Debían mantener vigilancia a todas horas para poder ocultarla hasta que se repusiera del todo. Joaquina durante la tarde concurriría a la modista para que confeccionara algunos vestidos para la pe- queña Serafina y unos pantalones para sus hermanos Bernabé y Ramón. Generalmente las otras criadas también concurrían en el mismo horario a retirar ves- tidos para sus patronas y mientras esperaban que las atendieran a cada una charlaban de las últimas noti- cias que habían circulado por la ciudad. Y ella era una experta en entablar conversación de cualquier cosa. Por esa razón más de una vez la habían regañado por conversar con cualquier persona y siempre obtener una respuesta. Pero esta vez la razón era muy fuerte. La patria necesitaba de todos y cada uno. Siempre quiso formar parte del grupo de espías que se infiltra- ban, iban y venían con partes para las fuerzas patrio- tas. Había llegado su momento. 151
XX El grupo de mujeres que esperaban en casa de la modista no cesaban de charlar. En cuanto Aurora, la criada de los Iraola, advirtió su llegada se le acercó rá- pidamente. —Buenas tardes Joaquina. Hacía tiempo que no te veía por aquí. ¿Estás cuidando los hijos de Doña Juana? Creo que desperdicias tu vida. La juventud no es eterna. Y, si no te casas pronto, estarás condenada a la soltería. Por eso yo no pierdo el tiempo. La piel se agrieta, el corazón se marchita y la paciencia también. Mi madre ya consiguió un pretendiente para mí y yo no le he objetado nada. Sea quien sea mejor casada que solterona. Joaquina contuvo sus ganas de mandarla en un viaje de ida y vuelta al purgatorio y casi en voz baja le contestó: —Aurora esa no es mi prioridad. Creo que no es el momento. Y en cuanto a cuidar a los hijos de Doña Juana, lo hago con gusto. El coronel Jerónimo López y su esposa, han sido muy buenos conmigo, y siempre se han hecho cargo de todas las cosas que he necesi- tado y me han tratado como de la familia. —Bueno, bueno. No discutamos. Supiste las últi- mas novedades. Yo sé que aprecias mucho a Doña Juana y que esto te va a causar pena, pero debo decír- telo. No puedo callar lo que me he enterado esta ma- ñana. 152
—Dilo de una vez. Me mata la angustia entre tanta dilación por contarme lo que sabes. ¡Dilo! —Juana Moro ha muerto. La mataron los realistas. Dicen que la obligaron a cargar cadenas muy pesadas durante días enteros sin darle agua ni comida y que su cuerpo está enterrado en el cerro. —No puede ser cierto. Dime que lo estás inven- tando. —No invento nada. El general Pezuela está furioso, no pudo averiguar nada teniéndola prisionera. Murió sin decir una palabra. —¿Pezuela, sigue acampando cerca del cerro o no? —Eso no lo sé. Joaquina simuló estar muy apenada, se despidió de Aurora y volvió rápidamente a la casa. La creían muerta. Eso les daba tiempo. Llegó a la casa y se sorprendió al encontrar a Juana levantada junto a sus amigas en la sala. Todas estaban expectantes esperando que trajera noticias. Así que en cuanto dejó las telas en la mesa comenzaron a interrogarla. —¡Al fin Joaquina! Estuvimos a punto de ir a bus- carte. ¿Pudiste averiguar algo? —dijo María Loreto. —Sí, Aurora, la criada de los Iraola, me contó que los soldados le habían dado muerte a Juana y la ha- bían enterrado en el cerro. —Eso no es posible —contestó Macacha. —Bueno, eso es lo que creen los realistas, que está muerta. 153
—¿Supiste algo de Pezuela? ¿Si su campamento si- gue en el mismo lugar o se trasladó? —dijo Celedonia. —Aurora dijo que Pezuela estaba furioso por no haberle podido sacar una palabra a la prisionera antes de su muerte. Pero no sabían si aún estaban apostados en el mismo sitio. —Igual son buenas noticias Joaquina, mientras me crean muerta podemos averiguar e infiltrarnos nueva- mente. Esta guerra aún no se termina —replicó Juana Moro. —¿No tienes miedo? Pudiste haber muerto Juana —comentó Gertrudis. —Claro que tuve miedo de morir sin poder termi- nar mi misión, miedo de no ver nunca más a mis hijos y a mi esposo, miedo de perderlas. Pero esto nos su- pera a cada una de nosotras. Esta guerra es por la pa- tria, es por nuestros hijos y los hijos de los hijos. Aún no está todo dicho, falta mucho para que repose mi cuerpo entre las piedras. Así que ya es hora de comen- zar a organizar nuevas acciones. —Si quieres que nos infiltremos, debemos pedirle ayuda al cacique que te encontró para saber la ubica- ción del campamento. Esta vez tendremos que ser más precavidas Juana. Si Pezuela descubre que vives, mandará a sus soldados a apresarte. Y tu castigo será la muerte. —Me parece bien, coincido contigo Macacha. Ape- nas confirmemos su ayuda en grupos de tres vamos a realizar las siguientes acciones: 154
a) el primer grupo se ocupará de preparar comida y bebida para llevar a los soldados. b) el segundo grupo mientras estén repartiendo la comida tendrá que robarles las armas o municiones. c) el tercer grupo montará guardia cerca y dará aviso en cuanto vea acercarse a algún realista. —Entonces tendríamos que armar los grupos para estar listas apenas tengamos el apoyo del cacique — continuó Celedonia. —Sí, de esa manera sería más efectivo nuestro ac- cionar. Luego con las armas en nuestro poder envia- ríamos una parte al frente. —Seguramente Belgrano ya se enteró que has falle- cido Juana. Y tu esposo también. —Me lo imagino, pero por ahora eso no puedo evi- tarlo. Necesito que me crean muerta para seguir accio- nando en contra de Pezuela. ¿Quién se puso en con- tacto con el cacique para averiguar sobre mi para- dero? —Fui yo —contestó Macacha. —¿Puedes comunicarte con él nuevamente? Así sa- bemos a ciencia cierta dónde está el campamento de Pezuela y si movieron las tropas. Quizás hasta po- drían ayudarnos a trasladar todas las armas que les quitemos a los realistas. —Sí, Juana. Mañana temprano iré a verlo y traeré información concreta. 155
—Entonces a preparar todo amigas. El tiempo apre- mia. Debemos aprovechar que piensan que ya no es- toy. En sus cabezas solo somos un par de mujeres me- tiéndonos en tareas de hombres y vamos a demostrar- les que no es así. Somos guerreras y lucharemos por lo que nos pertenece. —Bien dicho Juana, con Celedonia comenzaremos a preparar comida y bebida —dijo Gertrudis. —Así se habla. Sé que estuvieron preocupadas por mí, pero ya estoy aquí junto a ustedes y pronta para la lucha. 156
XXI El cacique Nacachí estaba intranquilo. Observaba como su caballo se movía de un lado hacia otro, in- quieto. Sabía que alguien estaba cerca. Se arrastró hasta llegar al caballo, saltó sobre él y siguió sus ins- tintos. Detrás de unos arbustos alguien se ocultaba o por lo menos eso creía hasta que sintió la punta de la lanza cerca de las costillas y emitió un quejido lasti- mero. No quería lastimarlo. Pero esa huinca no tenía nada que hacer en sus tierras. Acercó la punta de la lanza a su cara mientras no dejaba de observarlo. No parecía tenerle miedo. Estaba sucio y parecía haber ca- minado mucho para llegar hasta ahí. Comenzó a ha- cerle preguntas mientras el prisionero movía la cabeza como si no entendiese una sola palabra de lo que decía y así habrían estado todo el día sino se le hubiese caído un colgante. Rápidamente se lo quitó mientras veía como el prisionero intentaba soltarse, eso debería ser muy importante. Lo miró de un lado, del otro. Lo giró y pudo abrirlo. Adentro tenía una imagen pin- tada a mano de una mujer, enseguida la conoció, era Juana Moro. Si era amigo de Juana, era amigo de ellos también. Quizás sería su marido. Enseguida envió un mensajero para avisarle a Juana que tenían a alguien que la conocía en la tribu. Juana se levantó temprano. No soportaba más la idea de seguir inactiva. Sabía que en cualquier mo- mento podrían descubrirla y debía hacer algo antes. 157
