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SOY JUANA - Mirta Torrez

Published by Gunrag Sigh, 2020-11-08 00:58:01

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hijos y los hijos de sus hijos dependía de lo que hoy se construía. Cada batalla importaba, cada pedacito de cielo donde ondeara la bandera celeste y blanca hacía que todo tuviera sentido. Su amor por la patria la había llevado a participar junto a otras damas salteñas, la había cobijado cada vez que tenía miedo y le mostró que aun en medio de la batalla podía sentirse amada. Inmersa en sus pensamientos no escuchó la llegada de las visitas. Joaquina la despertó de su ensoñación y le dijo que la esperaban en la sala. —Buenos días Juana, en cuanto nos avisó Toribia vinimos para saber cuáles serán los pasos a seguir y enterarnos de los últimos sucesos. —De eso quería hablarles, muy temprano en la ma- ñana le envié una carta esquela al General para poner- nos a su disposición. No confío en los vencidos, creo que pronto tendremos novedades de algún otro Ge- neral realista que querrá tomar la plaza nuevamente. —Lo único que me enteré por la mañana —dijo Ma- cacha— fue que Belgrano estaba en la gobernación. Pero nadie supo decirme si se quedaba ahí o si volvía a Bs. As. —Por eso envié la nota, necesitamos saber en qué si- tuación estamos y cómo podemos ayudar. Alguna de ustedes puede salir a caballo y espiar las fronteras de la ciudad. No está demás tener un poco de precaución. —Sí, déjeme a mí, de eso me encargo —contestó María Petrona Arias. 101

—También nos sería propicio realizar alguna tertu- lia donde podamos reunir a las mujeres de los venci- dos y saber que traman, cuál es su próximo plan, para ir un paso adelante siempre. Toda la información que podamos recabar nos sirve y es de mucha utilidad. Sea como sea, ustedes, criados, amigos, vecinos. Todos deben servir a la causa patriótica. —Eso haremos amiga —dijeron varias al unísono. —Si te parece podríamos empezar a organizar la próxima tertulia en tu casa —dijo Macacha. —¿Les parece bien dentro de dos días? Así con Joa- quina y Toribia podremos organizarlo todo. —Manos no van a faltar, entre todas aportaremos algo para que la tertulia de Doña Juana Moro de Ló- pez se destaque, como siempre, por sobre las demás. Necesitamos atraer a esas personas a la reunión, como moscas a la miel. —¿Alguna de Ustedes sabe si la sobrina del Coro- nel La Hera aún se encuentra en la ciudad? —Sí, luego de la derrota de las fuerzas que coman- daba su tío dicen que se halla recluida en su casa y que está esperando la oportunidad para poder irse de Salta. Por lo menos es eso lo que comentó Doña Josefa en el boticario hoy por la mañana. —Lo único que nos falta es la respuesta de Belgrano para saber en qué más podremos ayudarlo. —A mí me dijeron que están necesitando alimentar a las tropas, ropa, vestimentas un poco más sanas que las que están usando en estos días y abrigo. 102

—De eso nos ocupamos nosotras — respondieron Celedonia, Andrea Zenarrusa y María Loreto—. Aún nos quedan algunos animales que carnear para ali- mentar a la tropa. María se ocupará de la ropa y el abrigo para que en caso de tener que emprender la marcha hayan repuesto fuerzas y ánimo. Nada es más deprimente que tener hambre y frío. Joaquina y Toribia comenzaron a repartir mate co- cido y pasteles entre las presentes, ambas se sentían orgullosas de poder ayudar y participar en la gesta. En ese momento ninguna pensó en cosas tristes. Salta era nuevamente de su gente. Y la seguirían defen- diendo cada vez que fuese necesario. Todas eran muy diferentes entre sí, pero tenían un denominador co- mún: su patriotismo. No eran frívolas ni superficiales, eran mujeres fuertes, bravas, temerarias y sobre todo capaces de dar su vida por su tierra. —Toribia cuando dejaste la nota. ¿Te dijeron algo más? —No. El soldado preguntó quién la enviaba y le dije la clave que usamos. Se fue, consultó e inmedia- tamente vino por la misiva. Me hizo un gesto con la mano y se retiró sin decir una palabra más. —Espero tengamos una pronta respuesta antes que el enemigo se avive y dé el golpe primero. Todas hablaban a la vez de las infinitas posibilida- des que se estaban planteando, sabían del poderío enemigo y que no se quedaría con una batalla perdida y una plaza olvidada. También sabían que segura- 103

mente Belgrano regresaría a Buenos Ayres o se encar- garía nuevamente del Ejército del Norte. Esto dejaría la plaza absolutamente indefensa y a merced de cuan- to invasor anduviere cerca. Otras pensaban que quizás se quedaría a cargo de la gobernación hasta que designen a otro en su puesto. Eso les daría un poco más de seguridad a todos. Conversaban avivadamente, mezclando sus deseos con las posibilidades que se avecinaban en el horizon- te, cuando golpearon la puerta de entrada. Juana le pidió a Toribia que lleve a sus amigas a la cocina mientras atendía la puerta, por seguridad pre- fería abrir ella sola. Se acomodó su falda, respiró hondo y abrió lenta- mente la puerta. Un soldado la saludó y le extendió una misiva que enviaba el General Belgrano para Doña Juana Moro. Le pidió que espere la respuesta y comenzó a leerla rápidamente: Salta, 21 de febrero de 1813 A mi estimadísima Doña Juana Moro: Primero que nada, quiero agradecerle todo lo que ha hecho por la patria. Paso a contarle que por el mo- mento voy a quedar a cargo de la Gobernación y a la espera de las órdenes de Buenos Aires. Usted sabe que mi puesto no es en el gobierno, es en la trinchera, en donde haga falta defender nuestro terruño, ahí estaré junto a mis soldados defendiendo cada pedazo de tierra sin dar tregua. Reconozco 104

que mis soldados seguramente deben estar cansados, así que tomaremos un tiempo para reponer fuerzas mientras se de- cide mi destino. En cuanto a si desconfío de los realistas, que puedo decirle que no sepa Usted en este momento. Confío en las personas, por lo tanto, creo que al otorgarles una hon- rosa capitulación hemos conseguido aliados entre los enemi- gos, así que por ese lado estoy tranquilo, sobre todo porque cada acción realizada, y orden dada, lo he hecho a concien- cia. Sé que seguramente la historia juzgará mis decisiones y quien la escriba no vacilará quizás en culparme o felicitarme por las mismas, pero este tiempo no nos permite estar en dudas. Debemos decidir por nosotros y por los demás. Sepa que aprecio su opinión y que la tendré en cuenta ya que no estará demás prevenir el golpe antes que este acontezca. Manuel Belgrano Juana terminó de leerla y escribió su respuesta para que el soldado se la lleve al General. Salta, 21 de febrero de 1813 Al General Don Manuel Belgrano: Agradezco su misiva y como siempre le digo quedo a su disposición. Ya sabe que nosotras vamos a seguir averiguando los pasos del enemigo. Seremos sus vigilantes, ojos y oídos, mientras dure esta aparente calma. Y claro que entiendo su situación, míreme a mí misma y a mis compa- ñeras, podríamos pasar las tardes sentadas bordando y char- lando de cosas triviales sin embargo, aquí nos tiene a todas 105

metidas hasta los huesos, en esta guerra, planeando estrata- gemas a diario, arriesgando la vida y el corazón por lo que consideramos importante: nuestra tierra, nuestra patria, nuestras familias. Juana Moro Entregó la misma en un sobre lacrado al soldado y se volvió para contarles a sus compañeras las noticias. Una a una cuando escucharon que la puerta se ha- bía cerrado, salieron de su escondite y se acercaron a Juana para conocer las novedades. —El soldado enviado trajo una carta de Belgrano donde me avisa que se queda a cargo de la Goberna- ción hasta nuevo aviso de Buenos Aires. Aclaraba también, que sus soldados están cansados por lo cual, le parece justo reponer fuerzas y provisiones. Por úl- timo, agradece nuestra ayuda y, como siempre, dice que aprecia nuestro apoyo. —¿O sea que ahora está en la gobernación? —Sí, pero nadie sabe por cuánto tiempo. —No creo que se quede mucho por aquí, no es hombre de estar sentado departiendo con los vecinos. Seguramente pronto partirá hacia el Alto Perú, donde se concentran el resto de las fuerzas. —¿Podremos ver a nuestros maridos e hijos? —No hablaba de eso la carta, no obstante, no creo que nos niegue verlos ahora que se encuentran en la ciudad. Mañana temprano me presentaré en la gober- 106

