Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allenel papel cuidadosamente, y sintió un ligero pinchazo en losbrazos mientras lo hacía. Jamás lo admitiría ante los más jóvenes, pero trabajar enla excavación esos últimos días había sido un esfuerzoconsiderable. Pero aparte del dolor causado por usarmúsculos largo tiempo inactivos, la excavación había ido apedir de boca. Grossington estaba acostumbrado a la suerteusual en un yacimiento paleoantropológico, donde inclusoen un lugar a rebosar de huesos de homínidos había quepasarse toda una estación y excavar medio monte paradescubrir unos pocos dientes. Aquí habían descubiertocuatro esqueletos virtualmente completos en tan sólo unasemana o dos. Para Jeffery Grossington la parte verdaderamenteagotadora consistía en el laboratorio del sótano, evaluando,midiendo, comparando y pensando sobre sus nuevostesoros. Había estado invirtiendo muchas horas ahí abajo,muchas de ellas empleadas en interminables discusionesinfructuosas con Rupert Maxwell. Grossington parpadeó yobligó a su cansada mente a ocuparse del asunto que teníanentre manos. –Lo que ha encontrado usted, señor Jones, tiene unaimportancia verdaderamente inmensa. Pero me temo que nopodemos ocuparnos de ello en este momento. Simplemente,hay demasiado trabajo que hacer. Acabamos de empezarcon la labor de medir los huesos, y compararlos con losmoldes que conseguimos traernos. Todos los análisis quehemos hecho han sido improvisados sobre la marcha.Tenemos que hacer mucho más, y mejor. Rupert hizo caer su silla hacia delante con un granestruendo. 201
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allen –¿¡Cómo!? ¿Estás chalado? ¡Tenemos que seguir eserastro! Posiblemente Ambrose tiene unos cuantos parientesvivos correteando por la jungla en alguna parte. Esto nosindica dónde mirar. Tenemos que ir y encontrarlos. Laposibilidad de encontrar australopitecos vivos ha estadopresente desde que Barbara llevó aquella sombrerera a tudespacho. Jeffery, tenemos que ir tras ellos. ¿Cuál es laalternativa? ¿Nos quedamos por aquí unos cuantos añosmirando huesos y contemplando nuestros muy científicosombligos? Grossington habló: –Calma, Rupert, calma –dijo–. Me temo que puede queestemos obligados a un poco de «contemplación deombligos», como lo has expresado. Obviamente,deberíamos intentar encontrar a esas criaturas en Gabón.No hay necesidad de darme porrazos con ese asunto. Sinembargo, carecemos de un par de cosas necesarias parahacer ese trabajo: tiempo y dinero. En este momentocarecemos de financiación. Tengo que trabajarme elcircuito de contribuidores. Con lo que hemos encontradohasta ahora, estoy seguro de que conseguiremosfinanciación... pero llevará un tiempo. Al menos estamoscerca de finales de año y la gente empieza a pensar encontribuciones deducibles de los impuestos. Además, comoiba diciendo, necesitamos estudiar el material que tenemos,y decidir qué es. Un último punto: ¿Alguien aquí tienealgún conocimiento sobre Gabón que sea algo más que unavaga idea? ¿Y quién son y dónde están esos yewtani?¿Siguen existiendo? ¿Están dentro del territorio de Gabónde hoy en día? 202
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allen Rupert tamborileó con los dedos sobre la mesa y seremovió en su silla. –Ahí tienes algo de razón, Jeffery –admitió, cediendo unpoco–. He estado en Gabón, pero no puedo responder alresto de tus preguntas. Podemos averiguar las respuestas,seguro; después de todo somos parte de la unidad deantropología del Smithsoniano. Pero supongo que llevarátiempo. Tenemos que encontrar a los expertos en el ÁfricaOccidental, averiguar qué es lo que saben, probablementevolver a Washington a rebuscar entre los archivos –seanimó un poco–. Ahora que lo pienso, conozco a un tipo ennuestra embajada en Gabón. Visité un centro deinvestigación sobre chimpancés allí hace algún tiempo, yese tipo, Clark White, me fue de gran ayuda. Parecíaconocer el interior bastante bien. Rupert hizo una pausa. –Lamento haberte gritado, Jeffery, creo que puede quehayamos estado trabajando demasiado. Hemos tenidodesacuerdos anteriormente pero no los habíamos convertidoen competiciones de gritos. Grossington enderezó su cansada espalda. –Soy yo el que debería disculparse. Tampoco me hecomportado demasiado bien –se volvió hacia Livingston–.Me temo que está viendo el lado sucio de lapaleoantropología. Rupert y yo nos hemos tirado de lospelos intentando encontrarles sentido a los esqueletos delsótano. Tenemos un montón de presión encima, y me temoque ninguno de nosotros ha estado de lo más cortés. Y loque resulta aún peor es que sabemos que las cosasempeorarán mucho más cuando esto salga a luz. Será unmanicomio. A todos nos asusta esa perspectiva... y creo que 203
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allennosotros mismos tenemos problemas a la hora de creer enAmbrose. La excitación inicial se ha desvanecido con eltiempo. Y ahora estamos en una especie de estado de shock,creo yo. Esos viejos huesos del sótano han vuelto del revésnuestro mundo. Sé que he tenido unos cuantos momentosen los que he recapacitado y me he dado cuanta del desastreen el que estamos convirtiendo el mundo de lapaleoantropología, y me preguntaba si esos pedacitos dehueso eran de verdad lo que hacía falta para provocar todoesto. –Pero esos huesos están ahí –protestó Livingston–. Sonreales. Son auténticos. Son una prueba irrefutable que hayque tener en cuenta, y si la teoría no encaja con las pruebas,¡entonces hay que desechar la teoría! –concluyó con unligero toque sermoneador en el tono. –Hey, a nosotros no nos digas cuáles son las reglas –dijoRupert cansinamente–. Sabemos cuáles son. Pero, Liv, escomo averiguar de repente que eres adoptado, que nuestrasmadres no nos dieron a luz. Hace falta algo de tiempo paraaceptarlo. A todos nos han enseñado que la humanidadestaba sola, que el último australopiteco murió hace unmillón de años. Hemos trabajado durante todas nuestrasvidas adultas creyendo en eso. Lo sabíamos de la mismaforma que sabemos quiénes son nuestros padres. Así quedeja que estos viejos profesionales hastiados tengan unpoco de tiempo para hacerse a la idea de lo que Ambrose leha hecho a su mundo. –Aunque todo eso fuera cierto, doctor Grossington, ¿quépasa con Gabón? –soltó Livingston, y apuñaló con el dedola página fotocopiada–. Ahí está, en negro sobre blanco, ahíestá el lugar donde podemos encontrar otras de estas 204
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allencriaturas, sean lo que sean. Tenemos que ir a por ellas. Estaes la oportunidad de toda una vida para mí. Vayamos o no,voy a posponer mi graduación para continuar con estetrabajo... ¡pero tenemos que ir a Gabón! Barb sonrió. –No te sulfures, Liv. Iremos tarde o temprano, peroiremos –dijo–. Vamos, hablemos en el exterior. Me vendríabien algo de aire fresco, y quiero ver si han tenido suertecon la criba. Vamos, coged las chaquetas. –Los cuatrorecogieron sus abrigos y se dirigieron al yacimiento. El cedazo en sí era simplemente un viejo mosquitero deventana con unos asideros de madera atornillados, encajadoencima de un marco de madera. Hasta ahora tenían unaestupenda colección de guijarros y clavos oxidados, peronada de metatarsos o falanges. Pese a eso, la criba seguíasiendo necesaria. Faltaban unos cuantos huesos de pies ymanos, y no volverían a casa con unos esqueletoscompletos sólo en un 99 por ciento si podían evitarlo. Barbara metió las manos en los bolsillos de la chaqueta yse encogió. Incluso Misisipi se podía volver bastantefresquito en invierno. Grossington observó durante unos momentos la tierra queestaba siendo cribada antes de volverse a los becarios. –Sally, Walter, ¿por qué no descansáis un poco? –Los dosmachacas dejaron caer las palas con alivio y se apresurarona ir a la casa. Hacía un poco de frío para ese tipo de trabajo. Barbara vio cómo se iban, recogió una de las palasabandonadas y retomó el trabajo. –Rupert, tú y Jeffery no os vais a poner de acuerdo en loque respecta a la especie de Ambrose por ahora, ¿no? 205
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allen Rupert agarró los asideros del cedazo y empezó asacudirlos adelante y atrás, animando a la tierra a pasar porla malla. –Pues no. Parece que no –le dio una sacudida extra fuerteal cedazo–. No a corto plazo, si es lo que quieres decir. –Vigila las sacudidas que le das, Rupe. Estás derramandotierra por los lados. Tampoco lo creía... pero ¿de verdadtiene importancia que estéis de acuerdo? Grossington, que seguía contemplando la malla delcedazo, habló en ese momento: –¿Cómo que no tiene importancia, Barbara? Claro quetiene importancia decidir a qué especie pertenecen losesqueletos que hemos hallado. –Liv, no te quedes ahí parado, coge una pala. –Barbaraclavó su pala profundamente en el montículo de tierra desobrecarga e infló las mejillas. Era agradable usar losmúsculos–. Sí, pero ¿quién va a estar de acuerdo con uno uotro? No importa quién gane la discusión aquí, seguiráhabiendo un jaleo de mil pares de demonios cuando esto sesepa. En cuanto a mí, soy incapaz de votar por uno u otro.No creo que sea posible decidir nada sin haber analizadolos datos primero. Así que mi postura sería opuesta a la decualquiera de vosotros dos. Estéis en lo cierto o no, estáishaciendo juicios de valor con análisis insuficientes.Probablemente tenemos un par de meses antes de que estoaparezca en los periódicos, e incluso eso no será tiemposuficiente para hacer las cosas como es debido. Creo que esla presión del tiempo la que hace que tengáis unas posturasinamovibles, y esa presión es real, sin duda alguna.Tenemos que prepararnos, y rápido. –Tiró otra paletadasobre la malla, y luego se apoyó sobre el mango de pala–. 206
