arenas movedizas de la locura? Presentía que James era un hombre de muchos asombros, y que su conocimiento lo estaba llevando demasiado lejos. Atrás dejaban el distrito de Brooklyn y se internaban en el Verrazano-Narrows, como una larga serpiente colgante sobre las bahías de Lower y Upper. Abajo, una pared de agua corría desafiante con miles de animales luminosos. O al menos eso parecía. 51
La relación a la que James Portman hacía referencia respecto al número cuatro, la encontró por casualidad Michael Osoritnem leyendo pasajes de la Biblia, al azar, en esos momentos en que solía divagar cada vez que tenía un atolladero dentro de su cabeza. Osoritnem había decidido permanecer casi oculto, retirado de su profesión, en una casa campestre cerca al Gran Lago Salado, en el Estado de Utah. El único contacto externo era James Portman y los documentos que éste le enviaba constantemente. Desde la Formación Morrison había adoptado una actitud severa con su vida y los suyos, centrando su atención en la investigación que lo unía a James Portman como un cordón umbilical. “Y delante del trono había como un mar de vidrio transparente semejante al cristal; y junto al trono y alrededor del trono, cuatro seres vivientes llenos de ojos delante y detrás. El primer ser viviente era semejante a un león; el segundo a un becerro; el tercero tenía rostro como de hombre; y el cuarto a una águila volando”. Osoritnem quedó estupefacto al leer estas primeras líneas del Apocalipsis de Juan. Luego, en el 7, 1, repasó: “Después de esto vi a cuatro ángeles en pie sobre los cuatro ángulos de la tierra, que detenían los cuatro vientos de la tierra, para que no soplase viento alguno sobre la tierra, ni sobre el mar, ni sobre ningún árbol”; y en el 9, 15: “Desata a los cuatro ángeles que están atados junto al río Éufrates. Y fueron desatados los cuatro ángeles que estaban preparados para la hora, día, mes y año, a fin de matar a la tercera parte de los hombres”. La inmediata percepción de Michael Osoritnem fue relacionar aquellas lecturas con El manto, como la fuente de destrucción, el castigo divino prometido, los jinetes del Apocalipsis. Pero la visión de Ezequiel, lo dejó boquiabierto por la semejanza entre uno y otro texto, pese a la distancia abismal entre una época y otra. No dudó que era uno de los libros proféticos del antiguo testamento: “En el año trigésimo, en el mes cuarto, a cinco del mes, sucedió que estando yo en medio de los cautivos del río Cobar, se me abrieron los cielos y tuve visiones divinas… Y en 52
medio de aquel fuego se veía una semejanza de cuatro animales: Había en ellos algo que se parecía al hombre. Cada uno tenía cuatro caras y cuatro alas. Por lo que hace a su rostro, todos cuatro lo tenían de hombre, y todos cuatro tenían una cara de león a su lado derecho; al lado izquierdo todos cuatro tenían una cara de buey; y en la parte de arriba tenían todos cuatro una cara de águila… Y mientras estaba yo mirando los animales, apareció una rueda sobre la tierra, junto a cada uno de los animales, la cual tenía cuatro caras o frentes; y las ruedas y la materia de ellas eran a la vista como del color del mar; y todas cuatro eran semejantes, y su forma y su estructura eran como de una rueda que está en medio de otra rueda”. Michael Osoritnem vislumbró que, en ambos casos, cuatro criaturas sostenían el trono de Dios: Un hombre, un león, un buey y un águila... Las mismas figuras de la vara… También halló referencias cuando, consultando sobre ángeles y guardianes, Rafael, Miguel, Gabriel y Uriel, los llamados cuatro grandes arcángeles, estaban identificados con los Cuatro Elementos y los cuatro puntos cardinales; formando un círculo, una rueda solar de magia y magnetismo dentro de la cual el globo terrestre está inmerso. ¿Acaso Ezequiel y Juan se referían en sus visiones a estos mismos arcángeles? La antigua tradición mística visualizó a la tierra dentro de una rueda, con los cuatro arcángeles parados en los cuatro puntos cardinales, en forma de cruz: La rueda solar simbolizando el día. De ese modo, ya con James Portman enterado, el Génesis les reveló que del gran río del Edén, se derivaron cuatro ríos sagrados: Pisón, Gihón, Tigres y Éufrates, para alimentar a toda la humanidad. Ese mismo afán de hallar la verdad o lo que más se acercara a ella, los condujo hacia Ireneo, uno de los tres escritores más influyentes de los siglos II y III, y considerado uno de los padres de la Iglesia naciente. Ireneo, tildado también como un falsificador por muchos académicos, fue el principal bastión para que los Cuatro Evangelios fueran los pilares del canon cristiano que se 53
conoce hoy día. El argumento de Ireneo fue que, así como había cuatro regiones en el universo y cuatro vientos principales del cielo, la Iglesia no necesitaba más de Cuatro Evangelios. Según su entendimiento primitivo, ellos y solo ellos, trazaban la línea que se necesitaba para regir los caminos del cristianismo verdadero. Y en ese orden de ideas encontraron, o mejor, reafirmaron lo que ya sabían: que los Cuatro Elementos de la Naturaleza influenciaban los astros, y los humores corporales, y los puntos cardinales, de un modo más que místico. Que en cada uno de los Elementos rige una fuerza mágica que trasciende la vida humana, que no son de ahora sino de siempre para conservar el equilibrio que debe reinar en el cosmos; como las cuatro extremidades del hombre, y por encima, su cabeza. Alan Miller, un profesor de Ciencias exactas de un prestigioso Colegio de California, terminó por darles la estocada final a esas valoraciones: —En la antigüedad, se dividió el mundo en cuatro principios básicos: Tierra, agua, aire y fuego. Los filósofos de la naturaleza así lo entendieron. Pero este punto de vista ha cambiado, más aún con los avances de la ciencia, porque ellos se conectan más de cerca con las emociones que con las explicaciones modernas del mundo. Doctor Osoritnem, doctor Portman, en realidad los elementos son cinco: Tierra, agua, aire, fuego… y espíritu. Sin espíritu no hay equilibrio en los elementos. 54
La casa de James Portman estaba ubicada en la parte nor-occidental de Fort Wadsworth. El frente mostraba un jardín descolorido, como pintado con ceniza por una mano temblorosa, protegido por una desvencijada cerca de madera; y al fondo, como escondido con suma intención, un patio parecido a un invernadero. Al abrirse la puerta de la casa, el chirrido de los oxidados goznes girando trajo a la memoria de Harrison siluetas de infancia: Su madre, con una cinta rosa en la cabeza, apostada sobre una de las ventanas, mirando la calle de Fort Wadsworth cuando aún no estaba tan sitiada de construcciones que obnubilaran el paisaje, atenta al hijo que regresara de la escuela; su madre, como las mujeres de antaño opuesta a que los menesteres del hogar fueran atendidos por alguien de afuera, limpiando el polvo con una pequeña escoba de mano, espantando los malos espíritus, combatiendo infructuosamente el tiempo, acomodando su ropa mojada en una cuerda de color que atravesaba el patio; James, yendo y viniendo por la casa como un soldado sonámbulo con papeles bajo el brazo, con cajas cuyo contenido siempre era un secreto, acompañado muchas veces de personas extrañas que nunca más volvió a ver, reuniéndose casi con clandestinidad en el cuarto de atrás que servía de estudio; el ático, su arco de niebla por el que se ingresaba a través de una escalerilla escondida en la pared, cubierta por una anónima réplica tamaño familiar del Hombre anciano de perfil de Rembrandt; y su pequeño Tony, el perro callejero con el que apareció una tarde en casa después de la escuela porque algún desalmado le había cortado la cola a sangre fría. La nostalgia lo fue envolviendo como en una madeja de hilo hasta la muerte de ella, repentina y severa, dejándolo solo con un tío que lo envió a estudiar a Londres poco después de los funerales, diciéndole adiós en medio del luto, un adiós como un eco dentro de una caverna, un eco que nunca acababa y que en no muy pocas ocasiones destellaba odio. Por dentro, la casa parecía estar habitada por fantasmas revoltosos. Sobre los muebles había sábanas y en la mesa del comedor uno que otro recipiente vacío ondeaba una suciedad arcaica. 55
Una lámpara de techo en forma de estrella iluminaba con debilidad, como si el tiempo con sus sombras también se hubiera instalado dentro de ella. El reflejo de una vida demasiado anacrónica. Harrison hizo un gesto ampuloso. —Ya me perdonarás el desorden, pero sabes que no vivo por esas cosas —dijo James metiéndose la llave en el bolsillo del largo gabán—. Aquí tengo lo necesario para vivir lo necesario. Ya sabes cómo soy. Pero Harrison contemplaba el interior de la casa no por el abandono en el que se encontraba sino por estar sumido en los recuerdos. Acaso alcanzó a escuchar las palabras de James. —Está bien. Yo tampoco me preocupo por eso. James Portman entró al pequeño bar haciéndole señas a Harrison para que tomara asiento. Destapó una botella de Vodka y sirvió dos tragos. —Espero que te guste sin hielo —dijo, extendiéndole una copa a Harrison. Por un momento ambos hombres contemplaron el silencio gutural de la casa, o mejor, se volvieron parte del mismo. James tomó de un sorbo su trago y antes de que Harrison dijera algo estaba sirviéndose otro. El grito de alguien que recoge basuras en la calle en carruajes metálicos los sacó de su letargo. Harrison fue el primero en hablar. —Bueno, ahora sí dime qué es lo que sigue, porque no hace mucho me acosabas y ahora te veo con mucha tranquilidad. —Tienes razón. Ven, acompáñame al estudio —James carraspeó un poco después de tomarse el segundo trago. Dejó la copa sobre la mesa del comedor. Con el dorso de la mano se limpió la boca, sumido en la repentina sensación de llevar una eternidad bebiendo. Después de eso el peso de su angustia pareció ir en aumento—. Espero que no hayas olvidado el camino —recalcó. El pasillo por el que tantas veces Harrison saltaba y corría continuaba siendo del mismo color mostaza de su infancia. Las puertas de los cuartos parecían clausuradas y al final una reja de 56