nación para pedir permiso de visita y saber si pode- mos llevarles ropa o lo que necesiten los soldados. —¿Usted cree que nos recibirá sin problema? —Calculo que sí. Belgrano es un hombre de honor, y de gran corazón. Además, sabe que será un aliciente que sus hombres se reúnan con sus familiares. Será solo un momento, quizá durante el almuerzo. No está demás decirles, que las necesito fuertes de sentimien- tos. Nuestros hermanos, maridos, hijos, no pueden ver que sufrimos. No podremos agregar más dolor al que ya poseen —dijo con entereza, culpándose para sus adentros, por no haberlo podido cumplir cuando se había despedido del Marqués, sin embargo, no po- día demostrar debilidad frente a su grupo, por eso, respiró profundo, levantó la cabeza, apretó los dien- tes, y siguió dirigiendo la reunión, pero en su interior, muy en su interior, su corazón lloraba en silencio. —Nosotras hemos preparado suficiente ropa de abrigo para que puedan cambiarse y también alimentos. —De eso me ocupo al instante, el General está muy agradecido con nosotras así que recibirá de buen gra- do todo lo que hagamos por él y sus soldados. Ma- ñana apenas tenga novedades, les avisaré. —Estaremos esperando la respuesta, Juana. —Bueno queridas, será mejor que nos despidamos hasta mañana. Nos queda un día de mucho trabajo a todas. Debemos ver a nuestros soldados y comenzar a preparar todo para la tertulia. Es de vital importancia conocer los planes de nuestros enemigos. 107

Una a una se marcharon con el corazón repleto de energía para enfrentar lo que fuese, ilusionadas con ver a sus familiares y poder darles lo que necesitaran y abrazarlos para así compensar la distancia, el tiem- po separados, el miedo a la muerte, a la pérdida, para demostrarles cuánto los habían extrañado, y cuánto hacían falta en sus vidas. Juana de pronto estaba sola. Se quedó un largo rato mirando el fuego y pensando en su esposo que pronto vería y en aquel que se había llevado parte de su cora- zón. En cómo haría para que no se le notara todo lo que había sucedido en ausencia de Jerónimo. Su cora- zón, de solo pensar en aquellos ojos se llenaba de an- gustia, sentía que una parte de sí misma se había ido con él. Al final todo se redujo a vencedores y vencidos. Y aunque en la batalla habían vencido los patriotas en su corazón, había dejado heridas un realista. Y ya nada iba a ser como antes y tampoco podía evitar que doliera así, ni podía lograr que cicatrizara. Necesitaría tiempo, mucho tiempo pues la herida seguía abierta como llaga viva recordándole lo que había sentido en medio de la guerra, en medio de la lucha, lo había amado con todo el corazón y el pensamiento, inclu- sive en contra de todos sus principios, de sus metas, de su lucha y su destino. La noche recién comenzaba y debía conciliar el sueño para que las ojeras no de- mostraran que había pasado la noche en vela, pen- sando en él, pensando en otro. 108

XI El sol parecía querer ocultarse entre las nubes como los pensamientos de Juana cuando marchaba apurada envuelta en la mantilla rumbo a la Gobernación. Sentía esa opresión en el pecho que no la dejaba res- pirar bien y amenazaba con tumbarla al suelo como si fuese un golpe de puño dado por su oponente. Y se- guía escuchando las voces de sus amigas. Todas de- seaban ver a sus esposos, hermanos, padres y poder llevarles un poco de aliento además del alimento y el abrigo. Tanto tiempo lejos de los seres queridos las volvió vulnerables y ella les debía eso, darles una bue- na noticia, un momento agradable con sus seres ama- dos. Ninguna de ellas había dudado en seguirla y po- ner sus bienes, animales, provisiones y vida al servicio de la patria. Así que, aunque el corazón se le quebrara en mil pedazos y le costara mirar el rostro de quien juró amar toda la vida, debía conseguir el permiso para todas. Después vería la manera de no lastimar a Jerónimo. Por la mente se le cruzaban las imágenes de su casa- miento y los besos robados de Juan. En la puerta de la gobernación, el soldado le preguntó su nombre y le pidió que lo siga por los pasillos. Se detuvo ante una puerta, anunció la visita y después se alejó lentamen- te. Belgrano estaba sentado escribiendo cuando la hi- zo pasar. Levantó la vista de sus anotaciones y le dijo: 109

—Buenos días, mi querida amiga. ¿Qué la trae por aquí tan temprano Juana? —Buenos días General. Vine a solicitarle su per- miso para que mis compañeras de lucha y yo poda- mos ver a nuestros familiares, traerles comida, abrigo y sobre todo noticias. —Por supuesto Juana, no faltaba más. Ustedes han hecho mucho por la patria y por nosotros para que yo me niegue a un pedido semejante. Daré la orden a mis oficiales de que las dejen pasar y las conduzcan con cada uno de sus familiares a partir de hoy, el tiempo que Ustedes consideren necesario. Si Usted quiere puedo ordenar que la lleven con su esposo. Jerónimo López ha sido un brazo importante para mí en la ba- talla y debe estar deseoso de verla. —Gracias General, veré a mi esposo ahora y luego avisaré a mis compañeras que ya tienen permiso de visita. —Está bien Juana y desde ya gracias por todo lo que hacen. Usted y el resto de las mujeres están en todo lo demás que no logro ver. —Esa es nuestra tarea. Y nada nos conforta más que poder colaborar con la patria. Se despidió del General y siguió al soldado que la guio hasta donde se encontraba su esposo. Jerónimo conversaba animadamente con sus solda- dos cuando sintió su perfume en el aire. Nadie en toda Salta tenía su aroma. Se volvió rápidamente y sus ojos se encontraron. Olvidó por un momento la presencia 110

del resto de los soldados, y la abrazó, la elevó por el aire, como agradeciéndole a la vida la presencia de su amada esposa. Ella se quejó, protestó un poco y le dijo que había más de un par de ojos mirándolos. El lanzó una sonora carcajada y volviéndose a la tropa dijo: —¿Acaso está mal que acaricie y bese a mi esposa después de tanto tiempo sin vernos? Creo que no se- ñores. A lo que todos contestaron: —¡No, mi Coronel! Jerónimo volvió a sonreír de esa manera tan diver- tida y pícara como cuando se conocieron. Y en un se- gundo acaparó la atención de todo el mundo. Juana sentía que un torbellino se agitaba dentro de sí misma, se debía a su esposo, pero no atinaba a hacer ningún movimiento por miedo a que su cuerpo o su mirada la delatasen. Al notarla un tanto extraña, la tomó de la mano y se retiraron a un lugar apartado donde pudiesen ha- blar y prodigarse las caricias que habían faltado en su ausencia. Tomó su rostro entre las manos y la besó, invasivo, apasionado. Demandante buscó recorrer sus suaves y carnosos labios, para demostrarle cuanto la había ex- trañado. Notó su turbación. La soltó y dijo: —¿Pasa algo Juana? Te siento distinta, es como si no estuvieses alegre con mi regreso. ¿Los niños están bien? —Los niños están bien. Solo estoy un poco agotada. 111

