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SOY JUANA - Mirta Torrez

Published by Gunrag Sigh, 2020-11-08 00:58:01

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—No sabría decirle y tampoco corresponde a mi condición de mujer que lo haga, eso debe descubrirlo solo. Tanto Usted como yo sabemos que en los tiem- pos que corren nuestro amor sería un imposible. —No existen imposibles si se ama de verdad, bella Rosaura. No hay barreras que obstaculicen una rela- ción de amor genuino. El amor diluye diferencias, orí- genes —por el contrario—, acerca, y une. Y en las di- ferencias, el otro se reconoce, produciéndose el verda- dero encuentro, donde nada, ni nadie exterior podrán romper ese encuentro íntimo, que es el que se produce cuando dos almas se unen, se encuentran, se recono- cen, solo en y con el otro. Como la luz y el sol, pues si faltara uno, faltaría el otro. —¿Usted lo cree? —Lo creo, lo afirmo y lo sé. Haría todo y más por su amor, si acaso fuese correspondido. —Mi estimado Juan. Me pone Ud. en un compro- miso, al que no podré dar respuesta. No puedo pro- meterle nada Juan, apenas nos conocemos… —Puede ser verdad lo que Ud. dice, sin embargo, tenemos distintos orígenes, distintas clases sociales, y quizá lo peor, distinta patria, que mientras yo la ima- gino libre, Ud. la quiere doblegada, servil, colonia. Son inconmensurables y profundas las diferencias… y temo que insalvables. —Rosaura, no me quite las esperanzas. Por alguna razón Usted vino a estas soledades en medio de la no- che. 51

—Vine por Usted y por todos esos pobres soldados con hambre y sed. —¿O sea que vino por mí también? —Sabe que una niña de bien no puede responderle eso. Mi moral, mi religión, mis costumbres, no me lo permiten. —Muero de ansias por besar sus manos. —Solo podremos mantener estos encuentros si Ud. sabe respetar mis decisiones y mi forma de pensar. No puedo acceder a tan efusivo deseo. Además, le ruego se abstenga de mostrar sus íntimos deseos hacia mí, en honor a las buenas costumbres y al respeto que se le debe a cualquier dama. Que sea humilde, no me exime de ese trato. Tendrá que esperar un poco y res- petarme, soy una señorita humilde, pero señorita al fin. Será necesario que al igual que el río corre, dejar correr el tiempo para ver como se nos va dando la vida a cada uno de nosotros. —Pídole mil disculpas si la he ofendido. Mi cora- zón habla por mí. La esperaré Rosaura y cuando acabe la guerra vendré por Usted. —Me hace sonrojar, General. Y aunque mi corazón se agita cuando usted dice esas cosas, ruégole nueva- mente, se limite a tener una relación distante y respe- tuosa. —Le suplico, no me pida eso. Puedo hacer todo por Usted, déjeme demostrárselo, solo necesito una opor- tunidad, pero no me pida distancia. 52

—Se la daré, pero no defraude mis peticiones por favor. —Le prometo que nunca le sucederá eso a mi lado, porque no solo voy a evitar que las lágrimas salgan de sus bellos ojos, sino que las secaré cuando intenten caer. En ese momento apareció Toribia, sonriendo con el Oficial Jaime y le aviso a Juana (Rosaura para los de- más) que ya habían repartido todo y que los soldados estaban satisfechos. Juan le ofreció el brazo a Juana y quiso acompañar- las de regreso. Todo el camino fueron conversando. Juan le contaba sobre su ciudad natal, lo que había de- jado atrás al llegar a Salta y Juana, le contaba cómo eran sus días de soltera simulando estar en esa etapa aún. Una palabra llevaba a la otra y la conversación se volvía cada vez más cercana y profunda. Juan quería saber todo sobre ella y Juana parecía en algunos mo- mentos darle esperanzas futuras. Era innegable que algo más estaba surgiendo entre ambos, aunque no lo supieran todavía. El destino parecía tener todo abso- lutamente marcado por sus designios. El General sen- tía que debía luchar por ella y Juana sabía que su mi- sión era lo que motivaba su presencia, pero debía re- presentar su papel a la perfección para obtener su ob- jetivo más preciado. Cada tanto lo miraba de reojo, apreciando su postura, su fortaleza. El Marqués de Yaví tenía su encanto, y esa forma tan galante de ex- presarse que podía ruborizar a cualquier señorita en 53

edad de casarse. Debía mantenerse inmune a sus mi- radas, impasible ante sus galanteos constantes, y con- centrada en su misión. En tanto, Toribia y Jaime habían conversado mucho durante esas dos horas que les llevó repartir la co- mida. Por momentos sonreían y sus miradas se cruza- ban. Jaime nunca había visto una mujer tan bella y si no hubiese sido por las estrictas normas militares, ya la habría besado, pero el comandante venía muy cerca y seguramente lo castigaría si se involucraba con una paisana lugareña. Estaba prohibido vincularse con la gente del lugar, pues esas eran las órdenes de Pio Tris- tán. Juan Pio de Tristán había nacido en Arequipa, Vi- rreinato del Perú, su formación militar la tuvo en Sa- lamanca junto a Manuel Belgrano. Luego abandonó sus estudios militares e ingresó al Colegio de Benedic- tinos de Soreze (Francia). Al estallar la Revolución Francesa regresó a Perú. Estuvo dos años en Bs. As. y en 1809 se incorporó al ejército que comandaba su primo el Brigadier José Manuel de Goyeneche. Cuando comenzó la revolución en el Alto Perú con- tra la autoridad española, su primo, Goyeneche fue enviado a reprimirlas y él lo acompañó en dicha tarea. Controlada la situación, Goyeneche siguió su ofen- siva contra el Ejercito del Norte y designó a Pio Tris- tán en el cargo de Brigadier, y lo dejó al mando de la vanguardia realista. Todos conocían lo estricto que era el Comandante realista. 54

Menos relación, menos afecto a quienes se invadía. Pero esas mujeres eran lo único bello en medio de tanta sangre, soledad, piedra, desazón y muerte. El destino junto a la historia escrita a sangre y fuego por hombres, estaba invadida por un dulce aroma a flores. 55

IV Todavía un corto trecho las separaba de la ciudad. Cada una iba pensando cosas muy diferentes. Jua- na sentía que estaba cerca de convencer al marqués de Yaví de retirar sus fuerzas si se lo pedía y Toribia dudaba poder controlarse ante la dulce mirada de Jaime. Cuando llegaron al centro de la plaza ahí estaban el resto de sus compañeras. Sin decir palabra alguna, cada una se fue a su casa. Más tarde se reunirían para charlar sobre lo que habían averiguado y ver cómo le hacían llegar las noticias al cuartel patriota. Todo olía a batalla, y por lo mismo a libertad, no había tiempo que perder, cada minuto contaba y po- día definir el triunfo o la derrota. Juana, llegó a su casa, a su pequeño mundo aparte, ese mundo que separa lo bueno de lo malo, su hogar, donde estaban los sentimientos más nobles, donde es- taban sus pequeños. Sus hijos jugaban con Joaquina en el patio, por eso no los vio cuando ingresó por la parte de atrás de su casa, ubicada en la calle España 782. Luego los buscó, y de lejos los observó tan alegres, tan distantes del ho- rror de la guerra, solo cada tanto Ramón y Serafina preguntaban por su padre. Era difícil la vida en perío- dos de guerra, extrañaba mucho a su marido y como las noticias tardaban en llegar a veces no sabía si es- taba vivo o no. Su corazón se encogía de dolor ante el 56

miedo, pero hacía tiempo que él estaba en el frente, y ella había asumido el rol de madre y padre. Con una sensibilidad fina, había sabido esconder temores, do- lores, angustias, para que sus pequeños vivieran con verdadera felicidad esta etapa de sus vidas. No sabía lo que el futuro les depararía, por lo tanto, habían de- cidido con su esposo, apartarlos de tan amarga reali- dad. Ella lo había conseguido. Verlos jugar con legí- tima alegría, era prueba de ello. Y aunque se humede- cieron sus ojos de lágrimas, estaba orgullosa de ha- berlo logrado. Una tenue sonrisa se dibujó en su ros- tro, y por un segundo, tuvo una hermosa sensación de paz. Un pensamiento lo llevó a otro. Y sus hijos la lleva- ron hasta su marido. Aún recordaba cuando se casa- ron, su primer beso, la intimidad. Esa seguridad enorme que le daban los brazos inmensos de su ama- do Jerónimo. Algunos días le costaba más soportar la angustia de no tenerlo allí compartiendo la mesa familiar o jugando con los niños. Sabía que las lenguas viperinas de sus vecinas esta- ban al corriente de sus salidas en medio de la noche y que seguramente de alguna manera le harían llegar las noticias al frente de batalla, pero creía en él, creía en su amor y en ese respeto profundo que se tenían el uno al otro. Cuando creía que sus fuerzas la abandonaban, mi- raba al cielo, clamaba al creador por esperanza se lim- piaba esos ojos negros y volvía a ponerse en pie. 57

