—¿Era? —la impaciencia del capitán asomó en sus ojos y se sintió en la voz—. Mire señor, ¡Dígame de una vez qué fue lo que le pasó a Jaime! —Creo que no le tengo buenas noticias —la voz del policía cambió de tono, como si en verdad lamentara lo que iba a decir—: El señor Ochoa fue asesinado dentro de su casa. Sebastián Rendón sintió que la cabeza le pesaba más que el cuerpo. Jaime Ochoa, ¿asesinado? Jaime Ochoa, uno de los hombres más brillantes de la historia en Colombia, el enigmático y efervescente pero a la vez fervoroso y devoto de los designios de Dios, ¿asesinado? —Al momento no hay testigos de los hechos. Y la última llamada que realizó fue para usted. A eso obedece nuestra presencia. Sebastián Rendón, lleno de todos los recuerdos que en ese lapso pasaron por su mente, se dejó caer en una silla mecedora. Allí, frente a él, el mar volvía a repetirle que era, si acaso, lo único que tenía, lo único que de momento no moría. Entonces recordó el motivo de la llamada de Jaime. ¿Demasiada coincidencia? Todo era posible. Jaime, recordó, fue muy enfático en su solicitud: “Ellos te contarán algo que no te esperas”. Decidió no decir nada de eso al policía. Llegar a una ciudad como Santa Marta, la primera en ser fundada en el país por los conquistadores europeos, producía, en esta oportunidad, un deseo desenfrenado. El aeropuerto, ubicado a lo largo de una de las playas más exóticas de la ciudad, cuya magnificencia desde el aire, al igual que la Ciénaga Grande de la Magdalena, significaba la cercanía de aquello que había despertado la fascinación de James Portman y el sacrificio de uno de sus más apreciados colegas. La pista de aterrizaje se extendía paralela a la línea que bordeaba el mar, tan corta que daba la sensación de que los aviones algún día terminarían en el desbarrancadero. Más allá, contra la montaña, a escasos cinco kilómetros, La Tierra del Olvido (como era conocida esa zona que servía de amortiguación) anunciaba el comienzo de una Sierra Nevada, de un paisaje tan verde y enmarañado que podría volverse oscuro si no fuera por la 101
intensidad de la luz solar. El calor reverberaba en el asfalto de la pista, indicando que la temperatura sobrepasaba los 38 grados. Alejandra, que permanecía en silencio, como si hubiera entrado a una zona muerta, solo recobró el habla cuando estuvo en la franja de vehículos. —¿Capitán Rendón? —preguntó a través de la línea telefónica. —Sí. Dígame. —Capitán, soy Alejandra Granda. Creo que el profesor Jaime Ochoa le habló de mí. Mi compañero y yo estamos… —Sí, ya sé quién es usted —repuso cortante su interlocutor—. ¿Ya llegaron a la ciudad? —Acabamos de hacerlo. Quisiéramos entrevistarnos de inmediato con usted. Sebastián Rendón se quedó pensativo al otro lado del teléfono. Hervía por dentro. Su sospecha recaía en ellos como caía una roca sobre un pequeño estanque de agua. Si descubría que eran los asesinos, los tiburones tendrían un gran festín, se había dicho. Hacía cálculos. Conteniendo su ira, les dio las indicaciones para que abordaran un taxi. En la playa, una lancha los transportaría hasta el acuario. Alejandra percibió la irritabilidad en el tono de voz empleado por el capitán Rendón. Sin embargo, prefirió no decirle nada a Harrison. Estaban demasiado cerca de la verdad, pensaba, y algo así no impediría encontrarla. El taxi que abordaron los llevó en menos de quince minutos al lugar más cercano de donde estaba la lancha. Una zona de embarcaciones privadas, cuyo canal corría hacia el mar, bajo un puente de madera que unía dos franjas de playa. Harrison observó que desde el puente algunos jóvenes se lanzaban a ese canal para recoger las monedas que curiosos turistas arrojaban a sus aguas. 102
Un hombre de mediana estatura, moreno, con un acento demasiado marcado, propio de la gente de la costa atlántica, se acercó hasta ellos. Ni siquiera se inmutó por saludar. —¿Ustedes son los que buscan a mi capi? —preguntó casi silbando. —Sí señor —respondió Alejandra. —¡Síganme entonces! —repuso el hombre de mirada cobriza. Así como lo había anunciado, una embarcación de mediano poder aguardaba. El hombre apenas se inmutó para recomendarles que se pusieran el chaleco salvavidas. Lo demás sucedió bajo el murmullo cómplice del calmo oleaje. La embarcación, una lancha de un solo motor, adecuada para doce personas, con cubierta de acrílico, fue tomando velocidad a través del canal que se extendía a lo largo de doscientos metros, finalizando en un decoroso muelle antes de adentrarse al mar. En algunos costados donde el agua bordeaba los peñascos, una gama de exquisitos colores cobraba vida. Atrás, la prolongación de una playa blanca, rodeada de altos y decorativos edificios que servían de hoteles, formaba la postal del día. La lancha hizo un giro a la derecha, y allí, frente a ellos, divisaron lo que se conocía como El acuario: una construcción en roca que aprovechaba la deformación del terreno y su complicidad con el mar. El moreno guía redujo la velocidad y llevó la embarcación hasta el muelle. Un hombre de sombrero de paja, vestido totalmente de blanco, se distinguía de entre el grupo que esperaba en el atracadero. 103
Ciudad Perdida 104
En Mamey, el último poblado veredal a donde se puede llegar en vehículo antes de continuar por caminos y trochas pedregosas hacia Ciudad Perdida, Way esperaba el arribo de Amok. El coronel había contratado los servicios de un guía baquiano que orientara el ascenso. Aquel paisaje con sus franjas tropicales, los saltos de agua abriendo camino por peñascos y gargantas, los ramajes cargados de frutos, los truenos apabullando el vuelo de los grandes pájaros, se insertaban entre los laberintos de bosques húmedos y de niebla que amenazaban con devorarlos desde el nacimiento del río Buritaca. Desde uno de los vehículos, James Portman, incólume, esperaba la orden de continuar la marcha. El hombre que lo escoltaba no lo perdía de vista ni un segundo. James sabía que no sería fácil transgredir la montaña, pero tenía fe en que se pudiera encontrar, dentro del margen de tiempo previsto, el lugar sagrado de los rituales de los aborígenes. “Kalvasánkua”, murmuró, como suplicante, como invocando su más poderoso espíritu, mientras extraviaba la mirada entre la espesa vegetación que rodeaba el caserío, levantado en una hondonada. En la cosmogonía de los pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, Kalvasánkua era el poste central en el pico más alto que sostenía el planeta, que permitía el equilibrio de la madre naturaleza. Allí se reunían aquellos ancestrales hombres para realizar el pagamento. Pero el secreto estaba en Ciudad Perdida (en el principio, según rezaba la tradición, Teyuna, su dios mítico, fue quien en la cuenca del río Buritaca talló figuras de piedra y oro, y luego las enterró en lugares estratégicos para proteger a los seres que poblaban el universo). La Sierra Nevada era considerada también el Ombligo del mundo, comparada con una mesa de cuatro patas: Si una de las patas de la mesa se rompía, la mesa perdía el equilibrio, quedaba inservible. Esa era la imagen que a James Portman más le impactaba de la cosmogonía indígena: una directa y bella comparación con los Cuatro Elementos. 105
La luz del sol lograba colarse por entre los altos árboles, doblando la incipiente neblina, llegando en líneas luminosas a la tierra, levantando al trasluz del vidrio del vehículo pequeñas partículas de polvillo. James Portman se mantenía cruzado de brazos, hermético. Como si acabara de desperezarse de un cruel letargo, destapó una botella de agua mineral que tenía al alcance de la mano; tomó un sorbo, con mucha lentitud, como si todo le pesara o le causara un gran pesar. Cuántas veces había querido estar allí, descubrir el secreto de los Hombres de ayo, reconciliarse con aquello que había desestimado, pero nunca imaginó que fuera en medio de esas circunstancias. Vacilaba de su suerte como un trompo que gira sobre una cuerda. Sin embargo, a momentos contenía la respiración como si con ello también retuviera la esperanza. El movimiento de los hombres del coronel lo sobresaltaron. Vio los dos vehículos que llegaron por la retaguardia. Amok fue el primero en bajarse, en sentir la suave brisa que descolgaba de la montaña. Entonces el coronel fue enterado de las últimas noticias. Instantes después, el guardia encargado de custodiarlo abrió la puerta del vehículo. James siguió inamovible. —¿Está esperando que lo baje cargado, doctor? —preguntó el hombre con sorna. Algunos rieron. —Es hora de continuar —le dijo el coronel Way, acercándosele—. Nos espera un largo camino y el tiempo es ahora nuestro peor enemigo. Así que afine los pies, doctor Portman, y tómese los medicamentos que considere necesarios para que no vaya a sufrir un colapso: no todo el trayecto podemos hacerlo a lomo de mula. Y, Portman —señaló Way una vez más—, espero que no vaya a cometer tonterías, porque mis hombres tienen la orden de disparar al menor intento de escape. Además, le recuerdo que solo no sobreviviría mucho en esta espesura: dicen que las terribles fieras que habitan estos parajes no quieren mucho a los extranjeros, y que hay flechas venenosas que surcan los aires en busca de carne humana. 106
James asintió sin decir una sola palabra. Los hombres de Way, en cambio, presintieron los peores horrores entre esas nieblas. El baquiano Ricardo Montero trajo del cabestro una docena de mulas. Le había advertido a Way, en un flemático inglés, que para llegar a Ciudad Perdida existían dos rutas. Way eligió, con mapas en mano y bajo un tono cortante, el sendero de Honduras, rodeando las cabañas de Turcol y un exótico pueblo indígena conocido como Mutanyi, donde Koguis y un reducido número de Kankuamos convivían en paz. —Entienda que no quiero contratiempos ni personas entrometidas en esto. No debemos encontrar motivos para detenernos: ni el cansancio justificará un obstáculo, una interrupción. —No hay problema, señor. Lo más difícil de momento es superar la loma de Zotero, y yo estoy acostumbrado a lidiar esa ladera de fuego. En efecto, la loma de Zotero, constituía uno de los pasos más fatigosos del viaje, puesto que por ser una ladera en medio de una especie de garganta de tierra, no permitía la entrada de los vientos de la montaña, concentrando un calor insoportable. Way escupió llevándose una mano al bigote. —Usted solo haga lo que tiene que hacer. Para eso le pago. 107