acero dividía el trayecto al estudio. James sacó una llave que conservaba detrás de un candelabro de bronce mal colgado en la pared. Después de abrir la reja, continuaron hasta girar a la derecha. Lo que antes era un bello jardín interno, era ahora un cementerio de tallos y hojas secas. Una red de telarañas también hacía de las suyas entre los despojos. La cerradura del estudio activó su mecanismo con el primer giro de la llave. La puerta se abrió sin causar el mínimo ruido. Dentro había una gran variedad de objetos antiguos, desdeñosamente cuidados. Harrison nunca había tenido acceso a ese recinto. James lo conservaba como una reliquia por la cantidad de documentos que también guardaba. —Siéntate —mandó el viejo antropólogo. Harrison decidió permanecer de pie. “Si me siento tal vez nunca salgamos de estos muros, si es que acaso lo hemos hecho alguna vez”, pensó conteniendo el aire. El olor a viejo del papel pronto llegó a su nariz. —Esto es todo lo que necesitamos —dijo James sacando una valija de cuero. Tras una pila de libros (tal vez intuyendo que nadie se fijaría en ese desorden), había, empotrada en la pared, una pequeña caja fuerte—. La verdad pronto triunfará, hijo mío. Sí todo sale bien —dijo con júbilo de héroe—, libraremos al mundo de su peor pesadilla. Aquí tengo la ruta del viaje que nos espera. Harrison arqueó las cejas. No sabía qué preguntar. Era obvio: una valija de cuero. James pareció adivinar. —Sí, hijo, ya sé que te estás preguntando por el contenido de esta vieja maleta. Pues no es otra cosa que… James Portman abrió la valija con la misma cara de héroe que tenía desde hacía rato. Podría decirse que su entusiasmo contagiaba pero a la vez creaba una atmósfera de nerviosismo. 57
—Y aquí está lo que te quiero revelar. Ante los ojos atónitos de Harrison, James extrajo una lámina de metal. Harrison la tomó en sus manos. —¿Qué te parece, hijo? —No sé qué decirte, es una lámina bien elaborada. —Una lámina de cobre —interpuso James—. Una lámina de cobre antigua que transmite no solo parte de una historia sagrada sino que suministra datos de lo que te he dicho. —¿Es decir que esta es la clave de tu descubrimiento? ¿En esta lámina basas tu teoría? —Hijo, veo que no has entendido. Esta lámina es otra parte de la cadena de hechos y, digámoslo así, de pruebas que existen para llegar a los Hombres de ayo —James Portman corrió una silla con descansabrazos para sentarse. Las ojeras ya se evidenciaban en su rostro—. Creo que estás enterado que hace algunos años fueron descubiertos unos manuscritos denominados Los Rollos del Mar Muerto. —Claro que estoy enterado. Conozco algo de esa historia. —Mucho mejor que estés familiarizado —agregó James, recompuesto—. Lo cierto del caso es que en esos acantilados donde fueron descubiertos los casi ochocientos manuscritos, no solo se encontraron con pergaminos en rollos, lo más convencional en aquella época, sino que se encontraron con un rollo de cobre, es decir, escritos en láminas de cobre. Harrison, ese documento es conocido en el mundo como El Rollo de Cobre. En él, los investigadores hallaron instrucciones precisas que conducen a grandes tesoros. Dicho de otro modo, es como un mapa, una ruta. Eso es lo que lo hace más valioso. —Y esta lámina que me enseñas, ¿es una de ellas, o una copia? —Es una. Hace parte del Rollo de Cobre como la rama hace parte del árbol. ¿Cómo la conseguí? Ese es un secreto profesional que no puedo revelarte y que no es importante teniendo 58
en cuenta los recientes hechos. Fue también el motivo para no continuar con las maravillas sagradas hinduistas de Angkor Vat. Esta lámina es, como tú dices, la clave para ubicar con exactitud el lugar donde podemos equilibrar los Elementos. En ese preciso instante el sonido del pesado picaporte de bronce accionado sobre la puerta principal hizo volver a los hombres. —¿Esperas a alguien? —No. Se supone que nadie sabe mi paradero. —Pues parece que no es así —espetó Harrison al volver a escuchar el sonido metálico. —Espérame aquí. No te muevas —le indicó James, llevándose un dedo a la boca, guardando la lámina de cobre en la valija con un afán inusitado. Luego, ya en la puerta del estudio, una punzada de mal augurio estrujó su corazón. Giró entonces para decir—: Harrison, si por alguna circunstancia no regreso en cinco minutos, busca allí en la caja fuerte. Hay algo para ti. Y, por favor, no dudes ni un instante de lo que te he dicho. Tras de sí cerró la puerta del estudio, llevándose la valija como si en parte quisiera protegerla hasta del mismo Harrison. James Portman llegó apresurado a la puerta. Descorrió el seguro de la mirilla para observar al otro lado. Parpadeó repetidas veces. La imagen del hombre que tenía enfrente se le incrustó en la retina con dolor y rabia. Como pudo acomodó la valija bajo la sábana que protegía un mueble del olvido. Por tercera vez el picaporte volvió a romper el silencio. De algún modo el hombre que esperaba fuera sabía que estaba en casa. No podía ser casual su visita. Con una mano empuñada, metida en el gabán, abrió la puerta. El aire frío de la noche pareció golpearlo con más violencia. —Hola, doctor Portman —saludó el hombre extendiéndole la mano. 59
James no se inmutó. Por el contrario, con la mirada le hizo sentir su desprecio. —¿Qué quiere ahora, coronel? Me imagino que no pasó por mi casa solo a saludarme. —Claro que quería saludarlo, Portman. Así las circunstancias digan lo contrario. —Dígame qué quiere y lárguese. No tengo tiempo para usted. —Entenderá que yo tampoco tengo tiempo para visitas largas —el coronel Way señaló a dos hombres mal encarados que esperaban órdenes un poco más atrás—. Pero usted tiene algo que necesito y mi demora depende de eso. —No entiendo de qué me habla. Hace tiempo que no tenemos nada en común. —Mala respuesta, mi amigo. Veo que me cree ingenuo después de todo. Usted sabe lo que quiero, no solo la lámina de cobre sino lo que tiene en la cabeza —hizo una pausa para pasar los dedos por el bigote blanco que nacía encima de su boca como un mal brochazo—. Y si no quiere que le suceda algo al muchacho que tiene ahí dentro, mejor que venga usted conmigo por las buenas. ¿Me entiende, Portman? James titubeó, empuñando la mano dentro del bolsillo del gabán. Un hombre como el coronel Way no andaba con rodeos. Pero, ¿qué era lo que en realidad sabía? —No sé de qué me habla ni quiero saber —insistió con un dejo de valentía. Way arrugó la frente y subió el bigote hitleriano con gesto de desprecio. En un ligero reflejo alzó su mano y golpeó de lleno la cara de James Portman, que se tambaleó dando un fuerte portazo. De su nariz comenzó a brotar sangre. —No sabe de lo que soy capaz, antropólogo idiota. No crea que es el único en saber de los Elementos, ni el único que está tras ellos. O nos largamos ya de aquí o le aseguro, Portman, que se queda con el intestino del muchacho en la boca. Decídase ya porque no tengo ni una gota más de paciencia. 60
James Portman contuvo el arrojo para no lanzarse encima de aquel hombre. Nunca antes lo habían golpeado de esa manera, y sentía que su dignidad estaba por el piso. Pero quizá el secreto estuviera mejor si cedía un poco, necesitaba tiempo para pensar. El eco de la voz de Harrison que le preguntaba si estaba bien, llegó hasta sus oídos. La decisión no podía esperar. —Está bien, usted gana —dijo escupiendo a un lado una bola de saliva y sangre—. Pero si a mi sobrino le pasa algo le aseguro que… El coronel rio como si le hubieran contado un mal chiste. El desespero de James Portman iba en aumento. Cuando trató de cerrar la puerta, el coronel se interpuso en el camino. —¡¿No cree que olvida algo, Portman?! O quiere que entre yo. —No hay necesidad de eso —respondió, impotente. Tomó la valija. Por lo menos Harrison, si seguía las indicaciones, encontraría el camino antes que él o ellos. No estaba dispuesto a dejar que el coronel se saliera con la suya. Desde la puerta Way no le quitaba la mirada. Caminó a la salida bajo su visual inquisidora. El coronel Way le recibió la valija y con un gruñido le indicó que permaneciera callado. Antes de ingresar al vehículo fue despojado de sus pertenencias. James Portman cerró los ojos para entregarse al abatimiento. Atrás, Harrison, que no había soportado más tiempo la incertidumbre ni el encierro, haciendo caso omiso a sus recomendaciones, salió corriendo de la casa. Algunos curiosos comenzaron a fisgonear desde las ventanas al escuchar sus gritos. Un auto negro y sin luces se perdía con facilidad en la noche. Desesperado, Harrison se sentó en el borde del andén, a pensar, a organizar sus ideas. Sentía que su bloqueo mental era más grande que el universo. 61
“Qué hago, por Dios, qué hago”, dijo con voz sofocada. El silencio de la noche era más hondo que nunca. “¡La valija! ¡La lámina!” Harrison corrió hasta la casa que se encontraba abierta de par en par. La sensación de perder al único pariente o de imaginarlo en manos criminales aumentaba su agobio. Volvió al bar y esta vez él mismo se sirvió un trago. Sacó el teléfono y marcó a Marieth. —Marieth, creo que han secuestrado a James. 62
Mientras el auto en el que viajaban los hombres con James Portman retornaba al Distrito de Manhattan. El coronel Way miraba cada detalle de la lámina de cobre. —La Ciudad de Roca… —murmuró—. Veo que no ha perdido su tiempo, Portman. Será interesante compartir el viaje que le prometió a su sobrino. James Portman, en vez de responder, meditaba. Comprendía que de algún modo alguien los había traicionado. Pero, ¿quién? Solo Osoritnem y Stein, y ahora Harrison, conocían la verdad. —Sí, lo sé todo, James Portman. Así que no malgaste su cerebro sacando conclusiones que no le llevarán a ninguna parte —dijo Way como adivinando sus pensamientos—. Para que se sienta más cómodo, nunca he perdido su rastro. Después de lo de Nuevo México, no he podido hacerlo. Sin embargo es algo que luego discutiremos. Conténtese con saber que me convertí en su sombra. Cada llamada está grabada, cada correo revisado. Conozco las calles por donde pasa como la suela de mis zapatos. Hasta puedo decirle el número de calcetín que usa. —Usted no tiene vergüenza, Way —dijo James al ver que todos reían de las palabras del coronel—. Esto lo llevará a la muerte. No conoce la magnitud de lo que pretende. —¿Y qué es lo que cree que pretendo, Portman? ¿Apoderarme del mundo? No, está equivocado. Solo quiero el poder, el máximo poder de los Elementos, como un buen alquimista. Y en cuanto a la muerte, no me preocupa —Way sacó de su bolsillo un pequeño libro y comenzó a recitar con voz grave y marcada al final de cada palabra—: “La luz y la oscuridad, la vida y la muerte, la derecha y la izquierda son hermanos uno de otro. Son inseparables. Por ello ni los buenos son buenos, ni el mal es mal, ni la vida es vida, ni la muerte es muerte”. Evangelio de Felipe, James. Yo también creo en la palabra. El dios es uno mismo, en uno está la facultad de obtener todo el conocimiento, de trascender. James volvió a callar. Un hombre ávido de poder, codicioso, era mejor tenerlo a distancia. Esta vez volvió a entender que las cosas se le habían salido de las manos. 63