Mientras estabas en el frente nuestra misión fue bas- tante difícil y complicada. Me alegra que hayas vuelto y los niños todos los días preguntan por ti. —Bueno, me dejas un poco más tranquilo. Sabes cuánto te amo y que cuando esto termine seré el hom- bre más feliz del mundo en tu compañía y de mis ni- ños. —Lo sé. Mañana traeré ropa y alimentos para que puedas cambiarte y compartir la comida con tus sol- dados. Imagino que los últimos días fueron muy difí- ciles para todos. —Demasiado querida, y cada vez que enfrentaba al enemigo no lograba dejar de pensar en Ustedes, en que debía volver a verlos, a protegerlos. Y le pedía a Dios que me permitiera volver a casa. Algunas veces la angustia me ganaba al saberte sola en medio de tan- tos peligros, más cuando supe que tú y otras mujeres colaboraban con la causa. Eso me enojó mucho ya que nunca tuvimos secretos y ahora me entero que Doña Juana Moro había colaborado en la batalla. Esa no es tu tarea mi querida esposa. —¿Y cuál es mi tarea? ¿Bordar, criar hijos y estar en casa? —Sí. Yo estaba en la batalla y tú debías cuidar de nuestros hijos. Esa era tu obligación. —Entonces ir a la guerra te exime a ti de tu tarea y a mí, ¿no? —Exactamente. Juana, si te hubiese pasado algo nuestros hijos hubiesen quedado solos a merced del 112

enemigo. Mis oficiales me dijeron que suelen ser bas- tante crueles los realistas. —Eso no es cierto. No todos son así. —¿Y ahora por que los defiendes? ¿Acaso conoces a los realistas? ¡Dime! ¿O existe algo más que yo no sepa Doña Juana Moro? —Cuando nos infiltramos entre sus tropas repar- tiendo comida y agua pude notar que eran personas correctas y amables. —¿Y hubo alguien que se desubicara o te faltara el respeto? — No. Ni tampoco lo hubiese permitido. —¿Y qué más sucedió? —Solo eso. Él de improviso, se acercó, la rodeó con sus brazos y comenzó a besarla nuevamente. Necesitaba sentir la seguridad de que seguía siendo suya, de que nada ha- bía cambiado en su ausencia. Juana deseaba escapar de esos labios, se sentía extraña, al borde de un preci- picio inevitable. Las lágrimas comenzaron a caer len- tamente por sus mejillas. Jerónimo las secó una a una con sus manos y siguió besándola suavemente hasta que se calmó. Se reprochó haberle hecho tantas pre- guntas inoportunas sabiendo que su mujer, su Juana solo lo amaba a él. Ella se despidió estremecida completamente en su fuero interno y dejó la Gobernación. 113

XII Volver a su casa, le dio la tranquilidad que no había sentido junto a su esposo. Debía preparar todo para la tertulia de esa tarde. No tenía tiempo para sentimien- tos ni dudas. Necesitaba ser fuerte y dejarlo atrás. Ol- vidarlo. Su matrimonio, su vida, su trabajo, su fuerza se perdía cada vez que volvía a su memoria, invadién- dolo todo a su paso. Ayudó a Joaquina en la cocina, prepararon pastelitos, empanadas de carne y bebidas para las visitas. Encendieron todos los candelabros del salón. Le pidieron al pianista que comience a tocar al- gunas melodías suaves para acompañar la reunión. Se habían ocupado de invitar a las mejores familias de Salta, a familiares de los realistas y que el ambiente fuera festivo. De a poco fueron llegando los invitados y se acomodaron en el salón. Juana se ocupó personal- mente de saludar a todos sin escatimar sonrisas. En un rincón vio a María Merced La Hera y se acercó para entablar conversación con la misma e intentar averi- guar algo sobre los enemigos. —Querida Juana, que maravillosa idea la suya de celebrar esta reunión. Desde que terminó la batalla, ya no hay nada de que ocuparnos en todo el día. Antes por lo menos teníamos algo para hablar o por lo me- nos preocuparnos. —Me pareció importante que la gente se distienda un poco. La música, la danza, el canto y la buena co- mida son un buen cóctel para las penas. 114

—Coincido con Usted. Mi tía piensa que son una completa pérdida de tiempo. Yo no lo veo así. En las tertulias no solo se puede conseguir un buen marido, se adquieren conocimientos y se disfruta de una bue- na cena. ¿Deberían realizarlas más seguido, no le parece? —Creo que sí, María de la Merced, sería cuestión de organización. Aunque Usted también puede visi- tarme cualquier otro día. Podríamos tomar té por la tarde y bordar mientras mis pequeños juegan. —Gracias Juana. No sabe lo feliz que me hace. Creí que el aburrimiento iba a terminar matándome. Es- taba deseando que llegue la hora de volver a España. —¿Su tío enviará a buscarla? —Eso dijo, pero los días pasan y ni noticias. —Debe estar preocupada, pobrecita. —Un poco, mi tío ya está en España ocupándose de sus asuntos y yo no soy lo más importante en su vida. La guerra y los asuntos políticos son los que motivan su vida. Y esta derrota no creo que le haya caído bien. Conociéndolo creo que debe estar planeando una nue- va embestida contra Belgrano. —Por lo que sé Belgrano les perdonó la vida con la condición de que no volviesen a atacar o invadir. —Usted lo dijo. Les perdonó la vida a ellos, pero eso no significa que no vuelvan a intentarlo otros. —¿Eso cree? —Creo que Belgrano debería estar atento y esperar el golpe. 115

—Bueno, al final terminamos hablando de lo que no queremos. ¿Se dio cuenta? —Sí, discúlpeme Juana. A veces no puedo evitarlo. —A mí me pasa lo mismo. —Juana, ese muchacho me está observando mu- cho. Creo que viene hacia mí. —Viene decidido a invitarla a bailar. No se inco- mode por mí. Vaya y disfrute que lo bueno general- mente dura poco. —¿Srta. podría concederme la próxima danza? — preguntó el joven. —Sí, pero deberá tenerme paciencia. No soy muy diestra en el asunto del baile. —No se preocupe que yo la guiaré. Juana aprovechó que su amiga estaba entretenida bailando y se escabulló entre la gente. Toribia conver- saba animadamente con la criada de los Fuentes. Ma- cacha en la otra punta del salón conversaba animada- mente con la madre de María de la Merced La Hera. Todo estaba saliendo de acuerdo a lo planeado. Tori- bia y Joaquina no dejaban que les falte comida o be- bida a los asistentes. Solo restaba saber sobre los que habían huido. Se moría de ganas de preguntar, de ave- riguar sobre Juan. Pero no podía. Evidenciaría su in- terés por el comandante de las fuerzas realistas. Y no podía darse ese lujo. Menos ahora, que su esposo es- taba de regreso y tan cerca. Concentrada en sus pensamientos no pudo evitar suspirar. Un joven se acercó y muy bajito al oído le dijo: 116

—No todas las penas serán eternas señora. Un mar- qués lejos de aquí también suspira. Rápidamente volteó y vio como el joven se perdía entre la gente hasta desaparecer. ¿Sus pensamientos la estarían traicionando? Tal vez solo fue su imaginación que le hizo ver lo que tanto deseaba, tal vez estaba desvariando. 117

XIII Siempre supo que ese día iba a llegar. Su destino no era como el de otros hombres que veían pasar los años uno a uno, sin prisa ni pausa. Atrás habían quedado sus días de estudio, sus amigos, sus lecturas diarias. Ahora era un militar con un solo propósito servir a la patria. Los últimos resultados de las Batallas de Tucu- mán y Salta lo habían engrandecido ante Buenos Ay- res. Y ahora, la misma ciudad le pedía que deje su cargo de Gobernador Intendente de Salta y siga con la Campaña al Alto Perú. Su salud no lo estaba acompa- ñando últimamente. Tenía dificultades para abastecer el ejército a su mando y aunque contaba con la ayuda de Juana Moro y otras patriotas no alcanzaba, no era suficiente. No contaba con gente experimentada, ha- bía muchos reclutas nuevos, casi no tenía artillería, es- caseaban las mulas y el ánimo no era el mejor tam- poco. Aun así, acató la orden. Contaba con el Coronel Baltasar Cárdenas, quien tenía a su mando 2.000 in- dios armados más las fuerzas de Cochabamba que es- taban al mando del Coronel Zelaya. Ambos tenían la orden de producir el levantamiento de las poblaciones indígenas situadas detrás de los realistas. Sabía que sus enemigos no tenían mulas ni como trasladar las provisiones y pensaba atacar de frente formando una tenaza. A fines de setiembre de 1813 arribó a Vilcapugio, 130 km al noroeste de Potosí. 118

