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Los días del Hombre Gato - Juan Ranieri

Published by Gunrag Sigh, 2022-07-20 01:21:53

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Los días del Hombre Gato Juan Ranieri

Ranieri, Juan Los días del Hombre Gato / Juan Ranieri; Ilustrado por Gerardo Canelo. - 1a ed - Longchamps: LENÚ, 2022. 148 p.: il.; 23 x 16 cm. ISBN 978-987-4983-91-6 1. Novelas Históricas. I. Canelo, Gerardo, ilus. II. Título. CDD A863 Título original: “Los días del Hombre Gato” Novela © Juan Ranieri Fotografía de contraportada © Silvia Lucía Tovar Ilustraciones © Gerardo Álvaro Canelo Blog del autor: juan-ranieri-escritor.blogspot.com Contacto del autor: [email protected] Primera edición julio 2022 Editorial Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook: Ediciones Lenú Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, se respetaron los deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

“Si tenés una causa, tenés la alegría asegurada”. Norman Brisky



Prólogo Cuando uno recorre la obra de Ranieri puede observar en su poética la belleza y estructuración de una lírica exquisita: Apuntes del tiempo (2019), y en sus obras de investigación histórica, por ejemplo: De aquella roja raíz (2021) un adentrarse en la oscuridad, la muerte, de una época terrible que aún hoy demanda justicia. Sorprende con la dramaturgia en La hipótesis de Pedro (2022) en la cual conmueve y nos llama al debate; conforma de esta manera, su literatura, un corpus textual rico y variado. Hoy, nos revela una nouvelle —para agrado y sorpresa de sus lectores—. Vemos en la estética del autor un viraje, una incursión a este género, con rasgos de non fiction: esto es, el verosímil emotivo y personal, con materiales diferentes, mapas, notas periodísticas poderosas, etc., de un suceso que nos conmovió y movilizó a los brownianos. Rescatamos lugares característicos y cercanos. La cotidianeidad y pinceladas de una época no tan lejana. Ranieri pone en juego el suspenso, el amor, la provocación, el humor en este texto. Sus personajes se mueven en la cercanía, junto a un grado notable de intimidad repleta de murmullos: colisionan, conspiran, rivalizan… La novela avanza a lo largo de diálogos implacables, noches de complicidad y compañerismo que la enmar- can en una dinámica cinematográfica. En Los días del Hombre Gato, el autor, forja su voz de poeta tanto como de narrador, siempre creando una potente connotación política e ideológica.

Permítase, el lector, ingresar a un universo de personajes simples, a escenas contadas desde cerca, en las cuales explota la violencia latente, el ingenio de un grupo humano, en espejo, en clave, junto a un personaje no humano. Permítase también el lector, penetrar en el pensamiento del autor, ingresando desde una puerta única, desde la maestría que supone desprenderse del narrador clásico, omnipresente y monolítico. Ranieri, supo despabilar los años ochenta, dándole vida a perso- najes femeninos poderosos, echando luz a resabios de una época que aún hoy, duele. Las viejas y nuevas injusticias se conjugan aquí, para que el lector no sea el mismo luego de la lectura de esta obra. Laura Arredondo

Gerardo Álvaro Canelo Nació en Buenos Aires el 21 de julio de 1940. Hace más de cincuenta años que dibuja historietas de aventuras, humor político e ilustraciones. Es creador de los personajes Alan Braddock, Rocky Keegan —recientemente reeditado—, Carbajo, Ganzúa y Cía., Port Douglas, Matador, Manhattan Force, Lento Duggan, El Ven- gador solitario, Sector 5 y Jason Blake, entre otros. Pu- blicó en prestigiosas revistas nacionales como D’artagnan, Nippur Magnum, Fantasía e Intervalo. En el exterior, sus historietas recorrieron Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, España, Francia y Cuba. Ha realizado ilustracio- nes para libros de lectura, de cuentos, juegos y portadas de libros. En la actualidad colabora con la editorial italiana Eura Editoriale.



Plano de Jeremías



Introducción La primera aparición que se registra del Hombre Gato, hasta donde he podido saber, data del 4 de agosto de 1984 en Brandsen, pero su escenario pasó de inmediato al sur del Gran Buenos Aires con epicentro particularmente en Almirante Brown. Cierta noche de invierno, una silueta agazapada en las sombras se aproximó a la casa de la esquina, como en una escena remanida de tantos cuentos, novelas y películas. Debo decir a esta altura que bastará con escribir unas pocas pala- bras en cualquier buscador de internet para corroborar que el hecho al que voy a referirme realmente existió. Alcanza, por ejemplo, con Hombre Gato + José Mármol o bien agregar la esquina: Canale + Ferré. Si alguien se tomara este trabajo conocería la interesante crónica que algún medio local rescató —aunque no en su momento sino mu- chos años después—. Si así no fuera, de todos modos, procuraré acercarme al tema del Hombre Gato mientras repasamos lo ocurrido aquella noche. Ante ruidos muy notables e insistentes en una de las ventanas que miraba hacia la calle, los moradores de la casa —debo llamarlos así porque no me autorizaron a revelar la identidad de la familia— natu- ralmente se sobresaltaron. Vieron en el jardín del frente aquella ne- gra figura y oyeron algo así como un gemido aterrador. Desde luego comenzaron a gritar y pedir auxilio, muy asustados, y alguien atinó a encender la luz exterior. Un vecino llamó a la policía —que demoró en llegar— mientras muchos otros salieron, rodeando de inmediato la esquina en un des- file de pijamas, batas y deshabillés. Al cabo de pocos minutos había una veintena de personas desconcertadas en la vereda porque nada más se había oído hasta que llegó el patrullero. 13

Todo el mundo hablaba en aquellos días del Hombre Gato, domi- nante en las noticias y el rumor popular, y muchas personas vivían realmente aterradas. Recuerdo en ese sentido a Rosa, una vecina muy cercana a la esquina de aquel hecho, que procuraba no salir de su casa bajo nin- guna circunstancia, permaneciendo recluida por miedo al Hombre Gato. Cuando su propio barrio se convirtió en escenario de aquellas apariciones dejó de pisar la vereda incluso para hacer las compras diarias. Quiero decir que gracias a ella pude establecer que la fecha exacta de aquella noche fue el viernes 31 de agosto de 1984 — constatada luego con otras fuentes—, ya que la crónica periodística ubica el hecho que nos ocupa “en el mes de agosto”, sin señalar el día preciso. Para el momento que llegaba el patrullero, algunas personas ha- bían comenzado a regresar a sus casas porque ya toda expectativa de ver al felino se había desvanecido. Además, el frío era intenso. Sin embargo, la calma reinstalada duró muy poco. Pareciera que el extraño ser había estado esperando a la policía para desafiarla, lanzando un grito feroz cuando los agentes descendieron del móvil. De pronto lo tuvieron allí, a la vista, trepado en un paraíso, ilumi- nado plenamente por la linterna poderosa de un efectivo policial. Al coro de gritos y exclamaciones de la gente, el monstruo respondió con impresionantes alaridos. El otro policía extrajo su arma y gritó la orden: —¡Todos atrás! Ahí mismo, mientras la gente corría y se alejaba cruzando la calle en diversas direcciones, efectuó dos disparos. Desde aquella alta rama el hombre gato saltó sobre un techo contiguo y ya no se lo volvió a ver. Al igual que en otros hechos de las semanas anteriores difundidos por la prensa de manera circense —en Brandsen, Rafael Calzada, Monte Grande y Adrogué— el hábil acróbata nocturno había esca- pado una vez más. Así lo hizo muchas otras veces en lo sucesivo 14