—Yo insisto en que mejor te regresas. Harrison, por favor, no tienes por qué involucrarte más. Llama a la policía, deja que ellos hagan su trabajo. La voz de Marieth sonaba ahogada, impotente al otro lado de la línea. —Marieth —musitó suavemente Harrison al notar su preocupación—, si los llamo en este instante, el principal sospechoso seré yo. ¿Tú piensas que van a creerme así como así? Déjame averiguar unos datos más. Si no encuentro nada alentador, me las ingeniaré para hacerle saber a las autoridades sobre la desaparición. Luego regresaré. —No sé. En todo caso no llegues a extremos —añadió Marieth. Su cuerpo temblaba como invadido por un sopor. Harrison colgó, sintiendo que alguien daba un manotazo en el aire, cerca a su cuello; tal era su paroxismo. Sin perder un minuto más entró al estudio donde momento antes hablara con James sobre la lámina de cobre. La caja fuerte permanecía entreabierta, como puesta a su antojo. Allí pudo observar, además de una fotografía familiar, un sobre color crema, atado con una delgada cinta blanca. Parecía una tarjeta de invitación a un bautizo, pero indudablemente era lo que James le había confiado. Rasgó el sobre con tal nerviosismo que sintió como si la vida le estuviera retando ahora a medir su grado de sensibilidad. Un tiquete azul, de una empresa aérea, y un fajo de billetes, quedaron al descubierto. Clavó los ojos en el tiquete, y un nuevo desconcierto se apoderó de su semblante. El tiquete estaba a nombre suyo y el destino era un país del trópico americano. Contó el dinero: cincuenta mil dólares. “Esto se complica cada vez más”, conjeturó con escepticismo, mirando sin parpadear los billetes y el nombre del país de destino, como si fuera otra amenaza visceral, pero sintiendo por primera vez en su vida que debía seguir las indicaciones de James sin ningún reproche. “Espero que no sea cierto todo lo que dicen de ese país”. 64
Sin que Harrison Newell lo sospechara, a esa hora el horizonte era una capa oscura alumbrada por bichos luminosos, como estrellas lejanas anunciando tiempos difíciles, y las noticias de la hora no solo continuaban difundiendo la devastación del tsunami en el Océano Índico sino que, el Centro Nacional de Huracanes de los Estados Unidos, daba señales de alerta porque en menos de 48 horas la aparición de una depresión tropical en el sureste de las Bahamas, había pasado a ser una tormenta tropical denominada Katrina, tocando tierra en Florida como un huracán de categoría uno. El servicio de meteorología solicitaba tomar las más drásticas precauciones a lo largo del Golfo de México, ya que el huracán se comportaba de una manera poco usual en este tipo de fenómenos. 65
Bogotá 66
Desde el cerro de Monserrate, la ciudad aparecía sepultada por una ligera nube de smog. Como brazos de pulpo de cemento, las calles socavan la sabana en todas las direcciones, en un ilógico desorden de bosque ácido donde los árboles de pino y eucalipto confunden el oriente. Pese a que el funicular es un buen modo de transporte, rápido, Alejandra Granda prefería subir caminando la empinada cuesta cada ocho días, o al menos cada vez que podía, y de ese modo regresaba. Una larga fila de personas ascendía y descendía la montaña, agitadas por la altura de la ciudad, resoplando por cada orificio de la nariz una capa de vapor que rápidamente se esparce; en rodillas, algunas veces; saltando en una sola pierna, otras; pero todas con la única idea fija de hacer los votos al santo de su devoción. No importaba la penitencia del ascenso o descenso. Igual, era un buen plan para los fines de semana en que no había salida con la universidad. Alejandra llevaba el cabello recogido a la altura de los hombros. Lo sujetaba una pinza metálica en forma de lagartija. Su delgado cuello dejaba ver la delicadeza de una piel blanca, de unos finos trazos. Hizo un alto en el camino para quitarse uno de los zapatos deportivos, pues mientras caminaba se le había introducido una pequeña piedra, y la torturaba. Todavía tenía camino por recorrer cuesta abajo, donde La Candelaria, con sus calles adoquinadas y casas con techos de teja roja, se abría como una bella alucinación en medio del agotamiento. A medida que se incorporaba, extrajo de su bolsa una bebida energizante. Tomó lo que quedaba, cuidándose de guardar la botella vacía en el bolso; luego soltó la pinza que le sujetaba el cabello, para dejar caer unas doradas fibras naturales sobre su espalda y recogerlo de nuevo en su cabeza, fijándolo con la pinza. Miró el reloj. Comprendió que ya estaba tarde, que a esa hora la línea de buses articulados parecía un hormiguero brotando de la tierra en medio de un desastre, porque la ciudad asfixiaba con la parsimonia en que se movían los miles de vehículos que intentaban llegar a su destino. 67
Cambió de parecer y abordó un taxi. Le pidió al conductor que la llevara a su apartamento, unas calles más abajo. El ascensor del edificio se detuvo en el quinto piso. Hasta allí llegaban los armónicos cánticos de la Iglesia de San Francisco, como una apacible melodía que estimulaba su alma. Ya en el interior de la caverna, como ella misma la denominaba, buscó en el closet una muda de ropa informal, depositándola sobre la cama. El agua caliente la reanimó como esperaba. Sin embargo, al salir de la ducha sintió el peso del frío sabanero; después de vestirse se encajó un abrigo que le cubrió hasta el cuello. Revisó que tuviera en el bolso las llaves del auto antes de bajar al parqueadero. Salió a la carrera séptima y dobló en la calle 26, para pasar por la Avenida Jorge Eliécer Gaitán y tomar posteriormente la Autopista Eldorado, directo al aeropuerto internacional. Veía cada semáforo con impaciencia, mirando hacia atrás, como si algo o alguien la persiguiera y su instinto le avisara que debía continuar la marcha aunque fuera de manera forzada. El tráfico vehicular de Bogotá se mantenía vivo, era un ente que cobraba más vida en época de invierno y que endurecía la cotidianidad de sus más de ocho millones de habitantes, y con todas las historias habidas y por haber desde su fundación en 1538 por el conquistador español Gonzalo Jiménez de Quesada. Alejandra Granda disfrutaba de esa sabana, de los pastos largos y verdes que producían los campos, de los frailejones y los espesos cultivos de flores. Los rascacielos y edificios nuevos que contrastaban con los coloniales le parecían un absurdo de la modernidad. Consultó de nuevo su reloj, miró por el espejo retrovisor, y pensó otra vez en lo extraño de aquel mensaje. De todas maneras ahí estaba ella. Entró en la línea de parqueaderos públicos del aeropuerto, y sin pensarlo mucho ubicó el vehículo en el primer espacio disponible. Metros más adelante estaban las salas de espera del muelle internacional, por lo que caminó irguiendo su cuerpo, ajustándose el abrigo, y con el rótulo en la mano. Si todo salía como era lo indicado por la aerolínea, en menos de quince minutos el avión tocaría tierra. El temor se 68
acrecentaba con cada minuto que pasaba en la lentitud del reloj de mano. Pidió un té en una de las tiendas de bebidas calientes y trató de demorarse lo más que pudo antes de consumirlo. Parecía mirar el fondo de la taza como si quisiera consultar el destino o descifrar algún código. Con el desgano del congelamiento, absorbió el té. Afuera, sobre la pista y sobre las casas que cercaban el aeropuerto, el clima había instalado sus redes de viento helado. Pese a ello, el avión llegó sin retraso, haciendo un ruido ensordecedor que apabulló como si estuviera rasgando el pavimento de la pista. A Alejandra todavía le quedaba esperar que descendieran los pasajeros, pasaran por inmigración y recogieran las maletas. Le daba tiempo para una última mirada en el baño. Sin saber por qué, no quería causar una mala impresión. Ya dentro de la comodidad de un baño impecable, limpio, se puso un poco de maquillaje, algo suave, y delineó sus labios con una barra de brillante de fresa. Luego volvió a la sala de espera donde se fraguaba un ambiente de entusiasmo por los que retornaban. Minutos después comenzaron a entrar los pasajeros. Alejandra Granda extendió los brazos a la altura del pecho para acomodarse el pequeño rótulo de bienvenida, tratando de ubicarse en el mejor lugar de la sala. Un hombre de no más de un metro con ochenta de estatura, caucásico, con porte de europeo, se acercó a ella. Con una desconcertante sonrisa, le señaló el nombre. Ella no pudo más que repetir las palabras escritas: —Welcome to Colombia, Harrison Newell. 69
Mientras caminaban hacia el auto, Harrison mantenía una distancia férrea con Alejandra. No admitía tan fácilmente que James Portman, al otro lado del continente, le dejara un mensaje pidiéndole que lo recogiera, dándole fecha y hora. Él no le habló de eso, no mencionó nada parecido. Sin embargo, consideró también que no tenía otra opción en una ciudad y en un país inexplorado: Un país lleno de todos los estigmas. El frío sabanero le hizo recordar las noches en Londres. Por un momento pensó en Marieth, en que no la había llamado, en que su preocupación debía estar por las nubes. Por su iris se colaban diminutas luces de edificios y calles que iban dejando atrás: Avenidas de cinco carriles, alamedas de verdes pastos, puentes a paso nivel que no creyó que existieran, buses articulados como metros citadinos. Estaba absorto, contemplando la singular belleza de una ciudad que creía diferente, que en nada se asemejaba a la ciudad o al país que los medios mostraban con tanta saña: Un país de desplazados y desaparecidos por la violencia, tragados en las selvas por las perversas mentes criminales de unos bandoleros que se decían revolucionarios, o incluso de aquellos que dejaron su patria porque ésta les cerró las puertas, porque no pudo defender la dignidad y la vida de sus gentes. Ya en la tibieza del apartamento, Alejandra tuvo que acercarle el teléfono para que se convenciera de la verdad de sus palabras. El mensaje era claro. La voz del antropólogo sonaba natural, como si se dirigiera a una entrañable amiga. —Al profesor Portman lo conocí porque la universidad me envió para hacer unas crónicas con personajes controvertibles en el círculo de la antropología. Estuve un mes en los Estados Unidos, y pude reunirme con él un par de veces. De sus observaciones la universidad publicó varios artículos. Luego de eso lo llamé en tres o cuatro oportunidades porque surgieron otros interrogantes. 70
