firmado, su contador podía hacer ingresos pero que le enviara una autorización firmada para dejar en el legajo. Le rogó que lo enviara ya, porque estaba esperando la orden superior para cerrar el banco por lo del aislamiento. —Estoy saliendo para el banco, te mando un mensaje si salió todo bien —se preparó Eduardo. Ya en la puerta Nayeli le pidió que le permitiera desinfectar la suela de sus zapatos. Lo saludó desde lejos y cuando cerró la puerta del ascensor se quitó la mascarilla y los guantes. Nayeli se dejó caer en el sillón. Estaba abatida. Deseaba que, aunque fuera por un momento, su mente quedara en blanco, su cuerpo relajado, su ánimo en suspenso. Pero era imposible; cada nueva preocupación aventajaba a la anterior. Como en una película en cámara lenta, volvió a ver escenas vivi- das en Guatemala. Ella, creyendo que su marido había descu- bierto alguna inclinación cultural, tratando de ampliar sus cono- cimientos acerca de los sitios arqueológicos que estaban visi- tando, sentada en la cama del hotel con la notebook entre las piernas, sobreponiéndose al cansancio para aprovechar la oportu- nidad y conocer más acerca de una cultura soberbia. Él, excusán- dose con cualquier pretexto y alejándose para entretejer sus nego- cios oscuros. Ella, inocente, caminando por las callecitas, conver- sando con los pobladores y enterándose que allí había vivido una etnia, los Itzá, que habían sido quienes, por casi ciento setenta años, rechazaron los ataques de la conquista española. ¿Solo esa vez estuvo distraída o su característica, de estar siempre ocupada en sus actividades de servicio, le habían hecho perder contacto con el accionar de su marido? Pero, ¿era normal que ella tuviera que estar atenta a la forma de actuar de su marido? ¿Era 101
posible vivir desconfiando de la persona con la cual se convive? ¿Se podía construir una relación impregnada de duda? Ella era una persona confiada. Se analizaba en todas sus relacio- nes y a ninguna se había entregado con reservas. Necesitaba con- fiar en el otro. Hasta cuando se entrevistaba con las personas que le proporcionaban los datos para sus investigaciones, necesitaba confiar. Confiaba en esas mujeres violentadas, empobrecidas, que hacían esfuerzos para darle datos con la mayor exactitud posible; confiaba en los pibes de la villa que le pedían consejo para no embarazar a la novia; confiaba en sus compañeros y compañeras médicos cuando cada uno se comprometía a resolver una parte del trabajo grupal; confiaba aún en las promesas. No le servía de nada desconfiar. Le parecía especular con el futuro. En ella prevalecía el dar no el retacear. La duda implicaba egoísmo, guardarse algo por si acaso. No, estaba en su genética; no servía vivir dudando… o no valía la pena seguir viviendo con alguien en quien se desconfía. Tenía “el ángel de la humildad”, le había dicho el padre Tomás. Había terminado hundiéndose completamente en el sillón. Estaba abatida. No, tal vez abatida no. Quizá, sobrepasada; nunca habría imaginado mientras volaba regresando a su país, que se iban a dar todas estas situaciones. Acercó sus rodillas al cuerpo y las abrazó escondiendo su rostro. Sintió que el calor de su aliento le entibiaba el cuerpo y se suspendió un rato en esa posición. Len- tamente se repuso y se encaminó a la cocina para calentarse un café que ya estaba preparado en la cafetera. ¿Tendría que resistir como los Itzá? Estaba tomando su café, cuando, en su mente, se le apareció una escena: Raúl entrando con sus maletas por la puerta. Sintió como un puñetazo en el estómago. Se paró como un resorte: “no debe 102
encontrarme aquí”, se dijo. Después lo pensó dos veces y se reafirmó en la idea. No; lo conveniente era que ella se fuera a la casa de Caballito. Si él volvía, no aceptaría ir a la casa que habían habitado después de casarse; nunca le había gustado y pondría reparos; se querría quedar allí y ella no quería tenerlo cerca. Debía analizar, tranqui- la, toda la situación que emanaba del archivo, saber qué iba a ha- cer, cómo iba a manejar la información que tenía. Largo rato pen- só todo desde distintas ópticas. Entonces, como si la presencia de Raúl estuviera a punto de mate- rializarse, salió hacia su habitación, sacó dos maletas de la baulera y comenzó a llenarlas con ropa y algunos elementos necesarios. Trató de serenarse para ser prolija en las elecciones; no sabía cuándo volvería a buscar el resto de las pertenencias, así que trató de enfriar su mente y calcularlo todo. Agregaría unas prendas de media estación y no llevaría los menesteres que pudiera comprar más tarde. Cuando estaba por cerrar las dos maletas, vio el vestido azul que todavía permanecía colgado en el perchero. Se acercó y volvió a inspirar su perfume; con suavidad lo dobló y lo estiró sobre las prendas que había ordenado. Con cuidado cerró las maletas y las acercó a la puerta. Se sentía más tranquila. Ubicó un par de zapatillas cerca de la puerta y fue en busca de las llaves del auto. Volvió a colocarse el barbijo, enfundó sus manos con un par de guantes de látex, se calzó y cargó las valijas en el ascensor; bajó hasta la cochera y las colocó en el baúl del auto. Regresó al departamento, dejó el calzado afuera y volvió a orde- nar la casa, a verificar si todas las puertas y ventanas estaban cerradas. Detrás del vidrió le hizo su último adiós a Artigas que miraba sorprendido sus derroteros por la casa desde lo alto de su monumento. “Vos también tuviste que escaparte al destierro”, le 103
dijo antes de correr las cortinas. Comenzó a acomodar desde la habitación hasta la cocina. Luego, llevó frente a la puerta, la computadora y su bolso con los elementos de mano. Llenó el vaporizador de alcohol diluido y fue rociando todo lo que podía haber tocado y los lugares donde había estado. Antes de cerrar, la llamó el contador para asegurarle que todo había salido bien. Entonces, le pasó la nueva dirección para encontrarse mañana con él. Volvió a sus zapatillas, se subió el barbijo y cargó otra vez el ascensor. Introdujo, finalmente, el resto de “su mudanza” en el asiento trasero del auto. Lo puso en marcha, activó el portón eléctrico y salió rumbo a su nuevo destino. DÍA VIERNES 20 DE MARZO No había vuelto a la casa de Caballito en muchos meses. Una vez por mes Rita la repasaba y ese mismo día coordinaba con el jardinero. Mientras volvía a organizar su nuevo centro de comunicaciones en un ángulo del living frente al gran ventanal, encendió la radio de Rita que había tenido la precaución de cargar en su bolso. Recién en ese momento, se enteró que, la noche anterior, el go- bierno, a través del DNU 297, que modificaba el anterior (260), había declarado el aislamiento social, preventivo y obligatorio para toda la población. El locutor leía: “Con el fin de proteger la salud pública, todas las personas que habitan en el país o se en- cuentren en él en forma temporaria deberán permanecer en sus domicilios habituales o en donde se encontraban a las 00:00 horas del día 20 de marzo de 2020. 104
Hasta el 12 de abril inclusive, deberán abstenerse de concurrir a sus lugares de trabajo y no podrán circular por rutas, vías y espacios públicos. Solo podrán realizar desplazamientos mínimos e indispensa- bles para aprovisionarse de artículos de limpieza, medicamentos y alimentos. Durante la vigencia del aislamiento, no podrán realizarse eventos culturales, recreativos, deportivos, religiosos, ni de ninguna otra índole que impliquen la concurrencia de personas. También se suspende la apertura de locales, centros comerciales, establecimientos mayoristas y minoristas, y cualquier otro lugar que requiera la presencia de personas”. “Viste, Nayeli, no te equivocabas al pensar que esto era muy pero muy complicado”, se dijo. Siguió escuchando y supo que el día anterior, que tan ocupada la había tenido, había sido creada por el Min. de Ciencia y Tecnología, el CONICET y la Agencia IDI, la Unidad Coronavirus COVID-19. Tendría el propósito de coordi- nar las capacidades del sistema científico y tecnológico para realizar tareas de diagnóstico e investigación sobre el virus y se destinaban veinticinco millones de pesos para ese fin. También se enteró que el Ministerio de Obras Públicas pondría en marcha la construcción de doce módulos hospitalarios que permitirían ampliar a ochocientas cuarenta las camas de interna- ción y ofrecer atención las 24 horas para fortalecer el sistema de salud ante la pandemia. Pensó en conectarse con el Renaper para informar la continuación de su aislamiento en otro domicilio; …seguramente le pregunta- rían el motivo del cambio y tendría que pensar una respuesta. Activó la computadora y buscó la Carta del presidente. La leyó completa y se emocionó; como profesional de la salud, la 105
conmovía que el gobierno actual se pusiera al frente de esta pandemia de forma tan efectiva y sosteniendo valores universales. Respiró hondo y le dijo bajito: “gracias”. Comenzó a ordenar el resto de la casa. Rita había cumplido en exceso su pedido y, siempre tan atenta a las necesidades familia- res, había tenido en cuenta hasta los mínimos detalles. La llamó y le agradeció. Le comentó que, finalmente, había sido ella quien se había trasladado a la casa y quería que lo supiera; le pedía, por favor, que no lo comentara con nadie. —Seré como una tumba. Qué bien que se mudó a Caballito, porque a mí me queda más cerca. —Sí, pero ahora vos también vas a tener que quedarte en tu casa. —Hasta por ahí nomás, porque tendré que salir a comprar. —Rita, extraé más dinero del cajero, comprá más y salí menos. ¿Para qué te deposité tu sueldo de abril? —Tengo miedo que se aparezca el Juanca y me saque la plata. —Tenés que acostumbrarte a pagar con la de débito. —Pero muchos negocios donde compro no tienen ese cobro. —Pensá… Seguramente vas a encontrar un escondite; metela debajo de las plantillas de las zapatillas de los chicos, yo que sé. —Jajaja, qué ocurrente. —Eso me lo enseñaron las mujeres de la villa. Bueno, cualquier cosa llamá. Y no te olvides del 144 para denunciar al Juanca si se pasa de la raya, o el 137. Chau, besos… Ah, ¿qué le compraste a la nena? —Justamente, unas zapatillas relindas. —Bueno escondé la plata en las viejas. Beso Mientras colgaba, se le ocurrió el justificativo para su cambio de domicilio. Informaría al 144 que su marido la estaba acosando y que se había visto forzada a cambiar de domicilio. Se rio de la 106
