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UNA CENA NAVIDEÑA _ SILVIA CARÚS

Published by Gunrag Sigh, 2022-12-20 21:32:02

Description: UNA CENA NAVIDEÑA _ SILVIA CARÚS

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Una cena navideña SILVIA CARÚS

Carus, Silvia Una cena navideña / Silvia Carus. - 1a ed. - Longchamps : LENÚ, 2022. 136 p. ; 20 x 14 cm. ISBN 978-987-4983-98-5 1. Novelas. I. Título. CDD 863 Título original: “Una cena navideña” Novela © Silvia Carús Contacto con la autora: Fan Page @silviacarusescritora Instagram @Silviavazquezcarus8 Primera edición diciembre 2022 Editorial Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook / Instagram: @EdicionesLenu Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, así como el vocabulario utilizado en todo el texto, se respetaron los gustos y deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

La navidad es tiempo de unión, de compartir en fa- milia, de sacar los adornos navideños para decorar con esmero, las casas, las calles y los monumentos. De intercambiar regalos con ilusión y alegría. Las familias y los amigos se reúnen alrededor de una comida abundante y se ofrecen los mejores de- seos para el año siguiente…



INTRODUCCIÓN Los rápidos pasos se extendían alrededor de las blancas aceras, muchas personas apuraban su paso al verse pronto descubiertos por la inminente llegada de la nochebuena, comprando de manera atolondra- da los distintos regalos que serían entregados al tocar las doce campanadas de esa misma noche. Padres preocupados al ver los juguetes ausentarse en las distintas estanterías de las diversas juguete- rías, madres alteradas al ver la ausencia o los precios elevados de los diversos ingredientes entre ellos el tan afamado lechón. Niños exigiendo o pidiendo de manera amable a su tan amado e inexistente hombre de rojo un montón de juguetes que sus padres al final no alcanzarán a traer o mucho menos pagar. Una pronta víspera acercándose, niños jugando entre las tapizadas veredas creando muñecos, pe- leando entre proyectiles, soltando estridentes carca- jadas y memorando recuerdos que pronto se borra- rían en la bruma de la edad.

La víspera de navidad, suele ser ajetreada, espe- rada e incluso muy cara, la víspera de navidad trata de demostrar una unión, una unión que tal vez no su- cede ni de cerca en el resto del año.

CAPÍTULO I LA FAMILIA HIERRO 1 El trabajo en el bufete de abogados había culmi- nado hacía más de dos semanas, ahora los Rajado se estaban preparando para festejar su festividad fa- vorita del año: la navidad. Cecilia estaba terminando de hacer su equipaje, y el de su familia, y Víctor comenzó a preocuparse por el viaje. —¿Mamá, de verdad tengo que ir a casa de los abuelos? —Sí Víctor, es navidad y como es lógico toda la familia debe estar unida. Víctor no preguntó nada más, se dirigió a la cocina y terminó su desayuno. Apenas probó bocado, era de- masiado temprano como para que alguien quisiera comer algo, después volvió a su habitación a recoger algunas cosas que le faltaban. Poco minutos más tarde viajaban en coche, un clá- sico rojo metalizado, desde Madrid hacia Burgos 9

donde como cada año se reuniría toda la familia de Cecilia en casa de su madre Carmen. Víctor, con los auriculares de su móvil puestos, se aisló del mundo y solo pensaba en él, en lo que pasa- ría en casa de sus abuelos sin tecnología… Su madre, algo molesta, le pidió que le entregase el aparato: —Víctor, dame el móvil, por favor. —¿Qué…? —preguntó incrédulo—, no, no te lo daré y además tú para que lo quieres si ni siquiera tenemos internet. —Víctor, por favor, hijo obedece. —Papá, dile algo a mamá, me está poniendo de los niervos. —Víctor, obedece a tu madre y dale el móvil. Me gustaría tener un viaje tranquilo, claro, si es posible. Víctor respiró profundamente y le entregó el móvil a su madre. —¿Ya estás contenta? Pues bien espero que lo cuides como si fuera nuevo. —Víctor, hijo no es para tanto, es solo un móvil — dijo ahora complacida—, y si quieres sacar fotos pue- des usar la cámara que te regalamos por tu cumplea- 10

ños, hace unos meses. Pero, nada de música, de jue- gos, de videos o chats. ¿De acuerdo? —le indicó su madre sarcásticamente. —Sí… Sí… claro qué bien, qué divertido. De repente. al ver un cartel anunciando la última gasolinera hasta Burgos, Cecilia le pidió a Sergio que parase un poco para repostar e ir al aseo de señoras. Sergio paró el vehículo en la gasolinera. Cecilia miró a su hijo sentado y medio dormido en el asiento trasero y sonrió. Aún les quedaban un par de horas de viaje y ahora estaban en medio de ninguna parte, en algún lugar de la autopista. Sergio llenaría el de- pósito en cuanto Cecilia iría al servicio a comprar algo de comer y beber. Luego continuarían hacia su des- tino. Bajaron del coche sin hacer demasiado ruido ya que no querían despertar a su hijo. Hacía frío y caían leves copos de nieve. Entró en la tienda y un mucha- cho vestido con los colores de la marca de la gasoli- nera la recibió. —Buenas tardes… —Buenas tardes —respondió ella educadamente mientras echaba un vistazo al interior. 11

