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LOS HOMBRES DEL FIN DEL MUNDO

Published by lucenavalencia, 2020-04-26 19:26:54

Description: LOS HOMBRES DEL FIN DEL MUNDO

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Los ocho ojos de los Mamos reflejaban el cansancio de una longevidad parsimoniosa y natural, como si los seres ancestrales de cuanto los rodeaba también estuvieran presentes en esa opacidad. De momento permanecían pensativos, como si se comunicaran entre ellos mentalmente o a través de los símbolos grabados en las rocas o los formados de manera natural. Las siluetas de los Mamos Kuindonoma y Kunchaka, por la cercanía en que se hallaban, parecían un par de alas de murciélago desplegadas. En medio de un espejo de agua, se alzaba un bello altar de lajas comprimidas: Como muros ciclópeos, cuatro bases de piedras de no más de un metro de altura, estaban dispuestas en un orden simétrico alrededor de un monolito de pedernal (unas diez veces más alto, semejante en su majestuosidad y forma a un moái de la Isla de Pascua), que terminaba en cono, y ante el cual podía observarse una ranura o canal con medidas muy particulares. Arriba, en el techo de la bóveda, justo sobre la figura, el monte Kalvasánkua dejaba entrar por un orificio natural la línea luminosa de los astros. El recinto, tallado milimétricamente en cada recodo con bellos pictogramas multicolores, parecía narrar la historia de los orígenes de la vida, del cielo y de la tierra como planos paralelos, del bien y del mal supeditando la existencia. Cada suceso humano o divino, dentro de su cosmogonía, estaba allí redactado, mediante una escritura que solo ellos comprendían. Con expresión severa, el Mamo Zintana se dirigió a Niagwi, que escuchó atento aquellas palabras ininteligibles para la mayoría. —Hasta aquí pueden llegar —reveló después, sin vacilación—. Mamos van a iniciar el pagamento. Y es necesario que nos devuelvan el espíritu. Way miró con recelo de lince a Niagwi y después a James. Apretó la mandíbula en un gesto de duda. 151

—Descuide, coronel. Los Mamos son inofensivos así sus vidas corran peligro. No harán nada contrario a restituir la armonía del planeta. —Eso lo sé yo, Portman. Pero usted aún no me ha dicho en dónde o cómo entro yo en este rompecabezas. Parezco cumpliendo órdenes cuando las órdenes las deben cumplir ustedes, tal como yo decida. —No sea necio, hombre. Esto no se trata de cumplir órdenes ni de hacer las cosas a capricho... Way trató de interpelar la apreciación de James, pero la voz del Mamo Zintana se interpuso entre ellos. Una voz sonora, firme y lejana. —Mamo dice —refirió Niagwi— que es el momento, que sin la vara, si prefiere llamarla así, debe entregarla de una vez. Y es sencillo, señor —dijo con más arrojo—, deje que ellos hagan el pagamento, que restituyan el equilibrio con la ayuda del espíritu, y después de eso puede quedársela. El espíritu liberado le dará el poder; antes no. Way cedió, pero hizo un esfuerzo pensando que con ello se apartaba de su propósito. Con una seña alertó a Amok y a Rony. Alejandra temió lo peor, pues sentía la respiración del malayo sobre su cuello. Sebastián trató de entender la importancia de aquella vara. Por tradición, los Mamos poseían un bastón ceremonial, hecho en piedra o en finísima madera, pero muy distinto al que ahora tenía enfrente. Había escuchado que Niagwi la llamaba “el espíritu”, como si en verdad rigiera el poder ancestral de los Mamos o de “algo” más superior. Sin embargo, le quedaba difícil aceptar que en medio de su consuetudinaria religiosidad, existiera un elemento distinto, no autóctono, marcado de una posible herencia teológica, que pudiera elevar tal poder. Era extraño, se decía, pero también aceptaba que en el tiempo de creación cualquier cosa pudo ser posible. Escrutó los ojos 152

de James, buscando respuestas, solo que éste tenía la mirada fija en el altar, en el contraste de las cuatro pilas de lajas con la magnificencia de la figura central. Los Mamos, en completo silencio, fueron despojándose de sus batas y pantalones zancones. Su piel enseñaba un color aceitunado: muchos soles y lunas resguardados en la memoria, muchas caminatas a lo largo de senderos cubiertos de espesos ramajes, muchas noches platicando el lenguaje de los astros, muchos años llevando la paz entre sus pueblos. Los cuatro se aproximaron a la figura central, pausada y solemnemente, con respiración entrecortada como si caminaran sobre rocas al rojo vivo y, ante los alucinados ojos del grupo, encajaron la vara en la ranura. Luego, siguiendo un riguroso cortejo de genuflexiones, dejando escapar de sus bocas una ininteligible salmodia, destaparon sus poporos y vaciaron la cal y el ripio de hojas de coca dentro de una pequeña cavidad al pie del monolito. Para sorpresa de todos, una imprevista llamarada surgió de aquella mezcla, crepitante, voraz, que comenzó a consumirla. El fuego parecía contener corazón propio, mente propia; un fuego que no causaba horror ni parecía quemar. El aire se llenó de un olor vegetal, ácido; salvo los Mamos y Niagwi, casi al unísono, no arrugaron la nariz ante el intempestivo ambiente. Sin prestar la mínima observancia al asombro despertado, los Mamos se situaron en aquellos montículos de roca. James Portman, Alejandra Granda y Sebastián Rendón, eran los más entusiastas de observar la ceremonia. Sebastián había tenido la oportunidad de compartir muchas de las costumbres de los pueblos de la Sierra Nevada, sobre todo con la etnia Kogui, pero no hasta el punto de presenciar el que era considerado el pagamento más sagrado. Tampoco podía desconocerse la sensación que invadía a Niagwi, quien constantemente contraía la cabeza como negándose a aceptar que a su corta edad pudiera ser parte de algo tan monumental. Desde pequeño, como todos sus hermanos, fue instruido en el conocimiento de su cultura y de la interrelación con los demás seres vivos, de la profundidad del ayo y del respeto 153

