corrió hacia la comisa- ría que estaba a 150 metros. Lo recibió un joven policía de guardia de apellido Pascual: Un hombre de 40 años con pantalones cortos, agitado y asustado, trataba de explicarle que era el intendente y solicitaba protección “…porque el ejército, que en realidad no era el ejército, quiso entrar en mi casa…”. El oficial, sorprendentemente sereno, le señaló con la mirada una oficina interna. —Bueno, entre y quédese ahí —dijo. Busteros obedeció de inmediato, se encerró en la dependencia indicada y entonces encontró, sobre una mesita, la probable salva- ción. Por unos segundos revolvió su memoria casi con la misma voracidad con que aquellos energúmenos estaban aún revolviendo su casa y halló dos números telefónicos. Llamó de inmediato a Ricardo De Luca, diputado nacional del FREJULI, y luego a Oscar Ubbriaco, concejal por el Movimiento de Integración y Desarrollo, para que acudieran a la comisaría en su auxilio. Supo entonces que 39

De aquella roja raíz ya nada más podía hacer y solo se dedicó a esperar. Saliendo de su casa, la banda no parecía dispuesta a aceptar que se les eche a perder la salida nocturna y jugaron su última carta: la comisaría. Los Falcon estuvieron allí en un santiamén. Solo dos en- traron y los demás esperaron afuera. El joven Pascual con pocas palabras, tono bajo y rostro inmutable, negó la presencia de ese detenido. —¡Sabemos que está aquí! —gritó nervioso uno de los sujetos mientras agitaba en su mano un papelito—. ¡Llame a este número y le dirán que es un operativo legal! Atónito, Julio escuchaba en silencio desde su refugio. Ante la firme negativa del policía —que, además, ofrecía el libro de guardia para que lo revisaran y ponía como testigos a sus compa- ñeros, que observaban enmudecidos—, el mismo matón le advirtió: —Prepárelo, que en quince minutos lo venimos a buscar. Pronto llegaron al lugar De Luca, Ubbriaco, luego otras personas que ellos habían convocado e incluso algunos bomberos del cuartel de enfrente se sumaron a la vereda de la comisaría. Los delincuentes ya no volvieron. 40

Juan Ranieri 8 Se cierra el cerco La construcción de ATEAB, el sindicato docente de Almirante Brown, había sido un gran esfuerzo en el que se jugaron muchas ideas y se asumieron ciertos riesgos.8 Estos, con el correr del tiempo, fueron cobrando sin embargo una dimensión que desbordaba cual- quier cálculo inicial hasta convertirse en peligros cotidianos. Se hizo entonces necesario ajustar la organización a ese entorno donde se- guir funcionando cada día —aún mucho antes del golpe— implicaba desafiar la pregunta subyacente: ¿hasta cuándo? Recién liberada, Susana Mata visitó a Graciela Nordi, quien junto a Leonor Buccicardi y otras compañeras había quedado al frente del sindicato desde su detención. Es muy importante tener aquí presentes las condiciones políticas imperantes a fines de 1975 para comprender la dimensión de aquel encuentro en el que pasaron todo un día juntas. Fue una charla entre dos amigas, pero también entre dos mujeres políticas donde la eva- luación de las fuerzas propias y ajenas dibujó un panorama incierto. En esas semanas, como vimos antes, Susana fue reconstruyendo la realidad pieza por pieza y nombre por nombre: Susi Papic, su amiga y concuñada, había sido madre de Agustín y estaba resguar- dada en Claypole por un tiempo; su compañero, Henry Barry, seguía muy activo en la Juventud Trabajadora Peronista en la zona de Bernal y Quilmes; John Alex estaba en la conducción de Montoneros en el plano nacional y asomaba la posibilidad de un traslado a Rosario en aquel fin de año, hecho que se concretó muy pronto. Allá se fueron Susana y él a desarrollar una etapa fugaz de la que en verdad sabemos muy poco. Pasaron allí dos meses aproximada- mente con un resultado político desastroso que marcó una pésima experiencia para ambos. Estos escasos elementos de que disponemos sobre aquella estadía 8 ATEAB (Asociación de Trabajadores de la Educación de Almirante Brown) se fundó en 1972. Susana Beatriz Mata fue su primera Secretaria General. Ver: Juan Carlos Ranieri, op. cit., cap 6. 41