Cogió unos cuantos sándwiches mixtos, un pa- quete de patatas fritas, tres chocolatinas, agua y va- rios refrescos, y lo dejó todo sobre el mostrador. —¿Desea alguna cosa más? —preguntó el em- pleado. —No, bueno… sí… el depósito de la bomba 1, por favor. —Claro, señora, son setenta y tres con tres cénti- mos. ¿Cómo va a pagar con tarjeta o con dinero? —Con dinero. El dependiente esperó pacientemente y Cecilia le entregó cuatro billetes de veinte. —¿Tiene tres céntimos? —Sí, creo que sí… En cuanto abrió su monedero, alguien se acercó despacio a su espalda. Ya lo tenía casi encima. Se giró al sentir su presencia solo para descubrir a su marido sonriéndole. —¡Tonto! —exclamó—, me has asustado… Sergio sin contestarle, la besó ligeramente en los labios. —Ya abastecí. ¿Tienes todo lo que necesitas? Cecilia afirmó con la cabeza y ambos salieron de la tienda. 12

—¿Puede ayudarme? Estos señores me tienen re- tenido —dijo Víctor con seriedad a una patrulla de po- licía que se había detenido en la misma gasolinera. Sus padres sorprendidos y confusos no podían creer lo que estaban oyendo. —Lo lamento, agentes. Aquí hay una terrible equi- vocación. Este es nuestro hijo, Víctor, está en una edad difícil, ya sabe, adolescentes. Siento mucho to- do este malentendido. Mi mujer y yo entramos en la gasolinera para abastecer y comprar algunas provi- siones para el camino, estamos de viaje para pasar la nochebuena en casa de mis suegros. No sé qué le ha pasado a mi hijo por la cabeza para armar toda esta confusión —trató de explicarse Sergio. Los inspectores le miraron directamente a los ojos buscando una señal de mentira. Efectivamente eran puras calumnias lo que salió de la boca de Víctor, aunque la forma cómo lo dijo fue tan convincente que hasta él mismo se sorprendió. No solía difamar y menos a la autoridad. Los agentes entrelazaron sus manos y hablaron: —Bien, déjennos ver sus documentos de identidad. 13

A través de la radio patrulla, los inspectores com- probaron sus datos personales y prosiguieron: —De acuerdo, señor Hierro acredito en usted. Por esta vez lo dejaremos pasar y honestamente espera- mos no tener que ser intervenidos por cuestiones de este tipo, como ustedes comprenderán tenemos asuntos muchos más serios de los que ocuparnos. Buenas tardes. —Claro, claro señores agentes, comprendemos perfectamente y una vez más perdonen todo este in- fortunio. Una vez acomodados en sus respectivos asientos y abrochados adecuadamente los cinturones de se- guridad; prosiguieron su viaje. —Pero, ¿qué diablos te ha dado para mentir de ese modo a la policía? —encaró Cecilia a su hijo mirando por el espejo del copiloto al asiento de atrás. —Responde a la pregunta de tu madre —pidió su padre muy enfadado al ver que su hijo no decía nada. —Fue solo una broma. —Una broma de muy mal gusto, quieres decir — continuó su padre descargando su enfado. 14

Víctor se quedó callado, guiando su mano hasta la pulsera de cuero mientras su padre le seguía repri- miendo. —Bueno… ya has escuchado a tu padre. Si vuel- ves a actuar de esta manera, tendrás serios proble- mas con nosotros. Dentro de la rabia que sentía, una sonrisa pequeña adornó sus labios. 2 Después de desatar sus paranoias mentales, pen- sando en lo que Miguel le había dicho, Mirian consultó su reloj de pulsera, un reloj antiguo de oro amarillo con la esfera de nácar y algunos números borrados, una especie de reliquia familiar de la que no sabía mucho, excepto que había pertenecido a su abuela Amparo y que su madre heredó. Era un reloj viejo y gastado por el paso del tiempo. No tuvo la oportuni- dad de conocer muy bien a su abuela materna, ya que falleció cuando Mirian tenía apenas dos años. Ese re- loj era lo único que conservaba de ella y por eso le encantaba llevarlo. Asombrada vio que las manecillas 15

marcaban las seis de la tarde, era hora de ir a buscar a Miguel a su piso, para avisarle que la nochebuena se acercaba. Mirian llegó en apenas quince minutos de autobús. Se hallaba frente al edificio donde se encontraba el apartamento de Miguel Hierro, era un edificio algo grande, pintado de color amarillo, tenía dos plantas y contaba con dos apartamentos por piso, no tenía as- censor, no lo necesitaba. Tras subir los treinta esca- lones, llegó a la segunda puerta izquierda. Introdujo una copia de las llaves dentro de la cerradura y entró. —¿Hola…? ¿Miguel estás ahí? —preguntó al en- trar al apartamento, dejando su anorak y su bolso col- gados en un perchero que había justo a la entrada. El apartamento no era colosal, aunque estaba muy bien situado dentro del casco antiguo de Burgos, era suficiente para una persona. Un estrecho pasillo co- nectaba con la cocina que sin duda alguna era la me- jor parte del apartamento. Bien equipada y con mu- chos cajones. Además, según le había explicado la casera a Miguel, los muebles eran casi nuevos ya que los había cambiado recientemente. 16

