Jungla de asfalto en mentes oxidadas. Patética, lasciva sociedad que cruel lastima y su nariz parada discrimina. El barro se impregna más en ella que en ti el lodo, que sigue siendo lodo; no llega ni a ensuciar tu almita limpia. ¡Calma tu llanto, mi niño! ¡Pues, todo no es tal cual lo miras! También he conocido testaferros y muchos que nadan en dinero, que como tú, se fueron por las dudas en busca de su ropa sucia que enterraron. Están en pozos del pasado sacando sus harapos de antaño. Que- mando recuerdos lamentosos, oscuros como ellos, que guardan su ver- güenza en portafolios. Allí en su tumba de sus días de pobres, salieron los gusanos de algunos bocados que comieron. Pero se fueron, también horrorizados y llorando. Jurando por aquellos que quedaron, así, tan parecido a ti. Y siguen pregonando disfrazados. Vergüenza sintieron de ellos mismos. Vergüenza tendrían que tener por tanta indiferencia de su estado. Vergüenza por ser los que marginan a tantos que hoy son como ellos mismos. Vergüenza de ignorar tu muerte, porque muriendo tú, se mueren ellos. Una guerra interminable La vida continúa entre papeles. Sujeto la hoja…, el último acento, la coma, el punto final y suelto el lápiz. Se me hace la hora. El turno al médico de las 11hs está atrasado. Veo en mi impaciencia revistas para hojear, mientras el tembleque del pie se agita cada vez peor al pasar las hojas sin mirar el reloj pulsera; y el tiempo perdido en la sala de espera. Sin querer, empiezo a hacer pequeños versos mentales, mientras un chupetín da vueltas como una calesita en mi boca, porque no puedo fumar. Distraída, la vista me juega una mala pasada y piso sin querer a una anciana que con el bastón me amenazó y le pido perdón, pero mi mente sigue jugando conmigo y sale una frase corta que quisiera anotar por su gran contenido y… ¡La gran siete! ¡Allí no hay papel ni lápiz! La gente me mira, (yo también) preguntándome qué les llamará la atención en mí y una nena de más o menos de doce años me dio las 101
gracias por las letras (dijo ella), de la canción que salía de mi boca y que después le pondría música. No doy mucha importancia a la criaturita y sigo tratando detener las letras que se asoman. El tiempo transcurre, el médico me atiende; me da clonazepam para que pueda dormir. Yo le digo que no puedo, que mi trabajo no me lo permite y me saca de su consultorio con una frase como convenciendo a un chiflado. Lo entiendo y me voy diciendo para mis adentro… “¡Qué sabe!” Y llego a casa apresurada. Alcanzo rápido a tomar mi cuaderno de apuntes y me peleo conmigo misma porque \"ella” (mi mente escribe sola), no se detiene y no le da tiempo a mi mano para escribir lo que me dicta y… ¡me quiero comer las hojas de papel! ¡Me apuro! ¡Es peor! ¡Surgen otros estribillos! \"¡Corre, Forrest, corre!\" Me transpira la frente entre palabras mudas e insultos. Otra frase me hace el jaque mate y el corazón se acelera de impotencia. En la deses- peración de que no se escapen algunas letras y pequeños versos, aplasto el sándwich que engrasa los dedos, las hojas, el lápiz y encima siguen saliendo palabras de mi cabeza y complicada las anoto casi arriba de la manteca. ¡La pucha! ¡Deténganla! ¡Se me hace la hora para ir a nata- ción! ¡Naaa! Quiero terminar lo inconcluso y no tengo más minutos que demorar. Encima me olvidé la última palabra principal del estribillo. En el camino, los versos, la prosa, el cuento, la novela, salen todos a relucir. ¡Justo ahora! Y pego una patada en el piso y por ahí, sentí que me dijeron: ¿Loca? No doy importancia pero parezco un dibujito animado; trato de calmarme y entro en un maxirubro y compro una libretita y una birome color negro (otra no me gusta, tiene que ser negra). ¡Cosa de atajarlas por si las moscas! Llego y en la mesita del buffet del natatorio dejo algunas pertenen- cias. Miro el reloj y tengo todavía media hora antes de entrar y mis compañeros no llegaron, así que me acomodo con la birome y papel en la mano y a punta de estocada me preparo por si me amenaza alguna frase y la anoto. ¡No quieren salir ahora las desgraciadas! 102
—Bueno —me digo— Por lo menos me voy a relajar en el agua y cuando llegue a casa… La hora pasó tranquila, el camino de vuelta también y entro derecho a la cocina. Entre la tortilla española aparecen con un click algunos ver- sos con demasiada rapidez. Dejo de batir los huevos y como relámpago corro al escritorio y me apuro a escribir. ¡No llego! ¡No alcanzo! Me olvido tras las letras de estrofas inconclusas. Me rindo volviendo atrás con bronca tratando de reanudar las frases anteriores. ¡Ni siquiera puede doña Grafología! ¡Bastaaaa! Y reincido en tal cuestión. De noche mi almohada se mueve. Me incorporo, se escapan rápido y se esconden entre las sábanas las susodichas y es una guerra interminable con fusiles y toda la artillería posible. Quedo devastada y vencida tipo tres de la madrugada. Me armo un plan B. —Mañana —me digo— ¡Mañana no me joden! El paraíso de los locos Me asombró su forma de mirar. Ellos se perdieron en el cielo como queriendo escapar, mas llevaron la buena nueva. Yo, me quedé atónita, pues quise encontrar en su vuelo, la resplandeciente figura que los pájaros dibujaban mientras se alejaban. Era, sin lugar a dudas como migrar a otros mundos. De lejos y en otra dimensión, escuché los cánticos sagrados sacados de los proverbios de la Biblia y verdades que el tiempo nos demostró a medida que fueron sucediendo. Los angelados seres iban y venían. El lugar, cuya bóveda era un zafiro azul, también era un jardín de especies increíbles, donde colores desconocidos aparecían en el marco de un portal sagrado, y una especie de campanas con números de siete, cada espacio formando un gran anfiteatro, me dejaron atónita. Me pregunté de pronto cómo llegué allí. El corazón latía apresurada- mente al compás de un inmenso reloj partido al medio que estaba pendiendo de una cadena gruesa y sin sostén, pero su hora era exacta marcando el momento justo de mi muerte. Unas escaleras grises 103
parecidas a cemento, en forma de caracol, cruzaban el espacio y el mar al mismo tiempo. Recordar era imposible pero sabía que nunca volvería. Yo ni si- quiera la había provocado, ella en su apariencia tan extraña, me cruzó en un segundo de éxtasis y no estaba en mis cabales como para identifi- carla. La arena era rubia en su miel tejida entre conchillas de formas diversas y el mar estaba calmo, cuando de repente, al instante de levan- tar mis brazos al son de música celeste, levantó furioso su seno en olas inmensas tapando los escalones en forma de arco iris. Lo más extraño es que no me sorprendió en absoluto y viajé olvi- dando el presente, el pasado y… en cavernas, las sirenas sentadas en rocas inmersas en la masa líquida, con liras en sus manos, me llamaron con metálicas voces. Parecía un sueño del que nunca desperté. Tampoco sé cómo llegué a contar la historia que escribí luego de haber vuelto. Lo único que sé, que después todo volvió a ser como antes. El hospital estaba lleno de gente extraña. No vi a nadie conocido. Los pabellones detestaban a olor a pis. Y por cierto, mis riñones no daban más de líquido clorótico. Los compañeros de cuarto hacían cosas raras y nadie escuchó mis reclamos. Abrí una puerta y el lugar era un laboratorio. Otra era la morgue. Otra... No pude más. Solo alcancé a sostenerme mientras un lungo enorme, con sus garras me llevó a una mesa y me contó el mismo cuento que yo había escrito. 104
ELIZABETH OJEDA Elizabeth Ojeda, de treinta y cinco años, nacida en Capital Federal, vivió hasta los cinco años en Villa Fiorito, a tres cuadras de la Cancha la “Estrella Roja”, reconocida porque el gran Diego Maradona jugaba allí, en sus años de potrero. Se mudó a General Villegas con su madre y hermana por cuestiones personales. Más tarde, fue donde echó raíces, junto a Pablo, su compañero de vida y su hijo Tiziano, a los cuales agradece en el alma por ser sus pilares y quienes le han leído desde sus inicios, al igual que su hermana Micaela, quien además es su dulce amiga. Es una apasionada por el arte: Ilustradora, (del Logo de Cautiva Edi- ciones, de las portadas de los libros: “Cautiva de tu Alma”, de Jesica Fernández, y “Sueños y plumas” (Antología 1er Aniversario). Expositora de pinturas (Museo Histórico Regional), de Cestería de papel y tejido aborigen (Centro de Jubilados y pensionista) donde dicta talleres en Cestería de papel. Incursionó en locución y conducción en Radio FM “Impacto”. Voz de la Virgen María cantando en Teatro comunitario. Formó parte de la agrupación \"La payasada\", tras los pasos del siempre recordado médico de la risoterapia Patch Adams. Caricaturista en Diario Actualidad (General Villegas-sección humor gráfico bajo el nombre: Villegas Ilustrado). Tatuadora y dueña de Dark Tattoo, estudio de arte corporal. Es escritora aficionada desde que tiene memoria, bajo el pseudónimo de \"Zíngara, la Gitana\". Es miembro del Equipo de Cautiva Ediciones a los cuales agradece por el acompañamiento en este sueño colectivo y a su Directora, Jesica Fernández por impulsar este proyecto. A sus clientes, familia y aquellos que la miran desde el Cielo: Fabio, Indio, Peque, y al que ama su alma, su eterna devoción. Hoy participa con su cuento: “Diario de una psicópata” 105