Harrison trataba de entender y de ser lo más claro posible en su aventajado español. La imagen de James Portman la tenía viva en la memoria, y aún desconocía los motivos reales del rapto. Se debatía entre la confianza que profesaba aquella mujer y los alcances de los hombres que tenían a su tío. Pese a que su prudencia le enseñaba que debía esperar, pensó que si esa mujer era en verdad conocida de James, tal vez le sería de mucha ayuda. Y si él le había pedido que lo recogiera, significaba que podía compartir con ella los últimos sucesos. Hasta ahora lo único que daba por hecho era la desaparición de su tío, porque, igual, podía ser una coincidencia el suceso del tsunami. Nada ni nadie garantizaba que estuviera siguiendo el camino correcto. Al final de ese laberinto, decidió transmitirle a Alejandra lo que sabía. La reacción de ella no se hizo esperar: la misma que tuvo él cuando lo escuchó por primera vez. —¿Me estás diciendo que esto tiene que ver con la destrucción del planeta? —Alejandra miraba compungida a Harrison—. Si el profesor Portman está en lo cierto, ¿por qué acudió a ti y no a sus colegas? ¿Por qué no pidió ayuda al gobierno de los Estados Unidos? ¿Cómo pretendía o pretende detener el desequilibrio de los Elementos? En verdad que hay muchos vacíos, por no decir que un gran abismo. Y no sé si con lo que me dices alguien nos crea. Se necesita estar un poco fuera de órbita para creerlo. —Precisamente eso es lo que James quiere que evitemos, o mejor, por algo que no alcanzó a decirme, no quiere que esto salga a la luz. Recuerda lo que le sucedió en Nuevo México. —Pero si tiene que ver con la destrucción del planeta, ¿cómo no lo va a anunciar? ¿Tras qué va al pretender ocultar algo que concierne a toda la humanidad? Un descubrimiento no puede ser más importante que el bienestar del hombre mismo. ¿Estás seguro de que el profesor Portman hizo lo correcto? —No lo sé, no lo sé… Esto es más difícil para mí que para ti, pues yo no soy experto en los temas que la antropología o la arqueología estudian —Harrison miró los enormes ojos grises de 71
Alejandra como si estuviera sumergiéndose en ellos. De pronto, en medio de un sobresalto que la espantó, añadió—: Yo creo que si te pidió ayuda es porque tú también eres antropóloga y puedes orientarme mucho en esto. Para ti es más fácil comprender los enigmas de la vida, de la naturaleza o del cosmos, y estás en un país neutral. Alejandra trató de musitar algo pero calló. Harrison prosiguió. —Tal vez ahora no lo veas, pero quizá sabes algo o conoces a alguien que nos pueda ser de mucha ayuda. —Bueno, viéndolo desde ese punto de vista, tal vez tengas razón. Solo que a esta hora no vamos a conseguir a nadie... —Alejandra se incorporó, algo nerviosa, sosteniendo entre sus manos un cojín adornado con girasoles—. No sé si necesitas algo más por el momento —dijo amistosamente—. Puedes dormir en aquella habitación. Harrison dirigió la mirada hacia donde ella señalaba. Lo que deseaba en esa brevedad parecía una quimera, algo así como si Judas estuviera parado junto al árbol donde más tarde se colgaría. —No te preocupes por mí —respondió con igual gesto de amistad a la atención de Alejandra—. Creo que esta noche va a ser imposible dormir. Contrario a todo pronóstico del tiempo, el sol ascendía esa mañana por entre los cerros orientales de la capital bogotana como una ensoñación de vivos matices. El follaje reverdecía agradecido con la lluvia nocturnal, con la neblina casi inamovible. Abajo, la ciudad comenzaba a arder en su monotonía constante: las calles se iban llenando de cuerpos, casas, vehículos, árboles y tiendas cuyo salmo diario era el olor del café recién preparado. Alejandra había despertado como con otra concepción del mundo, sin vehemencia pero con una intensidad inexplicable. Con esa nueva exaltación, se dirigió a la universidad donde trabajaba de docente en una de las cátedras de la carrera de antropología. Atravesó el campus universitario en medio de una reinante calma y bajo los diminutos puntos de agua que sobrevivían de la noche 72
en las hojas de los árboles. La mayoría de los estudiantes deambulaban por las intrincadas galerías; otros, reunidos alrededor de una mesa, disertaban amenamente sobre la desproporcionada ley 100 de la salud que el gobierno nacional había aprobado. Ella, midiendo las palabras con las que le pediría al Decano una corta licencia, no pudo más que soltar una sonrisa tímida al escuchar los argumentos de los futuros profesionales. La reforma de la salud pública en el país a través de un régimen subsidiado, en los últimos días, se había convertido en la comidilla de pasillos y campos. Con aquella sonrisa en el rostro, Alejandra ingresó donde el Decano. Sabía que el doctor Leonel Rincón Sanabria no rechazaría su petición, la primera en cinco años. En efecto, minutos después salió con un “autorizado” rotundo. Ella recurrió a un argumento un tanto lastimero. La secretaria personal, una señora cuarentona, de frente reducida y resguardada tras unas estrambóticas gafas de aumento, le informó que había llegado un paquete para ella. 73
Harrison Newell esperaba el regreso de Alejandra. Como había temido, la noche no fue la más fácil para él: en los momentos que pudo o trató de conciliar el sueño fue presa de innumerables pesadillas que le pusieron el corazón a punto de reventar. En ellas veía a James metido en las fauces de un dinosaurio, gritándole que no lo dejara morir, que lo perdonara por aquellos años de ausencia, que aún quedaban cosas pendientes para evitar lo que se venía encima de la humanidad; el dinosaurio lo iba despedazando como si fuera la rama de un árbol, y en lo alto de una montaña un hombre con un rifle dejaba sentir sus carcajadas de manera que todos los animales cercanos se espantaban, corriendo despavoridos, buscando refugio en sus naturales guaridas. Por su cabeza no cesaban de circular las preguntas, como las que había planteado Alejandra, más otras con las que no podía atar nada a la realidad. Pero sobre todo, era James, su suerte, la que le importaba en esos momentos. Lejos estaba de saber que pronto lo volvería a ver, en unas circunstancias parecidas a las de sus pesadillas. Mientras Alejandra regresaba, se acomodó frente al televisor y con control en mano buscó los canales internacionales. Esperaba encontrar algún referente sobre James, pues consideraba que, siendo su tío un prestigioso antropólogo, polémico por demás, sería noticia de primera página si algo malo le hubiese sucedido; pero lo que vio en la pantalla lo fundió allí mismo, quizá con más pesadez: la primera imagen que mostraba la cadena de noticias Fox News, a través de los canales televisivos del mundo, era el cruce de la Interestatal 10 con el West End Boulevard, de cara al lago Pontchartrain, en Nueva Orleans, completamente bajo las aguas, como una pequeña Venecia americana. La rotura en una sección del dique del canal de la calle 17 que comunicaba con el lago, debido al embate de los fuertes vientos huracanados, ocasionó que las aguas aumentaran sin consideración, siendo la causa de la mayor parte de la inundación de la ciudad. La difícil ubicación de Nueva Orleans (el 70% está por debajo del nivel del mar, y la rodean, por un lado el lago Pontchartrain, y por otro el río Mississippi), imposibilitaba cualquier acción humanitaria en 74
la zona. Un cuadro más abajo de la pantalla, destacaba que el huracán Katrina alcanzó una categoría 5 y vientos de 280 kilómetros por hora; que en víctimas confirmadas iban más de mil y se estimaba que eran más de 29 mil desaparecidos. El huracán había ocasionado una destrucción extrema en Alabama, Mississippi y Luisiana; y un fuerte impacto en Florida, Texas, Georgia, Arkansas, Tennessee y otras ciudades del este de los Estados Unidos, Canadá y las Bahamas. Este fenómeno era considerado desde ya el mayor desastre natural en la historia de los Estados Unidos. Una fotografía satelital del huracán Katrina en medio del golfo de México, revelaba la magnitud de la fuerza con que se movía, como una nebulosa cargada de energía proyectándose sobre la tierra. El periodista que narraba la noticia, no dejó de expresar su sentimiento personal antes de ir a comerciales: —Nueva Orleans, la ciudad donde los buenos momentos duran, está arropada no solo por las aguas sino por la indiferencia del gobierno que ha dejado a sus ciudadanos en la más absoluta indefensión. Dejemos entonces que desde su tumba, la trompeta de Louis Armstrong cubra también la ciudad con himnos y salmos, porque son muchos los funerales que nos esperan. 75
—¿Ya ve lo que está pasando afuera, Portman? —el coronel Way, que también observaba las noticias televisivas, no pudo dejar de sonreír. Cada palabra suya parecía destilar veneno—. Espero que no me esté haciendo perder tiempo con sus razones. Y, a propósito, Portman —Way encogió los hombros con ironía—, su muchacho le sigue los pasos... lo tengo bien vigilado… es una presa fácil de atrapar. Yo creo que Amok se divertiría un poco. James reprimió un suspiro, sin dejar de mirar las luces violetas que descendían en franjas a lo largo del alto edificio que tenía enfrente, con motivo de una campaña publicitaria. Desde allí también había observado la noche anterior las luces de los cerros orientales. Si Harrison había seguido las indicaciones, era posible que estuviera muy cerca de allí. Su temor aumentaba al pensar que la antropóloga Alejandra Granda no hubiera prestado atención al mensaje. Y si lo había hecho, ambos corrían peligro. Lo mejor sería seguir las reglas del coronel; ya vería cómo sorteaba la situación. Eso sí, anhelaba que Harrison encontrara rápido el camino, pues los fenómenos naturales que se estaban gestando en el planeta tendrían repercusión dentro de muy poco: El planeta Venus estaba a punto de regresar a su posición original. —En todo caso —profirió Way— creo que es hora de que me cuente con detalle no solo lo que ha descubierto desde nuestro último encuentro, sino las conclusiones a las que ha llegado, Portman. Deben ser muy significativas. Un tipo como usted no perdería el tiempo en investigaciones fútiles. Portman cruzó los brazos y entornó, despectivo, los ojos. —Pensé que ya sabía todo. ¿No que me ha estado espiando, coronel? Usted también debe tener conclusiones propias. —No se me haga el bromista —lanzó un gruñido—. Su posición no lo permite ni yo lo tolero. ¿O ya olvidó lo que pasó con Osoritnem? Espere, espere… ¡No me diga que se tragó el cuento del cáncer de próstata! Bonita y cruel muerte para un hombre como él. Pero veo que no está ni 76