El baño era estrecho. Apenas uno podía moverse tranquilamente. La ducha lo era todavía más y era muy incómodo tener que agacharse constantemente para ducharse bien, sin embargo, lo más preocupante era que la casera les había informado que a veces, el termo fallaba. Incluso así, el armario era más o menos considerable donde toallas, champús, cremas, cepi- llos de dientes, colonias y restos de cosas de baño, tenían su sitio. El salón era voluminoso. Una enorme ventana lo iluminaba por completo donde se encontraba un con- fortable sofá de dos plazas, para Miguel era idóneo. Estaba situado entre la cocina y el salón, debajo de una pequeña ventana sin cristal situada en el muro que dividía ambos espacios. La televisión de plasma era pequeña. La mesa era de cristal y colosal, una mitad era destinada al ordenador y en la otra mitad comían. La estantería también estaba muy bien, no era exorbitante, aunque estaba llena de libros, DVDS y CDS Players. Y finalmente, la habitación. El armario era tan es- pacioso que la ropa y zapatos de Miguel ocupaban solamente la mitad, y en la otra disponía de sitio de 17

sobra para que Mirian dejara algunas cosas suyas y esconder las mantas y recambios de sábanas. Solo había una pequeña mesita de noche al lado de la cama y una enorme lámpara colgada del techo. Del lado izquierdo había una gigantesca ventana por donde entraba mucha luz la mayor parte del día. La cama era doble y estaba en el centro, era mu- llida, perfecta. Simplemente, Mirian recorría la casa mientras ob- servaba el gran desastre que había quedado de la reunión de anoche. Era obvio que nadie había ayu- dado a limpiar, y que todos se habían esfumado des- pués de ensuciar la casa y divertirse a lo loco. Se detuvo en medio del salón y miró a su alrede- dor, con gran horror. La alfombra estaba manchada por completo con quién sabe qué, el suelo repleto de basura y vasos de plástico, pizza y otros comestibles desperdiciados y esparcidos a medio comer. Un tre- mendo desorden… Miguel se despertó, se apoyó en el muro que divi- día la cocina del salón y la analizó curioso. —Buenos días, cariño… 18

Intentó darle un tierno beso, pero Mirian estaba completamente fuera de sí. —Mejor dirás, buenas tardes. Son las seis de la tarde. ¿Te has olvidado de que hoy es nochebuena y tenemos que presentarnos en casa de tus padres? Miguel trató de decir algo, pero Mirian continuó: —¡No! No me puedo creer que te dejaran la casa hecha un asco —se quejó como si fuera culpa suya y se alzó de hombros quitándole importancia. —Es lo normal cuando nos reunimos los chicos para componer las canciones. —Sí, pero esto es una auténtica pocilga —comentó sinceramente. Él frunció el ceño y la miró pensativo cruzándose de brazos. —No pensarás limpiar la casa, ¿verdad? —¡Claro! —gritó con obviedad. Él alzó el dedo para decir algo y estalló en risas bajando la cabeza en un pésimo intento de disimu- larlo. —¿Qué es tan gracioso? —preguntó indignada. Lo miró molesta sin encontrar el chiste y él se aclaró la garganta. 19

—Escucha, uno, es normal que todo quede así después de que la banda se haya ido —dijo cami- nando hacia ella—, dos, es mi casa, es mi problema y tres —añadió robándole un beso—, no tienes que preocuparte tanto, ya me encargaré de limpiar cuando regresemos. Ahora tenemos que prepararnos para pasar unas navidades inolvidables y repasar nuestra pedida de mano. Miguel, ligeramente tambaleándose se arrodilló frente a Mirian quien guardó silencio durante unos se- gundos escuchando a su novio con un anillo en la mano en forma de corazón ornamentado con los más finos diamantes y bañado en oro que ella misma sacó prestado de sus clases de teatro. —¡No soporto más! Quiero tenerte a mi lado… por favor, quiero hacerlo oficial y así poder hacerte feliz. ¿Quieres casarte conmigo? —¿Qué te ha parecido? —quiso saber Miguel cu- rioso. —¡Oh…! Vamos cariño que eso nadie se lo cree. Indignado exhaló profundamente y pronunció un bello discurso: 20

—Cuando te conocí pensé que eras una bella per- sona, pero jamás pensé que terminaríamos juntos, empezamos a salir y fui descubriendo a una persona sensible, amorosa, llena de fuerza y proyectos de la que me fui enamorando poco a poco, al principio pen- saba que era cariño pero con el tiempo descubrí en ti a mi otra mitad, esa que me completa, esa mitad que me impulsa en proyectos de vida, que me ha hecho crecer, que me ha hecho sentir que la vida es tan fácil que solo queda vivirla y disfrutarla. Entonces… ¿Aceptas casarte conmigo? —¿Y ahora…? —Ahora está mucho mejor, amor. Anda vete a cambiar mientras yo te espero aquí —ordenó sentán- dose en el sofá. En cuanto se arreglaba contempló su imagen algo pálida en el espejo y pensó en cómo la noche había estado perfecta, claro solo descartaba el hecho de que ahora tenía resaca, un dolor de cabeza insopor- table y además tenía que acudir a la inevitable cena navideña. 21

3 ¡El tren… aún puedo llegar! ¡Aún puedo llegar! ¡Aún llego! Su maleta nunca pesó tanto como hasta ahora y eso que la transportaba con todas sus fuerzas. Atra- vesó dos calles y varios coches que transitaban por el asfalto. Al pasar por delante de algunos edificios el viento le golpeó tan fuerte en los hombros que sintió como su sangre se congelaba de inmediato. Corrió así hasta que oyó la señal de partida del tren que quería coger, pero desanimado bajó la cabeza al verlo partir en cuanto subió a la plataforma ferroviaria. Alejandro resopló de frustración y dejó caer la ma- leta a sus pies. Sacudió la cabeza y se colocó las ma- nos heladas en los bolsillos. Pensó seriamente si de- bía sentarse en el suelo del arcén vacío y dormir allí mismo o por contra dirigirse a la taquilla a tratar de encontrar una solución para pasar la nochebuena en casa de su madre. Decidido se dirigió a la taquilla a comprar otro bi- llete. 22