Diario de una psicópata Capítulo I “Crónicas de una loca suelta” Para probar un detector de mentiras un abogado tuvo la genial idea de ir hasta la clínica psiquiátrica donde estuve internada hace algunos años. Todavía, ¿no sé por qué? Según ellos estoy desequilibrada, sufro de algo llamado TID (TRASTORNO DE IDENTIDAD DISOCIATIVA), en otras palabras, dentro de mí habitan múltiples personalidades llamadas Alter ego, es como un segundo “Yo”, que es muy distinta a mí. Sé que mi nombre es Dulcinea, mi amado es Don Quijote de la man- cha; aun así, ellos insisten en llamarme Claudia. Lo cierto es que alguna vez puede que haya vivido en este cuerpo, pero se ve que no quiso quedarse y desde entonces yo me ocupo de todo y no he sabido de las otras personalidades hasta el momento, hay rumores de una gitana, una tal Zíngara, solo apareció una vez y armó una revolución, hasta me culparon por ella y me sedaron, me hubiera encantado conocerla, me gustan los gitanos. Soy amante de las letras y los buenos modales, he leído libros de todo género literario, amo a San Agustín, y eso me recuerda que no me he confesado en años, no dejan entrar a los sacerdotes a este lugar. Tienen miedo que me ayuden a escapar como lo hicieron con Romeo y Julieta, siempre rezo por ellos ya que terminó todo tan mal para los pobrecitos. Pero mi Quijote y yo somos una historia aparte. Casi de madrugada me quitan el chaleco de fuerza y una mujer mayor me da una ducha, ella sí me entiende, me pregunta sobre mi amor y mis ojos brillan. Nos sentamos a mirar el sol en su nacimiento y en mi corazón guardo la esperanza que un día veré a mi amado en su corcel Rocinante. Me trae a escondidas maquillaje para verme bien. Esa mañana me ordenaron usar un vestido rosa, y aunque odio ese color, me llevaron ante doctores que movían la cabeza de un lado hacia otro y balbuceaban. El muchacho que manejaba el equipo de investigación, me colocó unos pequeños cables en algunas partes de mi cuerpo, para medir el 106
pulso y las ondas cerebrales. Mis ojos estaban rojos de las ganas de llorar... Y ese vestido era horrible. Preguntó suavemente: —¿Eres tú Dulcinea? —contesté luego de una pausa. —¿Yo...?, no señor, mi nombre es Claudia. Todos sonrieron, todos menos él, lo intuí “sabe quién soy”. Tal vez... es Sancho Panza; y si es así, mi Quijote está muy cerca luchando con los dragones. Por dicha prueba, me dejaron salir. ¡Ja, ja, ja! Ellos creen que soy Claudia, pobre gente loca, caminan cuando no tienen idea que yo puedo volar de mil formas. Antes de irme, Soraya mi gran confidente, me regaló un diario ín- timo. Nunca tuve uno, así que le agradecí con un fuerte abrazo. De vez en cuando la voy a visitar, mi casa está a solo dos cuadras de la clínica. A ella y a Donatella eran las únicas que guardaría en mi memoria. Capítulo II “Curiosidad” Llegué a casa luego de aquel tiempo en compañía de Soraya y mis padres no estaban, habían empleado a Helena, hermana mayor de mi padre para que me cuide. No sé, ¿de qué? Yo sé hacer de todo, pero algo de compañía no me venía mal aunque en mi interior sabía que esta mujer no era buena persona. Habían puesto rejas en las ventanas y en las puertas, sobre el frente de la casa había un paredón que no me dejaba ver a la gente pasar. Estaba encerrada otra vez, mas decidí esperar a que mis padres regresen y tratar de negociar esta situación. Se hallaba en la sala, una parte predispuesta como un taller de arte, si bien me gusta observar, no sé nada de pintura, lo extraño fue ver un retrato mío, y más aún, la firma de una tal Claudia. Quise compartir mis dudas con mi dama de compañía, pero esta mujer no era como Soraya, parecía una guardia cárcel. Así que me fui al dormitorio y registré todo, fue genial y aterrador a la vez. Claudia era muy metódica, también tenía un diario. Me la pasé llorando mientras lo leía, pero noté en ciertas partes que su letra cambiaba, y era como si dos 107
personas escribieran teniendo una conversación y esa no era yo. Me puse inquieta, cada fotografía, me hacía ver que Clau, la llamaré así con confianza, pues es parte de mí; era una mujer con mucho talento en el arte: cantaba, tocaba la guitarra, pero ante todo, era muy buena dibujando. La verdad la admiro, aunque tenía el corazón hecho trizas, en esos momentos aparecía la otra letra marcada con fuerza como si quien escribía estuviera enojada. Las hojas que más me impactaron fue- ron las siguientes y leí. Capítulo III “El diario” 11/11/19 — 07:30 hs. Querido diario: He oído durante mis casi treinta y seis años decir las frases: “Te amo como sos”, “te quiero tal cual sos”, “no quiero que cambies”, y no es verdad, todos te quieren cambiar. Porque aburrís y como dijo un amigo: YA NO SOS LA NOVEDAD. Si sos amorosa, te convertís en un fastidio. Si sos sincera, te falta tacto para hablar con las personas. Si sos sensual, andas de levante. Si te arreglaste o quieres verte bien, por algo será. Si cuidas tu salud, te encanta vivir yendo a los consultorios médicos. Si no te ocupas, sos una abandonada. Si querés estudiar, entonces no hace nada en la casa. Si te quedas en la casa, sos antisocial. En verdad ya no sé cómo encajar… Clau. 12/11/19 — 20:30hs. Querida Clau: Leí lo que escribiste y no puedo creer que te dejes pisotear por personas que, según ellos. dan críticas constructivas cuan- do jamás construyeron nada. ¡Déjate de joder!, quiero que estés bien, estoy cansada de levantarme de madrugada porque te negaste a comer otra vez, mejoré tu cabello y depilé las cejas porque no puede ser que te hayas abandonado tanto. Metí esa ropa horrible en una bolsa y la dejé en la vereda para que se la lleven los cirujas. Mañana te compras algo más sexi, te dejé dinero en una tabla debajo de la cama… 108
¡Ojo con la carcelera!, así le llamó a la mujer que cuida la casa, por las noches me levanto y pongo gotas de Valeriana al termo que parece té, pero en realidad es ron. La vieja vive borracha, así que bebe y se queda dormía, ahí es cuando aprovecho a escaparme y no me hagas volver, no tenés necesidad de oír comentarios inútiles de gente que nunca estuvo a tu lado, así que tomé el celular y les escribí: —Por mí pueden seguir manteniendo esa distancia. No me conoces, soy Zíngara, la Gitana. Una tatuadora descarriada, sin corazón, el blanco de ciertas opiniones porque me ven caminando, o me ven sonriendo. El tema es que voy a tratar de seguir siendo así o peor, porque, aunque a veces duele de donde provienen las palabras, simplemente las uso para seguir. Y seré así hasta que muera y al que no le guste, que se muera primero, ¿entendiste? Zíngara 12/11/19 — 18:45 hs. Querido diario: Al parecer es verdad la sospecha de mi madre cuando decía que yo era dos personas, esta mañana amanecí más arre- glada, con los jeans cortados a la moda y una carta de una tal Zíngara, al parecer habita dentro de mí, pero no tengo ganas de hablar con ella, siento que: Ya no existe el tiempo, ni sé si existo yo o, ¿cuál es la mal- dita salida de la sensación de soledad absoluta? Porque los demonios atacan mi mente de vez en cuando, y he lu- chado cuánto he podido contra ellos, pero estoy agotada. Las lágrimas no solo rasgan mi corazón, destruyen lo poco bueno que hay en mí. Hoy me duele más que nunca, siento vidrios en mi pecho, y mi razón se quiebra una vez más. Me ahogo. Quiero morirme de una vez porque esto que vivo no es vivir, mi tiempo cronológico no es vida. Mi alma no admite más dolor, ya no quiero seguir condenada a sobrevivir. Mis pupilas dilatadas, aceleran la ceguera, mi esfuerzo por respirar es inútil. Sujeta a cadenas invisibles es como me siento, y tal un ave que nació en cautiverio, no sé volar. Me tiembla el cuerpo, mi pulso se acelera y esa sensación de asfixia vuelve una y otra vez. No hay nadie que vea mis ojos rojos, nadie que me mire con agrado. Todos festejan, todos felices y yo solo siento que 109