hasta que, hacia enero de 1985, no se supo más de él. Quiero adelantar a quienes consideren este hecho trivial e intras- cendente —como en apariencia lo fue— que yo sé lo ocurrido a partir de ese preciso momento de su fuga. Allí donde se supone que el relato terminó —con la negra silueta pirueteando sobre los te- chos— comenzaba de manera inmediata una historia absolutamente distinta, trascendental en la vida de muchas personas y aún más allá de ellas. Eso es lo que me he propuesto contar aquí. En los próximos renglones, mientras el Hombre Gato prosigue su fuga de techo en techo burlando cuanto humano y cuanto perro qui- siera impedirlo, adelantaré algunas consideraciones a riesgo de desa- lentar expectativas y caer en obviedades. En primer lugar, hay que señalar que esta historia no tiene nada de fantástica aunque sí, reconozco, algunos pasajes bastante increí- bles. Lamento decir para quienes esperaban lo contrario que aquí no veremos ningún ser sobrenatural, pese a que en su momento se espe- culaba con ciertos espíritus malignos —los súcubos medievales— que regresaban al final del milenio. Tampoco se tratará sobre hechos adjudicables a cierta secta sangrienta, tal como explicaba otra de las absurdas hipótesis de la época, muy difundida en los diarios. En otro sentido diremos que las apariciones del Hombre Gato solo pueden ser entendidas en el marco de su contexto histórico y como parte de cierto entramado propio de aquella sociedad. Es verdad que el Hombre Gato fue un ser malvado, violento y perverso. Todo eso lo tuvo de hombre; de gato, nada más que la extraordinaria agilidad. 15

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Capítulo I Viernes 31 de agosto de 1984 Cucho y el Griego eran inseparables. Aquella noche, como tantas veces, estuvieron del mismo lado. Sobre Cucho, cuyo nombre de pila ignoro, pude saber tiempo después que había vivido bastante cerca del barrio, aunque mi hermano, que conocía mucha gente, aseguraba no haber tenido noticias suyas antes de estos hechos. Lo describían —yo tampoco llegué a conocerlo en persona— como un tipo afable y bastante torpe. Me dijeron que fue albañil, pero era habitual verlo de casa en casa haciendo diversas changas, en especial de pintura y jardinería. El Griego se llamaba Walter y era ferroviario. Trabajaba como señalero —en realidad recientemente había sido reincorporado luego de varios años— en la garita que estaba entre Temperley y Adrogué, justo al lado del puente de la vía alta que va hasta Haedo. Ambos tenían poco más de treinta años en aquel invierno de 1984. Cucho era de estatura media, un poco gordito y con el pelo siempre abultado; El Griego, muy alto y de físico atlético, solía peinarse pro- lijamente hacia atrás y tenía largas patillas. Aquella noche del 31 de agosto, indemne tras los dos disparos del policía, el Hombre Gato cruzó por los fondos y los techos de lado a lado de la manzana. Luego de aquel salto desde el árbol que lo hizo perder de vista, escapó en dirección al este y salió a mitad de cuadra sobre Chayter, entre Canale y Mitre. Allí lo estaban esperando. En un jeep Ika color negro —de todos los modelos, este era corto y cerrado— aguardaban el Griego al volante y Cucho a su lado. Ahí lo vieron. De un brinco el felino apareció sobre el alto paredón de una casa y se quedó agazapado mirando hacia la vereda a pocos metros —tal vez diez o quince— de donde estaba estacionado el jeep, camuflado en la oscuridad. En el otro lado de la manzana 17

habían quedado los policías y vecinos burlados. Cucho dio el alerta en voz muy baja con un codazo a su compañero. —¡Ahí está! ¡Ahí está! —¡Sí! —exclamó el Griego, sobresaltado—. ¿Qué hace? —No sé. Está calculando para saltar a la vereda, creo. ¡Qué cagada! —agregó—. Apenas se lo ve, completamente de negro. El Griego sonrió, nervioso: —No, tarado. Se iba a vestir de blanco pero no se le secó la ropa. —¡Shh! ¡Habla bajito, gil! El gato seguía estático allí y en ese momento se largó un aguacero terrible. Un torrente de agua pegaba sobre el jeep con un ruido impresionante y resbalaba por el parabrisas impidiendo la visión del incógnito par. A esta altura, la noche rondaba las diez y cuarto. No es difícil de establecer este dato porque el 323 —el Treve— tardaba un cuarto de hora en cubrir el trayecto entre la estación de Temperley y la plaza de Mármol, y esa noche —esto es seguro— Miguel había salido en su última vuelta a las diez en punto. De él sé mucho más, pero no quisiera adelantar demasiado por ahora. Físicamente era muy alto, casi tanto como el Griego, pero de espalda un poco más ancha. Tenía ojos algo saltones, cabello largo con grandes bucles y la mandíbula casi cuadrada, como algunos héroes de las historietas. Pero Miguel Funes, además, no hubiera sido Miguel sin su voz particular, muy disfónica, y el uso recurrente de ciertas expresiones que eran una especie de marca registrada: Loco, por ejemplo, o ¡chau loco! cuando algo lo sorprendía. Su voz, su porte y elocuencia daban cuenta de un tipo seguro, fuerte, que se llevaba el mundo por delante, pero en verdad escondían un alma frágil y sensible que él se ocupaba de disimular. Ávido lector de novelas policiales y de misterio, conocía todo sobre Poe y Agatha Christie. Este fue, seguramente, el mejor legado que había recibido de su padre. 18

Los dos únicos pasajeros con los que había salido descendieron en la estación de Mármol, de manera tal que iba vacío, cosa muy factible en ese horario. El aguacero lo sorprendió en Mitre y Gran- ville. —¡Uy! ¡Chau loco! —exclamó—. ¡Qué lo parió! Encendió el limpia parabrisas al máximo pero aun así la cortina de agua apenas permitía ver la calle. En ese instante, probablemente por su aversión al agua, el felino saltó a la vereda desde el alto paredón. —¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Cucho. El Griego puso las luces altas y aceleró a fondo. Cuando la oscura silueta bajaba a la calzada vio que el jeep se le venía encima y sólo atinó a correr por el medio de Chayter, bajo el diluvio, en dirección a Mitre. El vehículo estaba a punto de atropellarlo, presto a terminar en pocos metros con sus siete vidas. Mientras el Griego lanzaba furiosas carcajadas, Cucho gritaba como loco: —¡Vamos! ¡Dale! ¡Vamos! Empapado, sacó medio cuerpo por la ventanilla y vociferó: —¡Corré! ¡Corré gato trucho! El burlador, aterrado, llegó a la bocacalle y se encontró a su dere- cha con el Treve que, por suerte para él, venía despacio por la lluvia. En su desesperación por evitar un choque inminente, el jeep derrapó en el asfalto mojado hasta ponerse transversal y dobló por Mitre en dirección a la plaza. Miguel al verlo pegó un grito, abrió los ojos de par en par, se aferró al volante y hundió su pie en el freno. La bestia giró noventa grados y enfrentó al colectivo, picó en el piso como si fuera un trampolín, dio una vuelta mortal y cayó sobre el capot del Treve con ambas garras sobre el parabrisas, cara a cara con Miguel, que lanzó un grito de espanto. Ese rostro, entre felino y humano, adquiría una imagen espectral tras el vidrio empapado. 19