Nada más entrar se quedó admirado al ver una es- tación antigua, pero que estaba muy bien cuidada. Tenía ese encanto de los años cincuenta, aunque contaba con todas las comodidades tecnológicas mo- dernas. Era muy acogedora. La taquilla era de cristal con vigas de hierro y paredes de piedra que hacía contraste con las pantallas electrónicas que informa- ban en detalle el tiempo de espera de cada tren, su lugar de procedencia y de destino, como también de si el tren había sufrido algún tipo de retraso y los mo- tivos o las causas de espera de estos. Alejandro se acercó a una ventanilla aislada del resto de la estación, separada de la misma con una mampara de cristal, donde se encontraba una seño- rita uniformada vendiendo los billetes para los distin- tos destinos que los trenes podían llevar. —Buenos días, señorita. Disculpe, pero he perdido mi tren. ¿Qué opciones tengo para viajar lo antes po- sible a Burgos? —Eh… sí, bueno, podría coger el tren que sale con destino Madrid dentro de media hora y desde allí to- mar el AVE a Burgos, completaría el recorrido en al- 23

rededor de cuatro horas —le informó la taquillera en un tono bastante educado y amable. —Bueno, algo es algo. Deme un billete para Ma- drid, por favor —concluyó mientras rasgaba el billete que había comprado en internet un poco arrugado y con los bordes algo sucios. La señorita imprimió el billete advirtiéndole para que guardase el justificante de pago de viaje por si surgía algún problema durante el trayecto. En realizar este trámite no tardó más que diez mi- nutos. Había poca gente delante de Alejandro. Re- gresó al arcén para esperar el tren, en donde se sentó en un pequeño banco de piedra que estaba justo al lado de las puertas de entrada y salida. Dejó su ma- leta en el suelo y miró todo lo que le rodeaba: la pie- dra, el cristal, las paredes, los carteles, las señales… Por encima de la puerta por donde salió del edificio de aquella estación, había un reloj de color gris, con manecillas negras que permanecían paradas mar- cando las doce en punto. Llegó un tren lleno de gente. Ese no era el que le llevaría a Madrid. 24

Alejandro escuchó a esas personas hablar. En aquellos hierros hechos vagones, no solo se transpor- taban a personas, sino también todas sus historias. Una madre vestida de rosa y con un abrigo beige de corte muy grande que le daba un toque moderno a su estilo diario, recriminaba a su hijo pequeño que llo- raba por no poder comer un caramelo; un señor con cara de estirado hablaba por el móvil bastante ner- vioso… Las vías no tardaron mucho en volver a quedarse en silencio de nuevo. La gente pasaba por allí sin fi- jarse mucho en lo que había o dejaba de haber en ellas, en el edificio que había dentro. De pronto, una voz masculina sonó por el megá- fono: “El tren A- 677 con destino Madrid está haciendo su entrada en esta estación, prepárense para subir y tengan cuidado entre coche y andén. Esperamos que disfruten del trayecto”. Alejandro cogió su maleta y se situó al lado de las vías, mientras llegaba el ferrocarril. Dejó que la gente saliera cuando las puertas se abrieron; después entró él buscando su asiento correspondiente. Comprobó en el billete cuál era su número. El B-17, cerca de la 25

ventana. <<Genial>>, pensó en cuanto acomodaba su maleta en la parte contraria a su asiento, en la parte de arriba y se quitaba el abrigo para extenderlo por encima de ella. No era un vagón demasiado amplio, pero estaba muy limpio. Una vez instalado en su asiento observó el compartimento, tenía que reconocer que tenía su encanto. Estaba recubierto de metal imitando a ma- dera antigua, era muy acogedor. Las ventanas eran monumentales, enormes, con una ligera cortina por si a los señores pasajeros les molestaba mucho el sol que entrase por la ventana desde la cual se apreciaba muy bien el paisaje. Las puertas que separaban los vagones unos de los otros tanto como las puertas que daban al exterior eran automáticas. Distraído, miraba por la ventana cuando el tren se puso en marcha. Sentía, bajo sus pies, el mismo tra- queteo que el vagón sobre sus vías, el sonido en sus oídos. Un poco más tarde, el revisor pasó pidiendo los bi- lletes. 26

—Billete por favor. —Por supuesto, aquí tiene. El revisor comprobó el billete y miró fijamente a Ale- jandro Hierro. Todo estaba en orden y prosiguió su rutina. El viaje a Madrid fue de lo más tranquilo. Nadie se sentó a su lado, el único que habló con él en todo el trayecto fue apenas el revisor. Ya en Madrid, encontrar el AVE fue toda una odi- sea. Tardó alrededor de una hora en encontrar la ta- quilla adecuada y casi otra media hora en sentarse cerca de donde estacionaría su tren, en los que creyó fervientemente que aquellos fueron los noventa minu- tos más largos de su vida. Pasaba de las dos de la tarde y como todavía le quedaban quince minutos para que llegase el tren que le dejaría en Burgos deambuló por las tiendas procurando algo de comer y beber. Poco a poco el tren entró en la estación. Suave al principio, con un murmullo que iba en aumento hasta convertirse en un molesto chirrido. Antes de dete- nerse, el vagón traqueteó varias veces. Alejandro 27

aguardó pacientemente antes de levantarse. La gente se aglomeró contra la puerta, deseosa de salir y las puertas se abrieron. Cuando toda la gente hubo ba- jado, Alejandro fue el primero en subir. A continuación, colocó nuevamente su maleta y abrigo en la parte contraria a su asiento, en el compartimento de arriba, cerró los ojos y se quedó dormido. Había tenido un día duro y era su momento para olvidarse de todo. Perdió la noción del tiempo echando una cabezadita hasta que alguien le tocó su hombro y turbó la tranquilidad en la que estaba inmerso. Era el revisor que estaba comprobando los billetes de los pasajeros. Tras aquello no volvió a conseguir conciliar el sueño y observó su entorno. Miró la cara de las personas, escuchó sin prestar demasiada atención las conversaciones de la gente tratando de adivinar que miraban por la ventana y poco a poco se le escurrió el tiempo camino de la cena navideña. 28