Joaquín de la Pezuela y sus fuerzas se habían esta- blecido a 40 km al suroeste de Vilcapugio, en la aldea de Condo-Condo (a orillas del lago Poopó). Su coman- dante Saturnino Castro cerró el paso de las tropas de Cárdenas y secuestro sus instrucciones. Al contar con la información precisa de los planes patriotas avanzó por las montañas y se enfrentaron el 1 de octubre de 1813. La lucha tomó por sorpresa a nuestros soldados. Y la llegada de la caballería al man- do de Castro los confundió más aún y se desbandaron. Pezuela reorganizó sus fuerzas, se apoderó de toda la artillería y continuó cañoneando la posición de las pocas tropas de Belgrano que aún seguían allí, las que comenzaron a procurar salvar sus vidas. Belgrano al ver la situación se subió a un morro asido de la bandera y llamó a reunión de su tropa. Solo acudieron 300, entre ellos el General Eustoquio Díaz Vélez, Gregorio Perdriel y Lorenzo Lugones. Al llegar la noche pudo evadir a los realistas y em- prender la retirada. Díaz Vélez tomó la ruta al Potosí a la cabeza de las tropas que se habían dispersado en la montaña. De a poco comenzó a reorganizar sus tropas para proseguir la Campaña al Alto Perú, según las órdenes recibidas de Buenos Ayres. Luego de la derrota de Vilcapugio, Belgrano estableció su cuartel general en la aldea de Macha. Junto a Francisco Ortiz de Ocampo, presidente de la Intendencia de Charcas y de las demás provincias del Alto Perú. 119

Allí estaba planeando su próxima estrategia cuan- do llegó un jinete a todo galope con una nota para él. Rápidamente la leyó, era de Juana Moro. Salta, 9 de octubre de 1813 Al General Manuel Belgrano: Le escribo por un lado para darle ánimos y decirle que su fuerza no decaiga, que una batalla perdida no signi- fica que todo esté perdido al fin. Su valor y su hombría de bien harán que los próximos enfrentamientos sean favora- bles a nuestros patriotas. Mis espías me dicen que Pezuela se encuentra refugiado en las alturas de Condo-Condo. Us- ted sabe que las poblaciones cercanas son todas hostiles al invasor y que podríamos contar con la ayuda de los caciques amigos. En esta lucha todo suma mi amigo, más si nuestros corazones solo están pidiendo la libertad de un pueblo inde- pendiente y sobre todo soberano. Le pido que cuide mucho su salud y que siempre cuente con nosotras. María Loreto se encarga diariamente de espiar a los realistas y el resto de mis compañeras en distintos flancos recopilan la informa- ción que sea de utilidad para Usted. Que Dios y el Señor del Milagro siempre lo guarden y protejan a usted y nuestros valientes patriotas. Siempre a sus órdenes Juana Moro Belgrano agradecido por las palabras y la informa- ción envió al mismo jinete con la respuesta. Y con más valor que antes decidió enfrentarlos. A 120

fines de octubre partió con sus tropas rumbo a Ayohu- ma, que en quechua significa “Cabeza de Muerto”. Eustoquio Díaz Vélez no estaba de acuerdo con el general, pensaba que lo mejor era retirarse hasta que tuviesen una mayor cantidad de soldados y artillería. Pero el general le dijo: —Yo respondo a la Nación con mi cabeza del éxito de la batalla. Casi al mismo tiempo los realistas partieron de Condo-Condo para evitar que los patriotas se fortale- cieran y el 12 de noviembre de 1813 llegaron al To- quiri, una elevación a cuyos pies se encontraba Ayohuma. Las cartas estaban echadas. El destino de ambos dependía de sus fuerzas militares y su estrate- gia. 121

XIV AYOHUMA (Cabeza de muerto). El día amaneció absolutamente gris, el cielo enca- potado, repleto de nubes oscuras que parecían estar a punto de caerse sobre los rivales presagiaban un mal augurio. Ambas tropas tenían una desproporción im- portante. La caballería patriota doblaba en número a la rea- lista, pero Joaquín de la Pezuela contaba con el doble de infantería y dieciocho piezas de artillería contra ocho de las tropas de Belgrano. Los realistas a media mañana se ubicaron sobre el costado derecho de las fuerzas revolucionarias y co- menzaron los cañonazos logrando la dispersión de sus adversarios. Belgrano en un cese del fuego ordenó el avance de la infantería y la caballería, pero no pu- dieron resistir a la oposición española, así que tuvo que replegarse y reunir sus hombres. Solo acudieron quinientos, los demás estaban en el campo de batalla. Había doscientos muertos, doscientos heridos, qui- nientos prisioneros y el enemigo se había apropiado de casi toda la artillería. El paisaje era desolador. Nadie podía pronunciar una palabra, sobraban ante los resultados. Durante la batalla un grupo de mujeres auxiliaron a los heridos y combatieron cuerpo a cuerpo al enemi- go como si fuesen un soldado más. Entre ellas se des- tacó la capitana María Remedios del Valle que junto a 122

sus hijas y otras mujeres espías del grupo de Juana Moro y María Loreto cruzaban el campo de batalla sin miedo de perder la vida como si nada pasara. Mien- tras unas daban de beber a los heridos otras los defen- dían. Pero no alcanzó para ganar la batalla. Joaquín de la Pezuela luego de ambas victorias, Vil- capugio y Ayohuma se encontraba en una situación excelente. El general realista pensaba avanzar primero a Salta, luego de Salta a Tucumán, de ahí a Córdoba y obligar a los revolucionarios a frenar el asedio de Montevideo mientras esperaba que llegara la ayuda de Chile de esa manera quince mil hombres caerían sobre Buenos Aires. Belgrano, casi sin fuerzas se dirigió con sus tropas hacia el Sur y en la Posta de Yatasto el 30 de enero de 1814 le entregó el mando del Ejército del Norte al Ge- neral José de San Martin. Luego Belgrano y Díaz Vélez regresaron a Bs. As. 123

XV “De los grandes pesares se cubre la noche, y de su amor, se nutre mi corazón. No he podido olvidarle ni despojarme, de los besos que le di antes de partir. ¡Ay que ha de ser la vida ahora! Cuando antes creí ser tan feliz, Cuando mi alma en pena no cicatriza, esta herida abierta y profunda en mí.” Por siempre suyo Juan No podía dejar de llorar al leer sus palabras escritas con pasión, dolor, amor. Se sentía culpable y hala- gada. Amada, adorada hasta el hastío. Causa y conse- cuencia en un mismo verso. La vida le estaba ofre- ciendo a manos llenas un amor que no esperaba nada a cambio, un sentimiento puro en medio de tanta vio- lencia y desidia. Y no sabía qué hacer. Se debía a su esposo, a sus hijos, a su patria. No podía permitirse que esos sentimientos enturbiaran su porvenir, pero lo amaba. Toribia le dio la corta misiva luego de realizar las compras en el mercado durante la mañana. Un joven- cito se la alcanzó con la sola condición de que fuese entregada en mano a Doña Juana Moro. 124

Y desde ese momento hasta que al fin pudo leerla estuvo inmersa en una nube de ensueños donde la realidad se mezclaba con ese mundo ideal donde ella y Juan estaban juntos. No debía responderle. Quizás si no lo hiciera, el do- lor y el olvido empañarían su memoria pronto y se convertiría en un recuerdo. No podía contestarle, pero su corazón le gritaba que lo hiciera, que dejara atrás todo prejuicio, que se dejara llevar por el amor y que sea lo que Dios quisiera. Pero, armándose de valor, tomó la pluma y comenzó a escribir su respuesta: Adorado Juan: Nunca quise provocarle ese sentimiento que hoy le causa tanto dolor. Usted ya conoce la verdad y sabe cuál era mi misión en todo esto, pero el amor tiene caminos misteriosos. Soy una mujer casada que no puede evitar lo que Usted me inspira, ni que se agite mi corazón con solo nombrarle. Me preocupa todo lo que le concierne a Usted y saber que se encuentra bien. No podría vivir si le sucediese algo por mi culpa. Espero que cumpla con su promesa. Nunca vuelva a empuñar un arma contra mi gente y no me olvide. Aun cuando no podamos vernos, sé que Usted está ahí protegiéndome en la distancia. Juana Cerró el sobre y lo guardó en un cajón. Ya vería de qué manera enviaba su respuesta. 125