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Golpeó el parabrisas con sus garfios y mirando al aterrado chofer bramó muy agudamente, como una fiera que anuncia su ataque, com- poniendo un desafinado dueto con el grito grave y aterrado de Miguel, un interminable “¡Aaaaaahhhhh!”. De un salto el felino trepó al techo del colectivo y el desdichado chofer salió eyectado de su asiento hacia atrás. Sobre su cabeza la chapa del bondi vibró sacudida por cuatro estruendosas zancadas del monstruo para saltar luego por la parte trasera hacia la calle y alejarse corriendo rumbo a la estación bajo un diluvio que se tragó su imagen. Miguel sintió que se le salía el corazón. Tenía una mueca de terror esculpida en el rostro. Cuando giró para huir hacia el fondo del coche vacío chocó contra un cuerpo parado frente a él como una columna. Lanzó un nuevo grito desesperado en la cara del sujeto a quien tomó instintivamente de las solapas del saco. Con los ojos desorbitados, el susto le exigió un alarido de varios segundos para comenzar a enten- der que, insólitamente, no estaba en peligro. El hombre se tragó esa escena estruendosa mirándolo fijamente sin hacer un solo gesto. El grito de Miguel, los golpes furiosos de un granizo repentino sobre el colectivo y su cuerpo sacudido violentamente por el chofer no lograron perturbarlo. —Tranquilo, mi amigo —le dijo en tono calmo y apacible. En efecto, un ruido ensordecedor lo envolvió todo. Si aún era posible que cayera más agua, venía además con millones de piedras. Miguel apenas volvió en sí. Quedó mudo —creo que por primera vez en su vida—, sumamente agitado y con esa mueca aterrada aún invariable; mueca que el hombre supo disimular compasivamente. —¿Eso fue…? —alcanzó a murmurar, sumamente agitado. —¡El Hombre Gato! ¡No lo dude! —interrumpió su interlocutor con pasmosa tranquilidad, pausando las palabras. —¡Parece que sí existe, nomás! Todavía atónito, notó que sus manos, aunque ya quietas, seguían aferradas a las solapas. Repentinamente lo soltó, pero sus ojos 21

saltones continuaban clavados en los de aquel extraño. Miguel quedó en silencio, mirándolo, como si estuviera bajo los efectos de un sedante. Tenía ante sí un cincuentón de tez blanca, ojos claros, de tipo in- glés, muy bien vestido, prolijamente peinado su rubio y corto cabello lacio. De alguna manera le transmitió tranquilidad, tal vez porque la vertiginosa violencia de lo ocurrido y el resonar incesante da las piedras —que a cada instante era peor— hallaban su antítesis en aquel rostro manso, en aquellos modales apacibles, en esa voz viril y casi dulce. El hombre posó su mano izquierda con una palmada sobre el hombro derecho del chofer en un gesto firme y solidario. —Vamos, siéntese ahí —le dijo indicándole con la mirada su asiento—. Está usted muy asustado y no puede conducir así. Debe tranquilizarse. Un inesperado bocinazo obligó a que Miguel ocupara de prisa su lugar y moviera el colectivo unos metros porque había quedado en medio de la bocacalle obstruyendo el paso en todas las direcciones. Desde un automóvil que lo rebasaba apenas se oyó un largo insulto bajo el granizo. De algún modo esto colaboró para volverlo un poco a la realidad. Estacionó. Lentamente se sentó de costado con la palanca de cam- bios entre sus piernas y se inclinó, cubriéndose la cara con ambas manos. Se quedó así unos segundos. Giró su cabeza buscando al hombre que estaba sentado ahí nomás, en el primer asiento doble, junto a la puerta, mirándolo con los antebrazos sobre sus rodillas. Otra vez Miguel se detuvo en ese rostro sereno y apacible. Sintió que tenía delante de sí un fantasma. Mecánicamente sacó los cigarrillos y encendió uno, temblando. Aspiró dos pitadas profundas. —Loco —le dijo con una insólita vocecita—, ¿vos quién sos? ¿De dónde saliste? —No soy más que un pasajero nocturno, mi amigo. Creo que me quedé dormido un momento y me desperté con la frenada y su grito. 22

Miguel percibió que de algún modo la respuesta era evasiva. Hu- biera jurado que iba solo, que no llevaba ningún pasajero, y la aparición del extraño sujeto lo había asustado tanto como el felino rabioso un segundo antes. —Disculpame el zamarreo. Me asusté. Pensé que no había nadie. —Descuide —Sonrió el hombre—. En un instante esperé un derechazo en el mentón. Si lo asusté tanto, la saqué barata. —Nunca pego derechazos —respondió Miguel—. Soy zurdo. —¡Ah, yo también! —dijo el hombre—. Pero nunca pego zurda- zos por lo general. Parece que paró el diluvio bastante —agregó. —Sí —murmuró apenas Miguel, inclinándose para ver la lluvia al contraste de los tenues faroles del alumbrado. —¿Se siente mejor ahora? —Un poco mejor. Tengo que seguir. Ya estoy muy atrasado. —Bueno, yo bajo acá a dos cuadras, en Arias, al final de la plaza. Hubo otro silencio. Un silencio largo. A Miguel no lo convencía ese tipo y le parecía mentira estar en esa circunstancia conversando con él. —¿Era un chabón disfrazado o un gato gigante de verdad? — preguntó. —Mire —respondió el hombre, siempre sereno—. Si era un ser humano, gritaba y saltaba como un felino. Será mitad y mitad. Hom- bre Gato, literalmente. —¡Por Dios! —exclamó Miguel volviendo a cubrir su rostro con las manos—. ¡Es cierto todo lo que se dice! Existe. ¡Yo lo vi! —Que existe, no lo dude —respondió su interlocutor—. Yo pue- do bajar aquí. Estoy a sólo dos cuadras de la parada. —¡No! ¡Vamos! —respondió Miguel acomodándose en el asien- to, volviendo a su rol de chofer—. Estoy mejor. Hubo un silencio de dos cuadras. El rubio se fue acomodando en el estribo, presto a descender. El largo chistido del aire acompañó la apertura de la puerta. Se miraron. 23

—Tuviste suerte —ironizó Miguel—. Ya llueve menos. —Sí —respondió el pasajero—. Vaya tranquilo. Nos vemos — agregó, lanzándose a la vereda. *** En el resto del trayecto subieron seis o siete personas. La lluvia parecía haberse cansado y seguía cayendo, pero débilmente. Al rato, superado el susto, Miguel comenzó a repasar lo ocurrido. No dejaba de preguntarse qué había pasado en realidad en ese breve instante porque los hechos no alcanzaron a durar más que unos breves segun- dos y desde luego no había siquiera comenzado a procesarlos. “Así que este era el famoso Hombre Gato. ¡Existía de verdad el guacho!”. “Y ese jeep, no me lo tragué de casualidad”. “Ese chabón —prosiguió, pensando en el misterioso pasajero— era más raro que el bicho de mierda”. “¿De dónde salió?”. De pronto una idea lo iluminó y miró asombrado la boletera. “¡Ese tipo no sacó boleto!” —se dijo. Para asegurarse disminuyó la marcha y mientras conducía fue re- visando de reojo la planilla. Miró la boletera azorado: era así nomás. Pudo haberse distraído y no recordar dónde subió aquel hombre, pero los boletos y la planilla no mentían. “¡Ya sé! —se dijo— Este guacho se coló antes que saliera de Temperley. ¡No queda otra!”, pero al mismo tiempo tenía por seguro que el hombre no daba el perfil de un colado: bien vestido, educado, sereno. “¡No! ¡Qué carajo se va a colar este!” “Y entonces… ¿de dónde salió?”. Lo que más lo perturbaba era precisamente la serenidad de su accidental acompañante. No pareció asustado y ni siquiera sorpren- dido. 24