CAPÍTULO II LLAMAS OLVIDADAS 4 Enfundada en su bata larga de color durazno toda de seda y encaje, con el cabello suelto y la cara lim- pia; parpadeó intentando concentrase en lo que escri- bía. Se encontraba en un rincón cerca de una pe- queña ventana, sentada frente a su mesa de escrito- rio sin polvo que olía a fragancia de lavanda sobre la que se amontonaban en orden: notas, portadas, pen- samientos o frases alusivas. A pesar de que todo el ambiente era acogedor e íntimo dentro de la sala de estar en donde los libros de la biblioteca estaban muy bien organizados por co- lores y tamaños, y de una pared colgaban todos sus reconocimientos y diplomas enmarcados en peque- ñas molduras doradas. Carmen sentía como las pala- bras se atascaban. Se levantó del escritorio para poner un poco de dis- tancia entre la obra y ella, pues sabía que a menudo la lejanía física del manuscrito hacía que uno se for- 29

mara una idea del conjunto, una nueva visión del asunto y pudiera tomar nuevas perspectivas. Desanimada se dejó caer de nuevo en la silla y vio como el reloj de pared antiguo marcaba un poco más de las cinco de la tarde. Ángel se levantó un poco más temprano de lo nor- mal de su siesta ese día, estaba nervioso, era espe- cial. Consultando el calendario que colgaba en una de las paredes de la habitación comprobó que era vein- ticuatro de diciembre, fecha mejor conocida como no- chebuena. Sonrió, justamente el día esperado. Ca- minó hasta uno de los baños donde se aseo y acicaló un poco y antes de dirigirse a la cocina, saludó a Car- men quien desvió la mirada del ordenador para dedi- carle una sonrisa de complicidad y continuar escri- biendo. Ángel aprovechó ese momento de inspiración para observarla de reojo. De facto, aunque ya llevaban más de cuarenta y cinco años de casados; Carmen continuaba hermosa a pesar de no maquillarse mu- cho, con unos ojos azules cristalinos que hipnotiza- ban, y esas bonitas arrugas que se marcaban en su 30

rostro. Su cuerpo, aunque ya habían pasado los años, seguía viéndose tan espectacular que más de uno se ponía nervioso al tenerla cerca, tan madura, tan va- liente, tan segura de sí misma, que era imposible que Ángel no se emocionase al verla. —¿Ya tienes más ideas? —Eso intento, pero siento que es muy poco tiempo para terminarla. ¿Conoces alguna flor que pueda comparar con los labios de una mujer? —De la única flor, de la que acuerdo ahora mismo, es de Nomeolvides —¿Nomeolvides? ¡Hum…! No es mala idea… puedo probarla. ¿A ver qué tal queda? —Por cierto, cariño y antes de que me olvide. Ale- jandro llamó hace un rato. Parece que vendrá tarde. —¡Oh…! Ese chico… ¿cuándo aprenderá a pla- near mejor su tiempo? Por cierto, cariño. ¡Estoy muy nerviosa! ¿Crees que los chicos se tomarán bien la noticia? Al fin y al cabo, todos tienen bellos recuerdos de esta casa. —Ellos ya son mayorcitos. Vamos, cariño no te preocupes tanto. Todo saldrá bien, ya lo veras. Ahora si no te importa tengo una cena que preparar. 31

La dejó ahí, escribiendo; antes de desaparecer por la puerta de la cocina y darle un beso en la frente. Al abrir la ventana de la cocina, Ángel reparó como la nevada de la noche anterior había dejado una capa blanca y pura fuera. Los árboles estaban adornados naturalmente con gotas de hielo en las puntas de sus ramas, como si la naturaleza festejara la navidad tam- bién. Fue hasta los anaqueles de la despensa repletos de provisiones en donde la variedad de especias, pro- ductos en lata, en frascos, en botellas, aceites, vina- gres, cajas de fruta confinada y todo lo que pudiera imaginar abundaban y después abrió la nevera cuida- dosamente limpia y reluciente de donde sacó: toma- tes, aceitunas, embutidos, peras, ciruelas, mostaza y el lechón cuya carne dorada y jugosa parecía pedirle que hincara el diente. Sacó todo lo que creyó que iba a necesitar para preparar la cena navideña, se arremangó las mangas del jersey verde a cuadros de punto y se lavó las ma- nos en el fregadero. Se colocó el delantal y buscó su libro de recetas dentro de un gran armario repleto de pilas de porce- 32

lana y loza resplandeciente, todas incluían precalen- tar el horno. <<Bien, manos a la obra>> se dijo abriendo un ca- jón repleto de cubiertos de plata de donde cogió un cuchillo afilado. Dispuso todo sobre la larga mesa blanca de la co- cina y colocó el libro abierto en la receta que le pare- ció más fácil. Comenzó a cortar y separar los ingre- dientes. Sabía que todavía tardaría alguien en llegar y ocupar los sillones del salón. El salón era muy amplio pero la cocina tampoco se quedaba atrás. Era una espaciosa instalación muy moderna y bastante organizada. Carmen llevaba tres horas escribiendo, cansada se apartó de su mesa de escritorio y se acercó hasta la cocina. —¿Quieres que te ayude? —No, cariño gracias. No hace falta. Vete a cam- biar. Carmen subió las escaleras que conducían a los cuartos de la planta de arriba y Ángel siguió prepa- rando las entradas a base de verduras frescas y coci- das acompañadas de un aliño ligero, aceite de oliva y 33