De aquella roja raíz en Rosario —vale decir: el lugar, el momento y el fracaso rotundo— sumados al alto grado de John Alex en la organización, son por demás suficientes, entendemos, para inferir que la misma no puede desvincularse de una de las peores masacres en Santa Fe durante esos años del terrorismo de Estado, conocida como La caída de la Plaza de las Banderas. En esos mismos días —entre el 16 y el 18 de febrero de 1976— en el barrio Candioti norte de esa ciudad y en un radio de pocas manzanas, fueron desaparecidos siete militantes de Montoneros. El origen de estos hechos ha sido la convocatoria a una cita nacional que fue cantada o descubierta de alguna manera. Recuerda Graciela Nordi que la casa ocupada por Susana y John Alex en Rosario había sido atacada y destruida por las fuerzas represivas. De hecho, es muy poco creíble por otra parte, que John Alex haya estado en el mismo tiempo y espacio que un encuentro nacional de su organización y fuera ajeno al mismo. Es entonces ra- zonable inferir que ambos salvaron su vida de manera fortuita y pu- dieron regresar. Tras aquel regreso, Susana volvió a casa de Graciela. De los he- chos de Rosario casi no habló, dejando el tema a resguardo, en absoluta reserva. Aquella tarde distaba unas breves semanas del golpe de Estado y fue la última vez que se vieron. Sobrevino el 24 de marzo y el sindicato continuó funcionando — pese a la expresa disposición en contrario de la junta militar para todas las organizaciones sindicales y partidarias— pero por muy poco tiempo. Hacia fines de abril, avanzada la madrugada, su local de Drummond 695 fue allanado. Al dueño que les alquilaba y vivía en la planta alta lo bajaron en calzoncillos, le hicieron muchas preguntas y revisaron todo, sin hallar nada que no fuera de orden sindical. Fugazmente recuerda Leonor Buccicardi que alguien había caído en Santa Fe y al parecer tenía apuntado ese domicilio. Por la mañana, en la comisaría 1ra de Adrogué, ella y Graciela radicaron la denuncia que fue tomada socarronamente. Ya en dicta- dura y con un allanamiento, la situación era insostenible y decidieron cerrar. No quedaba alternativa. 42

Juan Ranieri 9 La dignidad de Carlos Anunciado e incontenible, el golpe finalmente se produjo. La caída del gobierno constitucional fue en verdad un azote para aquellos que, apenas tres años atrás, celebraban el comienzo de una nueva época con el triunfo de Héctor Cámpora. Carlos Olivera Fotografía: Silvana Laura Silva La noche anterior, cuando ya todo era inminente, Carlos Olivera y sus compañeros Oscar Torres9 y Luis Giannini, se encontraron en la vieja pizzería Munich, frente a la estación de Adrogué. 9 Oscar Torres fue un militante muy activo en la resistencia peronista dentro de Almirante Brown y era, además, el propietario del local donde funcionaba la unidad básica “22 de agosto”. 43