ocurrencia pero luego pensó: ¿no estaba huyendo realmente de un marido que le estaba haciendo daño? ¿Cuántos tipos de daño re- gistraba el Ministerio de la Mujer? Se decidió; hizo los llamados que registraron sin problema, agra- deciendo la información respecto a su situación de aislamiento. Después, llamó a sus compañeros del hospital para que le averi- guaran acerca de la gestión que debía realizar para volver a la actividad, cuando terminara su aislamiento obligatorio. El contador le avisó que salía para allí y, una hora más tarde, se sentaban a reflexionar sobre el contenido del archivo. Le traía un informe con varios detalles de las operaciones más importantes. Conversaron largo rato y él, antes de retirarse, sugirió que consul- tara con Pedro, el abogado del Centro, pues le parecía de con- fianza. Además, en nada podría perjudicarla puesto que, las prue- bas de todo, las tenía solo ella. Unas horas más tarde, y conociendo su situación de aislamiento, Pedro llegó a la casa y tomaron todos los recaudos de desinfec- ción y distanciamiento. Cuando Nayeli terminó de contarle, Pedro no salía de su asombro. —¿Hará mucho que hace esto? —El archivo muestra solo operaciones medianamente recientes. No conozco si es un modus operandi común en la empresa. Vos me conocés; aparte de no gustarme los números relacionados con dinero, nunca indagué en el trabajo de mi marido; sería lo mismo que si él viniera a ver cómo le salieron los análisis a mis pacientes. ¿Vos crees que estuve bien en poner las pruebas en resguardo? —Sí, lo que tal vez tengas que pensar es qué hacer con ellas. Si querés ocultarlas para siempre, si le vas a decir que las tenés… y qué te beneficiaría o perjudicaría. Creo que podés tomarte tu tiempo, total están en custodia. 107
Conversaron largo rato y ella le dijo que le informaría de su deci- sión para conocer su opinión. Se retiró, se saludaron de lejos y ella le pasó su alcohol en gel y al salir le desinfectó la suela de los zapatos como lo había hecho con Eduardo. Recién entonces se relajó. Se preparó el termo para tomar unos mates en el jardín y allí, bajo la refrescante sombra del fresno, lentamente, quiso ir registrando esos datos que, desde el día ante- rior, le habían puesto en descubierto un aspecto de su marido jamás sospechado. Pudo volver a repasar las secuencias del día anterior. Mientras se sucedían en su mente, se dijo que nunca en su vida querría volver a pasar un día igual al de ayer. Estuvo mucho tiempo saboreando los mates y tratando de poner la mente en blanco. Los ritos de relajación oriental eran boicotea- dos por las fotografías que, espontáneamente, se le aparecían en la mente. Volvió a respirar profundamente. Sin pensarlo apareció el rostro de Ernesto. Trató de indagar en sus sensaciones: ¿era posible que apareciera Ernesto como contra- posición a Raúl? ¿Estaba buscando una comparación? Dio vueltas a estas reflexiones y se dijo con seguridad que no, de ninguna manera. Era evidente que Ernesto había estado siempre en su interioridad pero que algo, que no vislumbraba todavía, lo había eclipsado. Lo había descubierto cuando anteayer él le acercaba sucesos del pasado. No llegaban a su consciente solo como he- chos; volvían a su memoria sensorial, llegaban con sonidos, con olores, despertaban sensaciones y sentimientos. Esas sensaciones y sentimientos que afloraron la noche de “la visita guiada”. Esa noche, que todavía no alcanzaba a recordar, había levantado sus barreras permitiéndole descubrir que estaba viva y, quien se lo hacía sentí, era él. No, no había comparación. Ernesto era ese ser 108
autónomo, independiente, íntegro, afectuoso, que desde hacía tan- tos años complementaba su vida y que ella había sido incapaz de vislumbrar a su debido tiempo. ¡Cuánto lo extrañaba! Dos días sin noticias suyas y le parecía que hacía dos años que no lo veía, que no escuchaba su voz. Necesi- taba la caricia de sus palabras; necesitaba el mimo de sus chistes; necesitaba sus argumentos llevándola por caminos de claridad; las afirmaciones que iluminaban las zonas oscuras, que guiaban; y también necesitaba ese gesto que siempre hacía cuando dudaba apretando sus labios que le reforzaban la curva de sus mejillas enmarcadas por la barba. ¡Ay! ¡Cómo necesitaba una caricia de sus manos! Las imaginó tomando su rostro, meciendo sus cabellos, se vio reclinando la cabeza en su hombro, cobijándose en su pecho, oliendo su per- fume. ¿Cómo era que la memoria le acercaba su perfume? Sí, Ernesto tenía un perfume a maderas, a bosque, a manantial. ¡Dónde estabas Ernesto que no respondías al llamado! “Reina, es hermoso ver marcando mi camino tu pisada pequeña o ver tus ojos enredándose en todo lo que miro, ver despertar tu rostro cada día sumergirse en el mismo fragmento de sombra cada noche”. 109
…Volvieron a su mente los versos de Neruda que cierta vez le recordara Ernesto. Estiró su brazo para descubrir el celular; volvió a enviarle un nuevo mensaje: “Hola, ¿dónde estás?, beso”, y abandonó el apa- rato en la reposera. Cerró los ojos y trató de atesorar aquellas imágenes de él. DÍA SÁBADO 21 DE MARZO Se obligó a hacer algo de gimnasia por la mañana. Luego encendió la computadora y buscó la página de algún diario para actualizarse: “Precios máximos para alimentos de la canasta básica y productos de primera necesidad” decía uno de los títulos. Después tomó su celular y buscó los mensajes que en los días anteriores le había enviado a Ernesto. Sí, tenían el signo de leídos. Entonces, no era ajeno a sus llamados. Era evidente que no quería atenderla. Decidió entonces llamar al padre Tomás. —Padre Tomás, ¿cómo anda todo por allí? —¡Hija, querida! Sé que estás en aislamiento, me contó Ernesto. —Sí, padre y justamente lo llamaba porque Ernesto no responde a mis llamados desde hace dos días, pensé que Ud. sabría algo. —Ernesto estuvo anteayer aquí, con los jóvenes que quisieron pintar unas paredes sobre prevención del coronavirus. Pero, estuvo por la mañana, luego no sé. —¿Le notó algo raro? —¿Qué podría ser algo raro, hija? —¡Ay, padre!, no sé, veníamos hablando todos los días y, de golpe, no respondió más. —Te noto algo angustiada; … ¿me estoy equivocando? 110
—Tal vez no, padre; ya lo voy a superar. —Sí, el aislamiento es difícil. —Lamentablemente no creo que sea por eso. —¿Te puedo ayudar? ¿Querés que te vaya a ver? —No, padre, con todo lo que Ud. debe estar haciendo allí con este problema. Si fuera en otro momento lo recibiría con los brazos abiertos, literalmente. —Pero, parece que vos estás deseando que sea otro quien te abra los brazos, o me equivoco. —¡Ay, padre!, Ud. siempre tan perceptivo. —Los ojos del Señor registran todo; no solo los ojos, los oídos, los labios y hasta su nariz, jajaja. y… algo huelo… —¿Qué me quiere decir? —Que, a tu joven requerido, me pareció verlo medio cabizbajo, pero al hacérselo notar me lo negó; …igual, no daba el momento para confesiones, porque andábamos en la calle con el padre Néstor y los chicos. Si algo sé, te llamo. Me dijo que hoy no venía, pero mañana le puedo preguntar, tal vez no le ande el celular, no sé. —Bueno, padre, no sabe cuánto me reconforta escuchar su voz. Muchos besos, chau No bien cortó con el padre, un mensaje entró en el celular y su corazón se aceleró. Miró creyendo que era Ernesto, pero no, era de Raúl informando que la llamaría. Rápidamente subió a la ha- bitación; allí tenía una pared blanca para usar como fondo; no quería que supiera de su mudanza a la casa y que no tenía la notebook. Encontrado el lugar, se comunicó ella por el celular en videollamada. 111
Él se excusó por no comunicarse debido a que se estaba ocupando de gestionar su vuelta. Nayeli no insistió; le dijo que suponía que estaría haciendo las cosas lo mejor posible; ninguno de los dos sabía cómo continuar la conversación. Él no reconoció el fondo de su pantalla y le preguntó dónde estaba; Nayeli se alegró de haber tomado esa precaución. Imitó una voz de película y le dijo: —Oye, chico, estoy tomando un trago en el bar de la gasolinera, ¿quieres acompañarme?… —dijo imitando los diálogos de las películas. Y siguió— Sos boludo, ¿dónde querés que esté? …en la habitación, me iba a dormir la siesta. Bueno, no te molesto más. —La próxima, llamame acá al celu, porque la notebook está fun- cionando mal. Beso. Tiró el celular en la cama como queriendo alejar a Raúl… pero después imaginó que por la misma vía podía llamar Ernesto y lo recogió con arrepentimiento. Se animó y volvió a reiterarle un mensaje a Ernesto y se tiró en la cama. Era demasiado evidente que no la quería atender. Se puso a pensar desde cuándo no lo veía físicamente. Fue rebo- binando la película y llegó a la noche de la fiesta que recordaban días pasados, la de la mujer de rojo…, la del vestido azul… No veía a Ernesto, en espacio y tiempo real, desde fines de no- viembre. Pero qué raro… recién descubría que no había estado en ningunos de los festejos de las fiestas de Navidad o año nuevo. Siempre solía pasar alguno de esos festejos con su familia. Y tampoco había asistido a las reuniones de despedida del año, ni la de la empresa, ni la del Centro Médico, había puesto sendas 112