Sebastián Rendón, diluido en los recuerdos de su amigo Jaime Ochoa, no lograba confiar en la historia que relataban sus visitantes: dos desconocidos diciendo algo desde todo punto de vista descabellado, sin asidero posible y quizás manido a caprichos y mentes retorcidas. Estaba dispuesto a encontrar la verdad de aquel hecho funesto; y peor aún, a hacer lo que fuera por venganza. Su rostro se endurecía cada vez más, con gruesas arrugas como sanguijuelas, mientras escuchaba; no lograba acomodar tantas ideas en una sola. A diferencia de Jaime, Sebastián había estudiado a fondo el comportamiento humano más primitivo hasta convertirse en un defensor acérrimo de la fenomenología, al estudiar las esencias de las cosas y la de las emociones con la misma honradez que su mentor, Edmund Husserl. Por eso, miraba los labios y los ojos de uno u otro con una atención desencajada. Las etnias colombianas significaban para el navegante un bastión demasiado sensible que el estado debía proteger, reforzando su identidad cultural y social. El entender la historia humana le hacía ver más allá de su nariz, pero no había nada que le indicara el advenimiento de tal fatalidad. Los problemas existían, lo entendía, pero no como para decir, y menos de boca de un extranjero, que la tierra reventaría como un globo. —La verdad, jovencitos, no creo una palabra de lo que me cuentan —les dijo sin rodeos, delineando con la mirada el horizonte, sosteniendo las manos atrás, a la altura de la cintura—. Sí, ya sé que fue Jaime quien los comunicó conmigo, pero, ¿cómo se creyó él semejante delirio? A mí se me hace que hay algo más. Algo que ustedes no me quieren decir. Y así no nos vamos a entender nunca. —No, capitán, le aseguro que nada ocultamos. Nuestra presencia obedece a que el profesor Ochoa pensó que usted sería la única persona confiable que nos ayudaría a esclarecer los hechos. 108
—El Pentagrama de Venus —pronunció cada vez más molesto, como si pensara en la mano de una secta y Jaime fuera otra de sus víctimas—. No sé qué hay de especial en ese fenómeno astronómico. En tantos años no ha ocurrido nada especial. —¿Quiere decir que sí sabe de qué trata? —preguntó Alejandra, a punto de gritar por el desespero en el que había caído. Sebastián Rendón reacomodó por un momento sus ideas. Miró con detenimiento a Harrison, luego a Alejandra, y por último le echó una ojeada a Camilo, quien vigilaba las acciones de la pareja. —Para muchos, es más un fetiche, un falso símbolo con el cual algunos astrólogos y charlatanes quieren confundir a la ciencia. Su argumento es que no es posible que Venus trace a la perfección un pentagrama. Muy valedero su punto de vista, pero hay cosas que ni la ciencia ni la religión podrán esclarecer. Harrison Newell no sabía qué posición adoptar. Se inclinó hacia adelante para hacer otro movimiento. —Esta es la carta que envió mi tío. Sebastián desenvolvió el papel. Allí volvieron a aparecer las palabras escritas de puño y letra por el antropólogo: U‟munukunu Ayo es el camino El pentagrama de Venus 109
El marino cambió de actitud, como si de pronto lo golpeara una ola. Parecía medir cada palabra, cada frase con metro y lupa. A su memoria venían los retazos de historia recién contados; el color de aquel horizonte comenzó a tornarse de otro matiz. “Pero, ¿y Jaime?”, musitó entre dientes. La parte más dolorosa, de momento, estaba por revelarse. Miró de nuevo a Alejandra, directo a los ojos como para escudriñar en el fondo. El rostro de Sebastián perdió la rigidez, sus sanguijuelas se desvanecieron. —¿Dices que Jaime fue tu amigo, que fue tu maestro? —Alejandra le devolvió la mirada con la misma intensidad—. La última vez que hablaron, ¿fue en casa suya? —Sí. Allí nos recibió. Desde allí lo llamó a usted esta mañana. Un nudo en la garganta se fue apoderando del viejo lobo de mar. —¿Sabes —hizo una pausa— que a esta hora Jaime está muerto? Alejandra palideció. Su primera reacción fue apresar la mano de Harrison, con fuerza. Harrison quedó igual de sorprendido. —¿De-qué-nos-está-hablando, señor? —preguntó ella, tartamudeando. —Siento la forma en que te lo digo, pero —Sebastián oprimió la voz—, a Jaime lo asesinaron. La policía halló el cadáver en su casa. Un escalofrío invadió cada fibra del cuerpo de Alejandra, sus músculos entraron en una aparente parálisis. No podía creer lo que escuchaba. Ahogó un grito, pero no aguantó y estalló en llanto. Harrison la rodeó para abrazarla, mientras el oleaje del mar continuaba llegando y se estrellaba en las rocas que servían de murallas al acuario, cuyo oleaje era un ramalazo cargado de diminutos animales, como el anuncio aciago de un presente. —Capitán —esta vez fue Harrison el que tomó la palabra—. ¿Está seguro que se trata del profesor Ochoa? 110
—Así parece —dijo compungido—. La policía vino a confirmármelo hace unas horas. Por eso han sido ustedes mis principales sospechosos —¡¿Cree que nosotros hemos tenido qué ver con su muerte?! —alegó Alejandra, furibunda. —Es lo que he querido comprobar, muchachos. Por eso no he llamado a nadie todavía. Sé que son inocentes, aunque no los conozca bien. Mi corazón de marino me dice ahora que así es. —Gracias, capitán —interpuso Harrison—. Y siento que sea por mi culpa que esto esté pasando. —No muchacho, no te eches la culpa de algo así. Es posible que los ladrones hayan entrado a su casa. En Bogotá cualquier cosa puede pasar. Es una ciudad tan colosal que uno queda perdido entre las calles. Una fiel selva de cemento. —No —enfatizó Harrison—. Es demasiada coincidencia. Yo creo que son los mismos hombres que tienen a mi tío. —Harrison —dijo Alejandra limpiándose las lágrimas—, el capitán tiene razón. La muerte de Jaime debe ser un hecho aislado, una fatal coincidencia. —Bueno, sea como sea Jaime está muerto. —Capitán —repuso Harrison—, con el perdón suyo por el duelo que ahora lo ensombrece, ¿nos puede contar entonces lo que simboliza el pentagrama de Venus? Entienda que si las apreciaciones de James son correctas… —Si es lo que estoy pensando, sí —Sebastián carraspeó para mandar a Camilo a traer unos documentos ante la mirada atónita de Harrison y Alejandra—. Comienzo por el principio. Como saben, un pentagrama está no solo asociado a la música, sino a una figura geométrica. Una figura o símbolo representado por una estrella de cinco puntas. Las estrellas que vemos en el cielo durante las noches de claridad, son pentagramas; su representación más fiel es, precisamente, una figura de cinco puntas. ¿Estamos claros? 111
Harrison aprobó con una mueca. —Pues bien, el pentagrama de Venus no es otra cosa que un fenómeno astronómico que ocurre cada ocho años. En otras palabras, el planeta Venus cada ocho años traza en el cielo la forma de un pentagrama o pentáculo. Los hombres de la antigüedad fueron los primeros en descubrirlo. Por eso es uno de los símbolos más antiguos en la historia del hombre —Sebastián Rendón esbozó una sonrisa de gozo, contemplando la inmensidad de la bóveda celeste—. Y si mis cálculos no me engañan, el pentagrama de Venus está a punto de cumplir un nuevo ciclo. Pienso que debe cumplirse en dos o tres días, cuando máximo. —¿Cómo? —Sí. Pero, analicemos algo más —De entre los documentos que le había traído Camilo, extrajo una hoja de papel y con un bolígrafo comenzó a realizar unos trazos. Pronto quedó al descubierto lo que quería simbolizar: una estrella de cinco puntas dentro de un círculo—. Lo que encierra el círculo es lo que se conoce como el pentáculo de Venus —repuso Sebastián, después de elaborar el dibujo—. Como les decía, es un símbolo muy antiguo que se usaba, incluso, como talismán de protección porque representaba el “equilibrio del poder” entre lo femenino y lo masculino: de ese modo se alcanzaba el equilibrio para mantener la paz y la armonía en el universo. En otro sentido, representaba la interacción del espíritu con los Cuatro Elementos y el culto al orden divino de la Naturaleza y la Madre Tierra. No obstante, este mismo símbolo ha sido adaptado dentro de los rituales satánicos, siendo trazado en los lugares utilizados como altares para el sacrificio de personas o animales. Vale decir que las prácticas satánicas modernas le han dado una muy mala utilización al pentagrama; por eso se entiende que la interpretación que se le da sea de índole maligna, cruel, contraria a su verdadera naturaleza. Sebastián volvió a tomar el papel, pero esta vez escribió en las puntas del pentáculo. 112
—Aquí pueden observar mejor cómo funciona esa interacción —les dijo entregándoles la hoja con los nuevos datos—: La punta superior representa el Espíritu en interacción con los Cuatro Elementos. La punta superior derecha representa al Aire; la superior izquierda al Agua; la inferior derecha al Fuego; y la inferior izquierda a la Tierra, a la Madre —tal como advertía, Sebastián Rendón escribió cada palabra en las puntas de la estrella. Luego añadió—: Si contemplan el dibujo, es la misma figura que representa al cuerpo humano: la cabeza y sus cuatro extremidades. No pocos pensadores de la antigüedad lo asociaron. Sin embargo, quien se atrevió a anunciarlo sufrió las consecuencias del exilio obligado o de la condena a muerte. Ahora todo iba quedando más claro para ambos. Sebastián Rendón profundizó sobre los conceptos tanto filosóficos como cristianos de los Elementos, la relación con los puntos cardinales, la influencia de los astros sobre los seres humanos y la tierra. Ratificó la información suministrada por Jaime sobre la Sierra y los Hombres de ayo. Luego, extrajo un mapa de la Sierra Nevada de Santa Marta. De esa manera pudo aclararles que su acceso no sería fácil; que como mínimo llevaría cinco días ir y volver. —Ciudad Perdida está a 80 kilómetros de Santa Marta. Es más —les recomendó mientras comían un plato típico de la región—: creo que deben salir de inmediato para la Sierra, pues ahora que lo pienso bien, es posible que —se dirigió a Harrison—, tu tío y las personas que lo hayan retenido estén buscando lo mismo, y deben llevar ya mucha ventaja. Ellos tienen las cosas más claras, a no ser que tu tío les esté retardando el rumbo para darte tiempo. —Es posible —respondió Alejandra saboreando un guineo verde cocido con queso rallado, conocido como cayeye—. Pero si las cosas son así, capitán, creo que ya saben que estamos aquí. Y con usted. Harrison dejó de masticar. Tragó entero para poder hablar. 113