De aquella roja raíz En las mismas mesas donde tantas veces se entramaron sueños y discusiones, la noche del 23 los amigos lloraron. Creían que de ese golpe no se iban a recuperar nunca, que allí se moría la última esperanza de construir una patria libre. Aquellas lágrimas quedaron en la memoria de Carlos para siem- pre como un hecho determinante, un faro a cuya luz se irían resignifi- cando una, otra y otra vez los años y el devenir. Volvió a su casa solo y apenado, juntando en el camino pedazos de viejos recuerdos de los años más lejanos: algunos llegaban pun- zantes y otros como una caricia que intentaba acompañar en la desdi- cha. Por la madrugada, Beatriz Bouzo —esposa de Busteros— le anunciaba por teléfono la primera consecuencia cercana: —Carlitos, preparate. Se lo llevaron a Julio. Minutos antes, unos militares se habían presentado en la casa para informarle al intendente su destitución. Lo retuvieron en un jeep, demorándolo algunas horas frente al edificio municipal para luego conducirlo a una dependencia policial en Esteban Echeverría. Olivera supo que esa noche irían por él. Jamás había tenido la certeza de ese destino de manera tan tajante, ni siquiera cuando un tiempo atrás le había llegado, prolijamente escrita a máquina, una sentencia a muerte de la Triple A acusándolo de pertenecer al Partido Obrero. Reunió en una bolsa algo de ropa y se sentó a esperar junto a la ventana del frente, en el sillón marrón. Al paso lento de la noche en vela se fueron andando y desandando mil caminos, hasta que la mañana trajo el desconcierto: nunca fueron a buscarlo. Sintió entonces que le quedaba una carta por jugar y asu- mió la situación: fue a la intendencia y presentó su renuncia “ante el gobierno constitucional”, en una acción de tal magnitud ética, de tal dignidad, que aquellos miserables no podían entender. Ya en esas primeras horas se estaba formando un nuevo gobierno. El arquitecto Adolfo Estrada, hasta ayer nomás secretario de obras públicas, asumía a la brevedad como intendente interino de la dictadura. 44

Juan Ranieri Al salir del edificio, Olivera se cruzó accidentalmente en la puerta con Jorge Villaverde, el destituido subsecretario de gobierno, y apenas intercambiaron unas palabras. —¿Por qué no esperas un poco para renunciar? —preguntó a Carlos. —Yo no tengo nada que esperar. Mi gobierno cayó —respondió este muy cortante—. Ahora voy al diario Tribuna para hacer pública mi postura. Villaverde, que tal vez tenía otras expectativas, manifestó que haría lo mismo: —Yo ahora voy atrás tuyo. Lejos de hacerlo, pronto asumió como secretario de gobierno, tomando el mismo camino que el arquitecto Estrada. Ambos duraron en sus cargos de facto muy poco tiempo, siendo reemplazados defi- nitivamente. Los días fueron pasando sin que Beatriz lograra ubicar a Julio. Algún dato puntual la condujo hasta La Tablada, donde el coronel Federico Minicucci tenía asiento y control sobre toda la zona desde el Regimiento 3 de Infantería. Ante su insistencia, le comunicaron a la mujer que esa persona buscada no estaba alojada en el lugar. Sin embargo —y tal como ocurriera dos meses antes en la comisaría de Adrogué—, el negado detenido se encontraba allí. Recién diez días después de su secuestro y ante nuevas gestiones, el intendente destituido fue liberado. Pasaron pocas semanas del golpe y Carlos Olivera recibió una noticia más que inquietante: el intendente de facto, mayor de gendar- mería Carenzo Alfaro, lo citaba por carta para presentarse en su despacho —vale decir, en el despacho usurpado por él— sin mencio- nar asunto ni detalle alguno. Muy a disgusto, Carlos concurrió. Jamás había imaginado que volvería a ese lugar y mucho menos que su regreso fuera tan inme- diato a la forzada salida. Debió esperar un largo rato hasta que, cerca del mediodía, fue recibido por el comisionado municipal, cargo de facto que pretendía equipararse con el intendente. Era un hombre alto, casi tanto como él; un mayor de gendarmería con ropa de fajina, 45