excusas. Ahora aquella noche pasaba a tener más significado. El vestido azul, volvió a aparecer en su memoria. Dejó la habitación y bajó al living. Se sentó frente a la compu- tadora, buscó y abrió la carpeta con las fotos de la fiesta. Ya no le importó la mujer del vestido rojo, buscó a Ernesto. Estaba ele- gante, con un traje oscuro y camisa en suave color melón. Allí estaba, brindando con ella, mirándola a los ojos. Amplió la foto tratando de decodificar el mensaje de su mirada. Me decías algo, Ernesto, y yo evitaba tu mirada, ¿estaba sonrojada? Buscó otra foto, sí, allí estaba otra vez mirándola desde lejos y sonriendo, como respondiendo a algo que ella decía. ¿Y esta otra?, ¿estaban bailando?, todos juntos, él cerca de ella, ¿Había bailado con ella?; no lo recordaba; también la miraba sonriente. En ésta, ella tenía sus brazos levantados, …la mano de él rozaba su cintura, sí, estaba bailando con ella; aparecía claramente en la siguiente foto. Cerró los ojos, sintió su mano tibia pasando por su espalda, ayudándola a girar. Algo había tenido de particular para él aquella noche. Y en esa otra, ella tenía sus manos sobre sus hombros, se reían. En las siguientes, volvía a estar alejado, con su vaso de wishky en la mano. Acá, todos levantando las copas mientras su marido posaba para la foto con el brazo en su hombro. En todas las siguientes, no aparecía. ¿Se habría retirado? No recordaba que se hubiera ido de la fiesta o por lo menos, no lo había percibido esa noche. ¿Por qué te fuiste, Ernesto?, ¿qué pasó? No estás en ninguna foto más. Conectó la impresora e imprimió la foto en que bailaban juntos. Acarició su rostro, ¿por qué te fuiste? Se fue a dar una vuelta por el parque. Se acercó a las plantas y tomó las hojas entre sus palmas, sintió la frescura, percibió su textura, cerró los ojos para recibir la energía. Lentamente, se 113
acercó al fresno que recién comenzaba a amarillear, y lo abrazó, le pidió prestada su fortaleza, le habló, le rogó, respiró su olor que le trajo el recuerdo del perfume de Ernesto. ¡Gracias!, le dijo. Algo diferente llamaba la atención a sus oídos: el vibrar de las copas de los árboles como un reeditado murmullo, el teclear de las hojas que comenzaban a caerse y chocaban con las otras, el quedo sonido de la brisa, el roce de una rama sobre otra, los llamados de conquista de la pareja de calandrias y la presencia del silencio entrelazándose con cada sonido… Recién se dio cuenta: habían desaparecido los ruidos del tránsito, por eso percibía hasta los sonidos más leves. Era un bello suspenso, reparador del alma. Un silencio que se metía en el cuerpo y ocupaba todos los rinco- nes… Suspendió más su respiración para gozarlo, para no interrumpirlo. Caminó unos pasos y se paró cerrando los ojos. Suavemente, alejó una pierna hasta apoyarse en las dos, las flexionó levemente y levantó plásticamente los dos brazos hasta la altura de los hom- bros y luego los bajó apenas flexionados acompañando también con las rodillas. Levantó sus palmas hacia arriba y así esperó recibir en sus manos la fuerza que necesitaba, la energía chi. ¡Cuánto hacía que no se encontraba con el tai-chi! Después abrió sus ojos y lentamente volvió a entrar a la casa. Ha- bría que empezar a reconocer algunos beneficios que traía la pandemia. Encendió el sistema de riego para percibir con nuevos sentidos el sonido del agua. Creyó conveniente entretenerse con algo y recordó el Power Point que había comenzado a hacer sobre las fotos familiares. Encendió la computadora; se fue a preparar un mate y llenar el termo con agua; así estaría acompañada. 114
Observó que, tal como correspondía, había comenzado a ordenar las fotos por orden cronológico. Aparecían tatarabuelos en las típicas poses inducidas por fotógra- fos profesionales, casi los únicos que existían. Eran hombres barbudos, de anchos bigotachos, con traje, chaleco cruzado por la cadena del reloj, cuello palomita y moño, parados con el codo apoyado en un alto taburete, con mirada adusta. Las mujeres, generalmente sentadas, con los infaltables vestidos negros producto de los largos lutos que se acostumbraba llevas por largo tiempo en aquellos años, cuellos altos con puntillas y cabellos recogidos. Había una foto grupal de un establecimiento educativo. En una pizarra, que sostenía un alumno, se leía “Colegio Juan Larrea” pintado con tiza. Estaba sacada en un costado de un patio cubierto al que asomaba una altísima puerta de doble hoja y claraboya. Eran casi sesenta alumnos, de los cuales solo cuatro eran mujeres que vestían largas prendas tableadas con cuellito de broderie y horribles zapatones tipo borceguíes. Los pibes posaban todos de traje con altas botonaduras, algunos con monito, otros con frunci- dos moños de lazos, otros con pañuelitos atados bajo el cuello almidonado de la camisa; los más niños tenían todavía pantalones cortos y saquitos con cuellos marineros y corbatines de variados formatos. En lo alto de la pared, un antiguo reloj informaba con sus números romanos y sus agujas góticas que eran las 15:45hs. Tres profesores o maestros acompañaban al grupo con sus caras adustas. ¿Quién de aquellos serios niños pertenecería a su fami- lia? Le sacaría una foto con el celular y se la pasaría a su papá para ver si él tenía algún dato. Acá había otra foto que no identificaba. Era de un hombre joven, de traje claro, apoyado en una pared, un pie cruzado y las manos 115
en los bolsillos del bolsudo pantalón. Tenía una mirada aguda, como si se estuviera conectando con el que lo observaba desde el futuro. Nayeli lo miró largamente, como si esa persona le enviara un mensaje que le era conocido; había un nexo entre esa persona y ella, y no podía descubrirlo. En un costado había una fecha 1941. Llamó a su papá en busca de ayuda. —Pa, ¿cómo andás? Viste, ahora nada de andar de paseo, tenés que hacer cuarentena obligatoria. —Y bueno, hijita, mientras tenga una computadora o una máquina de escribir o un cuaderno y una birome, yo me arreglo. —En poquito termino mis catorce días y te voy a llevar provisio- nes para que tengas. —Mucho papel higiénico, que parece que detiene el coronavirus —se rio— ¿Viste la gente acaparando papel higiénico en los supermercados? —¿No me digas? ¡Qué loco! Trato de encender poco la tele. —Bueno, pero mirá películas, tenés que entretenerte. —Estoy entretenida… no sabés cuánto. Tengo una curiosidad. Estoy ordenando fotografías familiares y me aparece un mucha- cho morocho, sin bigote, de mirada aguda, sin corbata, bastante informal para la moda de ese año. Algo me resulta familiar, pero no alcanzo a descubrirlo. Esperá que te envío la foto —Y le envió la foto que había sacado. —¡Ah!, sí, es tu tío abuelo Rafael. —No me digas que era el tío Rafael, claro que lo recuerdo, pero cuando era más grande… Era un personaje. Yo era muy chica, aunque rememoro bastante porque era muy histriónico. No puedo evocar el tema de sus discusiones, pero lo veo acaparando la aten- ción en las reuniones familiares. Era quien tomaba una guitarra y cantaba canciones… de la guerra civil española: por las tierras 116
de Burgos / anda Mola sublevado, /ya veremos cómo corre /cuando llegue el tren blindado. /Anda jaleo, jaleo, jaleo, /silba la locomotora / y Mola se va a paseo… —Sí, te acordás bastante… Había una parte de la familia a la que le producían bastante escozor sus diatribas; no querían recordar. —¿Por qué? —¿Querés que te cuente su historia? —Claro. —Rafael había nacido, creo que en 1920, en España, era el hijo menor de la familia, el hermano más chico de mi viejo. Al poco tiempo de nacer, en España comienza una dictadura conservadora con Miguel Primo de Rivera apoyada por el clero, el ejército y los grandes propietarios rurales. —Siempre igual, ¿no? —Así es, hija. Perece que mi familia intuyó que la cosa se iba a complicar y comenzó los trámites para venirse a la Argentina. Acá, estaban estimulando la inmigración de campesinos en gene- ral u obreros, requerían mano de obra. Cuando llegó el momento de partir, sería 1935, Rafael, que era apenas un adolescente, les dijo que se quedaba. Había comenzado a simpatizar con un grupo perteneciente al movimiento revolucionario que había derribado la monarquía española en 1931. Pero el programa de reformas políticas de este movimiento, que hablaba de amnistía y reforma agraria, activó a las fuerzas conservadoras que conformaron una organización llamada Falange para luchar contra el comunismo. Fueron años difíciles y en 1936 asesinan a un diputado derechista. Eso sirvió para desencadenar un golpe de estado comandado por Franco que, aunque no fue exitoso, logró dividir a España entre republicanos y falangistas. Ahí, con dieciséis años estaba tu tío abuelo, sin familia, solo con amigos. 117
Bueno, la historia que siguió vos ya la conocés por los libros: terminó después de tres años, con más de cuatrocientos mil muer- tos y casi toda España destruida, ¡ah!, y con Franco en el poder. Pero la historia del tío siguió así: muchos republicanos lograron refugiarse en Francia, entre ellos Rafael, que todavía no llegaba a los veinte años. ¿Sabés por qué cosa era reconocido y buscado por sus camaradas y luego por todos los exiliados? —No. —Por escribir cartas para familiares; …no era mucha la gente que sabía redactar bien. Así que lo buscaban con un pedacito de papel en la mano y le pedían que les escribiera a los familiares que le indicaban. La mayoría de las veces él enriquecía la redacción y muchas otras hacía contactos para que las misivas pudieran salir sin interrupciones. —¡Ay, pa, me emociona! —Otro día buscate la historia de La Pasionaria, Dolores Ibárruri Gómez, una mujer increíble que tu tío abuelo conoció. —Bueno. —Algunos países comenzaron a realizar gestiones para exiliar a estos refugiados y darles radicación. La familia, acá, se conectaba con las organizaciones que propugnaban ese auxilio. Pero el go- bierno argentino de esa época, tanto Justo como Ortiz, que repe- lían al exiliado político, se declararon prescindentes dado que en este país también acallaban los reclamos sociales locales. Igual- mente hubo muchísimas gestiones de organizaciones de socorros mutuos. Hubo campañas; hasta el diputado Solari presentó un proyecto para radicar un millar de familias que se encontraban en campos de concentración franceses, pero su propuesta fue rechazada por la Cámara de Diputados; tampoco sirvieron sus gestiones ante el embajador argentino en París. El gobierno 118
