V. A l l á l e j o s y h a c e t i e m p o EL BARRIO La calle Boulogne Sur Mer siguió siendo de tierra hasta casi mediados de la década del 50. Clásicos de la época: Pasaba dejando su zurco el carrito de la Panificación Argentina, que una vez se encajó el carrito del pan, en justo en la esquina de los Apecetche, seguramente después de alguna lluvia. También recorrida por el barrio, recorrían esas cuadras el lechero, el verdulero y el sodero. En verano, heladeros y algunos y la cocina económica. vendiendo sandías y tomates. Los Apecetche también iban a comprar frutas y verduras a vecinos que tenían quinta y frutales. Eran épocas en que el basurero entraba hasta casi el fondo de la casa, saludando mientras extendía una tela de arpillera en el piso, donde volcaba todos los residuos que encontraba en el tacho, para acto seguido llevarlo hasta su carro. Por entonces en una casa no había muchos desperdicios, lo orgánico se usaba en la quintita o se lo daba de comer a los animales. No había bolsas de plástico, ni envases que tirar. Y lo que se destinaba a la basura podía incluso ser útil como combustible en la cocina económica, que se llamaba así porque funcionaba casi con cualquier cosa que se quemara, ya que su chimenea evitaba olores en el interior. Carlitos ponía a secar al sol el marlo de los choclos, uno de los tantos elementos que luego usaba para mantenerla encendida. Además de cocinar, el artefacto de hierro servía para calefaccionar, e incluso de costado tenía un botellón que podía proveer de agua caliente. Boulogne Sur Mer finalmente fue pavimentada en 1954, en la misma época que la actual Avenida Hipólito Yrigoyen, que por esos años justicialistas era llamada Avenida Perón. En el barrio se comentaba que la razón de que esta calle interna se pavimentase era que el contralmirante Teisaire, por entonces vicepresidente de Perón, poseía una quinta de fin de semana sobre la misma.
La estación y la parroquia de Longchamps. En aquella época, no había mucho en qué entretenerse en Longchamps. Existía la radio, Inaugurada la parroquia del pueblo, los vecinos se acostumbraron a pasar los sábados por para acompañar el día a día, pero no alcanzaba. La gente a veces iba hasta la estación la tarde o noche. Observar un bautismo o, mejor, un casamiento. Y tener luego algo para solo para ver los esporádicos trenes llegar y partir. Algunas tardecitas de verano, los chusmear con los que se cruzaran por la calle o se encontraran en algún negocio. Apecetche iban todos a sentarse en algún banco del andén. Pasaban el rato esperando la llegada de una formación. Y de paso veían quiénes del barrio iban o venían de la capital, Cuentan que por esos años había un señor muy bajito, que siempre andaba en bicicleta viaje que no era algo muy común entonces. Carlitos también llevaba a su hijo a la garita por el barrio. Trabajaba en la panadería La Espiga de Oro y era muy prolijo al vestir. a cargo de su amigo don Ramón Rocha, quién le explicaba cómo se manejaban las Pero llamaba la atención por su pequeña contextura y, además, por montar una bicicleta palancas que controlaban los cambios de vía y las señales. de rodado chico (una bicicletita acorde a él) muy equipada. Tenía espejitos, timbre y estaba recargada de adornos. Lo llamaban “el astrónomo”, no por dedicarse precisamente a Eran años en que había un solo teléfono en el barrio. Estaba en el almacén Guidobono. la astronomía sino por ser bueno en meteorología. El petiso acertaba siempre con el clima. Que se llamaba así por costumbre pero ya no pertenecía a aquel italiano Sus ex empleados le habían comprado el fondo de comercio. Por suerte, estos dejaban hacer llamados a sus Una de esas tardes en la puerta de la iglesia, esperando que salgan los recién casados clientes. Así, cuando Victoria tenía que avisarle algo urgente a Carlitos mientras él se de ese día, Victoria se había acercado con sus hijos a curiosear. Acomodándose entre la encontraba en la oficina, lo mandaba a Juan caminando hasta el otro lado de las vías. gente, aunque un poco apretados, lograron ubicarse bien para apreciar la escena. Victoria Allí, después de que le facilitaran el uso del aparato, giraba la manivela hasta que lo se apoyó un rato en el hombro de quien creyó era Juan Carlos, y luego comentó divertida: atendía la operadora. Luego solo restaba pedir que lo comuniquen con el interno, dentro “¿Viste, nene, qué linda está la novia?”. Cuando le vio la cara al petiso, debajo de su de la empresa Aguas Corrientes en Adrogué. brazo, no supo dónde meterse.