—Señor, ha sido usted muy amable al recibirnos después de los últimos sucesos. No sé cómo agradecérselo, de verdad; pero, como usted, también estoy de acuerdo en que debemos salir de inmediato. Ya lo hemos involucrado demasiado, y no deseo otro desenlace fatal; no me perdonaría un dolor más. Además, si el pentagrama de Venus se cumple en dos o tres días, creo que tenemos el tiempo preciso para llegar. Sebastián Rendón esbozó una peculiar sonrisa, arrugando la comisura de los labios en una mueca de complacencia. —Muchachos, por mí no se preocupen. Ya he vivido todo lo que tenía que vivir. Mi vida ha estado llena de aventuras, aquí y allá, cuando menos. Fui marinero durante cuarenta y cinco años; el lomo de las olas fue mi caballo favorito. El mar es mi mar como mi sangre es mi sangre. ¿Creen ustedes que me atemoriza un asesino? Y por eso mismo —se puso de pie arreglándose el sombrero—, es que ahora voy con ustedes. La Sierra es demasiado grande, hay muchos peligros, guarda muchos secretos, y ustedes no van a prescindir del mejor guía en esta aventura. Si he de morir de algo o por algo, que sea tratando de salvar este planeta. Además, allá tengo amigos que nos van a ser de mucha utilidad. ¡Camilo! —gritó—. Ya sabes lo que tienes que empacar. Tú vienes conmigo. Harrison y Alejandra no pudieron contestar, Sebastián no los dejó. Antes los conminó a que descansaran, que aprovecharan aquella brevedad, aquel espacio, porque la marcha hacia la Sierra era “un placer comparable a algo de otro mundo”. —Si desean pueden dar un paseo por el acuario. Es, tal vez, lo único que ahora me mantiene vivo; bueno, mi mujer también —dijo guiñando un ojo—. Daniel los acompañará. Mientras Sebastián Rendón ordenaba lo del viaje, Harrison y Alejandra contemplaban el mapa de la Sierra Nevada como tratando de grabarlo en la memoria. 114
En la sierra Nevada de Santa Marta, cuyos picos nevados Colón y Bolívar alcanzaban alturas de 5.775 y 5.770 metros sobre el nivel del mar, la copa de los árboles comenzaba a cubrirse de una espesa neblina. En lo más alto de las cumbres, la temperatura podía descender a los 22 grados bajo cero. Los seres ancestrales que habitaban los rincones más inhóspitos, se preparaban para una sagrada noche. Los pagamentos se iniciaban, y ahora con más ímpetu: uno de los Elementos rompía la balanza. El olor a selva, a lianas, a hojas, a humedad, a barro, se filtraba por entre las venas de la tierra. De otro lado, en Ecuador y de nuevo en Indonesia, estaban encendidas las alarmas por la erupción simultánea de dos de sus volcanes. Hasta ahora, como en Japón, una columna de humo y de ceniza daba visos de la tragedia que se avecinaba. 115
La Troncal del Caribe, una vía construida para unir los Departamentos del Magdalena y La Guajira, rompía abruptamente el espesor de los manglares. Aquellos árboles de raíces aéreas, de troncos lisos y finos, cuyas hojas parecían segregar gotas de sal o de rocío o de nieve, como ojos de comején desperezados, apenas sobrevivían al bloqueo de la nueva carretera. Por órdenes del capitán Rendón, Camilo no soltaba el pie del acelerador. —Pueden observar el contraste —dijo girando la cabeza. Harrison y Alejandra iban en la parte de atrás—, en menos de diez minutos pasamos de ese sol calcinador de Santa Marta para acogernos a la bondad del clima de la Sierra. Esto —señaló con el dedo una espesa capa verde por encima de sus cabezas—, es la Sierra Nevada. 383.000 hectáreas. La cuna de los Tayronas, una de las culturas prehispánicas más adelantadas. Harrison asintió complacido, sin dejar de observar la vegetación. —Fue una de las más ricas —continuó diciendo Sebastián—, pero los bárbaros conquistadores arrasaron con ella. En la actualidad es habitada por cuatro comunidades indígenas: Los Wiwas, los Koguis, los Arhuacos y los Kankuamos. Su riqueza arqueológica también es muy significativa por los caminos empedrados y las terrazas enlosadas. Fueron unos grandes arquitectos en su tiempo, unos maestros de la conservación. Los canales, puentes, terrazas y cerámicas indican su alto grado de desarrollo, su visión de vivir en armonía con la naturaleza: no hay nada en ellos que no sea dado por la tierra. Muy cerca encontramos un caserío conocido como “Pueblito”, bello como los que aún se levantan dentro de la montaña. —Ciudad Perdida… —agregó Alejandra expresando con gestos en la cara la emoción contenida. —Fue un hallazgo de mucho impacto, como ya te hemos dicho. Aunque su nombre originario es Teyuna, también es conocida como Buritaca 200 o Ciudad de Roca, porque ese es el elemento 116
utilizado para las terrazas y los caminos, salvo en las viviendas que son bohíos en forma circular, construidos con bahareque o madera y un techo cónico de paja. Harrison escuchaba con sumo interés todo lo que le relataban. Divagaba al sentir la necesidad de saber qué fue lo que encontró James, para, al menos, así sentirse también más cerca de él. Lamentaba que aquellos sentimientos afloraran solo ahora, cuando el destino mostraba un presente doloroso e imprevisible. Pero así era la vida: un campo abierto que el hombre dudaba atravesar, y solo se arriesgaba cuando los años le hacían señas desde la muerte. El dolor era verdaderamente el gran aliado para reconocer el tiempo perdido. El dolor para recordar que estaba vivo. —Harrison —llamó Sebastián con un tono tan paternalista que le rememoró a Jaime—, la historia de los pueblos aborígenes del mundo es demasiado larga y compleja, así como fascinante. La historia de los habitantes de la Sierra Nevada, es así de reveladora. Cada una de estas familias considera que los picos nevados son el centro del mundo donde habitaron los primero hombres, y por eso son los “Hermanos mayores”. Nosotros, y todos los que llegamos después, somos considerados los “Hermanos menores”. La diferencia es el grado de conocimiento que hay sobre la naturaleza. Ellos se consideran a sí mismos los encargados de cuidar y preservar el mundo. La Sierra Nevada es su casa sagrada, donde el padre Seránkwa, creador de todo, repartió las tierras. Por eso te vas a encontrar con una serie de ritos cuyo objeto es “limpiar” el espíritu de toda maldad o contaminación. —Bello lo que me cuenta, capitán —señaló Harrison como bajo los efectos de un somnífero. —Todo lo de ellos es bello. Dímelo a mí que he convivido con muchas de sus costumbres. Cada palabra suya, cada gesto, cada acto, cada invocación. Nada que sea contrario a sus creencias se hace o se dice. ¿Ven estos hilos que llevo sujetos a las muñecas de las manos? —Sebastián extendió los brazos para mostrar unos hilos de colores—. No son otra cosa que aseguranzas, y 117
sirven para protegerte, para limpiarte; significan su aprobación para interactuar en su mundo. Si tú estás en su territorio y no las llevas, ellos te darán la espalda; sin ellas puedes portar la enfermedad, los malos espíritus; sin ellas estás expuesto al dolor. Pero la connotación de las aseguranzas es bien inmemorial y simbólica. Cada Hermano mayor debe llevar en sus muñecas, desde que nace, cuatro hilos blancos, dos en cada mano. ¿Saben por qué? Harrison movió la cabeza de manera negativa. Alejandra abrió los ojos desorbitadamente. Ambos estaban pasmados. Camilo sonreía de verles el rostro a través del espejo retrovisor. Un aviso colocado a un lado de la carretera, daba la bienvenida al río Piedras. Y su nombre no se derivaba del simple azar: el cauce del río estaba tachonado de inmensas rocas, de bellas rocas, como colocadas allí para indicar la presencia de antiguos dioses o de umbrales para la invocación de los espíritus divinos. Daba la sensación, la sutilísima sensación, de que la cuenca del río no solo emanaba agua, sino todas aquellas rocas que ahora conforman el paisaje, como el lenguaje antediluviano de los primeros hombres. —Pues sencillo, mis amigos —continúo Sebastián al comprender el silencio de ambos—. Cada hilo representa un Elemento de la Naturaleza, un punto cardinal. Así aseguran su interacción con el universo. Estos hilos sirven para conservar el equilibrio de la Naturaleza de manera individual. Recuerden que ellos se consideran los guardianes de la tierra. Y con justa razón, pues no es un simple capricho inventado así como así. A ver —Sebastián se acomodó un poco en la silla, quitándose el sombrero y dejándolo a un lado—: ellos conciben el mundo como dos pirámides sostenidas por una misma base. Esa base la conforman nueve mundos, cada uno con su propia tierra y sus propios habitantes. La tierra está ubicada en el quinto piso. Hacia arriba los mundos están emparentados con la luz y hacia abajo con la oscuridad. Y ahora viene la metáfora más bella de todas, muchachos: la Sierra es considerada también como un cuerpo humano, donde los picos nevados representan la cabeza; las lagunas de los páramos el corazón; 118