De aquella roja raíz pistola a la cintura y sable que tomaba por la empuñadura permanen- temente, como si fuera un tic nervioso. Instó a Olivera a sentarse y tomar un café, impostando un tono castrense que pareció más bien una orden. Este rehusó ambas cosas y preguntó secamente por qué lo había citado. —Usted ha colaborado con los montoneros —lo acusó directa- mente el gendarme. Sorprendido, Carlos lo negó de inmediato: —De ninguna manera. ¡Eso es falso! El otro tomó entonces la carpeta de cartulina rosa que estaba sobre el escritorio, como elemento de prueba: —Este expediente dice que usted mandó a buscar un montonero muerto a Córdoba. ¿No es verdad? —inquirió. Ahí Carlos comprendió lo que pasaba. Aquella madre, su enorme amargura, la ambulancia, el dinero para alquilarla: todo se hizo presente ante él en ese instante. —Yo mandé a buscar el cuerpo de un ser humano. No me importa qué era —aseguró Carlos, invocando la situación desesperante de la madre. En el expediente había una encuesta, con firma y sello de una antigua funcionaria municipal, Noemí S. C. de Peña, que asignaba a la mujer la condición de indigente para resolver a su favor el pedido de búsqueda y traslado. En aquel fuerte cruce, este dato pareció hacer entrar en razón al gendarme, demostrando lo infundado de su acusa- ción. Tomó la carpeta con ambas manos y la rasgó, rompiéndola a la mitad. A esto siguió una áspera y breve conversación, ya en tono mode- rado, que no ofreció disculpas de un lado ni más explicaciones del otro. Aquel hombre prepotente sería desplazado pocos meses después. 46

Juan Ranieri 10 El doctor Alonso Frente a la casa de doctor Alonso, en Adrogué, vivía el represor: un tipo sin escrúpulos cuyo nombre quedaría apuntado en esa sórdida segunda línea de criminales de la dictadura. Se llamaba Juan Antonio Del Cerro, pero en aquel entorno al que pertenecía fue conocido por su alias, Capitán Colores. Integró los grupos de tareas, pero ya antes del golpe fue parte de la Triple A. Esa ubicación en la calle Ferrari 512 ponía a este sujeto, además, cerca de muchos militantes y en el centro de las instituciones, los domicilios y locales partidarios, pasando por todas las veredas. Personaje parco y esquivo, apareció de pronto viviendo allí, en casa de sus suegros, y se movía a voluntad amparado por esa condi- ción de incógnito que le daba ser un desconocido. Debió pasar cierto tiempo para que unos pocos empezaran a estar avisados de quién era y, en particular, qué era Del Cerro, y más tiempo aún para que su nombre quedara asociado en la memoria popular a numerosos casos de desaparición forzada del barrio. El doctor Guillermo Alonso era un médico radical, muy antipero- nista. Hombre reflexivo y sumamente culto, amó el jazz y apoyó fervientemente la Revolución Cubana, pasiones ambas que armoni- zaban en el living de su casa con una pintura del Che junto al piano. Siempre fue un médico de pueblo, de esos que salían en las madruga- das ante cualquier emergencia y atendían por igual a la abuela o al recién nacido, muchas veces, por supuesto, sin cobrar un peso. Habiendo sido uno de los fundadores de Franja Morada, militaba en la corriente renovadora de su partido conducida por Raúl Alfonsín. Muy pocos días después del golpe, a principios de abril, un grupo de soldados ingresó a su casa a la hora de la cena. Habitualmente la puerta de entrada no tenía llave, por lo cual ni siquiera tuvieron que forzarla. 47

De aquella roja raíz El doctor vivía con su hijo menor, José Luis, su tercera mujer, Irene, que era psicóloga, y el hijo de ella, un niño de 5 años. Salvo a este último que quedó en casa de una vecina, los uniformados se llevaron a todos, incluida la muchacha que trabajaba en las tareas domésticas. Esa misma noche, además, secuestraron de su domicilio a Silvina, la secretaria del consultorio, lastimando seriamente a su hermana cuando trató de defenderla. Así, fueron privadas de su liber- tad cinco personas en sendos operativos sobre dos domicilios. ¿Qué razón habrían tenido para secuestrar a un médico que mili- taba en el radicalismo y con él a su hijo menor, su mujer, su em- pleada doméstica y su secretaria? De hecho, las actividades del doc- tor Alonso hubieran sido fácilmente constatadas: trabajaba en el con- sultorio, en el hospital de Ezeiza, y era docente en el Nacional de Adrogué donde enseñaba botánica, zoología y anatomía. Para aque- llos fascistas ignorantes, el problema no estaba en los libros de Dos Santos Lara que sus estudiantes debían transitar clase a clase, sino en los numerosos tomos sobre Cuba y el Che que, hallados en su biblioteca, constituían la prueba contundente del pensamiento sub- versivo del doctor. Su hijo mayor, Guillermo, se puso al frente de la búsqueda. Estaba seguro al principio que era a él a quien buscaban y no al padre: su condición de peronista y su estrecha amistad con los hermanos Barry —incluso era socio de John Alex y de Henry— sumado a que se llamaba exactamente igual, Guillermo Alberto, eran elementos sufi- cientes para creer que los habían confundido. Sin embargo, no era así: tenían secuestrado a quien quisieron secuestrar. Guillermo vio muy pronto que, ante su pedido de ayuda, cada día eran más los que se excusaban o desentendían, quedando unos pocos nombres apuntados en la lista de quienes realmente se jugaron por el amigo: Guillermo Tragant, abogado y funcionario del poder judicial, lo acompañó en una fallida visita a la comisaría primera de Lanús. La información era incorrecta y no los tenían allí; Melchor Cruchaga y Enrique Vanoli, secretario de Balbín en la otra corriente de la UCR, movieron todos los recursos posibles difundiendo en los medios de 48