argentino temía recibir refugiados cuyos gobiernos acusaban de izquierdistas y enemigos del orden establecido. Entonces, el ex embajador español en Chile, Rodrigo Soriano, pidió al gobierno de ese país que concediera asilo a aquellos refugiados en Francia que estaban viviendo en condiciones de hacinamiento. Con las negociaciones de Pablo Neruda, como cónsul especial para la inmigración española en Francia, se logró hacer posible la llegada de 2.078 españoles. Neruda se conectó con Buenos Aires, Rosario y Montevideo, ciu- dades en las que concitó la colaboración de los organismos soli- darios argentinos y uruguayos que participaron en el financia- miento de esta empresa migratoria. En el viaje de vuelta, tras casi un mes de navegación, tu tío Rafael llegó a Valparaíso, Chile, en el navío Winnipeg. Se quedó más de un año en Chile como maestro de escuela y después cruzó en tren a la Argentina. Así pudo reunirse con nuestra familia. Igualmente, Rafael tuvo que estar un tiempo en forma ilegal cosa que no le impidió pertenecer por un tiempo a grupos políticos que luchaban en nuestro país por la justicia y la equidad de forma clandestina. Durante ese tiempo, mi mamá me contaba que en las reuniones familiares se prohibía hablar de política por la diversidad de opi- niones que había en su seno. Igual, él, con su guitarra cantaba las coplas de la guerra civil española. —¡Ay! Papá, si hubiera vivido más tiempo habría podido conversar con él. —Te digo que a tu madre le producía escozor; …ella, una “niña bien” y que alguien le hablara de los pobres al poder —Lo tentó la risa—. Igual, él se la compraba; se le acercaba con la guitarra 119
y le decía: “¡Vamos, sobrina, bate palmas, bate palmas, niña hermosa!” …—Y ella reía. Nayeli imaginó la escena y sonrió. —Pero nosotros llevamos dentro algo de él; …vos también, hijita. —Seguro, no sabés lo que sentí cuando vi la foto. No reconocía su imagen de joven, pero sentía que era algo muy mío, fue muy fuerte… Aunque yo era muy chica cuando murió, su persona dejó profundas huellas en mí. Gracias, pa, por traerme estos recuerdos y esas historias que son parte de mi pasado. —Bueno, hijita, a mí también se hizo bien recordar. —Dale, pa, nos hablamos, cuidate, beso grandote. Se quedó repasando la historia. Pensó que a Ernesto le gustaría conocerla. Desde el fondo de su memoria le resonaba una parte de una canción: “El ejército del Ebro, Rumba la rumba, la rumba lá El ejército del Ebro, Rumba la rumba la rumba lá Una noche el río pasó, ¡Ay, Carmela! ¡Ay, Carmela! Una noche pasó el río. ¡Ay, Carmela! ¡Ay, Carmela! Y a las tropas invasoras, Rumba la rumba la rumba lá Y a las tropas invasoras, Rumba la rumba la rumba lá Buena paliza le dio ¡Ay, Carmela! ¡Ay, Carmela! Buena paliza le dio. ¡Ay, Carmela! ¡Ay, Carmela!”. 120
El atardecer la envolvió en melancolía y guardó todo apagando la computadora. Apagó el riego y se arrellanó en el sillón. Se ima- ginó contándole aquella historia a Ernesto. Al volver a pensar en él sintió la vivencia de una pequeña muerte, el final de algo… Una vez, Ernesto le había hecho ver que cada final era el paso hacia un nuevo comienzo… ¿Estaría dirigiéndose hacia una etapa siguiente, superadora tal vez? Ella, que tantas veces y por su profesión, se conectaba con la muerte, recordaba a quien le había hecho meditar sobre la imagen de la parca; ésta tenía una hoz, pero la hoz era la herramienta de la cosecha, era la que se utilizaba al cortar el grano del tallo que después se convertiría en pan. ¿Qué aspectos alimentadores traía cada muerte? Era una reflexión muy enriquecedora. Le había hecho bien traer esos pensamientos a ese momento. La vida podía ser abordada como un fascinante campo de aprendi- zaje y ella sentía que estaba aprendiendo. Sentía que muy dentro, se estaba gestando una transformación y que la estaba constru- yendo mientras iba eligiendo sabiamente los pequeños actos de cada uno de sus días presentes y pasados. Sentía que el cambio comenzaba en su interioridad y que podía irradiar hacia afuera… y en ese afuera esperaba encontrarse con Ernesto. Estaba descubriendo que era capaz de analizar, compren- der y transformar… y, en gran medida, su calidad de vida dependía de ello. DÍA DOMINGO 22 DE MARZO Lo primero que hizo fue comunicarse con sus compañeros del hospital. Deseaba saber cómo gestionar la realización del test que 121
definiera su situación. Ellos, que estaban ansiosos de que se reincorporara al equipo, le manifestaron que rápidamente iban a gestionar la toma. Nayeli les pasó su nueva dirección. Horas más tarde recibió la visita del equipo que, siguiendo el protocolo, le hizo el hisopado, guardó la muestra y se retiró. La muestra salía con la recomendación de que se necesitaba el resultado con celeridad para que la doctora definiera su situación; en el hospital necesitaban sus servicios. También había tomado otra determinación. Llamó a su abogado, Pedro, y le informó que había decidido pedir el divorcio y le preguntaba si la podía representar. Él contestó afirmativamente y le informó que, en cumplimiento del art. 438 del código civil y comercial, debía acompañar una propuesta y, para redactarla, tenía que saber: qué quería ella respecto a vivienda, distribución de bienes, compensaciones económicas y… nada más, puesto que hijos no tenían. —Vos sabés, Pedro, que primero pensé: “que se quede con todo” y después recordé algunas ideas que podría desarrollar en el ámbito de la ayuda social y la plata me vendría re bien. Así que le voy a pedir la casa de Caballito y la parte que me corresponda de los bienes de la pareja; …eso se irá arreglando. ¿Con eso te alcanza para hacer la petición? —Sí, la redacto, te la leo y la presentamos. —Vos prepará todo y yo te voy a decir el día en que la presentás; ¿está bien? —Ok, cualquier duda te mando un mensaje. Abrazo… virtual, jajaja. —Igual Pedro, y gracias. —Por nada. 122
Pidió un delivery para el mediodía; no tenía ganas de prepararse algo. Encendió la computadora y pensó en buscar otros temas que la distrajeran. Recordó a la escritora Jessica Isla y buscó el archivo donde había guardado los artículos que no había podido comentar con ella personalmente. Después de leer un rato pensó que era conveniente extraer algunos conceptos y girárselos al grupo de MM puesto que confirmaban los datos que ellos habían ido relevando. Jessica era muy crítica y mostraba realidades que a veces algunos periodistas contaban como si fueran valientes guerreros que habían corrido riesgos para brindar la información. Ella los criticaba porque después de dar la información volvían a “su casa de Primer Mundo, lejos de estas barbaries, al estilo de “Un Mundo Feliz” de Huxley, donde los Alfas cada cierto tiempo visitan a manera de estudio, las zonas salvajes (que podrían interpretarse como nuestros países de tercer mundo) para conocer de primera mano sus formas de vida, su barbarismo y de paso consagrar con este estudio, su futuro intelectual. Nada dicen desde luego, de la ternura y el abrazo entre compañeros y hermanas, de la taza de café y el pan compartidos en el calor de las tardes, de la venganza del pueblo con memes y risas, de la fuerza de sus mujeres, los juegos de nuestros niños y niñas, de las luchas que hemos sostenido”… “más vale mejor fijarse en cada defecto y grano, cada pústula, para narrarla con lujo de detalle, evitando los pliegues de afecto y solidaridad con que les reciben, porque al fin y al cabo, eso está muy alejado del morbo que vende y que es un discurso que estos hombres están ayudando a posicionar…”, en palabras de Jessica. Nayeli siguió seleccionando párrafos de los artículos de Isla: 123
“Todo este preámbulo no es para negar estas realidades que ha- cen que hombres y cada vez más mujeres con sus hijos e hijas huyan de sus casas y de nuestro país, porque eso sería absurdo e ingenuo. No, no es eso. Es para decir que estoy cansada de los mismos huevones estilo cowboys que se “atreven” a adentrarse a nuestro país como a cualquier otro latinoamericano. Me cansé de escuchar su voz validada (y muy bien vendida) sobre los horrores a los que nosotros y nosotras como pueblo vivimos cada día, pero que con la misma fuerza resistimos, por obligación o por opción. Me cansé de leer esas voces que no dan cabida a la luz y a la esperanza que construimos necios y necias, desde adentro”. “Así que no podemos negar que hay fuerza en nuestras luchas, hay poder, hay alegría frente al dolor al mismo tiempo, hay vida frente a la muerte, porque insistimos, pese a los golpes, en “levantar en andamios la esperanza” con palabras de nuestra Clementina Suárez. Para las que tenemos que huir y para las que elegimos regresar a esa Honduras herida, estamos en el camino, recuperando nuestra palabra, raptada y envilecida por machos y medios ansiosos de reconocimiento, venta y fama. No deberíamos aceptar ese destino de tierra salvaje, al más puro estilo imagina- rio patriarcal… También veo al hombre que les juró amor a las madres y terminó asesinando a sus hijas o al ladrón que esperó a la chica que sé no se dejó robar para hacerle pagar con su vida la osadía de resistirse y por supuesto, al hombre que rapta a la bebé para violarla y después tirarla en un cubo de basura, al jefe del crimen organizado que rapta y comercia con mujeres o a los tipos que dirigieron su mirada a aquellas adolescentes que se negaron a obedecerle y a las que finalmente terminaron en bolsas negras. 124