por sí mismo. Fue tal su disciplina que el propio Mamo Zintana lo eligió para que conociera el mundo exterior y de paso ahondara en el pensamiento de sus pueblos, intercediendo por el bienestar y futuro de las nuevas generaciones. Niagwi, motivado como ninguno, permanecía siempre fiel a este propósito. Y ahora estaba allí, antes de tiempo, o tal vez porque así lo habían decidido sus dioses. Harrison, por su parte, no perdía de vista las inquietas manos de Amok. Advertía en ese hombre, armado de cuchillos como un carnicero, una especie de fuerza maligna, más honda que en el semblante del coronel Way. Presentía que en cualquier momento las cosas tomarían otro color. Sus músculos se tensaron. 154

Al lado de la luna, el planeta Venus brilló con más intensidad. Ello significaba el fin de ocho años de espera, el trazado final de un pentagrama al que muchos detractores acusaban de ser la peor de las falsedades inventadas por quienes jugaban con la imaginación popular. Para otros no pasaba de ser un fenómeno astronómico curioso al que no se le podía atribuir ningún evento en especial. Pero para aquellos habitantes de la Sierra Nevada de Santa Marta, sin entender toda la retórica académica o inmiscuirse en discusiones de tipo convencional, constituía el contexto para dar comienzo al pagamento de sus orígenes. La tradición milenaria de esos pueblos así lo sellaba. Cada Elemento natural, dado desde el comienzo de los tiempos, se oxigenaba bajo la señal de Venus, se restauraba. “Cuando la luz de Venus descienda por la roca…” Había leído James Portman en uno de los códices. En efecto, cuando el planeta Venus se situó en el punto exacto de la bóveda celeste, un surtidor de luz entró de lleno por el orificio de la gruta, descendiendo por el monolito en forma gradual; de la vara, a medida que la luz la cubría, las imágenes grabadas en la corteza se proyectaron luminosas a través del humo que continuaba emanando de la cal y las hojas de coca al ser consumidas por el fuego. Justo cuando el haz de luz tocó el suelo y se esparció hasta cubrir las pilas donde los Mamos permanecían en estado de esfinges, un centelleo opalino iluminó la estancia, como si una bengala hubiera sido accionada desde lo alto. La rapidez del fulgor no dio tiempo para que nadie cerrara los ojos, atravesando las paredes de roca y colándose por las grietas y los ríos subterráneos hasta alcanzar las entrañas mismas del planeta. Hubo un estruendo ensordecedor, un instantáneo estremecimiento de la tierra, como si los dioses tutelares de los indígenas de todos los rincones, unidos entre sí, se desperezaran con un gran bostezo. No obstante, el temblor solo pudo sentirse entre aquellas montañas, en el corazón de sus seres materiales e inmateriales. Los poblados indígenas, que se habían convocado siguiendo la 155

tradición, y expectantes ante el temor y el dolor del desastre, cantaron y danzaron eufóricos, como nunca antes, al entender la señal de sus dioses, la señal de que el equilibrio había sido restituido, la señal de que al hombre se le había dado otra oportunidad. Way fue el primero en incorporarse después de disipado el centelleo. La ira que se apoderó de él no tuvo amago alguno. —¡¿Dónde está la vara?! ¡¿Dónde?! —gritó amenazante, ejecutando en el aire movimientos agrestes con las manos. Allí, en el altar donde había sido colocada la vara, no quedaba de ella rastro alguno. Way parecía como loco, sin entender el modo o la rapidez con que alguien pudo tomarla. Se acercó hasta allí, con pasos torpes, y comprobó que hasta la ranura había desaparecido, o mejor, el monolito solo poseía símbolos que le parecieron conocidos, ninguna otra huella que indicara la existencia de la vara. Sin pensarlo más, sintiendo que si contenía por más tiempo la ira que lo dominaba desde tantos años atrás, sería él el que reventaría, disparó en ráfaga su arma sobre Niagwi y los Mamos. Aquel sonido, definitivamente nuevo para el entorno, corrompió como bramidos de animales moribundos las paredes y los imperceptibles habitantes de ese punto geográfico, de ese distante santuario. Niagwi se dobló como una espiga al ser quebrada por la fuerza del viento, pero los Mamos continuaron intactos, en su posición ceremonial, sin gestos o voces de dolor. Amok, que siempre estaba listo para la acción, no perdió tiempo y esgrimió uno de sus cuchillos sobre Alejandra. El coronel Way no dejaba de gritar. Como cubierto por la penumbra, el cuchillo de Amok rasgó el aire con descomunal fuerza, pero Harrison, en un giro desenfrenado, interpuso su cuerpo. Fueron unos segundos, o menos, desde que la bóveda se iluminó hasta que Amok asestó el golpe. La rapidez de los hechos pasmó los ánimos de los demás. Harrison sintió un calor en el costado derecho, fue todo, fue lo único. 156