los ríos y las quebradas las venas; las capas de tierra los músculos; y los pajonales el cabello. Con esa base, toda la geografía de la Sierra Nevada es un espacio sagrado. Por eso el cuerpo debe estar en total armonía; por eso ellos no bajan de la Sierra si no es con la aprobación de su Mamo, si no tienen todas las aseguranzas en su muñeca, si no tienen a su alcance su poporo y su zukabla. Quien renuncie a eso renuncia a su comunidad, a su espíritu; significa que le están dando la espalda a la Madre Tierra, y ella puede ser muy implacable al momento de devolver la afrenta. —Capitán, un momento por favor —pidió Harrison, pensativo—. Usted nos está hablando de unos elementos nuevos, con los cuales no me familiarizo aún: Qué es Mamo y qué es zu… —¡Zukabla! Esa es la palabra. Aunque varía de nombre en otros pueblos. Te respondo: el Mamo es el máximo líder de cada comunidad; representa la cabeza no solo de la estructura social sino política y religiosa; es un ser, por así decirlo, muy antiguo, un anciano que encierra la sabiduría que le han otorgado tanto la naturaleza como sus ancestros. Son, precisamente ellos, los encargados de administrar la justicia al interior de cada uno de sus territorios. Un Mamo solo habla en su lengua natal. Lo que conoce del mundo moderno lo conoce de boca de otros miembros de su comunidad, pues aunque te suene extraño, ellos se han ido preparando para conocer la cultura occidental a través del estudio. Es común encontrar indígenas en las universidades cursando una carrera de derecho, de medicina o de ingeniería. Así conocen lo que deben saber del mundo nuestro. Y con ese conocimiento pueden practicar su cosmogonía, o lo que algunos han denominado sus “usos y costumbres”. Y el zukabla o soknu, es el palito o instrumento con el que ellos extraen la cal del poporo, la cal que mezclan con la hoja de coca; siempre los vas a ver con una bola de hoja de coca dentro de la boca. — —Jaime nos dijo que ayo es el acto de poporear, de consumir la hoja de coca exclamó Alejandra. —Exacto. 119
—Entonces —interpuso Alejandra—, todo concuerda con lo que escribió el profesor James: U‟munukunu, los Hombres de ayo, el Pentagrama de Venus. —No todo, Alejandra. James dice que “ayo es el camino”. No los hombres. Y ni siquiera sabemos quiénes son esos hombres. —Perdona que te lo diga, Harrison —intervino Sebastián que parecía hablar cada vez con más pasión—, pero si “ayo es el camino”, entonces los Hombres de ayo deben ser ese camino. Y los Hombres de ayo, en este caso, no pueden ser otros que esos venerables ancianos llamados Mamos. Solo ellos tienen el conocimiento del mundo, de las leyes naturales, de los secretos que dividen la luz y la oscuridad. —¿Está diciendo que el Mamo o esos Mamos son los Hombres de ayo? —A mi modo de ver las cosas, sí. Salvo que sean una representación de ellos. Y creo que así también lo entendió tu tío: Cuatro Tribus, cuatro Elementos, cuatro Mamos. Las cuatro patas de una mesa... 120
El Mamo Zintana estaba sentado sobre una inmensa roca que se asemejaba a una nuez. Desde allí, como unido a la roca, contemplaba la corriente caudalosa y transparente del río Buritaca en su inquebrantable descenso de la Sierra: una corriente paralela a la del río Don Diego, que también nacía en esas laderas, de entre gargantas subterráneas imposibles de descifrar. Al fondo, el río Buritaca, rumoroso como una sinfonía o un murmullo de aquella espesa vegetación al derramarse en flores y frutos, se entregaba al mar Caribe en una soltura que parecía comunicarse con las aguas de todos los rincones terrenales. El Mamo recorría la lejanía, repasando en silencio la Línea Negra que atravesaba las vertientes de aquella pirámide natural. Con sus dedos curtidos de tierra, de hierbas, de cal, acariciaba un bello medallón donde la imagen humanizada de Seránkwa fulguraba como un sol. Quien observara su rostro entendería que su preocupación era cada vez mayor, aunque no era un rostro duro como piedra, sino como una hoja seca al desprenderse de la rama. Como autoridad Kogui sabía que ahora más que nunca la permanencia de los pueblos indígenas y del Hermanito menor necesitaba de la unión espiritual, del fortalecimiento de los vínculos ancestrales, porque el territorio que habían heredado de su creador Seránkwa estaba a punto de ser devastado. “Si no realizamos pagamento el día de la estrella luminosa, nada de esto quedará”, mascullaba sin dejar de mirar con ojos penetrantes aquella corriente de agua, los verdes parajes donde fluía la esencia de las cosas más imperceptibles. El Mamo Zintana sin duda hacía alusión al pentagrama de Venus. Cada ocho años subía a lo alto del Kalvasánkua (a través de un camino que solo los Mamos conocían), cuando el tercer planeta del sistema solar trazaba el pentagrama en la bóveda celeste, y durante esa única noche, cada Mamo ofrecía, en un ritual majestuoso, el pagamento que les correspondía por ser la autoridad espiritual de sus pueblos y del Universo. 121
La elección del Mamo que debía realizar el pagamento era un misterio, toda vez que las etnias tenían a su vez varias comunidades apostadas a lo largo de la vasta región, y cada una de ellas poseía su propio líder espiritual, su Mamo, con el que se llevaban a cabo los otros tributos y se administraba justicia. Había recibido noticias del Mamo Noreymaku, líder de los Arhuacos, y del Mamo Kuindonoma, de los Wiwas; pero del Mamo Kunchaka, de la etnia Kankuama, poco o nada sabía. Su preocupación estaba por demás bien fundamentada: en los últimos veinticuatro años no se había hecho el pagamento. Los Kankuamos, objetos del accionar criminal de los grupos armados ilegales, fueron arrinconados en los muros de una renovación cultural y social totalmente ajena a sus creencias, cayendo en un debilitamiento devastador en sus usos, en sus costumbres, en su propia lengua: perdiendo la comunicación espiritual con los demás pueblos indígenas y con la misma naturaleza. Los ojos del Mamo Zintana reflejaban una honda tristeza. Estaban oscuros como ojos de buey, apacibles en sus cuencas vivas, llenos de una belleza primaria como la de aquellas lagunas sagradas, de aguas intactas y quietas, a donde subía para realizar algunas ofrendas; ojos en todo caso llenos de metáforas. El horizonte era apenas una franja anaranjada que parecía desvanecerse con cada latido de su corazón, bajo el destello de los relámpagos como coletazos de caballos muy blancos. “El Hermanito menor no entiende”, murmuró, consternado. “Pero no es fácil que conozcan la ley de Sé”. Niagwi, uno de los escribanos más destacados del pueblo Kogui y enlace entre su comunidad y el mundo moderno, tosió suavemente, con un respeto casi religioso, al acercarse al Mamo Zintana. Sus pantalones zancones y su blanca manta cruzada en el pecho, eran impecables; 122
incluso podía advertirse en su ropaje un aire de realeza. Con paciencia esperó a que el Mamo Zintana le concediera la palabra. —Mamo, el capitán de mar ha venido a hablarle. Dice que es importante. No quiso decir de qué se trata. El Mamo Zintana, aún sereno en la roca, movió de un lado a otro de su boca la masa de saliva. En su bello lenguaje nativo le indicó que pronto estaría con ellos. Niagwi, que en la vida de la sociedad colombiana se hacía llamar Martín Joaquín Nubita, asintió con una leve reverencia. Antes de dar la espalda para retomar el camino a la aldea, agregó: —Mamo, hay algo más. Un hombre y una mujer lo acompañan. El hombre es un extranjero. 123
La luna cenicienta iluminaba la Plaza del Coco. Por las calles empedradas subía el castañeo de las semillas de las maracas, de los caracoles juntándose agitadamente, de los tambores como troncos nudosos por donde descendían las gotas del agua-lluvia, de los cánticos tradicionales brotando armónicos de las gargantas, del zapateo de los hombres Kankuamos en medio de su cadente baile del chicote. Desde el Cerro Güingueka los Kankuamos habían traído todo el chirrinchi posible, porque la fiesta del Corpus recorría las calles con gran alboroto y se extendía entre diablos multicolores, negros, cucambas y aquellas hermosas máscaras de animales, de los espíritus de los animales, enseñando unos dientes oscuros por la mancha de la hoja de coca, resistiendo el frío que parecía crepitar entre una y otra fogata, reconociendo siluetas de fuego como suspiros de los espíritus. Los Kankuamos bebían hasta perder los sentidos, hasta sentir que los dos mundos más cercanos se unían en un solo plano. Cornelio, con una mano enfundada en su bukuenka o mochila donde guardaba las hojas de coca, observaba entusiasmado cómo la gente, con las bellas máscaras puestas en sus rostros, tomaba forma de toros, de jaguares, de gallinazos, de monos, de tigres, y de muchos otros animales más que habitaban aquellos bosques desde la creación. La mano donde sostenía el totumo con chirrinchi para beber temblaba, frenética, al unísono de los gritos que acompañaban los cánticos heredados por quienes habían resistido la devastadora presión anticultural. Pero la alegría de Cornelio era más honda y elevada como su espíritu, pues era el único que sabía que a esa hora el Mamo Kunchaka atravesaba los parajes oscuros de la montaña. Por mucho tiempo dejaron de lado las tradiciones, de alimentar a los dueños del mundo en los sitios señalados por los ancestros, de contar las viejas historias bajo el abrigo de la bóveda iluminada, de hablar en su lengua nativa y de realizar el confieso, de utilizar sus vestidos de hilo o exhibir sus largas cabelleras. Pero ahora, el “renacer Kankuamo”, se erigía en medio de la fiesta 124
del Corpus como los picos de los cerros. Cornelio, confiaba también en que la fuerza espiritual del Mamo Kunchaka fuera aún suficiente y poderosa, y su conocimiento para la realización del mayor de los pagamentos estuviera intacto. 125