No podía dejarles el camino libre. Tenía que impedir que sigan avanzando. Ayudó a sus amigas a preparar los panes, las bebidas que llevarían y varias mantas para envolver los fusiles que le quitarían a los realis- tas. Las voces de los niños se escuchaban cantarinas en el patio de la casa. Pensar que no volvería a verlos fue lo que la mantuvo con vida. Jerónimo seguía en el frente y de Juan no tenían noticias. Quizás había olvi- dado su promesa. Y si eso pasaba sabía que la próxima vez que lo viese debería quitarle la vida. Una promesa es algo sagrado. Y también podría haberse casado con alguna mujer. El Marqués de Yaví no parecía un hom- bre que pudiese esperar por nadie. Conocía el encanto que poseía y lo utilizaba a su antojo y conveniencia. Y hasta ella que siempre se jactó de tener el control y el dominio de sus sentimientos, hoy pensaba en ese ex- traño que con solo una caricia le robó el corazón. Es- taba terminando de acomodar los panes en el horno cuando llegó el mensajero. Como los indios eran muy reticentes al brindar su confianza, el enviado perma- neció en la puerta de atrás esperando a la dueña de casa. La orden era darle el mensaje en mano. Juana dejó lo que estaba haciendo y fue a atenderlo. Al ver el rostro de Huaman (cría de águilas) su rostro se ilu- minó. Sabía en cuanta estima le tenía el cacique Naca- chí y seguramente traía noticias del frente. Con un gesto se animó a entrar y contarle el motivo de la vi- 158
sita. Huaman extendió la mano y le entregó el col- gante que le quitaron al prisionero. Palideció. Si ellos le traían el obsequio que le entregó a Juan al despe- dirse, era seguro que estaba muerto. Estaba casi a punto de llorar cuando Huaman habló: —Nasúm yácte il- léu (Estaba a punto de morir). —Ihi (¿Vive?) —Che (Sí) Rápidamente se puso el poncho, le dejó instruccio- nes a Toribia y siguió a Huaman. ¡Estaba vivo! ¡Dios escuchó sus ruegos! Lo que no comprendía era porque estaba ahí. Debió llegar a Asunción muchos días antes. Ya le pregunta- ría todo. Volver a verlo. Un montón de emociones se le agolpaban en el pecho a punto de explotarle. Se sen- tía una completa adolescente enamorada. Cabalgaba en silencio, con el alma repleta de preguntas e inquie- tudes. Juan notó el cambio del trato de los indios al ver el colgante. ¿Conocían a Juana? Él sabía solo que era una espía, que lo sedujo y que la amaba más que a nada en el mundo. Pero no sabía con quienes se trataba, ni sus planes. Ambas Juanas le atraían. La mujer temeraria y la que se estremecía entre sus brazos. Por ella era capaz de recorrer el mundo, por ella de- cidió colaborar con el ejército patriota y sumarse a las tropas. Por ella le vendería el alma al diablo si fuese necesario para salvarla. 159
Juana irrumpió en su vida como el viento del norte y puso todo de cabeza. Antes de ella solo pensaba en ganar batallas y volver a Lima. Ahora todo era com- pletamente distinto. Su corazón y su mente le perte- necían. Y esperaba que ella le correspondiera. Espera- ría toda la vida si fuese necesario, ya que nada lo po- nía más feliz que verla, que poder rozar sus manos, su piel y robarle un beso. Pensaba en eso cuando sintió los cascos de los caballos acercándose. La luz del sol no le permitía distinguir quiénes eran los jinetes, así que, aguzó todos sus sentidos para poder determinar quiénes eran los recién llegados. Escuchó voces mas- culinas y una femenina que conocía muy bien (quizás estaba imaginándola su mente febril). Intentó soltarse, quizás la habían capturaron por su culpa y eso no se lo perdonaría jamás. Sintió una mano rozar la suya y ahí la vio. Juana, su Juana estaba ahí con los ojos arra- sados por las lágrimas mirándolo con una inmensa ternura. Rápidamente lo desató y se quedaron mirán- dose unos segundos antes de fundirse en un abrazo que parecía eterno. Huaman y el resto de la tribu los miraban sorpren- didos. Juana siempre fue un soldado más en la cam- paña y no le temblaba el pulso a la hora de tomar de- cisiones ni al curar los heridos. Y verla así, “blandita”, era algo inesperado para ellos. Pero la respetaban. Sea quien fuere el blanco viviría solo por ella, por respeto a su presencia. Se quedaron en silencio contemplando 160
la escena ante sus ojos. Nadie se atrevía a interrum- pirlos. Los minutos pasaban lentamente. Lo observaba, se detenía en cada detalle de su rostro y su cuerpo. Tenía rastros de una herida en la cabeza, pero parecía haber sanado. Tocó con sus manos pequeñas la herida y él apenas se quejó. Aún dolía un poco. No parecía tener otras lastimaduras en su cuerpo. Solo la ropa mos- traba que había pasado varios días al rayo del sol y luchando contra el viento. Y como no aguantaba más sin saber comenzó el interrogatorio: —¿Juan qué haces aquí? —Volví por ti. —¿Por mí? Pudieron haberte matado. Aún no sé porque no lo hicieron. Nacachí odia a los realistas. —Al principio estaban muy enojados conmigo y me hablaban en un idioma incomprensible, pero se me cayó el colgante con tu rostro pintado y ahí comen- zaron a tratarme mejor. Me alimentaron y me dieron de beber. No me soltaron porque te esperaban a ti, ne- cesitaban tu veredicto. —¿Y qué pensabas hacer si no te atrapaban? — Además de verte, quería encontrar a mi primo el General Güemes y unirme a sus fuerzas. Te dije que cumpliría mi promesa y eso era lo que habría hecho hace días sino me hubiesen apresado. —Sé lo que dije, pero pudiste ayudar desde Lima sin arriesgarte. No sé qué hubiese hecho si te pasaba algo por mi culpa. 161
—Nada. Seguir adelante como siempre mi bella Juana. Luchar por tu tierra. —No hables más, puede hacerte mal. Voy a pedirle al cacique que te libere. Después veremos si dejo que te vayas o te acompaño a donde está ahora acam- pando el Ejército del Norte. 162
XXII El hecho de que el Marqués de Yaví, Marqués del Valle del Toxo, Conde de Jujuy, Vizconde de San Ma- teo, Caballero de la Orden de Carlos III se hubiese enamorado de Juana Moro, más su parentesco con Martín Miguel de Güemes fueron dos razones pode- rosas para decidir empuñar las armas a favor de los patriotas y formar parte de la llamada por Leopoldo Lugones “La Guerra Gaucha”. Juana descubrió su pa- rentesco con Güemes cuando estuvo en cautiverio y rogaba que hubiese podido escapar. Sabía que era causa de muerte la alta traición. Pero ahí estaba, dis- puesto a cumplir con su promesa. No solo le dio su corazón, sino que estaba dispuesto a entregar su vida por los mismos ideales. Con la ayuda del cacique Na- cachí que les proveyó de caballos y alimentos para emprender el viaje, ambos salieron muy temprano en la mañana rumbo al campamento del Ejército del Norte. Desde el mes de setiembre de 1814 el General San Martín había dejado el Ejército del Norte al mando del General Martín Miguel de Güemes y asumió la Gober- nación Intendencia de Cuyo. Confiaba en Güemes y sus gauchos. Sabía que ellos podían hacer la diferen- cia y ganar la batalla. Su salud no le permitía hacer más al Padre de la Patria. Había dado mucho por el sueño independista. Necesitaba un poco de sosiego y cuidados. Igual observaba todo de cerca. Siempre 163