De nuevo el sonido de un arma disparada retumbó en la estancia. Un sonido seco, uno solo que volvió a entrecortar la respiración. Amok rodó haciendo una mueca de agonía, para encontrarse con la figura de Rony, que le puso el arma en el pecho y disparó una vez más. Amok cayó con pesadez como si con su cuerpo moribundo cayera también el peso de todas sus culpas. La confusión no podía ser peor: mientras Alejandra trataba de levantar a Harrison y Niagwi seguía tendido en el piso, James Portman y Sebastián Rendón, turbados e invadidos por la ira, observaron con un asombro mayúsculo cuando Rony, aprovechando que Way cargaba su arma, apuntó directo a la cabeza de éste. —Ni un movimiento más, coronel. Le aseguro que no me temblará el dedo a la hora de apretar el gatillo. Ahora sí las cosas estaban más enrevesadas. Way miraba, irresoluto, a Rony (cuyo constante pestañeo no obedecía a ningún miedo sino a un gesto irrefrenable de tapar las grandes pecas del rostro). Si alguien deseaba su cabeza, no podría ser otro que Walsh. Pero era una cabeza que no estaba tan dispuesto a entregar en bandeja de plata. Rony percibió a tiempo la intención del coronel y le disparó de modo que el proyectil le rozara una oreja. Way soltó la pistola para llevar sus manos a la cabeza. El caos volvió por unos instantes. En efecto, tal como Way juzgaba, el general Walsh estaba tras estas acciones. Su posición actual lo obligaba a detener cualquier avance peligroso y comprometedor del ex militar, y ésas eran precisamente las instrucciones de Rony. La decisión de apoyar lo que consideraba una “nueva locura” de Way, siempre estuvo supeditada a sus acontecimientos o propósitos finales, y a pagar en cierta medida la deuda adquirida por la renuncia de éste en un momento crítico de corrupción y tráfico de armamento. Walsh ya no tenía interés en obtener beneficios adicionales a 157

los que ya poseía; pero en ese orden tampoco permitiría a Way llegar más lejos que él mismo, o que se convirtiera en la piedra de su zapato por la información que guardaba. Rony, sin dejar de apuntarle su arma, se dirigió a James. —Le pido, doctor Portman, que confíe en mí. —¿Y quién le dijo que nosotros pretendemos confiar en usted? —Por ahora es lo más conveniente. Le aseguro que mis intenciones distan mucho de las del coronel. Obedezco órdenes directas del gobierno de los Estados Unidos, que consisten en impedir que el coronel logre sus fines. Contra estos pueblos, y menos ahora que he visto lo que han hecho, no tengo nada en contra. —A nosotros no nos interesa de quien recibe órdenes. Y si quisieran detenerlo como dice, no lo habrían dejado salir de su país. Entregue el arma si en verdad desea que le creamos —alegó James, furioso, levantando el arma de Way. —Doctor Portman, ustedes no entienden cómo funcionan los sistemas. Teníamos que conocer sus pretensiones, darle confianza, rastrear uno a uno sus pasos. Debíamos asegurarnos que nadie más escarbara sus asuntos. Y si me desarmo ahora, ¿con qué controlo al coronel? —Eso déjenoslo a nosotros. Solo así… —Por Dios, acaben de una vez con esto. ¿No ven a Harrison y a Niagwi? —gritó con enfado Alejandra, arrodillada junto a Harrison—. Necesitamos salir de aquí ahora mismo. —Yo estoy de acuerdo —anotó Rony, extrayendo de uno de sus bolsillos una esposa metálica—. Con esto el coronel no armará más lío. Sebastián le colocó las esposas a Way, que resollaba como bestia salvaje al ver frustrado su plan. Rony no perdió oportunidad para retirarle el anillo. 158