todo lo arruino. ¡Y ahí otra vez la soga buscando mi cuello! Otra vez me resisto… Clau. 13/11/19 — 02:30 hs. Querida Claudia: ya es hora que reconozcas que estoy para vos, nadie nos puede entender, solo nosotras, si le contás a alguien de mí te van a encerrar. Esta noche me escapé de la casa, me fui a trabajar en el estudio de tatuaje del que soy dueña, se llama Dark Tattoo. Es en un barrio humilde, pero tengo fe que un día trabajaremos para lo MANDIGAS, son los mejores tatuadores argentinos, sabes. Ahora dejemos de hablar de mí y hablemos de vos, tomé las precauciones necesarias y dije que tenía una hermana gemela, por si te cruzas con algún cliente o actúas raro. Desempolvé la guitarra, la que llamas Romeo, creo que deberías volver a cantar, siempre te hizo bien. Yo por más que lo deseo, no sé tocar, pero me aferro a ella como buscando un poco de aire. En ella me muero, me desangro, en ella resucito. No estás tan sola, seis cuerdas nos ataron a la vida una vez más. Zíngara Escondí el diario, ya que oí pasos, y pensé, ¿qué tendría de malo si me comunico con ellas? Estuve aislada, sin saber que dentro de mí habitan dos personas maravillosas. Quizás si logramos convivir poda- mos sacar lo mejor de cada una, pero bajo mis términos, así que lo hice en mi diario. 29/11/19 Queridas Claudia y Zíngara: Me vi en la obligación de presentarme ya que las he leído una y otra vez, he llorado su dolor y también he compartido aventuras, me temo que es necesario que nos pongamos de acuerdo en un par de cosas. Punto uno: no me gusta el color rosa, ni puedo tatuarme porque mi piel es muy sensible y cicatrizo mal, así que Gitana ni se te ocurra tatuarnos. Punto dos: fui a buscar algo para comer cuando escuché a la guar- diana hablar con alguien acerca de que tenía una idea para librarse de 110
nosotras. Mandaría a un amigo a que se robara todo lo que pudiera en la casa y nos culparía para que nos vuelvan a encerrar. Ustedes no se acuerdan o no sé dónde andaban, pero la que recibió inyecciones, gritos y maltratos fui yo. Por lo tanto, no pienso volver. Aunque… Hay un punto tres, allí conocí a una mujer, le pusieron el nombre de Stella D Larquen, pero su nombre es Donatella Donna. Lleva unos años allí, me pidió que contacte a su hermano Luiggi, que vive en las afueras de la ciudad. Les ruego que lo busquen. Atte. Dulcinea Capítulo IV “Rojo” La carta no tuvo contestación, al parecer, mis Alter egos se mante- nían silenciadas, y juro que yo estaba aterrada pensando en lo que esta mujer pudiera hacerme. Disimuladamente, buscaba todas las rutas de escapes posibles, por cualquier eventualidad. Intenté comunicarme con mis padres, pero no me fue posible. Siempre estaban de salida, yo pienso que se desligaron de mí. —¡Claudia! —se escuchó la voz de Helena, cierto yo debía actuar como si fuera Claudia—, un hombre llamado Luiggi te busca, dice que lo mando tu amiga gitana, me querés decir, ¿desde cuándo te hablas con los gitanos? ¡Woow! Ella logró salir y avisarle. —Es un amigo de la infancia – me apresuré a hacerlo pasar, sus ojos azules y su mirada desencajada se fijaron en mí. — Voy por té, ven pasa —le hice señas con la mano de que se diera prisa. Luego de un rato que disimulamos conocernos, la carcelera se marchó y logré contarle que conocí a Donatella, y que ella me habló de él, que no estaba muerta, ni desaparecida. Él respiro profundo y me manifestó: —Si lo que buscas es dinero te lo doy, pero no juegues conmigo, mi hermana desapareció, el esposo dijo que la vio arrojarse al río y jamás la encontramos. Es muy grave lo que decís. A ver decime, ¿cómo es ella? Sus ojos se volvieron rojos por las lágrimas. 111
—Amo el color rojo —oí una voz desde mi interior. —Dulcinea, yo puedo dibujarla. Por primera vez oí a Claudia hablarme. El color rojo era el estímulo que necesitaba para hacerse presente. —¿Puedes ver mis recuerdos?, ¿qué esperas?, ya dibújala. Le ordené llena de satisfacción, era como si nos turnáramos para manejar el cuerpo. Tomó lápiz y papel y comenzó a dibujar. Fue her- moso ver sus trazos y me dieron ganas de aprender, pero ¿qué cosas digo?, ella puede, yo puedo, somos una. Luiggi me miró un par de veces con desconcierto hasta que por fin habló: —¡Gitana!, ¿volviste? —interrogó mientras Claudia seguía dibujando. —No. Lo siento, soy Claudia, y Dulcinea quienes estamos presentes, no sabemos cómo llamar a la Gitana, ella se llama Zíngara. —Lo sé, me contó de las múltiples personalidades, pero creo que el loco soy yo al seguir todo esto, mejor… me voy, lo siento. —¡Listo, terminé!, aquí está la bella Donatella. Le dije mientras anulaba la presencia de Claudia, es útil pero débil y además era yo la interesada en que encontraran a mi compañera. —¡Por todos los santos! ¡Es ella, es ella! Mi hermana, ¿cómo hago para entrar?, llamaré a la policía. Estaba tan extasiado que no podía contenerlo, salió corriendo como alma que lleva el diablo. Mi cuidadora entró, y empezó a destilar su veneno. —Averigüé quién era ese tipo, es Luiggi, tiene una de las empresas más grandes del país de automóviles. Él y su hermana eran los herede- ros universales, ella murió tras caer en un río, una mujer muy amada. Ahora su esposo posee toda su fortuna. Maldito suertudo —comentaba en tono despectivo mientras tomaba un sorbo de su termo y bostezaba. —¿Por qué se refiere a él de esa manera? —me entró la curiosidad. —Imagínate niña, sus tres esposas terminaron mal, todas mujeres poderosas y de alta posición económica —Dejó su termo a un costado y comencé a notar que su rostro se volvía pálido. Trató de acercarse al teléfono y cayó a un costado, temblaba y su respiración era agitada. Yo solo observaba. 112
—¡Maldita loca!, llama al 911, me siento muy mal —Sujetó mi pierna mientras clavaba sus uñas en mi piel, el color rojo hizo que Clau- dia volviera. —Ya no me maltrates Helena, por favor seré una buena chica — gritó tratando de ocultarse de esa maldita culebra. En mi mente pude ver como si fueran mis propios recuerdos, los momentos de violencia causados por esta bruja, las veces que su padre la dejaba a su cuidado y ella la inmovilizaba con una cuerda del cuello y con sus pequeños brazos se sujetaba al árbol, si las fuerzas la vencían, la niña terminaría ahorcada. También las cicatrices en sus muñecas eran cortes que le causó para luego llamarla suicida. Poco a poco dejó de hablar para convertirse en un ser que solo era feliz pintando. Por su consejo fue que terminó en aquel psiquiátrico donde aparecí yo. Se revolcaba en el suelo y mis ojos se llenaban de odio, tomó un libro y me lo arrojó a la cara. Con sus pocas fuerzas, solo alcanzó a caer en mis brazos, en la tapa de este, un título que me dejó sin aliento: “Don Quijote de la mancha”, de Miguel de Cervantes. —¿Quién se atreve a escribir sobre mi amor? —grité como una condenada— ¿Por qué está mi nombre en el libro?, ¡yo soy Dulcinea! La tomé de la camisa mientras de su boca brotaban espumajos. —Nadie te amó jamás, por eso te inventaste un amor, yo me voy al infierno, pero vos lo vas a vivir en carne propia. Luego de tirar sus últimas maldiciones quedó inerte y yo con el libro en mis manos, preguntándome: ¿qué hacer? La policía se la llevó a las pocas horas y en la autopsia encontraron gran cantidad de alcohol y flores que al parecer ella había ingerido en su estado de embriaguez. Me quedé sola en la casa, comencé a dejar que mis alter egos tuvieran su espacio. Nada tenía sentido para mí, sentada en el banco de un parque cercano veo la sonrisa más bella de un rostro familiar, era Donatella. Nos dimos un abrazo de esos que te devuelven el alma, me contó cómo su hermano derribó las puertas de aquella habitación para rescatarla, y que a su lado estaba el guardia gordito que siempre le cantaba canciones de amor. 113
Mientras relataba lo sucedido sus mejillas se ruborizaban, ella lo amaba en secreto. También que su “esposo” había planeado todo para quedarse con sus bienes, los cuales tomó posesión luego de una infor- tunada tragedia, se enteró todo antes que le pudiera decir lo que aquella maldita mujer me dijo antes de morir, eso me alivio. Mientras ella me narraba su historia, vi acercarse un blanco corcel, por un momento mi corazón se aceleró, pensé que era mi Quijote mas comprendí, muy a mi pesar, que mi amor solo vive entre letras. Era Luiggi, mi pulso se fue por los cielos. ¿Qué me estaba pasando?, el color blanco despertó a la gitana. —Oye, pregúntale cuando veas a la gitana, si no prefiere que le regale otra flor en lugar de aquellas silvestres, de la otra noche. Tomó mi libro, aquel del cual jamás me separé, y marcó con una hermosa rosa blanca un párrafo que decía: “Confía en el tiempo que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”. Frase del libro escrito por Miguel de Cervantes. La muy cobarde se quedó en silencio ante esos ojos azules, no era tan valiente ante algunas cosas al parecer, y para otras, lo era dema- siado. Casi tartamudeamos al tratar de que no se diese cuenta quién estaba en ese momento ante él, viéndolo marcharse. Capítulo V “Tres personas y una misma esencia” Esa noche me paré frente a dos espejos y las tres nos vimos por primera vez a los ojos. Sabemos que fue exactamente lo que ocurrió con Helena, pero será nuestro amargo secreto. Hay quienes nos llaman “loca”, hay quienes nos entienden, hay quienes simplemente quisieran ser como nosotras. Comprendimos que cada una era una emoción poderosa. Claudia era la nostalgia de los artistas, Zíngara la gitana, la pasión y el impulso de los sobrevivientes y yo soy la más fuerte de las tres: soy el Amor y con fe, enfrentaré a cualquier dragón que se ponga en mi camino. Si un día me ves llorando, o intensa o romántica, no me trates con rudeza, quizás yo puedo ser tu espejo en muchos momentos. 114