Se acercaba a la estación de Solano y sonrió al imaginar la cara de sus compañeros cuando les contara lo ocurrido, pero de inmediato abandonó la idea. “Ni en pedo les cuento” —pensó— “¿Para qué les voy a contar? ¿Para que se me caguen de risa estos brutos? Tuvo que aceptar que no debía decir nada, aunque sí a su madre al día siguiente y a su hermano menor, Federico. En el interín, llegó a Solano y estacionó. La lluvia seguía débil y pareja pero se levantó un fuerte viento del sur. Se tomó diez minutos, escurridos velozmente entre un café y un cigarrillo en el húmedo frío del bar frente a la estación. Habló con uno y con otro sobre la furiosa tormenta, tema central de la noche entre los choferes. No tenía apuro porque los viernes terminaba en esa vuelta y se iba a la casa. Luisito, su compañero, pasaría a retirar el Treve a media mañana. Se sentía muy cansado, tal vez en parte por los nervios que pasó, pero especialmente porque ese mes había trabajado todos los fran- cos. El día siguiente sería el primero sin laburar en varias semanas. Al fin se decidió y pegó la vuelta, deseando llegar a su casa. Antes de arrancar recorrió el colectivo hasta el fondo y espontáneamente se sonrió al sentirse ridículo. —¿Nadie por ahí? ¿Todo bien? —preguntó en voz alta. —¡Ay Dios mío! —murmuró—. ¡Qué mal estoy! Condujo un rato muy despacio. La noche invernal era un desierto, cosa que a él le encantaba. Solía disfrutar ese regreso de los viernes, sin nadie en el coche ni en la calle. Vivía en Dorrego 327, casi Amenedo, en una casa que alquilaba al fondo, bastante cerca de su madre. Si bien la ruta más directa de ese regreso era por Mitre derecho, él evitaba esa calle porque con frecuencia algún distraído pretendía abordarlo sin advertir que estaba fuera de servicio. Volvía más tranquilo por Bynnon. 25

En esas ocasiones solía cantar pero aquella noche no tenía ganas, o incluso sostener largas charlas consigo mismo. —¡Fede! —exclamó de pronto. —¡Te juro que anoche se me apareció el Hombre Gato! Enseguida, agudizando su vozarrón, se respondió. —¡Andá Meme! ¡Sos un mentiroso! ¡Sos un mentiroso! Se rio a carcajadas imaginando cómo hacer para que su hermano de once años le creyera esa historia que él mismo tomaría por falsa. —Al final me vas a creer, Fede —exclamó. Se sintió más animado. Apenas un rato antes estaba en medio de un temporal con ese falso monstruo pegado a su parabrisas como queriendo devorarlo. Ahora la lluviecita era irrelevante y estaba a minutos de su casa, pero otra vez se transformó todo en un instante. A media cuadra de la esquina con Granville divisó nítidamente algo tirado en el piso, junto al cordón. De color blanco y sin forma definida, aquel objeto se distinguía vivamente del asfalto gris y el verde del pasto contiguo. Aminoró la marcha por curiosidad. Parecía un trapo bastante grande. “¿Una bandera? —se preguntó— ¿Una manta?”. Para su sorpresa, la duda se disipó de inmediato: era una mujer. —¡No loco! —exclamó—. ¿Qué pasó? Frenó de inmediato y abrió la puerta sin levantarse, como espe- rando que suba un pasajero. Ella estaba ahí tirada, inmóvil. Cerró nuevamente y tuvo el impulso de arrancar, pero resignado cubrió su cara con ambas manos y se dijo: “No es verdad. No puede ser”. Vol- vió a abrir la puerta. Se quedó mirándola unos segundos, descendió y se acercó a ella sin saber qué hacer. La lluvia seguía débil y persis- tente. —Hola —murmuró—. Hola. ¿Estás…? ¿Tenés…? ¿Qué te pasó? Tomó su mano y supo que tenía pulso. Aunque el pelo le cubría el rostro casi por completo le pareció que era muy joven. Estaba totalmente empapada por la lluvia, dando la impresión de haber 26

permanecido varios minutos allí. En ese instante ella recobró la con- ciencia pero aún no abría los ojos. Miguel la miraba en silencio y la mujer por fin lo miró. Descubrió entonces que era muy hermosa aunque, extrañamente, le produjo cierta sensación desagradable verla. —¿Qué te pasó? —preguntó él. Por toda respuesta, con un leve movimiento de cabeza ella le respondió en un susurro: —Vivo ahí… Miguel miró hacia “ahí” sin saber adónde. —¿Podes caminar? —No. —Entonces esperame un momento. Rápidamente cerró el colectivo y trató de alzarla en brazos. —A ver… te acompaño… ¿dónde…? Ella le indicó otra vez con un movimiento de cabeza. —Ahí… ahí. Él la alzó con cuidado, caminó unos pasos y se detuvo. Volvió a mirarla inquisitivo y desconfió. —¿Qué te pasó? —preguntó secamente. —Ahí… —insistió la joven con voz casi inaudible—. La otra casa… Miguel meneó la cabeza y cerró fuerte los ojos. “No puede estar pasando esto” —pensó. Llegó a la casa indicada. Era la tercera desde la esquina. Abrió la pequeña verja y con mucho cuidado la ayudó a ponerse de pie, pero con una mirada ella le hizo saber que no podría entrar por sus medios. Miguel entendió. —A ver… ¿Hay alguien? Ella respondió palmeando su cartera. —Las llaves —musitó. —Bueno, dame. 27

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Ingresaron al porch y él, con dificultad, pudo abrir la puerta. En- traron a un living amplio tenuemente iluminado. Ella se abalanzó sobre el sillón más cercano. —Agua, por favor —susurró indicando con la vista un ambiente interno. —¡Sí! —dijo él, siguiendo presuroso el rumbo señalado. En la cocina halló fácilmente un vaso. Al volver con el agua, la mujer ya no estaba. Se detuvo súbitamente y entonces una voz a su espalda lo paralizó: —Buenas noches, amigo mío. Miguel no tuvo dudas. Un cúmulo de imágenes y palabras vino a su mente. Esa cara se le apareció impecable en la memoria como si la hubiera visto mil veces: el pasajero, el colado, el fantasma. Era su voz. La lluvia, la bestia, el granizo, la boletera, la planilla. Tardó una eternidad en volverse para mirarlo; para enfrentar ese rostro y lanzarle una merecida puteada. Al quedar frente a frente la sorpresa aumentó. El conocido pasajero estaba flanqueado por dos tipos fuleros que lo miraban con cara de perro. Él separó sus brazos levemente y apenas se agazapó, preparándose. Ellos permanecieron quietos. Retrocedió un paso y, sin dejar de mirarlos, extendió hacia atrás el brazo derecho, buscando el picaporte. —Está sin llave —afirmó el pasajero—. Pero le ruego que no se vaya. Miguel abrió la puerta ante la pasividad de los tres. El hombre mantenía sus manos entrelazadas a la espalda; los muchachos, de brazos cruzados. Estaba a dos pasos de salir. Espió rápidamente hacia afuera advirtiendo que no había nadie más. —No se retire —insistió el rubio—. Necesitamos de usted para detener a ese monstruo. Otra vez, como en el colectivo, aquel hombre contrastaba con su entorno. Antes, su semblante y su calma en aquella mezcla de tormenta, monstruo y oscuridad; ahora, ahí estaba frente a él con una 29