—Creo que al general Walsh le agradaría tenerlo de regreso —apuntó ante un Way indoblegable. Un Way que para Walsh aún tenía una grata sorpresa, un as bajo la manga que entre ellos le permitiría ganar el largo juego del desquite. Mientras tanto, James se dispuso a levantar a Niagwi, que había perdido el conocimiento. Los Mamos, sombras sobre el agua, no habían resultado heridos. Se incorporaron de los pilares como si acabaran de despertar de un largo sueño. Extrañamente, sus semblantes expelían un regocijo envolvente. No tan sorprendido como lo estaban los demás, James Portman pensó que más tarde consideraría todo aquello que acababa de pasar (como que los Mamos estuvieran ilesos, intactos en su ser), si sus razonamientos le permitían romper la agitación y las contradicciones y sus más nutridas creencias. Tan pronto como los Mamos se cubrieron con las túnicas y volvieron al ayo, auxiliaron a los lesionados. El Mamo Zintana levantó la bata de Niagwi para observar unas heridas profundas, ya que los proyectiles estaban incrustados en el cuerpo, sin salida, dañando algunos órganos; el Mamo Zintana sacó la bola de saliva y de coca de la boca y la puso sobre los orificios ensangrentados, en forma de emplasto. De igual modo procedió el Mamo Noreymaku con Harrison, quien no necesitó ayuda para incorporarse debido a la herida superficial. En cambio el Mamo Kuindonoma no pudo hacer nada por Amok, estaba muerto, camino a la oscuridad de donde no debió salir, como pensó. Way fue el único que rompió aquel rictus de sanación. —¿Y la vara? —alegó atropelladamente, con un desprecio acentuado en la voz, invadido por los espejismos de su mente—. ¿Qué pasó con la vara, malditos cobardes? ¿Creen que me pueden retener por siempre? ¡Tengo un país que me protege, unos aliados, verdaderos aliados que los aplastarán como a cucarachas infectas! 159

James tampoco pudo reprimir su enojo. —Veo que usted no ha entendido nunca las leyes de estos hombres, que su necedad lo autodestruye, Way. Esa vara hace parte de lo que usted jamás podrá tener, del universo, del más sublime acto de la creación, lejos de canallas como usted o como yo. Por qué más bien no considera que usted no sea el único que quiere reclamarla. Las leyes naturales demandan lo suyo. Hay un orden divino que difícilmente su necedad y soberbia le permitirán comprender. Nada pasa porque sí, recuérdelo. Más bien preocúpese por lo que le espera. A lo que James aludía, con firme convicción, es que allí donde el monolito presentaba la ranura, ahora los símbolos de la vara se eternizaban, en una sola pieza compacta. Allí se había fundido, en un solo cuerpo. —Ese es el lugar donde siempre ha debido estar —agregó Sebastián, palmoteando la espalda de James—. Además —no pudo evitar dirigirse a Way—, a usted debiera darle vergüenza aludir protección de un país que precisamente dice combatir hombres de su talante. Way movió su bigote como si con ese gesto quisiera desprendérselo. Algo dentro de él ardía como lava volcánica. Pero no pudo responder, por primera vez no supo qué decir. Su mente era un lago de emociones, de ondas que se dispersaban hasta perderse en la oscuridad. Sus espejismos eran ahora una densa zona desértica. Alejandra, que seguía en silencio cada suceso, combatiendo una rabia interior por culpa de tanta espera, preguntó. —¿Será que podemos irnos ya? Indudablemente su pregunta obedecía al deseo de salir de allí lo antes posible y de prestar una ayuda médica a Harrison. Lo cierto es que su palidez era más transparente que la de él, que ella sufría más dolores que ninguno por la impotencia con que se sentía. —Claro que sí, hija —respondió James con una expresión en los ojos de simpatía y gozo. 160

—Creo que yo les ayudo con el herido —intervino Rony, señalando a Niagwi, y aprovechando que los ánimos estaban más calmos. A paso moderado emprendieron el regreso, sin otros contratiempos, lamentando que no existiera de momento posibilidad alguna de llevar el cuerpo de Amok. Consideraban una profanación que el cadáver de un hombre pasara más tiempo en aquel recinto. También pensaban en lo que encontrarían fuera de él, sobre la terraza principal de Ciudad Perdida. Los secuaces de Way tenían un pacto de sangre respecto a la lealtad, y no cesarían, bajo ningún pretexto, de cumplir lo ordenado. Solo los Mamos no entraban en adivinanzas, pues lo peor había pasado. Recobrado el aliento, entendiendo que el pagamento había surtido efecto en el planeta, volvieron a orientar el retorno. El Mamo Kunchaka venía más revitalizado que ningún otro, con el espíritu destellando luz propia hasta el punto de tener el convencimiento de alcanzarle a su pueblo por todos los tiempos. Pensaba en su permanencia, en que el renacimiento Kankuamo ahora sí tomaría el rumbo correcto, como lo demanda su cosmogonía. Aunque también aceptaba que la paz de los lejanos días era una quimera, porque la violencia externa, con todos sus métodos de barbarie, constituía una presión imposible de evitar. Serían imparables los muertos y los desplazamientos, lo sabía, pero la armonía entre ellos reinaría de nuevo: El encuentro en el ayo estaría por encima del bien y del mal. La larga travesía tenía nuevos alicientes, pero también otros desconciertos. El tiempo transcurrido entre ida y vuelta parecía una imprecisión de datos, ilógicos. Los relojes habían detenido sus manecillas a la misma hora, al ingresar al túnel, por lo que espacio y temporalidad estaban en el limbo. Apenas los Mamos, que iban adelante, pisaron los primeros escalones que permitían el ascenso del túnel a la terraza de Ciudad Perdida, la losa volvió a moverse como con vida propia o empujada por la incipiente luz solar del día. Contrario al temor general, en vez de 161