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride AllenPero quizá podamos estar de acuerdo en discrepar.Escribamos un artículo estrictamente descriptivo, dondesimplemente digamos cuáles son los rasgos de esosesqueletos; su poca antigüedad, sus similitudes con losaustralopitecos clásicos, que están completos, el extrañolugar donde los hemos encontrado. Obtenemos un borradorcoherente lo más deprisa posible y lo ponemos en reserva,listos para publicarlo inmediatamente si nos vemosobligados a hacerlo. Escribimos eso primero, luego lapresión disminuirá un poco y todos nos podremos sentar aexaminar esos huesos con más detenimiento. Liv usó la pala para extender la tierra amontonada sobreel cedazo. –¿Y qué pasa con mi pista? ¿Qué pasa con Gabón? Grossington carraspeó. –He estado pensando en ello –dijo–. Necesitamos algo detiempo para prepararnos, pero, sí, deberíamos ir, y pronto.Y he estado pensando en el dinero. Puedo conseguirlo sinarmar revuelo... de la Geographic, del Museo Americano deHistoria Natural de Nueva York, puede que incluso delSmithsoniano. Lo que tenemos es lo suficientemente gordopara que acuda directamente al director y pase por encimade los intermediarios. Puedo conseguirlo. Tenemos queesperar a que pasen las fiestas, por supuesto, pero de todasformas habría que investigar a esos yewtani primero.Dejadme que vadee todas esas fiestas de Navidad enWashington y saldré al otro lado con un cheque en la mano.Espero tener el dinero para cuando estéis listos. –Miró aRupert, le miró directamente a los ojos–. Puede quefuéramos un poco reluctantes a la hora de aceptar loshechos –dijo–. Puede que yo lo siga siendo. Pero tienes 207
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allenrazón y Livingston también. No tenemos más opciónexcepto seguir el camino hasta donde nos lleve. Peter Ardley había tenido la sensación de que había algoque merecía la pena investigar en el asunto del viejoperiódico de Livingston, en el rechazo de Liv a darexplicaciones. Además, era un día sin mucho movimiento yhacía buen tiempo. Acabó temprano con sus tareasasignadas, recogió su escritorio y salió de las oficinas delperiódico. Casi por impulso, fue en coche hasta la CasaGowrie y aparcó fuera de la vista de la casa. Salió y sacó sucámara del maletero. Paseando por el camino que conducíaa la casa se percató de unas cuantas cosas inusuales. Habíatres o cuatro coches con matrículas de otros estadosaparcados en la carretera de entrada. Eso era algo raro paraun pueblecito como ése. Oyó un ruido y miró hacia latrasera de la casa. Parecía que había mucha actividad en elpatio trasero. Entonces decidió ser un poco flexible con las reglas yfisgoneó en el interior del buzón que había al lado de lacarretera, un viejo truco de periodista rural, casi unprocedimiento estándar a seguir antes de entrevistar aalguien poco conocido. Se podían saber muchas cosasacerca de una persona por el correo que recibía. Pete se llevó su segunda sorpresa. Había unos cuantoscorreos personales, incluyendo lo que parecía una tarjetanavideña, expedidos desde Washington, y dos o tres sobresprocedentes del departamento de antropología de laInstitución Smithsoniana, dirigidas a un tal Grossington. 208
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allen Eso bastó para que se preguntara qué actividad serealizaba en el patio trasero. Caminó hasta la parte traserade la propiedad para tener mejor vista del asunto. Cinco minutos más tarde, con los pantalones cubiertos desemillas de cadillo, Ardley estaba agazapado debajo de lavalla de madera que rodeaba el terreno del viejo cementeriode los esclavos, y pensando en lo absurdamentemelodramático del asunto: escondido en un cementerio,espiando a un grupo de gente que cavaba un hoyo, con elcorazón palpitando de miedo a que lo descubrieran... eraridículo. Tan ridículo que estuvo tentado de poner fin a esejuego del escondite, levantarse, llamar a los excavadores yanunciar su presencia... pero no lo hizo, porque el juego nose jugaba así. Ocultaban algo allí, algo relacionado con unperiódico de hacía cien años, y él era un reportero, así quese suponía que tenía que averiguar de qué se trataba todo elasunto. No había mucho en lo que ocuparse si eras periodista enGowrie. Las noticias estatales y nacionales, las pocas quepublicaba la Gaceta, procedían de las agencias de noticias.Las historias sobre el ayuntamiento y la sede del condadoeran grandes noticias cuando las había, pero se dabanraramente y muy de cuando en cuando. La actividadpolicial era igual de somnolienta. Las reuniones de la juntaescolar se consideraban dignas de primera plana. Había tresreporteros a tiempo completo para ocuparse de todo. Comomiles de reporteros en miles de diminutos periódicoslocales de toda la nación, Pete quería su oportunidad en unperiódico de verdad, en una gran ciudad, trabajando enhistorias que significaran algo, la emoción de la cacería deuna presa que mereciera la pena abatir. 209
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allen Y ahí estaba ahora, mirando fascinado al equipo deexcavadores. Sacó la cámara de su funda y sacó unascuantas fotos. ¿Estaban enterrando algo? ¿Qué podría ser losuficientemente grande para requerir un hoyo de esetamaño? No, no estaban enterrando nada, estabandesenterrando. Mira con qué cuidado cavaban, la gentereunida alrededor de la cosa aquella cosa de madera.Livingston, una mujer negra, dos hombres blancos, unojoven, uno viejo. Estaban cribando la tierra, buscaban algo.¿El qué? Los viejos clichés de las novelas de los HardyBoys que leía cuando era niño se le vinieron a la cabeza.¿Tesoro enterrado? ¿Buscando oro? ¿De qué se trataba? Entonces, repentinamente, hubo un grito y una conmocióna un extremo del hoyo. Podía oír una voz gritando: «¡Otromás! ¡Otro más!». Las figuras alrededor del cachivache decriba dejaron caer sus herramientas y corrieron al borde delpozo. Una figura de aspecto juvenil se levantó en el interiordel hoyo, sosteniendo algo. Pete cambió rápidamente elobjetivo de su cámara, usando el teleobjetivo comocatalejo. La figura en el interior del pozo le entregó algo alhombre blanco de más edad. Pete se llevó la cámara al ojo,ajustó la imagen hasta centrarla... y repentinamente recordóque se encontraba en un cementerio pero ya presionaba elbotón. Ese «algo» era un cráneo. Había quizá un centenar de establecimientos llamadosDew Drop, la gota de rocío, por toda la nación, y la granmayoría de ellos estaba al sur de la línea Mason-Dixon.Uno de ellos, inevitablemente, estaba en Gowrie. El interiorera cutre; paneles de pino baratos clavados sobre bloques de 210
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allenhormigón. Las falsas vigas de madera del techo, hechas deespuma de poliestireno pintado, amenazaban condesplomarse sobre los clientes, que se apiñaban alrededorde las mesas desparejas esparcidas aleatoriamente por elsuelo de linóleo gris mugriento. La iluminación era tenue ymala, y había un efluvio en el aire que sugería que sepodrían encontrar extensiones de cerveza derramada resecaen algunos de los rincones más oscuros. El altavoz de lajukebox padecía de algo terminal. En ese momentogimoteaba una ahogada versión de Bing Crosby cantandoWhite Christmas, encima de la barra del bar había clavadauna tira de viejas luces navideñas, pero aparte de eso nohabía más concesiones a la estación del año. El Dew Dropera un lugar apropiado para conseguir cerveza, y conseguiremborracharse, si es lo que uno deseaba, en solitario o engrupo, en silencio o con alboroto. El lugar no hacíadisimulos ni fingimientos sobre lo que era. El Dew Drop también era el abrevadero más cercano a laCasa Gowrie, y eso era lo que había llevado a Peter Ardleyhasta allí. No era cliente habitual bajo ningún concepto,cosa que hizo que la camarera se mostrara suspicaz; pidióun escocés en vez de cerveza, cosa que la dejó sorprendida;y le dijo que trajera la botella y la dejara allí, cosa que ladejó anonadada. Servían cerveza en un torrente incesante,pero el Dew Drop servía menos de una botella de whiskypor noche, la mayor parte de ella consumida por el propiobarman. Pete se sirvió tres dedos bien largos en su vaso de chupitocasi limpio e ingirió el mejunje de un trago. Hizo unamueca y miró la etiqueta de la botella. Pésimo licor. Pero 211
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allenquizá sirviera para calmarle los nervios el tiempo suficientepara permitirle pensar. Asesinato. Eso es lo que le venía a la mente, la idea queaparecía una y otra vez en su imaginación. Cuerposenterrados, exhumaciones en privado. ¿Qué otra cosapodría ser? Pero sacaron el cráneo de la tierra, no loenterraron. No tenía sentido. Tenía fotos. Quizá fuera horade ir a la poli... ¿pero por qué desenterrar los huesos? ¿Ypor qué tratarlos con tanto cuidado? Les había vistoenvolver el cráneo en una manta con tanto cuidado como sifuera un bebé, los vio transportarlo hasta la casa. Habíavisto las luces que se encendían en el sótano, y luego unflujo constante de huesos llevados a ese sótano. Ahí abajohacían algo con esos huesos. ¿Pero el qué? ¿Y quédemonios tenía que ver el Smithsoniano con todo eso... o unperiódico de hacía ciento treinta años? Sacó el fajo de papeles doblados del bolsillo de suchaqueta y alisó las páginas encima de la mesa. Era casiimposible leer nada en la penumbra crepuscular del DewDrop, pero Peter forzó la vista y consiguió ver las letras entipografía anticuada. Tampoco ayudaba nada el que hubieratenido que reducir las fotocopias para encajar una páginaentera del periódico en cada una. Engulló otra dosis, aunquemás pequeña, del pudretripas de la casa y se esforzó porentender la fotocopia del viejo periódico. ¿La exhumaciónpodría estar relacionada con algún asunto genealógico? Ésasolía ser la razón habitual para revisar los periódicos viejos.Pero con seguridad ningún acontecimiento de la vida de unesclavo hubiera aparecido publicado. ¿Intentaba la familiaJones, negros como eran, encontrar un vínculo de sangrecon los terratenientes blancos de la época, un affaire entre 212