cerca de la verdad. Osoritnem sí murió de la próstata, pero no de cáncer, sino producto de mi buen amigo Amok —el coronel Way hizo un ademán para que éste se acercara—. Amok es un hombre de pocas palabras, que solo habla el lenguaje de la sangre, de los cuerpos ahogados en sangre... Le gusta que uno lo observe cuando despelleja a sus enemigos. Es el hombre que uno no quisiera encontrarse en el otro extremo de la cuerda. Amok, un malayo de dos metros de altura, ojos hundidos y cabello hirsuto llevado a la frente, era en verdad un hombre que no negaba su casta sangrienta. A donde iba Way iba Amok, como un autómata dispuesto a cumplir sus siniestras maquinaciones aún en la más cruenta adversidad. Se acercó esgrimiendo un cuchillo que parecía una sierra. Su brillo era atemorizante, refulgía como un mensajero de la muerte. —Y en medio de su dolor —continuo Way—, Osoritnem no tuvo más opción que contarme todo, letra por letra, como si le salieran a través de los orificios que Amok le abría en el cuerpo. Espero que su historia no varíe mucho de la de él, porque entonces alguno de los dos me habrá dicho mentiras, y usted pagaría ahora el precio de esa duda. —Ya le dije que los Elementos no son un juego de azar. Cada uno por separado tiene gran poder; si se unen los cuatro, ese poder es tan grande que no cabe en la imaginación de hombre alguno. O tal vez sí, porque los cuatro están relacionados con el origen del mundo, desde Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes y Heráclito, hasta llegar a Empédocles. Éste fue quien reunió por primera vez los Cuatro Elementos al entender que de su unión o separación surgía la multiplicidad de los seres generados como algo cambiante; constituyéndose así en la base material y eterna del mundo, oscilando entre dos fuerzas primitivas, verdaderamente primitivas, desde el principio del mundo: El amor y el odio. —Por favor, Portman, ¿no cree que se está saliendo del tema? A mí no me interesa una clase de filosofía o de cómo se creó cada miserable partícula del universo. Basta de presumir. Nadie 77
niega que usted sea una eminencia en lo que hace, pero ahora no necesito poner a prueba sus conocimientos. Yo solo quiero que me relate lo que quiero que me relate —Way gruñó, agitando las manos con verdadero enfado—. Dígame, con toda sinceridad, ¿quiere que las cosas sean fáciles o que sean difíciles? Decídase, Portman, pero no me haga perder más tiempo. ¿¡Por qué diablos son tan presumidos ustedes los científicos!? —Me pidió que le contara mis descubrimientos y mis deducciones de ellos —se apresuró a responder James, indignado—. Eso es lo que estoy haciendo. Para llegar al final hay que entender el principio. Way resopló como toro salvaje. Su rostro, desencajado, parecía sufrir por la fuerte irrigación de la sangre. —Siga, Portman. Pero sea más breve. Esta ciudad ya me asfixia. —Le decía que desde un principio fueron los Cuatro Elementos tradicionalmente conocidos. Pero esos Elementos necesitaban estar en movimiento, juntos o separados debían regirse por un poder más celestial, algo que los equilibrara o pusiera moderación a sus constantes fluctuaciones. Aristóteles lo llamó el quinto elemento, la quintaesencia. Y no es más que el Espíritu. El Espíritu es la fuerza que los une y separa, así como la tierra tiene un punto, un eje de gravitación, que ni la acerca ni la aleja del sol, así los Elementos necesitan del Espíritu. Y esto no es simple filosofía ni creencia religiosa. —¿Qué es lo que me quiere decir, Portman? ¿Que para llegar a los Elementos es necesario poseer el Espíritu? A ver, Portman, esta vara de Moisés, ¿es el Espíritu? De eso es que habla la lámina de cobre, ¿cierto? James vaciló un momento antes de continuar. Vaciló porque no quería esgrimir toda la verdad, porque debía aferrarse a una tabla de salvación. 78
—Eso es lo que creo, por no decir que sí. Como debió decirle Osoritnem, la vara de Moisés fue consagrada en el monte Horeb por el propio creador. Con ella controló no solo las plagas de Egipto, sino los Elementos. —Entonces solo tenemos que encontrar esos Elementos, la Ciudad de Roca. ¡Quién iba a pensarlo! —Mire, coronel, lo cierto es que los fenómenos naturales que vienen afectando la tierra, tal como lo anuncian los noticieros, son manifestaciones de ésta para encontrar su equilibrio; la tierra evoluciona, se rebela, se mueve como para quitarse algo que le incomoda, algo que va en contra de su propia naturaleza. En los últimos años la tierra se ha visto afectada por tantos desastres naturales que muchos se preguntan si existe la posibilidad de que lleguen a parar o si definitivamente así será el fin de nuestros días. Hay riadas, incendios, huracanes, terremotos, olas de frío y de calor, tormentas tropicales y de arena, sequías, volcanes que se creían inactivos pero que de un momento a otro reventaron sin dar aviso; y eso, coronel, eso es poco para lo que viene. El manto es el peor de los desastres. El manto conserva toda la fuerza destructiva: No es una simple bomba nuclear, son muchas bombas nucleares que han estado aguardando en el tiempo. ¿No cree, entonces, que es muy arriesgado lo que pretende hacer? Las consecuencias podrían ser más nefastas de lo que son ahora. Mejor dicho, no le quedará nada para gobernar. Way soltó una carcajada que repicó como un eco entre las paredes. Rodeó de nuevo a James, enfundando sus manos en los bolsillos del pantalón. —Usted mismo lo está diciendo —refunfuñó—. Esto que pasa es ya un riesgo para la humanidad. ¿Le parece poco ese tsunami? ¿Qué me dice del huracán que afecta ahora a nuestro país? En un solo mes cuatro huracanes han azotado el sur como si sobre ese territorio hubiera llovido una maldición: Ophelia, Stan, Wilma, y ahora el Katrina. ¿Qué más sigue? ¡Ah, sí, ya sé! 79
¡El manto! ¿No cree, mi querido doctor Portman, que intentar el dominio de los Elementos es lo más sabio que podemos hacer, así sea para luego destruir un poco lo que no pudo la naturaleza? —Definitivamente no ha comprendido nada —James Portman se puso de pie y encaró al coronel—. Al menos la naturaleza busca compensar ese desequilibrio al que la hemos conducido durante tantos miles de años. Ella no tiene opción, mientras que nosotros… —¡Qué quiere que comprenda, Portman! ¡No sea necio! Usted nunca ha tenido poder, acaso sobre sus fósiles y por eso piensa como piensa. Yo no pretendo llevar al mundo a un caos, no en el sentido literal de la palabra, pero sí deseo ser su único dueño, el nuevo creador de la vida, el que con una mano decida quien muere o quien se salva —Way volvió a levantar las manos para agitarlas en el aire—. Quizá hasta usted mismo se contagie de ese poder, de esa sed de poder, del júbilo de ser más que un simple mortal. Jugar a ser Dios es el sueño de muchos hombres. Y si solo existe una posibilidad, yo la buscaré hasta con mi último aliento. —Usted ha perdido la razón, coronel: su naturaleza no es de grandeza sino de miseria, de barbarie, de tirano. Yo nunca me prestaría para una cosa de esas. —Sí, eso dicen los hombres como usted. Ya veremos cuando todo esté a punto de perderse. —Entonces para qué me necesita —alegó James, con fuerza—. Sin mí o conmigo ya todo es igual. —Me defrauda, Portman. Lo creí más fuerte. Y puede que sí, que a estas alturas ya todo sea igual. Pero quiero tenerlo a mi lado por si algo se presenta. Tal vez llegue a serme útil. Usted no va a permitir que los Elementos se me salgan de las manos si eso afecta a la humanidad. Usted es un héroe moderno, y sé que si encuentra alguna forma de detener el caos, lo hará, por más pobre de espíritu que sea. James Portman sintió verdadero asco. No tuvo necesidad de pensarlo mucho. —No esté tan seguro de eso, coronel. 80
Alejandra llegó casi corriendo al apartamento. Ella no solo había visto las noticias de los desastres ocasionados por el huracán Katrina, sino que llevaba un sobre en la mano. En su mirada podía percibirse una expresión de perplejidad. Harrison lo advirtió. Se puso de pie sin pronunciar una sola palabra. —Creo que esto es para ti —le dijo ella mientras le extendía el paquete. Harrison lo tomó con una curiosidad inusitada, imprecisa. Para su sorpresa, estaba remitido a Alejandra por correo certificado. Se la quedó mirando como si quisiera tender ante su rostro un confortable puente de comunicación, pero ella le indicó, con una seña, que leyera el contenido. Dentro había otro sobre, más pequeño, sellado, junto a una nota breve y directa: Por favor, entrégale esto a Harrison. James Portman. Con el pulso tembloroso rasgó el sobre y extrajo una doblada hoja de papel, en donde encontró un nuevo mensaje que lo dejó estupefacto, más aturdido que al comienzo: U‟munukunu Ayo es el camino El pentagrama de Venus —¿Y? —preguntó Alejandra. —¿Y? —respondió Harrison sin desprenderse del mensaje. —Sí. Qué sabes de esto. 81
—Yo estoy más perdido que tú —Harrison no dejaba de repasar mentalmente cada palabra—. Ya no sé qué decir o pensar —continuó, sintiendo que un tic nervioso cobraba vida en la comisura de sus labios—. James me cuenta una historia casi fantasiosa, ligada a la vida de Moisés y su vara sagrada; me envía los pasajes para que llegue a los Estados Unidos; luego, en la casa de Staten, mientras me hablaba de la lamina de cobre, cuando me explicaba que era la ruta a seguir, es raptado; instantes después encuentro un pasaje a mi nombre; en el aeropuerto, tú me estás esperando; en las noticias, los desastres naturales que están afectando a varios países, son el tema de moda; y ahora tú me llegas con un mensaje donde mi extraño tío escribe cosas que no sé qué diablos significan… ¿Por qué no pudo haberlo hecho más fácil? ¿Por qué, simplemente, no me contaba con lujo de detalle lo que en realidad estaba pasando? Así podría al menos saber qué hacer, a dónde ir o a quien acudir; pero no, esto se complica cada vez más, esto, de verdad, no sé a dónde nos pueda llevar. La angustia de Harrison contagiaba a Alejandra, que seguía de pie junto a la puerta. —¿Quieres decir que no sabes el significado de estas palabras? Harrison asintió con la cabeza. —Solo la palabra Ayo me es familiar. Pero James me habló de unos hombres, no de un camino. Alejandra tomó a Harrison de un brazo y lo condujo a uno de los muebles. —Vamos por partes —le dijo sutilmente tratando de amortiguar su desespero—: si estás ahora en Colombia, cuando se avecina un desastre de tal magnitud, es porque aquí hallaremos la respuesta. Por no decirlo de otro modo, los Elementos o la manera de equilibrarlos y evitar ese temido cataclismo, se dará en este lado del planeta. Y si no me equivoco, en su mensaje James trata de decirte dónde ubicarlos. Mira bien, te habla de unos Hombres de ayo y ahora te escribe diciéndote que “ayo es el camino”. Esa es una pista importante. “El pentagrama de Venus” es una 82