Koskunguena, al otro lado de Filo Cartagena, un despoblado pueblo indígena de paredes de barro derruidas sobre otras paredes, sobre cimientos donde el tiempo aún trazaba figuras manchosas, exangües, pero con la fuerza de querer contar la historia que alguna vez encerraron, parecía contener el naciente rumor de los insectos nocturnos, que se dispersaban bajo el descenso de las nubes robustas de agua y los tupidos ramajes. Después de revisar los alrededores con un grupo de hombres, Amok informó al coronel sobre la completa normalidad (o lo que él, sin metáforas ni ensoñaciones, sin escrutar ni rendirse ante aquel verdor, consideraba normal). —Que los hombres hagan turnos de tres horas. Ya saben que los necesito a todos bien listos a primera hora —ordenó. La oscuridad caía sobre la Sierra Nevada como la sombra de un espectro acercándose a su víctima. Allí la naturaleza parecía surgir de un encantamiento: Rostros de jaguar en las piedras; colmillos de jaguar retoñando en las cortezas de los árboles; marcas de jaguar sobre la arcilla dura; rugidos del jaguar antiguo bebiendo de las aguas; rumores de los hombres-jaguar deambulando sombríos por aquellos peñascos. Tantos seres entre la neblina sobreviviendo al trueno, a la tormenta, a la presencia de tiranos e intrusos. Los hombres que iniciaban guardia tomaron posiciones conforme a la morfología del terreno, desconociendo la sinonimia del jaguar con la muerte. Sus abrigos advertían que el frío de la noche sería una constante, al filo de aquellas laderas que semejaban los muros de una fortaleza sepultada. Los inmensos árboles, como molinos de aire fresco, filtraban susurrantes el paso del viento. Aprovechando la ausencia del hombre que custodiaba a James Portman, recostado contra una de las empalizadas del caserío, Rony se acercó para ofrecerle un sorbo de agua de su cantimplora. 126
—Es todo lo que hay, doctor. Me gustaría que fuera algo caliente pero, entenderá, que no se encienden fogatas. Métodos del oficio. James masticaba una galleta con movimientos fatigados. Observó al hombre levantando las cejas. —Gracias —fue todo lo que decidió decir. —El coronel Way es un hombre que no se deja vencer fácilmente —apuntó Rony sucinto, con el ánimo de entrar en conversación. —No es el único —respondió el antropólogo en un tono severo. Rony guardó la cantimplora entre sus atuendos militares. Sabía que debía aprovechar ese espacio para obtener más información. —¿En verdad cree que estamos en el camino correcto? —preguntó. —No sé que entienda usted por “camino correcto”. —Bueno… Digamos que atravesar la montaña de un país como este requiere de una motivación muy especial. —Usted ya debería saberlo —James parecía molesto con las preguntas del mercenario—. ¿O acaso Way los trae como ratones de laboratorio? Rony sabía que se metía en terrenos difíciles. La información hasta el momento obtenida no era del todo clara, precisa, pues lo que el coronel Way le había dicho al general Walsh podía ser una de sus falacias. Aun así, debía insistir con lo poco que tenía. —Doctor Portman, para nadie es un secreto que algo grande pasa, que detrás de todo esto se encierra el ánimo de obtener un inmenso poder; ¿acaso el mutismo del coronel tiene algo que ver con la caja metálica que trae entre sus cosas? ¿De qué poder estamos hablando? James miró al hombre con reproche y fastidio. En verdad el coronel Way llevaba consigo la vara de Moisés, ya se había percatado de ello, así como La Lámina de Cobre. Ahora, el 127
mercenario, ¿por quién lo estaba tomando?, ¿a qué debía su interés? Un mercenario sería siempre un mercenario, un asesino a sueldo, vendido al mejor postor. ¿Estaría intentando decirle algo? Pensó que ya nada podía perder. —No parece estar seguro de lo que hace —respondió, dirigiéndole una ceñuda mirada—. Le repito que no soy yo el hombre de las respuestas. Lo único cierto es que para Way, si logra lo que quiere, ustedes serán un estorbo. Y si no lo logra, ya nada importará, ni para usted ni para nadie. —¿Y por qué, doctor Portman? ¿Qué es lo que va a ocurrir? James Portman pareció recobrar la lucidez. Entrelazó las manos antes de agregar: —Lo que va a ocurrir va más allá de su entendimiento; es más que el fin de la humanidad. Rony no sabía cómo entender aquella respuesta, y no había ningún amago en la misma. El hombre que tenía al frente no parecía ser de los que se viven mofando de su entorno así estén en las condiciones más insanas. —Eso es algo inevitable —respondió. En sus ojos había una expresión de confusión—. La literatura de las religiones, cuando no de la ciencia, lo anuncia con aspavientos. No hace mucho escuché que en 2‟262.006 años la tierra se congelará por completo. Esa fue la conclusión de unos científicos europeos. ¿Qué hay ahora de particular, doctor Portman? ¿Qué tiene de especial esta montaña? ¿Cuál es el poder que busca obtener el coronel Way? ¿Conocimiento, riqueza, dominio? James Portman, en medio de la poca luminosidad de la noche, no dejaba de mirar a Rony. No podía entender cómo un mercenario que andaba al lado del coronel Way, hacía tantas preguntas. Algo no estaba bien. —No sé qué es lo que pretende, señor. El poder que desea conquistar el coronel ni yo lo imagino. Es eso y más. Pero tenga por seguro que su propósito no beneficiará al mundo; antes 128
bien lo pondrá a tambalear. No obstante, si no llegamos a tiempo, la naturaleza hará lo suyo. Y en ese vaivén, en ese tire y afloje, la tierra no podrá ser igual. El hombre encargado de la custodia de James regresó dando un gran bostezo. Miró sin preocupación a Rony. Giró para sentarse sobre un tronco caído. El viento arreciaba con mayor fuerza sobre las copas de los árboles. Como si fueran a desplomarse, las ruinas de Koskunguena traían un lamento entre sus paredes, un eco que parecía provenir del más allá. Rony torció el cuello a lado y lado. Casi con decepción, se alejó. 129
—La Sierra Nevada es el corazón del mundo. Aquí están los orígenes de cuanto existe, aquí nos comunicamos con los Padres Espirituales y cada uno de los Seres que conforman la vida —a cada palabra del Mamo Zintana, la bola de saliva se movía como en un acorde musical muy bajo. Su lenguaje venía cargado de una resonancia dulcísima, como si no hablara sino que pintara sobre un tablero bellas imágenes. La traducción de Niagwi era igual de sugestiva—. Muchas cosas han cambiado desde la intromisión del Hermanito menor en nuestro territorio, en nuestro destino; lo más grave es que hemos perdido buena parte de los sitios sagrados fundamentales para revitalizar la vida, para sostener el mundo espiritual. Y si el mundo espiritual no puede ser sostenido por lo espiritual, entonces nada puede existir. Así está mandado por la ley de Sé, que legisla en armonía desde el principio hasta el fin, que es el origen espiritual, que es la ley del conocimiento y el cumplimiento en espíritu de las leyes que mantienen en orden el universo. El Mamo Zintana había escuchado con esmero las palabras de Sebastián Rendón, a través de Niagwi. No comprendía la cosmogonía del Hermanito menor, o mejor, no compartía el modo en que éste interactuaba con su entorno, pero reconocía que el desequilibro de los Elementos del que le hablaban era el mismo desequilibrio de lo espiritual. Sus ojos de buey se perdían en la noche, mirando como desde el fondo de una nostalgia, franqueando aquella barrera de oscuridad, de nubes altas, de intrincados follajes que parecían manchas de jaguar. En su memoria, Niagwi, altruista y generoso como pocos, de faz rubicunda y de no más de un metro con cincuenta de estatura, repasaba la historia de los pueblos de la Sierra Nevada. Llevaban años tratando de rescatar ese territorio para la permanencia cultural y espiritual, y de ese modo (entendiendo que sus sitios sagrados solo tienen razón de ser cuando están intercomunicados con el resto del mundo), podían garantizar el equilibrio entre los humanos y la naturaleza. Pero no había sido una tarea fácil: la guerra interna del país se sentía con fuerza en su territorio; ellos también colocaban muertos; ellos también se desplazaban hacia lugares que inexorablemente los 130
llevaban a la extinción de las etnias, del pensamiento, de las tradiciones, del lenguaje, de su origen. Ellos compartían ese dolor, aunque algunos ya no tuvieran memoria. Niagwi rogaba porque tanto Seránkwa como Seynekun (lo masculino y lo femenino en su cosmogonía), continuaran esa conjunción para que el mundo espiritual se transformara en el mundo material y los cuatro pueblos no desfallecieran en su misión, pues ni Serankwa ni Seynekun podían organizar por sí solos el mundo material. Eso dependía de ellos, de cada pueblo, como habitantes originales. Un suave golpeteo de hojas contra su pierna, lo hizo invocar a Gonduwashwi, el aire. Suspiró nerviosamente. —A los pueblos indígenas de la Sierra Nevada nos fue dada la ley y la misión de pagar los tributos de cuanto existe: los árboles, los ríos, las piedras, la lluvia; y los Mamos recibieron este compromiso. La Línea Negra es la que traza los límites del corazón del mundo —continuó aludiendo el Mamo Zintana, en medio de una deslumbrante sabiduría—. Y en el corazón del mundo está guardado el conocimiento; en su interior habitan aquellos seres que velan por el saber de la montaña. Estas prácticas ancestrales permiten la sobrevivencia del conjunto del cuerpo universal. Si los puntos de la parte baja se dañan, los de arriba se afectan; y así se afecta la vida, la naturaleza… Por eso esta tierra nos fue dada a los cuatro pueblos indígenas desde los inicios del mundo. Somos nosotros, los indígenas, los verdaderos dueños históricos de este territorio y los que mejor sabemos hacer uso de él, pues tenemos la salvaguarda del conocimiento, la responsabilidad espiritual de mantener la comunicación con unos y otros. No nos interesa nada más. Del fuego acumulado entre aquellas piedras y trozos de madera, brotaban chispas que se elevaban a medida que el viento arreciaba contra la montaña. Alejandra Granda estaba seducida por las palabras del Mamo Zintana, que parecía imbatible pese a su longevidad; Niagwi 131