ANTONIO PAPALIA Italiano, llegado al país en 1950 y desde 1957 radicado en el Partido de Alte. Brown de la Pcia. de Buenos Aires. Es miembro y referente de Autores Independientes del mismo partido, miembro de la Comisión Directiva de la “Asociación de la Biblioteca Esteban Adrogué”. Asi- mismo, miembro fundador y Administrador del Grupo: “Cautiva Edi- ciones” y miembro activo de más de cien grupos literarios. A la fecha, su actividad literaria se resume en la edición de los si- guientes libros: “El ángel y la amapola” (Cuentos— narrativa— Año 2011) “Como brasas por debajo de la piel” (Novela— Año 2012) “¡Haya luz!” (Narrativa cristiana— Año 2013) “El siervo” (Narrativa —Enseñanza cristiana— Año 2017) “Reminiscencia y algo más” (Relatos y cuentos — Año 2018) “Pecado pendiente” (Relatos y cuentos — Año 2019) “Te espero en tu sueño” (Relatos y cuentos — Año 2019) “Eternidad sin paraíso” (Novela psicológica — Año 2020) “Caminos de tinta” (Antología Ediciones Lenú — Año 2018) En la presente edición participa con dos de sus cuentos inéditos: “Lágrimas negras” “Calificación” 115
Lágrimas negras El tiempo y el silencio habían sido cómplices de sus abandonos, una indiferencia que sangraba el corazón de Ulises, y por otro lado, un re- cuerdo doloroso que sostenía la desidia de Margarita. Se habían cono- cido, como a través de un sueño que se interrumpía de a momentos y de cuyos insomnios florecía la amistad, la empatía y seguramente, algún pensamiento que profundizara un sentimiento más íntimo. Ellos lo intuían, sabían sus límites y los respetaban. Por fuera, todo se veía apacible; por dentro, cada cual encendía su caldera y manejaba su estabilidad según su capacidad de tolerancia. Ulises hacía honor a su experiencia que le daban los años y podía sostener un mal momento con cierta tranquilidad exterior. Margarita, en cambio, dinamitaba todo a su paso con sus excesos verbales aun cuando no le asistía la razón. Difícil de manejar, tolerar y quedar en pie para contarlo. A partir de allí, es que se ganó el mote de: “destila veneno por todos lados”. Asimismo, aprendió de la vida, la for- ma de hacerla más difícil para los demás, y como consecuente reflejo, el mundo se le caía a pedazos sobre su cabeza. La amistad persistió de a ratos, como saltando baldosas de un juego de rayuela, hasta que nada fue confiable, todo se tornó intolerable y la distancia fue el gran refugio para atrincherarse definitivamente. Los sa- bores siempre quedaron arraigados en la memoria con lo cual, los re- cuerdos permanecieron aprisionados en los estrados de las cosas impo- sibles. El tiempo repuso sus pausas y sus apuros según los propósitos y los proyectos de cada uno, con sonrisas y matices de adversidades… Y son éstas las que corren con mayor premura de boca en boca como si fueran palomas mensajeras sin destino fijo. Ulises lo supo, así de oído, como por casualidad. Se atrevió a confirmarlo con gran dote de diplomacia: Ella había muerto repentina- mente, un infarto cardiovascular. ¿Para qué más detalles? La tristeza se hizo eco profundo en su corazón y miles de imágenes centelleantes se cruzaron por su mente, momentos que regresaron a la superficie con 116
sentimientos que estrujaban lágrimas por tanto tiempo retenidas. Nadie supo cuánto él la había amado, pero ahora sí, necesitaba honrarla de alguna manera muy personal. Repasó fotografías de un antaño más reciente con su alma acongo- jada, ella mostraba su rostro y la sonrisa más amplia y bonita que podía recordar, pero también el secreto que su tez guardaba. Recordó cuál había sido su flor favorita, nada menos que las margaritas blancas de coronas amarillas, iguales a las que esa última foto las mostraba en la vereda de su domicilio, a 10 kilómetros de donde él vivía. Una idea lo trastornó durante toda la noche, lo pensó varias veces y decidió concre- tarla al día siguiente. Eso sí, debía esperar el momento oportuno, al anochecer sería lo ideal, acercarse por la vereda y cortar varias ramas floridas que sobre- salieran por el cerco, subirse a su auto sin que nadie notara esa acción y alejarse de la escena. La madre naturaleza jugaba a su favor: Ya había visto margaritas en otros jardines y se veían esplendidas… pero no debían ser cualquier margarita, sino las que ella había cultivado con sus propias manos. Tal como lo había pensado, así resultó. Su ansiedad y temores se esfumaron en cuanto su auto retomó la marcha de regreso. Solo esa sensación de abandono y descuido de la casa, con pastos altos y tétrica oscuridad lo impactaron. Ya nada era igual a los viejos días. Ulises le dio formalidad a eso que llamó ceremonia, inconsciente- mente significaba eso, un culto íntimo de despedida, pero que a su vez, no sería tal. Con una tijera, recortó con cuidado, cada una de las ramas dejando las flores, los tallos y hojas necesarias. Un nutrido ramo, pronto retomó vida en un florero transparente con la suficiente agua fresca. La mesa “ratona” de su living se veía muy bien con él en el centro por sobre un blanco mini mantel con puntillas muy vistosas. Al menos por diez días y con los cuidados necesarios, esas flores la mantendrían presente en el seno de su casa y a la vista de su corazón. El sueño de esa noche, lejos de ser placentero, resultó anacrónico. A ella se la veía caminar por toda la casa de muy mal humor, golpeando puertas, rompiendo algunas vajillas, pero sin dejar de mantener una 117
mirada perdida y con el esbozo de una sonrisa agridulce. Ulises des- pertó turbado y con sus manos en actitud de defensa, como si algo o alguien lo atacase. La claridad que se colaba por la persiana le mostró otra realidad, respiró profundamente en tanto se tomaba la cabeza con las dos manos. ¿Otra vez los sobresaltos y la adrenalina de aquellos tiempos? Enseguida concluyó que ese sueño algo tenía que ver con su actitud de anoche y el florero con las margaritas blancas. El porqué no lo sabía definir, si él solo había concretado un acto de amor póstumo. Sin em- bargo, después del desayuno, y con esa idea fija, se acercó al florero como quien desea darle “los buenos días” a alguien en persona. Algo no se veía bien, nada bien. ¿Sería esto posible? Si bien el agua del florero se mantenía tan limpia como recién puesta, las coronas amarillas de las margaritas, ya no eran amarillas, sino negras. De ellas se desprendía un rocío azabache que se deslizaba por los pétalos blancos inferiores cayendo sobre el mantel blanco, el que ya había dejado de ser inmaculado. Recordó el sueño y también a aquel famoso dicho: “Destila veneno por todos lados”. Un escalofrío recorrió por su espalda e imaginó cómo serían sus días de aquí en más. No tuvo buenos pensamientos, pero ¿qué podría hacer desde esta realidad para aplacar la furia despertada? Con- sultó telefónicamente a grandes viveros si conocían de esta anomalía e incluso a algunos botánicos que aparecían en el directorio telefónico. La respuesta positiva que él esperaba, no la hubo. ¿Debería despren- derse de las flores con florero incluido? ¿Y si las quemaba? Durante los días subsiguientes, y a pesar de que Ulises cambiaba el agua del florero, nada se modificaba. Las manchas eran más y más y aunque lavaba el mantelito diariamente, lo sucio no desaparecía. Las coronas de las margaritas, antes amarilla, continuaban segregando esas lágrimas de veneno ennegrecido. ¿Dónde estaba ese secreto tan miste- rioso? Lo pensó en esa noche de insomnio y llegó a una conclusión: Seguramente, lo encontraría en la personalidad tan peculiar de Marga- rita. ¿Acaso sería capaz de tomar venganza sobre sí misma? Ya tenía una idea en mente. 118