Había ordenado antes de salir que en su habitación colocaran la ropa lista para cambiarse, el brasero en- cendido y una tina para bañarse. No podía dejar que sus hijos la vieran así, seguramente sospecharían algo y con la inocencia propia de su edad dirían algo al res- pecto. Cerró la puerta y rápidamente se bañó y cam- bió. Luego apareció en el patio donde jugaban sus ni- ños radiantes como siempre, con ese vestido verde os- curo, muy ajustado en la cintura y con puños de en- caje. Sonrió a sus pequeños y le pidió a Joaquina que la dejara a solas con ellos. Quería disfrutar el momen- to antes de que se escabullera de sus manos. Estaban creciendo a pasos agigantados. Serafina contaba en un rincón: uno, dos tres, cua- tro…, siete…, diez…, veinte salgo, mientras sus her- manos rápidamente se escondían entre los árboles del patio y hacía todo tipo de muecas a su mamá para que no delatara su escondite. Ramón le susurraba cosas a Bernabé mientras este le hacía gestos de que se callara porque los iban a des- cubrir. Cuando Serafina descubrió a su mamá pegó un grito fortísimo de alegría y se olvidó de seguir bus- cando a sus hermanos. Estos al escucharla salieron del escondite y se abrazaron a la falda de su madre. “Esos momentos son los que importan Juana”, diría su madre, Doña Faustina. Sin poder contenerlas, las lágrimas comenzaron a caer a raudales por sus mejillas. La emoción y el amor 58

a sus hijos eran tan fuertes como su amor por su es- poso y su patria, e iba a defenderlos con uñas y dien- tes. Joaquina apareció de pronto para avisarle que la buscaba Celedonia Pacheco y Melo. Le dejó sus niños a la criada y se dirigió a la sala a charlar con su amiga. —Amiga mía, que grata sorpresa, pensé que nos veríamos a la tardecita en lo de María. —Tuve que adelantar mi visita Juana porque me han llegado rumores que en los próximos días van a comenzar a mover las tropas nuestros enemigos y creo que sería bueno que hoy a última hora o mañana bien temprano le informemos al General todo lo que ustedes han averiguado esta mañana. —Coincido con Usted en la necesidad de llevar no- ticias a los nuestros, pero como verás, no hace mucho que he regresado y no debemos levantar sospechas. Como tú sabes mis vecinas son las primeras en despa- rramar comentarios por la ciudad y no quiero que es- tos lleguen a donde esta Jerónimo. Sería darle otra preocupación más, cuando todo sería una cruel men- tira de estas malvadas mujeres. —¿Entonces qué hacemos Juana? —Creo que lo mejor será esperar al anochecer y reunirnos aquí. Ustedes saben que pueden entrar por la puerta de atrás sin ser vistas. ¿Podrías avisarle al resto? Yo acostaré temprano a los niños para que po- 59

damos hablar de lo sucedido y planear nuestro próxi- mo paso a seguir. —Sí amiga, yo me encargo de ello. Nos veremos más tarde. Habían pasado solo algunos minutos de que se fuera Celedonia cuando llegó Toribia cargada de pa- quetes y agitadísima. Juana le ayudó con los paquetes mientras le pre- guntaba por qué estaba en ese estado. —No sabe lo que me pasó Juana, aún me tiemblan las piernas del susto. —Si me lo cuentas podré entender porqué estás así Toribia. —Estaba terminando de comprar algunas telas e hi- los de bordar cuando escuché la conversación de dos soldados realistas. —¿Y decían algo de nuestro interés? —Hablaban del marqués, decían que los había mandado temprano a buscar a Rosaura Gómez y a su amiga Toribia en la casa de los Sánchez y que ahí les habían dicho que no existía ni trabajaba ninguna per- sona con esos nombres. Ambos dudaban entre decirle la verdad o no a su superior ya que se lo veía muy ansioso por encontrar a ambas mujeres. Así que me enfundé en la mantilla, cargué los paquetes y me vine lo más rápido que pude. —¡Pero esa es una magnífica noticia Toribia! Ya te- nemos un avance. Y tengo su tarea para mañana. 60

—Ya sabía que esto me iba a salir caro. Cuando em- pecé a contarle y vi el brillo de sus ojos me dije: Juanita planea algo como cuando éramos pequeñas. —Más tarde cuando estemos todas reunidas se lo explicaré con lujo de detalles y no se preocupe que us- ted también va a ver a su oficial. —No sé de qué hablas, Juana. —Mmmm, ¿por dónde empiezo? —Por donde quiera, sigo sin entenderla. —¿Le dice algo el nombre Jaime? —¿Tanto se me notó? Dijo con cara apenada, ba- jando la cabeza, tratando de esconder su vergüenza. —A los dos se les notó el amor, ese brillo que tras- pasa todo y que le da sentido a la vida, querida Tori- bia. —¿Y Usted está enamorada del marqués? —No Toribia, yo amo a mi Jerónimo. Tendría que arrancarme el corazón para amar a otra persona. Solo cumplo con la tarea que me toca en esta guerra. Y voy a hacer todo lo necesario para evitar tanto derrama- miento de sangre. Ahora ayude a Joaquina en la co- cina que hoy tenemos invitadas especiales. Toribia rápidamente las dejó solas. Celedonia no había entendido bien de lo que hablaban, pero sabía que viniendo de Juana sería algo importante para la causa. Terminó de tomar el té, se despidió de su amiga y prometió llegar a la reunión a horario. Juana le re- calcó que les dijera a sus amigas que ingresaran por la puerta trasera para evitar rumores. Cuanto menos se 61

supiese mejor sería para lo acordado. Luego se sumó a las mujeres en la cocina para controlar que todo es- tuviese perfecto. Le pidió a Joaquina que sirviera la cena temprano así acostaba los niños y que después se retirara a des- cansar. Lo que tenía que hablar con sus amigas solo podían escucharlo quienes formaban parte del grupo. Era mejor así, ya se corrían suficientes riesgos como para agregar uno más a la situación. Los realistas sos- pechaban que de alguna manera se filtraba informa- ción, pero hasta el momento no podían comprobar cómo ni quién o quiénes llevaban y traían esos datos. Y así debía seguir siendo. Permanecer en el anoni- mato y en la sombra era la regla inquebrantable de las espías. 62