LOS PASEOS Y LOS VIAJES La casa de Glew de Victoire Claverie se volvió un punto de encuentro para la familia en Victoria ofrece un los años 30, sobre todo de los Casullo. Aquella casa incluso sirvió de base para la previa mate a su cuñado antes de los famosos corsos del pueblo. Miguel Fortuño. A su lado, Nélida. Algunos fines de semana Victoria y Carlitos (aún de novios) se iban hasta Domselaar. (1937) Visitaban a Josefina “Quica” Casullo, casada con Leopoldo “Poldo” van Domselaar, quienes vivían en una quinta con piscina por aquellos pagos. La coincidencia entre el apellido del cuñado de Carlitos y el del pueblo donde vivía no es casual. En 1850 el bisabuelo de Poldo, Ricardo van Domselaar, inmigrante holandés, había comprado poco más de 4 mil hectáreas al sur de San Vicente, que tras su muerte se repartieron entre sus hijos. Hacia 1865 ya se había formado un pequeño poblado alrededor de la nueva estación de ferrocarril, cuyo nombre lo recordaría. Ricardo van Domselaar, su esposa e hijos. (1931) Carolina Hauché de Casullo (sentada en el centro) rodeada por su familia. De izquierda a derecha, de pie: sus hijos Juan Joquín, Josefina, Nélida y Victoria. Sentado: Miguel Fortuño. Los niños: Herbert y Adolfo van Domselaar. (1937)
El colectivo de Esteban Apecetche de Por el lado de los Apecetche, Esteban acostumbraba a salir de viaje en familia en el colectivo viaje, en ablande, con toda la familia. de la línea San Vicente que tuviese a cargo, muchas veces para ablandar algún motor nuevo. Se iban de paseo varios parientes con el vasco al volante. La visita cada domingo a Luján fue Blanca probándose al volante de una un clásico en la infancia de sus hijos. de los coches de la San Vicente. Su hermano Carlitos, junto a Victoria y los chicos, también se iban siempre de paseo y vacaciones en colectivo. Pero en otros de la familia, ya que Leandro Irigaray, segundo esposo de Mariquita, y Julio Faga, esposo de Porota, eran dueños de los coches 28 y 4, respectivamente, de la San Vicente. En 1952 fueron todos juntos a Mar del Plata, con Irigaray de conductor. Como el motor estaba en ablande, viajaron sin apuro, a 50 km por hora. Sumado a que agarraron caminos de tierra, tardaron como 12 horas en llegar a la costa. Hicieron una parada en Balcarce, un domingo para almorzar en el almacén de Escolástico Prestamero, quien les preparó unos sánguches de salame. Luego invitaron al gallego a inmortalizarse juntos en una foto, en la esquina del local. Tiempo después aquella postal fue escrita y firmada por Carlitos y Leandro, para enviarla a don Prestamero, en símbolo de agradecimiento por su buena atención. Pero al final nunca se despachó en el correo. La familia continuó el viaje hasta la costa, y fue la primera vez que los pequeños Apecetche conocieron el mar. En uno de aquellos colectivos también viajarían a Necochea y a Córdoba. Esteban en Mar del Plata, junto a su hijo y Leandro irigaray.
El interno 28 de la San Las líneas que Vicente cruzando el escribió Carlitos puente de Quequén. a Prestamero, en el reverso Los Apecetche y los de la foto que Irigaray en Balcarce. nunca se envió. También un socio de Leandro y sus padres. En el centro, el gallego dueño del almacén. (1952)
Carlitos y Victoria en las playas de Necochea . (1952) Las familias Apecetche e Irigaray posando en la costa Atlántica y en ruta por Tandil. Victoria con sus hijas caminan para un fotógrafo por la rambla.(1952)
Carlitos, Juan, Quitchi y Chichita Derecha: la familia a pleno en las en Miramar. (1952) playas de Necochea. Miramar. Leandro Irigaray junto a su interno 28 . (1952)
Apenas un año antes de aquel recorrido de los Apecetche por las sierras y la costa atlántica, los Collazo también habían estado de vacaciones en aquellas playas. Las pequeñas Dorita y Celia disfrutaron de la arena junto a sus padres y su abuela materna, Faustina González. Un año después, viajarían a Villa General Belgrano, Córdoba. Allí, Carlos experimentó unos días de mejora para sus pulmones, que ya comenzaban a hacer sentir el peso del trabajo sin los elementos de protección adecuados, tras casi una década respirando las pelusas que flotaban en los talleres de la fábrica. Faustina González con sus nietas en Mar del Plata. (1949) Los Collazo de vacaciones en Mar del Plata, junto a Faustina. (1949)
Dorita y Celia bajo la mirada atenta de su abuela Faustina González. (1949) Las hermanas con su mamá y su abuela, disfrutando la playa. (1949)
El verano de 1949 fue de vacaciones en la playa y el de 1950 en las sierras.