pendiente de los asuntos de la patria. Durante el camino Juan apenas pronunció palabra alguna, parecía inmerso en sus pensamientos. Ella no se atrevía a decirle nada. Debían separarse nueva- mente, ella debía continuar con el plan trazado ante- riormente y Toribia, Macacha, María Loreto y el resto de las espías esperaban su regreso. Sobre todo, que el general realista no sabía que continuaba con vida. No temía a la muerte. Temía a la mirada profunda de esos ojos claros que parecían descubrir sus pensamientos. Temía a la mujer que se despertó detrás de la guerrera, a eso le temía, a mostrar los sentimientos al mundo y volverse débil. El camino estrecho, escarpado, repleto de pedregu- llo volvía más difícil subir sin correr el riesgo de caer al precipicio. Cuando estaba anocheciendo decidieron descender de los caballos y caminar por el sendero que les indicó el cacique que debían seguir. Por ellos también supieron que mandaban diariamente ba- queanos a recorrer antes de seguir adelante. Sabían que cualquier error le daba una gran ventaja al enemi- go. Sin más Juana rompió el silencio: —¿Estás seguro de tu decisión? —Sí, absolutamente. —¿Y sabes que si te apresan pueden llegar a ma- tarte o darte un castigo peor que la muerte misma? —Sí, lo sé. Pero creo que la mejor razón para dar batalla es defender esta tierra donde viví, crecí y encon- tré el amor en medio de la batalla. Sé que mi origen es 164
español pero mi corazón te pertenece a ti y a este suelo. Juana sintió que un nudo amenazaba con cortarle la garganta. Se tragó su preocupación y le dijo que mientras viva tendría una aliada y amiga. Que el des- tino de ambos corría por distintos senderos y que aceptaba eso. Que esperaba que pudiese cumplir su misión con valentía y fe. Todos en Salta admiraban a Güemes y sabía que luchar a su lado sería un honor. Casi inmediatamente de finalizar la conversación vie- ron las luces de la fogata. Ahí estaba Güemes y sus gauchos. Hasta ahí llegaba su camino. Debía volver a Salta aprovechando que la noche lo cubría todo. No podía arriesgarse a que la encontrara nuevamente Joa- quín de la Pezuela, ya que su vida valdría menos que una hogaza de pan. Y terminaría ahí en las montañas. Justo donde su corazón debía dejar ir lo que más amaba, donde tuvo que admitir que ella también era frágil y que se había enamorado del que fue su ene- migo. Juan notó su tristeza. Así que la tomó por la cintura, la apoyó contra su pecho y la besó como queriendo apropiarse de esos labios y ese amor para siempre. Ella tembló de los pies a la cabeza. Y lo dejó ir. Y em- prendió el regreso con los ojos repletos de lágrimas sin mirar atrás. Sentía que parte de su ser se quedaba con él, pero ese era su destino. Cabalgó toda la noche para llegar antes del amanecer a su casa sin levantar sospe- chas. Juana Moro había muerto y así debía permane- cer para poder llevar a cabo sus planes. 165
XXIII La casa se encontraba en completo silencio. Pare- cían dormir. Ni siquiera se escuchaba el ruido de los trastos en la cocina, ni se sentía el aroma de la leche o del pan recién horneado. Entró casi en puntas de pie para no despertar a nadie y se dirigió a su habitación para cambiarse. El silencio era demasiado sospechoso. Toribia y Joaquina siempre se despertaban al alba. Puso a calentar agua en el fogón y preparó la ropa para cambiarse. Seguía llamándole la atención la casa tan limpia, la ausencia de las criadas y de los niños. Colocó el agua en la tina y se dio un baño rápido. Algo definitivamente no estaba bien. Tendría que salir y averiguarlo. Terminó de atarse las cintas del vestido y comenzó a recorrer la casa buscando algo que indicara donde estaban todos. Escuchó un ruido como si algo se cayera en la habitación de sus hijos. Tomó un cu- chillo que estaba en la cocina y abrió la puerta. Ahí estaban todos atados a sus sillas y con soldados apun- tándoles. Eran demasiados, pero no se la iban a llevar de arriba. Si lograba soltar a Toribia ya serían dos con- tra los soldados. Al sentir que la puerta se abría los soldados giraron su rostro hacia ella y cuando estaba a punto de entrar gritando con el cuchillo en la mano para amedrentarlos y herirlos sintió el frío del metal en su sien. —La esperábamos hace horas Juana. Por lo visto su destino está atado al mío. Pensé que usted estaba 166
muerta, hasta que descubrí que seguía vivita y co- leando. Lo que no logro entender es porque después de una oportunidad así de vivir en forma tranquila decide volver a meterse de lleno en la guerra. ¿Acaso no entiende que esto es cosa de hombres? —La patria, no es una cosa que se pueda comprar Pezuela, somos todos, hombres y mujeres que lucha- mos por nuestros ideales. Y mientras me quede vida en este cuerpo seguiré luchando por lo que creo y siento. —Eso no va a poder ser, querida mía. Por su condi- ción no puedo fusilarla, pero debo cortarle las alas de una buena vez. Despídase de sus hijos y sus criadas. Todos serán puestos en libertad en medio de la plaza. Mientras usted morirá de hambre y sed en esta casa. Ya no podrá actuar, dirigir, sublevar ni comandar a nadie. —Aún si muriese, alguien más seguirá con mi la- bor. La historia no está escrita General. Esto es solo el principio. Podrán callar a Juana Moro, pero mi voz re- sonará en cada patriota que luche por liberarnos del yugo extranjero. Y se irán sumando tantas hasta vol- verse un trueno que hará retumbar todo el suelo que pisen las fuerzas enemigas. —¡Oficial! Procedan a tapiar todas las puertas y ventanas de esta casa. Que no quede un solo resquicio de claridad. Asegúrense que tampoco quede agua ni comida con que pueda alimentarse. 167
Juana abrazó a sus hijos primero y les pidió que fueran fuertes y obedezcan a Toribia hasta que regrese su padre del frente. Se acercó a su fiel amiga para en- cargarle los niños y pedirle que le avise inmediata- mente a Macacha Güemes y el resto, que ellas sabrían qué hacer. A Joaquina le pidió que pare de llorar y guardó todas sus lágrimas hasta que hubieron salido de la casa. Un oficial la ató a una silla y comenzó a volcar toda el agua y la comida en el patio. Mientras el resto co- menzaban a tapiar las ventanas y bloquear las puertas desde afuera. De a poco la luz se comenzó a extinguir. Pezuela la observaba. Y ella le sostuvo la mirada hasta que cerraron todo completamente. De a poco las voces se fueron alejando hasta quedarse en la completa os- curidad y soledad. Comenzó a luchar para desatar las cuerdas que la mantenían inmovilizada. Tironeó tanto que terminó cayéndose al suelo y golpeándose la ca- beza. No supo cuánto estuvo tendida en el suelo. Notó que seguía atada. Así que comenzó a restregarse una mano con la otra para aflojar la cuerda. Cuando al fin pudo, se soltó del todo. En la oscuridad trató de recordar donde escondía las velas de cebo. Después de tropezar varias veces con lo que encontraba a su paso pudo dar con ellas. Ahora el tema era encenderlas. Se acercó al fogón bus- cando brasas encendidas y cuando estaba a punto de perder las esperanzas vio un pequeño brillo rojo en un rincón. Tomó el pequeño tronco encendido y prendió 168
la vela. Puso una en la mesa y encendió una más para ver si podía encontrar algo para abrir las ventanas o la puerta y escapar. Los realistas hicieron bien su trabajo, no dejaron un solo elemento que pudiese utilizar para realizar una abertura y salir. Comenzó a pasearse de un lado al otro, tomó la silla en la que estaba sentada y la aventó contra la ventana. Pero no logró nada con eso. Las herramientas estaban afuera. Se tomaron todo el tiempo del mundo para quitarle las posibilidades de escapar. Querían que muriese de hambre y sed. Re- corrió las habitaciones en busca de algo que sirviera. Solo encontró un viejo candelabro regalo de su madre. Volvió a golpear la ventana que daba a la calle, pero luego de un tiempo notó que era imposible abrirla. No entraba la luz, así que no podía saber si había pasado mucho tiempo. Recordaba que antes del atardecer se alejaron los soldados de su casa. Así que era de noche o estaba por amanecer. Con una de las velas de cebo que tenía comenzó a buscar dentro de la casa madera para mantener encendido el fuego. No le habían de- jado ni siquiera la ropa o las frazadas de abrigo. Y las noches de Salta solían ser bajas en temperatura. En la cocina y en la habitación de los niños estaban las sillas que utilizaban cuando venían las visitas. Rompió am- bas y con esa madera encendió el fogón para mante- nerse tibia. No sabía si la rescatarían o si perecería ahí, completamente sola. No tenía miedo por sí misma. Le preocupaban sus hijos, su esposo, sus amigas, la revo- lución y Juan. Seguramente junto a Güemes estarían 169