V Apenas llegaron sus amigas, Juana las acompañó al comedor. Toribia y Joaquina habían dejado prepara- das fuentes con buñuelos y pastelitos, jarras con leche y té caliente. En otra mesita estaban las tazas para que cada una se sirviera a su gusto. Era algo sencillo para compartir mientras trataran lo más importante. Tomó la palabra la anfitriona para contarles lo que había sucedido cuando se infiltraron en la tropa ene- miga y los últimos acontecimientos acaecidos esa ma- ñana. —Cuando llegamos al campamento enemigo, el oficial dudó en dejarnos pasar y consultó con su supe- rior, el marqués de Yaví, quién al vernos, (perdón, me vio), nos dejó pasar y le ordenó a un oficial que acom- pañara a Toribia a repartir los alimentos entre los sol- dados. A mí me hizo pasar a su tienda y terminó, des- pués de algunas vacilaciones, pero luego con mucha seguridad, declarándome su amor. —¿Y Usted que hizo entonces? —preguntó Andrea. —Solo seguí su conversación y creo que lo dejé bas- tante enamorado de mí. —Mire que son demasiado mujeriegos, por ahí a Usted le pareció solamente y no es así —replicó Cele- donia. —Para contestar eso paso a contarles lo que sucedió hoy en la ciudad. Toribia estaba comprado hilos de 63

bordar y encajes cuando escuchó a dos soldados rea- listas hablando sobre una tal Rosaura Gómez, una mujer que les habían encomendado encontrar, dicen que trabaja con la familia Sánchez, pero hasta ahora no la han encontrado porque esa mujer nunca trabajó allí y no conocen a nadie con ese nombre. Los solda- dos dudaban en trasmitirle eso a su superior porque sabían que estaba muy interesado en ella. —¿Y quién es Rosaura Gómez? —preguntó intere- sadísima María Torino. —Aquí tienen frente a Ustedes a la misma que viste y calza. Ese es el nombre que inventé para que no me descubrieran, pero parece que el Marqués esta tras mis pasos —contestó Juana Moro. —¿Y eso no la asusta, Juana? ¿Puede sospechar y querer atraparla? —dijo Celedonia. —La verdad no, creo que nos favorece. Necesito que me busque y me encuentre. —¿Y eso con qué fin? —preguntó Macacha. —Él prometió hacer lo que le yo le pidiese a cambio de mi amor y bueno le ofreceré lo que me pide si retira sus tropas y se rinde. —¿Y Ud. cree que lo hará? —interrogó María Pe- trona. —Espero y deseo con todo mi corazón que sí, por el bien de nuestros soldados y por la patria misma, se- ñoras. Tengo que pensar bien un plan para traer el ave al corral. La miel deberá ser dulce, sin llegar a ser em- palagosa…. 64

—¿Y averiguaron algo más cuando se infiltraron? —dijo Macacha. —Sí —repuso Toribia—. Cuentan con la misma cantidad de soldados que la última vez que nos infil- tramos. Como estaban bastante sedientos y hambrien- tos, lo que llevamos fue como agua en el desierto y en un santiamén se había acabado… También repartí aguardiente con una buena cantidad de purga que es- pero que haya tenido efecto cuando nos fuimos. Eso les dará otra oportunidad a los nuestros. —¡Excelente! —dijo Celedonia. —Soldados descompuestos sirven para poco — agregó Andrea. —¿Y al resto como le fue? —preguntó Juana Torino. —Nosotras con Robustiana repartimos la comida y notamos que varios de los soldados estaban con fie- bre, deliraban, pero calculo que eso se debía al frío que hace en la sierra por la noche y tenían pocas mantas para cubrirse. Solo los jefes de alto mando tenían todo eso y dormían en tiendas, mientras el resto lo hacía a la intemperie —dijo Celedonia. —Justa y yo además de repartir lo que llevábamos entablamos conversación con algunos soldados. Cada tanto debíamos pegarles un golpecito a sus manos in- quietas que cuando pasábamos repartiendo hacían co- sas indebidas, pero así y todo logramos conversar con dos oficiales muy amables que no solo nos ayudaron en todo, sino que nos acompañaron al regresar —dijo Andrea. 65

—O sea que tenemos bastante información para ha- cerle llegar al General mañana bien temprano —afir- mó Juana. —De eso me encargo al alba —dijo María Petrona. —Muy bien, entonces amigas. Solo queda planear el próximo paso —expresó Juana. —¿Y cuál sería? —preguntó Andrea. —Conquistar a quienes quieren invadirnos. Cada una tiene que concentrarse en un objetivo. Cuantos más soldados convenzamos de no invadir, será mejor para todos. Esa sería la primera parte del plan. La se- gunda —fundamental también—, será convencer a nuestros campesinos antes de la batalla de que tomen las armas, herramientas, lo que tengan o puedan, para ayudar a Belgrano. Luego sentenció con la vista a lo lejos, como si no fuera ella la que hablara, sino su sen- tido profundo de patria, quitándole a la frase todo sentimiento, dotándola solo de frialdad, de aquella frialdad que solo los grandes sienten cuando saben que se enfrentan a la muerte. Todo suma señoras y en el amor y en la guerra todo está permitido —dijo Juana Moro. Se hizo un silencio, profundo, intenso. Las presen- tes sintieron el alcance de las palabras. No había duda. Era la vida, o muerte. Era la libertad o esclavitud. Era la entrega o cobardía, sin ni siquiera detenerse a pen- sar lo que podría significar la entrega. No obstante, to- das sabían que, eran de todo, menos cobardes. El silencio solo fue interrumpido por una pregunta: 66

—¿Mañana nos reuniremos de nuevo? —preguntó María Torino. —No, lo mejor será que no nos vean juntas. Nos ve- remos el 19 de febrero y traten de hacer lo que aquí se pidió, a conciencia y siempre tomando todos los re- caudos. Ustedes tienen familia y saben cuánto nos perjudicaría a todas si nos descubriesen —dijo Juana. —Bueno Juana, sin más que discutir y aclarar, lo mejor sería que nos fuésemos despidiendo. Con mi madre estamos ocupándonos de los uniformes de los soldados y de todo lo que pueda necesitar mi her- mano Martín. Usted sabe que también contamos con él —dijo Macacha. —Sí, lo sé, y eso es lo que más me enorgullece. Que todos estemos ayudando a los patriotas. Hasta ma- ñana mis buenas amigas. Que el Señor las acompañe y ayude en esta difícil empresa que nos toca vivir, por- que mujeres: somos parte de esta patria y como tal, haremos hasta lo imposible, lo impensado, lo prohi- bido —si fuese necesario—, para ser libres e indepen- dientes. 67

VI El día amaneció con el cielo completamente despe- jado. El sol desprendía sus rayos relucientes y trasmitía su fuerza a todo lo que tocaba a su paso. Un febrero absolutamente caluroso se estaba adueñando de esta tierra de lucha continua, pero por suerte no había viento, porque sino eso aumentaba la sensación del aire caliente que parecía chocar irremediablemente con su piel morena. Como todos los días preparó agua fresca para la amita, en una botella de vidrio envuelta en arpillera, y la colgó desde el aljibe. Esa era, en esos tiempos de verano, una de las tareas más lindas, refrescaba sus manos y la hacía olvidarse por un momento del sol abrasador. La botella era colocada en un cubo de madera y, a través de una cuerda que atravesaba una polea fija pendiendo de los horcones de hierro, que tenían para el gusto de Toribia, demasiados firuletes, y que a su vez estos horcones de hierro eran sostenidos por dos alzadas de hierro forjado que parecían salir del brocal del aljibe. Toribia, se alegraba de este elemento, y agradecía al Señor del Milagro, y a sus propios dioses, cada vez que llovía porque les aseguraban agua para calmar su sed. Antes de salir a hacer las compras, cerró los pos- tigones de las altas ventanas, a la par que corrió las 68

cortinas para que las habitaciones conservaran el fres- cor de la noche. Toribia salió muy temprano en la ma- ñana del 17 de febrero a realizar la rutina de todas las mañanas, las compras, aunque esta vez, además de las especias y verduras tenía que acordarse de comprar más encaje y cintas. Quería que el vestido de Juana quedara absolutamente primoroso. Ya estaba casi ter- minado, debía impresionar al marqués cuando descu- briera la verdad y hacerle imposible rechazar esos la- bios. También debía terminar el suyo, quería que Jaime la viera hermosa y se atreviera a decirle esas palabras que tardaban en salir de su boca. Sabía lo difícil de la situación de ambos, pero no podía negar esa atracción que había generado el oficial realista en ella. Siempre había dominado todas las situaciones, nunca un varón había tocado su corazón. Hasta que lo conoció. Toribia se preguntaba cómo hacia Juana para no sentir nada, el marqués era muy apuesto y se lo veía turbado frente a ella, se notaba que perdía noción de la realidad y hasta su espada por ella. Pero Juana era así, firme en sus decisiones y sentimientos. Todos sa- bían lo mucho que amaba a Jerónimo López y cuanto amaba a su patria. Concentrada se encontraba Toribia en esos porme- nores cuando volvió a cruzar a los oficiales y recordó la orden de Juana, lo que la llevó sin pensar a actuar y decir: 69