Tenía muchas cosas que hacer en esos días. La ter- tulia sembró otra vez el temor en los corazones. Aún podían invadir los realistas. Debían organizarse para espiar las fronteras, para estar atentas a cada conver- sación, a cada rumor. Decidida a averiguar si en las fronteras estaban ocultos los realistas, junto a su amiga María Loreto Sánchez Peón de Frías, vestidas como campesinas montaron a caballo y emprendieron la marcha muy temprano a la mañana siguiente. Joaquina quedó encargada de los niños en su au- sencia. Primero fueron de Salta a Jujuy, y luego de Ju- juy a Orán. El enemigo tenía fuerzas apostadas en ambas ciu- dades, y parecían estar preparados para emprender la batalla nuevamente. Se mezclaron con la población y rápidamente se hicieron amigas de las criadas de las familias pudientes para obtener información sobre posibles avances, estado de sus fuerzas, cantidad de armas disponibles, heridos. Todo dato recolectado se- ría de mucha utilidad, por mínimo que fuera. La criada de la familia López charlaba animada- mente con otra sobre las novedades de la ciudad. Así que Juana se acercó disimuladamente y escuchó la conversación de ambas: —¿Vio que buen mozo es el Coronel Joaquín de la Pezuela? 126

—Sí, lo vi. Pero también noté muy serio su sem- blante y como trataba al resto de sus oficiales. Les de- cía todo el tiempo: ¡Vigilen las armas! ¡Estén atentos! ¡Tenemos espías en todos lados! ¡No se distraigan por nada del mundo y menos con las mujeres! —Sí, justo cuando un oficial me hacía ojitos y mira- das cómplices el General lo vio y le dio una sermo- neada similar a la de Doña Justina. Yo tuve que ta- parme la boca para que no escucharan mis risas. —Usted también, no tiene otra cosa que hacer que mirar un oficial realista. ¡Mire a nuestros patriotas María! —En el corazón no se manda mi amiga y no me puede negar que algunos oficiales son muy interesan- tes. —Puede ser, pero a mí la verdad no me gusta ver- los en nuestra ciudad, invadiéndolo todo. Nuestro país está formándose, construyéndose día a día con su gente, con cada paisano, cada soldado, cada uno de nuestros generales está luchando por esta tierra y desearía poder ayudar en algo y no sentirme tan inútil observando pasar la vida ante mis ojos. Juana se quedó admirada al escuchar la firmeza y el valor de esa jovencita que también quería formar parte de la lucha a los invasores así que se acercó y le dijo: —No pude evitar escuchar su conversación. Y coin- cido con Usted. Las mujeres no debemos estar inacti- vas ante esta situación. Tenemos tanto valor como los 127

hombres y más; tenemos inteligencia, astucia y belleza que no es poco. ¿No lo cree así? —Buenas tardes señorita… —Rosaura Gómez es mi gracia. —Mercedes Ortiz es la mía. —Ahora que nos presentamos, Srta. Mercedes ¿Qué opina de lo que acabo de decir? —Estoy totalmente de acuerdo con Usted, pero no veo donde pueda colaborar en dicha lucha al invasor. —Si Usted quiere ayudar en la batalla la esperamos en el cruce de caminos que conduce a la Ciudad de Salta al atardecer. Allí le explicaré con más detalles. —¿Usted es una rebelde? —Algo así, pero prefiero que me diga, una patriota. Con una inclinación de su cabeza se despidieron y rápidamente se escabulleron entre la gente mientras observaban que nadie las siguiera. Apenas estuvieron a solas, cambiaron sus ropas nuevamente para que na- die las vinculara con las mujeres que habían estado en Jujuy. Envolvieron su cabeza con una manta y em- prendieron el regreso a Salta. Sabían que la noche las agarraría en el camino y debían tener mucho cuidado ya que en la oscuridad de la noche no podrían deter- minar si era amigo o enemigo quien encontraran por ahí. Caminaron rápidamente hasta el cruce de caminos y esperaron media hora a que apareciera Mercedes. Estaban a punto de partir cuando la vieron llegar. Miraron hacia ambos lados para estar seguras de 128

que nadie la había seguido ni que nadie las estuviera observando. La muchacha un poco tímida al principio, a media voz dijo: —Quisiera unirme a Ustedes y ayudar en lo que pueda a la patria. —¿Podemos confiar en Usted? ¿Quién nos asegura que no es una espía realista y que vaya a truncar todos nuestros planes y ofrecernos en bandeja servida a los invasores? —Eso no puedo demostrarlo de otra manera que no sea trabajando codo a codo con Ustedes. Y sino puedo volverme por donde vine y aquí no ha pasado nada. —Le daremos una única oportunidad de probar que está de nuestro lado. Necesitamos que averigüe cuáles son los próximos planes del General realista. Usted verá de qué artimaña se vale para conseguir tal información sin levantar sospechas. —Lo haré, claro, ¿Y Ustedes así me dejarán su- marme a sus filas? Todo el mundo está hablando de unas bandoleras, un grupo de mujeres que espían y frustran los planes de Pezuela. Yo me las imaginaba altas, imponentes. —Esto no tiene que ver ni con el peso ni con la talla querida, tiene que ver con la unión de hermanos en contra del invasor, tiene que ver con la lucha de un pueblo que ya no quiere depender de otro por ser so- berano de sí mismo, tiene que ver con la noción de pa- 129

tria. Nosotras volvemos a Salta, apenas sepa algo, dé- jenos una nota en ese pequeño agujero en el árbol. Nunca firme, ponga la inicial de su nombre de pila. —¿Y cómo sabré si cayó en sus manos o en otras el mensaje? —Porque en vez de una respuesta dejaremos una flor. —Ya entendí y mejor me marcho ya está cayendo la noche. —Vaya con Dios y que sean buenas nuevas. Juana y María rápidamente montaron a caballo y partieron hacia Salta. El camino cada vez era más es- trecho y el tiempo corría demasiado rápido. El paisaje de la Quebrada del Toro, maravilloso y peligroso a la vez parecía advertirles que estaban en peligro com- pletamente expuestas a los realistas. Debían llegar an- tes del amanecer para que nadie notara su ausencia o comenzaran a comentar cosas. A las dos les cayó bien Mercedes, creían que podría ser de suma importancia su ayuda desde allí. Sentían que en el aire aun flotaba el miedo y la incertidumbre. Una leve brisa comenzó a levantar un poco de tierra del camino. Las piedritas y cantos rodados les raspaban el rostro. Envueltas en sus ponchos avanzaban a oscuras hacia las luces de la ciudad que se veían a lo lejos como miles de luciérna- gas encendidas. 130

XVI Juana sintió que un par de brazos enormes la suje- taban, no la dejaban moverse. Luchaba, mordía, pa- teaba a diestra y siniestra para defenderse de sus cap- tores. Veía a sus amigas luchando también, una de ellas, cayó al suelo y quedó tendida. Gritaba con fuer- za, pero no podía escuchar sus voces entre medio de los soldados, los cascos de los caballos aproximándose y rodeándola. Logró sacudirse, soltarse y ayudó a su amiga a montar a caballo, golpeó fuerte las ancas del animal y su amiga se perdió en medio de la oscuridad. Después vio un rostro y luego la oscuridad se volvió inmensa. No sabía cuántas horas habían pasado desde que la apresaron cuando escuchó voces acercándose. —La verdad, es muy valiente para venir tan cerca del campamento a espiarnos —dijo una voz. —¿Sabe quién es General? —Aún no, pero ya lo sabremos cuando se recupere y empiece a cantar todo lo que sabe. —¿Y cómo haremos para que hable? —No me gusta utilizar la violencia con mujeres, pero además de brindarnos información debe pagar por su traición, por estar junto a los rebeldes en vez de quedarse en su casa bordando mantillas. —¿Acaso va a fusilarla? —Por ahora no, depende de la información que nos brinde. 131