levísima sonrisa, ambas manos entrelazadas y la mirada serena en medio de dos muchachotes amenazantes. Apenas inclinándose, como haciendo una reverencia, se presentó. —Jeremías. Miguel permaneció callado. —Cucho y el Griego —añadió Jeremías con sutiles movimientos de su cabeza a izquierda y derecha. Miguel achinó los ojos —Un gesto característico en él—, y clavó dos rápidas miradas a uno y otro. —¿Qué pasa acá? —inquirió —. ¿Qué es esto? —Simplemente necesitamos hablar cinco minutos con usted — respondió Jeremías. Y prosiguió—: Disculpe la desprolijidad, Mi- guel, pero es la única manera que encontramos… —¿Cómo sabe mi nombre? —interrumpió Miguel muy molesto —. ¿Quién es usted? Jeremías intentó calmarlo: —Le explico, nosotros sabemos… —¡No! —gritó Miguel—. ¡No me explique nada! ¡Yo me voy a ir, y más vale que no quiera retenerme! Jeremías sonrió. —¿Retenerlo? Amigo, usted mismo abrió la puerta. Camine dos pasos y ya estará afuera, aunque debo decirle que eso nos traería un gran problema. Miguel lo miró sorprendido. —Prefiero invitarlo a que tome asiento unos minutos —prosiguió Jeremías—. Laura dejó el sillón libre para usted —Se atrevió a ironi- zar—. Le ruego que considere que nos tomó mucho trabajo tenerlo aquí con nosotros. Miguel seguía mudo. —Si te sentás te traigo un café —suplicó Cucho—. Nosotros so- mos buenos. No te dejes engañar por la cara de este —añadió burlón, señalando al Griego que lo miró fulminante. 30

Hubo un breve silencio que Miguel dedicó a mirar a los tres. Más allá del engaño por el cual se sentía muy molesto, supo que no había en realidad nada que temer. —Bueno —dijo secamente al sentarse —. Dígame de qué se trata. Cucho salió corriendo hacia la cocina en busca del café prome- tido. —¡Yo estaré en la puerta! —dijo el Griego, saliendo. Jeremías se acomodó en otro sillón y quedaron solos. Tomó de la mesa ratona que los separaba un papel prolijamente plegado y le dedicó cierta atención. Miguel, que estaba muy impaciente por escucharlo, notó que su interlocutor se tomó ese instante para elegir las palabras adecuadas. —Yo insisto en pedirle disculpas —explicó en su tono ya casi habitual para Miguel—. Me gustaría hablar un largo rato con usted pero sé que quiere irse a descansar y seré breve. —Está bien —aceptó Miguel—. Cuénteme por qué se tomaron tantas molestias para traerme aquí —dijo, devolviendo la ironía. —Bueno. Ocurre que el viernes que viene a esta hora necesitare- mos su colectivo y diez minutos de su tiempo. ¡No! —exclamó Miguel—. ¿El colectivo? ¡No! ¡Olvídese! Imperturbable, Jeremías continuó: —Usted vio lo que pasó hoy. Ese… Bueno, ese ser extraño, digamos, había atacado una casa a pocas cuadras, según supe. Lo que ocurrió con usted fue cuando estaba huyendo. —¿Y qué tengo que ver yo? —inquirió Miguel. —Nosotros lo venimos siguiendo. Sabemos que el viernes próxi- mo volverá a atacar, pero esa vez pueden ser terribles las consecuen- cias. —¿Nosotros? ¿Quiénes son ustedes? —Mire, necesito que tenga paciencia y me escuche. —¡Dale! ¡Decime! —exclamó Miguel, volviendo a tutearlo—. Ade- más, ahora se me pasó el sueño y quiero saber qué es toda esta locura. 31

—Verá. Hay cierta información que no puedo brindarle —explicó Jeremías. —Debo decirle que sólo nosotros podemos detener al Hombre Gato y para eso necesitamos su colectivo. —¿Para qué? —Para traer a nuestros muchachos —dijo Jeremías visiblemente abstraído otra vez por ese papel—. Los pasa a buscar por acá cerca, los deja a las cuatro cuadras y se va. Nada más. —¿Dónde va a atacar? —No puedo darle esa información. Lo siento. Todo ocurrirá cerca de aquí. ¿Y por qué no le avisa a la policía? Jeremías lo miró fijamente. Esperaba esa pregunta obvia: —Porque la policía encubre estos hechos. Miguel se puso de pie de un salto. —Pero, ¿qué me decís? —cuestionó juntando todos los dedos de una mano —. ¿El Hombre Gato es cana? Jeremías no pudo reprimir una sonrisa. —¡No! No exactamente —trató de explicar—. Pero puedo asegu- rarle que la policía es cómplice y que sería suicida de nuestra parte hacer una denuncia formal. La paciencia de Miguel llegó a su fin, tal vez porque ahora sí encontró algo que temer. —Mire, yo me voy. Esto no me gusta y el bondi no es mío. Jeremías se puso de pie lentamente, ya resignado. —Sabemos que el colectivo no es suyo, por supuesto —replicó. —Me van a echar. Es imposible —sentenció Miguel. Cucho llegaba con el café y adivinó la situación. Dejó los pocillos sobre la mesa y en silencio se fue. Jeremías jugó su última carta: —Teníamos toda la confianza en usted —dijo en tono bajo, más aún que lo habitual—. Lo acompaño a la calle. 32

A Miguel le llamó la atención que su contrincante se rindiera tan pronto. Cuando este pasó a su lado para abrir la puerta él no pudo contener el impulso: manoteó el curioso papel y rápidamente lo in- trodujo en su campera. Al volverse, ella apareció de pronto, apenas asomándose desde el ambiente contiguo. Tenía un pullover rojo, muy rojo, y estaba secán- dose el pelo con una toalla. Él quedó mudo, sorprendido por la repentina aparición. Aquellas hermosas facciones le resultaron insó- litamente familiares. Ella le sostuvo la mirada firme. Miguel la des- vió rápidamente y salió. Jeremías detrás lo acompañó hasta la vere- da, donde esperaba el Griego. Nuevamente empezaba a llover y seguía fuerte el viento frío. —Adiós y disculpe. Lamento su negativa —se despidió Jeremías. Miguel miró a uno y a otro. Saludó con desdén y se fue. Ambos entraron entonces. Laura y Cucho estaban esperando. Ahora los cafés eran cuatro sobre la mesita. —Bien compañeros —dijo Jeremías—. El plan está en marcha. Estuvieron muy bien. —No debería sorprenderse de nuestra eficacia —bromeó Cucho. El Griego sonrió meneando la cabeza —. Dale eficaz, pasame el azúcar. —Yo no estoy convencida —se quejó Laura—, dijo muy firme que no. Jeremías salió al cruce, tranquilo, revolviendo su café —No te preocupes, aceptará. —Digo yo… —preguntó Cucho—. ¿Por qué quería que se afanara el mapa, maestro? —Porque eso lo dejará pensando y no aguantará la curiosidad — explicó Jeremías. 33

El Griego asintió: —Es un apasionado de las novelas policiales y de misterio, no te olvides. —Muy bien. Ya tendremos noticias —afirmó Jeremías—. El do- mingo al mediodía nos reuniremos. Mañana tendremos el día libre. —¡Cómo voy a dormir! —exclamó Laura—. Hace mucho tiempo que no tenía un día tan agotador. 34