referencia que no entiendo con claridad, pero que quizá esté relacionado con la mitología o se refiere al propio planeta. Alejandra miró por un momento el vacío que envolvía aquella sala, distante. —¿En qué piensas ahora? —preguntó Harrison. —No. Es que… la vida es irónica. Te imaginas, después de todo lo malo que han hablado de Colombia, y ahora resulta, si tu tío tiene razón, que es aquí donde se conjugan las fuerzas de la naturaleza, que en esta tierra, tan mía, es donde existe el origen de todo lo que nos rodea. Me parece, repito, algo tan irónico. —Tienes razón. Lamento que así sea. Hay mucho error en las apreciaciones que ponen a tu país en un punto bajo. De inmediato, Alejandra, volvió a aterrizar. —Harrison, estoy pensando que… ¿y si lo que tu tío descubrió, fue en realidad una relación con lo que se conoce en el mundo como la leyenda de El Dorado? —¿El Dorado? —Sí. El Dorado ha sido siempre un mito, aunque en otra época fue el motivo de las peores barbaries de la humanidad por el salvajismo al que fueron sometidos nuestros indígenas. Alejandra corrió a su cuarto y regresó con un libro de historia. Entonces, con sus propias palabras le narró cómo la tribu de los Muiscas, (pertenecientes a la familia de los Chibchas, gobernadores de la meseta llamada Tierra del Cóndor, ubicada en la alto de la cordillera de los Andes, en el Departamento de Cundinamarca), con la muerte de la esposa de uno de los reyes (ahogada en el lago), inició un bello ritual o ceremonia anual en la que el rey gobernante llegaba hasta el centro del lago, y desde allí arrojaba objetos de oro y esmeraldas, y luego se zambullía en las aguas, adornado de resinas y polvo de oro y otras piedras preciosas, para “tranquilizar” el alma de la difunta esposa. Al ser conocida esta historia por los conquistadores, se dio origen a 83
una leyenda de proporciones mayores conocida como La Ciudad Dorada, desencadenando una fiebre de oro tan desaforada que fue el motivo de casi todo viaje de exploración y de la exterminación de muchos de los indígenas. Todos buscaban La Ciudad Dorada, entre ellos Colón, Núñez de Balboa, Cortés, Quesada, Belalcázar, Pizarro, y hasta el mismo Alexander von Humbdoldt. El lago donde finalmente se identificó la leyenda de El Dorado fue el de Guatavita, pero todas las exploraciones fueron fracasos rotundos, pese a la intensidad de los dragados. Harrison vislumbraba una luz en esas palabras, una luz que anticipaba esperanza. —Como dato curioso —añadió Alejandra—, hace poco unos campesinos de la zona encontraron en una cueva cercana una figura de oro que supuestamente representaba al Hombre Dorado, confirmando de alguna manera la autenticidad del mito. Lo demás ha sido simple especulación. —¿Crees que en verdad haya alguna conexión con estos Hombres de ayo? —Puede ser. No podemos descartar las opciones. Para antropólogos y arqueólogos, la leyenda de El Dorado es uno de los mitos más misteriosos y fascinantes que existe en nuestro país; tanto que traspasó fronteras y fue real en cuanto a lo que significó su búsqueda en la época del Nuevo Mundo. Según este libro —dijo enseñando un grueso tomo encuadernado—, el último gran intento por hallar El Dorado sucedió en el año de 1965. Otro dato curioso es que, pese a que se hablaba de una ciudad maravillosa levantada en oro, fue muy poco lo que se pudo extraer. Quienes pudieron dragarlo, quedaron casi en la bancarrota. Entonces, si no había oro, ¿qué había entonces? ¿Toda una ceremonia por una simple esposa ahogada? Y cuando digo “simple” no lo digo por menoscabar dichas creencias o ridiculizarlas, sino porque podría ser algo mayúsculamente sagrado, una metáfora, que ocultara la esencia de los Elementos. ¿No te parece? Harrison ahogó un balbuceo, turbado. —¿Y qué sugieres ahora? 84
Alejandra se mordió los labios mientras pensaba. De un brinco descolgó el teléfono. Marcó. Al otro lado de la línea escuchó la voz pausada de un hombre. Harrison no perdía detalle de la conversación que ella sostenía con su interlocutor. —Ya está —señaló ella después de colgar—. Jaime Ochoa fue mi profesor de Historia de la Antropología. Y antes de que me digas algo, Jaime es una persona de confianza. Vive cerca. Ten seguro que es la persona más valiosa que ahora nos puede ayudar. Aunque no será nada fácil convencerlo. A Harrison ya no le interesaba tanto si era de confianza o no. Solo pensaba en James, con ese sentimiento de infancia que tantas veces se negó a creer. Por su lado, Alejandra terminó de enterarse de las noticias que afectaban al mundo. En Japón, la erupción de uno de sus volcanes y un terremoto de 8.9 en la escala de Richter, tenía en vilo el destino de sus habitantes. Ya no había duda: el planeta se movía como una balsa en altamar. Harrison también temía que los efectos devastadores de El manto se produjeran de un momento a otro. Camino a la casa del profesor de antropología, Alejandra Granda, por momentos, dejaba de lado sus múltiples preocupaciones para convertirse en guía turística de Harrison. Le explicó que su apartamento estaba cercado por fascinantes lugares como la Iglesia de San Francisco levantada en el año de 1567; el Museo de Oro, en donde se conservaba una de las más maravillosas colecciones de obras precolombinas, producto de un pasado inimaginable, glorioso en su momento; el Museo Nacional con sus innumerables piezas arqueológicas que también contaban la historia patria; la Plaza de Bolívar que se extendía como un cielo para albergar cientos de palomas. Alejandra señaló, diríase que con un orgullo patrio, la bella Catedral, construida sobre los cimientos de un antiguo templo indígena. 85
Harrison escuchaba atento. A veces asentía con un leve movimiento de cabeza; otras, sonreía mostrando unos dientes parejos y bien cuidados; en no menos ocasiones se escuchaba en su acento inglés un parco wonderful. 86
—“Asimismo más feliz es el eunuco, cuyas manos no han obrado la iniquidad, ni ha pensado cosas criminales contrarias a Dios; pues se le dará un don precioso por su fidelidad y un destino muy distinguido en el cielo, que es el templo de Dios. Porque glorioso es el fruto de las buenas obras; y nunca se seca la raíz de la sabiduría”. Jaime hizo una reverencia antes de depositar el libro sobre un labrado atril de yeso. —¿No les parece muy hermoso este pasaje? —preguntó sumido en la serenidad, dirigiéndose a Harrison y Alejandra que lo miraban en medio de un silencio austero—. Libro de la Sabiduría. Me parecen las palabras justas para este encuentro. Jaime Ochoa, un hombre de mediana estatura, delgado, de gafas grandes y gruesas sobre una nariz recta, de pelo canoso y amplias patillas que descienden casi hasta la comisura de su boca, era un reconocido historiador, un afamado catedrático que ahora gozaba de una jugosa pensión y dirigía el Centro de Información de Historia Nacional, vinculado al Instituto Colombiano de Antropología e Historia ICANH. La bienvenida a Harrison fue calurosa, como si llevara años conociéndolo. Tenía una voz suave, sin dobleces, adquirida durante cuatro años de seminario. La sala era una muestra de su fascinación por los espacios amplios, suntuosos; tras una vitrina de varios compartimentos, iluminada con especial diseño y cuidado, una colección de estampillas mostraba la geografía y la historia de un sinnúmero de países. Mientras preparaba su pipa con picadura rubia Captain Black, escuchaba atento los detalles de la narración de Harrison y las conclusiones de Alejandra. Su asombro crecía a medida que ellos se adentraban en la complejidad de la historia. Harrison introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta, extrayendo un doblado papel sin líneas. —Este es el mensaje que James me hizo llegar —dijo, esperando que Jaime pudiera interpretar aquellas palabras. 87
Jaime dejó hundir su cuerpo en la comodidad de un diván. —Para ser un hombre de tierras lejanas, tu tío conoce bien nuestra cultura. O mejor: esto comprueba que es un gran académico —señaló al tiempo que en su rostro se dibujaba una sonrisa de consentimiento. Se incorporó para ponerse de nuevo frente al atril. Estuvo pensativo por unos segundos, haciendo memoria de cuanto sabía, antes de volver a la Biblia. Otra vez su voz vibró de un modo muy particular. —“…Mas los hijos de los adúlteros jamás llegarán a edad madura, y extirpada será la raza del tálamo impuro. Y dado que tuvieren larga vida, para nada se contará con ellos, y su última vejez será sin honra. Si murieren pronto, no tendrán esperanza, ni quien les consuele el día de la cuenta. Porque la raza de los malvados tiene un fin muy desastroso”. Alejandra sonrió, acostumbrada a esa mística forma de hablar del antiguo profesor, que muchos de sus colegas criticaban de fastidiosa y abrumadora. —Ustedes —con otra reverencia Jaime Ochoa cerró la Biblia—, me cuentan lo descubierto por un buen hombre, y si él tiene razón, la tierra se desintegrará debido a ese desequilibro natural. Bueno, esas son las señales que él ha estado siguiendo. Señales que los han traído a ustedes hasta aquí. No quiero que piensen que me mofo del profesor. No. Es todo lo contrario. Si el profesor Portman llegó a esas conclusiones, es por algo bien fundamentado… —se dirigió a Harrison, colocándole una mano en el hombro con una familiaridad acogedora—, pero en la historia son muchas las veces que se ha hablado sobre la destrucción del mundo. —Las profecías apocalípticas… —dedujo Alejandra. —Entre otras, como los Códigos secretos de la Biblia, Nostradamus, el Nuevo Milenio, mi preciosa Alejandra —enfatizó Jaime—. Por no referirnos a aquellas que esbozan la búsqueda de secretos o tesoros. En eso es muy rico el antiguo testamento. —¿Así de claras son las referencias? —preguntó sobresaltado Harrison. 88