Los Collazo en Capilla del Monte y Los Cocos, Córdoba. (1950)
Carlitos de joven en Las Mitas. LOS CLUBES Y en la época de Defensores, posando junto a su hijo Juan. A principios del siglo XX habían nacido en el país los clubes de barrio, junto con otras instituciones como las bibliotecas populares, las sociedades de fomento y las ya consolidadas sociedades de inmigrantes. Los clubes de barrio cumplieron una función cultural: allí se manifestaban desde expresiones artísticas y deportivas hasta discusiones políticas de sus socios, que replicaban los enfrentamientos de la política nacional. Muchos de ellos nacieron a partir de un grupo de jóvenes que habían formado un equipo de fútbol y luego creaban el club con diferentes disciplinas. Estas instituciones terminaron siendo espacios que representaban la identidad de los barrios. En Longchamps, Carlitos Apecetche había sido socio fundador de uno de estos clubes sociales. Por discrepancias con los socios de mayor edad de la comisión directiva, que preferían deportes pasivos como el truco o el billar, lo abandonó, junto a otros, y fundaron uno que se llamó Las Mitas, que se orientó también al deporte. Tuvo una cancha en Berlín, cerca de la usina La Armonía (hoy La Serenísima). En el viejo Cine Avenida se desarrollaron actividades sociales, teatro, bailes y funciones musicales con artistas zonales. A Carlitos le gustaba el fútbol. En Longchamps lo jugó desde soltero. Con el tiempo, pasaría a jugar como veterano hasta casi los cincuenta años, durante la década del 40. Para el Club Defensores de Longchamps (originalmente llamado Atlético Longchamps), avanzando por el costado de la cancha como wing derecho; a veces con boina y todo. Incluso llegó a ocupar el cargo de tesorero. Haciendo las cuentas del club a veces se quejaba de la cantidad de plata que se gastaba en árnica, por los golpes y moretones. El club tenía una cancha y una casilla de chapa entre las actuales Hipólito Yrigoyen, Boulogne Sur Mer y Malvinas Argentinas. Sus partidos eran festejados por varios centenares de espectadores hacia la década del 50.
En aquellos años, el barrio del lado de los Collazo también tenía gran actividad social. En los clubes de barrio se armaban Los sábados por la noche, por ejemplo, el profesor Fleitas salía con su grupo de chicas fiestas, bailes, guitarreadas, guitarristas a tocar serenatas por las calles. Muchos vecinos se iban juntando, cantando y concursos. haciendo palmas. Iban visitando casa por casa y generalmente terminaban en la de Carlos y Angélica. Él les abría la puertita de entrada y tocaban en el jardín. Ella empezaba a sacar las copitas, y acercaba el anís y los licores. La gente se quedaba horas. A veces, Angélica se ponía a hacer empanadas para todos. Este interés por lo social, llevó a Carlos Collazo a ser uno de los socios fundadores de un club del barrio, justo a la vuelta de su casa, a finales de 1956. Al principio se juntaban algunos vecinos mayores a jugar a las cartas, mientras charlaban y tomaban unos tragos. Luego también sería lugar de encuentro para los jóvenes. Cuenta la historia que el nombre original del club se decidió en una votación, donde cada socio anotó en un papelito su propuesta para bautizar las instalaciones. Se habían juntado alrededor de una mesa Carvalho, Estábile, Nicosia, Molina, Fontana, Solari y el mismísimo Carlos Collazo. Tomaban un famoso licor de la época, mientras escribía cada uno un posible nombre y lo colocaba dentro de un sombrero que oficiaba de urna. Alguno no tuvo mejor idea que anotar la marca de aquella bebida como propuesta y el destino hizo el resto, pasando a conocerse como el club Tres Plumas. Carlos Collazo al mando de un asado en el club.
El patio de los El club arrancó de cero en una vieja casa de campo de la familia Vázquez, en Adolfo Alsina Vázquez, centro de y Perrando, que hoy todavía existe, remodelada. Organizaban reuniones y fiestas muy los primeros eventos. seguido, para juntar plata y destinarla a comprar los lotes donde instalar la sede. La gente (1957) concurría con sus propias sillas a estos eventos, que se hacían principalmente en fiestas patrias y en los carnavales, en la galería y el gran patio de los Vázquez. Los Collazo llegaban cargando las sillas de la cocina. Se hacían asados y se armaban guitarreadas y bailes. Y hasta corridas de sortija callejeras que levantaban gran polvareda. En algunas fiestas se empezó a elegir “la reina” y cuentan que hubo una no demasiado agraciada, pero que salió favorecida en la elección porque el padre tuvo una atención con el club. Con los años, lo recaudado ayudó a que finalmente se compraran los terrenos donde el viejo Tres Plumas se ubica actualmente. Los vecinos colaboraron en la construcción de la primera pista de baile, cercos, y vendiendo entradas para las diferentes actividades en fiestas patrias y otros eventos. El club siguió creciendo y se consolidó. Una nueva camada de socios lo rebautizaría, 30 años después de fundado, como Club Atlético Longchamps.