Juan Ranieri comunicación que un militante radical había sido secuestrado y acti- vando desde la estructura del partido. A Guillermo le dieron el dato de un desconocido que podría hacer algo. Pese a muchas opiniones en contrario, él aceptó contactarse porque seguían pasando los días y nada sabía de su padre y los de- más. Recibió entonces un llamado telefónico del presunto bene- factor. El anónimo sujeto fue muy claro en sus términos: —Yo puedo ayudarte —afirmó—, pero me tenés que asegurar que tu padre no es un montonero. Guillermo le explicó que era radical y además muy adverso al peronismo, con lo cual el desconocido prometió su colaboración. Volvió a llamarlo al día siguiente y le dio el dato preciso: —Están en Camino de Cintura y Ricchieri. Hoy enviaré dos autos para ver si los pueden sacar. El cautiverio duró una semana en el Vesubio y los liberaron a todos juntos cerca del Camino de la Colorada. El doctor Alonso había sido brutalmente torturado y también José Luis. En las sesio- nes de tortura le inquirían con insistencia: “Dale, confesá que sos Santucho”. Su vida cambió a tal punto que ya nunca fue el mismo. Aquel hombre de gran personalidad, tan seguro de sí, pronto dejó aquella querida casa para vivir prácticamente recluido en otro lugar. Naturalmente, el responsable de su secuestro fue Colores. La hipótesis familiar sostiene que Cuba, el Che y la Revolución fueron términos que habrían circulado entre las dos amigas, empleadas en las tareas domésticas de ambas casas, al hablar del doctor, sus ideas y sus libros. Había quedado un cabo suelto en los hechos de aquella semana, aunque ya no tenía importancia: ¿Quién fue el sujeto aquel que llamó por teléfono? Poco después de su liberación, Guillermo supo por su padre que los iban a liberar la noche anterior, pero que luego hubo una contra orden porque había dos autos dando vueltas con tipos armados y nadie en el Vesubio sabía quiénes eran. 49

De aquella roja raíz 11 Osvaldo y Chicho Osvaldo Olmedo fue un líder nato con particular magnetismo entre sus compañeros. Era oficial montonero y hermano de Carlos, fundador de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Osvaldo Olmedo Vivía en Burzaco, pero su militancia se desarrollaba en la zona de Quilmes. Como blanqueo, para demostrar empleo estable en caso de necesidad, trabajaba en el taller de los Márquez—Ramón y sus hermanos. De sólida formación y amante de los libros, fue estudiante de química en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Por su personalidad generaba respeto y empatía. Era fácil encari- ñarse con él y sentir el agrado de su presencia. El padre de los Márquez, sin ir más lejos, tenía un carácter parco y muy cerrado. Por costumbre, porque siempre fue así, nadie entraba en su casa por ninguna razón, a excepción única de Osvaldo. Cierta vez, poco antes del golpe de Estado, Chiquita —la madre de su amiga y compañera de militancia Concepción Ester Mora— le 50


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