—¡Oficial! ¡Oficial! El Oficial detuvo su paso, giró su cabeza, para ver quién lo llamaba, y con todo res- peto, la miró a los ojos y sorprendido, puesto que no conocía a la persona demandante, le preguntó qué deseaba. Toribia un tanto nerviosa dijo: —Disculpe Oficial, pero escuché por ahí que está buscando a la Rosaura Gómez, y como tengo interés en ayudar al ejército de la madre patria… Ante esta afirmación, giró completamente su cuer- po y quedó frente a Toribia. Perturbado, pero con ra- pidez preguntó: —Sí, así es… ¿Usted sabe dónde podemos hallarla? —Sí, por ello me tomé el atrevimiento de hablarle. Ella trabajó un tiempo en la casa de los Sánchez, pero ahora realiza sus labores en la casa de la familia Ló- pez. Generalmente al atardecer va al río junto a las otras criadas a lavar la ropa. —¿Hoy podré encontrarla allí? —Casi con seguridad. Generalmente van a la tarde y antes que anochezca regresa junto con el resto de las mujeres. De pronto el oficial, cambió su perturbación y pre- guntó: —¿Por qué me ayuda? Toribia, no estaba preparada para la pregunta, sin embargo, su creatividad la llevó a inventar: 70

—Tanto Rosaura como yo, y otras criadas quere- mos ayudar, porque no somos bien tratadas en las fa- milias patricias. Todo lo que llevamos, a Ud. es lo que durante días recolectamos de las casas de nuestros amos, todas las criadas. Le aseguro que es un trabajo de hormiga… ¡quizás algún día Ud. pueda hacer algo por nosotras! —¡Gracias Señorita!, no sé cómo agradecerle y por supuesto —palabra de honor— pídanme lo que quie- ra, estaré a su orden. —No faltaba más. Que la licencia que me he toma- do para hablarle sirva para algo bueno, deseando que la busque por una buena causa y no le traiga proble- mas a la pobre. —Elimine pensamientos y temores de su mente. Nada más lejano de que ello. Luego de realizar las tareas encomendadas, regresó rápidamente a la casa de Juana a avisarle que ya es- taba todo en camino. Juana, puso manos a la obra, preparó la ropa para asumir su rol de criada. Primero compartió el al- muerzo con los niños, y luego que ellos se fueron a dormir la siesta, dejó todo encargado a la institutriz de los mismos y se comenzó alistar para cumplir con lo planeado. Tomó un baño para quitarse todo vestigio de perfume. Cambió su vestimenta, su peinado, y se miró ante el espejo, respiró profundamente, y pensó: ¡Qué cambiada estaba! No se reconocía. Sentimientos 71

encontrados la atravesaron, por un lado, estaba orgu- llosa de ser en este momento una criada, su patria la necesitaba y nada la detendría; y por el otro, sabía que estaba “jugando con fuego”, su seguridad en su pen- samiento era inquebrantable… pero en algunas cues- tiones no define la razón sino el corazón. A estas altu- ras ya nada podía hacer para cambiar su destino así que sentada en la cama, esperó que llegara la hora en que salían todas las criadas a lavar. Acompañada por Toribia, ambas cargadas con los cestos de ropa se di- rigieron lentamente hacia el río. La mayoría de las mujeres lavaban y conversaban, otras en cambio cantaban canciones mientras termina- ban de restregar la ropa. Juana estaba en eso cuando sintió que la chistaban. Se dio vuelta, y no vio a nadie inmediatamente, sin embargo, percibió un leve movimiento entre los árbo- les. Discreta se acercó lentamente y allí lo vio. Cuando se encontró más cerca de Juan, él le tomó la mano y se alejaron del grupo, entre los árboles. Juana se dio vuelta para mirar la reacción de las de- más. Todas, estaban arrodilladas, dobladas sobre su cuerpo con la vista puesta en sus manos y en la ropa que trabajosamente lavaban o enjuagaban o estruja- ban. No había tiempo para mirar para otro lado. Inmediatamente que estuvieron lejos del alcance de las miradas, dijo el Oficial: —¡Dichosos los ojos que la ven Rosaura! Creí ha- berla perdido. La busqué en la casa de los Sánchez. 72

¡Casi se vuelve loco mi corazón al no encontrarla allí! Hasta que un ángel del cielo, me dijo que la podría hallar aquí. Como no queriendo dar importancia, con mentida indiferencia, dijo: —¡No creo que sea para tanto Juan! ¡Apenas nos co- nocemos! No puede sentir eso por mí. No lo merezco. Soy solo una simple criada. —Eso no tiene importancia para mí. Usted dio paz y vida a estos ojos repletos de guerra y muerte. Gra- cias a Usted, la tristeza mudó en alegría, me hizo son- reír de nuevo y por eso la pretendo. —Usted sabe que esa es una ilusión, la guerra lo cambia todo, y lo nuestro es un imposible. —Ya le dije que por Usted soy capaz de todo. Si esos ojos me lo pidieran depondría las armas y me rendiría a sus pies. Ya no soy dueño de mí mismo. Mi corazón es suyo. Solo suyo. —Eso son solo palabras, si usted hiciere eso, sería colgado como un traidor por su rey. ¿No ha pensado en eso acaso? —Su afirmación muestra que no da crédito a mis palabras… ¿Qué debo hacer para que crea en mí, ado- rada Rosaura? —Hay algo que sí podría hacer, aunque no creo que se anime cuando lo sepa… —Por favor, por la luz del sol que nos alumbra, le pido fervientemente que no reprima sus deseos, y me diga qué puedo hacer por Ud. para transformar su 73

desconfianza en certidumbre hacia mí. —Si sintiera algo por mí, como prueba de ello le pe- diría que no peleara contra mis compatriotas. —Como buen militar que soy puedo preguntarle, antes de darle mi respuesta, ¿cuál es la causa del de- seo? —El único motivo, es que las mujeres que ayuda- mos a vuestro grupo tenemos hermanos peleando en el frente. —¿Eso es lo que desea su corazón? —Sí. En el frente están nuestros hermanos. Hablo en nombre de todas las criadas, de aquellas que no te- nemos ningún derecho, y posibilidad de reclamar por la vida de nuestros familiares. No podría tener nada con Usted si tuviera las manos manchadas con sangre de ellos. ¿Cómo podría Ud. mirarme a los ojos des- pués de haber cometido un crimen semejante? —Si eso la hace feliz y me permite acercarme a su corazón lo haré sin dudar. Una luz de esperanza se prende en mi corazón. Con total entereza, Juana repregunta: —¿Si usted depone sus armas sus soldados no reac- cionaran en su contra? Por el poco tiempo en que nos conocemos, puedo dar fe que Ud. parece un buen hombre, no quisiera que le sucediera nada malo Juan. Juan la miró a los ojos, el mundo en ese momento había desaparecido, casi balbuceando, con cierta in- credulidad dijo: —¿Se preocupa por mí? 74

Luego tomó una respiración profunda y exhalando el aire miró al cielo primero, pero luego en el oído de Juana, como si fuese un secreto cómplice, dijo: —Me parece que hoy cuando vuelva al campamen- to ya no me parecerán tan frías las noches en vela. Su cariño será fortaleza en el cumplimiento de mi pa- labra. Hoy nací de nuevo. Dejé de ser el marqués ofi- cial, para ser simplemente, Juan. Soy esclavo de su amor Rosaura. Siempre a sus pies. —Solo quiero que tenga cuidado. Si logra conven- cer a sus soldados todo sería más tranquilo y no habría riesgos de que corra sangre. Tengo entendido que el General Belgrano es muy generoso y seguramente va a tomar en cuenta su rendición. —Rosaura, no falta mucho para la batalla. Calculo que dentro de dos días o tres a más tardar va a ser el enfrentamiento. No queda mucho tiempo para que di- suada a la tropa de pelear. —Inténtelo por mí. Sabré agradecer todo su sacrifi- cio con mi amor. —¿Y no podrá adelantarme aunque sea un beso? —No puedo. Ya tendrá lo que tanto desea, des- pués… no sea tan ansioso Juan. —Cuán difícil es controlar este fuego que me ago- bia, este deseo que pronto será correspondido. Con Ud. pierdo la razón, soy pura naturaleza… deberá en- tenderme… Nada de lo leído en los libros me con- tiene, las buenas costumbres que antes parecían tan fáciles de practicar, se vuelven torturas a su lado. La 75