tratando de liberar la ciudad de los invasores. Vivió con pasión cada día. Y si debía morir por su patria lo haría con la frente bien en alto. La patria merecía eso y más de sus habitantes. Podría haber tenido una vida común a la mayoría de las mujeres de la época. Casa- das, criando niños, bordando manteles y pensando solamente en la cantidad de sombreros, vestidos y guantes, pero decidió comprometerse con la causa pa- triótica. Sintió que esa era su misión y encontró en sus fieles amigas a las mejores compañeras para tamaña empresa. Revisó los estantes buscando algo para co- mer o algún jarrón que tuviese un poco de agua. Los estantes estaban vacíos. Uno a uno iba abriéndolos y descubriendo solo los restos de lo que habían sido in- gredientes para preparar los alimentos. Y cuando es- taba a punto de rendirse encontró una bolsa de las que usualmente tenían con harina o legumbres con una hogaza de pan. Comió solo un pequeño trozo y guar- dó el resto. Siguió buscando agua por toda la casa. Estaban todos los jarrones vacíos. Si la idea de Pezuela era que muriera de hambre y sed, de esa manera en pocos días lo lograría. Recordó un cuento de su padre donde un jovencito se perdía en la montaña y pasaba días sin agua ni co- mida. Su padre le contó que antes de perder las espe- ranzas justo cuando el hambre y la sed lo acuciaban comenzó a rezar. Entonces el cielo se cubrió de nubes y comenzó a llover. Agradeció a Dios y bebió toda el agua que pudo. Luego al amanecer descendió de la 170
montaña y encontró el camino de regreso a su casa. Así que con lágrimas en los ojos se hincó de rodillas en el piso y comenzó a rezar. Agradeció por los ali- mentos encontrados y puso su vida en manos de Dios a partir de ese momento. Se recostó en la cama y se quedó dormida casi inmediatamente. 171
XXIV Nunca supo qué fue lo que la despertó. La casa es- taba en completo silencio y oscuridad. La vela y el fuego se habían acabado por completo. ¿Ya sería de día? ¿O de noche? Al no entrar ni siquiera un rayo de luz era difícil poder calcular en qué hora se encon- traba. Intentó aguzar sus sentidos. Algún sonido del exterior le diera alguna pista. Pegó su oreja a la pared de la habitación y sintió ruidos de vajilla. Quizás era la hora del almuerzo. Imaginó a Toribia y Joaquina preparando los alimentos. Sintió el aroma de las em- panadas inundándolo todo. Le pareció hasta ver los niños correr con las manos llenas de harina alrededor de la mesa. Un golpe seco la volvió a la realidad. Luego fueron dos, tres, cuatro. Silencio de nuevo. Y otra vez el golpeteo seco y constante. Acercó su cara a la pared y ahí se dio cuenta. Alguien estaba golpeando la pared del otro lado. Sus vecinos eran de origen rea- lista, pero siempre fueron amables con ella y sus hijos. ¿Se habrían compadecido de su suerte? Buscó algo con que golpear la pared para que su- pieran que continuaba con vida. Uno, dos, tres golpes y esperar la respuesta. Uno, dos, tres golpes contestaron. Y luego comenzaron una sucesión de golpes por un largo rato. No podía dejar de mirar la pared y esperar ver algo más que la inmensa oscuridad que la ro- deaba. 172
Del otro lado Tomás no cesaba de golpear la pared. Si lograba abrir un pequeño hueco podrían alcanzarle alimentos y agua a la vecina. Habían esperado un par de días desde que los soldados abandonaron el lugar para comenzar a golpear la pared. Sabían que los acu- sarían de alta traición, pero no podían dejarla morir así. Toda Salta conocía el valor de esa mujer. La admi- raban y respetaban, y por eso la estaban ayudando. Juana no podía dejar de mirar la pared. Hasta que llegó el momento y una pequeña luz comenzó a ex- pandirse. Dios escuchó sus ruegos. Una pequeña luz de esperanza comenzaba a inundarlo todo. Aún no se había escrito la historia por completo. Todavía existía la posibilidad de salir de allí y seguir luchando por la patria. Las lágrimas comenzaron a correr por sus me- jillas. Volvería a ver sus hijos, sus amigas, su esposo, su Salta querida. Dios le estaba dando otra oportuni- dad. Pezuela y el encierro solo la prepararon para la segunda etapa. 173
XXV La luz invadió todo, primero tímidamente y luego en su máximo esplendor. Cuando los vecinos termi- naron de horadar la pared le alcanzaron comida y agua. Tomás no podía más con la emoción que sentía en su pecho. ¡Estaba viva! ¡Contra todos los pronósti- cos lo habían logrado! Juana les agradeció su ayuda. Sin su intervención habría perecido ahí de hambre y sed. Tomás y su familia todos los días le alcanzaban además del alimento, velas de cebo y le traían noticias del exterior. Era una manera de seguir presente en la batalla desde las sombras, cuando todos la creían ven- cida, ella renacía como el fénix desde las cenizas. Lo único que lamentaba era no poder comunicarse con su familia y sus amigas. Sus vecinos le contaron que to- das estaban siendo vigiladas porque se sospechaba de ellas, pero no tenían la certeza plena de que tuviesen alguna vinculación con las espías que ayudaban a Güemes. Sabían que estaban en todos lados. Que sus ojos y oídos siempre obtenían alguna información para llevar a los patriotas. A veces en las situaciones más simples y cotidianas estaban mezcladas sus intri- gas y mensajes. Era bien sabido por todos, que no so- lamente los gauchos participaban en las batallas. Tuvo que conformarse con recibir alimentos y alguna que otra información de sus vecinos. No podía arriesgar la vida de las personas que la habían salvado. Conocía muy bien a Pezuela y sabía cómo procedería ante una 174
situación así. Todas las noches al acostarse luego de rezar sus oraciones le pedía a Dios que los patriotas liberaran Salta. Gracias a la abertura en la pared y a las conversa- ciones que mantenía con Tomás pudo saber en qué fe- cha se encontraba. Solo habían pasado ocho días de que la emparedaran a su casa. A los cuatro días logra- ron abrir el boquete en la pared. Deseaba desespera- damente darse un baño, pero no podían pasarle tantas cosas por el agujero. Cada tanto le alcanzaban un tra- po húmedo para que se asee, ropa para que se cambie y retiraban las usadas. Y los meses desde que la em- paredaron fueron pasando sin que nadie la liberara de su tormento. El encierro no amilanó en nada su coraje, su valentía y sus deseos de seguir luchando por la patria. Sabía que el hermano de Macacha estaba a cargo del Ejército del Norte y que a su lado luchaba el Marqués de Yaví. A veces charlaba por las tardes con Tomás por el boquete de la pared y le contaba sus aventuras como espía, le hablaba de sus amigas, de cómo se infiltraban en las fuerzas enemigas, como averiguaban y llevaban información vestidas de coyas o simples campesinas, como se turnaban en las tareas simples y en las com- plicadas. Al joven se le llenaban los ojos de emoción. Estaba al lado de una heroína, una mujer dispuesta a todo por la patria. Aunque su origen los separaba él no podía negar la admiración que crecía en su interior. La salteña poseía un brillo especial en la mirada, un 175