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Capítulo II Sábado 1° de septiembre Aquella noche Miguel durmió profundamente. Despertó pasadas las ocho pero quiso quedarse en la cama un rato más. Pensaba en la locura de unas horas atrás, en Jeremías, en el monstruo sobre el pa- rabrisas, en Laura secándose el cabello, en aquel cuerpo empapado entre sus brazos. Se vio nuevamente en esa escena de manera tan palpable, tan real, que llegó a dudar si la recordaba, la estaba imaginando o era un sueño reciente. Esa mujer entre sus brazos, su cuerpo mojado, su cara que no puede ver. El cuerpo de una mujer, pero ahora desnudo, mojado; su voz susurrándole al oído. Una voz que no reconoce y una cara que no alcanza a vislumbrar. “No es Laura, es Marisa” —pensó. “No, no es Marisa”. Se sabía despierto pero quiso simular que no. “No es Marisa” —Se dijo— “Al cuerpo de Marisa lo conozco”. Sin embargo, volvía a dudar: “Conocí el cuerpo de Marisa, pero creo que ya lo olvidé”. Se levantó un rato después de andar a los tumbos entre el sueño y la vigilia; entre Laura —esta hermosa Laura— y Marisa, ya perdida irremediablemente. Preparó el mate y sintió frío. El cotidiano desayuno de mate y galleta marinera sentado frente a la ventana que mira al patio. El cotidiano silencio, sólo interrumpido por la FM Del Plata con el vo- lumen muy bajito. Galleta, mate, malvón, tal vez un gorrión pasa- jero. Galleta, mate, radio, esperando a Neil Diamond o Electric Light Orchestra. Por fin su mente cedió o se quedó sin refugios y tuvo que retomar ese asunto postergado. “¡El papel!” —exclamó de pronto. Fue ansio- so a la pieza para buscarlo en la campera. No estaba. 37

—¡Chau! —gritó—. ¿Y el pelpa? Miró en la mesita de luz, buscó en el pantalón y debajo de la silla, abrió el ropero, revisó el baño. No aparecía el papel por ninguna parte. Arregló el mate repasando mentalmente cada paso al llegar a su casa en la noche y no logró explicarse dónde había ido a parar el papel. Finalmente se resignó. —¡Ma’ si, loco! ¡Ya está! ¡Olvidate! —se dijo. Era muy propio de él rendirse con facilidad y siempre tener una excusa a mano para justificar su falta de interés y su desapego por causa alguna. Ante cualquier situación negativa su primera respuesta era la resignación. Como expresé al principio, él solía disfrazar esa personalidad. Del umbral de su casa hacia afuera daba la impresión de llevarse el mundo por delante. Ese mediodía iría a almorzar a casa de su madre. Todavía era tem- prano, así que se encaminó unos metros a la carnicería de Don Tito, en Dorrego y Sánchez. Aquel hombre, anarquista español, había sido muy amigo de su padre. Cuando este murió en 1973, Tito asumió el compromiso de ayudar a la viuda, María Carmen, en la crianza de sus hijos de doce años y seis meses respectivamente. Cada semana la madre recibía una partida abundante de carne y, además, Miguel ayudó en la carni- cería durante toda su secundaria haciendo mínimas tareas o solo ce- bando mate. Desde luego, esta no era más que una excusa para que Tito le diera unos pesos por mes. Cuando entró al negocio su amigo lo saludó efusivamente. —¡Salud, Miguel! ¡Viva la República! —¡Y viva Custodio Méndes! —replicó Miguel, en alusión a un jugador de fútbol que Tito desconocía en absoluto. —Necesito medio kilo de nalga para milanesas, y apurate que viene Luisito a buscar el colectivo. 38

Durante ese breve rato notó que el carnicero se comportaba de manera extraña. De hecho, le preguntó tres veces seguidas “¿Cómo estás?” “¿Cómo anda todo?” y cosas por el estilo. —¿Ninguna novedad? —añadió. —No —respondió Miguel con desdén—. Nada. ¿Por? Tito guardó silencio y alternó cada corte de su cuchilla con una mirada por el rabillo del ojo. Ante la indiferencia de su amigo, final- mente se saturó su curiosidad. —¿Vos sabes que se me escapó el gato, che? —comentó. Miguel no entendió. —¿Vos tenés gato, Tito? El carnicero le clavó los ojos. —No bobo, ¡no tengo gato! Hubo un silencio y se miraron fijo. Miguel reflexionó: —Y si no tenés gato… ¿Cómo se te escapó? En los segundos siguientes, más que mirarse se semblantearon. Ninguno entendía qué pasaba. —Tuve un gato cuando era chico —dijo secamente Tito mientras le acercaba la bolsita con carne en un gesto hostil—. ¡Y se escapó el cabrón! Miguel sonrió levemente. —¡Pobrecito! ¿No te lo habrán robado? Tito le alcanzó el vuelto y quiso cambiar de tono: —Puede ser… ¡andá nomás! Nos vemos. Salió de la carnicería preocupado por su amigo. “¿Qué le pasa al viejo? —pensó. ¡No le sube el agua al tanque!”. Divisó a Luisito en la vereda de su casa, a unos ochenta metros, con los brazos cruzados como de costumbre. Miguel solía decir que su compañero había nacido en esa posición y bromeaba con las acciones y movimientos imposibles de realizar manteniendo tal pos- tura. Caminando a su encuentro, mirándolo desde lejos se le ocurrió que su amigo parecía un niño malhumorado puesto en penitencia por 39

su inalterable ceño fruncido, su baja estatura y extremada delgadez, además de los brazos cruzados. Su contextura delataba la escasa fuerza de un cuerpo bastante limitado, además, por antiguos proble- mas articulares. A poco de conocerse, en 1980, se habían hecho grandes amigos a pesar de los veinte años de diferencia entre ambos y de la dificultad de Luisito para relacionarse con los demás. Por su personalidad no tenía buena recepción entre sus pares, quienes lo tildaban de amargo y fulmine. Siempre taciturno, retraído y callado, portaba en su rostro una eterna mueca de preocupación y melancolía. Solía amargarse por cuestiones intrascendentes y nunca reía por las mismas razones que los demás. Podría decirse, sin embargo, que cuando estaba con Miguel sol- taba otros rasgos de su personalidad: era más comunicativo, sonreía con frecuencia y hasta su aspecto mejoraba. De hecho, el joven ami- go constituía el único contacto con el mundo exterior, ya que solo asomaba de su casa para subirse al colectivo o bien para trabajar co- mo electricista, su oficio de siempre, solo en casa de amigos o cono- cidos. A las características mencionadas hay que agregar esa tenden- cia a recluirse, apenas alterada para tomar una cerveza juntos los miércoles. —¿Qué haces, loco? —exclamó Miguel a la distancia. Luisito guardó silencio y esperó que su compañero estuviera más cerca. —Hola —respondió parco—. Vengo a contarte… ¡No sabés lo que pasó! Miguel cambió de inmediato el semblante y el tono. —No sé… ¿Qué pasó? —inquirió preocupado. Luisito por unos segundos se frotó la frente mirando el piso, como si buscara las palabras más adecuadas para dar una mala noticia. —Anoche se apareció el Hombre Gato —dijo conmovido—. ¡Atacó el colectivo de Esteban! 40

Miguel quedó perplejo. —¿Dónde? ¿Y Esteban cómo está? —alcanzó a preguntar. —Fue por la plaza de Mármol —explicó Luisito—. A Esteban no le pasó nada, pero… —Hizo una pausa y miró a ambos lados para cerciorarse que nadie lo oiría en la desolada vereda—. ¿Sabés qué dijo? —¿Qué? —inquirió Miguel acercándose y bajando la voz. —Esa cosa no es un humano disfrazado —aseguró, como con- fiando un secreto—. Dice Esteban que un hombre no puede gritar tan finito. Miguel lo miró sorprendido y aceptó de inmediato. —Sí, tiene razón. —¿Y vos cómo sabes? —replicó Luisito. —Bueno, es lo que se dice… que grita muy finito. El amigo prosiguió: —Más o menos por la plaza Esteban paró para levantar un pasa- jero, y ahí … ¡zas! —exclamó chocando las palmas de sus pequeñas manos—. Se apareció ese coso de la nada y lo agarró al tipo de atrás. ¡No lo dejaba subir y gritaba finito y muy fuerte! —¿Y lo lastimó? —No sé… un poco, creo. Pero el tipo se escapó. Salió corriendo cuando el Hombre Gato lo soltó. —¡Qué raro! —desconfió Miguel. —No sé —dudó Luisito—. ¡Capaz que se pudo zafar! La cuestión es que Esteban cerró la puerta y salió arando para la comisaría. Al Hombre Gato no lo vio más. —¿Cómo? ¿Esteban hizo la denuncia? —¡Sí, claro! —aseguró el hombrecillo—. Pero había dos canas que no le creían. Le preguntaban si estaba seguro, si lo había visto bien. Decían que no era posible. ¡Qué saben ellos!—, exclamó indignado. 41