LA CASA SE MODERNIZA Luego de terminada su casa de la calle Boulogne Sur Mer, Carlitos Apecetche había comenzado a ahorrar dinero y podido comprar otro terrenito en Longchamps, a pocas cuadras de su casa. Donde con el tiempo construiría una casa que pondría en alquiler. Era una práctica común en aquellos años invertir en terrenos, y en lo posible construir y alquilar. Pero una ley de Perón de mediados de los 40 congeló los precios de los alquileres, haciéndolos menos rentables. Con los años, Carlitos se decidió a vender aquella casita a un vecino que era el enfermero del barrio y, hacia 1952, parte del dinero obtenido lo destinó a la compra de sus primeros electrodomésticos. En la casa central de la marca Siam, en capital, la familia Apecetche encargó una heladera La heladera Siam, la radio, el lavarropas... último modelo. Siam destacaba, por entonces, como una empresa nacional prestigiosa en tecnología, logrando comercializar a nivel masivo estos artículos. Se abonaba en efectivo los primeros electrodomésticos infaltables. y había tres meses de demora para recibirla. Un jovencito Juan Carlos recorría el salón del local asombrado, mirando los primeros televisores que se comenzaban a vender en el país. Pero para poseer un aparato de TV tendrían que esperar unos años más, todavía eran Unos pequeños aparatos con pantallas de imágenes blanco-azuladas. En aquel momento muy caros, más aún que la heladera. Primero compraron el lavarropas y una licuadora. recién se hacían transmisiones de prueba, con diferentes planos de la ciudad, como Plaza Hasta entonces, una gran compañía en el hogar era la radio. Los receptores se habían de Mayo o el Obelisco. ganado un lugar importante, reuniendo a su alrededor a las familias. Los años 40 fueron una década de oro para la radiofonía argentina, con la transmisión de noticieros, deportes, música y radioteatros. Uno de los primeros recuerdos de Juan, con apenas cuatro años, sería la noche en que por radio se informó la caída de la bomba atómica en Hiroshima. Las lágrimas de su madre escuchando la noticia permanecerían por siempre en su memoria. Pero a mediados de los 50 la novedad de la televisión avanzó sobre el espacio de la radio en los hogares. Los vecinos de la calle Boulogne Sur Mer empezaron a tener sus propios aparatos, lo cual llevó a los hijos de los Apecetche a preguntar cuándo tendrían uno ellos. Cosa que finalmente sucedería hacia 1958.
LOS CORSOS DE \"GLÚ\" Victoria y Carlitos, En Longchamps no habría corsos en carnaval hasta mediados de los años 60. Pero sí se disfrazados de jugaba por las tardes con agua, entre los vecinos... y algún que otro pobre transeúnte “apaches”. (1937) ocasional. Era a baldazo limpio, entre chicos. Aunque en otros barrios intervenían hasta los mayores. En la década del 50, los carnavales más pintorescos se desarrollaban en Glew. Allí se realizaban los corsos sobre la calle Moreno. Venían de todos lados con disfraces, capuchas, caretas, antifaces, tirándose serpentina hasta de auto a auto. El atractivo principal era el desfile de carros adornados con guirnaldas y flores, murgas y mascaritas sueltas, ida y vuelta por la calle de la iglesia. En el medio había palcos de madera, separando los carriles de la calle, donde se ubicaba el público. Mientras que en las veredas, el resto se divertía mojándose con agua perfumada apretando pomos de papel de plomo y disparándose con lanzaperfumes, unos tubos de vidrio delgado llenos de esencias y éter que al apretar una válvula metálica en su punta echaban nubes de vapor aromático. Tanta agua salpicaba hasta a los paseantes, y el juego se coronaba con lluvia de papel picado y serpentinas de colores. Con la llegada del plástico, aparecerían los pomos recargables y los martillos huecos para golpear las cabezas.