continuaba traduciendo con un tono de voz entrecortado pero sutil; su lengua nativa trataba de imponerse. Harrison Newell sentía sobre él los ojos de Sebastián, que de un modo u otro lo reconfortaban. Tomaba una bebida caliente, un tanto amarga, que una de las indígenas le había llevado en una totuma. También Alejandra le daba la seguridad que necesitaba, así se sintiera por momentos metido en un enmarañado laberinto. Pese a lo que estaba descubriendo, por instantes no aceptaba que aquello fuera así de posible; que de un momento a otro la tierra estuviera a punto de reventarse, sin que nadie más que ellos lo supieran o lo sospecharan. Tenía miedo. No podía deducir otra cosa. James Portman le había señalado un camino, pero, ¿si no era cierto? Ya muchas veces lo había discutido. Y si era real, ¿cómo detendrían la furia de la naturaleza? Si los pueblos indígenas de esa montaña donde ahora descansaba tenían el deber de retornar ese equilibrio, ¿qué era lo que en verdad pasaba que no lo habían hecho ya? ¿En qué habían fallado aquellos hombres que se consideraban a sí los habitantes originales de ese territorio? Como si leyera sus pensamientos, el Mamo Zintana retomó la conversación después de atender a dos indígenas de una comunidad cercana. En él había una extraña expresión. Sin embargo, rió con melancolía contenida. —Apenas nacemos nos entregan nuestro primer sewá. Luego, cuando recibimos el poporo, nos entregan nuestro segundo sewá, y este es el que nos da responsabilidad, el que nos muestra el camino: la guía para entrar en contacto con la Madre Tierra y el Padre Espiritual, para ejercer trabajos desde tumbar un árbol hasta llegar a las tareas más complejas. Sewá nos coloca en lo material las leyes entregadas en el principio por Sé; aquellas que desde la época de la oscuridad nos trazaron el camino. El sewá debe renovarse con el estudio permanente, y ese estudio no solo está en lo espiritual sino también en lo material. El sewá implica un compromiso eterno con las leyes y los sistemas de comportamiento que nos identifican como indígenas. Es asumir una 132
responsabilidad con la colectividad social y natural de nuestra cultura y en general con el conjunto de vida. Pero —el Mamo Zintana arqueó sus enmarañadas cejas—, usted lo sabe bien, capitán de mar, que las cosas se nos han salido de las manos. No todos hemos seguido estos principios tutelares de autoridad y armonía. El mundo moderno y la incursión del Hermanito menor en nuestro territorio, se ha sentido como cuando la tierra arroja fuego desde sus entrañas. Hay muertos. Hay persecuciones. Nos han hecho creer que nuestras creencias son fantasiosas. Nos han ofrecido lujos, comodidades, y muchos de nosotros hemos caído en esas redes tramposas. Muchos han desvirtuado su camino, han quitado sus vestidos, han renegado de su identidad, de su linaje. Se han ofrecido a un mundo que no les pertenece por razones ancestrales y de origen. Pero la culpa, más que de la guerra, es de la ambición humana. Ella es la que nos ha traído estas desgracias. Ella es la que ha hecho que nuestros hermanos Kankuamos hayan abandonado en gran medida su misión como pueblo custodio. Son ellos los que han sufrido los embates de los cambios culturales y la pérdida de su territorio. Sin embargo, pese a que se ha iniciado el florecimiento Kankuamo, nada asegura que podamos cumplir cuando la estrella luminosa vuelva a su origen. El espíritu aún no se ha reforzado y son muchos años sin pagamento. Parecía que la noche se había detenido en el cielo y, como anclados para sobreponer la oscuridad, los astros filtraban su luz a través de las capas de neblina suspendidas en la atmósfera y en los altos follajes. Chivilongui, el resguardo Kogui liderado espiritualmente por el Mamo Zintana, inmerso entre las bondades de los ríos Buritaca y Don Diego, albergaba, además, una gran variedad de hombres y mujeres de pequeña estatura; asustadizos, infranqueables, intactos en sus costumbres, dirigiendo de vez en cuando miradas de interrogación a los forasteros. Ya los rumores del motivo de su visita mancillaban a cada habitante con asombro y superstición. Después de escuchar parte 133
de la historia de los pueblos habitantes de la Sierra Nevada de la viva voz del Mamo Zintana, Harrison Newell y Alejandra Granda se habían retirado a observar los bohíos de techo cónico. Sebastián Rendón departía con el Mamo Zintana y otros miembros de Chivilongui. Harrison y Alejandra parecían suspendidos como esa extraña noche: en medio de los bohíos de bahareque y palma, de los templos con arquitectura de colmena, de piedras marcando espacios sagrados, de mujeres como canguros, cargando a cuestas sus pequeños hijos, de las exóticas figuras en los metates o piedras de moler los granos de maíz, de las lajas formando anillos compactos, como superpuestas, aprovechando la rigurosidad del terreno. Alejandra, además, quería desentrañar cada incógnita que remolineaba en el ambiente desde la llegada de Harrison. Si su grupo de amigos la escuchara, o los otros docentes de la universidad, de seguro perdería mucho más que el prestigio. ¿Precisamente tenían que ser extranjeros quienes descubrieran que en la Sierra Nevada de Santa Marta convergían de una u otra forma los Elementos de la Naturaleza? ¿Qué tanto había de verdad y qué tanto de fantasioso? ¿Podrían considerarse pruebas todas aquellas interpretaciones de unos hechos que no dejaban de ser confusos, o excesivos? Lo que acababa de escuchar del Mamo Zintana, en boca de otro, sería descabellado. ¿Acaso las costumbres de los pueblos indígenas de cualquier rincón del mundo eran entendidas y sus voces escuchadas? Había una arremetida de la naturaleza en los últimos días, de eso no había duda. Aún así, Alejandra no aceptaba que en menos de 48 horas la tierra fuera a desaparecer. Entre más escuchaba, entre más se fascinaba con la cosmogonía del mundo, desde el fondo de sí alegaba porque nada de eso fuera cierto: “Tanta superstición puede llevar a muchas coincidencias; tantas coincidencias pueden llevar a una mala interpretación de la verdad”. —¿Vas a seguir callada? —inquirió Harrison que no había dejado de mirarla desde que se alejaron del grupo. El frío laceraba como un manto de vidrio. 134
Alejandra no pudo más que sonreír. —Ya sabes… me siento un tanto confundida. —¿Tú? ¡Pero si el confundido debo ser yo! Tú eres la antropóloga. —Por eso mismo. El estudio, el conocimiento me hace incrédula en muchas cosas. Aunque esto me magnetiza, no te niego que me resisto a creer ciertos hechos. No sé qué tanto hay de realidad y qué tanto de fantasía. Esto se ha convertido en algo así como un juego de preguntas y respuestas, donde los acertijos, la historia y los mitos populares están a flor de piel, expresando ansiedades, temores comunes. El profesor Portman por aquí, el profesor Ochoa por allá; el capitán Rendón en aquella orilla y el Mamo Kogui en la otra, como en un cuadrilátero —Alejandra tenía la voz apagada—. Es lo que me preguntaba. —Vaya. Mientras yo te miraba también pensaba lo mismo. —¿Me mirabas a mí o mirabas la lejanía? —A ti. La lejanía es tan fría como esta noche. Alejandra arrugó la nariz. No quiso responder. Harrison sintió vergüenza de haber cometido una ligereza. Justo cuando iba a pronunciar algo, Sebastián Rendón apareció como tabla de salvación. —Miguel de Unamuno dijo que “el que no duda no cree”. Y eso es algo que le sucede al ser humano en cualquier época de la vida. Disculpen que me haya permitido escuchar parte de su conversación —dijo en tono afable—, pero veo en sus semblantes la laceración que produce la preocupación. Unamuno especificó que la fe que aparece inquebrantable es hija de la ignorancia o hija del fingimiento. Muy común en las sociedades actuales, sobre todo con el surgimiento de nuevas tendencias tanto en la ciencia como en la religión. —¿También usted tiene sus dudas, capitán? Sebastián Rendón se encogió de hombros antes de responder. 135
—Soy humano, y dudar es una conducta humana. Pero ahora lo que interesa es entender el mensaje del Mamo Zintana y lo que protege su pueblo. La relación con lo planteado por el profesor Portman es, a mi juicio, el producto de la investigación a partir de unos hechos reales. Las coincidencias también pueden existir, sin embargo, confío en los Mamos. Ellos me han demostrado un profundo conocimiento de la naturaleza que dejaría asombrado a cualquier científico; los religiosos, en cambio, los mandarían de nuevo a la hoguera por herejía cuando menos. Y si ellos tienen sus temores por el equilibrio de la tierra, es porque algo serio está pasando o está a punto de pasar. Llenarnos de pánico ahora es peor. Así no contribuimos a nada. Las palabras del marino calaron hondo en Harrison. Era él quien había traído aquella historia y no se permitiría dimitir. Le pidió a Alejandra que continuara con él. Sebastián carraspeó como para aclarar la voz: —Mis muchachos, a primera hora partiremos con el Mamo Zintana para Ciudad Perdida. Ya nos han adecuado un lugar para descansar esta noche. Prepárense porque el ascenso requiere de la mejor disposición. 136
Lejos de allí, dos grupos humanos seguían el ascenso de una montaña cubierta de antiguas losas de piedra que comenzaban a desmoronarse. Esta vez, Ciudad Perdida, a 1.975 escalones desde el río Buritaca, los reuniría en medio de una confabulación ancestral. La ruta, en las principales encrucijadas, seguía un sistema de señalización urbana, entre caminos secundarios y un eje principal: un sistema amparado por elementos líticos dentro de la ciudad como puntos de referencia, sujetos también a conceptos y normas culturales. El Mamo Zintana era tal vez el hombre más temeroso de todos. Su conocimiento de la ley de creación le aguijoneaba el espíritu con mayor ímpetu. Hasta el momento, aún desconocía el paradero del Mamo Kunchaka y, sin él, no sería factible la realización del pagamento. Su miedo también consistía en que, aún si apareciera, quizá su fuerza espiritual no alcanzara para lograr la comunicación con los seres de la naturaleza. El pueblo Kankuamo había estado demasiado tiempo fuera de esas leyes ancestrales, y eso constituía una debilidad muy significativa. Otro anuncio aciago era la presencia del grupo de hombres armados que se acercaba a Ciudad Perdida por el otro extremo de la montaña, como había sido informado. El Mamo Zintana conocía muy bien su papel dentro de la ley de la creación, por eso su temor no era infundado. Pero había más: así todo estuviera preparado para el pagamento en el centro del Kalvasánkua, faltaba el verdadero espíritu para lograr el equilibrio, faltaba la vara del antiguo hombre. Sin la vara, el Mamo Zintana sabía que la tierra no podría mantener la fuerza de los cuatro pilares que la sostenían. No obstante a estos signos, las horas de camino tampoco menguaban el ánimo. El Mamo Noreymaku hacía relucir sus casi dos metros de estatura y un rostro cubierto de espesa barba, de largos cabellos, de tierra antigua. Harrison estaba absorto por el extenso camino de piedra principal y los cruces monumentales, vadeando azoteas donde el agua se recogía y se canalizaba hacia los caminos, tratando de entender el pensamiento de aquellos hombres al adaptar la roca natural para la construcción de terrazas. 137