fuego que encendía todo a su paso, una fuerza arrasa- dora para conseguir objetivos. Y además era una mu- jer capaz de brindar su amor a manos llenas a sus se- res queridos. Le contó con detalle sobre sus niños y la ternura que le inspiraban esos brazos amarrados a su cintura, esos besitos húmedos en las mejillas, esas ma- nitos frías y sus mejillas sonrojadas de tanto correr por el patio para que no los alcanzara cuando jugaban a la mancha o la escondida. Y así el tiempo que permane- ció encerrada se convirtió en una bendición. La gue- rrera parecía haber hecho una pausa para retomar fuerzas, una especie de introspección en sí misma y en sus recuerdos. Solo durante las noches, las horas se volvían eternas. Sus pensamientos viajaban entre el Marqués de Yaví y Jerónimo López. A veces se recri- minaba sus sentimientos y otras se convencía a sí mis- ma que de ninguna manera podía evitar lo que sentía. Después de todo además de espía, esposa y madre era una mujer que intentó cubrir sus sentimientos con una coraza para que nadie supiese lo que pasaba en su interior. Pero tenía tiempo para pensar y rememorar todo lo sucedido. Solo le quedaba eso entre las cuatro paredes que conformaban su prisión. Mientras tanto, el ejército al mando de Martín Mi- guel de Güemes entraba a la ciudad para expulsar a los realistas y liberarla. 176
XXVI Las voces provenientes del exterior la despertaron. Se acercó al hueco de la pared para poder ver qué su- cedía afuera. No lograba ver ni a Tomás ni al resto de la familia. Escuchaba voces y gritos, pero completa- mente inentendibles. De pronto lo vio. Ese rostro lo reconocería entre millones de personas. Juan. Siempre Juan en su vida. Y ahora venía a rescatarla. Vestía el uniforme de los Infernales de Güemes, gallardo, va- liente, maravillosamente hermoso y pleno de juven- tud. Su corazón comenzó a agitarse alocadamente, pa- recía que en un segundo todo estuviese transcu- rriendo ante sus ojos. Aquello que había unido sus vi- das estaba ahí detrás de esa pared. Moría por besarlo, porque su cuerpo fuerte la cubriese de caricias. Ya nada importaba solo su presencia lo inundaba todo. Juan caminaba a paso firme corriendo lo que encon- traba a su paso, buscando algo que le permitiese abrir una de las puertas de la casa. Dudaba si ella conti- nuaba con vida, sin embargo, debía sacarla de allí. Llamó a un grupo de soldados que rápidamente con un tronco enorme comenzaron a intentar derribar la puerta. Tomaban envión y arremetían contra la mis- ma una y otra vez con más fuerza. A los pocos mi- nutos la puerta cedió y pudieron entrar. Juana a un costado de la habitación esperaba verlo llegar. Y sus ojos oscuros encontraron la verdad en los ojos del marqués. Corrió a su encuentro, se colgó de 177
su cuello y se fundieron en un beso imponente, inva- sivo, poderoso que en un instante borró la ausencia, el miedo, el dolor. Ninguno de los dos miró el lugar, ni cómo se encontraba en ese momento con el vestido raído y sucio. Solo el amor flotaba en el aire en brazos de los amantes que al fin se habían reencontrado. Es- tuvieron así hasta que uno de los oficiales que acom- pañaba a Juan comenzó a toser para que noten que es- taba ahí parado observándolos. Tenía entendido que a quien iban a rescatar era la esposa del Coronel Jeró- nimo López, así que no se explicaba porque estaba en brazos de otro tan dispuesta. Quizás una parte de la historia no se la habían contado. De esto obviamente no hablaría con nadie. Su General y la patria estaban primero que cualquier otro asunto de polleras. Juana y Juan se separaron por un momento. Ella acomodó su ropa. 178
XXVII Juan tomó la mano de Juana y la condujo hacia la otra habitación. Ella estaba muy delgada, parecía la sombra de la mujer que conoció. Juana ocultaba sus manitos entre la tela del viejo vestido raído y sucio. No quería que la viera así, tampoco tenía opciones. El notó su preocupación, rápidamente la acompañó para que pudiera darse un baño y cambiarse la ropa. Le pi- dió a los soldados que consiguieran comida para que se alimentara bien antes de llevarla con su familia. Ha- bían logrado arrebatarle la plaza nuevamente a Pe- zuela y liberado a Juana Moro. Solo podían quedarse unos días. Pero trataría de aprovechar cada segundo con ella. Con esa mujer que le enseñó a mirar las cosas de modo diferente, esa mujer que le hizo deponer las armas y luchar lado a lado de su primo Güemes. Deseaba pedirle que se fuera con él, sabía que eso era un imposible. Sus hijos, sus amigas, su lucha, su es- poso estaban en Salta. Parecía que cada raíz, cada pie- dra del camino la ataba a esas montañas, a su gente. Los soldados calentaron agua en un brasero y le pi- dieron a una mujer que vivía en la casa vecina que le ayude a la mujer rescatada a bañarse y cambiarse. En un primer momento la mujer protestó, luego al ver a Juana decidió ayudarla. Corrió a su casa a buscarle unas ropas, algo para secarle el cuerpo y entró en la habitación donde la mujer la esperaba. Juan las dejó a 179
solas con el corazón repleto de preocupaciones. Es- tuvo varios meses emparedada. Gracias a la buena vo- luntad de los vecinos que horadaron la pared recibió agua y alimentos. Si no hubiese sido por ellos habría muerto allí. De solo pensarlo se le encogía el corazón. Sabía que detener a Juana era muy difícil. Hoy estaba agotada físicamente, pero en cuanto repusiese sus fuerzas volvería a retomar su posición junto a sus compañeras. Macacha Güemes y el resto de las espías seguían colaborando con la causa patriota. Ella no haría me- nos. Daba su vida sin un atisbo de miedo siquiera. Juana volvería nuevamente al fragor de la batalla, aun cuando la persiguieran los realistas por toda Salta. Desde que descubrió la verdad sobre su identidad la amaba más. Una mujer como ella no se podía olvidar ni cuando resonaban los cañones y los sables afilados se incrustaban en la carne. Una mujer como ella, que- daba grabada a sangre y fuego en el alma. 180
XXVIII Bañada, cambiada y peinada esperaba en la habita- ción. El vestido que le prestaron le quedaba holgado. No sentía esa presión en el pecho que le quitaba el aire cada vez que le ajustaban antaño las tiras del corsé. Se pellizcó las mejillas tratando de infundirles un poco de color para no parecer tan pálida. Sabía que él la es- peraba detrás de la puerta y eso la ponía alegre y ner- viosa a la vez. Deseaba abrazarlo con todas sus fuer- zas, agradecerle que regresara a rescatarla y devol- verla a la vida, a poder ver a sus hijitos de nuevo, a sus amigas. Tomó coraje y abrió la puerta. Él también la esperaba nervioso, caminando de una punta a la otra de la sala. Se acercó suavemente. Le tapó los ojos con las manos mientras le decía: —Marqués. ¿Recuerda quién soy yo? —Podría reconocerla a miles de leguas. Usted sabe que mis sentimientos siempre me llevan hacia donde esté su merced. No puedo ni quiero evitar ir a su en- cuentro. —Pensé que me había olvidado, o que, quizás me creía muerta. —En un principio casi lo creí, pero luego me llega- ron noticias de que seguía cautiva y con vida. Los ve- cinos habían notado algo extraño en la familia lindera. Y entonces envié a alguien de visita a que confirmara mis sospechas. —¿Y qué le dijeron? 181
—Me dijeron que los vecinos estaban nerviosos con la visita y que a toda costa pretendían que el visitante se marche rápido y ahí lo supe: seguía con vida mi bien. —No sabe las noches que he rogado a Dios me per- mita volver a ver el sol, a usted, a mis hijos, mis ami- gas. —¿Y a su esposo también? —A Jerónimo también. —¿Lo quiere tanto como a mí? —No necesita preguntarlo. —Sí, lo necesito. Quiero que venga conmigo. Si quiere traer a los niños prometo ser un buen padre, pero no quiero separarme nunca más de Usted en la vida. —No puedo hacer eso, aunque mi corazón me lo pida. —¿Y por qué no puede hacerlo? Estuvo a punto de morir. ¿Eso no le basta? —Porque me debo a mi patria antes que a nada en el mundo. No me pida eso. Disfrutemos este tiempo que nos regala la vida hasta que Usted deba partir. Usted también tiene una misión Juan. Tiene que ayu- darle a Güemes a expulsar los realistas de una buena vez. —No puedo aceptarlo porque la amo con el alma, con los poros, con mi respiración. ¿No lo entiende Juana? 182