Miguel tuvo una confusa y rara sensación. Por una parte, la culpa de haberse negado a colaborar con Jeremías, pero al mismo tiempo la consolidación de su desconfianza hacia él. Por otro lado, la obser- vación puntual de Esteban que Luisito le traía ahora se le presentaba como absolutamente atinada y correcta: “Un hombre no puede gritar tan finito y tan fuerte”. Aquel chillido que él recordaba era propia- mente de un gato pero más agudo, como atacando, enfurecido. ¿Había estado en verdad frente a un monstruo, un ser no humano? Por supuesto que no creía eso, pero tampoco confiaba en el fantasma del colectivo y su troupe. A los ojos de Miguel, la ecuación era sencilla: hay un facineroso suelto y sólo nos puede salvar de él una banda de facinerosos. —¿Y cómo era el tipo? —preguntó ansioso. —¡Qué sé yo! —respondió Luisito—. Habría que preguntarle a Esteban. Se me hace tarde —dijo mirando su reloj—. ¡Me voy! —Sí, andá. Nos vemos el lunes —aseguró Miguel dándole una palmada en el hombro. *** Ingresó a su casa con la mente puesta en el botín perdido. “¡Dale loco! —se dijo— ¡encontrá ese papel y dejate de joder! Esto va muy en serio”. Volvió a buscar en vano. En el cajón de la mesa de luz apareció la cara de Jeremías; en la cocina, Laura lo miraba fijamente; en el ropero, Luisito le contaba del Hombre Gato. A cada instante estaba más nervioso, sin poder explicarse lo sucedido. Ocurrencias de todo tipo se agolpaban y descartaban veloces. Pensó por un mo- mento en ir a ver a Jeremías y confesar su falta, pero de inmediato abandonó la idea. “El chabón miraba y miraba el papel… Debe ser importante… Ese gato infeliz sigue apareciendo por todos lados… ¿Y si no lo pueden cazar por mi culpa?”. 42

Otra vez se resignó a no encontrar el papel, como al levantarse, pero ahora no le era indiferente. Se preparó para ir a casa de su madre, sabiendo que ocultaría su encuentro con el Hombre Gato. Ya no le hacía gracia imaginar la avidez de Fede por saber del monstruo local porque la cosa se había puesto muy seria y él pasó de ser un testigo directo a una especie de estúpido cómplice. Estaba muy desanimado y prefirió esperar un rato para salir. Se sentó en el sillón preferido del patio, aquel que estaba frente a los malvones y geranios en esa apretada sucesión de macetas que los contenían. Casi todas eran grandes latas de aceite Uspallata prolija- mente pintadas con esmalte rojo. Aquellas plantas nobles, resistentes al frío, al calor y la escasez de agua, justo en esos días finales del invierno estaban dando sus primeras flores del blanco al fucsia, del carmín a una gama de rosados. Más que desanimado, ahora se sentía abatido. Pensó que, en defi- nitiva, después de Marisa se había prometido no creer en nada; no comprometerse con nada. La vida sería apenas consumir inconscien- temente los años venideros porque su corazón había sido saqueado desde muy joven y ya todo carecía de sentido. Su trabajo, las plantas, la radio y las novelas policiales eran todo su universo. Más allá de eso, no deseaba nada. Laura le había movido el piso sin que él pudiera explicárselo, pero el fantasma Jeremías y sus dos facinerosos amigos le hacían sospe- char algo raro. ¿Por qué Laura estaba con ellos? ¿Qué hacían? Todo era para desconfiar: ¿Cómo supieron su nombre y su horario de regreso? ¿Qué hacía ese tipo en el bondi justo en ese momento? Si no sacó boleto, si no subió en ninguna parada… ¿de dónde carajo salió? Sin embargo, por otra parte, Miguel asumió que sabía del Hombre Gato como nadie. Lo había visto frente a frente, conoció a sus pre- suntos perseguidores e incluso habló con ellos y hasta le pidieron ayuda. De todos los que aseguraban haberse topado con el felino, 43

seguramente la gran mayoría mentía. Lo de él era real. Por primera vez hubiera sido protagonista de su propia novela policial. Tal vez la vida le estaba abriendo una puerta para que todo cambie y tenga un sentido vivir. Así como le quitó a su padre repentinamente a los doce años y a Marisa a los diecinueve, ahora le traía a Laura de la mano de un monstruo para empezar de nuevo. “¡Qué rara es la vida!”, pensó. Casi empezaba a ilusionarse con esa idea pero el papel no apare- cía. Creyó hacer justicia cuando lo robó y ahora era sólo un estúpido que, lejos de colaborar, debía esconderse por su falta. Los viejos residuos de dolor almacenados en su corazón se habían endurecido, estaban en plena putrefacción y ya nadie podría lim- piarlo: sólo él mismo, y no estaba dispuesto a hacerlo. Se puso de pie repentinamente dando un puñetazo sobre la mesa. —¡Que se vaya todo a la mierda! —gritó. Tomó las llaves y se fue. *** María Carmen tenía cuarenta y seis años. Viuda desde los treinta y cinco, había aceptado la soledad para siempre y solo se dedicó a criar a sus hijos. Cobraba la pensión y trabajaba de costurera, pa- sando todo el día inclinada sobre la máquina de coser. Doña Dina, la modista estrella del barrio, muy demandada, solía darle todo el tra- bajo excedente a su tiempo disponible, de modo que María Carmen siempre estaba ocupada y podía contar con esos ingresos extra a su magra pensión de viuda. Para Miguel, ir a la casa de su madre representaba toda una cere- monia. Caminando esas tres cuadras volvía de algún modo a ser aquel niño feliz de principios de los setentas. 44