Las que estuvieron en un lugar y hora equivocados porque desafiaron la creencia que las calles, las noches y la vida son de los hombres. Los veo a ellos, monstruos pequeños e intuyo la luz de las que quedan… Una mujer que son miles de mujeres que resisten y guerrean, que no caen sin pelear por la vida, a cada minuto, a cada segundo, ya sea enfrentando o huyendo de la muerte con sus hijos e hijas, con sus cuerpos niños, jóvenes o viejos, con sus discapacidades, con su color de piel negra o profundamente indígena, con sus vestidos trans. Todas somos Honduras, no porque sea literal- mente cierto, si no, porque esa es la utopía que nos impulsa a seguir. Y porque al final, quieren desaparecernos porque son ellos los que tienen miedo de nosotras, tienen miedo de nuestro poder, de nuestra sexualidad y nuestra fuerza. … porque siguiendo la utopía feminista no reescrita de Cien Años de Soledad, ésta diría: “Para la coronela Aureliana Buendía fue el límite de la expia- ción. Se encontró de pronto padeciendo de la misma indignación que sintió en la juventud, frente al cadáver de la mujer que fue muerta a palos porque la mordió un perro con mal de rabia. Miró a los grupos de curiosos que estaban frente la casa y con su antigua voz estentórea, restaurada por un hondo desprecio contra sí misma, les echó encima la carga de odio que ya podía soportar en el corazón. —¡Un día de estos —gritó—voy a armar a mis muchachas para que acaben de una vez con estos asesinos de mierda!”. Jessica había pasado al femenino las palabras del coronel Aureliano Buendía, que, pensó Nayeli, también las podría haber dicho Úrsula, tan luchadora frente a las tempestades. Se sintió conmovida por la forma en que Jessica narraba las verdades que 125
ellos, en sus investigaciones y entrevistas habían verificado. Conocía perfectamente esa realidad a la que se acercaba dolorosa- mente tantas veces; su sensibilidad le impedía enfrentarse con el grado de profesionalidad que la alejara del compromiso afectivo. Y los datos respecto a los femicidios, no diferían mucho a los de todos los países. “La matria está bañada por la sangre de los femicidios”, había dicho Jessica. Recordó también que a su clí- nica concurrían mujeres que nadie las hubiera imaginado maltra- tadas por sus parejas y que el conflicto salía en el cruce de datos en el servicio de interconsultas que brindaba el centro. Hizo una relectura de algunas aproximaciones que habían reali- zado para MM y veía en ellas la realidad que manifestaba Isla en sus palabras… Se quedó pensando recostada en el sillón… Pensó que, por el mo- mento, era suficiente. Cuando iba a cerrar el ordenador linkeó otro sitio en que Isla participaba, pero donde había poemas relaciona- dos con las mujeres. Leyó un poema que ella escribió en home- naje a Suyapa Martínez, dirigente política feminista hondureña: “Soy este cuerpo dibujado a golpes Que camina día tras día bajo el sol, bajo ese cielo incierto de máquinas aladas, en medio de ráfagas de humo y sonido de fusiles. Soy infinidad de rostros: el de un chico asesinado, el de la abuela que camina, el de la gente lenca armada de una paciencia infinita, el de la pintora de mantas, el de la chica de las muletas 126
que se enfrenta de a pedazos o en conjunto a las murallas verde olivo cargadas de violencia. Puedo decir que de mi cuerpo salen muchos olores. El de la montuca fresca el de la tortilla y los frijoles el de las manos sudadas y cuerpos cansados pero también el olor de sangre derramada el de gas y pólvora el olor a muerte y miedo. Mi garganta está poblada de voces: estoy en las discusiones acaloradas de las asambleas en el grito de la maestra, en el relato de la joven violada, en la protesta de los golpeados, de las torturadas, en la voz que canta en las calles. Soy miles de sombreros, cientos de palabras, soy abrazos, lágrimas, ternura, carcajadas. Estoy llena de sonrisas que iluminan el día, colores que vienen de todas partes, tengo alegría, ganas de bailar, tengo esperanza. 127
Porque sin mí las calles se quedarían solas. Porque sin mí las paredes no dirían nada. Porque soy tus manos, tus pies cansados tu voz. Yo soy la resistencia. Y debajo encontró estas palabras de Emma Gunst: “Debes cons- truir la lengua que habitarás, y debes encontrar los antepasados que te harán más libre. Debes construir la casa donde ya no vivirás sola. Y debes construir una nueva relación sentimental mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo edificarás sobre la hostilidad general, porque los que han despertado son la pesadilla de los que todavía duermen”. Y le temblaron las manos en el teclado… ¿qué está pasando… Emma Gunst, estás espiándome detrás de la computadora, por qué me decís estas palabras justo a mí, justo hoy, justo ahora?, le susurró Nayeli. Un escalofrío la recorrió. ¡Basta por hoy! ...y apagó la compu. Recogió las piernas y entrecerró los ojos por un rato. ¡Amarás de nuevo!, había dicho Gunst… Recordó parte de un poema de Luis Sepúlveda que en ese momento luchaba contra el coronavirus en un hospital y había escrito en 1999: …“Porque las mujeres de mi generación nos marcaron con el fuego indeleble de sus uñas la verdad universal de sus derechos. Conocieron la cárcel y los golpes 128
habitaron en mil patrias y en ninguna lloraron a sus muertos y a los míos como suyos dieron calor al frío y al cansancio deseos al agua sabor y al fuego lo orientaron por un rumbo cierto. Las mujeres de mi generación parieron hijos eternos,…”. Y Nayeli se quedó repitiendo en un susurro las palabras de Emma. Más tarde se acercó al paquete del delivery que hacía varias horas había llegado. Dio unos mordiscos a unos sándwiches triples. No tenía hambre, pero sí sed. Sacó una botella de agua mineral de la heladera. Tomó el celular y le mandó un nuevo mensaje a Ernesto: “llamame, necesito escucharte… por favor… Sé que estás ahí” y se fue a caminar por el parque. Caminó erráticamente largo rato mientras sorbía su agua mineral como si surgiera de un manantial; deambuló sin intención, como si ese caminar motorizara sus reflexiones, las reordenara, las categorizara. A lo lejos escuchó la música de su celular y salió corriendo y casi haciendo malabarismo logró habilitar la llamada. —Hola, Nayeli, ¿cómo estás? —Era Ernesto No le salían las palabras… fue largo el silencio. —Y… más o menos. —¿Sentís algún síntoma, tenés fiebre? —No… no va por ahí… ¿Por qué no me respondiste los mensa- jes? —Mirá, te llamé porque me decidí a contarte… ¿Estás dispuesta a conocer algunas cosas que explican casi todo? —Estoy pasando por una etapa de verdades… así que… adelante. Ernesto comenzó a hablar quedamente, con dificultad. —¿Te acordás que el otro día compartí con vos muchos de mis recuerdos? 129
—Sí, cómo olvidarlo. —Te conté solo hechos, no sentimientos… y aquí van. Hace más de diez años que nos conocemos. Desde el principio, nació una corriente de afecto que se fue consolidando con el tiempo y con las actividades que compartíamos. Algunas fueron casuales, pero, a medida que pasaba el tiempo otras situaciones y encuentros fueron intencionales, por lo menos en lo que respecta a mi parte… A medida que te fui conociendo más profundamente, fui sintiendo la necesidad de estar con vos, de compartir mis cosas con vos y de participar en las tuyas. Así me fui involucrando en tus proyec- tos, …me encontraba en mi departamento buscando alternativas a problemas que vos me consultabas, …después me comprometí con tus realizaciones, me sentí, no imprescindible pero, por lo menos, necesario aunque no sabía si realmente para vos yo lo era. Y, cuando menos lo pensé, me encontré saludándote antes de dormirme o viendo tu imagen en el espejo cuando me cepillaba los dientes. Supongo que estas cosas no le pasan a los pendejos sino a los tipos más grandes, ya jovatos para los pasatiempos y todavía jóvenes para proyectar vida. Pero vos no eras idónea en los juegos de seducción ni yo dominaba los pasos de la conquista. Y, cuando creía que se iba a dar una oportunidad, obtenía de tu parte solo un resultado cercano al apego que produce la buena amistad. Y, …por favor, no quiero decir que reniego de nuestra amistad, pero, cuando me di cuenta de que pasaba algo más, no supe cómo manejarlo. ¿Querés saber una cosa?, yo aceleré la construcción de mi casa, la que te mostré la otra noche, porque imaginé que la íbamos a inaugurar juntos. Ya está, te lo dije — Ernesto respiró profundo y continuó—. Y un día apareciste galar- donándome con la distinción de testigo de casamiento. Siempre me arrepentí de no haberte arrinconado en una esquina y 130
desmayarme en tu boca, enloquecer tu cuerpo y delirar diciéndote que era yo el que te quería… Pero no lo hice, respeté tu elección, respeté tu ceremonia, respeté tus fiestas, respeté el papel del amigo del matrimonio… y respeté… y respeté. Y, querés que te diga algo, …aguanté hasta aquella noche de noviembre, la de la fiesta en que estabas tan hermosa con el vestido azul. La fiesta en la que rodeé tu cintura mientras bailábamos y olí tu perfume… y allí no pude más. Me pegunté qué estaba haciendo, me pregunté hasta cuándo iba a seguir en ese rol… y me fui, me fui para no verte más— Trató de calmar su respiración y siguió explicán- dose—. Comencé a hacer el duelo… No lo pude hablar con nadie, ni con el padre Tomás que es mi mejor amigo. Por suerte, vos te fuiste a Honduras y el saberte lejos me trajo algo de sosiego. Y, cuando volviste y me llamaste, me di cuenta de que las brasas no estaban apagadas. Sin pensarlo, te juro, sin proponérmelo, te seduje y me seduje vía skype, digo, “me” seduje, porque yo mis- mo me induje a “invitarte a mi casa” …tal vez porque era a distan- cia y no iba a tocarte… y no iba a romper esa relación encantada de amistad suprema que habíamos construido. Una amistad que sí fue, durante los primeros años, pero que después se transformó, de mi parte, en amor. Y me arrepentí de haberte “convidado” a mi casa, me arrepentí al pedirte que te pusieras el vestido de mi última noche. Quise verte sonreír otra vez, poner mi mano en tu cintura, como en aquella fiesta, aunque fuera virtualmente… imaginar tu piel en mi mano… Y me arrepentí… y hubiera que- rido desaparecer después de ese encuentro virtual pero te sentí tan sola haciendo tu aislamiento que, cuando me volviste a llamar, te volví a hablar… Después de unos días, no pude más. Venía de noches sin dormir y decidí cortar… y no contestarte las llama- das… Pero, ayer pensé que te debía una explicación… y que 131