Juana escuchaba simulando estar aún inconsciente, pero de algo estaba segura, esos realistas nunca le sa- carían ni una palabra, aunque peligrara su vida. Sen- tía que el corazón se le partía en dos al pensar en sus pequeños al cuidado de Toribia y Joaquina, y que qui- zás no volvería a verlos otra vez, sin embargo, sabía que estaban a resguardo y prefería que la recordasen como heroína a ser recordada como una traidora. Los escuchó alejarse y comenzó a observar a su al- rededor. Buscó incesantemente algo para liberar sus manos que continuaban atadas. Al no encontrar nada, comenzó a girar sus manos hacia la derecha e izquier- da para dislocar un dedo y poder soltar su mano derecha. Con mucha paciencia y esfuerzo soltó su ma- no y comenzó a desatarse. Justo cuando estaba a pun- to de ponerse en pie e intentar escapar lo vio, estaba en silencio mirándola, esperando que intente escapar para detenerla. —No sé realmente si se da cuenta de su inferiori- dad de condiciones señorita. Pero creo que Ud. sabe que la fuerza de un hombre es mucho mayor a la de una mujer y si intenta salir deberé evitarlo y no tendré las consideraciones a su condición. —No le tengo miedo. Y por más que me tenga aquí presa o me someta a los castigos que se le ocurran ja- más delataré a nadie. Soy una mujer, pero tengo tanto valor como usted y todos sus soldados. —Sabe que además de vanidosa y ofensiva con sus palabras al fin y al cabo me resulta graciosa. Usted no 132

sabe de lo que soy capaz, no me conoce. —¿Quién le dijo que no le conozco? Sé mucho de usted, General Pezuela. Tanto que se asombraría si se lo contara. —No me interesa lo que sabe de mí, pero hoy va a empezar a conocerme mejor. ¡Oficial! Lleve a nuestra visita a colocarse las hermosas alhajas que tenemos preparadas para ella. —Sí, mi General. Dos oficiales la llevaron casi a la rastra hacia afuera. Alcanzó a ver unas cadenas gruesas y pesadas en un rincón. Le quitaron el poncho que cubría su espalda y le enrollaron las cadenas en la cintura sujetando cada una finalmente en los hombros, dejando que colgaran detrás de ella, y para finalizar en la parte de atrás, que arrastraría por el suelo, le agregaron una pieza de me- tal mucho más pesada. Ella todo lo soportó sin emitir ni siquiera un mí- nimo quejido. Aún faltaba lo peor. Pezuela la observaba. Esa mujer tenía un temple que sería difícil de doblegar. Hasta ahora siempre le habían dado resultado sus métodos. Poco ortodoxos, pero efectivos. Generalmente quienes los sufrían eran hombres, y eso era algo que no lo tenía del todo con- forme. Le habían enseñado que debía tratar con sumo cuidado a las mujeres, pero esta era distinta, peligrosa, atrevida y temible enemiga. Mucho tiempo le había llevado desenmarañar sus planes y descubrir su presencia en todos lados, a 133

donde fuera estaba ella y sus bandoleras, sus espías. Vestidas de coyas o simples campesinas, en mercados, tertulias, boticas, cocinas, como criadas y señoras de alta clase estaban ellas inmersas en todo, sabiéndolo todo y llevando esa información a los generales pa- triotas. Y como además se sabían dueñas de una ex- traordinaria belleza podían hacer dudar al más seguro de sí mismo. Pio Tristán le comentó lo sucedido con el Marqués de Yaví, y ahora, que la tenía frente a frente compren- día porque traicionó a su patria, esa mujer podía po- nerlo todo de cabeza en un segundo, con solo una mi- rada, tenía a quien se le ocurriera a sus pies. Pero él no era ni Tristán, ni el Marqués. Era el Ge- neral Joaquín de la Pezuela y averiguaría todos sus planes, aunque debiese amenazarla con cortarle la lengua. Juana también lo observaba. Sabía que el general realista buscaría la manera de hacerla hablar. Y se es- taba armando de valor para soportar todo lo que vi- niera después, sentía que el plan era mucho más cruel. Pezuela les indicó a sus oficiales que debían hacer con la prisionera, giró sobre sus talones y se retiró. El oficial se acercó y le gritó que camine en círculos hasta que le ordenen detenerse. Juana comenzó a ca- minar en círculos. Sentía como el sol le pegaba en la cara y en los hombros descubierto. Las gruesas cade- nas de a poco comenzaban a poblar de marcas mora- das sus hombros y siguió caminando sin proferir una 134

palabra o una súplica. Como estaba descalza, sentía como los pies se lastimaban con las piedras, pero se- guía caminando. Cada vez que paraba para tomar aire, un latigazo surcaba el aire y volvía a retomar la marcha. Y así la tuvieron desde que amaneció hasta pasado el mediodía. Sentía sed, pero no iba a pedirles agua. Caminaba como autómata cada vez más lento, cuando sintió un tirón en la cadena y cayó sentada en el piso. Pezuela le acercó un tazón con agua para que be- biera y cuando estaba a punto de tomarla, alejó la misma de su boca mientras le decía: —¿Siente mucha sed Juana? Si tan solo me contara los planes del Ejército del Norte todo sería mejor para Ud. —Eso nunca saldrá de mi boca. —Eso dice ahora, pero sé que mañana va a con- tarme todo. ¿Dónde están sus bandoleras que no vie- nen a rescatarla? ¿Cuántas son? Pobres mujeres, de- bieron quedarse bordando mantillas. La guerra es cosa de hombres mi querida. —La guerra es de todo el que quiera luchar. Y no voy a hablar, máteme si quiere. Pierde su tiempo con- migo. —¡Oficial! Reinicie el tratamiento y no deje que des- canse hasta que llegue la noche, tampoco deben darle agua. Quiero que sienta el dolor en carne propia para que empiece a hablar de una vez. 135

Juana le pidió en sus pensamientos al Señor del Mi- lagro que le siga dando fuerzas para que no quebran- ten su voluntad, para que la sed o el hambre no hagan que falle en su promesa. Pensó en su esposo, en sus hijos, en sus amigas, en Juan, en todo lo que creía y por lo que valía la pena vivir y volvió a caminar en círculos. Y así las horas fueron pasando una a una muy len- tamente hasta que llegó la noche. Las marcas de los hombros se habían convertido en pequeños hilitos de sangre que caían lenta y constantemente con cada vuelta que daba, pero ella no se detenía, no suplicaba, no se quejaba. Seguía avanzando. Una serie de tem- blores hacía más de media hora que habían comen- zado en sus miembros inferiores y la dejaban a punto de perder la estabilidad o caerse de rodillas. Pezuela pidió que la obliguen a arrodillarse y co- menzó otra vez la serie de preguntas: —Dígame Juana ¿Ahora va a hablar? Sé que debe tener hambre y sed, pero si no colabora no puedo ha- cer mucho por usted. —No voy a decirle lo que Ud. quiere nunca. —Mire que puedo ser muy paciente señora, y aun- que me lleven varios días voy a sacarle toda la infor- mación, aunque sea a los tirones. —Haga lo que le plazca, no hablaré. —¡Pero mire que había sido terca! Pudiendo evi- tarse este martirio prefiere sufrirlo. —¡Si! ¡Lo prefiero una y mil veces! 136

—¡Oficial! Sujétela bien y vigile que no se escape, dele un poco de agua y algo de comer así no se nos muere antes del amanecer. El oficial le acercó un cuenco a la boca para que to- me un poco de agua unos trozos de pan que fueron su cena. Le hubiese gustado ayudarla, pero sabía que si lo encontraban ayudando a la prisionera lo castiga- rían. Sus compañeros al principio se burlaban de la prisionera, pero al verla sufrir el castigo sin quejarse habían comenzado a admirar su entereza. Juana después del castigo recibido se quedó dor- mida en posición fetal. El oficial que debía cuidarla busco su poncho y la cubrió. Debía recordar quitárselo antes que amaneciera y lo viera el General. 137