guerra, antes estimulante como perfecto resabio de juegos de niños, ahora se vuelve, insípida, inútil, ma- cabra, por lo que ha perdido todo sentido para mí, convirtiéndome en un títere de un plan realizado por otros. —Entonces ayúdeme por favor, no soportaría la idea de perder a mis hermanos. —No piense más en eso, ya le di mi palabra. Yo me ocuparé de hacerla feliz —dijo el marqués, mientras tomaba su mano y besaba sus dedos suavemente. Juana simuló sentirse conmovida y acarició su ros- tro. Necesitaba que él creyese en sus palabras y ac- tuara en consecuencia. Era alarmante saber que fal- taba tan poco. Debía hacer todo lo posible para ayudar al General. Se dio cuenta que ya había pasado bastante tiempo y como vio que se estaban retirando las lavan- deras, rozó sus labios con un suave beso y le prometió encontrarse nuevamente al día siguiente en el mismo lugar. Juan se alejó rápidamente por donde había llegado y ella se acercó a Toribia, tomó su canasta y volvieron a la casa. Todo había salido muy bien, el plan estaba en mar- cha. Solo restaba confiar en que el amor y la pasión hicieran el resto. 76

VII El 18 de febrero de 1813 las fuerzas patriotas ya se habían apostado en el campo de los Saravia, en “La Finca de Castañares”. Belgrano estaba inquieto por- que aún no había recibido nuevos informes de las es- pías de la ciudad. Necesitaba más datos antes de la batalla. Apolinario Saravia se ofreció para obtener la infor- mación, iba a llevar una recua de mulas hasta la ciu- dad vestido de indígena arriero y así observar bien la ubicación, armas y soldados de la tropa de Pio Tristán. Muy temprano en la mañana partió cargado de leña hacia la ciudad. Lo dejaron pasar sin notar quién era en realidad. Un camino escarpado, sinuoso de 7 km desde la Quebrada de Chachapoyas lo llevaba hasta la ciudad de Salta. Conocía muy bien el sendero ya que ese mismo camino lo llevaba a la finca de su familia cuan- do venía de Salta. Era la única manera de obtener la información para el general. Así que de la misma manera que entró regresó al punto original cargado con mantas y algunos alimen- tos. Al verlo llegar sano y salvo todos sus compañeros se alegraron ya que sabían que había estado entre los enemigos. Rápidamente le describió a Belgrano cómo estaban ubicados, la cantidad aproximada de solda- dos y que había notado que algunos de ellos estaban 77

como muy pálidos, quizás con alguna clase de fiebre, dijo desde su observación y secular criterio. Gracias a estos informes el General decidió que era el momento de iniciar el avance con las tropas. Le pi- dió a cada uno de sus comandantes que estuviesen prestos para marchar al otro día muy temprano, sin darle oportunidades al enemigo. Quizás ese estado fe- bril de algunos soldados fuese una oportunidad para vencer. Pensando en eso estaba, cuando llegó al ga- lope un soldado con una nota de Juana Moro. Salta, 17 de febrero de 1813 Al General Manuel Belgrano: En este momento tenemos noticias de que en uno o dos días van a atacar los realistas. Hemos podido entablar conversación con algunos comandantes de Pio Tristán. Es- tamos en la tarea de convencerlos de desertar y simultánea- mente hemos repartido además de la comida un aguardiente con un brebaje que dio la negra Josefa causa una tremenda descompostura, así que es muy probable que las fuerzas enemigas se vean menguadas por tamaña indisposición. Asimismo, mi gran amiga María Petrona Arias está en la tarea de convencer a nuestros campesinos de que se sumen a sus fuerzas. Todo sea por el bien de los nuestros y la patria misma. Sepa Usted y todos sus soldados que nuestro cora- zón y nuestro esfuerzo esta con ustedes en todo momento. Juana Moro 78

Al terminar de leer la misiva, Belgrano comprendió las razones de la descompostura de la tropa de Tris- tán. Mujeres, tenían esa visión tan distinta de las cosas y podían ser temibles enemigas. Gracias al cielo esta- ban de su parte. Sonrió y rápidamente escribió la res- puesta para su gran amiga. Salta, 18 de febrero de 1813 A mi estimada Doña Juana Moro: Me siento más que agradecido por su carta. Como ya le dije en otra oportunidad, ustedes son mis soldados. Actúan en otro frente y de forma insospechada, pero cumplen con el encargo fielmente. Sé lo difícil que debe ser para ustedes y los riesgos que corren, y eso es lo que las hace más grandes a los ojos de la patria. Coincido con usted en que cuantas más personas se sumen pueden cambiar el curso de la bata- lla. Y ese día está cada vez más cerca. Estimo que en dos días será la contienda. Manuel Belgrano Luego pidió que la enviaran rápidamente a Juana Moro. Debían estar en contacto más que nunca. La ba- talla se acercaba y cada informe a tiempo podía mar- car la diferencia entre la vida y la muerte. Juana esa noche debía encontrarse nuevamente con el marqués de Yaví. Sabía a lo que se arriesgaba, y siempre tenía presente que debía cuidar las formas. 79

Pero nadie la había prevenido sobre los sentimientos que podrían nacer aun en esas circunstancias tan difí- ciles. Amaba a Jerónimo o por lo menos eso pensaba, pero hacía meses que no lo veía. Se habían jurado an- tes de separarse por la guerra que su amor permane- cería intacto siempre. Toribia había terminado su vestimenta: una po- llera, de color marrón liso, de los colores que usaban las criadas, a la que había adosado dos bolsillos, y una camisa blanca, cuya prendedura propiciaba un escote pronunciado, vestimenta discreta, propio de una mu- jer humilde, y le había conseguido un lindo mantón negro, que cubría a Juana de las miradas indiscretas y ocultaba su camisa blanca con hombros descubiertos y su pollera verde oscura con pequeñas franjas rojas que habían teñido con mucho cuidado para darle un poco más de presencia a la tela. Quería provocar al marqués y saber hasta dónde contaba con su volun- tad. ¿Podrían controlarse, actuar con premura, fingir y salir ilesas, sin comprometerse? Los pensamientos y las dudas atormentaban el co- razón de Juana. La misma Juana que no le tenía miedo a nada, la que luchaba contra el viento y el clima de la misma forma que defendía a sus cachorros, su familia y su patria, la misma que ingeniosamente ideaba pla- nes para obtener información del enemigo, la misma que amaba, reía y brindaba su corazón a manos llenas tenía miedo de sus sentimientos, de que la soledad la 80

traicionara, de equivocarse. Día a día se infundía valor a sí misma y no dejaba que nadie pudiera leer sus pen- samientos ni sus más íntimos deseos. Juana, la espía, Juana la mujer. Terminó de vestirse, pollera, blusa y por último el mantón negro rodeó sus hombros, pasando por de- bajo del cuello blanco de la blusa. Ató los extremos del mantón —que sobre su espalda terminaba en trián- gulo—, a la altura del primer botón de la blusa, donde comenzaba el escote. Esto le daba un aire verdadera- mente español. Se pellizcó las mejillas para que pare- cieran sonrojadas. Cubrió su cabeza y hombros con una mantilla y se dirigió hacia el río. Juan la esperaba ansioso oculto de las miradas aje- nas desde que había comenzado a caer la tarde y los rayos del sol iban perdiéndose de a poco en el hori- zonte. Sabía que arriesgaba su vida, pero no podía escapar al embrujo de esos ojos, de esa boca amable y esquiva, de esa mujer tan simple que con solo un intercambio de palabras le había robado el corazón. Siempre fue seguro de sí mismo y ninguna mujer se había resistido a sus encantos masculinos hasta ese momento. Solo ella, Rosaura, la del nombre que reme- moraba a flores lo traía de narices y no hacía nada para oponerse al destino. Aun estando en el medio de todos los soldados, parecía colarse a veces su per- fume, su aroma y no lograba apartar ni un momento el pensamiento de su ser. Ella lograba envolverlo en 81