debías saber que pedí el traspaso a una universidad en el sur y que, no bien se active la administración en la Universidad, me mudo… Vos tenés tu matrimonio y yo soy el testigo de él, debo velar por esa unión, amén. Ya está. Un prolongado silencio llenó los espacios que ambos compartían. A Ernesto se le habían acabado las palabras, y Nayeli sentía rodar las lágrimas calientes por su rostro sin que ello descomprimiera su garganta permitiéndole emitir alguna palabra. —Nayeli… Nayeli quiere decir “te quiero”, ¿no? ...entonces, nayeli, nayeli, nayeli… Adiós. Y cortó. El grito desgarrador de Nayeli se irradió en la casa y le siguió el llanto que, más que llanto, parecía el jadeo desesperado de un mal parto, …un parto donde jugaban la vida y la muerte, un llanto que necesitaba el pujo de todas las fuerzas para expulsar algo que vivía dentro y que era menester traer a la vida, el impulso primor- dial que solo el amor podía darle existencia. Y, al momento más álgido y potente, siguió el llanto silencioso, el llanto continuo, el llanto liberador. No supo cómo llegó a su cuarto ni cuántas horas durmió. DÍA LUNES 23 DE MARZO No sabía qué hora era. Tomó conciencia de que, cada vez que había querido levantarse, sus fuerzas no la ayudaban. No sentía motivos para hacerlo o tal vez lo que necesitaba era llegar al fondo de su angustia, al fondo de su dolor. Por momentos se sentía cul- pable de haberle infligido a Ernesto tanta aflicción, tanto pesar… 132
y durante tanto tiempo. Pero luego vislumbró que no hubo inten- ción en su actitud, simplemente que las barreras, que se había impuesto, no le permitieron descubrir los sentimientos más ínti- mos. Así, sin cambiarse, deambuló todo el día yendo y viniendo de re- cuerdo en recuerdo, de reflexión en reflexión, poniendo en orden sus razonamientos, liberando sus sentimientos. La luna asomando al ventanal le fue trayendo tranquilidad… había tocado fondo y por suerte había encontrado las fuerzas para pivotar y resurgir. Había ido encontrando la luz que fue apareciendo débilmente, al principio, pero con mayor intensidad a medida que enhebraba las razones, que afloraban los sentimientos verdaderos. Al duelo por lo que no había sido, le sucedió la esperanza que creyó ver después de tanto desconsuelo. Entonces se inventó un camino, una senda posible, una sucesión de actos que podrían conducirla a un futuro… y el corazón le mostraba, con cientos de palabras mudas, que esa era la dirección. Recién entonces tuvo ganas de gratificarse comiendo algo y abrió la heladera y organizó algo frugal que comió con lentitud, casi a oscuras, mirando la luna. DÍA MARTES 24 DE MARZO La despertaron los rayos del sol que entraban por las hendijas de la ventana. Miró el reloj. ¿Sería realmente un nuevo día? Nayeli comenzó por ordenar su trabajo. Pasó la mañana conver- sando por videoconferencia con sus compañeras del Centro médico. Había tomado la decisión de que Ailén, mientras durara 133
la emergencia sanitaria general, siguiera supliéndola porque ella quería dedicarse al hospital y a toda función que le requiriera la pandemia no bien le dieran el resultado del test. Lo habló con sus compañeras para organizar con ellas el período en que durara esta crisis sanitaria. Ellas le comentaron acerca de los turnos excepcio- nales que estaban otorgando, dado el aislamiento obligatorio, y las atenciones telefónicas o virtuales que estaban realizando para atender solo casos urgentes. Por supuesto estuvieron de acuerdo en que Ailén siguiera en su lugar. A pedido de sus compañeras, Nayeli les contó algunas cosas respecto a la realidad de las mujeres hondureñas, las profundas brechas sociales y los conflictos relacionados con la migración y los desplazamientos forzados. Les comentó que otra idea le daba vueltas por la cabeza pero que habría que esperar para ver si el futuro deparaba alguna certeza. Era obvio que hoy no había ninguna. Nayeli reflexionó más tarde sobre eso, sobre las certezas en un mundo con covid-19. Pensó, en esta época, en la cual todo se tiene que dar “ya”, en los recursos tecnológicos que permiten resolver las cosas en solo instantes y de forma eficaz y atractiva: obtener informaciones, datos, concretar compras on line, acordar citas, in- formarse minuto a minuto, resolver situaciones, realizar asocia- ciones, operar a distancia, emitir opiniones con dudosos argumen- tos. Pensó que, en esta época de inmediateces, el covid-19 enfren- taba a las personas con la incertidumbre… con la duda… con aquello que no está resuelto ni se conoce su evolución, con el achicamiento de horizontes… A esta humanidad, que creía tener todas las respuestas, el virus le plantea algo que había olvidado: la duda, la espera, la paciencia, la dependencia de otro congénere, la impotencia del “no saber cómo”, la necesidad de ayuda, la 134
subordinación a la buena fe del otro, la revalorización de las buenas intenciones, el replanteo de los tiempos, la reformulación de las economías, la importancia de las relaciones con presen- cia… y todo lento… todo más profundo, todo con un nuevo tiempo. Tal vez, pensó, los humanos necesitábamos parar y aprender a esperar, a confiar, a poner valor en otras relaciones, en otras situa- ciones, en otros afectos, a crear vínculos que, dentro de las dife- rencias, hablen de correspondencia y reciprocidad. Tal vez esto sea un tiempo nuevo, tal vez, el tiempo de ser mejo- res: ante la precariedad de la vida... el otro como garante. Había escuchado días atrás que el filósofo surcoreano Byung- Chul Han decía que la soledad tenía mala prensa pero que era constructiva no patológica… y que nos debíamos una introspec- ción obligada. Tal vez había llegado la hora de repensarnos. Cortó sus meditaciones el llamado del celular. Era uno de sus compañeros del hospital que le informaba que el test le había salido negativo y que esperaban que se sumara al equipo. Les ase- guró que sería lo antes posible pero que debía solucionar unas cosas. Tal vez la próxima semana ya estaría con ellos, les pedía que por favor le avisaran a su jefe. Le fotografiaron el resultado del test. Luego le enviarían la admisión que hacía el hospital para su reintegro. —Para que puedas andar por la calle y mostrar si te paran. —Gracias, nos vemos. La noticia la llenó de energía. Y le dio ganas de comer. Fue a la cocina y se preparó un rico almuerzo. Mientras comía, escuchaba en la radio que “el gobierno había gestionado un aporte de emergencia llamado, “ingreso familiar de 135
emergencia”, para las personas que recibían la UAH y para otros casos que se señalaban, como medida indispensable para disipar la situación de angustia e incertidumbre que genera la imposibili- dad de ir a trabajar, para garantizar el sustento económico necesa- rio para millones de familias argentinas pertenecientes a los secto- res más vulnerables de nuestra sociedad”. Decidió que se merecía una larga siesta, pero antes de retirarse a su habitación habló con el padre Tomás. Al levantarse ordenó la casa, luego colocó algunas prendas en una mochila que abandonó en el sillón. Después fue realizando todo como en una ceremonia. Se bañó con parsimonia, se humectó la piel con crema, luego se maquilló con dedicación, se recogió el cabello, se calzó y finalmente se vistió. Tenía un viejo piloto en un placard que se colocó encima, había escuchado que se pronos- ticaba lluvia. Bajó la escalera, tomó la mochila y el bolso, apagó las luces y se dirigió al garaje donde abordó el auto, accionó el portón y salió rumbo a su objetivo. Ernesto escuchó el timbre y apagó el horno donde terminaba de cocinar un pollo relleno que era la especialidad que el padre To- más prefería. Lo había llamado por la tarde y le había anunciado su visita. Dejó el repasador y se dirigió a abrir la puerta. Abrió toda la hoja y su corazón se detuvo. Nayeli estaba allí pa- rada, despojándose del piloto que dejó caer en el suelo, quitándose también el calzado. Estaba mirándolo a los ojos, con su vestido azul, con su mirada serena que había alcanzado la paz, con sus manos inquietas que no sabían qué hacer. Bajó los ojos y le dijo: —Me dio negativo el test del covid-19. ¿Estamos a tiempo para inaugurar la casa? 136
Él estiró un brazo que rodeó su cintura y la condujo suavemente hacia adentro cerrando la puerta. Lentamente pasó sus manos en su peinado y liberó su cabello. Sus dedos transitaron por su frente, circularon por sus mejillas, le acariciaron los labios, bajaron por el cuello, por los hombros; sus manos recorrieron los brazos hasta tomar las suyas y colocarlas sobre sus propios hombros. Entonces sus brazos se ajustaron a su espalda y le acercaron el cuerpo hasta su pecho para ir logrando que el calor de ambos cuerpos se su- mara. Con un temblor que apenas podía dominar, la ajustó contra sí hasta que sus curvas se fueran adaptando a las suyas y la respi- ración de ella le incendiara el pecho. Entonces la levantó en andas y la acostó suavemente en el sillón. Ella buscó los botones de su camisa, él, el cierre del vestido; los brazos se entremezclaban; las manos resolvían dificultades. Sin- tieron la necesidad de disfrutar hasta los estorbos que producía desvestirse, deslizando lentamente las prendas, rozándolas por sus cuerpos. Finalmente nada les impidió verse tal como se imaginaron, así, despojados, preparados para la ceremonia de ofrenda, para dejar de ser cada uno y fundirse en el nosotros. Ernesto se arrodilló y comenzó a recorrer el cuerpo de su amada acariciando sus pies, sus piernas, buscando sus glúteos con sus labios, dejando pequeños besos en algunas regiones, hurgue- teando con su lengua el hueco de su ombligo, mordisqueando su vientre para ir lentamente a la búsqueda de los labios del placer, la hendija dorada donde la perla valiosa esperaba la mano del pescador. Gozaban trémulos, sintiendo el calor, el sabor, el olor del otro, un perfume a madera, otro a jazmín. 137