ver asomadas las armas y los rostros de los hombres del coronel Way, aparecieron, muy radiantes, los rostros pintados de varios indígenas, blandiendo puntiagudas lanzas de madera y metal. Los hombres del coronel, tomados por asalto en un acto que no necesitó derramamiento de sangre, habían sido desarmados y retenidos. Way vio cómo se diluía su última esperanza, cómo aquellos indígenas, embutidos en lo que él consideraba harapos y gorros desvencijados, cantaban una victoria que debía ser suya. Sin embargo experimentó cierto placer al pensar que de un modo u otro cobraría a Walsh por su agujero negro en la milicia y por la traición de Rony. Su caída era inevitable. Cientos de indígenas cubrían la terraza de manera tan compacta que parecían filigranas blancas yuxtapuestas sobre la hierba. Todos ellos tenían cubierto el rostro con figuras de animales salvajes. El colorido de aquellas máscaras, los perfectos rasgos que emulaban, los gritos que emitían con desenfreno, desconcertaban la grandilocuencia de los mercenarios. El Mamo Zintana, agitando los brazos en el aire como si fueran la extensión de una nueva tierra o un árbol cuyas ramas se mecían al compás de la brisa que fluía desde la Sierra Nevada, tranquilizó la euforia de sus hermanos. 162

La luz del nuevo día entraba con una belleza inusitada, como si por primera vez aquellos hombres vieran la luz, la habitaran. La niebla se había disipado y acaso sobrevivía entre las copas de los árboles; más allá las florestas parecían cubiertas por una capa de oro. Así también, tan de repente como despertaron, habían cesado los desastres naturales de la faz de la tierra. El último vestigio era una gran nube de ceniza disipándose sobre la boca del volcán Corcovado, en Chile. Pero la estela de muertos y heridos en el mundo, de las calles y edificios destruidos, de las zonas devastadas, arrasadas por el agua, no podría cuantificarse ni borrarse de la memoria del hombre. Sobre el suelo verde de la terraza, recostado en una de las taguas, Niagwi, como buen hijo del jaguar, volvía de entre los durmientes. Sonrió. Y su sonrisa amarilla contagió como un virus. —Me alegra ver cómo recuperas el color. Temí por ti —dijo Sebastián. Un Sebastián pletórico de vida. —Debí tener el color de las conchas vírgenes —respondió Niagwi como el más inocente de los indígenas. Apoyó sus manos en el suelo para incorporarse. Con agrado contempló a los hermanos que lo rodeaban—. Lo importante es que la Madre Tierra haya vuelto a la normalidad. Los Mamos son grandes sabios. —Eso no lo dudes. —De todas maneras debemos esperar el juicio contra los extranjeros, que iniciará de inmediato. Pronto conoceremos la decisión de los Mamos. Sebastián Rendón advirtió en Harrison una genuflexión de sorpresa y desacuerdo, aún más grande que al comienzo de aquella aventura. Por eso no pudo dejar de interceder por las costumbres de los nativos. —Harrison, estamos en territorio indígena. Ellos gozan de autonomía absoluta. El juzgar a quienes pretendan atentar contra sus creencias, y sobre todo contra la vida, es un derecho 163

consuetudinario y reconocido por la Constitución de Colombia. Es el modo de asegurar su existencia. Hay que respetar sus principios así parezcan ir en contra de algunas normas nuestras. Harrison asintió no tan convencido. En silencio, continuaba observando con agudeza lo que allí se vivía. A su lado, Alejandra parecía hacer lo mismo. Efectivamente, los Mamos se habían retirado para deliberar en una de las terrazas bajas, cerca de la Piedra del Sapo. Tenían claro la clase de castigo a imponer, pero necesitaban aprobarlo por unanimidad. Desde el comienzo de la historia en la Sierra Nevada, los castigos ejemplares formaban parte de su visión para mantener el orden social, la armonía entre unos y otros. Consideraban que la casa debía permanecer limpia de cualquier espíritu maligno, de cualquier enfermedad. Por consiguiente, la cura para los males debía ser fuerte. Los ojos de Harrison observaban el parecido entre aquellos diminutos hombres, de largos cabellos como silvestres filigranas, cuya diferencia la marcaban, si acaso, sus vestidos y accesorios, y el Mamo Noreymaku, por supuesto, tan alto como una Tagua. El linaje entre recolectores de frutos y pescadores era el mismo: El mismo árbol, la misma tierra, el mismo cielo los unía desde tiempos inmemorables como blasones de creación. Esta vez no quiso dejar de preguntar. —James, ¿qué fue lo que pasó allí dentro? ¿En verdad consideras que la vara se fundió con la piedra? James Portman lo miró, como si llevara años esperando esa pregunta, como si su deseo de responderla fuera una imperiosa necesidad. —Eso es lo que parece. Y es mejor que lo consideremos de ese modo; así debe quedar registrado en la historia. Recuerda, hijo, que existen cosas que aún no podemos ni lograremos entender. No dejarían de ser meras especulaciones. 164