su tenue velo de miradas, sonrisas y movimientos se- mejantes a una danza que se acercaban y se marcha- ban de repente. Juana lo vio, recostado en el árbol a la orilla del río con la mirada perdida y supo que ella misma, era la causa de ese devaneo, entonces segura y decidida se acercó al marqués. El sintió su perfume en el viento y giró su cabeza hasta que la tuvo a centímetros de sí mismo. Ella notó que su corazón comenzaba a latir con fuerza. Entonces él, seguro, dominante, se acercó. La tomó por la cintura y la atrajo hacia su cuerpo. Notó como ella temblaba como una hoja a punto de caer en pleno marzo y su respiración se volvía dificultosa. Acarició su rostro y besó sus manos para tranquilizarla. No quería que tuviera miedo, deseaba hacerla feliz y pro- tegerla del mundo si era necesario aún traicionando a su rey. El tiempo se hizo eterno y a la vez efímero. Sus ojos se encontraron, y allí sellaron su destino. Juana intentó contener sus lágrimas y apagar el de- seo que iba creciendo en su interior con cada minuto que pasaba. En medio de tanta angustia una caricia podría derrumbar todos los muros que erigía diaria- mente para ocultar lo que sentía, para mostrarse fuer- te, segura y altiva. La temeraria Juana Moro. Sus lágrimas, fueron el permiso al primer beso. En- tonces, él sin miramientos, sin miedo, la besó apasio- nadamente y ella no pudo evitarlo. 82

En un segundo sacudió sus cimientos imponentes un enemigo, un imposible, y cual frágil castillo de arena, se desarmó ante ese mar. A duras penas logró desprenderse de sus besos y le pidió nuevamente respeto. El marqués asintió con la cabeza y le pidió que al menos charlaran de sus vidas antes que él volviera al campamento. —Rosaura estoy cada día más interesado en usted. Haré lo que sea para verla feliz. —Juan apenas nos conocemos y debe comprender que mi preocupación y mi tristeza se deben a esta gue- rra que nos tiene a todos en vilo. —Mi querida Juana, ese tema ya ha sido tocado. Soy hombre de honor, por lo cual reitero mis afirma- ciones, por lo tanto, no debe preocuparse. Le di mi pa- labra de que retiraría mis tropas y eso haré. Sabe Juana, al final solo soy un egoísta, su felicidad es mi bien. Desde que apareció en mi vida, todo lo que mo- tivaba mi existencia dejó de tener sentido. Solo quiero su verla alegre y si me deja, ser parte de su vida donde usted quiera. —¿De verdad haría eso por mí? —Eso y más haría por Usted. Me robó el corazón Rosaura. Y soy feliz por eso. —Creo que sería hora de regresar Juan. Ambos es- tamos corriendo riesgos aquí. —Por Usted corro todos los riesgos y doy la vida Rosaura. Nunca olvide eso. Cualquiera sea su deci- sión, siempre estaré apoyándola en lo que me pida. Mi 83

vida ya no me pertenece, es toda suya. Usted es mi reina y soberana. —Juan me hace sonrojar con sus palabras. —Me gustaría lograr más que eso, pero con saber qué piensa en mí me siento vivo de nuevo. —Tanta ternura me conmueve y no creo merecerla. —¿Nos volveremos a ver mañana Rosaura? —la in- terrumpió. —Sí Juan, le prometo que aquí estaré antes que ano- chezca. Cuídese por favor y no me olvide. —Usted está conmigo todo el tiempo ¿Aún no lo ha notado? Me tiene completamente a sus pies. Juana sonrió, le dio un beso en la mejilla y se alejó, con un sentimiento nuevo distinto en el corazón, co- rriendo en medio de la noche. Él se quedó mirándola hasta que se perdió de su vista y luego como un joven enamorado, volvió sonriente con sus soldados. 84

VIII Al recibir las noticias de las espías y confirmar Sa- ravia la ubicación del campamento realista, el General Belgrano ordenó iniciar nuevamente la marcha para poder sorprender a las fuerzas enemigas al día si- guiente. Por su parte Tristán enterado del avance, preparó sus tropas para resistir el ataque. Alineó una columna de fusileros sobre la ladera del Cerro San Bernardo, reforzó el flanco izquierdo y organizó sus diez piezas de artillería. Belgrano ordenó la marcha del ejército en forma- ción, la infantería al centro, una columna de caballería en cada flanco al mando de José Bernaldes Polledo y una nutrida reserva al mando de Manuel Dorrego. Eustoquio Díaz Vélez también se sumó por el ala derecha, aunque días antes había recibido una herida de bala, estaba en el campo de batalla dispuesto a de- fender a la patria de los invasores. Mientras todo esto sucedía, en la ciudad las muje- res también resistían y seguían adelante con el plan trazado. Juana y sus compañeras desde temprano prepara- ban toda clase de ungüentos para curar a los heridos y conseguían lienzos y retazos de tela. Aún debían ocuparse de convencer a los campesinos para que se sumaran al ejército. Como todas sabían del buen trato que tenía con todos María Petrona Arias, le pidieron 85

que hablara con los habitantes de los campos vecinos para que participaran en la batalla. A todas les so- braba el valor para enfrentar los tiempos que se aveci- naban, tiempos de lucha en todos los flancos. Amaban su tierra e iban a dar la vida por esta causa. Muy entretenidas estaban todas cuando llegó Tori- bia agitadísima de la calle. En cuanto pudo hablar, comenzó a contarles a to- das, los movimientos que se veían en la ciudad, Todos hablaban de lo mismo y se preguntaban cuáles serían los resultados de la gesta. De pronto sacó una especie de nota que traía oculta en el vestido y se la alcanzó a Juana Moro. —¿Quién envía esto Toribia? —Usted sabe quién lo envía mi amiga, un marqués enemigo. Todas comenzaron a lanzarse miradas cómplices esperando que Juana comentara el contenido de la mi- siva. Ella sonrió, las miró y sin decir palabra alguna se retiró un momento. Todas se quedaron sin hablar. Era la primera vez que Juana no les comentaba el contenido de la carta. Quizás era algo muy privado para comentarles. Juana fue a su habitación, se vistió rápidamente, co- locó un chal cubriendo su cabello y hombros, y salió hacia el río. Por primera vez en toda su vida, no midió las con- secuencias ni pensó en los riesgos. Salió como dirigida 86

por hilos transparentes al encuentro del Marqués de Yaví. Atrás quedaron aquellas razones que se había metido en su cabeza desde el inicio de la guerra y de su tarea de espía. Solo se dejó llevar por lo que le dic- taba su corazón y esa urgencia enorme de verlo, de tener un momento de felicidad en medio de tanta an- gustia. Juan la esperaba oculto entre la maleza y cada tanto miraba hacia todos lados, sabía el riesgo que corrían, pero necesitaba verla, sentir su perfume y decirle que cumpliría con lo prometido, que su palabra valía y mucho. Apenas se encontraron los amantes se fundieron en un beso apasionado, profundo, que ya no tenía en cuenta ni vencedores ni vencidos. Un beso de amor más allá de la vida, de la guerra o la muerte. Por un instante el mundo pareció detenerse, ya no pensaban en nada, solo se dejaban llevar por sus sentimientos y esa pasión que todo lo transformaba a su paso. Durante varios minutos siguieron así, sin decir pa- labra alguna, descubriéndose los labios y acaricián- dose. El Marqués no quería dejar un solo rincón de esa boca sin recorrer, quería explorarla, quería guardar todo en su memoria. Aunque a veces Juana parecía querer escapar de ese beso no podía apartar sus labios de esa boca sin sentir que el fuego la quemaba por dentro, la incendiaba, la consumía. Y la pasión iba ganando espacios, y cada vez desea- ban más del otro, deseaban invadir y poseer. 87