Él trepó sobre ella que recibió su miembro dibujándole la piel. Ella recorrió su cuerpo, acariciando, apretando, mordiendo, hablándole a cada músculo con breves palabras de amor, dejando la humedad de su aliento como un sello. No hubo apuro, el tiempo acumulado en diez años les aconsejaba disfrutarlo, volver a empe- zar, sosegarse y volver a iniciar, llegar casi al grito y rogar la de- tención, mirarse jadeando, sonreír, apaciguarse apenas y comen- zar antes de que la respiración se calmara. Parecía un pacto tácito: extender la imaginación traspasando los límites habituales, en una comunión de confianza no de dominio, en una tensión deliciosa que iba y volvía. De a poco pudieron agregarle palabras de confi- dencia, susurros que los llevaban al prodigioso universo de la intimidad, verdades ocultas que ni ellos mismos habían regis- trado, un descubrir, un revelarse sensaciones nunca dichas, de ansias, de deseos solo imaginados hasta hoy y que podían mate- rializar en ese momento. Recargando de motivación los cuerpos hambrientos, volvían a explorar sus texturas, volvían a sus zonas de excitación recién descubiertas para proponerse una nueva intensidad, un nuevo ritmo, una ardiente energía que ninguno de los dos podía o quería controlar y que se aceleraba, se enredaba en palabras, daba y ofrecía, buscaba, pedía, acordaba y estallaba finalmente encabritada en un éxtasis tan parecido a la muerte, …esa dulce muerte cuya agonía acompañaron hasta los últimos latidos. Las manos rogaron una pausa; los ojos, compasión; sus pulmones, aire. —¡La petite mort! ¡A terapia intensiva, doctora, por favor! —Su- surró Ernesto y rieron sin fuerzas colocando una mano sobre la otra. 138
Se miraron felices de haber podido erradicar aquella melancólica cercanía que habían compartido los últimos años. Él la miró profundamente y le recitó: “Pero estamos juntos, resistimos, guardando tal vez espuma negra o roja en la memoria, heridas que palpitaron como labios o alas. Vamos andando juntos por calles y por islas, bajo el violín quebrado de las ráfagas frente a un dios enemigo, sencillamente juntos una mujer y un hombre”… Sonaron unos truenos y comenzó a llover. Se acercaron acurru- cando sus cuerpos entrelazados, se susurraron cosas en la nuca, se abrazaron con fuerza como con temor a perderse y después exhalaron un suspiro. La lluvia comenzó a desparramar su bendi- ción sobre la tierra, su golpeteo en el techo de chapa los hizo cerrar los ojos. —No me digas que también acordaste con la lluvia —le dijo Ernesto a Nayeli. Ambos rieron. —No me digas que pusiste chapas en el techo para que sonaran hoy. —Vos sabés que estás muy cerca en la interpretación. 139
—Los chamanes dicen que el agua es purificación y renacimiento. —Y también representa el río de la eternidad. —Cualquiera de las interpretaciones tiene valor. —¿No te parece que merecemos una rica cena? —¡Cómo no, no sé cuándo fue mi última comida! —¡Ay, mi princesa desnutrida! Ponete mi camisa, o querés ir al placard y buscar una remera. —Traje algunas prendas, pero quedaron en el auto. ¿Sabés una cosa?, siempre me causó gracia que, en las películas, las mujeres que pasaban una noche ocasional con un tipo, a la mañana, siempre amanecieran con su camisa. —Yo te lo dije porque me pareció que refrescó un poco, no quise en ningún momento tapar tu desnudez… tanto tiempo soñándola que ahora no la voy a censurar… además ésta no es una noche casual… —La abrazó y la besó mientras iban hacia la cocina. —Tu lluvia estuvo bien para el amor, en cambio, mi aroma a pollo al horno no resulta muy romántico. Bueno, tal vez para el padre Tomás sí, como él es célibe. ¿De quién fue la idea de asegurarse que me quedara en casa? —Supongo que del padre; yo solo le compartí mi decisión de ve- nir a festejar el término de mi cuarentena. —¡Ah!, ¿era solo por la cuarentena? —¡Tonto! —Y lo besó largamente en la boca— Me habría dado vergüenza contarle mis otras intenciones. —No es ningún boludo, …y pensó en todo, se aseguró que me quedara en casa y también que tuviéramos algo que comer. —Claro que no lo es; la boluda fui yo. ¿Te acordás el día que nos presentó, te acordás los versos de Neruda que nos recitó? Dijo, “yo soy el buen poeta casamentero”. 140
—Mirá, si hubiéramos aceptado que nos casara, ahora ya tendría- mos varios hijos. Al mirarla descubrió que tenía los ojos cargados de lágrimas. Se acercó y la abrazó largamente, la apretó junto a su corazón, le beso muchas veces los cabellos y le murmuró: —Todavía somos jóvenes… los vamos a tener —Le levantó el rostro para mirarla a los ojos—, los vamos a tener. La invitó a subir a la cocina —¿Quérés cenar en esta mesa más chica o en la grande, donde tuvimos la picada la otra vez? — Nayeli se sonrojó. —Aquí, más íntimo. Tendieron la mesa e hicieron homenaje al rico pollo que acompa- ñaron con un fragante malbec. Conversaron hasta altas horas de la noche mediando caricias, mimos, atisbos pasionales y risas. —Dígame, mi señora, ¿le resultaría ridículo que su príncipe azul la llevara en brazos, subiendo la escalera hasta sus aposentos?, digo, como es muy crítica de las películas. —Pero las de amor, me gustan con todas esas cosas. Él la alzó en sus brazos, subió la escalera, abrió con el pie la puerta de la habitación y le preguntó de qué lado de la cama acos- tumbraba dormir. —En los últimos días he cambiado muchas cosas y no me fue mal. —¿Entonces? —Izquierda —La acomodó con suavidad a la derecha, tomó el borde del cubrecama, lo levantó y la hizo rodar hasta el lado izquierdo echándolo después al suelo. —¿Usa seguido esa técnica, señor? —No, se me acabó de ocurrir —Y se acomodó junto a ella—, yo soy un tipo muy creativo, ¿me permite probarlo? 141
—Adelante. —Me permite rogarle que se siente —Y se arrodilló detrás de ella, para invitarla a andar otra vez por nuevos paisajes, caminando ambos por dulces tentaciones, pensando cada caricia como una expresión de convocatoria a la confianza, a la entrega, perdién- dose maravillosamente en el deseo y llegando nuevamente a la cima del placer hasta la extenuación… Volver a acunarse, dormi- tar abrazados… y despertarse con la novedad de haberse adorme- cido juntos y celebrar con alegría esa sorpresa. Volver a desa- fiarse, discurriendo nuevamente hacia la provocación que des- pierta los centros de la felicidad, del placer mutuo renacido, de esa fusión que es renuncia y tensión deliciosa, que lleva al clímax donde mueren las historias personales para gozar la historia de la pareja. La lluvia los acompañó toda la noche. La mañana nublada los invitó a esconderse debajo de la sábana y el cubrecama y hablarse despacito, juntarse susurrando al oído propuestas indecentes, riéndose de algunas torpezas. DÍA MIÉRCOLES 25 DE MARZO —Mi señora, ¿querría darse una ducha? —Querría. ¿Ud custodiaría la puerta? No sea que algún abusador se meta en el baño. —Sí, por supuesto, este es un barrio de abusadores. Ernesto salió hacia el baño, abrió la ducha, ajustando el mezcla- dor, e invitó con un gesto caballeresco a la dama. No bien ella se introdujo bajo la ducha, él la siguió abrazándola. 142
—Disculpe, desde aquí puedo custodiar mejor —Le susurró al oído—, además es un buen método para ahorrar agua… y jabón también… —Y volvieron a jugar amándose bajo la ducha. Era mediodía cuando organizaron un desayuno, felices, despreo- cupados. —Te tengo que pedir un favor —dijo Nayeli. —Bueno, este no te lo cobro. —Ah, de ese tema hablaremos más tarde; …necesito que me traigas mi mochila con ropa que quedó en el auto. Ernesto salió y volvió segundos más tarde llevando la mochila en alto. —Está muy liviana. Esto qué quiere decir: ¿de paso o para siempre? —Depende de la oferta… —Recién fue la inauguración; …ahora tenemos que entrar en funcionamiento… pero… ¿para siempre? La tomó en sus brazos y le levantó el mentón para ver sus ojos negros enmarcados en largas pestañas. Volvió a preguntar: —¿Para siempre? —…Ojalá que sí… —¿Por qué, ojalá? —Porque me parece que esta vez no solo dependerá de nosotros; …está la pandemia… —…Verdad… Disfrutemos entonces mientras podamos… Va- mos a cambiarte de ropa. Ella se sentó a horcadas de sus piernas y él comenzó a desaboto- narle la camisa mientras ella dibujaba curvas sobre su torso desnudo. No bien se liberó de la prenda, acercó sus senos trému- los a su pecho para impregnarse de la calidez de su cuerpo. Sintió como si de esa manera lo incorporara a su ser para integrarse en 143
uno, indivisible. Y en el abrazo, sintieron que eran el universo en suspenso. Sus alientos fueron el aire benefactor que sostiene la vida. Se alejaron levemente para reconocer si eso que les estaba pa- sando era la realidad… y sintieron la importancia de sentirse amados en exclusividad. Él la alzó hasta la mesada y buscaron indagar sus regiones con otras estrategias. Y en esos territorios, las mariposas los acariciaron con sus alas aterciopeladas y la brisa les acercó el susurro del manantial. Ascendieron al cielo y esa comunión acabó llevándolos a la tensión más alta y deliciosa de sus cuerpos. Se alejaron para mirarse… y se vieron a través de sus ojos húme- dos. Se besaron largamente… sin tiempo… Ellos eran tiempo. Se miraron. ¿Había que volver al mundo? La música había estado sonando con una sinfonía de Mozart y como un partenaire la bajó del pedestal y volvieron a la tierra. Entonces, Ernesto recogió la mochila y se la alcanzó. —Voy a calentar café —Y se abocó a ese menester mientras Na- yeli se vestía con sus ropas. Sentados en el sillón, bebieron el café que acompañaron con amaretis. El sonido del celular de Ernesto le informó que había entrado un mensaje; era del padre Tomás; sonrió. Le leyó a Nayeli: “Quedate tranquilo que aquí los chicos están llevando la radio muy bien. ¡Disfruten!”. —“Disfruten”, …este Tomás es un capo… sabe que seguís aquí —Rieron juntos. Conversaron toda la tarde. Él quiso interiorizarse de la misión que la había llevado a Honduras y ella le explicó. 144