XVII El agua fría en su rostro la despertó a la realidad nuevamente. Seguía prisionera, con cadenas en los hombros y descalza. Miró hacia el oficial que la custo- diaba, intentó soltarse, pero fue inútil. Estaban muy bien ajustadas las cadenas. Le ayudaron a ponerse de pie y le pidieron que ini- cie la marcha. Darían un paseo por la montaña. Todo su cuerpo adolorido le pedía a gritos que ter- minen con el castigo, pero eso no estaba en la mente del General. No importaba cuanto sufriera, debían ob- tener la información para poder actuar. Al principio caminaba segura, erguida, pero a me- dida que pasaba el tiempo y la fiebre iba empezando a cobrar espacios, comenzó a arrastrar los pies y cada tanto tropezaba con una u otra piedra del camino. Un grupo de seis soldados y el oficial a cargo la acompañaban. La orden era llevarla por los angostos caminos cubiertos de piedras y vegetación repleta de espinas para que se lastime y se quiebre de una buena vez su temple. Debían llegar hasta la cima del cerro y después vol- ver al lugar de inicio para que respondiera las pregun- tas del General. Juana caminaba en silencio, trataba de poner sus pensamientos en orden, pero todo poco a poco se mezclaba. Le parecía ver a sus pequeños corriendo de- lante y a su esposo sonriéndole con una canasta de 138

frutos en sus manos. Comenzó a delirar, nombraba a sus hijos, a Jeró- nimo, a Juan y después quedaba en silencio nueva- mente. Los soldados se habían ubicado cerca de ella por miedo a que finalmente se desplomara en el suelo. La orden fue muy específica, llevarla a dar una caminata y traerla de regreso al campamento para un nuevo in- terrogatorio. En ningún momento flaqueó, sujetada por alguna fuerza superior seguía avanzando sin pausa. Media hora después llegaron a la cima. Pararon por un momento para refrescarse un poco y emprendie- ron el regreso. Juana a cada paso que daba sentía que sus pies, completamente convertidos en una llaga viva, no la dejaban mantenerse en pie. Trataba de poner sus pen- samientos en orden, buscar la manera de escapar, pero su físico no le respondía y los hilitos de sangre cada vez eran más numerosos. La gruesa cadena que sujetaba sus hombros cortó la piel de a poco, de ma- nera silenciosa abrió surcos repletos de sangre mo- rada y espesa. El oficial a cargo cada tanto la observaba y admi- raba su entereza. Ninguno de ellos hubiese aguantado tanto el esfuerzo, la sed, la falta de comida, el sol abra- sador y las noches heladas como ella. Lamentaba lo que le estaba sucediendo, pero no podía hacer nada para cambiar los hechos. Solo era un subalterno y la 139

traición se pagaba con la muerte. De repente sintió un ruido fuerte, volvió a mirar ha- cia la prisionera estaba tendida en el suelo. Se acerca- ron para ver si respiraba aún. Sus latidos eran casi im- perceptibles, parecía estar muriendo. Intentaron ayudarla a incorporarse, pero su cuerpo no respondía, comenzaron a armar un camastro para llevarla hasta el campamento ya que sería la única forma de trasladarla. Los soldados se quejaban de su suerte, no solo tuvieron que acompañarla en su insó- lita travesía, sino también debían cargarla antes que muera para que la vea el General. El oficial cuando vio que el camastro estaba listo para llevarla, se acercó para ver como seguía la prisio- nera. Tocó su rostro estaba helado, puso su cara pe- gada a sus fosas nasales para escuchar si respiraba y no sintió nada. Un silencio sepulcral y la llegada de la noche parecían estar despidiendo a la valiente salteña. Como hombre de bien que era, aun sabiendo que quizás lo castigarían, la cubrió con una manta y la dejó al costado del camino. Sus compañeras quizás la ha- llarían y le darían cristiana sepultura. A él, solo le que- daba volver y darle la noticia al General. Como el viento comenzó a soplar muy fuerte se apuraron a recorrer el camino de regreso al campa- mento. No querían que los encontrara la noche en la montaña. La temperatura descendió de golpe y los soldados estaban cansados. 140

Pezuela hacía rato que miraba hacia la montaña es- perando el regreso de los soldados y la prisionera. No sabía por qué, pero algo le preocupaba, algo no estaba bien. Ya deberían haber llegado. Quizás el castigo fue demasiado para la mujer. Si tan solo hubiese dicho al- guna palabra, podría haberse evitado todo ese sufri- miento. Mujeres, a veces tan frágiles que parecen que- brarse y otras, tan fuertes e imponentes como rocas. Comenzó a frotarse las manos y a caminar mientras miraba hacia el camino. Nada se veía por más que se esforzara. ¿Y si una partida de enemigos los había apresado y soltado a la prisionera? Él sabía muy bien que los gauchos tenían ojos en todas partes, por eso le costó tanto encontrarla y atraparla. Más de una vez se le escurrió como agua entre los dedos. ¡Qué mujer be- lla! Ya le habían hablado de su belleza, pero tenerla en persona era muy diferente, y esa seguridad absoluta en esos ojos oscuros hacía que hasta él mismo dudara sobre su misión. No lo lograría, como sea debía conte- ner sus deseos por el bien de su rey. Y no entendía porque el Oficial a cargo aún no llegaba al campa- mento. Cansado de esperar y dar vueltas sin sentido envió una partida a encontrar a los demás oficiales y a la prisionera. Rápidamente partieron a caballo y me- dia hora después regresaron acompañados de los de- más oficiales. Pezuela apenas los vio llegar se acercó al que estaba a cargo de la prisionera y lo espetó: —¡Oficial! ¿Dónde está la prisionera? 141

—La prisionera falleció mi General. No pudimos hacer nada para evitarlo. —¿Y dónde está el cuerpo? —Le dimos sepultura en la montaña —mintió. —¿Y quién le dio la orden de que lo hiciera? —Nadie mi General, pero me pareció que era lo que correspondía. —Acá no se trata de lo que corresponde o no, Usted tiene que cumplir órdenes. Y mi orden era muy clara. Debía volver con la prisionera viva. —Pero eso no pudo ser General, castígueme si lo considera así, pero nada pudimos hacer. En ningún momento se quejó ni dio señales de que pudiese estar pasándole algo más. Caminó todo el trayecto de ida y vuelta en silencio. Solo de ratos decía palabras o nom- bres incoherentes. Quizás era sobre su familia, pero nada sobre el resto de la operación que estaban tra- mando o quienes la secundaban. —Después veré que hago con usted, retírese de mi vista antes de que pierda los estribos. La furia lo estaba ahogando, se murió sin decir pa- labra alguna. No pudo quebrar su voluntad, ni su fuerza. Murió como había vivido como una completa heroína. 142

XVIII María Loreto y Macacha habían averiguado que el campamento de Pezuela no estaba muy lejos de la ciu- dad y que tenía a Juana cautiva. Los rumores eran que la prisionera estaba reci- biendo un castigo ejemplar para que contara los pla- nes de los patriotas. Sabían que no hablaría, pero te- mían que le fallaran sus fuerzas y perdiera la vida. Gracias a la ayuda de los wichis, pudieron saber que Juana había sido llevada por los soldados al ca- mino que conducía a la Quebrada del Toro. Irían bor- deando el Río Arias ya que era la forma más segura de llegar sin ser vistas. También les contaron que cuando vieron a los soldados con la prisionera, poco después del mediodía, a Juana se la veía muy mal en- sangrentada y arrastraba una cadena gruesa y aparen- temente muy pesada, que en un primer momento pensaron en atacar a los soldados, y al ver otra partida que se dirigía a su encuentro desistieron de la idea. Quizás si se apuraban y llegaban antes de que cayera la noche podrían encontrar a su amiga con vida. Ambas estaban sumamente preocupadas, la infor- mación brindada por sus amigos wichis solo hacía que los miedos aumentaran y que sintieran la presencia de la muerte. Montaron a caballo y rápidamente partieron hacia el Cerro. Cuando estaban a escasos metros del ca- mino, vieron como la partida de soldados se alejaba 143

velozmente como si no quisieran que los encontrara la noche. Se mantuvieron ocultas hasta que los perdieron de vista y ahí retomaron la marcha. Sentían que estaba cerca, que la iban a encontrar, aunque les llevara toda la noche. El camino se volvía más empinado y pedregoso a medida que avanzaban y a eso se sumaban los terri- bles precipicios a ambos lados. Pero ni María ni Ma- cacha tenían miedo. Después de haber avanzado alrededor de media hora, Macacha tropezó con algo y cayó al piso. Su sor- presa y terror fue tan grande que por unos instantes se quedó sin habla. María le preguntaba una y otra vez, y no podía responderle. Su amiga, su gran amiga Juana ahí estaba envuelta en un poncho completa- mente helada y pálida. Al notar que Macacha no contestaba, María se acer- có y al ver a Juana entendió qué pasaba. Le tomó el pulso, aproximó su oído a las fosas nasales y sintió un leve respiro. Juana seguía con vida. María montó a caballo y Macacha le ayudó a subir a Juana a la grupa. Necesitaban llevarla rápidamente a la ciudad para poder atenderla y salvarle la vida. Apenas terminaron de acomodarla para que no se ca- yera emprendieron el regreso. Toribia no podía dejar de caminar dentro de la casa. Temprano habían salido y aún no regresaban. La preocupación, la angustia y la pena estaban ganando 144