En aquella época era muy común alquilar los disfraces que se vestían durante los corsos. En Glew, listos para ir Una tienda que los ofrecía en la capital federal se llamaba Casa Lamota, y según el aviso al corso: los hermanos radial era “Donde se viste Carlota”. Los diferentes modelos y accesorios aparecían como Juan Joaquín y Victoria publicidad en revistas conocidas, con sus precios y talles, casi todos a partir de los 2 años Casullo y, a la derecha, de edad. En Longchamps, la tienda de Pedro Lopolito, en la esquina de Gral. San Martín Carlitos. (1937) y Presidente Rivadavia (frente al obelisco), vendía de todo pero era conocida por tener un rincón donde exhibía gran cantidad de vestimentas de carnaval. A los interesados se Antifaz y tela tapando los hacía pasar detrás de una cortina, donde estaban colgados decenas de estos disfraces la cara, un clásico de la en percheros. época para el corso. Juan, de pequeño, disfrutaba de observar todos los modelos en exhibición. Su familia poseía unos de “apache”, nombre que recibían unos delincuentes y matones parisinos de la época. En más de una oportunidad, sus padres y alguno de sus tíos los usaron y posaron para las fotos. Incluso Juan llegó a usar uno igual, a su medida, cuando tenía 10 años. Llegada la medianoche, en los corsos se permitía jugar directamente con agua, a puros baldazos, por lo cual la gente “seria” se escapaba antes. Se acostumbraba seguir festejando en casa o ir a bailar a algún club. En esa época en Longchamps se podía elegir entre el Social o Las Mitas, este último para lo más jóvenes.
LOS CINES El frente del cine Longchamps hoy. Hacia 1950, siendo Longchamps casi todo campo y contando con apenas 300 casas Bajo el alero, se extendía una gran formando un pueblo, habían comenzado a funcionar dos cines. El primero ubicado en la puerta tijera. calle Belgrano al 1250, denominado Cine Longchamps, y el otro en Gobernador Arias y Belgrano, que luego sería la avenida Hipólito Yrigoyen al 18350, llamado Cine Teatro Dorita en la fiesta de fin de año 1955, de la escuela N°9. Avenida. Familias enteras iban para ver películas de vaqueros, indios, o filmes de guerra. Casi siempre se proyectaban una o dos películas teloneras antes de la principal. El Cine Longchamps pertenecía a los Adler, una familia alemana. Con puertas metálicas tipo tijera cubriendo gran parte del frente, se parecía a los cines de la capital. En el barrio se lo conocía como el cine “nuevo”. Su escenario también se llegó a utilizar a veces para diferentes presentaciones. Dora Collazo llegó a actuar allí en alguna fiesta de fin de año escolar. También tuvo la oportunidad de ejecutar, bajo sus luces, a varios compositores en el piano; al terminar sus clases con la profesora María Teresa Seisdedos, que alquilaba el lugar para presentar a sus alumnos cada fin de año. Con la llegada de la televisión, la gente se fue alejando de la pantalla de los cines, quizás atraídos por la comodidad de estar en su propia casa viendo una película. Esto ocasionaría en poco tiempo el cierre del cine Longchamps El Cine Teatro Avenida era más conocido como el cine “viejo”. Pertenecía a Ferrari, Pando y Estany, según figuraba en la portada de los volantes con la programación. Estos eran entregados por chicos del pueblo, ganando así entradas gratis a las funciones. El lugar tenía un pequeño pullman con una antesala separada por cortinas. Era donde, además de proyectar películas, se realizaban concurridos bailes en época de carnaval. El salón tenía un portón que daba a una pista exterior. Cada noche de baile se sorteaban pequeños regalos, y los Apecetche una vez se ganaron una caja de bombones.
Dorita luego de una exhibición de piano en el Avenida. Abajo: los Collazo esperando que comience una película. Dorita posando con compañeras en el escenario del Avenida hacia 1960.
Además de proyección En su escenario a veces presentaba sus obras un grupo de teatro, con un elenco formado de películas, también por jovenes del barrio. Carlitos llegó a participar en una de ellas, de joven, cuentan que tocaron bandas en el haciendo de cocinero francés. escenario del cine. En las butacas de este antiguo cine, a principios de los años 60, se sentó ansioso Juan El frente del Avenida Carlos por ver “Casi al fin del mundo”, una película en Technicolor, donde esperaba a pleno, décadas atrás, deleitarse con los hermosos paisajes fueguinos. Era invierno y la sala estaba helada, pese y lo que quedaba en a los esfuerzos de una pequeña estufa a querosene. Sin embargo, quizás por motivos 2015 (derecha). Hoy económicos, la copia era en blanco y negro. Años después, se deleitó con los estridentes en día luce restaurado. colores, esta vez sí, de la famosa “Yellow Submarine”, de los Beatles. El Avenida lamentablemente se incendió en 1975, por causas desconocidas. Por entonces, los bomberos, que tenían su “cuartel” al lado del edificio del cine, contaban apenas con una casilla en el fondo del terreno y una camioneta vieja. El incendio fue en el interior y recién cuando se derrumbó el techo, el sereno del banco de enfrente vio salir el humo. Y ya no quedaba nada que salvar. Con el tiempo el lugar lo ocuparía un aserradero, un lavadero de autos y hasta un gimnasio, siendo restaurado hacia 2019.