Huérfanos de la Creación: Capítulo diez Roger MacBride Allenamo y esclava que hubiera dado como resultado un niño?Eso sí que no sería raro. Blanco o negro, el americanomedio probablemente llevaba genes de ambas razas, loadmitiera o no... y eso se aplicaba el doble en el Surprofundo. Pero en el periódico no había nada. No se mencionabaningún acontecimiento espectacular que pudiera serimportante hoy en día, o ni siquiera algo que pudiera habersido de interés a una semana de la publicación en sumomento. Ninguna necrológica, ni nota de sociedad, nicompromiso, ni nacimiento ni muerte. Nada excepto elcotilleo ocioso de un amodorrado pueblo sureño, y lospintorescos anuncios farragosos de antaño. Los anuncios... Se le hizo un nudo en el estómago, y noera por el whisky. Grossington, Smithsoniano,antropología. Encajaba. Volvió a leer los anuncios,repentinamente sobrio del todo, y deseando sinceramenteque ojalá no lo estuviera. Ese anuncio de venta de esclavosen la primera página. Intentó encontrarlo en lasemioscuridad. Una nueva raza de Africanos, superior entodos los aspectos a la raza ofertada hasta ahora... Jesús. Encajaba. Todos los hechos encajaban. Pero erauna idea demasiado alocada. Tenía que echarle un vistazo al interior de ese sótano. 213
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride AllenCAPÍTULO ONCE Livingston miró al cielo invernal. Las navidades estaban asólo unos días, y ésa era la fecha límite para todo. Era algono dicho pero obvio: a la Tía Jo le gustaría recuperar sucasa para entonces. Además, todo el mundo tenía ganas devolver a casa. El plan era que el equipo hubiera hecho lasmaletas, huesos incluidos, para el día veinticuatro. Grossington había declarado que el trabajo de excavaciónestaba completo, y nadie parecía dispuesto a discutirlo.Tenían: un esqueleto completo al cien por cien, Ambrose;tres esqueletos con sólo uno o dos huesos faltantes,posiblemente destruidos por el paso del tiempo; y el último,Charlie Último de la Fila, setenta por ciento completo, lamayoría de los huesos de sus piernas aparentemente fuerondestruidos cuando la carretera vieja servía de torrentera yuna riada entró en su tumba décadas después. No quedabanada por descubrir. Los primeros becarios y posgrados yaestaban dirigiéndose a casa, cada uno de ellos había juradosecreto, y cada uno de ellos era una filtración en potencia.Esa era la presión que tenían encima ahora, porquedesenterrar los huesos era sólo el primer paso. Livingstonmiró por encima del hombro hacia la casa y el sótanorepleto de huesos. Todavía seguía discutiéndose ahí dentro,el ambiente estaba a rebosar de tensión y nervios a flor depiel. Liv se alegró de que mirar cómo se iban los machacasle sirviera de excusa para coger aire fresco. Pero después detantas noches largas y tensas parecían a punto de llegar auna conclusión. Rupert contempló absorto los enormes molaresprotuberantes que sobresalían del maxilar superior de 214
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride AllenAmbrose, como si estuviera memorizando cada rasgo de losdientes hipertrofiados. Luego se concentró de la mismamanera en los dientes algo más pequeños de Beulah, en losde Trio, en los del Señor Mayordomo y en los de CharlieÚltimo de la Fila. Los cráneos habían sido denominadosapropiadamente cada uno como «Proyecto de ExcavaciónGowrie» seguidos de su número, del 1 al 5, pero los apodospersistían. Barbara y Jeffery observaron a Rupert con el mismodetenimiento con que él examinaba los cráneos, cansados ycon la esperanza de que los arduos debates hubieranterminado ya. Si finalmente habían logrado convencer aRupert, entonces todo iría bien. Rupert recogió su preciado calibrador y volvió acomprobar tres medidas, las comparó con la copia impresay lo que mostraba la pantalla de su portátil, y aregañadientes admitió un error menor. Entonces volvió aprocesar los datos en la hoja de cálculo por última vez,ejecutando una serie de pruebas estadísticas quecentelleaban y parpadeaban en la pantalla. Finalmenteapareció un gráfico de barras simple en la pantalla, unrango de valores, una callada afirmación de los hechos, unarepresentación de los valores de cada australopiteco que sehubiera encontrado hasta la fecha. Y los ejemplares deGowrie encajaban perfectamente allí dónde deberían. Rupert suspiró: –Vale, Boisei es un taxón válido, y estos tipos sonAustralopithecus boisei, no un tipo nuevo. No hay duda.Ambrose parece completamente diferente, y algunas de susmedidas están fuera de los rangos establecidos, era todo ungrandullón, pero obviamente debe ser coespecífico con los 215
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allenotros cuatro esqueletos que encontramos con él; y ningunode ellos cae fuera de los valores extremos que conocemospara los boisei. Lo que pasa es que simplemente están tanbien conservados que no se parecen a los destrozados,desgastados y quebradizos boisei que conocemos de fósilesprevios. Jeffery Grossington se inclinó por encima de la mesa decaballete y le dio una palmadita a Rupert en el hombro. –Gracias, Rupert. Me alegro, me alegro mucho de nohaber sido capaz de convencerte, de que hayan tenido queser las evidencias, los huesos sobre la mesa, las que lohicieran. Fue un error por mi parte intentar convencerte agritos. Rupert apagó su ordenador, alzó los brazos para estirarse,y luego cerró la tapa de su portátil. –Pues salgamos de aquí de una vez, volvamos a casa,escribamos ese artículo descriptivo y démosles algo queatacar. Todo el mundo se quedó impresionado con la rapidez conla que pudieron recoger y empaquetarlo todo. Como losespecímenes provenían de la excavación, cada uno habíasido colocado en su propio nicho especial en su propia cajaespecial, así que incluso la laboriosa tarea de guardar loshuesos de Ambrose y compañía se hizo con rapidez. A lascuarenta y ocho horas de declararse cerrada la excavación,el equipo ya estaba listo para levantar el campamento. Barbara contempló desde la ventana de su minúsculodormitorio cómo aparecía el viejo Dodge de Livingston porla carretera de entrada a la casa mientras ella hacía lasmaletas. Livingston se llevaba a otro grupo de becarios al 216
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allenpueblo para que tomaran el autobús, que les llevaría por laruta 61 hasta Jackson, al aeropuerto, donde se dispersarían alos cuatro vientos, a casa por Navidad. Dobló sus últimas ropas y suspiró. Miró a su alrededor, ala minúscula habitación, y una vez más sintió pavor devolver a casa, de volver a ver a Michael, especialmente enesta época del año. Sacó su carta y volvió a leerla. La Tía Jo subió por las escaleras hasta la habitación queBarbara ocupaba y dio un golpecito a la puerta antes degirar el pomo y entrar. –¿Ya has empaquetado todo, niña? ¿Has metido algunode tus huesos en esa maleta tuya? –La Tía Jo se sentó en lacama y sonrió a su sobrina. Barbara se rió a pesar de sí misma y negó con la cabeza. –No, el doctor Grossington es quien se ocupa de eso. Locreas o no, ahí no hay nada excepto ropas y libros. –Barbarase sentó junto a la tía Jo y la abrazó–. Oh, Tía Jo, te voy aechar de menos. –Cielos, chiquilla, has estado tan ocupada agujereándomeel patio de atrás que no creo que te dieras cuenta de queestaba aquí. –La Tía Jo devolvió el abrazo a Barbara confuerza y la meció hacia delante y atrás–. Me percaté delremitente de esa carta que recibiste el otro día. ¿Otra deMichael? Barbara soltó a su tía y sacudió la carta que aún tenía enla mano. –Sí, la estaba releyendo. Dice unas cosas tan bonitas... –Y no te creas una sola palabra –dijo la Tía Jo confirmeza–. Michael ya te ha hecho tanto daño que no sécómo podría hacerte más... pero apuesto a que lo intentará. 217
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen¿Estás pensando en darle otra oportunidad, u otra estupidezcomo ésa? –Sí –respondió simplemente Barbara, sin poder añadirnada más. Barbara tenía la cara enterrada en el hombro desu tía, y su voz le llegaba ahogada, pero aún así podía notarsu tristeza. La Tía Jo siguió acariciando a Barbara, meciéndola,canturreando para sí misma. Para ella era algoincomprensible. Esta criaturilla iba a revolucionar el mundocientífico ella sólita y eso no le preocupaba lo más mínimo.Y un jovencito petulante, cruel e irresponsable podía dejarlahecha pedazos. –Ahora escúchame bien, doctora Barbara Marchando –dijo en su tono más severo–. Ésta no es forma decomportarte. Estás actuando como una colegiala. Eres unamujer adulta. Se supone que tienes que saber qué es lo quesientes en tu interior. Permitir que un hombre como ése tehaga daño así es un error. –Lo sé, lo sé, lo sé –dijo Barbara, sorbiendo un poco porla nariz mientras se enderezaba en busca de un pañuelo depapel–. Pero ya no sé ni qué sentir. Me digo a mí mismaque ya no le quiero, pero me llegan sus cartas y son tanhermosas, y entonces quiero volver con él... aunque sé queserá igual que antes. Entonces me miro a mí misma y medoy cuenta de que le sigo queriendo. –Chiquilla, quererle no es la solución, es el problema. Eslo que es, y eso es lo que siempre será. La gente no cambia,no voluntariamente. Te dirá lo contrario, puede que inclusolo diga creyéndolo, pero siempre intentará manipularte,retorcer tus palabras para sus propósitos, usar su propiaindefensión para obligarte a que cuides de él. 218
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen –Todo eso es cierto, Tía Jo, pero no es todo lo que hay enél. Nunca lo has visto en sus mejores momentos, en elhospital, cuidando de la gente, curándola, haciéndoseresponsable, haciéndolo todo bien, salvando vidas. –Nada de eso importa, y las cosas no siempre son lo queparecen. Barbara, si no te importa que te lo diga, Michaelno es la clase de hombre al que le importe nada ni nadieexcepto él mismo. He visto a los de su clase antes. No en unhospital, no como médicos, pero los he visto. Ahora bien,puede que se pase la eternidad haciendo las cosas másadmirables del mundo, curando enfermos, lo que sea. Loimportante no son las buenas acciones, sino la buenavoluntad, los buenos pensamientos, las buenas intenciones.No basta con hacer buenas cosas... también tienes quehacerlas por buenas razones. –Tía Jo, Michael... –Es tan buen médico porque es bueno para su ego. Actúade la forma que se supone que debe actuar un buen médicode forma que pueda probarse a sí mismo. Y entonces vuelvea casa contigo y actúa de la forma en que actúan todos loshombres de su desagradable barriada de mala muerte, comosi fueran el regalo de Dios al mundo y simplementeaparecer por la puerta ya fuera recompensa suficiente paracualquier mujer. He ido a las grandes ciudades, a ésta y laotra, de visita a los parientes y esas cosas, y sé cómofunciona. La culpa de todo la tiene su madre, si me lopreguntas a mí. Vi la forma en que lo trataba cuando nosquedamos en su casa por tu boda. Atenta a todos suscaprichos, haciéndoselo todo. Fue ella la que le enseñó a sercomo es ahora. Así es como pasa siempre. Una ira clara y dura apareció en su tono: 219