—Estoy de acuerdo contigo. Sin embargo, los disparos que hizo el coronel solo hicieron impacto en el cuerpo de Niagwi; los Mamos no sufrieron ni un rasguño. Y en cuanto al mercenario —con un gesto señaló a Rony—, ¿crees que estuvo de nuestra parte siguiendo otros intereses? —Esas son unas buenas preguntas. Estos hombres se mueven por los intereses más mezquinos e inhumanos. Trabajan para el mejor postor y, es posible, que su verdadera misión consistiera en llegar a Way, en desenmascarar su propósito, pero no sé si para destruirlo. La respuesta a lo primero no creo que sea tan buena, o al menos creíble desde todo punto de vista racional. —Explícate mejor, porque nadie hubiera podido sobrevivir a eso. —Tú lo has dicho: Nadie, pero ya hemos visto que ellos sí. Harrison, a estas alturas creo que mis apreciaciones sobre los Mamos estaban un tanto equivocadas, o de pronto están ahora más erradas que nunca; siempre he sido partidario de que las cosas no son lo que aparentan: la belleza puede venir cargada de una maldad inagotable, de un dulzor venenoso. Lo que te quiero decir, sin tanto análisis, es que creo que los Mamos son más que los guardianes de los Elementos habitando una bella montaña… El antropólogo tomó un respiro para continuar. Un respiro sesgado porque lo que venía no sería fácil de entender. Ni él lo podía medir con la magnitud que debiera. —A ver: Discurriendo en los hechos presenciados, y sin ser fiel a mis principios de investigador para lanzar un juicio prudente o sensato, he terminado por considerar que guardianes, lo que se dice guardianes, no son. No en ese sentido, pese a las prevenciones que tengo. Harrison, pienso que su tarea, su enigma —como en su momento pudieron hacerlo Los Aztecas, Los Egipcios o Los Sacerdotes de Angkor Vat, es posible, no sé cómo funciona o cómo transmiten ese saber—, está más allá de ser unos ancianos custodios. 165

Harrison intentó incorporarse ante sus palabras. Cada suceso en esa tierra constituía una sorpresa que crecía a ritmo apabullante, desordenando lo que ya creía saber; clavando una estaca en el centro de su cerebro. Con un gesto silencioso indicó su perturbación. —No creas que no pienso en lo que te digo. Ellos —hago la salvedad de que es mi sana consideración y que dejo de lado los principios de la ciencia y la historia que tanto he defendido— poseen una interrelación más que física y espiritual con los Elementos, una unión que trasciende a lo “divino”. Cuando el coronel disparó y las balas siguieron hasta estrellarse en las rocas de la cueva, atravesaron algo inmaterial, no físico, en estado original. Y al recoger el arma de Way pude observar que en ellos había una transparencia, difícil de describir, insubstancial, pero cargada de una energía vital, ineluctable, tan poderosa que me hizo perder todo el agotamiento, que me hizo sentir revitalizado. Harrison, eso los hace más que guardianes, porque un guardián está de un lado, es externo, nunca asume la posición del protegido; en otras palabras, es como si ellos mismos fueran a su vez los Elementos. Sí, hijo, este puede ser el más grande de los disparates dicho por el más grande de los idiotas; sí, así como sé que ese es un secreto tan hondo al que ellos jamás se referirán; tan hondo que yo, por más que escudriñe en las entrañas de la tierra o en los principios de la creación, no sabría justificar, y nadie, menos, podría entender. —Esto que me dices sí es una completa locura. Los Mamos no parecen tener nada de particular, salvo el convivir con unas costumbres similares, como tú dices, a otros pueblos primitivos del mundo, donde el respeto por las criaturas creadas y los fenómenos naturales tienen una inspiración que no te niego divina. Inspiración que siguen con una devoción envidiable por su desprendimiento de lo material y su saber milenario. De eso no me cabe la menor duda. Pero de ahí a ser algo más… 166

—Tal vez tú tengas la razón. Tal vez me he dejado llevar por la magia de sus creencias y virtudes, y digo cosas en las que quiero creer, que rayan en la especulación y en lo anodino pero que igual nos acercan a nuestros sueños más grandes de entender lo que somos. Aunque con lo que hemos visto, te repito, es posible. Todo es muy posible. —Bueno, al menos dejas la puerta abierta. Solo que no creo mucho que convenga hablarle al mundo sobre este final. James Portman miró a Harrison para guiñarle un ojo. Había cierta nostalgia en su gesto, como cohibido por algún pudor o alguna prevención más que académica o existencial. Un nudo en la garganta se le atravesó como una espina. La euforia de los indígenas los alejó de sus divagaciones. En ese instante los cuatro Mamos subían los últimos escalones de piedra, dirigiéndose al centro de la terraza, al centro donde los antiguos invocaban todos sus espíritus. El Mamo Zintana, rodeado de su gente, tomó de nuevo la vocería. Niagwi, con voz pausada, explicó, dirigiéndose a ellos: —Mamos están muy agradecidos con ustedes, así como todo el pueblo antiguo de la Sierra Nevada y los seres que nos dan el aliento diario para interactuar con la naturaleza. Mamos quieren que ustedes lleven un mensaje de paz a las naciones del mundo, que hablen de nuestra neutralidad en los conflictos, del rechazo a las incursiones de los grupos armados, de la exigencia al respeto por las decisiones tomadas al momento de aplicar justicia al interior de nuestros territorios, y les refieran a los Estados la exigencia nuestra para que cumplan con el mandato constitucional de proteger la vida, la diversidad étnica y cultural, y el territorio tradicional, base de nuestra existencia —Niagwi parecía recitar de memoria aquellas palabras, que brotaban de él con una vehemencia airosa, lúcida—. Además —continuó después de hacer una pausa—, quieren que ustedes sean siempre huéspedes de honor de esta montaña; de ellos llevan la protección y el 167