Por la mañana, buscó en su álbum de fotos, todas aquellas en que Margarita se mostraba sonriendo, quizás de felicidad o tal vez hipócrita- mente; para el caso, no había diferencia: la sonrisa estaba allí. La mesita “ratona” del living tendría otro decorado. Sobre ella, Uli- ses desplegó todas las fotos de Margarita con su sonrisa al cielo, y sobre ellas, en el centro, el florero con las flores recién refrescadas y limpias. Sus bellas margaritas blancas con botones amarillos no se marchitarían sino naturalmente en su ciclo habitual. Él así lo había pensado y se sentía feliz por ello. Los días, semanas y meses fueron pasando y las margaritas blancas, desafiando a su propia naturaleza, seguían allí, tan hermosas y sin lágrimas negras que mancharan sus fotos. ¡Ulises lo había logrado! ¡Ya, no más veneno! Esta historia podría terminar aquí, tal como finalizan las historias felices, pero no: Ulises fue por más. Hombre ya mayor, solo y sin descendencia natural, se refugió en el único consuelo que le quedaba: Esas eternas margaritas sobre las fotos de su amor imposible. Su mente inquieta, lo hizo imaginar el momento crucial de dejar este mundo, él postrado en su lecho de muerte, en soledad y lejos de su florero predilecto y la sonrisa de su amada. Su único sobrino, el here- dero de sus pocas pertenencias, residía en el exterior, por lo tanto, no podía contar con él en nada que lo requiriera. La cita con su abogado fue breve, concisa, tal vez un poco miste- riosa, pero no fuera de lo normal si se tratara de formalizar un testa- mento muy personalizado. Conoció muy bien a Margarita y si no se equivocó con la resolución del enigma de las flores con sus lágrimas negras, ahora tampoco debía hacerlo en su última petición. Si erraba todo habría sido en vano, y por mucho que se hable del “más allá”, nadie conoce sus caminos… si los hay. Los últimos dos años los pasó en un geriátrico muy cercano a su hogar donde le permitieron llevar su mesita “ratona” con sus fotos y flores, tan intactas como cuando fueron cortadas. Quienes lo cuidaban no creían en su historia que a todos contaba, pero las flores seguían estando allí. ¡Qué mejor prueba! 119
Cuando enfermó gravemente, todos los protocolos previstos se activaron de inmediato. Su sobrino, dado la urgencia, fue notificado por el abogado, pudiendo así, verlo por última vez aunque Ulises ya no re- conocía a nadie. El deceso llegó en el amanecer de aquel día de octubre, en plena fuerza de la primavera. Su sobrino y el abogado supervisaron que todo lo peticionado en el testamento con referencia a la última voluntad de Ulises se cumpliera al pie de la letra, aunque ambos no entendieran sus motivaciones. Antes que su féretro fuera cerrado se introdujeron en él, las margaritas blancas (sin el florero) junto con todas las fotografías de su amada. Dadas las circunstancias, eso tenía cierta lógica: no desprenderse de aquello que por tanto tiempo se había amado. La despedida fue corta, una tumba en el cementerio del pueblo es- peraba abierta al atardecer del mismo día. La tierra lo cubrió con su calor maternal, una cruz de metal que sostenía una pequeña plaqueta con su nombre fue puesta en la cabecera. En tanto el sobrino esbozaba una última plegaria, el abogado extraída de su portafolio un ramillete de flores de plástico: unas flamantes margaritas blancas de coronas amarillas que fueron sujetas a la cruz de metal con dos precintos. Los dos hombres se miraron, también existía cierta lógica en esa decisión. Ulises sabía, al igual que ellos dos, que ninguno volvería a visitarlo y que esas flores serían las últimas que recibiría. Esa sería la visión para el mundo. Sin embargo, las flores de plástico tenían otra razón de ser: Para Ulises, el plástico significaba un maquillaje simbólico, tal como lo hacía Margarita con su rostro cada día para exaltar su extrema belleza. Ella siempre había preferido entronizar su imagen a demostrar sus profundos sentimientos. ¡Jamás había llorado para no manchar su rostro con cosméticos desalineados! Ulises apostó todo a su intuición. De ese ramillete de margaritas blancas con botones amarillos jamás se desprenderían lágrimas negras. Se desconoce si el más allá los unió en el mismo camino, pero se cuenta que en ese cementerio existe una vieja tumba cubierta solo de margari- tas blancas con rocío transparente deslizándose por sus pétalos. 120
Calificación La cátedra de psicología del profesor Robinson era muy homogénea, sus alumnos de ambos sexos respondían con las más altas expectativas que un pedagogo pudiera requerir. Su método de enseñanza contem- plaba un margen muy amplio de participación en clase y todos gozaban de oportunidades que ningún otro profesor de otras cátedras otorgaban al alumnado. Durante su permanencia en ese establecimiento educativo, el profe- sor Robinson jamás calificó con la máxima nota a un alumno, aunque muchos rayaran la excelencia. Esto todos lo sabían y se iba transmi- tiendo año tras año como si fuera un logro a superar. A muchos no les importaba con tal de eximir la asignatura, pero otros tenían esa caracte- rística nata de superación y trataban de romper la valla de los muchos mueve con setenta y cinco que otros alumnos ya había logrado. Tal es el caso, en este año, de dos excelentes alumnos, Wilson y Cohen. Ambos, pero cada uno por su lado, pensaban que sería intere- sante una charla con su profesor acerca del porqué no eran merecedores de un diez cuando sus exámenes estaban excelentes según su juzgar. Sabían que el profesor era accesible, ya que otros alumnos de años anteriores también lo habían intentado aunque nunca lograron el obje- tivo máximo. Sin embargo, después del último examen del año tomaron la decisión de hacerlo, ya que más podían perder si el profesor Robinson no era de esos que tomaban represalias encubiertas. Nuevamente, un nueve con setenta y cinco inclinó el platillo de la balanza y decidieron esperar el momento oportuno para hacerlo. La oportunidad era ahora o nunca, viernes, final de la semana de clases, más bien de permanencia en el aula, ya todo había concluido con las últimas notas oficiales. Nadie había reprobado, con lo cual el ánimo ambiental era de lo mejor y los diálogos abiertos se sucedían con total cordialidad como anécdotas risueñas que persistirían en el recuerdo. Cohen y Wilson levantaron sus manos en señal de pedir la palabra casi al mismo tiempo. El profesor lo advirtió. —¡Sí, alumno Cohen, lo escucho! 121
—Verá profesor, con mi compañero Wilson tenemos cierta duda, y siendo hoy el último día, pensamos que sería el momento ideal para no incomodarlo y tal vez nos pueda dar una respuesta satisfactoria. El profesor les dirigió la mirada y comprendió la simultaneidad en el pedido de la palabra. El resto de los compañeros intuyeron que algo importante podría acontecer y el silencio se hizo casi de inmediato. —¿Respuesta satisfactoria, dice Ud.? ¿Puede ilustrarme de qué se trata, alumno Cohen o Wilson? Bien saben que nunca me incomoda una pregunta respetuosa. Esta vez fue Wilson quien quiso aportar lo suyo a fin de dar apoyo a su compañero. —Sí señor, lo sabemos, tal vez mi compañero no lo explicó adecua- damente —Se disculpó de inmediato—. Con el mayor de los respetos y conociéndolo como un profesor ecuánime, ¿Cree Ud. que en algún exa- men de los tantos, con nota de nueve con setenta y cinco no éramos merecedores de un diez? ¿Si así fuera, qué faltó para existir esa diferen- cia tan mínima? Wilson respiró profundamente, ya había dicho lo que debía y las cartas estaban jugadas ante las miradas atónitas de sus compañeros. El profesor sonrió, tal vez contrariamente a los que muchos esperaban, pero como hombre de años de cátedra, estaba preparado para todo. —Extrañaba que este año, nadie hubiera mencionado este famoso dilema del nueve con setenta y cinco. Sin embargo, puedo contestar ambas preguntas con algunas evidencias de mi experiencia, pero vayamos por partes. El profesor abandonó su asiento, se adelantó hasta un extremo del escritorio y apoyándose en él, continuó. —Sr. Cohen, vamos a sincerarnos. ¿Puede explicarnos a todos, qué fue lo que sintió al recibir su segundo nueve con setenta y cinco en un examen? —¡Lo recuerdo muy bien, profesor! Para ese examen había estudiado como para dar lo mejor de mí… y sé que eso fue lo que di. Al final del día me sentí un tanto frustrado. —¡Gracias alumno! Sr. Wilson, la misma pregunta es para Ud. ¿Qué tiene para decirnos? 122