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen –Y eso es lo que nos hemos hecho a nosotros mismos enlas ciudades. No necesitamos la ayuda de ningún hombreblanco para destruirnos. Un hombre es una cosa rara en unode esos barrios, un hombre que no esté en la cárcel, o quehaya huido o que haya conseguido que lo maten. Así quelas mujeres malcrían a los que les quedan, los tratan comosi fueran las cosas más preciosas y frágiles del mundo, a lasque hay que cuidar y alimentar. Son las mujeres las queconsiguen los trabajos, las que cuidan de la casa, las quetraen dinero... y los hombres son los que se aprovechan detodo, como un soborno de las mujeres a los hombres paraque se queden a su lado. La Tía Jo se levantó y miró por la ventana. –Tú te criaste en el lado bueno del pueblo, y tu padre fueun buen padre, un buen hombre, un hombre que trabajabaduro para proporcionaros lo que necesitabais. Los hombrescon los que creciste, tíos, maestros, tus primos de más edad,todos ellos eran buenos ejemplos. Y eso es todo lo queviste, así que no esperabas que la gente fuera de otro modo.Ése es el tipo de hombre que sigues esperando que seaMichael... pero nunca lo será, ¡no de la forma en que hasido criado! »Hace unos años, después de que me jubilara comomaestra, decidí pasar los veranos trabajando con loschavales de ciudad de Chicago. Mi iglesia y otras teníanprogramas para ellos. Fui allí, y vi cómo era aquello. Ya noquedan familias completas. Y no importa lo lejos que puedaalejarse alguien de esos suburbios, las cicatrices las llevarápara siempre. Michael es un producto de su educación, dela misma forma que tú lo eres de la tuya. 220
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen »Desde el punto de vista de Michael, el maltratarte y verque tú lo soportas... ¡eso es lo que le demuestra que es unhombre de verdad! No es un buen médico para ser unabuena persona, lo es para demostrar lo listo que es. Por esohace todo lo que hace. –¿Todo lo que hace es por eso? –preguntó Barbara.Quería desesperadamente defender a Michael, a pesar detodo, incluso a sabiendas de que si lo defendía, él habríaganado. –¿Pero es que no has oído nada de lo que he dicho,chiquilla? Te lo diré una vez más, de la forma más clara yconcisa de la que soy capaz. Todo lo que hace, todo lo quedice, lo hace por satisfacer su orgullo. No por respeto haciasí mismo, sino por orgullo. Y eso es lo peligroso de todo elasunto, porque no hay nada más fuerte que el respeto poruno mismo, ni nada más frágil que el orgullo. La Tía Jo miró a su sobrina y meneó la cabeza. No servíapara nada decirle esas cosas. La única esperanza de Barbaraera que al final lo descubriera por sí misma. Peter Ardley levantó casualmente la mirada de suescritorio hacia la cristalera de la calle a tiempo de veraparcar al viejo Dodge de Livingston frente a la parada deautobús al otro lado de la calle. Observó como el maleterovomitaba maletas, petates y sacos de dormir. Así que seretiraban. Maldición. Ardley abrió su archivador y sacó un sobre grande ydelgado. Lo abrió y ojeó las fotos. Las imágenes de cuandosacaron el cráneo de la tierra. El grupo de figuras apiñadasexaminando el hallazgo. 221
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen Siguió adelante y encontró la segunda serie de fotos,tomadas más tarde, aquella noche, a través de las ventanasdel sótano de la Casa Gowrie. Eso sí que había sido uncometido que le puso de los nervios, y al que tampocoayudaron los efectos poco relajantes del whisky del DewDrop. Por otro lado, parecía improbable que se hubieraatrevido a hacerlo en caso de estar plenamente sobrio.Había vuelto rodeando el cementerio de esclavos y searrastró el centenar de metros que lo separaban de la casapara evitar ser visto, arruinándose los pantalones,embarrándose el abrigo y obteniendo todo un conjunto dearañazos y moratones cuando golpeaba con sus rodillaspiedras invisibles, caía en agujeros que no tenían por quéestar ahí y se topó con todo un bosque de zarzas que tuvoque atravesar. Pero el segundo juego de fotos sí que había valido lapena. Se había arrastrado hasta una de las ventanas, limpiase iluminadas, del sótano... y se encontró a un par de metrosno de uno, sino de toda una fila de cráneos sonrientes ydeformes. Ahí estaban, haciéndole muecas burlonas. Decirque era espeluznante era quedarse corto. Pero se sacudió deencima la impresión, montó su trípode corto y tomó todo uncarrete de fotos a exposición larga, de dos o tres segundoscada una, entonces cambió el objetivo y tomó primerosplanos de cada cráneo. Una vez que tuvo lo que quería, yano intentó ser sutil. Se levantó y corrió como alma quellevara el diablo hacia el cementerio de esclavos... y casi setorció un tobillo al meter el pie en un hoyo. Pero nadie diola alarma, y consiguió las fotos. Dos horas más tarde y unacafetera entera y volvía a tener el pulso suficiente pararevelar las fotos en el laboratorio del periódico. 222
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen Estaba justificablemente orgulloso de los resultadosfinales. Las fotos eran un poco granulosas, pero todas ellaseran nítidas y claras, con buena exposición y enfocadas. Esa satisfacción duró poco, porque entonces se encontrófrente a la cuestión de qué hacer con esas cosas. Las fotosen sí eran extrañas, pero no bastaban para ser una noticiapublicable en ningún periódico, exceptuando los del tipoque mentalmente tenía catalogados bajo el nombre genéricode El Mundo Tremebundo. Tenía que saber de qué eran lasfotos. Parecía una pregunta sencilla. Volvió a mirar sus fotos perfectas y más que perfectas, yluego contempló pesarosamente su pila de libros sobre laevolución. Creyó que sería un asunto simple hacer encajarlos cráneos obviamente no humanos con las imágenes enlos libros y seguir adelante a partir de ahí. Fácil. En vez de eso, recordó su primer intento como ornitólogoaficionado. Estaba completamente perdido, incapaz dediferenciar a los trepadores azules de los pinzones según lasimágenes de los libros, no digamos ya comparar laspequeñas imágenes con una bola de plumaje en movimientodivisada durante un par de segundos a cien metros dedistancia. Los cráneos eran... eso, cráneos, todos similares. No teníani idea de qué estaba mirando. Los libros tampoco habíansido de mucha ayuda. Lentamente estaba dándose cuenta deque las bibliotecas y librerías del Misisipi rural, baptista yrenacido no eran el mejor lugar para encontrar buenoslibros sobre lo que la mayoría de los locales llamaba la«malevo-lución». Para empezar, tampoco había tantaslibrerías y bibliotecas en el área, y las pocas que habíapasaban cautelosamente alrededor de los temas en los que 223
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allenla iglesia tenía fuertes convicciones. Pete hizo un gestodesesperanzado con la cabeza. Era terrible lo que el boicot,o la amenaza de boicot, protestas, cartas al editor, podíanhacerle a las fuentes de conocimiento. Y necesitaba ayuda.Era un periodista, completamente ignorante de todo lorelacionado con la paleoantropología, ni siquiera estabaseguro de lo que significaba la palabra hasta que la buscóen el diccionario. Los pocos libros sobre el tema que sí había conseguidoestaban desfasados en años o décadas, y las ilustracionesconsistían mayormente en representaciones artísticas ycontradictorias de lo que a los autores les encantaba llamar«hombres mono», correteando por el paisaje. Las pocasilustraciones de huesos y cráneos que había no eran másque simples bosquejos lineales o fotografías malreproducidas demasiado oscuras para sacar nada en claro.Las fotos de Pete eran claras, pero sus tomas de laexcavación habían sido obtenidas desde demasiado lejos, ylas fotos del sótano mostraban a los cráneos desde arriba enun ángulo oblicuo que no aparecía en ningún libro. Peoraún, Pete no tenía ni idea de qué formas o rasgos de uncráneo eran importante y cuáles era despreciables. Pero Pete había seguido adelante con determinación,intentando hacer encajar sus fotos con las imágenes de loslibros. En un momento u otro se convenció de que las fotosencajaban con chimpancés, gorilas, con el Homo erectus ycon el Sinanthropus pekinensis, hasta que descubrió que laciencia hacía tiempo que había decidido que esa últimaespecie no existía. Entonces pensó que los cráneos podíanser de orangutanes, neandertales o de cualquier tipo de gransimio. Incluso había encontrado un viejo libro dedicado por 224