—Mirá, te digo algunas cifras que recuerdo más porque las trabajé el otro día. En la región mesoamericana, hay catorce agen- tes de salud por cada 10.000 habitantes y por cada 1.000 naci- mientos mueren casi diecinueve bebés. Honduras vive una situa- ción de crisis y el crimen organizado tiene su dominio. Producto de la violencia, se producen caravanas de migrantes y desplaza- mientos masivos; todo esto en una población empobrecida como consecuencia del monopolio de los recursos, la falta de presu- puesto, la privatización de los servicios y la falta de derechos. Los femicidios y crímenes de odio tienen una tasa de impunidad, si no recuerdo mal, del 96%. Nosotros trabajamos con las bases locales y con algunas institu- ciones del Estado en la denuncia de las injusticias, pero fortale- ciendo sus capacidades con un enfoque en los derechos humanos e involucrando a los protagonistas de los procesos. Así, reafirma- mos el posicionamiento del derecho a la salud de las personas en condición de vulnerabilidad. El trabajo que se desarrolla es para fortalecer a la institucionali- dad, a las organizaciones de base local, acompañar en materia de salud e impulsar acciones de incidencia política que tengan un impacto a nivel local, regional y nacional. Esto ya se venía traba- jando desde 2016 y este año nos centramos en dos ejes: el primero: en personas, migración y desplazamiento interno y el segundo: en derechos sexuales y reproductivos y prevención de violencia contra las mujeres. —Nayeli, ¡es muy duro ese panorama! ¿Sabés qué me venía a la memoria? —No. —El planteo que hace un economista indio, Amartya Sen; él dice algo así: que cuando se habla de igualdad o equidad se deberían 145
enriquecer los indicadores con que se suelen medir. Dice que la igualdad de capacidades es la igualdad de oportunidades porque más importante que el logro de las metas personales del individuo es el proceso mediante el cual son alcanzadas. Pienso qué impor- tante sería que esa gente se empoderara en el proceso que lleva a esos logros. —¡Cuánta razón tenés! Y, vos decías que era duro, no sabés lo “duro” que es escuchar diariamente los testimonios de las muje- res. Después te voy a mandar por mail las manifestaciones de algunas mujeres luchadoras; …no sabés lo que son; …no sé de dónde sacan la fuerza. Y no luchan desde recién, lo hacen desde hace años… y en una sociedad fuertemente machista. —¿Me las vas a mandar por mail, …no me las querés dar a leer desde tu compu? —Mmmm, …estás susceptible. —Vas a tener que ir adaptando tu lenguaje a esta nueva realidad. —Puede ser, pero lo que estoy diciendo es tal como lo dije… y tiene su fundamento: es que la compu fija está en Caballito y no tengo más la notebook. —¿Qué le pasó? —La quemamos con tanta pasión —Rieron los dos—. No sé— mintió Nayeli—, dejó de funcionar. Mañana, si los supermerca- dos están abiertos, me voy a comprar una. Suerte que alcancé a pasar a la compu fija los archivos del trabajo en Honduras. —¿Y todo lo otro que tenías? —Algunas cosas salvé. —Bueno, nos fue fiel. Mirá si hubieras tenido que ver mi visita guiada a la casa pero en el celu. —¡Ah!, ya que hablamos de ese día… me tenés que contar qué pasó. 146
—…y dale con lo que pasó… ¿qué pasó? ...No pasó nada… Nayeli qué puede pasar si estábamos a casi tres km de distancia. —Eso es espacio-tiempo… pero hay otras cosas que pasan por los sentidos… la vista, el oído… el tacto. —Bueno… pero yo no te voy a contar… yo soy un caballero. —Entonces hubo algo y te lo guardás… —…Puede ser. —…Bueno, entonces yo tampoco te voy a decir lo que me pasó después. —…Me lo decís para provocarme… ¿qué te pasó? — Ah, no, yo pregunté primero. —No… dale, no seas pendeja. —No… Te lo voy a contar cuando tengamos más confianza. Ernesto estalló en una carcajada y Nayeli se contagió… termina- ron arrojándose almohadones y corriéndose por la casa. Cuando él consiguió asirla la abrazó, le dijo: —Hay algo que me interesa más… Hay un marido de por me- dio… ¿qué pensaste al respeto? —No solo pensé… también decidí. Ayer llamé a mi abogado y le dije que pidiera el divorcio. Ernesto se quedó mirándola, quería descubrir todos los gestos de esa nueva Nayeli. Había imaginado toda una situación compli- cada, dificultosa, que iba a demandar de mucha paciencia y tiempo… —¿Qué… no me digas que no era lo que deseabas? —preguntó Nayeli ante su mirada atónita. —No, sí… Pero pensé que iba a ser más engorroso. —Bueno… esa es mi decisión; no quiere decir que el trámite no lo vaya a ser. 147
—Vení cerca… —Estaba emocionado, se fundió con ella—, ¿eso lo hiciste por mí? —Lo hice por los dos… Yo no sirvo para una doble vida… Mirá, desde que llegué de Honduras, esos catorce días de aislamiento fueron lo más denso que viví en mi vida. Fue un viaje introspec- tivo hacia mi ser íntimo, hacia mis afectos, hacia mis verdades, hacia las verdades de otros… Y pasé por muchos dolores y de cada uno de ellos saqué una enseñanza… Hice muchos viajes, sufrí muchas heridas, pero por esos espacios se fue filtrando la luz… Y creo que me hice más sabia porque pude cambiar. Dicen que donde hay ruinas hay la esperanza de un tesoro… y ese tesoro sos vos… Y yo creo que lo merecía… los dos nos merecemos. Hay un poeta persa Rumi que dijo: “Tu tarea no es buscar el amor sino simplemente buscar y encontrar todas las barreras dentro de ti que has construido contra él”. Y esta vez, Ernesto y Nayeli lloraron juntos. DÍA JUEVES 26 DE MARZO Mientras desayunaban, Ernesto le preguntó: —¿Qué querrías hacer cuando se supere la pandemia y todo vuelva a la normalidad? —Querría ir al teatro, a ver la obra que estaba dirigiendo Naná Yildí y que se iba a estrenar este año. —¡Ah, mirá vos!, yo pensé que querrías estar en una playa tropi- cal conmigo —Y rio. —¡Ay, qué posesivo!... Escuchá, tengo que decirte algo más importante… 148
Entonces, Nayeli le contó que no estaba viviendo en el departamento. —¿Qué pasó, te fugaste? —Algo así —Y rio— Pasó que de pronto, me imaginé a Raúl entrando… y me aterré. Una esposa amante se habría imaginado corriendo a sus brazos… pero yo me descontrolé. Pensé primero en mí, en que él podría venir infectado y yo quería preservarme, ya estaba por salir de mi aislamiento… no quería contacto con él. Después me di cuenta de que no quería tener “ningún” tipo de contacto con él, que necesitaba alejarme… pensar… Deberías verme; en media hora, cargué en el auto dos valijas, la compu- tadora y algún que otro menester, desinfecté los lugares donde había estado y hui hacia la casa de Caballito. —¡Ah! ¿Cómo hiciste para que te aceptaran cambiar de locación si estabas en aislación? —No me lo vas a creer… Llamé al 144 e informé que estaba siendo acosada por mi marido y que debía cambiar de domicilio. Dejaron constancia y todo solucionado. La carcajada de Ernesto inundó los rincones —Me asombrás… porque el martes hicimos el asado —Asoció Ernesto. —Escapé el jueves, creo que fue 19… sí, el último día de funcio- namiento de los bancos. —Ah, a pesar de todo, estabas bien ubicada en el tiempo. —Lo tenía en cuenta por otras cosas… —¿Qué otras cosas?; …ahora no va a haber secretos, ¿no? —¡No!, por favor, yo tengo una sola faz… Pero te pido un poqui- tito más de paciencia… Hasta ahora demostré que vengo hacien- do las cosas bien. Pero necesito cerrar algunos asuntos para que, cuando te cuente, sea algo más firme. 149
—Me intrigás. —¡Ay! No, por favor, olvidate, sigamos viviendo nuestra vida. Supongo que imaginarás que hay muchas cosas que tengo que ir ordenando… Para una de ellas, me tenés que ofrecer una pared impersonal preferentemente blanca por si me llama o tenga que llamar a Raúl porque él no sabe que no estoy en el departamento y no quiero que lo sepa. —Ahora la seleccionamos y ¿qué más? —¡Ah! ¿vos, podés salir? —Sí, tengo la autorización por la radio de la villa. No puedo dejar a la gente en banda, Tomás me necesita. —Bueno, debería volver al departamento a buscar algunas perte- nencias más… Ahí me vas a ayudar acompañándome, así lo hago más rápido. —Y las vas a traer acá, supongo. —¡Ah!, no sé. Todavía no me propusiste matrimonio. —Todavía estás casada —Bromeó Ernesto. —Pero la propuesta no vendría nada mal. Entonces, Ernesto tomó un sombrero que colgaba del perchero, se lo colocó y arrodillándose teatralmente le dijo: —Decidme, hermosa Dulcinea, ¿me haría Ud. el honor de otor- garme su mano? —Ay, soberbio caballero, eso tendría Ud. que consultarlo con mi señor padre —dijo con saludo cortesano. —¿Y Ud. cree que el escriba del rey, don Santiago, que es Hidalgo también, reconocerá mi linaje?, honorable señora. —No lo dudo, gentil hombre, aunque Ud. antes debería saber lo que guarda mi corazón. 150
Search
Read the Text Version
- 1
- 2
- 3
- 4
- 5
- 6
- 7
- 8
- 9
- 10
- 11
- 12
- 13
- 14
- 15
- 16
- 17
- 18
- 19
- 20
- 21
- 22
- 23
- 24
- 25
- 26
- 27
- 28
- 29
- 30
- 31
- 32
- 33
- 34
- 35
- 36
- 37
- 38
- 39
- 40
- 41
- 42
- 43
- 44
- 45
- 46
- 47
- 48
- 49
- 50
- 51
- 52
- 53
- 54
- 55
- 56
- 57
- 58
- 59
- 60
- 61
- 62
- 63
- 64
- 65
- 66
- 67
- 68
- 69
- 70
- 71
- 72
- 73
- 74
- 75
- 76
- 77
- 78
- 79
- 80
- 81
- 82
- 83
- 84
- 85
- 86
- 87
- 88
- 89
- 90
- 91
- 92
- 93
- 94
- 95
- 96
- 97
- 98
- 99
- 100
- 101
- 102
- 103
- 104
- 105
- 106
- 107
- 108
- 109
- 110
- 111
- 112
- 113
- 114
- 115
- 116
- 117
- 118
- 119
- 120
- 121
- 122
- 123
- 124
- 125
- 126
- 127
- 128
- 129
- 130
- 131
- 132
- 133
- 134
- 135
- 136
- 137
- 138
- 139
- 140
- 141
- 142
- 143
- 144
- 145
- 146
- 147
- 148
- 149
- 150
- 151
- 152
- 153
- 154
- 155
- 156
- 157
- 158
- 159
- 160
- 161
- 162
- 163
- 164
- 165
- 166
- 167
- 168
- 169
- 170
- 171
- 172
- 173
- 174
- 175
- 176
- 177
- 178
- 179
- 180
- 181
- 182