frutos secos, el simbólico lechón de esas fechas al que acompañó con puré de manzana y finalmente el infaltable postre navideño tradicional, los Aguarden- taos tan simples como exquisitos que solo llevaba aceite quemado con limón, harina escaldada, anís, azúcar y canela. Desde la cocina se desprendían los diversos aromas de los condimentos que hacían que cada vez Carmen estuviera más ansiosa e impaciente con la llegada de sus hijos. 5 El timbre repiqueteó tres veces. Ángel se acercó a abrir después de sacar el lechón del horno. Los primeros en llegar fueron Sergio y su familia. Tardaron tres horas en viajar. Víctor estaba cansado, desde que se había subido a ese coche los clásicos villancicos no pararon de sonar y lo peor de todo, qui- tando el sermón que le dieron sus padres, ellos en vez de estar tan hartos como él de escucharlas, simple- mente las habían cantado durante todo el camino a viva voz, arruinando a un más, si fuera posible, las canciones. 34

Al bajar del coche, unos copos de nieve espesos y algodonosos cayeron de aquel cielo grisáceo y se no- taba que el jardinero había despejado la nieve que lle- vaba hasta la entrada. —Llegamos —apuntó Sergio, mostrando una im- presionante mansión que coronaba la cima de la co- lina. La mansión tenía el encanto de lo rústico y lo mo- derno, todas las terminaciones eran de madera pu- lida, pero una de las paredes parecía haber desapa- recido e imponía un gran ventanal desde la cual se lograba apreciar todo el salón. Estaba muy bien ilumi- nada. Además de las luces electrónicas de la fachada a derecha e izquierda del portal de entrada se habían colocado varias antorchas en la nieve. —¡Querida Cecilia! —exclamo Ángel saliendo a re- cibir a su hija—, ¡qué bien ya estéis aquí! — le dio un beso en la mejilla, otro a Víctor y a Sergio lo saludó estrechándole la mano—, pero… ¿qué es todo esto? —preguntó admirado viendo cómo Sergio sacaba del maletero las maletas y unas bolsas de regalos. —No pensaste que vendríamos con las manos va- cías. ¿Verdad, papá? 35

—¡Oooh! Queridos. ¡No era necesario! Muchas gracias. Pero venga, pasar dentro que estaréis más calientes y podréis quitaros los abrigos y dejar los re- galos bajo el árbol de navidad. —Papá. ¿Dónde está mamá? —Está cambiándose en su cuarto. No te preocupes en seguida bajará. Carmen terminó de arreglarse espolvoreándose con un poco de su perfume predilecto y bajó las esca- leras. —¡Mamá! ¡Qué bien huele todo! —saludó son- riente sacándose el abrigo negro mojado con los co- pos que caían del cielo esa noche. Estas guapísima. Para la ocasión, Carmen había decidido lucir una flamante blusa blanca de hombreras pomposas, cuyo corte y confección desataban a la par elegancia y hu- midad, ideal para ese evento festivo. Los botones de nácar iban decorados por ambos lados con discretos plisados, el cuello y los puños estaban bordados en flores con delicadas puntadas de color. La tela era de fina textura y descansaba sutilmente sobre sus gene- rosos senos, dejando entrever unos contornos que 36

aún conservaban la firmeza, especialmente al co- dearse con los sesenta. La falda igualmente sencilla, llevaba ribetes bordados en blanco sobre la verde fla- mela. Y los zapatos de medio tacón hacían juego con la blusa. Llevaba las uñas y los labios pintados de rojo y medias de fantasía. No cabía duda de que aquel conjunto la favorecía y le daba un aire majestuoso. —Gracias, hija. A ver. ¿Dónde está mi nieto favo- rito? Víctor puso los ojos en blanco y respondió abriendo los brazos. —Aquí abuela. Carmen semi corrió a su encuentro estrujándolo contra su cuerpo. —¡Cuánto has crecido! Deja que te vea bien — lo analizó separándose un poco—, eres igualito a tu ma- dre. Era verdad. El parecido de Víctor con su madre era abismal. Los mismos ojos claros y expresivos, la misma nariz respingona, las mismas facciones bien definidas. Hasta el color ceniza claro de su cabello era exactamente igual al de su madre. 37

—Mamá. ¿Necesitas que te ayude? —se entrome- tió Cecilia en el medio de aquella escena tan tierna. —No, muchas gracias, hija. Tu padre ya me ha ayudado bastante, podéis ir a cambiaros para la cena y, por cierto, este año espero que no haya discusiones jovencita —le avisó recordando la escena de mal gusto que todos presenciaron entre ella y su esposo. —¿Pero… dónde está Víctor? Hace un momento es- taba aquí con nosotras y ahora no le veo. —No te preocupes, mamá. Seguramente estará ayudando a su padre a colocar los regalos en el árbol o habrá subido a la habitación a hablar con Sara. —Sara… ¿quién es Sara? —Su novia. —¿Novia? Ya tiene novia. —No… No es nada serio, amor de adolescentes. —Bueno, en ese caso me dejas más descansada. Venga vamos a picar algo mientras esperamos a que lleguen los demás. En el salón encima de una mesa de cristal preciosa les esperaban unos aperitivos espectaculares, inclu- yendo el buen chorizo aromático, colorido y picante de España. Los hombres se sirvieron una rica cerveza 38