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allencompleto al Eoanthropus dawsoni, el hombre del alba deDawson, antes de darse cuenta de que el Eoanthropus noera nada más que una falsificación, el Hombre de Piltdown. Hojeando el libro, halló algo de consuelo en las historiasque se repetían sobre científicos expertos que habíanestudiado este o aquel cráneo durante años antes de poderidentificarlo con claridad, rotundidad y de formacompletamente errónea. Pero si todos ellos se equivocabantanto y tan a menudo, ¿cómo iba él a acertar? Le era imposible decidir qué es lo que se traía entremanos esa gente de Washington. ¿De qué iba todo elasunto? ¿Se había topado con una panda de excéntricos quedesenterraban unos monos que algún chalado habíaenterrado o, como le decía su intuición, tenía entre manos elreportaje de su vida, más de lo que había soñado jamás?Supongamos que lo tratara como un supernotición y queentonces le estallara en la cara, que resultara ser unahistoria que no valía ni la tinta para imprimirla. Tenía queser una cosa u otra; no había términos medios. Volvió a mirar a través de la cristalera de la fachada yobservó a Livingston despidiéndose de los demás. Parecíaque todos se volvían a casa. Eso sugería que se trataba deun fiasco. ¿Por qué se iban si era tan importante? Lo malo era que nada era tan claro. Si dejaba la historia,no le ocurriría nada a su carrera, no correría ningún riesgo.Y parecía algo tan descabellado... Con pesar, cerró las carpetas, las volvió a meter en losarchivadores. Y cerró el cajón con un poco más de fuerzade la necesaria. 225
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen Se quedó sentado allí sin hacer nada durante diez minutos,mirando el cajón del escritorio, repitiéndose una y otra veztodas las razones para dejar las cosas en paz. Entonces, de manera bastante repentina, se levantó y fuehasta la estantería de material de referencia que cubría lapared opuesta de la redacción. Ahí estaban las guíastelefónicas de todo el estado. Sacó la guía de JACKSON, se lallevó al escritorio y empezó a pasar las páginas en busca delas entradas de la Universidad Estatal de Misisipi. Las llamadas telefónicas eran una costumbre arraigada, oquizá algo instintivo, en el negocio del periodismo. En diezminutos tenía el nombre de la doctora Roberta Volsky, deldepartamento de antropología. Desafortunadamente, surecepcionista le dijo que la doctora Volsky no estaríadisponible hasta después de las vacaciones de Navidad.Pete se conformó pese a su impaciencia. Esos cráneoshabían esperado mucho tiempo bajo tierra, podían esperarun poco más. Acordó una cita el 11 de enero a las diez a.m. Se sintió mejor después de eso, y pasó el resto de la tardetrabajando alegremente en un artículo navideño sobre lacampaña anual de adopción de mascotas del refugio deanimales. Material de primera plana para la Gaceta, con laimagen de un cachorrillo de enormes ojos en un lateral. APete ya no le importaba. Quizá el 11 de enero habría dejadotodo eso atrás. Rupert insertó a tientas la llave en la cerradura, la giró aun lado y otro hasta que la cerradura respondió, entró en suapartamento... y algo saltó sobre él por detrás y le agarró lapierna con fuerza, haciendo que la espinilla floreciera enrojo de dolor. 226
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allen Dejó caer su maleta y gritó alarmado, luego se calmó y seagachó para despegar al Presidente Miau de sus vaqueros.Debería haberlo esperado. El pobre se había quedado solodurante semanas, y sólo Blanche, la vecina de al lado, veníauna vez al día a ponerle comida. No era de extrañar que sealegrara de ver a Rupert volviendo a casa. Rupert tuvoambas manos ocupadas durante un minuto intentandotranquilizar al excitado gato. Finalmente consiguió calmarlo suficiente al Presidente Miau para poder cogerlo con unbrazo, dejando el otro libre para ocuparse de encender lasluces y demás. Presidente se acurrucó contra su pecho yempezó a ronronear ruidosamente, apretando sus garrascontra el suéter de Rupert. Rupert olisqueó el aire con suspicacia. Sí, el apartamentoolía definitivamente a gato rancio. Bueno, no podía culpar aBlanche por no cambiar la tierra del gato más a menudo, noes que fuera el trabajo favorito de nadie. Rupert suspiró yempezó a abrir las ventanas. Olía como si también fuerahora ya de limpiar la jaula de los ratones. La vuelta a casasiempre era una experiencia maravillosa. Dos horas más tarde, el lugar ya estaba aireado, el correoordenado, y el apartamento, a ojos de Rupert, tenía unasemblanza de habitabilidad. Para cualquiera que no fuera él,el lugar parecería inmaculado, pero para Rupert era apenastolerable. Encendió su ordenador de escritorio y jugueteó con élunos instantes, transfirió los archivos del portátil. Pero esoera simplemente perder el tiempo retrasando lo que habíaque hacer, y él lo sabía. Tenía que escribir unas cuantascosas: su parte del artículo sobre Ambrose y compañía... yuna carta. Rupert odiaba escribir, odiaba el interminable 227
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allenesfuerzo de toquetear locuciones y adverbios para que lascosas quedaran perfectas sobre el papel. Las notasgarabateadas y las marcas de atención no le importaban; erala escritura formal la que no soportaba. Todo lo queexpresaba en forma escrita siempre le acababa pareciendotan forzado, tan formal en el primer borrador. Y en elsegundo. Y en el tercero. Los resultados finales siempreeran bastante satisfactorios, pero el llegar hasta ese puntosiempre conllevaba un dolor interminable, era tan duro paraél que jamás dejaba que nadie del trabajo lo viera en el actode escribir, sino que siempre lo hacía en la privacidad de suhogar. Las palabras escritas siempre le hacían anhelar laclara precisión de los números, de las tablas, de losgráficos, de los sólidos hechos. Sabía que al otro lado de la ciudad Barbara ya estaríatrabajando duro con la sección que correspondía aldescubrimiento de los cráneos. El viejo criticón deGrossington estaba encargado supuestamente de hacer lasección comparativa, una vez que hubiera recaudado eldinero necesario para el viaje a Gabón. Y eso dejaba aRupert la descripción profesional de los huesos. Era unarepartición lógica del trabajo, y a Rupert le tocaba la laborque mejor se ajustaba a sus talentos, pero lo odiaba de todasformas. También tenía esa importantísima carta queescribir. Y no había nadie más que pudiera escribirla. El Presidente Miau saltó desde el suelo hasta la mesa delescritorio y luego hacia su lugar acostumbrado encima de lajaula de los ratones. Rupert alargó la mano para rascarledetrás de las orejas. –No te pongas demasiado cómodo, colega –le dijoRupert–. Con algo de suerte, estaré de viaje otra vez dentro 228
Huérfanos de la Creación: Capítulo once Roger MacBride Allende poco y te volveré a dejar solito. Esperemos que Blanchesiga dispuesta a aguantarte. Suspiró y comenzó por la carta. 229
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride AllenENEROCAPÍTULO DOCE Clark White aposentó cuidadosamente su amplio traseroen la obsoleta silla giratoria de escritorio, estándar deoficina gubernamental, cosa que hizo crujir la sillasonoramente mientras él se inclinaba sobre la mesa ycarraspeaba con una sonoridad de proporciones épicas. Sefrotó la papada, o papadas, para ser más precisos, allí dondela navaja le había irritado esa mañana, cruzó los brazossobre su panza masiva y miró con abatimiento su bandejade entrada. Lo mismo cada mañana, aquí en Gabón o en cualquierotro destino que le hubiera tocado. Papeleo. Sabía que en elfondo, de alguna manera, todos esos pedacitos de papelconseguían que se hicieran cosas. Nada ocurría, o podríaocurrir, sin los pedacitos de papel. Pero el cómo y el porquéde eso se le escapaban. Miró por encima del pulsanteaparato de aire acondicionado, por la ventana sucia quedaba a las calles de Libreville, sólo para asegurarse de quela capital del país extranjero seguía ahí fuera. Teniendo encuenta toda la excitación y exotismo de su trabajo, bienpudiera estar de vuelta en su despacho de Foggy Bottom,Washington D.C., o en casa, en Des Moines. Con infinita reluctancia, y con algo más que unpensamiento fugaz dedicado a los pasteles que le llamabandesde la tienda de la esquina, se puso sus maltratadas gafasde lectura y comenzó su búsqueda diaria del fondo de esapuñetera bandeja de papeleo. Todo eran cosas rutinarias,por supuesto. Petición urgente de suministros deemergencia por parte de la expedición Howfritz, una nota 230
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allenen tono nervioso de parte del Museé de l’Homme en Paríspidiendo transporte para uno de sus primatólogos que sehabía quedado atascado en medio del quinto pino en unaaldea olvidada de Dios al norte de Booué en la regióncentral del país. Una disputa entre dos científicosamericanos sobre los gastos de envío de su equipo.Apresuradas peticiones de visados para tres estudiantes depostgrado que iban a reunirse con el grupo de entomólogosque estaba en algún lugar al sur, cerca de Libreville...estudiantes a los que sin duda les habían dicho que setrajeran sus propias mariposas de casa, ese grupo siempreandaba pillado de dinero. El trabajo de agregado científico normalmente estaba másrelacionado con el equipaje que con los grandesdescubrimientos. Todo eran cosas que podía hacer dormido.Cosas que se sabía de memoria: a qué oficial gabonésllamar por teléfono, quién le debía favores a quién, quién enla embajada se mostraba cooperativo sólo después de unabundante almuerzo líquido, quién sabía dónde se podíanconseguir repuestos de Land Rovers, todos los detallitos delos que dependía el llevar a cabo una labor científica enmedio de la jungla. Y eso era sólo una parte de su trabajo.En una embajada pequeña como ésta todo el mundo teníaque hacer de todo. Se acercaban las once y la pausa para el café antes de queSam, el recepcionista de la embajada, llegara con el correo.El correo siempre era el momento cumbre del día paraClark. Puede que sólo le llegaran más pedacitos de papel,pero al menos eran los pedacitos de papel destinadosespecíficamente a él, no a un maremágnum burocráticogeneral. 231