—Mi caso es algo diferente. Yo había escuchado ciertos rumores que Ud. jamás calificaba con un diez y con ese segundo nueve con se- tenta y cinco lo tomé como confirmación, por lo tanto, como si en ver- dad fuese la nota máxima. A partir de allí, mis notas fueron variadas, superiores a ocho hasta este último examen, y que nuevamente logré el nivel máximo que Ud. otorga. —Muchas gracias alumno Wilson, muy clara su exposición. No obstante, he percibido en Ud., alumno Cohen, un meritorio esfuerzo por conseguir la excelencia considerando ese estado final de frustración que Ud. menciona. ¿Aún hoy lo tiene? —¡No, creo que no! Logré sobrellevar la situación siempre con la férrea predisposición de lograrlo. Ante la evidencia negativa de esta semana surgieron esas dos preguntas que aún Ud. no nos ha contestado. —¡Gracias alumno, esperaba una respuesta semejante! A decir verdad, en algunas de las ocasiones merecían la calificación máxima, así que tomen esta respuesta como una confesión casi sagrada. Es la primera vez que lo hago y les diré los porqués que esperan. La psicolo- gía no tradicional tiene ciertas cosas ocultas al entendimiento y que, sin embargo, están a la vista. El nueve con setenta y cinco es, de por sí, un número misterioso, tiene mucho más valor en la vida cotidiana que el propio diez. Los alumnos, curiosos e intrigados, se miraron entre sí. El solo hecho de que el profesor les confiara un “secreto profesional”, ya parecía un momento histórico. El profesor prosiguió su explicación. —Si yo fuera un profesor, digamos… de matemática, ante un examen perfecto no cabría la menor duda que debería calificarlos con el diez que merecerían. La psicología, en cambio, me permite un juego de campo con mis propios alumnos. Verán, mi función a nivel educativo es evaluarlos dentro de este ámbito, por lo cual hoy terminaría mis funciones de profesor con todos Uds. y tanto el alumno Cohen y Wilson deberían tener un diez en su último examen. Sé que muchos de Uds. serán excelentes profesionales, aunque hoy tengan un siete, un ocho o más. Algunos irán más lejos y se especializarán en las distintas áreas y algunos pocos cambiarán de rumbo, unos por gusto propio, otros porque 123
la vida se empeñó en quitarles la posibilidad. La vida nos da, nos pre- mia, y también nos quita sin pedirnos permiso… y deben estar prepara- dos para eso. ¡Yo comencé sustrayéndoles veinticinco centésimos, alumnos Cohen y Wilson! Me convertí en parte de la vida que les espera allí afuera. Yo fui un alumno de nueve con setenta y cinco y aún lo soy, porque no hay día que no deje de aprender algo. Lo perfecto solo podría existir en el amor… ¿pero saben el secreto? ¿Quién tendría amor en una carrera desenfrenada por ser el primero? El ego tiene un pie demasiado grande como para aplastarlo todo. El profesor hizo una pausa, un poco extensa, donde el silencio caló hondo. Entonces, con un tono de voz más pausado continuó. —El alumno Wilson lo ha dicho con sus propias palabras. Básica- mente, no se empeñó en el logro de su objetivo. Fue un conformista sabiendo que sus notas le permitían eximirse, pero si no fuera así ¿qué pasaría con su vida si este ejemplo se traslada a una desilusión cotidiana de suma importancia? ¿Tomaría la misma actitud? Nunca lo sabremos, sí dejaremos que el beneficio de la duda esté a su favor. Sin embargo, la tendencia a superarse de parte del alumno Cohen, es la otra cara de la moneda. Intentar y volver a intentar fue su consigna. Un buen profesional hará eso porque será el plus que sus pacientes es- peran, será parte de aquello que la vida pueda regalar, y en esta profesión, todos ellos aspiran a algo más que ser escuchados. Al alumno Cohen solo le costó veinticinco centésimas de su calificación compren- derlo, a todos vosotros, además, el tiempo de esta exposición pública. La última enseñanza de esta calificación mágica es también paradó- jica. ¿Vale tanto esfuerzo por el logro de tan pocas centésimas para la excelencia? La respuesta es Sí, en tanto ese logro se practique dentro de la máxima humildad. En este punto, nadie puede olvidar que la vida suele quitarnos una parte que quizás nunca se podrá recuperar y tal vez nos cambie la existencia de por siempre. Caso contrario, la frustración, palabra que utilizó Cohen, podría llegar a ser permanente. Recuerden: yo solo me quedé con veinticinco centésimas… la vida, poco a poco, se quedará con todo. El timbre dio término a la clase, aunque la puerta del aula no se abrió por largo rato. 124
SIL PEREZ Sil Perez autora de Banfield se encuentra abocada a la escritura de poemas, prosas poéticas, relatos y cuentos breves. Es titular de la obra literaria de poemas y narrativa: Huellas del deseo (2018), y de Tú y Vos, vínculos (2020) Obra de coautoría argentino-española. Participante de la VII y VIII Antología de la Escuela de Arte Teatro Ensamble (2018 /2019). Ex redactora de medios digitales del periódico digital El Banfileño (2018). Columnista del portal de noticias Posdata Digital Press, La Cima del Tiempo. Autora de los prólogos del autor valenciano Luis García Orihuela, en las siguientes obras literarias: poemarios: Así lo siento (2019), Añoran- zas (2019) y Como agua de mayo (2020). Y en las novelas: Libro de arena y mar (2019-2° edición) y Viur, memorias de un viajero (en proceso de edición). Actual miembro de la comisión directiva de la Asociación Argentina de Escritores (SADE) Lomas de Zamora y titular del Consejo Consultivo SADE Nacional. Ex Jurado de honor en género ensayo, para la entrega de La Faja de Honor 2019. Prologuista del escritor independiente Antonio Papalia, en su séptima obra: “Te espero en tus sueños” (2019). Participante de las Antologías literarias Crepúsculo, de la Asociación Ar- gentina de Escritores filial Moreno (años: 2019 y 2020). Recientemente convocada para la Antología Letras del Mundo, del ciclo de entrevistas a autores nacionales e internacionales de Gabriel Díaz. En 2019 intervino en las licencias literarias de la obra teatral Canillita, del autor rioplatense Florencio Sánchez. Dirigida por el director, actor y productor Aníbal Man- zi, con patrocinio de Literatura Lomas. (Obra reconocida de interés munici- pal, mediante el Decreto Ordenanza Nº17251/HCD/19, sancionado por el Honorable Concejo Deliberante de Lomas de Zamora. Sus trabajos se difunden a través de la revista gráfica y digital Percepciones Literarias; Cautiva Ediciones; Lomas y su gente. Actualmente es miembro de jurado de los concursos literarios de cuento y fotografía, organizado por Literatura Lomas; y de cuento y poesía Julio Cortázar, de la Asociación Argentina de Escritores Lomas de Zamora. En la presente antología participa con los siguientes títulos: “Olvido” “El declive” “Sosiego” “La kermese de Villa Urquiza” 125
Olvido Oscurece. La tiniebla y el zumbido del silencio impacientan la noche, hasta devorarse en trozos la tarde agónica. Nuevamente en la ruta rasguño las secuelas del incierto. Sigo el camino, como si nada. El cielo mantiene en llamas un fuego difuso. La tarde arde en mis manos inertes, hasta caer antes mis ojos, vencida. El silencio es una mortaja. Una morada de mudas golondrinas. Un largo ripio derriba los obstáculos del presente, y frenético busca en la noche la fugacidad del olvido. Mi voz y mi ausencia, ecos del tiempo. El declive ¿Acaso la sombra de mis días se deba meramente al olvido? ¿O será el silencio un beduino mundano quien posará su fantasma sobre mi hombro dormido? 126
Tal vez sea otro quien se sostenga del andamio de un puente vacío de memorias, para arrojarse luego sin culpas al destino. Mi paisaje es hoy un paraíso de cuervos rondando mi cabeza. Ya es tiempo de regresar los bártulos al bolso de las memorias. Mi cuerpo desnudo de tiempo ya no necesita excusas. Ya no queda nada detrás de la huella que es hoy mi partida. Sosiego Amanece el insomnio en una calle cualquiera. El sol decidido desvanece la ilusión de un poeta, mientras un árbol despereza de su corteza las hojas añejas del otoño furtivo. La ciudad cae ante el descuido de una mujer que guarda en el fondo de su ausencia, el destino vil de sus palabras. 127
Cuando el murmullo hace gárgaras con el tiempo, solo basta un rasguño improvisado para que la erosión desmenuce la quietud, y errante se cobije el olvido. La kermese de Villa Urquiza A la mañana siguiente del último domingo nos juntábamos en la casa de Doña Elvira. Era costumbre que todos fuéramos allí. Don Jacinto solía venir el lunes a visitarnos. Nos miraba de arriba bajo como si fué- semos una exposición. Por aquellos días me sentía un poco más solo que antes. Digo, que durante las tardes en la kermese de la plaza. Allí el bullicio hacía burbujas con el tiempo. Dibujaba en el aire cachetes rojos exaltados, algunos de antojo y otros de llantos, que se sabía fingido. El amor también tiene esas raras actitudes que con el tiempo logré entender. A mí la que me gustaba era Marisel. Esa mujercita que acompañaba mis pasos al compás del dos por cuatro se había robado mi corazón. Esas piernas largas, como una espiga solían enredarse a las mías como una telaraña. Eso me estremecía. Algo tímida, aparecía y desaparecía como una estrella fugaz. Al menos una vez por semana me enlazaba en su histeria y yo inmutable caía rendido a sus caprichos. Los días de exilio eran interminables. Elvira era de esas mujeres con la maldita manía de guardarlo todo. “Limpito y guardadito”, solía decirle a Augusto y a Florencia cuando caían de improvisto. La casa era una pirámide de silencio. Una vidriera desolada con olor a naftalina. Los días se deshojaban ansiosos por regresar. Cada domingo el telón se erguía y nuestras siluetas tangueras nuevamente florecían en la nostalgia de los transeúntes. Yo me había hecho amigo de Anastasio, el loro que repartía suerte a más de uno, con tan solo tomar una carta y 128