Sebastián advirtió las expresiones en el rostro de Harrison. —Tanto en los caminos como en las terrazas son evidentes las jerarquías en el asentamiento. Muchas de ellas, por supuesto las más elaboradas, son asociadas a fastuosos ajuares funerarios. Espera que lleguemos a lo que se considera el centro de Ciudad Perdida. Entre el grupo que ahora parecía liderar el Mamo Zintana, una nueva emoción invadía a Niagwi, pues siempre quiso ir más allá de la mano de su Mamo, y ahora veía cercana esa posibilidad; la transparencia de su corazón era una fiel copia del Mamo. Con 25 años, Niagwi tenía esposa y un hijo, al igual que una formación académica en universidades tan brillante como las enseñanzas que le habían sido transmitidas. Niagwi, además, hablaba inglés y cursaba cuarto año de derecho. Frente a ellos la Piedra del Sapo, erguida como una postal, ostentaba airosa la arquitectura de las terrazas principales de Ciudad Perdida. Sobre el filo de la montaña, cubierta de espeso bosque, emergía como de una bruma. Allí mismo, junto con las elevadas Taguas del bosque húmedo, y en actitud ceremoniosa, aguardaban los Mamos Noreymaku y Kuindonoma. Todo aquel panorama y el alto linaje que revelaban los otros dos Mamos, despertó en Harrison más que admiración. Por primera vez el Mamo Noreymaku, en mucho tiempo, volvió a sonreír. 138
El paso del Mamo Kunchaka era fatigoso por la premura. Sus menudos pies, calzados con botas pantaneras para resistir un poco más el agreste ascenso, dejaban una huella escasamente notoria, como si no deseara dañar el trazado exquisito del paisaje. A medida que atravesaba la montaña pensaba en lo difícil de su cometido, pero comprendía que sería lo único que podría retornar a los inicios. Tenía fortaleza, y esa misma fortaleza lo había llevado, siete años atrás, a dirigir los rumbos de su pueblo para la reafirmación de todas las creencias, pese a la influencia que permanecía en la región por parte ya no solo de los grupos armados legales o ilegales, sino de la Iglesia y de las misiones religiosas internacionales que pretendían abrumarlos con el desprestigio de sus ancestros. En dos ocasiones el mismo Mamo Kunchaka había escapado de hombres armados (quizá los mismos que habían asesinado a varios de sus miembros más insignes), razón ésta que lo hacía reforzar su espiritualidad, contraviniendo con tenacidad las amenazas. La confianza en los otros Mamos representantes de cada grupo indígena era total. Nada la obnubilaba. Allí debían estar, esperándolo en Teyuna, frente a la puerta de roca o Piedra de Sapo, frente a la entrada que les permitía acceder al monte Kalvasánkua: una puerta que solo sabían abrir los cuatro; un pasadizo que no podía ser descubierto por el mundo del hermano menor. El Mamo Kunchaka iba tan inmiscuido en sus propios pensamientos, tan cerca ya de Teyuna, que abrió los ojos con un espanto tan excesivo y ridículo al encontrarse de súbito con un hombre de grandes proporciones, fantasmagórico, saliendo de entre la espesa vegetación para enseñar unos dientes de caballo. El Mamo Kunchaka tembló de pánico, ahogándose en un grito contenido. No supo en qué momento se vio rodeado de hombres con las caras pintadas, tan similares a esos demonios contra los que se purificaba su pueblo. No supo en qué momento esos demonios surgieron de la tierra como lanzas o lobos hambrientos. Amok no le despegaba los ojos, ni el cañón del fusil con el que le apuntaba. 139
Los tres Mamos agitaban las manos mientras tomaban un descanso en una de las pequeñas terrazas. Niagwi guardaba prudente distancia por si ellos solicitaban sus servicios, contemplando la espesura del bosque húmedo que parecía contener, entre una caja de vidrio, el rigor de una tierra lesionada. Sebastián repasaba con Harrison y Alejandra la historia del lugar: —Toda esta área es de suma importancia arqueológica para la nación y la humanidad. Las investigaciones permitieron reconstruir importantes aspectos de la cultura prehispánica, dada la sofisticada arquitectura e ingeniería de piedra con la que se construyeron estos muros de contención, canales, terrazas, y como han podido apreciar, una intrincada red de caminos; Ciudad Perdida posee cerca de 200 terrazas. —Todo un conglomerado urbano —señaló Alejandra. —En efecto; manejaban un indisoluble esquema de organización territorial que bien podríamos envidiar. Es importante añadir que sus habitantes fueron considerados los más sabios, hombres de paz y en armonía total con la naturaleza —continuó Sebastián—. Lo que me causa curiosidad es saber cómo van a celebrar el pagamento, pues ellos son muy celosos de exponer ante nosotros la verdadera naturaleza de sus ritos. Harrison parecía momificado. Ahora era él quien entraba en una ensoñación un tanto mística. Quería acabar de una buena vez con aquella historia, saber qué pasaría. Estaba dispuesto a la peor de las calamidades, siendo también el peor de los casos. La espera le estaba significando una dolorosa agonía. —¿Estás escuchando? Harrison se volvió hacia Alejandra. 140
—Disculpa, es que entre más veo y escucho más se me complican las ideas. Capitán, aún no le veo cabeza a esto. ¿No piensa que estamos siendo demasiado pasivos?, ¿que estamos siguiendo como autómatas una cuerda que no sabemos en qué momento se pueda hilachar? Sebastián tosió moviendo los ojos en una mueca exagerada. —¿Crees que yo no he pensado lo mismo? Hijo, en la vida hay cosas que jamás podremos entender, y menos dentro del orden de lo espiritual. Pero te aseguro que si los Mamos no tienen la solución, entonces ya nadie la tendrá. Si ellos son el soporte, ¿qué podemos hacer nosotros? —Esperar —dijo Alejandra con desazón. —Quinuituq, para ser exacto. Ser paciente tampoco es la mejor de mis fortalezas, pero dadas las circunstancias, es la mejor de las opciones. Si la conjugación del universo se encuentra entre estos antiguos muros de piedra, si la magia y la maravilla de la vida dependen ahora de un rito cuyo poder de realización ha sido otorgado a estos hombres a través de una comunicación espiritual, Harrison, lo mejor es estar un tanto marginados. Si algo podemos hacer, te aseguro que ellos nos lo solicitarán o nosotros lo sabremos a su debido tiempo. Antes es una fortuna que ellos nos hayan permitido acompañarlos. Igual, hay que esperar al cuarto de los Mamos. El equilibrio está dispuesto así, según su cosmogonía, según su conocimiento de la creación. Ya lo escuchamos del Mamo Zintana. Harrison arrugó la frente y aguzó los oídos. Entendía. Y sabía que Alejandra también, más que él. Pero a puertas de cumplirse el ciclo del planeta Venus, como estaba anunciado, James Portman, el antropólogo, su único pariente, ¿dónde estaba? La respuesta la tenía a sus espaldas, a varios metros de allí, por la parte de atrás de la terraza principal. Haciendo uso del garbo marcial que lo caracterizaba, el coronel Way puso pie en aquella terraza como un soldado cuando acaba de ganar una batalla y pisa el suelo conquistado. Con él 141
los mercenarios, el Mamo Kunchaka y el antropólogo Portman. El asombro pareció detener todo movimiento, en una sola línea. —Da gusto verlos reunidos en este sitio tan especial. Imagino que estaban ansiosos esperando al indio. Aquí se los traigo sin ningún retraso. Harrison no salía del pasmo. Varios hombres armados rodearon la terraza. “Tío James”, fue lo único que pudo decir entre dientes al ver a James Portman junto a los hombres del coronel. —Espero que entre todos podamos colocar las piezas que faltan —agregó Way con profunda ironía. 142
Los Mamos sabían que de momento cualquier resistencia empeoraría las cosas. El hombre que estaba al mando del grupo armado no era nada amigable, además, daba muestras de conocer la esencia de lo que sucedía. Antes de continuar el camino, el Mamo Zintana pidió mayor prudencia para lo que se avecinaba. Niagwi servía de traductor entre uno y otro. —Mamo dice que no es conveniente las armas —informó Niagwi. —Pues dígale al Mamo que yo decido qué es o no lo conveniente. —Entienda al Mamo, Way —intercedió James—. Las armas van en contra de sus creencias, y eso pone en riesgo su espiritualidad. —Al diablo tanta estúpida espiritualidad, Portman —respondió a medida que los orificios de la nariz se dilataban y contraían, fastidiado—. ¡Rony!, ¡Amok!, ustedes dos se quedan conmigo; los demás permanecen atentos a la seguridad. Harrison, esbozando una discreta sonrisa después de superar su turbación, pudo estrechar de nuevo a James, aunque fuera por un breve instante, pues Way había ordenado restricciones para evitar cualquier confabulación. La cara del coronel Way, con ojos saltones y orejas rojas e irregulares, le recordaba a Harrison la dureza de los ejércitos alemanes durante la tiranía nazi. Amok, que lo miraba con sus ojos espectrales, tampoco escapaba a esa fulminante apreciación. —Ahora sí, Portman, ¿para dónde? ¿No que la clave es la Ciudad de Roca? ¿Ya no estamos completos? —No tanto, coronel. Los Mamos y nosotros dos sabemos que no. Falta la vara. Way sonrió con un dejo de grandeza. —¿Insinúa que le de la reliquia? —No a mí. A ellos —James señaló a los Mamos. —¿Y qué garantías me dan? Con la reliquia estos indios pueden intentar cualquier artimaña. 143