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allen El correo de Clark llegaba directamente a la embajada.Llegaba de manera más segura y fiable que cualquier cosaque le enviaran a casa mediante el sistema postal local.Además, la embajada sabría dónde encontrarle una vez quese marchara de Gabón. Este era su séptimo u octavodestino, y aún así le seguía llegando correo dirigido a élreenviado de cualquiera de sus direcciones anteriores.Cartas enviadas, reenviadas y vueltas a enviar,circunvalando el globo hasta dar con él. Su hija adulta en Washington se ocupaba diligentementede que el correo con la dirección de su casa en los EstadosUnidos le fuera reenviado, no sólo cartas, sino también elcorreo basura, revistas a las que se había olvidado decancelar la suscripción, facturas, todo el hermoso conjunto,intrascendente y banal, de correo doméstico que recibíatodo norteamericano cada día. El recibir una docena desobres publicitarios que gritaban Usted Puede Ser Uno deNuestro Ganadores con la firma de la estrella de la tele EdMcMahon le hacía sentirse menos aislado de la vida en losEstados Unidos. Lo tiraba todo a la basura, por supuesto,pero incluso así era reconfortante el retener un diminutojirón de la forma de vida que llevaba allá en casa. Dehecho, era extraño, pero el correo de casa era lo que lehacía sentirse lejos de casa. Esta existencia aburrida yburocrática transcurría en el limbo, no en un lugar deverdad en alguna parte del globo. Algunas de las embajadas más grandes en las que Clarkhabía estado destinado, especialmente la de Bonn, creabanese limbo intentando construir una diminuta isla deamericanismo en medio de la capital extranjera: comidaamericana, muebles americanos, teléfonos de estilo 232
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allenamericano, desvencijado mobiliario de oficina americano yrecubrimiento plástico cutre para el suelo, una escuelaamericana para los chavales americanos, productosamericanos en el supermercado de estilo americano de laembajada. Todas las tonterías de estilo americano,inapropiadas e irreales, presentes allí no para reconfortar alpersonal de la embajada, sino para recordarles lo aisladosque estaban en realidad de la vida local... lo solos queestaban, lo extranjeros que eran. El llevar a cabo losrituales que sólo tenían sentido en edificios de oficina amedio mundo de distancia hacía que la vida diaria de laembajada pareciera irreal, onírica. Aquí en Gabón hacía falta el esfuerzo conjunto de toda lacomunidad diplomática para crear un tipo de limbodiferente, un microcosmos que no estaba fuera de lugar,sino desfasado en el tiempo. Eran los franceses, en su granembajada, los que hacían la mayor parte del trabajo. Losfranceses seguían teniendo un anticuado paternalismo en loque se refería a su antigua colonia. Los edificios de la épocacolonial, el francés de libro de texto que todo el mundohablaba, las diferentes adaptaciones a los trópicos de losestilos formales de vestimenta occidental, las institucionesque los gaboneses habían adoptado, todo ello parecía hacerque el pasado fuera más real, más claro y nítido que elsomnoliento presente. Todo tenía un aire irreal a sualrededor, como la forzada apariencia hogareña delapartamento de un divorciado solitario. Formaba unamortaja protectora de algodón que sólo servía para hacerque el personal se sintiera más distanciado todavía delmundo duro, bullicioso y desconcertante de una ciudad 233
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allencostera superpoblada cociéndose a fuego lento entre elecuador y el Atlántico. Pero el correo de casa pertenecía al tiempo presente y erauna prueba real de que el hogar seguía existiendo y enfuncionamiento. Hoy el correo era una satisfactoria pila quecaía sobre la mesa del escritorio con un sonido de unasolidez reconfortante, un fajo grueso atado con gruesasgomas elásticas para mantenerlo unido. La mayoría de lossobres llevaban un cierto tiempo rodando por el mundo:parecían desgastados, muy manoseados, y las direccionesoriginales habían sido tachadas con un REENVIAR PORFAVOR escrito sobre ellas. Clark White tiró animadamente a la papelera los anunciosde grandes almacenes a medio mundo de distancia, lasinvitaciones para tarjetas de crédito que no podría usar, serió con las postales enviadas por colegas del ServicioDiplomático repartidos por los cuatro puntos cardinales delmundo, frunció el ceño ante una notificación de hacienda,se saltó las tarjetas de felicitación navideñas que llegaban adestiempo, y reservándose lo mejor para el final, abrió yleyó y releyó ansiosamente la carta semanal de su hija.Todo iba bien por casa, o eso parecía, y su paquete denavidades había llegado a tiempo. Creía que la carta de suhija era la última del correo, pero había algo que habíapasado por alto. Al final de la pila había algo de lo más inusual: un correopersonal enviado directamente a su dirección actual. Miróel matasellos. Institución Smithsoniana, Washington, D.C.Desgarró el sobre para abrirlo, sacó un grueso fajo de papel,divisó una referencia a Misisipi y frunció el entrecejo.Comprobó el nombre del remitente. ¿Rupert Maxwell? 234
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allen¿Qué demonios había estado haciendo ese perdido en elquinto pino de los pantanos del sur? Clark carraspeó para sí y examinó la carta. Era del estilode Rupert por completo: papel de calidad, obviamenteescrita a ordenador, un perfecto trabajo de impresión. Conun vistazo pesaroso a su propia máquina de escribir RoyalUpright, deseó, no por primera vez, que el presupuesto de laembajada le permitiera algo así. Entonces puede que lagente se tomara sus cartas en serio. Suspiró, se ajustó lasgafas y comenzó a leer. Querido Clark: ¡Saludos! Espero que Libreville siga siendo taly como era y que todo te vaya bien. Te escribo con la esperanza de que puedasreunir algo de información en preparación a unviaje que emprenderíamos a Gabón. Algunosamigos míos y yo mismo estamos interesadosen echarle un vistazo a una tribu llamada losyewtani (la grafía es antigua y posiblementecorrupta; como sabemos tú y yo, esas cosassiempre se desvirtúan en la transliteración). En este momento, no tenemos más que unaúnica referencia a esa tribu, que indica queestán «en Gabón». Te escribo algoapresuradamente, y antes de obtener losresultados que espero conseguir de otrasfuentes. Ya que no sabemos cuántainformación tendrá nuestra gente de laInstitución, y como cualquier duplicación serávaliosa a la hora de contrastar informaciones y 235
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allenfuentes, te pediría que investigaras la tribu dela forma más completa que puedas. Estamosansiosos por saber dónde está esa tribu, quélenguaje (o dialecto) hablan, qué lenguajes deintercambio pudieran usarse para comunicarsecon ellos, cómo de grande es su población, quétipo de vida llevan, cuántas aldeas hay, y cosasasí. Te pediría además que incluyerascualquier información anecdótica adicional,rumores y cotilleos, si me permites laexpresión, concernientes a la tribu; los detallesque nos puedan dar una idea de cómo son. Llegados a este punto te estarás haciendounas cuantas preguntas sobre mí, de eso estoyseguro. Ninguna de las cosas anteriores cae enmi terreno, o siquiera está remotamenterelacionada con él. No sólo eso, sino queademás te estás preguntando a santo de quédeberías tomarte la molestia de averiguarcosas sobre una tribu desconocida allá en laGran Nada Oriental. Vale, he vacilado desde elprincipio de esta carta sobre la forma deexplicártelo todo, pero supongo que la mejormanera será contarte una historia. Tococomenzó cuando una amiga mía encontró unantiguo diario... Clark continuó leyendo, cada vez más y más asombrado.Como siempre que estaba absorto con su trabajo, se olvidóde todo mientras estaba inmerso en la lectura. Víctima deunas gafas para ver de lejos de poca graduación, mantenía 236
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allenla carta a casi la distancia de su brazo, con la cabezaligeramente echada hacia atrás para hacer que las lentesmagnificaran un poco. Esa postura hacía que dejara lamandíbula colgando, haciéndole proclive a respirar por laboca en jadeos y a murmurar para sí. ¡Esos lunáticosafirmaban haber encontrado lo que se suponía que eran losantepasados de la humanidad viviendo todavía en lapuñetera jungla africana! ¡El maldito eslabón perdido! Dentro de la prisión de su cuerpo viejo y gordo, podíasentir el corazón latiendo acelerado por la emoción. Terminó de leer la carta y la guardó cuidadosamente en sucaja fuerte personal. Tres minutos más tarde, ignorandoalegremente la rebosante bandeja de entrada de documentosen su despacho, estaba de camino a visitar a cierto caballeroen el Ministerio de Cultura. Jeffery Grossington enrolló una hoja de papel en blancoen su venerable máquina de escribir eléctrica y lacontempló con disgusto. Seguía siendo un hombre queodiaba las prisas. Y ahora recordaba lo mucho que odiabasucumbir al apresuramiento. Pero no había opción. Esteartículo tenía que estar listo lo antes posible. Lascontribuciones de Barbara y Rupert ya estaban en suscarpetas sobre su mesa, y ambos estaban muy ocupadospreparando el viaje al extranjero, suponiendo queobtuvieran alguna respuesta favorable por parte de ese talWhite. Acordaron que el artículo tenía que estar preparadoantes de que nadie fuera a parte alguna, que los trestendrían la oportunidad de ver las palabras sobre la página ydiscutir cada minucia y expresión antes de que el equipopartiera hacia África. 237
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allen Incluso con el artículo completado, por supuesto, habríaretrasos en su publicación. Todavía quedaban muchasilustraciones que hacer, por ejemplo, y Grossington nisiquiera había contratado todavía un dibujante. Tendríanque someterlo al escrutinio de una publicación y el artículosería evaluado y examinado antes de ser publicado, unproceso que podía tardar semanas o meses. Éste era el tipo de rutina del que Grossington solíaencargarse por su cuenta. Pero las palabras mismas erandemasiado delicadas, demasiado importantes para serdelegadas a un solo miembro del equipo. Tenían quepermanecer juntos en esto, no sólo de nombre, sino demanera activa. Al menos el problema del dinero se había solucionado.Los cofres de la National Geographic Society siempreestaban abiertos... siempre y cuando fueras alguien de éxito.Una mirada a Ambrose, y el presidente de la Sociedad echómano a la chequera. Había un quid pro quo, por supuesto:la Geographic quería un artículo de divulgación para larevista. Ya se preocuparían de eso más adelante. Por supuesto, ahora había varias personas en laGeographic que sabían de la existencia de Ambrose. Ytodos los estudiantes de postgrado dispersos. Y el editor yel personal de Scientific American. Oh, habría filtraciones.Y pronto. Flexionó los dedos y empezó a martillear el teclado, conlos golpes excesivamente fuertes de alguien que aprendióen una máquina de escribir manual. Había un montón decosas de las que se preocuparían más tarde. Ahora lo únicoque tenía importancia era poner las malditas palabras sobreel papel. 238