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En el trayecto aquella mañana su mente se movía como un pén- dulo del pasado al presente; de aquella infancia callejera de pelota y bicicleta con sus queridos amigos —solo unos pocos quedaban ahora en el barrio— a este mediodía fastidioso, cargado de una bronca visceral. En realidad él sabía que su estado de ánimo también venía de mucho más lejos y que las últimas horas solo fueron un detonante para la explosión de la angustia contenida. “Tranquilo, loco” —se dijo poco antes de llegar— “Disimulemos y que todo esté bien”. La puerta de calle nunca tenía llave e incluso era normal que per- maneciera abierta durante todo el día si no hacía frío. Así la dejaba María Carmen, despreocupada, cuando terminaba de barrer tem- prano. Durante las mañanas había cotidianamente un desfile de vecinas que gritaban su saludo desde la vereda o bien entraban directamente sin llamar para tomar unos mates. Doña Tita, doña Gina y todas las demás solían aparecer de improviso como si se tratara de su propia cocina. Entre aquellas mujeres, compinches de edad muy variada —desde cuarentonas hasta quienes pasaban los setenta— era muy natural desnudar el alma; contarse los más íntimos secretos. Varias décadas después me resulta imposible imaginar la vida de María Carmen sin sus amigas del barrio. Tenían además cierta inocencia. Daban por hecho que los niños no entendían lo que hablaban entre ellas y mucho menos alguna seña que se hacían en su presencia para evitar ciertas palabras o frases demasiado comprometidas. Puedo asegurar que en mi infancia por aquellos años yo supe de imperdonables infidelidades, enfermedades terribles y de cartas esperadas con ansiedad que demoraban cruel- mente o no llegaban nunca. Cuando Miguel abrió la puerta lo invadió aquel querido y antiguo aroma a tuco casero. El tomillo, el orégano y el laurel flotaban en el aire del umbral. De la cocina salía un vapor constante que viajaba 46

por la casa anunciando que los tallarines estarían listos en un mo- mento. Invariablemente, entrar a la casa de María Carmen le cambiaba de inmediato el humor, y esa vez no fue la excepción. Ella estaba poniendo los platos sobre la mesa. Llevaba un delantal celeste y blanco sobre el batón azul marino que de algún modo des- tacaba sus ojos pardos y las incipientes canas de su melena oscura. Miguel reparó de inmediato en que sus manos estaban aún enharina- das. Todo parecía igual que de costumbre hasta que, advirtiendo su presencia, María Carmen le sonrió. No era su sonrisa habitual. Sin mediar palabra, con ese simple gesto, Miguel adivinó que algo no andaba bien. Trató de disimular con su acostumbrado saludo. —¡Hola! ¡hola! —exclamó mientras la abrazaba. —¡Hola querido! —dijo ella. Su voz tampoco era la misma. Miguel confirmó su impresión y se propuso saber qué estaba pasando sin forzar las cosas. Se dirigió hacia el patio, donde se oía picar la pelota Pulpo de goma que Federico, de rodillas, lanzaba contra la pared para atajar el rebote, jugando a ser un arquero. Al verlo, el niño lo saludó con voz queda. —¡Hola Meme! ¿Qué tal? No era el saludo efusivo de siempre. —¡Bien, enano! —respondió Miguel mientras se inclinaba para darle un beso y a traición apretarle una oreja con el índice y el pulgar, cosa que Fede odiaba. —¡Salí che! ¡salí! —se quejó el niño frotándose la oreja enroje- cida. En ese momento, desde el comedor, María Carmen los llamó a la mesa. 47

Durante el almuerzo hablaron de los temas habituales. Miguel supo que a la tía Amelia le habían quitado el yeso por su muñeca fracturada y que Fede seguía renegando en la escuela con matemáti- cas. Decidió esperar. Los esfuerzos de su madre por aparentar nor- malidad eran a cada instante más evidentes. Luego del budín de pan con malta —era la bebida habitual, más económica y sana que el café— Miguel decidió avanzar sobre el tema. —Mamá —Le dijo mirándola fijamente—. ¿Qué te pasa? Ella esperaba la pregunta en cualquier momento y supo que de nada serviría seguir fingiendo. Extendió su mano de un lateral a otro de la mesa y tomó la de su hijo. —Miguelito —explicó muy seria—. Anoche anduvo el Hombre Gato por acá. Perdoname, pero estoy muy asustada, nada más. Él apretó la mano mecánicamente y arrojó la vista al cielorraso. Tratando de esbozar una sonrisa y mantener la calma, volvió a mi- rarla. —Pero, ¿qué me estás diciendo, mamá? Una lágrima cayó vertical por la mejilla de María Carmen, que también apretó su mano. Fede entró desde el patio callado y muy serio. Aquel llanto de la madre quedaría grabado en su memoria para siempre. —¡Es cierto hijo! —¿Y por qué estás tan segura? —replicó Miguel mientras echaba una mirada de reojo a su hermano, insólitamente mudo y conmovido. —¿Vos lo viste, mamá? —¡Sí! —aseguró María Carmen—. Vi su sombra. —¿Su sombra? —Sí, en el momento no estuve segura —sostuvo ella—. Pero esta mañana encontré en el patio sus rastros. ¡Vení a ver!—. Lo invitó, incorporándose. 48

Los tres salieron. Fede permanecía mudo mientras que Miguel se esforzaba en mantener la calma ante aquella insólita situación. María Carmen le mostró. Sobre el muro del fondo, donde el patio termi- naba, yacía la rosa quebrada a mitad de su tronco principal. Era una planta con grandes espinas y tallo grueso —además de ser la favo- rita— que no se rompería fácilmente. —Los sillones de hierro estaban tirados por todas partes — insistió ella—. Y además… ¡mirá eso! Miguel se acercó. Al lado de la rosa, en el paredón, había cuatro marcas verticales y paralelas que hacían pensar en un largo arañón. —Ahí están sus garras —dijo la mujer, muy segura. Miguel se sorprendió. En efecto, a primera vista aquel parecía ser claramente el rastro que deja un animal con sus garras. Era un trazo único y perfectamente parejo de tres rayas equidistantes entre sí y una cuarta, a la izquierda, levemente separada de las otras. Él notó que la huella era un poco más pequeña que su mano abierta y que aquellos rayones tenían cierta profundidad de dos o tres milímetros. —¿A qué hora pasó esto, mamá? —Yo me desperté a las dos y cuarto. El ruido acá era tremendo. —A esa hora había mucho viento—dedujo Miguel, volviendo a mirar inquisitivo a Federico. —Sí, pero yo miré por la ventana y vi su sombra. —Estaba oscuro, mamá. —La luz del patio estaba prendida —insistió la mujer—. ¡Yo lo vi! Notando que sus pruebas no convencían al hijo, se dio finalmente por vencida. —Me voy adentro —dijo—. Hace frío. Miguel aprovechó para clavarle una mirada inquisitiva a Fede. —¿Qué sabes de esto, Federico? —le preguntó secamente—. ¿Vos tuviste algo que ver? ¡Decime la verdad! —¡No pibe! —se quejó el hermano. ¿A mi qué me decís? 49

—¿Viste algo a la noche? —porfió Miguel. —¡Nada! ¡Yo dormía! De tres zancadas se lanzó sobre la pelota y dio por terminado el interrogatorio. Mientras afuera la Pulpo iba y venía picando sin cesar entre paredes y baldosas, adentro la charla de mate en mate fue relajando a María Carmen. Cerca de las cuatro de la tarde Miguel se despidió, esta vez pellizcando un cachete de su hermano que, para su regocijo, volvió a protestar furioso. La madre lo acompañó a la vereda, donde se quedaron hablando otro rato todavía. Él volvió a abrazarla. —¿Te quedás más tranquila? —Me tranquiliza un poco saber que ya no me va a agarrar des- prevenida —respondió ella. —¿Por qué lo decís? —Porque la puerta del patio siempre tuvo ese pasador grueso de adorno. A partir de esta noche lo usaré sin falta. Él meneó la cabeza y se despidió con un beso en la frente. De regreso a su casa Miguel examinaba la situación. No eran con- sistentes los argumentos de María Carmen y él no daba crédito a la aparición del Hombre Gato en el patio, desde luego, aunque para esas marcas no hallaba realmente ninguna explicación razonable. De pronto imaginó a Fede tallándolas en el paredón con un destornilla- dor y soltó una sonrisa. Estaba sin embargo muy mortificado por ver a su madre tan asustada. Ese estúpido disfrazado la había afligido hasta las lágri- mas. Vaya a saber las cosas que María Carmen pensó; la profundidad de este miedo que él se esforzaba en no considerar ridículo; la inde- fensión que ella sentiría cada noche desde ahora. 50


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