espíritu del jaguar en estas aseguranzas que deberán portar con honor religioso en sus muñecas. Por otro lado, su decisión sobre el destino de los hombres armados, sopesada por la tradición y el principio de la equidad universal, es que sean entregados a los dioses nuestros, es decir, su castigo por intentar dañar todo lo creado es el encierro bajo tierra, allí donde querían llegar después de todo —Niagwi señaló bajo sus pies—. Ahí quedarán atrapados hasta fundirse con la naturaleza, serán sombras, serán polvo, arañaran la tierra que osaron dañar, comerán la tierra que escupieron con soberbia y a la tierra volverán. Solo así podrán limpiar sus espíritus de toda maldad y de ese modo alcanzarán la eternidad del cosmos; y solo así, aunque parezca un juicio arbitrario y una condena desproporcionada o reprochable, lograremos que nadie se atreva a llegar tan lejos. Way y sus hombres no podían creer lo que oían. “¿Sepultados en vida?”. Sintió que las piernas no soportarían el peso de su cuerpo. Harrison no ocultó de nuevo su desconcierto. —En cuanto al hombre que ayudó a última hora —miró a Rony—, deberá trabajar para nuestra comunidad por espacio de cinco años. Después de eso será libre de su destino. Es todo lo que Mamos tienen para decir. Su palabra en esta montaña, para nosotros sagrada, para nosotros nuestra casa, es la ley. Y la ley de Mamos es proporcional a la ley de la creación. “Proporcional a la ley de creación”, susurró entonces Alejandra, aturdida aún por lo que había presenciado, pero prevenida por tanto aire sacrosanto en las decisiones y en los fundamentos aludidos, como si hasta la figura de los indígenas fuera una revelación divina. Alejandra optó por callar, consciente de las hazañas logradas por aquellos misteriosos habitantes, brillantes en su sabiduría, y consternada porque la vida le había enseñado a la prudencia, a creer en un Dios por encima de cualquier criatura humana. Los destinos de cada ser viviente, según su fe, recaían en la voluntad de un solo Dios, que no se podía comparar con nada ni nadie, así quienes lo 168

representaran estuvieran dotados de la más rigurosa santidad. Por el momento no había nada más que hacer. La justicia ordinaria haría el resto, suponía, a través de las respectivas embajadas de donde eran originarios los mercenarios. Escuchó los gritos de los hombres al ser conducidos por una guardia indígena bajo tierra, allá donde el camino trazaba una línea subterránea bajo la principal terraza de Ciudad Perdida. Quizás, pensó o imaginó con la certeza de estar un tanto equivocada, que a ello debía su nombre: una ciudad perdida en la montaña, o bajo ella, cuyos habitantes eran ya susurros antiguos, invisibles como los jaguares a los ojos de los vivos, que perforaban con su presencia y ecos las entrañas de la tierra. Alejandra se consumía, inexorablemente, entre un pensamiento y otro, entre un entusiasmo y un escozor, pues el largo descenso de la montaña constituía el paso obligado que ella, con un corazón que brincaba dentro de su pecho con la fuerza de un gigante, no quería dar. Y no eran los caminos con sus escalones de piedra o las trochas pantanosas; no era la empinada cuesta de la loma de Zotero ni las vertientes de los ríos; no era el bosque de niebla con sus jaguares invisibles. Era aquel hombre, de sonrisa limpia, el que tenía sus sentimientos encontrados. Era saber que en cuestión de días u horas ya todo habría terminado del mismo modo que había empezado. Era suponer que aquella aventura, sueño y pesadilla, no se repetiría nunca y cada quien volvería a la cotidianidad de sus vidas, ajenas en todo caso en un mundo que, aceptara o no, estaba predestinado a la destrucción por causas propias o externas. No pudo contenerse y emitió un sollozo, o dos o tres suspiros, antes de comenzar el descenso que la llevaría de nuevo al centro infernal de la gran ciudad, tanto o más apocalíptico que aquello que había presenciado. Solo Harrison pareció escuchar su gimoteo. Pero los grises ojos de ella le clamaron que no preguntara. Los ojos grises de ella que miraron ansiosamente más allá de aquella montaña. 169