su corazón. Los niños se habían dormido temprano, gracias al cielo, pero todos los días preguntaban por su madre. Sabía que Juana era muy fuerte, una mujer íntegra, sin embargo, temía mucho a Pezuela. Avivó un poco más el brasero y siguió esperando escuchar el sonido de la puerta trasera. Trató de mantenerse despierta, sin embargo, cayó en un profundo sueño. Veía a Juana completamente ensangrentada llamándola a los gritos, pidiendo su ayuda. Cuando intentó correr a socorrerla sintió que sus piernas no le respondían, intento gritar pero el sonido nunca salió de su garganta y ahí se despertó. Minutos después escuchó la puerta. Rápidamente abrió y ahí estaban Juana, Macacha y María. —Por favor Toribia, no se quede mirándonos, ayú- denos a acostarla en una cama. Está muy mal herida. Y vaya a buscar al médico —dijo Macacha. —Tráiganla por aquí. Vamos a recostarla e intentar quitarle esas ropas. Traeré unos paños con agua tibia para limpiarle las heridas mientras Joaquina va en busca del Dr. Reynoso. Juana está entre la vida y la muerte. Ambas mujeres de a poco fueron quitándole todos los restos de sangre coagulada que tenía en los pies, en los hombros y en sus manos. Cada tanto Juana se movía y un rictus doloroso surcaba su rostro. Apenas pronunciaba un quejido lastimero cada tanto. Era 145

como si supiera que estaban tratando de ayudarla y había dejado de resistirse. Cuando llegó el médico encontró un panorama completamente distinto al que habían encontrado sus compañeras. La paciente seguía inmóvil y pálida, co- mo entregando su cuerpo a la muerte. Comenzó a re- visarla y cada tanto movía la cabeza en gesto de desa- probación a su estado de salud. Macacha no aguantó más la espera y preguntó: —Dr. Reynoso. ¿Se va a salvar? —Eso no podría asegurárselo, envíe alguien a com- prar estas medicinas. Si supera la noche, se salvará. Las heridas parecen estar infectadas, eso podría gan- grenarse y provocarle fiebre. Pongan paños fríos en su frente con vinagre y cada tanto cámbienlos por otros nuevos. Debe tomar agua de a sorbitos para que no le incite al vómito. Ahí les dejo las indicaciones del ja- rabe de quinina que deben administrarle y el emplasto que deben colocarle en las heridas para que no se in- fecten. —Bueno Dr. eso haremos. —Mañana a primera hora volveré para revisar a la paciente. —Gracias Dr. lo acompaño hasta la puerta. Apenas se retiró el médico, Toribia se ofreció a cui- dar de Juana y ocuparse de atenderla durante la noche mientras Joaquina preparaba algo de comer para Ma- cacha y María Loreto. Sabía que ambas habían andado todo el día y seguramente necesitaban alimentarse, 146

asearse y descansar. Aceptaron descansar solo cuando Toribia prometió despertarlas al amanecer para relevarla en sus funcio- nes. Entonces se sentó al lado de su amiga y cada tanto le cambiaba el paño húmedo para que bajara la fiebre. Preocupada la vio agitarse inquieta en la cama y mu- sitar palabras inentendibles. Parecía debatirse entre este mundo y el otro. Pero no la dejaría, debía luchar, defenderse como todo este tiempo de la muerte. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas sin que pudiera detenerlas. Su amiga, casi hermana es- taba ahí tendida, y lo único que podía hacer era cui- darla y orar a Dios para que se recupere por la patria, por sus hijos, por sus amigas y porque aún no era su tiempo, no podía serlo. No ahora que la necesitaban tanto. Sin darse cuenta las lágrimas habían caído sobre la mano de Juana. Al principio no las notó, pero después abrió sus ojos y mirando conmovida a Toribia le dijo: —Amiga mía, ¿por qué lloras? Aún estoy aquí. —Juana, querida, no te esfuerces. Solo se me había metido una basurita en el ojo. No te preocupes. Ya es- toy bien. ¿Cómo te sientes? —Siento mucho frío y me duele todo el cuerpo, pero nada que no pueda superar. He pasado por cosas peores y sigo viva. No llores… Necesito tu fuerza a mi lado. Gracias por todo lo que hiciste por mí. 147

—Sabes que nada debes agradecer, tú habrías he- cho lo mismo. —Eso seguro. ¿Macacha y María? ¿Están bien? —Sí. Están descansando. No querían dejarte por ningún motivo, así que casi las obligué a que lo hagan. Ambas mujeres estuvieron varios días averiguando de tu paradero. Y recién ayer tuvieron novedades. Juana quiso seguir hablando, pero volvió a desma- yarse. La fiebre había comenzado a subir. Casi toda la noche Toribia cambió los paños de su frente, y recién alrededor de las tres de la madrugada le administró la quinina nuevamente conforme la in- dicación médica. Minutos después Juana se durmió. La noche se volvió eterna. La mujer, la guerrera, seguía luchando por ganarle a la muerte. Amaneció. Le tocó la frente, ya no tenía fiebre. Dios había escuchado sus ruegos, ya estaba mejor. 148

XIX Los rayos del sol le molestaban, sentía voces cono- cidas, aunque no podía determinar a quienes pertene- cían. Deseaba abrir los ojos, pero los párpados le pe- saban demasiado. Una mano masculina traía sujetada la suya, no lograba verlo bien. Intentó soltarse hasta que escuchó su voz y supo quién era. Juan la miraba con esos hermosos ojos verdes que la hacían perderse con solo un pestañeo. El notó su turbación y le dijo suavemente: —No temas querida, detrás de esa puerta te espera la vida. Solo te acompaño, cuidándote la espalda y lu- chando a tu lado como me lo pediste. —Juan, no debiste regresar. Corres peligro aquí, podrían apresarte. —Eso no va a pasar. No te preocupes. Solo cruza la puerta que tu familia y tus amigas te están esperando. —¿Y tú? —Yo seguiré esperándote hasta que nos volvamos a ver. —¿Me lo prometes? —contestó Juana con lágrimas en los ojos. —¿Cuándo falté a una promesa? Nunca. Mi vida te pertenece y lo sabes. Nos volveremos a ver, eso está escrito en nuestros destinos mi bella Juana. Juana abrió los ojos y ahí estaban todas sus amigas a su lado cuidándola. Solo fue un sueño. 149

Sus rostros se veían preocupados. Intentó levan- tarse, pero su cuerpo no lo permitió. Aún estaba débil. Toribia le pidió a Joaquina que preparara un buen caldo salado para que Juana se alimentara. Los niños jugaban en el patio bajo el cuidado de Ce- ledonia. Ya habían notado que su madre estaba en la casa, pero no les permitía verla. No querían que se emocionara mucho hasta que este estuviera repuesta. Deseaba poder levantarse y seguir luchando. Tan- tas cosas quedaban por hacer, y además, Pezuela se- guía ahí, a la espera de una nueva oportunidad para atacar. Tomó el caldo caliente y el medicamento que le indicó el médico. Sentía el cuerpo pesado y de a poco se fue quedando completamente dormida. Por más que intentaba luchar, esos enormes brazos titáni- cos la sujetaban y no la dejaban moverse un ápice de la cama. Tampoco podía hilvanar sus pensamientos en orden. De a ratos, la fiebre se adueñaba de su cuer- po, todo se mezclaba y se confundía en su mente. Su esposo, sus hijos, la guerra, Juan, Pezuela, Tristán y los cañones a lo lejos se fundían en un solo sonido que hacía temblar la tierra a su paso y su corazón con ellos. Toribia no se había apartado ni un segundo de su lado, la admiraba demasiado y deseaba verla de nuevo en pie. Repuesta. Altiva. Dando órdenes a dies- tra y siniestra. Las demás espías esperaban lo mismo. Sabían que Pezuela ignoraba su huida. Pero ya en- viarían a alguien a averiguar. Era demasiado extraño que los soldados no hubiesen aparecido por la casa. 150


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