y a las mujeres les ofrecieron un maravilloso vino blanco. Carmen apuró lo que restaba de la copa y subió las escaleras con un platito de galletitas de jengibre para Víctor. Antes de entrar llamó a la puerta con los nudillos. —Hola, cariño. ¿Estás bien? ¿Puedo pasar? Te traigo galletitas de jengibre. Antes de contestar a su abuela, Víctor colgó el te- léfono despidiéndose de Sara. —Sara, por favor vente, te estaré esperando… Claro que sí… Yo también… adiós… Chao… Chao… —Claro, claro, adelante abuelita puedes pasar. Dejó el platito encima de la mesita de noche donde estaba todo lo que Víctor necesitaba al alcance de su mano sin tener que moverse de la cama: una novela fascinante, un vaso con agua, su móvil… y se sentó sobre la cama. —Amor, dime que te pasa… ¿Estás enamorado? —Sí abuelita, nunca me había sentido tan feliz y miserable al mismo tiempo. Sara y yo estamos ena- morados y nos gustaría ir a vivir juntos, pero papá y 39

mamá dicen que todavía somos demasiado jóvenes para eso. —Dales tiempo, cariño. Todavía no se han hecho a la idea de que ya estás crecido. —¿Darles tiempo? Tendré treinta cuando final- mente me dejen ir a vivir con alguien. Ellos comenza- ron a salir a mí misma edad —se quejó cruzándose los brazos sobre su pecho. —¡Sí… Sí! Todavía me acuerdo del dolor de ca- beza que nos dio tu madre. Incluso una vez se escapó de casa para… —¿Qué, imposible… esa presuntuosa? —¿Quieres que te cuente la historia? —¡Sí, claro que sí! —exclamó emocionado. Carmen era la mejor contando historias de amor, de fantasía, de suspenso, de terror… por eso se ha- bía hecho escritora. Cada vez que iba a relatar una, se la iluminaba la mirada y su voz se estremecía. —Recuerdo perfectamente cómo tu abuelo y yo nos opusimos al principio a esa relación. Pero eso no fue algo posible, su amor era mucho más fuerte que cualquier prohibición de familia o problema que pudié- ramos plantearle. Una noche se escapó de casa, no- 40

sotros estábamos como locos. Fuimos a la policía, pero desgraciadamente no podían hacer nada hasta pasadas veinticuatro horas. Fueron horas eternas de agonía, preocupación y nervios. Pasados dos días nos llamó para decirnos que estaba bien, pero que no regresaría a casa hasta que le diésemos el consenti- miento de verse con Sergio y de aceptarlo como su prometido y futuro esposo. Ante nuestra desespera- ción aceptamos su propuesta y fíjate; aquí estás tú — . Esto último se lo dijo sonriendo. —Vaya… nunca nadie me lo había contado, abuelita. —Bueno… pues ya era hora de que lo supieras. Lo que yo quería aclararte es que cuando dos personas se aman no sirve de nada intentar detener algo, solo puedes aceptarlo y el destino se encargará de todo lo demás, ciertamente no sería algo sorpresivo e inusual que un miembro de nuestra familia iniciara una rela- ción como esta… y como te he contado, debido a la experiencia por la que atravesamos con tus padres…. Sé lo único que importa… esa chica… ¿Te hace feliz? En aquel instante Víctor entendió por completo por- que su abuela había mencionado el tema de sus pa- dres, ahora sonreía ampliamente como un tonto, es- 41

taba feliz al saber que estaba siendo bendecido por ella. —¡Sí! ¡El más feliz de la tierra cada vez que estoy con ella! —exclamó con alegría y sinceridad porque eso era lo que realmente sentía. —Entonces eso es más que suficiente para mí. Víctor me alegro de que hayas querido contarme esto. Pero tendrás que presentármela un día porque quiero conocerla. —Claro abuelita. <<Mucho más pronto de lo que piensas >>. Se dijo para sí mismo acordándose de la conversación que acababa de mantener con Sara. —Ahora, jovencito tengo mucho que hacer, que no tardan están aquí tus tíos. Se despidió dándole un leve beso en la frente y de- jando la puerta un poco entreabierta. 6 Estaban terminando de adornar la casa; Sergio se encargaba de colgar las luces de colores en el árbol de navidad, estaba muy concentrado en ello, quería 42

que este año luciesen espectaculares, Cecilia colo- caba una bonita mesa navideña con vajilla blanca y elegante cristalería, y Carmen y Ángel terminaban de limpiar la cocina en donde los platos y utensilios sin lavar se apilaban en el fregadero junto con las ollas sucias que Ángel había utilizado para cocinar, cuando sonó el timbre de la puerta. —Deben ser mis hermanos —mencionó Cecilia mi- rando hacia la puerta de entrada. —No creo que sean ellos todavía, querida —le avisó su madre —, creo que debe ser Julia. —¿Julia? ¿Quién es Julia? —Ya lo veras —le informó yéndose a abrir la puerta. Al pasar al salón, todos se quedaron sorprendidos, frente a ellos se encontraba una mujer muy intere- sante, bonita e inteligente a quien no le preocupaba lo que los demás pensasen de ella. Era delgada, de piel blanca y estatura media con el cabello largo co- brizo y ojos saltones; Julia Barton. Una antigua amiga de la familia y sobre todo de Miguel (el hijo mediano de los Hierro) que abandonó España después de que 43

sus padres se divorciaran con apenas trece años re- cién cumplidos en compañía de su madre para radi- carse en Inglaterra. Dos años después del divorcio con Victoria, su madre; su padre se volvió a casar lo que provocó que Julia dejara de hablar con él y su nueva familia por un periodo de tiempo considerable. Pero unos cuantos años más tarde ella decidió rom- per el hielo y resolvió hacer una visita a su ciudad na- tal retomando de nuevo la relación con su padre. Ese mismo año, Julia quiso sorprenderle pasando las na- vidades en Burgos con él y su nueva familia, pero no salió muy bien. Al llegar a Burgos, Julia se encontró con que su padre y su nueva familia ajenos a sus pla- nes se habían ido de viaje durante aquella fechas a Italia. Afortunadamente, Carmen Hierro la invitó a ce- nar con ellos. —Hola, buenas noches a todos —saludó muy son- riente. —Hola. Buenas noches, Julia —le devolvieron el saludo, haciendo con que se siéntese más cómoda y relajada. —Carmen, le he traído una flor de Pascua y una botella de vino, ¿le siguen gustando las flores? 44