Y como ya no aguantó más la aferró por la cintura y le comió esos labios que había extrañado tanto. Ella se dejó llevar por su corazón y correspondió el beso mientras sus manos se aferraban a su cuello y acari- ciaban su pelo. Sentía el deseo que iba derribándolo todo a su paso, borrando la voluntad, dejando inerte la decisión que habían manifestado con palabras. Mo- ría por entregarse, por ser amada, por disfrutar ese momento íntimo de pasión entre cuatro paredes. Sa- bía que sería la última vez, que esta era la despedida de ese amor que encontró en medio del fragor de la batalla cuando su nombre era Rosaura y estaba sedu- ciendo al General opositor, a Juan José Feliciano Fer- nández Campero (Marqués de Yaví). La pasión quitó todos sus resquemores, cerraron la puerta de la habi- tación y se volvieron uno. Era una mezcla de amor, pasión, dolor y anuncio de la partida. Pero ya no po- dían luchar más consigo mismos. Y así los encontró el nuevo día. 183
XXIX El sol comenzó a entrar a raudales por la ventana. Miró a su lado. Juan ya no estaba. Una corta misiva le dio la respuesta. Se había ido para siempre. Quizás esa fuese la mejor decisión que alguien haya tomado por ella. Aún le quedaban en su cuerpo los restos de la pa- sión nocturna y su aroma se mezclaba con su piel. Solo eso quedaba al final. Se levantó, vistió, acomodó el ca- bello y salió de la habitación. En toda la casa no había nadie. Salió afuera. La ciudad parecía dormir. Las huellas de los cascos de los caballos en la calle de tierra, de- mostraban hacia donde se habían dirigido. Caminó rápidamente hasta la casa de su amiga Macacha. Ne- cesitaba saber de sus hijos, de su familia. Luego deci- diría qué hacer. No sabía cuántos días había estado encerrada. Ni tenía noticias de ellos. Sabía lo que po- día esperar de Pezuela, no le temblaba el pulso. Cuan- do iba llegando a la casa. Escuchó voces… Miró por un ventanal y las vio. Todas estaban allí discutiendo las acciones a seguir. Macacha era quien conducía la charla. En un rincón Toribia, escuchaba mientras cada tanto lanzaba un suspiro al aire. ¿Qué le estaría pasando a esa niña? Normalmente era un poco distraída, pero ahora pa- recía estar triste. Para no asustarlas entró a la casa por donde siempre lo hacía. Así sabrían que era de con- fianza o por lo menos alguien conocido. Entró al salón 184
enfundada en un poncho que le cubría el cuerpo y parte del rostro. De pronto dejaron de hablar al ver a la extraña. Macacha sigilosamente se agachó para sa- car un puñal que ocultaba en las botas. Y cuando es- taba acercándose a la visita, esta se descubrió el rostro dejándolas a todas de una pieza. Juana Moro estaba ahí. Un poco más delgada, quizás, pero ahí estaba de nuevo. Vivita y coleando, aunque la hubiesen creído muerta. Macacha tiró el cuchillo al suelo y corrió a abrazarla. Lo mismo hicieron las demás. Toribia llo- raba de emoción. ¡Estaba viva! Los realistas no la pu- dieron matar. Cuando se calmaron, Juana les contó lo sucedido y que el marqués de Yaví la había liberado. De pronto giró el rostro hacia Toribia y preguntó: —¿Dónde están los niños? —Están en la casa de mi prima jugando. Si quieres ahora mismo voy por ellos. —¿Están bien? —Sí, Juana. Los primeros días lloraron mucho. No se cansaban de preguntar cuándo llegarías a la casa y ya no sabíamos qué decirles… —Mis chiquitos… ¡Cuánto deben haber sufrido! Gracias Toribia por haberlos cuidado amiga. ¿Se sabe algo de Jerónimo? ¿Sigue en el frente? —Sí, aún no han regresado. La mayoría va a unirse a Güemes y a seguir luchando en todos los frentes contra el invasor. 185
Celedonia que hasta ese momento no musitó pala- bra alguna, preguntó: —¿Qué vamos a hacer ahora Juana? —Eso ni se pregunta, amiga mía. Vamos a hacer lo que hicimos siempre desde que tenemos uso de razón. Seguir luchando. —¿Y no tienes miedo de morir? —Claro que lo tengo, pero no voy a dejarles ganar la batalla así de fácil. Ellos piensan que nos amedren- taron, que ya nos vencieron, pero con estas salteñas no les va a ser tan fácil. Esto recién comienza. Dijo esto con tanta seguridad que las demás sintie- ron su fuerza. Esa magia interior arrolladora que vol- vía todo posible. 186
XXX —¡Mamita! ¡Mamita! —gritaron al unísono Sera- fina, Bernabé y Ramón mientras se abrazaban a su ma- dre. Juana rompió a llorar con todas sus fuerzas. Dios le había permitido ver de nuevo a sus seres amados. Y estaba muy emocionada por ello. Acarició sus cabe- llos, los fue mirando de hito en hito para no perder detalle alguno de sus rostros, sus manitas pequeñas. Serafina no podía parar de acariciarle el cabello como si de esa manera se garantizara la eternidad de su ma- dre. Bernabé y Ramón luego de mirarla bien volvieron a comportarse como siempre. Comenzaron a correr en círculos y a jugar de nuevo a la mancha. La casa se llenó de risas nuevamente que retumbaban por toda la galería. Estaba en su hogar, protegida y repleta del amor de su familia. De Jerónimo sabía poco y nada. Deseaba con todo su corazón que estuviese bien. Am- bos sabían lo que arriesgaban por defender la patria del invasor. Y no se arrepentían de luchar. Algún día sus hijos y los hijos de sus hijos poblarían esa tierra que tanta sangre estaba costándole a los salteños. Daba todo por verlos crecer libres en una patria noble y soberana. Sin las órdenes de un rey extranjero. Pen- saba en eso cuando Toribia la sacó de sus pensamien- tos diciendo: —Te extrañaron mucho, Juana. 187
—Yo también los extrañé Toribia, a cada uno de Us- tedes. —Te creímos muerta. —Lo entiendo. Era lógico que pensaran eso. —Él nunca se resignó y volvió a salvarte. —Sí, Toribia, y se llevó mi corazón con él. —¿Sabes a dónde fue? —A unirse a las fuerzas de Güemes. Me pidió que nos fuéramos a otro lugar, juntos, que lo acompañe con mis hijos. Y no acepté. No podía. —Y se te rompió el alma. —En dos mi amiga, pero ese es nuestro destino. —Es sumamente injusto. Diste mucho a la patria y por ella debes dejar ir al hombre que amas… —Sí mi amiga y todo sacrificio es poco por mi tie- rra. Algún día alguien recordará lo que hicimos las mujeres salteñas. Y nuestro nombre retumbará entre los cerros por las noches. Y no se ponga triste, que acabo de volver con más fuerzas que nunca para ven- cer al invasor. Esta batalla recién comienza Toribia. Secó sus lágrimas y se dirigió nuevamente a la sala para organizar las nuevas escaramuzas. Debían apro- vechar el momento. Macacha comentó que le faltaban provisiones al enemigo y esa era una buena excusa para poder infiltrarse. Debían saber a ciencia cierta qué cantidad de municiones tenían, cuántos soldados eran, en qué estado de salud se encontraban. Después debían enviar un chasque con esos datos precisos a los patriotas. 188