Juana, luchó tanto como pudo hasta que logró se- pararse y acariciando sus labios con la punta de sus dedos, le pidió que por favor se detenga. Juan la miró y suavemente le dijo: —Me detengo porque usted me lo pide porque si escucho mi corazón ya no podría hacerlo. Usted es como un volcán en mi interior, es fuego y es agua, es tormenta y cielo límpido. Y me cuesta muchísimo no volver a besarla, cuando sé que ahora le importo un poquito, cuando sé que puede ser mía. —Juan, vine solo para verlo y recordarle su pro- mesa. De ello depende que podamos tener algún fu- turo en nuestra relación —le dijo ella. —Rosaura, creo que Usted aún no se ha dado cuen- ta todo lo que siento por su merced. La amo. Lo que prometí considérelo hecho, mis tropas se van a retirar de la batalla mañana. Por usted, por su merced, que se adueñó de mi corazón y mi vida con solo mirarme. —Gracias por mantener su palabra siento que está volviendo la tranquilidad a mi pecho. —Mañana es el día Rosaura, y usted verá que no son solo palabras, son hechos. Todo por su amor. Luego el Marqués tomó las manos de Juana, las besó suavemente y se marchó. Juana se quedó turbada por todo lo sucedido por- que su corazón sentía más cosas que las que su boca decía, porque no debía enamorarse de un enemigo, porque era un imposible, porque estaba casada, por su país y por tantas razones más, una grieta se había 88

abierto y su alma estaba partida en dos. Y dolía dema- siado. Sabía que en su retirada podían matarlo por traidor y eso nunca se lo perdonaría. Ella, Juana Ga- briela Moro Díaz de López, se había enamorado de Juan José Feliciano Alejo Fernández Campero, Mar- qués de Yaví. Y eso había cambiado en un segundo, cuando sus fuertes brazos la envolvieron y su beso in- vadió hasta su fibra más íntima. Ya nada volvería a ser igual. Se había quebrado la coraza que la mantenía prote- gida de sí misma. De pronto se sintió indefensa, la soledad la envol- vió y las lágrimas surcaron su rostro. 89

IX Amaneció. Pio Tristán comenzó a organizar sus tropas para el ataque. Cuando descubrió que el Marqués de Yaví y sus tropas se habían retirado antes del amanecer, se puso molesto. Algo más había ocurrido en esos días, pero ya se ocuparía de averiguarlo cuando volviese a Perú. Su oponente estaba muy cerca y no podía dete- nerse a pensar en los desertores. Tenía que concen- trarse en la batalla. Ya se ocuparía personalmente de cada uno. Belgrano había dispuesto sus tropas (seis colum- nas) de la siguiente manera: 1º Columna a la derecha (Batallón de Cazadores) al mando del Coronel Manuel Dorrego. 2º y 3º Columna Regimiento 6, una al mando del Comandante Forest y la otra al mando del Co- mandante Warnes. 4º Columna (Batallón de Castas) al mando del Comandante Superí. 5º Columna (Compañía del 2º) al mando del Co- mandante Benito Álvarez. 6º Columna (Regimiento 1º) al mando del Co- mandante Perdriel. La artillería estaba distribuida en los claros, y dos habían quedado en la reserva. Mientras las tropas ubicaban su posición, vieron llegar a lo lejos un grupo de paisanos a caballo. Los 90

dirigía Martina Silva de Gurruchaga y María Petrona Arias que eran quienes sabían montar a caballo, en- viadas por Juana Moro. Desde muy temprano se habían ocupado de con- vencerlos y en cierta forma arriarlos al campo de ba- talla. Estaban cumpliendo su promesa al General, es- taban dando todo por su patria. Al verlas llegar el rostro de Belgrano se iluminó. Te- nían refuerzos. Y la batalla aún no había comenzado. Un rato antes del mediodía, el General ordenó el ataque de la reserva mientras la artillería lanzaba fue- go granado sobre el flanco contrario. Luego condujo la avanzada de la caballería sobre el cerco que rodeaba la ciudad de Salta. Mientras tanto las columnas de Forest, Pico y Superí rompieron la línea enemiga y avanzaron sobre las calles salteñas, cerrando la reti- rada al centro mismo de la ciudad. Los realistas se vieron imposibilitados de retirarse por el mismo corral que habían erigido, así que termi- naron juntándose en la Plaza Mayor de la ciudad donde Tristán decidió rendirse al fin. Todo era alegría en las fuerzas patriotas, habían re- cuperado Salta. Martina y María rápidamente se dirigieron a la casa de Juana Moro a darle las buenas nuevas, pero no la encontraron pues Juana al no poder controlar su an- gustia, ya que sus amigas aún no habían regresado, por lo tanto, no tenía novedades del frente, decidió averiguar por sí misma. Se cubrió el cabello con la 91

mantilla y salió a la calle para enterarse las últimas no- ticias. Lo que vio terminó con todas sus dudas. En la Plaza Mayor estaban los soldados realistas como esperando algo, no tenían armas y solo se veía a su General ha- blar con un comandante patriota. Juana intentó acercarse más, pero los soldados se lo impidieron. Cuando empezó a retirarse de la plaza, un joven oficial se acercó y le dijo: —¿Doña Juana Moro? —Sí soldado. ¿Quién es usted y porqué sabe mi nombre? —Nadie puede desconocerla señora, todos hablan de su colaboración a la patria. Como la vi mirando, me acerqué para contarle que ganamos la batalla. Tristán se rindió. Y tenemos noticias de que un comandante realista decidió retirarse antes de la batalla, creo que lo llaman el Marqués de Yaví. —Gracias al cielo soldado. Y que Dios lo bendiga por darme tan buenas nuevas. —No faltaba más señora. Ahora están pactando la capitulación. —Bueno soldado, eso ya es tarea del General. ¡Qué viva la patria! El soldado rápidamente se alejó y se sumó a su tropa. Juana regresó a su casa y envió a sus amigas una corta misiva invitándolas a una reunión donde tratarían los últimos acontecimientos. 92

Con Joaquina comenzaron a preparar algunos manjares para convidar a las visitas, cuando sintieron un golpecito en la puerta trasera de la casa. Le pidió a Joaquina que siguiera con la comida, tomó un cuchillo de la cocina y se fue despacito hacia la puerta de atrás. Abrió sigilosamente, cuando una mano le quitó el cu- chillo rápidamente y acercándose al oído le dijo: —¿Así me trata después de todo lo que hice por us- ted, Rosaura? ¿O mejor dicho Juana Moro? —Juan… que susto me ha dado Usted. No debería estar aquí, corre peligro de que lo apresen. —¿Y quién le dijo a usted que no quiero que lo ha- gan? Si en plena huida me acabo de enterar que usted no es mi Rosaura, que le pertenece a otro y que solo fui una pieza más de su plan. De que me sirve vivir si perdí todo, ya no tengo valor ni amor alguno. —Juan, no me diga eso. No me haga sentir más cul- pable. Además, no es lo que Usted piensa, quizás en parte sí, pero mis sentimientos son reales. —¿Reales? ¿Para quién son sus pensamientos y sentimientos mi Señora? —No podemos seguir hablando esto aquí, no quie- ro que lo capturen. Pero pase, sígame en silencio. Lo ocultaré en mi habitación hasta que se vayan las visi- tas. Pero prométame que no hará ningún ruido y espe- rará mi explicación. Voy a cerrar con llave para que nadie lo descubra. —No tengo muchas opciones, así que la esperaré en silencio mi bien. Usted hace que en un segundo 93

pierda la razón y solo pueda obedecerle sin reserva. Juana cerró la puerta de la habitación, se acomodó el vestido y volvió con Joaquina a la cocina. Minutos después llegaron Martina, María Petrona y todas las espías. Martina pasó a darles detalles de todo lo sucedido en el campo de batalla, cómo fueron arrinconados los realistas y cómo fue la capitulación entre el Coronel La Hera (realista) y el General Manuel Belgrano, como convinieron en dejar la ciudad, deponer las armas y prestar juramento de no empuñar las armas contra los patriotas. En cuanto a los prisioneros tomados antes de la rendición decidieron intercambiarlos por los que José Manuel de Goyeneche tenía cautivos en Perú. Luego el General Belgrano dispuso que se enterraran los cuerpos de los realistas e independistas en una fosa común con una cruz de madera que decía lo si- guiente: “Vencedores y vencidos en Salta, 20 de fe- brero de 1813”. Todas las espías tenían los ojos repletos de emo- ción. La única que parecía estar en otro mundo era la misma Juana Moro. Luego de convidar a sus amigas con lo que había preparado Joaquina en la tarde, les dijo que al día siguiente buscaría la manera de comu- nicarse con Belgrano para manifestarle que seguían a su disposición en caso de ser necesarias sus acciones en pos de la patria misma. Asintieron por unanimidad y como estaban agotadas por la angustia y el trajín diario se retiraron a sus casas. La que notó enseguida 94