—¡Oh gracias, Julia! Flores y vino dos de mis debi- lidades favoritas. —¡Pero mírate, cómo has crecido! —le dijo a Víctor que se acababa de acercar al salón para saludar. —Sí… sí. Oí un ruido y quise saber si ya eran mis tíos. Pero dime, ¿no fuiste tú la que le rompió el cora- zón a mi tío Miguel hace ya mucho tiempo? No es así como te imaginaba. Julia iba a contestar cuando un ruido la sobresaltó. La puerta de entrada se abrió despacio y ella se giró para ver quién entraba; era Miguel disfrazado de Santa Claus; con un gorro, abrigo y pantalón de tela de color rojo, y las botas y el cinturón de color negro, una larga barba blanca postiza y un enorme saco de regalos. —Ho, ho, ho. Al escuchar su voz sintió como la emoción embar- gaba su cuerpo e hizo un esfuerzo para no gritar de alegría. Con pasos lentos pero seguros se acercó hasta él. La conexión que existió entre ellos induda- blemente seguía palpable. A ninguno de los dos le ca- bía la menor duda de que su relación seguía siendo especial. 45

Miguel se dio cuenta de que los dos estaban de- bajo de un racimo de muérdago que colgaba sobre la puerta principal: —En navidad, se dice que aquellos que estén bajo una rama de muérdago, deberán besarse. Clavó su mirada verde en la suya oscura y la sonrió con dulzura uniendo sus labios con los de ella mien- tras rodeaba su cintura con sus brazos, pegándola más a su cuerpo. —Estabas con tanta prisa que no me podías espe- rar. ¿Eh? Los padres de Miguel se miraron incómodos al ver a una mujer de la misma edad que su hijo entrar justo detrás de él con unos cuantos paquetes en sus ma- nos. Era una mujer alta y rubia, cuyo vestido blanco le hacía resaltar sus curvas femeninas y en su rostro angelical se marcaba un lunar bajo su labio. —Hum, Miguel. Dinos. ¿Quién es esa mujer? No te importa presentárnosla. ¿Verdad? —Bueno… papá, mamá, ella es Mirian, mi prome- tida. —¿Qué? ¡Oh, hijo! ¿Por qué no nos has dicho nada? 46

—Bien, entonces os lo digo ahora… sorpresa… —Oh, cariño. Es tan repentino. —No me sorprende nada que mi hermanito haga algo así. —Bien en ese caso, querida Mirian solo te puedo decir una cosa: Bienvenida a la familia. Exactamente, en aquel momento, en esa ruidosa y abarrotada estancia. Nadie oyó como el corazón de Julia Barton se rompía en dos. — Perdonarme necesito… me acabo de acordar de algo… ¿Ángel puedo ir a su invernadero? Necesito hacer una llamada importante —se disculpó Julia tra- tando de crear una excusa para abandonar el lugar lo más rápido posible. —Por supuesto, Julia. ¿Quieres que te acompañe? —No, no es necesario. Gracias. —Como quieras y no te olvides de echar un vistazo a mis Gardenias. Este año están magnificas. 47



CAPÍTULO III FRAGMENTOS DE IDILIOS 7 El único que parecía poseído por el espíritu de la navidad era Duque, un precioso Coker de color blanco anaranjado con las patas, las orejas y la cola llena de flecos abundantes y vistosos. Que ajeno a todo miraba maravillado los preciosos adornos navi- deños distribuidos a lo largo de las innumerables ra- mas del árbol de navidad, hasta que una pequeña bola roja le llamó la atención y sin poder contenerse tiró de ella con su hocico haciendo con que el árbol se tambalease y cayese al suelo. El estruendo que escucharon no fue el de un golpe seco, sino el ruido de miles de esferas brillantes que- brándose contra el suelo. —¡Duque! No me esperaba esto de ti —le repren- dió Carmen—. Pero bueno ahora ya no podemos ha- cer nada para evitarlo, ¿verdad? —y añadió dirigién- dose a Sergio y a su hija—, queridos me podéis traer los otros adornos que están en el trastero, por favor. 49

—Creo que Sergio puede hacerlo solo. —No, Cecilia, él no puede solo. Hay demasiada ca- jas, tienes que ayudarle. —Cielo, no lo entiendo. ¿Por qué odias tanto el trastero? La última vez que estuvimos aquí pasó exactamente lo mismo… —¡Bueno, bueno! Ya tendréis tiempo de arreglar vuestras desavenencias. Ahora por favor hacer lo que os he pedido —les ordenó Carmen con prisa por echarlos de allí. Resignados, Sergio y Cecilia se dirigieron al tras- tero con cara de mal humor. A Carmen se le hacía difícil tener que comunicarle a su hijo que se tendría que casar y se dedicó a barrer los pequeños trozos de cristal esparcidos sobre la al- fombra roja de lana persa con una escoba que estaba apoyada en la pared de la cocina. —De verdad que no sabía que Miguel se había comprometido —dijo consternada a Julia en cuanto regresó—, lo siento pequeña… — No se preocupe Carmen. En realidad, estoy muy contenta de que Miguel por fin haya sentado la ca- beza. ¿No le parece que hacen buena pareja? 50


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