mover su cabecita al compás de la tierna melodía. ¡Pobre pájaro! Por años, y de manera sincronizada repitió el solaz ritual. Me consolaba sa- ber que al término de cada función Juancho lo mimaba con trozos de manzana azucarada que en descuidos le robaba al puestero de enfrente. El desplumado no la pasaba tan mal, si hasta solía giñarme un ojo cuando en descuidos le arrancaba botones de la camisa a las curiosas más distraídas. Ciertamente me sentía cómplice de sus picardías domingueras. La suerte estaba echada y los puesteros vendían sus panchos y bebidas como no lo hacían durante toda la semana. Las veredas repletas de niñez aturdían cada rincón de la plaza Echeverría. Los globos del viejo Saturnino se elevaban hasta trazar en el cielo un enigmático arco iris. Una línea fugaz se suspendía en el azul intenso, mientras de yapa, la calesita daba una vuelta más. A Cacho nadie le sacaba la sortija, tampoco las ganas de eternizar en esos rostros peque- ños, la felicidad. Pero mis ojos habitaban en ella, y no me resignaba a perderla. Rozar con mis manos inquietas su silueta esbelta. Mirarla mientras revolo- teaba sus cabellos de mulata, sus ojos negros y su mirada ausente. Todo ella me seducía. Ella se sabía dueña de las miradas, de todas. Luego lentamente regresaba a mis manos para juntos retomar el siguiente paso. “Hacían ronda para vernos bailar”. Como una golondrina en prima- vera nuevamente retomaba el vuelo, y con su andar esquivo rasguñaba el cielo. Ella era mi universo, y él, nuestro dueño. Quien maniobraba nuestras vidas. Quien al final del día nos guardaba en su valija, hasta el próximo domingo. 129
ERICA ZABALA Oriunda de General Villegas, localidad al noroeste de la Provincia de Buenos Aires. Desde amante de la literatura e incursionando por di- versas expresiones del arte. Nacida en la década del 70, estudiante de bellas artes en la ciudad de La Plata. Actualmente, además, comerciante. El primer libro de su autoría: ETHEREAL, basado totalmente en el sentido del Alma. Gracias a sus amigos, Antonio Papalia y Ely Ojeda, el sueño de escritora se hizo real. Es Madre, hija, hermana y amiga incondicional, defensora de los derechos de la mujer y de los niños. Participa en la presente Antología con los siguientes relatos: “Conmensuradamente” “Entre rejas” “Recalcando” “Sonrío sin culpa” “Impertinente” “No lo hagas” “Él” “Yo soy esta” 130
Conmensuradamente Todo se prestaba para una noche amena, estábamos desde hace un largo período distanciados por motivos entendibles, las obligaciones y los tiempos nos llevaron a ese alejamiento. Se planeó con poco tiempo, pero los resultados fueron los esperados, gente que hacía años no veía, ahí estaban con su pasado a cuestas. Por un instante, tuve la oportunidad esperada, que mi deseo de volver a verlo se hiciera realidad. Ahí estaba con sus cabellos canos y esa postura tan varonil que so- bresalía ante los demás, los años no parecían tantos al observarlo detenidamente. Nos fuimos reconociendo en todos los aspectos y las anécdotas hacían la velada más acogedora, ambos teníamos nuestro currículum a flor de piel. El lugar era perfecto, el soñado y nos sentíamos adolescentes otra vez. Y ahí estaba él, me volvieron esas ganas de que me mirara con esos ojos color cielo. Fuimos haciendo la noche a nuestro antojo, en un momento nos conjugamos en un abrazo cálido y lleno de nostalgia, nos aislamos por completo del grupo y comenzamos a reconocernos sin condicionamientos. La calidez brotaba por nuestra piel, y de apoco, nos fuimos soltando y el límite ya no existía. Cada palabra, cada gesto, era lo deseado en mí. Como siempre, yo decidí contar mis aventuras, mis desamores, mis frustraciones y mis logros. Su mirada atenta sin dejar pasar ni un sus- piro, por momentos, me cohibía, pero no por eso dejó que yo no hablara hasta “los codos”. Me sentía como en un paraíso que nadie más habitaba. Por instantes me sonrojaba por mis atrevimientos, pues ya todo estaba en claro. A medianoche decidimos retirarnos con la promesa de volver, sabiendo que eso no sucedería. Él tomó la carretera en su vehículo, y sin pregun- tar, me llevó al lugar que solíamos ir cuando éramos adolescentes y él me había declarado su amor y que yo, por mi arrogancia, rechacé. Noche hermosa de verano, el cielo era el manto más iluminado y el aroma a fresias inundó todo mi cuerpo. Comenzó a contarme de su vida, 131
sus logros, sus desamores y la dolorosa realidad de la soledad; ambos, no nos habíamos casado. Yo siempre busqué su mirada en los demás sin encontrarla, y él con su oficio y sus responsabilidades no tenía tiem- po para el amor, supo tener relaciones sin compromisos, en tanto mis parejas no eran tan reales. Recordábamos completamente, con lujos de detalles, nuestras vidas en la preparatoria, y se nos hizo un nudo en la garganta cuando vino a nuestras mentes el día de la despedida, el que quedó en un: ¡Hasta siem- pre! Pasaron más de treinta años y hoy estábamos frente a frente con la vulnerabilidad en nuestra piel. Hacía un tiempo, su madre había fallecido y yo estuve sin que él me viera en el funeral, luego en otra ocasión, lo vi en el aeropuerto, después no supe más de él. Cuando me llamaron para que asistiera al reencuentro, en mi mente solo apareció su recuerdo, ¿cómo decir que no, si tan solo de pensar que lo vería se alegraría mi vida? Por su parte, al principio, se negó a venir, pero la nostalgia pudo más que con su rencor. Las horas pasaban, y entre risas y recuerdos, sin querer pero sentido, llegó ese beso que nos atrapó y puso a volar los sentimientos más íntimos dentro de nuestro ser. El amanecer nos encontró entrelazados y nos prometimos un atardecer en cada gemido entre las sábanas. Los días venideros fueron escalando el sentimiento del amor, empezamos a compartir más los días, y las noches eran nuestro refugio. Cenas con amigos y almuerzos en diferentes lugares hacían que la relación tomase forma sin llegar al compromiso. Así estuvimos hasta que llegó el invierno de un nuevo año. Yo, por mi trabajo, tenía el tiempo a mi merced y a él, ya requerían de su presen- cia. Decidimos tomar un vuelo e irnos a un lugar que no conocíamos, el tiempo nos corría pero le enseñamos que para el amor él no existía. El viaje se extendió unos pocos meses, él regresó de urgencia sin que yo supiera motivo alguno, mi decisión fue quedarme un poco más para aprovechar el lugar de ensueño. Luego de apreciar una de las ex- periencias más hermosas en mi vida regresé, pero él ya no estaba en el 132
país. Por un lapso de tiempo no supe de él y otra vez me vi con mi soledad a cuestas, insistí un tiempo más con llamadas, y al no recibir respuestas, decidí emprender un nuevo desafío. Con mis ahorros y un préstamo, instalé una galería de arte, y con mis fotografías y algunas obras de mis amigos, fui escalando ese maravi- lloso mundo. Una tarde de otoño alguien se presentó en la galería pre- guntando por mí, su cara me recordaba a él y eso hizo más intrigante ese encuentro. Extrajo una carta y un paquete de una mochila un tanto gastada, y con una voz muy quebrada dijo que esperaría respuesta ya que esa era la orden que había recibido. En sus ojos veía algo, que con miedo no me dejaba preguntar. Abrí primero la carta lentamente y en ella había una sola palabra: AMOR. El paquete era pequeñito y dentro de él había un anillo, por un instante se me vino a la mente que ese anillo lo había visto antes. El muchacho con su mirada color cielo, ahí estaba inmóvil e inmensamente acongojado, con una voz quebrada me dijo: —Ese anillo era de mi abuelita que yo no conocí, pero tengo su fotito conmigo. Me la mostró, era la madre de mi gran amor, el amor de mi vida. De inmediato, pregunté quién era y quién lo mandaba, la respuesta fue muy sencilla. —Yo soy el hijo de tu amor y él me mandó a buscarte y aquí estoy. Yo no entendía muy bien la situación, ¿su hijo? OH, se me vino el mundo encima y él me dijo sin dudar y para aclarar mis dudas. —Yo tengo veinte años y fui adoptado por un hombre al que tú lo llamas amor, él hace un tiempo está postrado por un accidente y desde ese momento yo soy quien lo cuida, mis padres fallecieron y quedé solo. Prometí que cuando cumpliera mis veinte años te buscaría y te llevaría junto a él. Mis ojos no paraban de llorar y mi cuerpo temblaba sin parar. Sin dudar, esa noche cerré mi galería y emprendimos el viaje. Al llegar, me encontré con un caserón con mucho jardín y muchas fresias. Entré con 133