que algo raro le pasaba a su amiga fue Toribia. Espero que se retiraran todas y decidida le preguntó a Juana, qué estaba pasando. —A mí no me puedes negar que algo te ocurre. Tú que siempre eres la más efusiva en cuanto a todo lo que pasa en el frente hoy estuviste en toda la reunión como ida, como si estuvieras en otro lugar. Las demás estaban tan emocionadas que no lo notaron, pero a mí no me engañas. —El Marqués está aquí. —¿Dónde? —En mi habitación. —¿Y qué piensas hacer? Sabes que si lo encuentran en tu casa esto sería traición a la patria. —Lo sé, pero vino a pedirme una explicación. Está muy dolido y debo dársela. No me queda de otra. —Bueno amiga, pero que se marche durante la no- che. No puede quedarse aquí. —Hablaré con él y lo ayudaré a huir. Es lo menos que puedo hacer. Tengo el alma dividida en dos. —¿Te enamoraste Juana? —Sí, cuando menos lo esperaba sucedió y ahora debo afrontar las consecuencias y seguir adelante. Aún no sé cómo voy a mirar a Jerónimo y a los niños, pero este sentimiento me está quemando en el pecho como hierro ardiente. —¿Sabes que tienes que dejarlo ir, que ese senti- miento solo va a traerte disgustos? Todas sabíamos lo que estaba en juego, pero la patria es nuestra meta y 95

nuestro fin. Por ella damos todo hasta la vida si es ne- cesario. —¡Lo sé! ¡Te juro que lo sé! Pero no pude evitarlo. Y ahora me siento devastada, dividida. —Amiga mía, levanta esa frente. Amar no es un pe- cado, pero enamorarse de un enemigo es otra cues- tión. —No te preocupes Toribia, enjugaré mis lágrimas, hablaré con él y solucionaré todo, esta misma noche. —Trata que sea antes que salga el sol, antes que lo descubran. —Sí amiga, eso haré. Ahora mismo voy a hablar con él. ¿Puedes quedarte levantada y vigilar que nadie venga? Estaré con él en mi habitación un momento. —Sí, eso haré. No te preocupes, ve tranquila. Juana acomodó su vestido, irguió su cabeza y se di- rigió a enfrentar su destino. Sabía que lo había utili- zado y que lo perdería, pero prefería saber que se mar- chaba a otro lugar a que moriría al ser apresado por los soldados. Abrió la puerta lentamente con miedo y lo vio. Estaba sentado en un rincón de la habitación to- mándose la cabeza con las manos. Al sentir sus pasos levanto la vista y la clavó en sus ojos. Era una mirada repleta de odio, amor, reclamo, dudas. Ella se acercó, acarició su rostro y tomó sus manos entre las tuyas mientras decía: —Juan necesito que sepas que mis sentimientos son verdaderos, que nunca busqué enamorarme, pero es 96

lo que siento, que aunque en un principio fuiste parte de un plan diseñado por mí, todo comenzó a cambiar a medida que te conocía y nos íbamos acercando más y más. Nunca quise hacerte daño. Y sí, mi nombre ver- dadero es Juana Gabriela Moro Díaz de López, tengo tres niños y soy una espía patriota. —¿Y yo que voy a hacer ahora? Te das cuenta que me has quitado la esperanza, que no sé cómo seguir, que si pienso que eres de otro y que es quien te acari- cia por las noches se me rompe el corazón. Que hu- biese preferido morir en batalla pensando que eras mía, a quedarme con esta verdad que me duele tanto. —Juan, no me digas eso. No quiero llevar el peso de esos pensamientos. Debes seguir adelante, volver a tu tierra y recordar este amor hermoso que vivimos. Siempre te tendré en mi memoria, te lo prometo, pero debes irte, aquí tu vida corre peligro. —Me iré Juana porque Usted me lo pide, porque no quiero verla sufrir, pero prométame que seguiremos comunicándonos y si algún día decide dejar su tierra, sepa que la recibiré gustoso y seré el hombre más feliz del mundo. La amo con el cuerpo, alma y pensamien- to, mi bien. —Se lo juro Juan, buscaré la manera de que reciba noticias mías. Usted es un hombre maravilloso y se lleva mi corazón en sus manos. Juan se levantó, la besó y abrazó muy fuerte como queriendo retener en su memoria todo lo que simbo- 97

lizaba esa mujer para él. A pesar de descubrir la ver- dad y del dolor, había encontrado en esa mujer un montón de cualidades que desconocía, estaba frente a una heroína, una mujer valiente, arriesgada, fuerte que en solo unos pocos días se había adueñado de su ser. Se desprendió suavemente de sus labios, inclinó su cabeza a la manera de un saludo militar y salió de la casa. Rápidamente se internó en la oscuridad y se di- rigió hacia el río donde lo esperaban sus soldados para huir. Necesitaba poner distancia antes del ama- necer, de las fuerzas militares, pero sobre todo de sus sentimientos que lo impulsaban a quedarse. Juana se quedó en la habitación con los ojos anega- dos por las lágrimas. Cuando sintió el ruido de los goznes de la puerta, Toribia se dirigió a la habitación. Juana lloraba en un rincón muy despacito. —Amiga mía, no se ponga así por favor que va a asustarme. Todas sabíamos lo que sucedería si mez- clábamos los sentimientos. El tiempo hará que olvide y las heridas sanen. —Lo sé Toribia, déjeme sola. Mañana las cosas se- rán diferentes. La patria nos necesita y no puedo per- mitirme flaquear a estas alturas. —Está bien amiga mía, descansa. 98

X El canto de los pájaros en la ventana la sacó de su sueño. El día traía la promesa de nuevos retos por lo- grar, la patria necesitaba de todos y cada uno de sus protagonistas. El amor que había surgido en medio de la batalla debía quedarse ahí, como un recuerdo laten- te de la vida misma, de los sentimientos de las per- sonas. Pero el honor, el buen juicio y el valor debían ser quienes guiaran los corazones de nuestras patrio- tas. Como decía siempre su madre, el tiempo lo cura todo, solo es cuestión de tener paciencia y de secar las lágrimas que amenazaban con inundar sus ojos oscu- ros. De pronto recordó que debía comunicarse con Bel- grano, hacerle saber que seguían dispuestas y listas para la batalla contra el enemigo. Entendía que con la sola rendición de Pio Tristán no alcanzaba. Sabía que los realistas volverían a intentar quedarse con la plaza de Salta. Así que debían estar atentas a los posibles movimientos de tropas y a la posibilidad de que hu- biese infiltrados en las fuerzas patriotas. Siempre creyó que en la guerra y en el amor todo valía, pero ahora con su corazón en dos mitades debía seguir adelante en pos del bien común. Tomó la pluma y comenzó a escribir unas líneas para el General Belgrano: 99

Salta, 23 de febrero de 1813 Al General Don Manuel Belgrano Después de la proeza realizada en la batalla por Usted y sus oficiales además de agradecerles y felicitarlos por el triunfo me resta decirle que seguimos aquí esperando sus órdenes. Creo que el enemigo solo se ha rendido momen- táneamente y que en cuanto tenga la oportunidad de tomar las armas hará uso de ellas en pos de ganar estas tierras para su rey. Me consta su humildad y generosidad con el trato a los vencidos y la honrosa capitulación ofrecida a los mismos. Pero esto es otra cosa, tiene que ver con la idiosincrasia de los pueblos. Y el pueblo español no es uno que se dé por ven- cido justamente. Confío en su buen juicio y me pongo a su disposición para lo que guste mandar. Juana Moro Luego llamó a Toribia y le pidió que hiciera llegar la misma a las manos del General en la Gobernación, pero que antes avisara a las otras espías, puesto que deberían reunirse al atardecer para seguir organi- zando la lucha. Sin dudarlo, consideraba que esto era solo el inicio de una larga batalla. Como aún no llegaban sus amigas, con Joaquina co- menzaron a preparar unos pastelitos en la cocina. Los niños jugaban plácidamente en el patio y sus voces lle- naban de alegría su alma. A veces lamentaba el tiem- po que pasaba alejada de sus pequeños y los riesgos que corría, pero el fin valía la pena. El futuro de sus 100


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