La libreta de afiliación EL MUCHACHO PERONISTA del vasco. (1953) Y el cláscio “Flit”. El peronismo o justicialismo surgió a mediados de la década de 1940, alrededor de la figura de Juan Perón. Carlitos Apecetche había simpatizado siempre con este movimiento político, aunque no estuvo en aquella famosa plaza del 17 de octubre que los peronistas consideran fundacional. Por aquellos años, la empresa inglesa Aguas Corrientes había sido estatizada, pasando a ser parte de Obras Sanitarias de la Nación. Y Carlitos, desde entonces, se convirtió en empleado público. Esta fue la etapa de gran crecimiento de los sindicatos, que comenzaron a afiliar masivamente a los trabajadores. Para entonces participaba en algunas marchas partidarias. En las elecciones del 46, por ejemplo, cuando la fórmula Perón-Quijano fue enfrentada por los candidatos de la Unión Cívica Radical Tamborini-Mosca, Carlitos asistió a una manifestación de apoyo al líder justicialista. Cargando entre varios un Flit gigante, copiando un pulverizador de insecticida común en aquellos años, como metáfora de que con ese simpático elemento de utilería “matarían” a Mosca en las urnas. A principios de los 50, Carlitos, decidió afiliarse al “Partido Peronista”, obteniendo su libreta y la posibilidad de votar en las elecciones internas. De todas formas, tendría amigos de cualquier bandería y no se metería en las discusiones políticas de entonces. Tras la llamada Revolución Libertadora, que derrocó a Perón en 1955, Carlitos iba a estar enfurecido, diciendo a sus hijos que si el ex presidente no volvía “no iba a haber más navidades”. Al vasco lo “borrarrían” del padrón justicialista en los años 90 ( junto a miles de “viejos”), quitándole la posibilidad de participar de las internas, y esto en aquél momento lo haría sentirse muy decepcionado.
LOS PARIENTES PERDIDOS Una mañana de noviembre de 1919, un taxi avanzó a toda velocidad por la ciudad de Reno en el estado de Nevada, Estados Unidos, llevando a un hombre que minutos antes había sufrido un ataque cardíaco en plena calle. Su trágico destino estaba sellado. Y su historia y la de la familia que dejaba atrás se perderían con el tiempo. Al menos hasta hoy. Las actas de nacimiento y casamiento, digitalizadas y publicadas en la web gracias al trabajo de los vascos franceses, permitieron conocer fechas y cronología de los Apecetche en Saint-Michel. Así supimos que, más allá de los hermanos que vinieron a Argentina, el hijo mayor se casó y se quedó a vivir en su pueblo de origen, heredero de las tierras de sus ancestros. Una de las hermanas también contrajo matrimonio y permanecería hasta su muerte en aquellos campos. Pero había una rama de la familia que había vivido en Estados Unidos, que durante una época había seguido en contacto con sus parientes en Argentina a través de algunas cartas en vasco, y que se los conocía acá como “los parientes de Nevada”. No sabiéndose hasta ahora mucho más que eso. A través de las páginas de genealogía se pudo reconstruir el entramado familiar de hace más de un siglo, y descubrir que quien había viajado a Nevada, más precisamente a Reno, había sido la mayor de las hijas Apecetche. Marie se dedicaba a la costura y se casó con Jean Etchegoin (del pueblo Esterençuby) en 1891. Emigraron a América, pero del Norte, hacia 1894. Así lo indican los censos de Estados Unidos. Como así también que viajaron con un hijo y tendrían cuatro más en unos años. Jean se naturalizaría estadounidense, pasando a conocerse como John Etchegoin, y trabajaría por su cuenta. El censo en Reno de 1910 muestra a Marie, su marido y cinco hijos. El de 1920 la mostraría viuda y viviendo solo con dos de sus hijos.