—No los crea iguales a usted —refutó colérico Sebastián—. Los Mamos son personas sagradas, no diabólicas que van por ahí haciendo daño como para probar su poderío. El coronel Way miró con asco e indiferencia a Sebastián, retándolo. A una orden suya uno de los hombres trajo la caja metálica. Los ojos de Way brillaron al momento de combinar la clave. En ella, la vara que alguna vez le perteneció a Moisés, quedó al descubierto. James Portman no pudo ocultar su emoción. Los Mamos, pese a sus temores, respiraron también con algo más de tranquilidad. La reliquia estaba allí, como debió ser al comienzo de los tiempos. El hombre mayor, descendiente de los primeros pueblos, sí había cumplido lo encomendado en el monte Horeb. Los designios de los ancestros se cumplían como estaba escrito. Sebastián Rendón, por su parte, observaba intrigado lo que sucedía. No comprendía qué significaba aquella vara ni la relación que pudiera tener con los Mamos. “Un objeto que no tiene nada que ver con ellos”, pensó. “Esto sí es extraño”. Con Niagwi intercambiaron algunas palabras. —Mamos dicen que es hora de continuar. Necesitan acercarse al centro de la terraza. Después de allí es donde no pueden entrar los hombres con las armas. Una expresión maligna corrió por los ojos de Way. 144
El centro de Ciudad Perdida quedaba sobre una amplia terraza. Una particular losa de piedra rectangular, semejante en sus símbolos a la Piedra del Mapa, cubría una sección del suelo. El viento iniciaba su ritual con ráfagas cortantes que parecían traer voces y ecos de millones de ancestros. El mutismo del profesor Portman, de Sebastián, de Harrison y Alejandra, se acentuaba ante la potencia de aquellas corrientes de aire. Sin mayores rigores, cada Mamo asumió una actitud ceremoniosa sobre unas marcas especiales, definidas en los extremos de la losa. Momentos después, la losa se abrió con pesadez ante la mirada incólume de los hombres. Allí mismo, de manera natural, las entrañas de la tierra mostraban un camino hacia el distante monte Kalvasánkua, un camino que empezaba con una escalera de piedra en forma de caracol, oscura, húmeda, como si el tiempo hubiera detenido todo dentro de la cavidad. Parecía imposible aquello que veían; un imposible que a la vez lo hacía más real. Cada semblante reflejaba sin reparo una emoción parecida a un nuevo despertar. Alejandra alzó las cejas en un gesto de interrogación. —Las cuevas —añadió James—, permiten una mayor convergencia de los espíritus: Y estamos a punto de participar de un acto más que mágico, maravilloso, de los pocos que podremos observar en la vida. Sebastián cruzó los dedos con ansiedad. Comenzaba a comprender, a sentirse el hombre más importante del mundo por la majestuosidad de lo que vendría. Hasta hace poco estaba alimentando sus bellos animales de agua y, ahora, casi como si hubiera atravesado un portal de tiempo, se encontraba en pleno centro de Ciudad Perdida, a punto de descubrir quién sabe cuántos misterios, o algunas verdades jamás insospechadas. Por su parte, Niagwi tenía el alma en la boca. “Soy demasiado joven para estas cosas”, pensaba sumido en la humildad. “Seránkwa y Seynekun perdonen tan poco conocimiento y si con 145
ello profano las leyes de creación”. Miró al Mamo Zintana que, encorvado sobre la loza, parecía eterno en su meditación; éste entendió su súplica, pues asintió con una ligera mirada. 146
Bajo la terraza principal de Ciudad Perdida, doce sombras, extenuadas entre las raíces de las taguas como penachos de agujas, atravesaban el antiguo camino que acortaba la distancia al Kalvasánkua y que a la vez los protegería del intenso frío nevado, de las abruptas laderas, de las garras del jaguar, de los oscuros bosques, de los seres presentidos en la niebla. En los años que los Mamos llevaban adentrándose en aquel pasadizo para ofrecer el mayor de los pagamentos, nunca, ni siquiera un miembro menor de las familias, había ingresado al lugar; era demasiado sagrado, de conocimiento absoluto de los Mamos Mayores de cada pueblo y de todos los cabildos; en eso la tradición se imponía. Y el altar para las ofrendas constituía el más grande de sus tesoros, junto con la vara del espíritu. Los chorros de luz de las linternas iluminaban el camino pedregoso y pantanoso en algunos recodos. Las paredes estaban tachonadas de vegetales húmedos, y se percibía el sonido del agua a través de las grietas de la montaña. El túnel hacia el monte Kalvasánkua había sido un regalo de los primeros habitantes de la Sierra Nevada. Cada tramo parecía estar bajo los efectos de otra dimensión, paralela a la terrenal, distinta hasta para los sentidos. Niagwi, Alejandra Granda, Sebastián Rendón y James Portman, concebían por instantes que caminaban sobre una alfombra que les transmitía una sensación de paz imperecedera. Muchos años atrás, ya ni sabía cuántos, James Portman había tenido una sensación igual. Fue en Perú, en las ruinas de lo que fue un templo inmerso en el valle de Cuzco. En aquella ocasión, el descubrimiento de unas momias, así como de los restos de casi toda una cultura de la que no se sabía su existencia, marcó para él, más que para su grupo, una de las más grandes razones para continuar amando su oficio. El primer descubrimiento de un arqueólogo o antropólogo es, a consideración de muchos, tan impactante en las emociones que ni cuando se realiza un descubrimiento de mayor envergadura para la historia de la humanidad, que permita arrojar serias 147
pistas del pasado del hombre, o de lo que le depara el futuro, se puede dejar de rememorar con pasión. Su sobrepeso le estaba trayendo problemas y sentía que la columna y los pies reventarían antes que la tierra. Con un atisbo de gracia comparó su dolor con el del planeta. Pero por fortuna, pese a tales condiciones, su asfixia había amainado. Fue muy poca la molestia durante el recorrido a pie, lo que él consideró que se debía al entusiasmo de semejante empresa. Un poco más adelante, el coronel Way seguía a los Mamos, empuñando la vara en una mano y una pistola de fabricación Israelí en la otra. De él se había apoderado una especie de alucinación: veía cerca el momento de obtener la recompensa a sus esfuerzos y esperas; de tomar el poder a sus anchas; de sentarse en la silla de los todopoderosos. “Pronto, Walsh, te arrastrarás como un perro sin patas”, musitó. El odio de Way hacia Walsh siempre creció en silencio, marcándolo como a una bestia de corral, trepanándole por dentro con una fuerza inusitada. Renunciar a su fuero de militar por abrirle espacio a otro hombre que él consideraba un “patético descalabro de mierda” no le había producido gracia alguna. Sin embargo, su mente había maquinado la venganza del modo más brillante, abriéndose a otras esferas, a otros espacios como el que veía acercarse. Rony iba en el centro de la marcha. Parecía calcular cada pisada. El mito del minotauro lo sobresaltó por un instante. Como estaban las cosas, nada tenía de raro encontrarse con una criatura dantesca. Resopló como si el aire le llegara con deficiencia a los pulmones. Su frente brillaba, relucía por la falta de pelo. A esas instancias, sabía que ni el coronel Way ni Amok se detendrían para lograr sus planes. Su ventaja era la sorpresa, no obstante —lo consideraba muy en serio— también a él lo podrían tomar así, por sorpresa, no hacía falta en el grupo ni era imprescindible para los propósitos que tuvieran, pues aún no tenía la certeza de lo que buscaban. 148
Solo los seguía, con ojos abiertos, pendiente de cualquier murmullo o acción adversa. Esperando el momento de actuar. Amok, con quien se cerraba el grupo, maldecía los caminos oscuros y encerrados. Éstos le recordaban algunas calles de su natal Kuala Lumpur, durante la época en que trabajaba como obrero en un cultivo de caucho. Allí adquirió el amor por las hojas de metal y su brillo, por las hendiduras que la delgada hoja producía en la carne. Admiraba a los samuráis, la sutileza suya al blandir las espadas, el respeto que les profesaban como a una deidad, como si alma y espada fueran una sola. El arte de matar con las espadas de los samuráis, sencillamente lo perturbaba. Eran silenciosas e implacables como el ataque de una pitón. Su primera víctima sintió la furia y el poder que ellas le transferían. Sus ojos hundidos parecían llevar la sombra de aquellos muertos. Alejandra no se despegaba de Harrison. Quería refugiarse en él, adherirse a él y, aún ante las condiciones de aquella travesía, de los hombres armados, de la tierra en su desenfreno hacia el caos, un corrientazo de atracción le surcaba las entrañas. Por su mente pasaban y pasaban imágenes de su vida. Pero entre esas imágenes los hombres eran fantasmas, ecos sin importancia, y tal vez por ello Harrison despertaba innegables emociones, una embriaguez de los sentidos que la hacía sonrojar, que le traía sutiles sueños. Lo que afuera sucedía, en la terraza de Ciudad Perdida y más allá, donde los desastres naturales tomaban nuevas formas y se multiplicaban sin parar, así como lo que se encontraría al final de aquel pasaje, conectaban de momento a Harrison y James, que caminaban embebidos en sus ideas. La enajenación también era una constante en Sebastián. De súbito, sin poder calcular el tiempo transcurrido, los Mamos detuvieron el paso. Noreymaku se erguió como una estalagmita, en contraste con los demás Mamos. Delante de ellos, una espaciosa galería los recibió con una oleada de aire frío. Way se adelantó invadido por 149
la agitación. Frente a sus ojos tenía no el palacio que había soñado, pero con certeza el punto de encuentro entre lo humano y lo divino. 150
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