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allen Era un gélido y cristalino día de enero, y la ciudad deWashington estaba en todo su esplendor. El Canal CyO sehabía helado. Si el tiempo frío se mantenía, la gente podríapatinar sobre el hielo en un día o dos. Barbara respiró elaire limpio y fresco y sintió el satisfactorio crujir de lagravilla bajo sus pies mientras paseaba por el camino desirga del canal. Su trabajo había terminado por el momento,y le sentaba bien haber podido salir del apartamento y deldespacho. Se detuvo y lo vio. Ahí estaba Mike, cerca de la esclusadel canal, justo donde ella le había dicho que estuviera.Tenía buen aspecto, hermoso, firme, y sin embargo, algoperdido. Le hizo falta un esfuerzo de voluntad para no irhacia él. Al instante supo que había hecho bien enencontrarse con él en el exterior, en público, en territorioneutral. No habría oportunidad para histerismos,emociones, ni restaurantes románticos. Era la única formaposible de tratar con Michael. Mantener puestos losguantes, llevar el abrigo más pesado y voluminoso quetuviera para evitar las caricias, ahogar la atracción físicaque sentía hacia él bajo capas de ropa que le evitaran sentirsu cuerpo si él se atrevía a abrazarla. Incluso el decir sí a laprimera vez que él le pidió verla fue una decisión tácticadeliberada por parte de ella, en vez de decir no mediadocena de veces, permitiendo que él la asediara, haciéndolasentir culpable, permitiéndole a él obtener el control yelegir la hora y el lugar de su encuentro. Sabía, incluso mientras hacía sus planes y tomaba susprecauciones, lo paranoico, lo demencial que era todo. Perose sentía bien mientras caminaba hacia él en este lugar 239
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allenpúblico, se sentía al mando, segura, escudada frente acualquier cosa que pudiera lanzarle. Se obligó a recordartodo lo que la Tía Jo le había dicho. Ayudaba. Él la vio y dio un paso o dos hacia ella. Ella se detuvo acasi dos metros de él, y se retiró un paso cuando él semovió hacia ella. –Hola, Mike –dijo ella, sonriendo–. Me alegro de verte. –Y lo extraño es que se alegraba de verle. Era casi como siestuviera ganando esta escaramuza desde el principio.Tenía las suficientes defensas alzadas para sentirse segura.Podía relajarse detrás de sus férreos escudos. –Te eché de menos en navidades –dijo él–. No viniste.Intenté llamarte, pero el contestador siempre estaba puesto. Barbara se rió, aunque no entendiera exactamente larazón. Ya comenzaba a pincharla. –He estado muy ocupada. Acabo de terminar un artículomuy importante. Además, sólo estuvimos mamá y yo, unasNavidades muy tranquilas sólo para nosotras dos. –Pero podías haber venido a visitarme, o llamarme. –Michael, estamos separados, ya no estamos casados enrealidad. No tengo responsabilidad sobre la forma en quepasas las vacaciones. Vamos, demos un paseo. –Lo rodeó yse dirigió al norte por el camino de sirga, dando largaszancadas, obligándolo a acelerar el paso si quería caminar asu lado. –Pero hoy has venido –señaló él cuando consiguióponerse a su altura. –Porque quise –dijo–. No por obligación, no porque túquisieras que viniera. Michael se quedó en silencio un tiempo. 240
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allen –¿De qué iba el artículo? ¿Sobre ese cráneo queencontraste en Misisipi? –Correcto –miró adelante, observó a un ciclista a untrecho por delante en el camino, pedaleando hacia ellos. Seacercó y pasó junto a ellos a toda velocidad un momento odos después. –¿No me vas a contar nada? Barbara se detuvo y se giró para enfrentarse a él. –Michael, en primer lugar te enteraste del asunto porquete pusiste a registrar mis cosas y luego me hiciste sentirculpable por ello. Es un asunto muy delicado y no sesupone que pueda hablar de ello todavía... y además no veoque hayas demostrado ser un confidente digno de talconfianza. –Lo que estás diciendo es que no confías en mí –dijo él entono petulante. –¿Me has dado alguna razón para hacerlo? –preguntó ella. –Lo siento. No volveré a fisgonear –dijo con tonoenfadado–. Pero me hubiera gustado que me dijeras lo quehacías. En ese momento, Barbara lo miró, y el acto de mirarlocasi fue su perdición. La voz firme contrastaba con suexpresión. Parecía tan indefenso, tan abandonado, que tuvoque hacer acopio de voluntad para no acercarse, tocarle,decirle que todo estaba bien. Barbara se dio cuenta de quelo había vuelto a hacer, se había puesto en el papel de laparte ofendida, le había hecho sentir que le debía unadisculpa, le había dado el poder de hacerle sentirse mejor...todo ello en una frase o dos. Sin duda, Michael ni siquierase percataba de que lo había hecho, para él era un reflejoautomático. Ese tipo de habilidades no se aprendían de la 241
Huérfanos de la Creación: Capítulo doce Roger MacBride Allennoche a la mañana. Hacían falta años de práctica para sertan bueno en ello sin necesidad de pensar. ¿Cabía laposibilidad de que dejara de hacerlo? ¿Y por qué iba a dejarde hacerlo? Le funcionaba muy bien. Michael habló, rompiendo el silencio de su ensoñación. –Pero está bien –dijo, perdonándola por sus ofensasimaginarias–. Sólo quería volverte a ver. Quiero estarcontigo. Barbara quiso, casi por puro reflejo, decir sí, claro, porsupuesto, intentémoslo de nuevo, vayamos a cenar. Podíasentir su mano moviéndose hacia él, recorriendo por sí solala distancia para coger la suya. Consiguió detenerla justo atiempo. Abrió la boca para hablar, la volvió a cerrar, volvióa empezar, y al fin las palabras brotaron de su boca: –Ya es demasiado tarde para eso –dijo–. Dentro de pocome volveré a marchar. Dentro de muy poco. Y se maravilló de lo bien que se sentía al decir esaspalabras. Como si finalmente hubiera ganado una victoria,como si al final tuviera control sobre algo. Pero también había un dolor en su corazón. Miró a Mike alos ojos otra vez. Huía, abandonando al hombre al queamaba, capitulando, escogiendo la soledad. Era una extrañavictoria cuando sentía que perdía tanto. 242
Huérfanos de la Creación Roger MacBride AllenCAPÍTULO TRECE Peter Ardley se removió incómodo en la dura silla demadera que se tambaleaba. Era la típica silla que siempreacababa en los pasillos de la universidad, expulsada de laclase por estar demasiado desvencijada. Miró al reloj ysuspiró. El silencio resonante del corredor en el que estabamagnificaba el sonido y le hacía sentirse aún másincómodo. Volvió a mirar al reloj, sabiendo que ya habíamirado la hora treinta segundos antes. Once menos cuarto.Ya llevaba esperando allí tres cuartos de hora. La razónpara la mayor parte del retraso podía verse claramente en lapuerta del despacho, pegada con cinta adhesiva amarilla alcristal. La profesora Volsky tenía clase de 9:30 a 10:30 loslunes por la mañana. Su secretaria se había equivocado aldarle cita a las diez en punto. Entonces oyó el taconeo preciso y claro de unos zapatosde tacón de madera sobre el suelo, procedente del otroextremo del corredor, y una mujer blanca, delgada, deaspecto activo y de unos cincuenta años apareció doblandola esquina. Se percató de su presencia y le sonrió mientrasse apresuraba a llegar a su lado. Era una persona de aspectoanimoso, que llevaba el cabello gris apilado en ordenadosrizos. Llevaba puesta una blusa y una falda lisas y unoszapatos que parecían más cómodos que elegantes. Pete se levantó y le estrechó la mano. –¿Profesora Volsky? Soy Pete Ardley, de la Gaceta deGowrie. –Sí, claro, el señor Ardley, por supuesto. Mis disculpaspor la confusión. Me cambiaron el horario mientras estabade vacaciones de Navidad y me temo que sólo descubrí quemi clase y mi cita con usted estaban en conflicto cuando ya 243
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allenestaba dando clase esta mañana. Entre, por favor –dijomientras hacía girar la llave en la cerradura, abría la puertaa su minúsculo despacho y le hacía un gesto a Pete para quese sentara en una silla. Era una habitación luminosa,aireada, repleta de libros y papeles. Pete miró por laventana hacia los amplios céspedes de la Ole Miss. La profesora Volsky consiguió maniobrar para colocarseen el estrecho rincón entre su escritorio y la ventana, vertióagua de un jarro en una diminuta máquina de café queestaba colocada sobre el alféizar de la ventana, metió un parde cucharadas de café en el molinillo, abrió la partesuperior de la ventana apenas una rendija, retiró su silla delescritorio; todo ello en un movimiento sin pausas y fluidoque hacía que pareciera que no se estaba apresurando enabsoluto. –Bueno, y ahora, ¿qué puede hacer una profesora deantropología por un reportero de periódico? Pete sacó una carpeta de su maletín. –Me gustaría que le echara un vistazo a unas fotos. La profesora sacó sus gafas del bolso y se las colocó. –¿A fotos de qué? –preguntó. –Eso es lo que me gustaría que me dijera –dijo Pete,tendiéndole el sobre. Ahora compartía el secreto, en elprimer paso del viaje que emprendía para conseguir suhistoria... si es que había una historia al final de todo.Observó, con las palmas de las manos sudorosas ymariposas en el estómago, cómo la profesora abría el sobre.Le echó un vistazo a la primera foto, cerró la carpeta y miróa Pete intensamente. –¿De dónde han salido esas fotos, señor Ardley? 244