miedo y llena de incertidumbre, subí las inmensas escaleras que me lle- vaban a su habitación y esperé que él entrara y me diera permiso, el aroma me devolvió mis años perdidos. Y ahí estaba, tan hermoso como siempre, tan varonil, tan hombre... Sin dudar fui a sus brazos y su calidez me hizo suya otra vez. El joven nos dejó solos y por más de diez horas no paramos de hablar. Él con su voz cansada, preguntó si había recibido lo que me había mandado y sin dudarlo le respondí: —¡Amor mío!, aquí estoy, yo soy tu respuesta, tuya soy hasta la eternidad. Nos unimos con un beso lleno de pasión. Me instalé en la casona y empecé a organizar su rehabilitación, tenía muchos contactos y eso ayudó a su mejoría. Al transcurrir el tiempo, los resultados fueron ha- ciendo que su mejoría avanzara y se reestableciera completamente. Al cabo de dos años, el día llegó y volvimos a tomar un avión que nos regresó al lugar donde una vez juramos amor eterno, pero ahora éramos tres y uno en camino. Ese año, se organizó otro reencuentro y todos pensaron que él no asistiría por el accidente. Sin embargo, ahí estábamos los cuatro, y desde hace un tiempo somos esa familia ideal que nada ni nadie puede asemejar. Desde hace unos meses yo lucho con una enfermedad terminal y mis remedios son: el amor incondicional de mi hombre y el amor infinito de mis hijos... Esta no es una historia más, es la historia más bonita del mundo: nuestra historia. Entre rejas Hace frío sin ser invierno, una tenue luz llega a dar claridad a esta desolación. Gritos que no son escuchados, entre rejas estoy y no sé el porqué. Dicen las malas lenguas que pertenezco a este lugar y que mi suerte ya está echada. Despojada, mal oliente y zaparrastrosa es mi situación y no lo logro entender cómo llegué a semejante estado de calamidad. El olor a 134
humedad va carcomiendo mi piel y mi dignidad está sin poder reaccio- nar. Me he convertido en una rea sin escrúpulos y sin vanidad a los perjuicios de la sociedad, que una vez más, me hizo creerme un ser superior. Años injuriados y que más da… soportando sin pedir nada a cambio y dando todo a cambio de nada. Subestimaron mi inteligencia y creyeron tener el poder sobre mí. Lastimarme superficialmente no era su razón, y mucho menos su inten- ción, mi decadencia querían ver. Perseguida por la incomprensión, tomé la decisión que mi mente no pudo asimilar pero que fue acertada. Dicen por ahí que actúe con morbosidad y a sangre fría, murmuran que todo estaba planeado, y yo sin reaccionar, me dejé llevar por solo el instinto de no saber más nada. El frío envuelve todo mi cuerpo, y ya en mis cabales, puedo asegurar que el arrepentimiento no está en mí. Recalcando ¿Por qué una persona se siente indispensable?, ¿será por la falta de identidad, la ausencia de la autoestima o tan solo por la falta de amor? Nos refugiamos en responsabilidades, engañamos a nuestro ego y llegamos a sentirnos superiores, la realidad no se asemeja, solo engaña. Andamos llenándonos de dignidades ajenas, tapando nuestras toxico- manías, y por lo tanto, nos sentimos indispensables solo por no ser auténticos con nosotros mismos. Soy indispensable en el dolor y en el olvido, en la traición y en la arrogancia... Soy indispensable frente a la adversidad, a la desigualdad y hasta la propia vida. Lo indispensable, no es lo mismo que serlo... Sonrío sin culpa Sonrío, no porque me vaya bien o mal, sonrió porque ya pasé bastante tiempo triste, que mi sonrisa grita que está cansada de buscar responsables. Sonrío porque mi corazón sana cada vez que lo hago. Sonrío porque aún tengo tanto por conquistar. 135
Sonrío porque me sana, me libera, me hace sentir que todo es posi- ble. Sonrió porque mi sonrisa es mi aliada para las batallas de la vida. Mi sonrisa y yo, sabemos que aún no aprendimos todo, pero sí, a ir a la par. Sonrío porque ya tuve el tiempo y el porqué de llorar... La sonrisa te sincera, te espiritualiza, te humaniza y te hace crecer. Yo sonrío por mí, por lo que soy, por lo que fui y por lo que seré. ¡Porque lo merezco! Impertinente Qué fortuna es ser en esta vida inadecuada, revoltosa y un tanto indecorosa, desvergonzada en ocasiones como esta. Gemir hasta sor- prenderte, dormir, no siempre sola y hasta llegar a ser inolvidable. Ser el símbolo sexual sin censura, ser arrogante, que mi desfachatez no sea olvidada, y sobre todo, ser yo misma sin caretas ni vueltas y marcha atrás. No hay nada mejor que ser crédula, irrespetuosa, rebelde y audaz frente a la adversidad de los perjuicios. Yo me pertenezco, soy quien aceptó y rechazo, no tengo dueño y no soy la posesión de nadie. Tómame o déjame, quiéreme o detéstame. Yo sé qué hacer y quién soy... Tan solo ten por segura no soy de olvidar tan fácilmente. Sábelo... No lo hagas… No busques en mí esa locura de enamorarte con todas tus fuerzas, porque puedes perder la cabeza con solo no saber lo que tengo para darte. Porque encontrarás lindos hasta mis defectos, y enamorarme no es mi defecto, pero no sé cómo hacerlo. No te enamores, porque yo aún no tengo la valentía de amar, porque seguramente lo haré como un tormento o como una catástrofe. Huye, porque mi pasado te va a cargar de miedos y no estoy preparada para tanta locura. Cansada estoy de falsos amores, aunque la idea de un príncipe que me rescate me dibuja una sonrisa, aun así es que te pido que no pierdas tu tiempo. 136
No te enamores de alguien así, yo no soy de andar a medias y las migajas no las registro, no soy de esas que le interesan los pretextos ni las visitas casuales en mi cama. No lo hagas, no busques el amor en una persona rota como yo, porque en ningún lado te van a reparar con un simple abrazo, y mucho menos, con una sonrisa o con una mirada, por- que está tan cargada de sinceridad, que juro que te asustarás por tanto amor… pero soy así. No te enamores de una mujer que aún sus heridas sangran, porque después de tanto brillo ya ni ella se lo cree. No te enamores, mejor da la media vuelta, porque si tienes la buena suerte de que te ponga los ojos encima, te apuesto que acabarás enamorándote de mi locura. Él Ahí, estás sigilosamente sabiendo enloquecer todos mis sentidos, me bañas con ese sudor cálido y me quedas impregnado y no dejo que me enjuagues. Tu torso desnudo va escalando todas mis fibras sin dejar huecos, manos temblorosas y atrevidas estremecen mi cuerpo. Se enredan las miradas con el deseo y me convierto una y otra vez en tu marioneta de cristal. Las sombras de nuestros cuerpos, en esta inmensa noche, piden a los dioses del olimpo una bendición eterna y se dejan llevar hacia la eternidad. Culminas ahí, donde solo tú sabes y me haces mujer. Reposo mi cuerpo entre las sábanas y la brisa acaricia mis labios dejándolos provocar hasta que pidan más de ti. Tú tan varonil, yo tan tuya. Yo soy esta Nuestras curvas nos hacen mujeres más perfectas. Las mujeres como nosotras envejecen sin miedos y sin reproches. Las mujeres de verdad, como nosotras, hacen el amor. O no. Disfrutan y no se avergüenzan. Las mujeres como nosotras no van pidiendo perdón por ser como quieren ser. 137
Las mujeres de verdad tienen imperfecciones, que las hacen perfec- tas. Tienen la piel blanca o morena, son fuertes, sabias, valientes y au- ténticas. Con el tiempo, las mujeres como nosotras, han sabido ganar batallas al rencor, al odio y al miedo. Las mujeres de verdad, como nosotras, han comprendido que el miedo no es estar solas, sino estar con alguien que no sabe sentir ni ver la realidad. Las mujeres de verdad, como nosotras, han dejado de pedir perdón por decir lo que piensan. No existe el remordimiento en mujeres como nosotras. Las mujeres de verdad, como nosotras, no necesitan que nadie les diga lo que son, pues ya lo saben. Las mujeres como yo, somos de verdad. 138
ÍNDICE 5 7 Agradecimiento y dedicatoria Poema de Lidia Aguirre Vela 9 Integrantes de antología 19 29 Viviana Algañaraz 36 Osvaldo Amado 45 Victoria Barbona 55 Hugo Bugallo 65 Vilma Bugallo 75 Renzo De Telleria 85 Mirta Susana Errante 95 Cynthia Fenza 105 Jesica Fernández 115 Graciela Marcos 125 Elizabeth Ojeda 130 Antonio Papalia Sil Perez Erica Zabala Esta obra se terminó de imprimir en los talleres gráficos de Ediciones del País S.R.L. en el mes de DICIEMBRE de 2020
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