—Una cosa a la vez —dijo Juana—. Debemos tener la plena seguridad de la información ya que de ello dependen las vidas de nuestros hombres. ¿Alguien tuvo noticias del frente de batalla? —Ninguna Juana y eso nos tiene inmersas en la preocupación. Versiones diversas se escuchan en to- dos lados. Algunos creen que los nuestros han sido vencidos. Otros dicen que en los próximos días llega- rán a la ciudad con las buenas nuevas. La esposa del General Arenales está bastante angustiada y teme por su vida. —Mañana temprano prepararemos pan, cascarilla y alforjas repletas de coca para llevar a los invasores. Un grupo se quedará cuidando la casa y mis peque- ños, el otro partirá conmigo al atardecer. Toribia, por favor encárgate de conseguirnos ropa bastante deste- ñida y unos sombreros de vicuña que ayuden a ocul- tar un poco nuestro rostro para que no nos identifi- quen. Debemos recabar información antes del amane- cer sin que sospechen de nosotras. En cuanto a nues- tro ejército, nos ocuparemos de eso después. Paso a paso señoras, para no caer en manos del enemigo. Celedonia, María Petrona y Macacha eran las elegi- das para acompañar a Juana en la tarea más arries- gada. Las demás debían cuidar a los pequeños y estar atentas a los movimientos en la ciudad, cualquier cosa extraña, debía ser tomada en cuenta. A falta de varo- nes, que estaban en plena batalla, tuvieron que apren- der a cuidarse solas, apoyarse unas a otras, secarse las 189
lágrimas y salir a dar pelea. En esa tierra repleta de montañas, cerros, arroyos y viento, el perfume de las espías y su valor se entremezclaba con su fuerza, su impronta, su amor por la patria. 190
XXXI El sol se abrió paso entre las nubes. En la casa se escuchaban las voces, pisadas que iban y venían de un lado al otro. Manos que amasaban, ma- nos que bordaban, manos que eran capaces de acari- ciar y empuñar un arma. Juntas eran poderosas, eran invencibles, eficaces, mortales como la punta de lanza del indio, sigilosas, cautelosas se abrían paso en un mundo de hombres para participar de la gesta patrió- tica, para recuperar el territorio del invasor. Atrás ha- bían quedado aquellos sueños donde solo pensaban en casarse y formar una familia. Ahora eran parte de un ideal mayor y eso las volvía guerreras, las mejores de su clase. Juana estaba orgullosa de cada una de ellas. Sabía que podía confiar en ellas a ojos cerrados. No tenía miedo de ser apresada. Solo quería poder ayudar a los patriotas. Sentía que el tiempo empare- dada lo había perdido, pero estaba de regreso y con más ganas que nunca de luchar por sus ideales. Ya era hora de sacar a los realistas de una vez por todas de Salta. Siguieron en sus tareas hasta que todo estuvo listo al fin. Luego cada una se dirigió a su casa hasta que llegara el momento de poner el plan en marcha. Ella aprovechó para bañar a sus niños mientras To- ribia preparaba la cena. Bernabé sospechaba que algo estaba por suceder, sentía que algo estaba en el aire. Algo no parecía estar del todo bien. Su mamá vio un 191
brillito en sus ojos que lo delató, entonces, lo abrazó fuerte y le dijo: —Hijo, no temas. Estaré bien. Lucho por la patria, para ayudar a tu padre y los soldados. —¿Y si te pierdo nuevamente? —Nunca me perderás. Siempre estaré junto a ti de la forma que sea. Te lo prometo. Ahora a cenar que mañana tienes muchas tareas por hacer. Debes ayu- darle a Toribia con tus hermanos y portarte muy bien. Tienes que ser todo un caballero. Lo alzó en sus brazos y se dirigieron al comedor. Serafina y Ramón esperaban sentaditos que llegara su madre para cenar. Ninguno notó la mirada cómplice de Bernabé y Juana. Era ese lazo inquebrantable de madre-hijo, capaz de vencer todo, incluyendo el miedo a la muerte. Durante la cena los niños le contaron las cosas que habían descubierto en su ausencia. No dejaron ningún detalle de lado, las veces que Toribia los corría por la casa para que se dieran un baño o cuando Ramón por treparse a un árbol se lastimó la rodilla. Y las risas volvieron a escucharse en la casa. La vida les devolvía un instante maravilloso de felicidad y ternura. Luego con la ayuda de su amiga los llevó hasta su habitación y los acostó en su cama. Arropó sus cuerpitos y se recostó junto a ellos. En tan solo unas horas debería marcharse a cumplir su cometido. Agradeció a Dios por permitirle disfrutar ese momento junto a sus hijos y le pidió que la guie en su camino. Los abrazó con ternura y se quedó completamente dormida. 192
XXXII Juan la abrazaba fuerte hasta hacerle doler el cuerpo. Y no podía resistirse, era como un huracán que todo arrasaba a su paso. La pasión que sentían ambos los obligaba a estar juntos, como si toda la vida hubiese sido así. Su corazón ya no le pertenecía. Sus pensamientos eran de otro. Su cuerpo y su alma te- nían nuevo dueño. Ya no importaba la ausencia, las obligaciones sociales ni morales. Todo empezaba y culminaba en ese amor que nació en medio de la bata- lla. Y ella ya no podía negarse, ya no le quedaban ar- gumentos para esgrimir ante ese maravilloso senti- miento. Una voz a lo lejos la sacó de los brazos del amante para regresarla a la realidad y mostrarle que solo había sido un sueño. Toribia la llamaba para que se levantara. Aún no amanecía. Macacha, Celedonia y María Petrona hacía rato que la esperaban en la cocina. Se levantó y vistió de coya para pasar inadvertida entre los soldados. Rápidamente junto a sus amigas se despidieron de Toribia y partieron hacia donde esta- ban apostados los invasores. Cada una llevaba ade- más en un bolsillo interno de la pollera una mazorca de maíz para poder desgranar los granos mientras contaban el armamento la cantidad de soldados. De- bían tener la mayor cantidad de datos posibles para informarle a Güemes. Circulaban rumores en la ciu- 193
dad al respecto. Algunos decían que estaban sin ali- mentos, otros que estaban diezmados por la fiebre y los más audaces manifestaban que cada vez tenía más desertores. Era importante determinar qué era cierto y qué era parte de la comidilla de la gente del pueblo. Luego, ubicar a los patriotas. Hacía tiempo que no re- cibían noticias del frente. La esposa del General Álva- rez de Arenales era la más inquieta al respecto. De eso se ocuparían después. No podían distraerse de lo que las ocupaba en ese momento. Caminaron en silencio por las calles de Salta hasta llegar a la entrada de la ciudad donde estaban aposta- dos los invasores. Se dividieron en dos grupos y se fueron acercando sin hacer ruido. Algunos dormían apoyados en sus fusiles, otros tosían y parecían estar dos soldados de guardia. Juana vio el estado calami- toso en que se encontraban. Realmente se los veía mal, con hambre y enfermos. Una llegada imprevista de los patriotas acabaría con ellos en un instante. En una tienda de campaña custodiada por soldados, seguramente dormía el General La Hera. Si tan solo hubiese sospechado que ella y sus bandoleras, como las llamaban a veces, estaban al alcance de su mano, no habría dudado un segundo en capturarlas. Pero esta vez no tendría ese gusto. En silencio salieron del campamento de la misma forma que habían ingresado. Un soldado se movía en el suelo, parecía estar a punto de despertarse. Solo giró su cuerpo y siguió dur- miendo. Caminaron casi en puntillas de pie y luego 194
cuando estuvieron bastante alejadas comenzaron a correr. Llegaron a la casa de Juana, se descalzaron antes de entrar y sigilosamente ingresaron a la cocina por la parte trasera de la misma. Toribia y los niños aún dormían. Se cambiaron las ropas, metieron todo en una canasta y cada una se marchó para su casa. Por la tarde se reunirían con las demás para compartir las noticias y decidir el próximo paso. Juana aprovechó que los pequeños dormían para preparar un rico arroz con le- che para cuando despertaran. A veces la vida le daba unos momentos de tregua para disfrutar con sus pe- queños. No sabía cuándo llegaría el fin, sin embargo, comprendía que mientras tuviera vida sus dos grandes amores eran sus hijos y la patria. Era el turno de ocuparse de sus niños, de darles amor y contención, de enseñarles la importancia de ser independientes y soberanos, de mostrarles que a la patria se la defiende desde la cuna misma hasta el último respiro. Que sin motivación y lucha todo es en vano. De pronto escuchó la voz de Serafina, Bernabé y Ramón cada vez más cerca. Sonrió. Y los ojos repletos de dulzura empañaron las pestañas con lágrimas de emoción. Era hermoso verlos jugar y corretear por la casa. Por ellos y para ellos debía cada paso que daba con sus bandoleras. Algún día las generaciones venideras podrían disfrutar un nuevo país, sin reyes dominantes, una nación dueña y soberana. Esa nación por la que luchaban los patrio- tas, esa que el 25 de Mayo de 1810 decidió cambiar la historia y dar una vuelta de página. 195