—Bueno, tan claras, no tanto. ¿Te imaginas lo que pasaría si todo fuera así de sencillo? A estas alturas de la vida no existiría vestigio alguno de la historia humana. Más bien están arraigadas en el antiguo testamento, que como el nuevo, es una gran metáfora de nuestra esencia divina y salvadora. El anticristo, por ejemplo, el Templo de Salomón, El Arca de Noé, El Arca del Pacto Original, las Tablas de la Alianza, en fin… La verdad, lo dijo Felipe en su evangelio, no ha venido desnuda a este mundo, sino envuelta en símbolos e imágenes ya que éste no puede recibirla de otra manera. —Jaime, ahora tú nos ubicas en un verdadero laberinto. ¿Qué es lo que quieres decirnos? — preguntó Alejandra con desespero. —Les quiero decir que las diversas teorías abarcan la imaginación de un mundo ávido de poder, interesado en lo oculto con una fascinación grandilocuente, pero con la dolorosa sospecha del beneficio personal, malversado —se acercó ahora a Alejandra para tomarla del brazo, sin dejar de mirar a Harrison, que volvía a sumirse en la retórica del pasado—: Son muchas las especulaciones sobre la destrucción del planeta, sobre la conquista de los secretos y riquezas más increíbles. De esa manera, Jaime Ochoa les narró que no hacía más de dos meses había conocido la noticia de que el famoso Vendyl Jones, después de recibir la venia de un extremista grupo cabalista, fue informado de que el tiempo era preciso para descubrir el Arca del Pacto, lugar donde se presumía estaban guardados los diez mandamientos dados al pueblo en el Monte Sinaí. Recapitulaba que sin al Arca del Pacto no se podía construir el Templo de Tribulación para el nacimiento del anticristo. Pero que hasta la fecha, teniendo en cuenta las implicaciones de ese descubrimiento, no se sabía nada más. Mejor, que no había pasado nada. Y más si se tenía en cuenta que el Talmud manifestaba que el Arca del Pacto había sido escondida en un pasadizo secreto debajo del Templo Mount, y que Jones confirmó la existencia de un túnel a lo largo de 18 89
millas al sur, en el desierto de Judea. No solo Rabinos y Cabalistas estaban a la espera de ese hecho, sino líderes de otras regiones y religiones. Hecho que, sin duda, conduciría al final de los tiempos, a romper abruptamente ese anhelo de paz y de sed espiritual. —Pero ahora —Jaime continuó—, tú, mi querida Alejandra Granda, vienes a mí con un buen amigo y un mensaje algo encriptado entre manos. Vienes, vienen —miró a ambos con afecto—, y me transmiten una serie de datos entre extraños y curiosos, para exponer de nuevo la teoría de un Apocalipsis —Jaime hizo un ademán para que se sentaran—. En pocas palabras, me alegra que hayan venido a mí, porque pienso que hay algo de verdad en todo esto pese a mis creencias, no me digan cómo lo sé o qué me motiva a pensarlo; ni yo mismo puedo responderlo. A ver —Jaime enfocó sus ojos en el documento, empequeñeciéndolos—, U‟munukunu es una palabra, una palabra nuestra, diría que demasiado nuestra porque tiene el sabor de la tierra colombiana, de su olor sustancial. U‟munukunu significa, mejor, es un espacio, es, en síntesis, Sierra Nevada. —Jaime, ¿quieres decir que esa primera palabra está relacionada con la Sierra Nevada? — Alejandra preguntó, desconcertada. —No. No es que esté relacionada: Es la Sierra Nevada. —Disculpen ustedes: ¿No creen que me estoy perdiendo de algo? —Lo siento, Harrison —se excusó Jaime por los dos. —La Sierra Nevada es un macizo montañoso muy particular, Harrison —intervino Alejandra, abreviando—. Además de poseer una base piramidal, con cumbres nevadas, está muy cercana al mar. —Pero —agregó Jaime con voz pausada—, su mayor particularidad consiste en que es cuna de varios pueblos indígenas, milenarios, con unas costumbres demasiado espectaculares, maravillosas, más allá de nuestra comprensión. —Sí. Hace parte de la conocida costa atlántica, al norte del país. 90
—Dentro de lo que se conoce como la Línea Negra —James se percató de la incertidumbre en Harrison. Continuó, intentando ser más específico—: La Línea Negra obedece a unas concepciones de tipo radial y perimetral de su territorio; dicho de otro modo, Harrison, la concepción radial, que es la que nos interesa, alude a la cosmovisión indígena, a la delimitación espiritual, dinámica y holística del territorio para sus hitos sagrados. La demarcación radial y simbólica a través de los hitos sagrados periféricos de la Línea Negra, constituye todo su territorio. Esos hitos forman más de cincuenta sitios sagrados —ahora James advirtió en Harrison una expresión de asentimiento, que lo reconfortó—. De ese modo pueden proveer una articulación intercultural entre ellos y el Estado para beneficio de su autonomía territorial. Sin proponérselo, Harrison recibió una pequeña cátedra de la historia de la Sierra Nevada de Santa Marta. Así fue como se enteró que, inmersa entre 42 kilómetros cuadrados de prodigiosa tierra, se había levantado una pequeña metrópoli conocida como Ciudad Perdida, poblada alrededor del siglo VI después de Cristo, por los Tayronas, y cuya característica principal había sido la construcción de cientos de terrazas con sus respectivos muros de contención, levantadas con el fin de obtener una mayor área de superficie y permitir la irrigación de sus tierras, y de caminos de piedra que lograban comunicar las terrazas con los sectores aledaños. —Los descendientes directos de los Tayronas son hombres demasiado espirituales. Ellos aún conservaban muchas de sus costumbres ancestrales. —¿Y ayo, Jaime, qué es eso de que es el camino? —Tal vez no tenga en el momento la respuesta. Pero sí hay algo claro: Ayo tiene que ver con lo espiritual, es algo ritual —Jaime llevó su pipa a la boca y aspiró como si fuera la última bocanada de aire que quedara en el ambiente. Sin ningún amago, continuó—: Les explico: los indígenas que habitan la Sierra Nevada de Santa Marta poseen uno de los rituales más bellos que se haya conocido en el mundo: el ayo. El ayo es la hoja de coca, es masticarla, es poporear, es, en 91
la cosmogonía de esos pueblos, el espíritu de los dioses de origen, el espíritu mediador entre el mundo material y el espiritual. Además, se requiere de las conchas de mar con las que preparan la cal que mezclan al ayo, y ese proceso solo puede darse en la Sierra Nevada de Santa Marta. No es extraño encontrar, fuera de su territorio, a un indígena con su poporo consumiendo ayo. Recapitulando, Harrison —al decir esto, los ojos de Jaime Ochoa se fueron iluminando como desde el fondo de un cuarto oscuro—, ellos consumen hoja de coca porque es una tradición espiritual de su pueblo. —Jaime —prorrumpió Alejandra—, el tío de Harrison le habló inicialmente de unos Hombres de ayo, ahora, en este mensaje le dice que “ayo es el camino”. La pregunta es: ¿Qué es ese camino, cuál es la diferencia entre hombres y camino? Jaime se quedó pensando un momento, antes de responder. —No tengo claridad en la respuesta porque no conozco la base de la investigación del profesor. Lo que sí puedo decir, es que si “ayo es el camino”, a mi modo de ver las cosas, poporear, alcanzar ese estado espiritual, es encontrar el camino. ¿De qué? Tal vez de esos hombres, tal vez del equilibrio. —Y el pentagrama de Venus, ¿qué significa? —No te adelantes tanto, muchacho —lo increpó con suavidad Jaime—. La paciencia es hermana de la sabiduría y el destino la revelará por sí sola. Aquí lo que estamos esgrimiendo es una serie de datos, tal vez llanos, que a simple vista nos dan unos rasgos. No más. Estamos pasando por alto, quizá, lo que en realidad ha querido simbolizar tu tío. No estoy diciendo que estemos enteramente equivocados, sino que no me hago a la idea de que todo sea así de escueto. Lo que entiendo es que el lugar donde deben buscar es la Sierra Nevada de Santa Marta. Esa pirámide natural, llena de bosques y de inescrutables misterios es el sitio al que se refiere el profesor. Pero debemos también encontrar otros referentes de ayo, incluso los eróticos. La 92
cosmogonía de estos pueblos es muy amplia, profunda, y hay cosas, hechos o costumbres que solo conocemos por fuera; simples trazos porque esa es su fuerza, porque no pueden dar a conocer sus secretos a voces: eso significaría su inexorable extinción. —¿Y el pentagrama de Venus? —volvió a preguntar Harrison, casi desesperado. Entendía pero quería saber las respuestas de inmediato, como si le molestara conocer a fondo la historia de los hechos para llegar a las más responsables conclusiones. —La astronomía no es uno de mis fuertes —Jaime frunció el ceño—. Pero como sabemos, un pentagrama es un símbolo de cinco puntas o lados iguales; una estrella, para ser más preciso; y Venus, alude también al segundo de los planetas, al más brillante en el cielo, pues se observa a simple vista en algunas épocas del año. Claro que… —hizo una pausa, moviendo con inquietud los ojos— Venus también hace referencia a la diosa Venus, a Afrodita, la diosa mitológica del amor. —La estrella de Venus —inquirió Alejandra. —Sin embargo… —Jaime volvió a entornar los ojos—, sé quién nos puede ayudar. Es un hombre con conocimientos más profundos respecto a las culturas antiguas, sobre todo de los pueblos que habitan la Sierra Nevada. Con decirles que él mismo es un ícono muy particular. —No, por favor, no creo que sea buena idea involucrar más personas en esto. —Pero, Harrison, tal vez es la única oportunidad que tenemos de llegar al fondo de todo. El tiempo corre y ni siquiera sabemos en qué momento nos podamos encontrar de frente con la adversidad. Jaime Ochoa miró con preocupación a Alejandra. A veces su escepticismo se le adelantaba a su ánimo de creer en los hechos. Alejandra prosiguió. —Tu tío me metió en esto y ahora no me voy a detener. 93
—Está bien, Alejandra. Entiende que me siento metido en una caja del tamaño de un ratón. —Entonces no se diga más, muchachos. Llamaré a Sebastián para que nos ayude. Es más, ustedes deben preparar maletas porque él vive en Santa Marta, y allí es donde ustedes deben estar. Creo que en él encontrarán la otra parte del enigma para llegar, como dice Alejandra, al fondo de esto. Jaime arrancó una hoja de papel y escribió los datos del amigo. —Aquí está —dijo—, váyanse de una vez mientras yo me comunico con él para que esté pendiente de ustedes. —¿Acaso no puedes ir con nosotros? —Me gustaría mucho Alejandra. Pero pienso que sería un bulto de estorbo. A mi edad ya no es recomendable respirar el aire puro: eso terminaría por matarme. Alejandra se acercó a Jaime y le dio un beso en la mejilla. Éste le correspondió con un abrazo muy fraternal, murmurando una especie de salmo. 94