Epílogo James Portman ingresó a la sala de espera después de darle un abrazo a Alejandra y uno que otro consejo a su sobrino. El aeropuerto de Bogotá había estado congestionado por culpa de un accidente aéreo en la Isla de San Andrés, pero a esa hora ya las cosas parecían volver a la normalidad. No obstante, el temor crepitaba en el semblante de muchos pasajeros, intimidados por las imágenes del avión partido en dos sobre la pista. James ya había advertido que era necesario dejarlos un momento a solas, abrirles un espacio en medio de tanto rigor, por corto que fuera. Sonrió para sus adentros con un mohín de complicidad. Conocía esas miradas, se vio a sí mismo muchos años atrás. La vida, precisamente, se nutre de todos esos momentos, se dijo mirándose a un espejo. Llevaba en la mano la última edición del New York Times, a raíz de una noticia de su interés que relacionaba al coronel Way con el general Walsh en un tráfico de armas. El senador Republicano Thomás Kennedy había sido el artífice de denunciar el hecho. Miró atrás de nuevo y pareció que volvía a nacer, que su espíritu se extendía en su sobrino, y se prometió que de ahí en adelante haría algo que había dejado de hacer: vivir sin el rictus de lo académico, de lo correctamente político. La vejez no trae nada bueno a un hombre solitario, volvió a mascullar, antes de perderse entre otros pasajeros de la terminal aérea. Harrison y Alejandra se habían tomado de las manos y no dejaban de mirarse. Temblaban como si el frío hubiese logrado penetrar sus abrigos y piel. Temblaban ante la despedida inminente. Por supuesto, habían entrado en una especie de meditación, como si pretendieran que sus mentes hablaran, o temieran que con las palabras se rompiera, para siempre, mucho más que sus espíritus. Un café amargo los acompañaba en la mesa. 170

Durante el retorno de la Sierra Nevada de Santa Marta, solo tuvieron disponibilidad para despedirse sin mayores protocolos de Niagwi, de los Mamos y de Sebastián. Permanecieron casi todo el tiempo en silencio, como ahora. Ese silencio que intimida o que da espanto al pensar en el camino. Habían reconocido lo que pasaba entre ellos, pero entendían que el agua debía dejarse correr, tal como era el legado de la naturaleza. Muchas cosas debían quedar así. Ellos, lo sabían, eran una de esas cosas. —Voy a extrañarte —se atrevió a decir Harrison con voz ahogada. Alejandra esquivó su mirada por un instante. En su gesto se reconoció un brillo que trató de contener. Asintió con un leve movimiento de cabeza. —Ya sabes, si viajas a Londres… Alejandra no permitió que terminara la frase. Se aferró a él como si en ese abrazo se le fuera la vida. Ella no se sentía capaz de decir nada. No era necesario al fin y al cabo. No era necesario decir más. Tres meses después, coincidiendo con la aparición de la primera publicación de El Evangelio de Judas, Harrison presentaba ante la Universidad de Cambridge su tesis sobre el más repudiado de los discípulos. El Oscurantismo de Judas, como había sentenciad Marieth, levantó escozor entre la comunidad universitaria de los colegios mayores, como si las restricciones puritanas aprobadas durante el reinado de Isabel I no fueran parte ya del pasado. Los encargados de calificarla no escatimaron en decir con sobrado acento que era un trabajo amparado por las buenas técnicas del ensayo moderno, pero que carecía de todo tipo de valor histórico, religioso y moral, que nada aportaría a las nuevas generaciones; antes bien podrían confundirlas. Sin embargo, que teniendo en cuenta la visión retórica de sus apreciaciones, el modelo de vida tan ejemplar del alumno, y lo que había hecho por salvar a la humanidad, su tesis se aceptaba sin más dilaciones. 171

Harrison recibió su título de Master of Art, en medio de un moderado aplauso, que bien hubiera desaprobado el sabio holandés Rótterdam, pero patrocinado por James Portman y Marieth Nahoa, en primera línea. —Te saliste con la tuya, ¿no? —dijo Marieth. —No puedo negar que he tenido mucha inspiración. —Inspiración de la buena —añadió James —. Y a propósito, ¿sobre qué vas a escribir ahora, Harrison Newell? Harrison no había contemplado esa posibilidad. Tosió bajo una risa cómplice: —No sé. Quizás hable de los Mamos. —¡Ni lo pienses! —gruñó Marieth, apoyándose con más fuerza en su brazo. —Y ni creas que yo me voy a quedar pasmado si decides volver a Colombia. Harrison fijó sus ojos en los de James. El antropólogo reconoció en aquellas brillantes retinas el rostro de una mujer. 172

Reconocimientos Deseo expresar ese reconocimiento, primero que todo, a los habitantes de la Sierra Nevada de Santa Marta, en Colombia: Los Koguis, los Kankuamos, los Arhuacos y los Wiwas, y por ende a todos los pueblos indígenas del mundo. Por los comentarios, aportes y revisiones de Clinton Ramírez, Jaime Ochoa, Miguel González González, Hernando Reyes, María Teresa Ruiz, Eunice González Diazgranados, y Margarita Villafañe, de la Casa Indígena de Santa Marta. A la antropóloga María Adriana Pumarejo Hinojosa y a la Revista „JANGWA PANA‟ de la Universidad del Magdalena. A los profesores James Portman y Michael Osoritnem, Carolina Batista y Chris Fart, al compartir conmigo su descubrimiento. 173


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