Vivieron en el 542 de la calle Plumas, en una casa que todavía existe. Los documentos El diario “Carson registran la muerte de John en 1919. Y acá es donde una nota del diario local nos permite City Daily Appeal” acercarnos más a aquel momento, al dedicarle unas líneas. “Hombre de Reno muere informa sobre la repentinamente” dice el artículo, y describe que John sufrió un ataque cardíaco mientras muerte de John. caminaba por la ciudad y falleció en un taxi, camino al hospital, una mañana de noviembre. (1919) Marie vivió hasta 1955, con 87 años, y los restos de ambos descansan en un mausoleo familiar del cementerio de Nuestra Señora de los Dolores, en Reno. En el recuerdo de sus parientes argentinos, los Etchegoin quedarán para siempre posando en la unica foto que enviaron por correo a nuestro país. Una placa recuerda al matrimonio en su mausoleo familiar. La foto que enviaron a Argentina. Sin fecha, pero si el auto es un Ford Model A, es probable que sea posterior a la muerte de John. Podrían ser Marie (centro) con dos hijas y el yerno; o con una hija, un hijo y una nuera.
VI. L o s c h i c o s c r e c e n Chichita, Quitchi y Juan en el caminito LA ESCUELA Y EL “LABORATORIO” caracol del jardín. Los hijos de Victoria y Carlitos tuvieron una linda infancia en la casa de Boulogne Sur Mer. Mamá los mimaba y solía contarles cuentos, de chiquitos. A Quitchi la sentaba en el medio de la cama grande, después de bañarla, y la entretenía con alguna historia, mientras le iba haciendo las trenzas. Sus hermanos se arrodillaban alrededor a escuchar también. Todo bien hasta ahí, pero cuando se bajaba a veces le desataban los moños recién hechos. Pasaban las tardes jugando en el patio o en el jardín, pisando el caminito caracol de afuera hacia adentro y luego saliendo al revés. A veces a Quitchi le desaparecía uno de sus juguetes preferidos, Juan Domingo. Un muñeco negro, de goma, que sus hermanos le escondían arriba de un cerco alto. A veces las chicas querían jugar a la mamá y Juan no quería saber nada. En una oportunidad lograron que él sea el chofer que pasaba a buscarlas y se acercó con su remociclo a cumplir la tarea. Era un vehículo cuyo manubrio se usaba en forma de remo para avanzar. Ellas subieron atrás, alcanzándole un muñeco a Juan para que lo acomode junto a él. Pero el juguete no quedó ubicado en una buena posición, y ni bien el remociclo arrancó le rompió las piernitas de cerámica. Todo terminó en una dramática escena con llantos. Unos pocos años más y comenzarían de a uno el primer grado. Juan hizo la primaria en la vieja escuela N°9 Ricardo Monner Sans, de Longchamps, cuyo edificio original todavía se conserva en la esquina de Carlos Diehl y San Martín (en 1954 lo mudarían a dos cuadras). Ya no tiene el mástil en la ochava, porque después del traslado al nuevo edificio ahí se instalaría una tornería. Juan comenzó la primaria a los 7 años, porque cumplía en junio y por aquellos años no se lo podía inscribir a los 6.
Chichita en foto de estudio por su comunión. Posando para la foto escolar de 1ro. Superior. Juan Carlos listo para La esquina de la escuela salir hacia la escuela. N°9 en la actualidad. El remociclo en manos de Chichita.
Quitchi en los Cuando llegó el momento de su hermana Chichita, nacida también en junio, sí pudo años de escuela. anotarse para comenzar con 5 años, pero aprobando un examen de ingreso. Su “mentor” fue Juan, quien la preparó para presentarse ayudándola a aprender a escribir y la acompañó Juan posando en la aquel día. La maestra la hizo parar frente al aula para evaluarla, mientras Juan se puso a foto escolar de 1951 un costado. Le fue pidiendo que escriba algunas palabras sencillas, típicas de primer y el libro del 2º Plan grado. Chichita era tan bajita que el pizarrón apenas le llegaba a la altura de la cara, pero Quinquenal. decidida escribió con tiza la primera: mamá. Su hermano la observaba orgulloso escribir letra a letra todo lo que le dictaban. Tres años después ingresaría a la escuela la menor de los Apecetche, Quitchi. Ella inauguró la nueva escuela N°9. Entró ya sin examen pero a mitad de año, cuando cumplió los seis. Al estar todos los alumnos ya acomodados desde el comienzo de las clases en marzo, la sentaron en el último asiento, bien atrás de todo. Como no le gustaba le pidió a su maestra, la señora Sara Ramos de Castroagudin, si la cambiaba de lugar, aduciendo que su compañero tenía piojos. Sara la reubicó, pero Quitchi tampoco se sintió a gusto. Esta vez, pidió el cambio porque la compañera estaba muy resfriada, y la contagiaba. Finalmente, terminó sentada adelante de todo, como quería. Y la maestra le