De los hombres que el general Walsh le había asignado a Way, solo Rony era de su confianza absoluta. Rony, además de servir a Way, tenía qué informar de los movimientos de éste. Su cabeza rapada brillaba aun en medio de la noche. —Rony, no despegue los ojos de Way hasta que no sepamos con certeza qué es lo que se propone —le había advertido—. Tampoco descuide su espalda: Way es como una víbora de falsa cabeza. Walsh era uno de los principales miembros de La Serpiente Roja. El tercero en la línea de jerarquía de una sociedad conformada por prestigiosos hombres de todo el mundo, quienes realizaban actividades un tanto secretas, pues su papel no solo era el de infiltrarse al sector político y económico con el ánimo de expandir su poderío, sino seguir principios teosóficos, aunque no en el estricto sentido a como fue fundada por la rusa Petrovna Blavatsky. La tradición Teosófica había sido transmitida desde los rosacruces, y era el pilar moderador de los miembros activos de sociedad. El general había sido el encargado, junto con Way, de hacer “desaparecer” del medio científico los fósiles hallados en La Formación Morrison. Por eso la repentina sensación de malestar al enterarse que Way tenía en su poder al antropólogo. “Nadie puede enterarse”, había ordenado a Way en esa época, cuando fue informado de los hechos, pues temió las peores consecuencias, sobre todo de orden religioso. Pero de lo que nunca se enteró Walsh, fue del hallazgo de la vara. Way jamás lo reportó, silenció a sus hombres mediante una jugosa suma de dinero y luego, uno por uno, fueron desapareciendo en las manos de Amok. De todos modos, Walsh tenía una deuda demasiado grande con Way. Lo sabía. Sin embargo, no hizo nada cuando tomaron la decisión de retirarlo de La Serpiente Roja, y menos de la milicia. La mayoría de los votantes en contra de su permanencia, no estaban de acuerdo con los métodos 95
de Way respecto a subvertir el orden mundial conocido en cuanto a los planes de derrocar instituciones tanto religiosas como políticas y económicas. “El poder de ser dioses no es el poder basado en el terror y el caos”, pensaba por su lado el general. Way se salía de los preceptos teosóficos, sobre todo de aquellos que hacían referencia a la igualdad y a investigar las misteriosas fuerzas de la naturaleza y poderes ocultos del hombre. Way era un hombre muy valioso en otros campos como el de la inteligencia militar y de estrategias en zonas de conflicto; sin embargo, La Serpiente Roja no podía permitirse correr riesgos innecesarios por la extralimitación de las bondades de uno de sus miembros. El general Walsh temió entonces una mala jugada de Way, que su malignidad cobrara vida desaforadamente, con toda su soberbia, como una verdadera conciencia del mal, vengadora. No obstante, la vida personal de Walsh no había sido la más virtuosa, pero tampoco estaba de acuerdo en utilizar el terrorismo como el arma moderna para desplazar y aniquilar al enemigo. Ahora reconsideraba mejor dichas ideas; entendía que Way podía ser un punto ciego en el espejo. Y Rony tenía instrucciones muy precisas. 96
Con dos hombres más, Amok descendió del Montero Mitsubishi. En cada rostro sobrevivía no solo el sello de un tiempo vivido, sino de un pasado que no perdonaba, de un pasado cruento y doloroso. —Esa es la casa —había indicado uno de ellos, señalando con el dedo como si señalara un hueco o algo muy lejano. Amok, como siempre, permanecía impávido, con el iris de los ojos más pálido que nunca. Ni una mueca surcaba su rostro. Por los brazos el paso de una densa sangre marcaba sus venas. Pasó la mano por el filo de su juguete favorito, enfundado bajo una raída chaqueta. Observó alrededor, y con un gesto demasiado inexpresivo, glacial, les indicó a los hombres que esperaran. Sus pisadas, al dirigirse a la casa que tenía enfrente, parecían tener la firme intención de agrietar toda la calle. En efecto, Way no mentía respecto a mantener la vigilancia sobre Harrison. El guerrero debía permanecer un paso delante de su enemigo, pensaba. Así lo aprendió en las fuerzas militares: Tácticas, métodos de guerra, de infiltración, de cacería. El hilo conductor de todo lo que era y soportaba ser. Justo a esa hora, Way y otro reducido número de hombres, entre ellos Rony, tocaba suelo en la ciudad de Santa Marta. El plan inicial de subir en helicópteros a la Sierra Nevada tuvo que ser cambiado debido a que ese movimiento aéreo llamaría mucho la atención. Lo haría por la ruta marcada en la lámina de cobre. Amok se le uniría cuando terminara la misión. Una misión que estaba a punto de consumar Después de convencer a Sebastián Rendón para que ayudara a Harrison, Jaime, un tanto intranquilo, volvió a encender su pipa. Sabía que no era fácil aceptar aquella pertinaz historia, pues no habían suficientes elementos de juicio para darla por cierta; pero en vista de cómo se 97
estaban presentando las cosas, no podía ser del todo indiferente: Debía dejar abierta la posibilidad de admitirla. “Algo me dice que esta vez el camino de los hombres está seriamente comprometido”. A menudo, Jaime Ochoa movía la cabeza sin fijación alguna entre un espacio y otro, repasando mentalmente los hechos encontrados. Había dispuesto sobre el escritorio varios de sus libros con las teorías más conocidas y que mejor interpretaban el pensamiento del hombre antiguo. Algunas notas del arqueólogo Reichel Dolmatoff, quien fue uno de los primeros en realizar excavaciones en la Sierra Nevada, también aludían a ese equilibrio de la naturaleza. Podía decirse que sus ojos tenían una mirada borrosa o difusa. Eran muchas cosas las que le daban vueltas en la memoria. Durante su larga vida como docente e investigador, las historias eran bastante nutridas. Historias que podían tildarse de mitos o leyendas, pasadas de generación a generación de manera oral o escrita, y en Colombia no había excepciones. Mitos como el “Mohán” o “La Patasola”, vivían en la memoria colectiva de los pueblos: para aliviar o espantar, para indicar los caminos del bien o del mal. Pero solo ahora, cuando creía que había visto o vivido de todo, cuando daba por sentado que no quedaba nada más que decir en la historia de los finales desastrosos de la humanidad, venía a enterarse de que en un país tercermundista, joven en comparación con los países del viejo continente, se alzaba el centro del universo, se confabulaban los misterios de la vida y del poder de la naturaleza. Volvió a mirar algunas notas de observaciones hechas en investigaciones anteriores, y no pudo dejar de mascullar: “La vara de Moisés y los Cuatro Elementos. Imagino lo que va a pensar Sebastián”. Estaba metido de lleno en esas elucubraciones, cuando el llamado a la puerta lo hizo reaccionar. “A esos muchachos debió quedárseles algo”, rumió de un modo apacible, sin despegar la mirada de los objetos que ocupaban el espacio de su casa. 98
Sin titubeos, caminó hacia la puerta con pasos cortos, dando una fuerte bocanada a su pipa con un ademán tan impasible como original. Giró la llave después de soltar una brillante cadena cuyos eslabones parecían herraduras. La puerta se abrió como un suave golpeteo del viento. Justo allí, Amok, esgrimiendo una daga de dos filos, lo hizo retroceder. El espacio entre aquellos dos hombres se redujo a los gestos de uno y otro; gestos glaciales, como retratos abstractos de ángeles caídos. Amok no necesitó de nada más para asestar dos mortales golpes en el cuerpo de Jaime, al momento que éste soltaba la pipa de las manos. Por un fugaz instante, Jaime imaginó o creyó ver que los astros dibujados en la losa del techo cobraban vida por primera vez y de entre ellos una cálida luz le perforaba las retinas con la gracia de la paz divina. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién era aquel hombre que con cierto salvajismo agitaba unas desproporcionadas manos, blandiendo un cuchillo? Jaime alcanzó a advertir algo, por no decir odio, en aquella mirada de grandes ojeras. —Tiene derecho a guardar silencio —le dijo Amok, sarcástico, en su idioma, antes de asestarle una tercera cuchillada. Pero las palabras de Jaime eran más sonidos guturales que palabras. La sangre bulló con fuerza. Soportando el dolor de unos órganos reventados, entornó de nuevo los ojos hacia el techo. Antes de caer derribado al piso, balbuceó, agónico, la salmodia que sabía elevar en los difíciles trances, como una explosión anunciada del espíritu: “El señor es mi pastor, nada me faltará”. 99
Sebastián Rendón, un navegante de los mares, un habitante de los mares, un cazador de tiburones, anacrónico, vivo de peculiares aventuras, a quien amigos y conocidos se dirigían como al “capitán Rendón”, alimentaba varios de los delfines en un bello acuario artificial que había construido para el servicio turístico, cuando vislumbró a lo lejos que una patrulla de la policía atracaba en su muelle. Pero volvió de inmediato su atención a los delfines, ya que alimentar a esos agraciados especímenes constituía una de las tareas más alucinantes que tenía en su cotidianidad. Los pasos de Camilo, uno de sus empleados, lo volvieron a despistar de la tarea que realizaba. —Capi, lo requiere un teniente de la policía. Parece que es importante. “Otro favor”, pensó, pues ese era uno de los itinerarios más comunes en su vida personal: que lo llamaran para favores relacionados con entradas gratuitas al acuario. —Dile que si me puede dejar el mensaje, que estoy en una reunión. —Dice que tiene que ver con un amigo suyo, el profesor Jaime Ochoa. Sebastián Rendón se incorporó entre molesto y sorprendido. No hacía más de un par de horas que el mismo Jaime Ochoa lo había llamado, y ahora la policía acudía en su nombre. Jaime no era hombre que utilizara esa clase de artificios, y si hablaban por él, significaba algo serio. Con especial parsimonia se limpió las manos, antes de encaminarse al lugar donde esperaba la patrulla policial. —Buenas tardes, teniente. ¿En qué le puedo ayudar a usted y sus hombres? —Señor Rendón, buenas tardes, soy el teniente Bolaños, de la policía judicial. Perdone si le interrumpimos en estos momentos, pero hay circunstancias que nos obligan a ello. —Mi empleado me dijo que se trataba del profesor Ochoa. ¿Le ha sucedido algo? —Señor Rendón, antes deseo preguntarle si era amigo o pariente suyo. 100
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