XXXIII La guerra gaucha o guerra de republiquetas realizada por Güemes, sus Infernales, las Bomberas y todo aquel que sintiese la sangre patriota correr entre sus venas, fueron diezmando las fuerzas realistas. El éxodo jujeño había sido el inicio, los ataques constantes y retiradas, eran el desarrollo de una guerra que no daba tregua. Durante todo este período y hasta muy avanzada edad, Juana siguió luchando con todas sus fuerzas contra el enemigo. Sus ojitos brillaban cuando estaba inmersa en la batalla, cuando burlaba al enemigo. Nunca traicionó a su patria ni rebeló la información que poseía. Por eso nació esta novela, basada en hechos reales, históricos y en el mito que aún murmuran los cerros. La leyenda de las bomberas está en el viento, es una voz que nos invita a las mujeres de este tiempo a seguir luchando por lo que creemos, por lo que soñamos. No permitamos que esos valores decaigan, que su mensaje de esperanza, de fe, de valor se siga replicando, una y otra vez hasta la eternidad. —¿Madre, Usted cree que alguna vez fue feliz Juana? —preguntó Mercedes a su abuela Tomasa. —Seguramente, mi niña, ella amaba su tierra, su gente y todo lo que significaba. Por encima de todas las cosas estaba su amor por la patria, por lo que es nuestro. Ese es su legado. Ahora mejor, ayúdeme a entrar la ropa de la cuerda. Está soplando el viento, parece que se viene una tormenta. 196
EPÍLOGO Me parece importante diferenciar la historia pro- piamente dicha de la creatividad. Juana Moro de Ló- pez y sus bomberas, existieron. Las batallas nombra- das sucedieron. Pero algunos personajes como Toribia, y el desarro- llo de sus planes para infiltrarse, la historia de amor entre Juana Moro y el Marqués de Yavi, las cartas en- tre Belgrano y Juana; son producto de mi imaginación como autora, traté de interpretar la historia y narrarla de una manera más simple, humildemente quise ha- cer más reales a nuestros héroes y heroínas. Siempre desde el respeto, desde el amor a cada uno de ellos y desde el orgullo de sentirme argentina. Puedo decir que en algunos instantes me sentí al lado de Juana, sintiendo sus temores y su valentía. Y en otras estuve palpitando el fragor de la batalla, escuchando el sonar de los cañones, los gritos de guerra, el cruce de las es- padas. Con sus resultados positivos y negativos, traté de mostrar a mis lectores, que la patria no tuvo única- mente grandes hombres, tuvo mujeres grandiosas, poderosas, temibles, invencibles. Y me pareció bueno traerla de regreso, del olvido de los libros, de esos minúsculos renglones de la his- toria, para verla de nuevo de pie, valiente, poderosa, inquebrantable.
Información importante sobre nuestras bomberas María Loreto Sánchez Peón de Frías era de una fina y delicada belleza donde contrastaban sus cabe- llos oscuros con sus ojos claros, verdes casi grises. La esmerada educación que le habían prodigado sus pa- dres estaba en franca oposición con su tarea dentro de las llamadas “bomberas” o “espías”. Su habilidad y destreza para montar a caballo, la convertían en una espía valerosa y fiel correo de los patriotas en medio de la guerra. Como también era habilidosa cocinera utilizaba sus dones para poder infiltrarse como ven- dedora entre los enemigos. No tenía miedo alguno al disfrazarse para poder cumplir con su cometido y sus fieles criados la secundaban en cuanta tarea debiera realizar. Gertrudis Medeiros, era hija del Dr. José de Medei- ros, Oidor de la Real Audiencia de Bs. As. y de Salta, Gobernador de la Intendencia de Salta y del Tucumán, y de Gerónima de Iriarte y de la Cámara, hija del Maestre de Campo. A los diecinueve años se había ca- sado con Juan José Fernández Cornejo, Comandante del Fuerte del Río del Valle, fiel adherente a la causa patriótica. Contagia con su espíritu a toda su familia y colabora con la causa aportando animales y granos. Luego de la Batalla de Huaqui, su esposo muere súbi- tamente y ella sola con sus tres hijos. Por un tiempo se refugia en Campo Santo en Salta, luego con el avance realista debe recluirse en la Quinta de Medeiros.
Desde allí colabora en todo lo que puede con la resis- tencia, intercepta los correos y se encarga de enviar la información a los patriotas. Celedonia Pacheco y Melo, mujer hermosa, nota- ble, formaba parte de la clase alta salteña, acérrima de- fensora de los ideales patriotas, de largo cabello os- curo que siempre llevaba recogido sobre su cabeza, ojos pequeños que todo lo averiguaban, inquisidores, era la más meticulosa de todas en cuanto a los detalles de cada operación organizada por las bandoleras como las llamaban en Salta. Magdalena Güemes (Macacha) era además de la hermana de Martín Miguel de Güemes, hija de una fa- milia de hacendados y funcionarios realistas quien desde muy joven adhiere a la causa patriótica y se con- vierte en un apoyo importante en la guerra gaucha aportando desde uniformes para la tropa como su ayuda interceptando toda la información del enemi- go, agregando a las fuerzas patriotas a los gauchos que la seguían fielmente. La apodaban la madre de la patria, tenía una fuerza y una belleza imponente. Su cabello rubio, tez pálida, alta, de postura erguida y ojos claros, profundos hacían que más de uno cayera a sus pies. Sabía montar a caballo con destreza, mon- taba en pelo a la usanza indígena. La llamaban “Ma- drecita de los pobres”. Juana Manuela Torino de Viana y Sánchez Zam- brano era hija de Manuel Torino de Viana y Loza y de Ángela Sánchez Zambrano. Bella, de ojos almendra y
cabellos oscuros. Muy joven se casó con el Oidor del Cabildo de Salta, Don José Manuel de Acevedo y Gon- zález. Al poco tiempo dio a luz a su primer hijo Ma- nuel Antonio Acevedo. Cuando enviudó volvió a ca- sarse y tuvo tres hijos más: Prudencio José, María Rosa y Ladislao. Su esposo además de ser comerciante, fue elegido diputado en Salta del Consulado de Bs. As., tiempo después lo nombraron Alcalde del Cabildo de Salta. Por un tiempo adhirió a la causa luego se puso a favor de los realistas y en contra de Juana Manuela, de Manuel Antonio y de Prudencio José, defensores acérrimos de los ideales patrióticos. Nada impidió que Juana Manuela Torino luchara por sus ideales ni colaborara en el espionaje a las fuer- zas ocupantes. Estaba en su sangre la lucha por lo nuestro, por la libertad. María Petrona Arias, hija del Coronel Agustín Arias Rengell y de Vicenta Cruz y Martínez Sáenz. Apodada “La china”. De rostro tostado por el sol, ojos grandes, oscuros, capaces de darse cuenta de todo con solo una mirada. Diestra jinete, era quien atravesaba las filas enemigas llevando la correspondencia secreta a los jefes patriotas. Formaba parte del grupo de las damas salteñas que resistían al invasor. Martina Silva de Gurruchaga, hija de Don Marce- lino Miguel de Silva, Secretario del Tribunal de la Real Audiencia de Salta. En 1810 se casó con Don José Fruc-
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