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allen –Por favor, profesora, preferiría no decirlo por elmomento. Me gustaría que mirara las fotos, que examinarala evidencia objetiva, por así decirlo, y que la interpretarasin ninguna palabra por mi parte. No quiero confundir lascosas. Después de eso, le diré de buena gana todo lo que sé. –La verdad –dijo ella– es que le pide usted mucho a unapersona como yo, pero comprendo su razonamiento.Obviamente, las fotos no pueden ser lo que parecen ser. –Reabrió la carpeta y examinó lentamente cada imagen,manteniendo el rostro inexpresivo. Una ráfaga de aire fresco entró en la habitación,desplazándose desde la parte superior de la ventana abierta.La nariz le empezó a picar a Pete, y se encontróresistiéndose al impulso de rascársela, como si volviera aestar en el colegio y le hubieran castigado a quedarsedespués de clase con un profesor estricto. Avergonzado sinrazón alguna, levantó la mano furtivamente y se frotó lanariz lo más rápidamente posible. La máquina de caféborboteó y silbó, y un delgado hilillo de líquido descendió ala garrafa. La profesora Volsky sacó una lupa del cajón delescritorio y examinó las fotos más detenidamente. Pete fueconsciente del rotundo tictac de un reloj procedente dealgún lado a su izquierda. La máquina de café terminó su trabajo, y una nubecilla devapor se alzó de ella con un resoplido. La profesora levantóla vista distraídamente de las fotos y dijo: –Sírvase usted mismo, señor Ardley. Ahora Pete se encontraba en un nuevo dilema.Obviamente, tendría que servir café a su anfitriona también,pero ¿cómo le gustaba a ella? ¿Se atrevería a interrumpir suconcentración y preguntárselo? Se había olvidado del temor 245
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allenque le inspiraban los profesores, cualquier profesor.Olvídalo. Mejor no servirle a ella. La profesora se levantó bruscamente, se dio la vuelta,sacó un libro de la estantería y volvió a sentarse con el libroen la mano. Pete se sirvió café en una taza de plástico,volvió a sentarse en su silla e intentó bebérselo sin sorbermientras la profesora pasaba las páginas del librocomparando las fotos con las ilustraciones. Finalmente, cerró el libro y la carpeta. Se quedó mirandoa Pete durante un largo momento antes de levantarse yservirse su propio café. Se volvió a sentar y volvió amirarlo intensamente. Pete se aclaró la garganta nerviosamente. –¿Y bien? –Por lo que parece –dijo la profesora Volsky en tonomesurado–, son fotografías, tomadas subrepticiamente através de una ventana, de un conjunto de restos,magníficamente preservados, de homínidos no humanos,posiblemente australopitecos. También hay una serie defotos de lo que parece el momento del descubrimiento deuno de los cráneos. Los cráneos están tan bien conservadosque me tienta decir que o bien usted es la víctima delengaño de alguien o yo soy la víctima del suyo. –Su tonoera cauto y preciso. Pete empezó a decir algo, pero lo pensó mejor y se calló. –Además de la poquísima plausibilidad de realidad de lasfotos, hay varios detalles que se añaden a ello, como la casay los coches que aparecen en las fotos de exteriores, que nosólo son americanos, sino que me atrevería a decir que sonlocales. Uno de los coches parece que tiene matrícula deMisisipi, por ejemplo, y el joven negro que aparece en las 246
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allenfotos lleva una cazadora de la Universidad de Misisipi. Yaque las fotos aparentemente son locales, y ya que usted esreportero del periódico de un pueblecito de Misisipi,supongo que usted es quien tomó las fotos. Todo eso enconjunto tendería a hacerme creer que usted es el que hapergeñado el fraude. »Lo único en todo ello, el detalle en esencia, que las hacecreíbles, es éste –dijo, sacando una de las tomas de exteriordel resto del fajo. Se inclinó sobre la mesa y señaló alhombre de edad que aparecía en la foto. El hombre teníauna amplia sonrisa mientras sostenía el extraño cráneo entrelas manos–. Ese es el doctor Jeffery Grossington, deldepartamento de antropología de la InstituciónSmithsoniana. No puedo creerme que tome partevoluntariamente en ningún fraude. Si no estuviera presenteen esa foto, ahora mismo estaría usted en el pasillo, conesas ridículas fotos en la cabeza. Pero con Grossingtonimplicado... –dejó de hablar durante un minuto, absorta, yluego pareció percatarse de la importancia de lo que estabadiciendo. Volvió a hablar, con un repentino tono de ansiaen la voz–: He mantenido mi parte del acuerdo. Ahora debemantener la suya. Cuénteme sobre esas fotos... ¡cuéntemelo de esos cráneos! El 747 deceleró suavemente en medio de la interminablepista de asfalto y se detuvo definitivamente con una ligerasacudida. Livingston contempló por la empañada ventanillade plexiglás la diminuta porción de África que podía verondeando en el aire cálido. Las turbinas del avión sedetuvieron con un suspiro, y eso ayudó un poco, pero aúnasí el aire no permanecía inmóvil del todo. El sol caía 247
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allenpesadamente sobre el asfalto y el cemento, alzandotemblorosas torres de aire que parecían convertir el mundoen un fluido gelatinoso y coagulado que se agitaba yondulaba a cada toque. La torre de control se dobló einclinó, y el carro de los equipajes y las escalerillas móvilesse transmutaron en un millar de formas increíbles mientrasrodaban hacia el avión. Barbara le dio un codazo a la altura de las costillas y lesonrió. –Bienvenido –le dijo– al África más negra. Livingston le devolvió la sonrisa, y se frotó con la manoel brazo allí donde ella le había dado. Los lugares de lasvacunas contra doce clases diferentes de enfermedadesseguían doliéndole cuando se los tocaba. Hacía tressemanas jamás había tenido pasaporte, jamás había estadolejos de Misisipi exceptuando cuando tenía un partido enotro estado... ¡y ahora estaba en África! Pasaportes, visados,inyecciones, aduanas, tiendas duty-free, los cambios dezonas horarias y el jet lag, todas las tediosas minucias deviajar al extranjero eran algo nuevo para él, una aventuratan grande en sí misma como el objetivo del viaje. Parpadeó e intentó que la cabeza no le diera vueltas. Elalocado intervalo de dieciséis horas de espera entre vuelosen París, donde Barbara y Rupert lo habían llevado a todoslos bares y clubs que se les ocurrieron, todavía se hacíanotar en un residuo de resaca, pero incluso eso era algonuevo y especial. Hacía setenta y dos horas que había abrazado a su padre ya su madre para despedirse en Jackson, y ahora ahí estaba,con resaca, desorientado, víctima del desfase horario y algoenfermo por las vacunas... y en África. 248
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allen La puerta de la cabina se abrió con un suspiro en la partedelantera del aeroplano, y la brillante luz del sol ecuatorialse vertió en el interior del avión, y el aire húmedo ehirviente entró a continuación, eliminando el frescoraséptico y estéril del interior del avión. El aire bochornosoy húmedo, colmado con el aroma salobre del mar tropical yel verdor y la exuberancia de la vida de las grandes selvasdel interior, era casi embriagador tras la esterilidad de losaeropuertos, la comida de avión y el aire de avión. Casiinmediatamente, pudo sentir el sudor que le brotaba en lacara. El calor de África. Livingston no podía esperar a salira sumergirse en él, a escapar del mundo ultra-ordenado eimpersonalmente perfecto del viaje moderno y perdersebajo el sol de su tierra ancestral... ...o la que pudiera haber sido su tierra ancestral, de todasformas. Cuando Livingston estuvo seguro de que realmenteiba a ir a África, se le habían venido a la cabeza multitud deimágenes románticas acerca de un regreso a la tierra de susantepasados, de descubrir su propio pasado, pero no tenía niidea, ni forma de averiguarlo en realidad, de dónde procedíasu gente. No sabía a qué tribu, a qué tierra, a qué paíspertenecían sus ancestros ni que territorios pisaron, y todoeso permanecería ignorado para siempre, una herenciaperdida en las incursiones esclavistas, las marchas forzadas,los tormentos de la travesía del Atlántico y las largasgeneraciones de servidumbre. Puede que su gente hubiera vivido en el monte de ahí allado, o a tres mil kilómetros de distancia de ahí. Pero nadade eso importaba. Estaba en casa. La azafata siguió con sudiscurso, en francés y luego en inglés, acerca del equipajede mano en los compartimentos encima de sus cabezas. 249
Huérfanos de la Creación Roger MacBride AllenLivingston sacó su bolsa de mano y se puso detrás deBarbara para avanzar con lentitud por el pasillo del aviónhacia la puerta de salida. Toda la fuerza del sol ecuatorial y su calor fueron comoun golpe cuando Livingston bajó a la plataforma de laescalerilla móvil. Tuvo que detenerse durante un instante ycerrar los ojos para adaptarlos a lo brillante que era todo.Se quedó ahí parado y miró a su alrededor mientras buscabalas gafas de sol en el bolsillo de la camisa, ligeramentedecepcionado al no ver nada más que un aeropuerto detamaño modesto con la forma exacta de un aeropuerto, nomuy diferente del pequeño campo de aviación en Natchez,cerca de Gowrie. Se preguntó qué era lo que esperaba.¿Leones y cebras rondando por las pistas? Una vez dentro del caos del edifico de aduanas, una granconstrucción prefabricada adosada a un extremo del edificiode terminales principal, se sintió algo mejor. Cientos depersonas vestidas a la manera africana y a la occidentalvenían en tropel por aquí y por allí, peleándose por loscarritos de equipaje y gritando en idiomas que nocomprendía. Puede que no fuera exactamente exótico, peroal menos era diferente. Recuperó su equipaje y se puso enla fila para el control de pasaportes, percatándose conlentitud del sudor que empezaba a adherirle la camisa dealgodón a la piel. La reducida banda de inspectores de aduanas ignoraronflemáticamente el griterío, los empujones, las masas degente y revisaron con calma cada pasaporte y visado, cadaequipaje. Livingston salió del examen con bastante rapidez,seguido de Barbara... pero entonces le tocó el turno aRupert. 250
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