contó la anécdota a Carlitos, como algo gracioso. Sin embargo su papá no se rió, y cuando llegó a casa Quitchi se comió un flor de reto. En 1952 Juan ya cursaba el quinto grado y su maestra un día invitó a la directora de la escuela a presenciar la clase. Quedó tan contenta que los felicitó, sobre todo a él y a un compañero y les preguntó qué libro querían que les regale, uno para cada uno de ellos y uno para el curso. Juan eligió para sí el “Manual de Ingreso”. Y para el aula, el “Segundo Plan Quinquenal” del gobierno de Perón. Apasionado de la química, una vez quiso generar gas metano. Sabía que podía obtenerlo fermentando materia orgánica, durante un tiempo, en un frasco. Así que consiguió una botella vacía de licor (uno de durazno, marca Licor de los Enanos), la llenó con ciertos
Quitchi, Juan Carlos ingredientes secretos y tras cerrarla con un corcho, lo aseguró con alambre y lo selló con la y su mamá Victoria. cera derretida de una vela. La fórmula que quede entre nos: agua, maices, yuyos, cáscaras de frutas y algunas hojas verdes. Estaba todo listo para que en un mes le hiciera un Los tres hermanos en el pequeño agujero al corcho y, a través de un cañito, pudiese encenderlo como una fuente de patio de su casa natal. iluminación. Lo guardó bien en un estante del lavadero del fondo. Y no se supo nada más del experimento casero... hasta cierta noche. “La Ñata” Arostegui, era una muchacha que lavaba la ropa y los platos en casa de Juan, por aquellos años, ya que su madre Victoria padecía de alergia en las manos al jabón. Era alguien de mucha confianza en la familia, y divertida con los chicos. A veces, mientras lavaba frente a la pileta, los pequeños Apecetche tomaban carrera y le tiraban pataditas, jugando, a sus abundantes nalgas. Cabe aclarar que la Ñata era una muchacha “grandota”. Y una noche después de cenar, mientras Juan ya se encontraba acostado, aquel frasco que fermentaba en el lavadero terminó en manos de ella, que al moverlo apenas lo hizo reventar, ensuciándola de pies a cabeza. Victoria la acompañó a ducharse, mientras ella misma se puso a lavarle el vestido para que se lo vuelva a poner, ya que ninguna prenda que le prestara le iba a entrar, con semejante talla. Y, aunque no sabía cómo explicar lo que había pasado, se dio cuenta perfectamente quién había sido el inventor de aquel experimento, así que ni bien la Ñata se retiró a su casa, enfurecida lo fue a buscar sin dudarlo a su habitación. Pero Juan no solo hizo cosas con ingenuidad, a veces sus mezclas incluyeron bastante maldad. En otra oportunidad, se recluyó en su “laboratorio” del lavadero del fondo, con su juego de química, a prepararles un perfume especial a sus hermanas. Hizo burbujear anhídrido sulfuroso en un coqueto frasco lleno de agua un buen rato, y todo parecía bajo control hasta que el viento comenzó a inundar de olor a podrido todas las habitaciones. Cuando se acercó con su frasquito listo, Chichita y Quitchi ya estaban tosiendo y a puro vomito; y su mamá Victoria gritándole: “¡Mocoso de porquería, vos y tus experimentos!”. Juan se ganaría un chirlo. Y otra buena anécdota.
DORITA Y CELIA Dorita en la época de la primaria. A la izquierda, con su hermana Poco tiempo después de mudarse los Collazo a Longchamps, Celia comenzó la primaria en Celia y su primo Jorge Collazo, la vieja escuela Nº 9. Cuando le llegó el momento a Dorita, le tocó empezar primer grado hijo de Enrique. en la escuela Nº 9 “nueva”, vigente hoy en día sobre la diagonal Burgward. Pero la nueva no reemplazaba a la vieja, ambas escuelas convivían. Y como no alcanzaba el espacio para la cantidad total de alumnos, los fueron acomodando en los diferentes edificios. Es así que a Dorita la pasaron en 4º grado de vuelta a la escuela vieja. Ahí conoció a Amparito Pérez, quien sería su amiga de toda la vida. Pero los traslados continuaron, y 5º grado lo hizo en la nueva escuela, donde habían creado más aulas con tabiques en medio del patio cubierto. Por si fuera poco, Dorita terminó la primaria en otra escuela: la Nº 21, una construída en madera, donde su estadía no fue para nada de su agrado. La 21 era una escuela prefabricada, que contaba solo con un par de aulas. La habían dejado de construir tras la Revolución Libertadora del 55, y como quedó se usaba. Desde entonces, se había estado ampliando a partir de donaciones y con mano de obra desinteresada. Hasta Carlitos Apecetche había estado ayudando en aquel emprendimiento. Pero nunca se había llegado a terminar del todo. Por las rendijas de las paredes de madera pasaba la luz hacia las aulas. Y ese invierno fue el más frío que pasó Dorita. Por si fuera poco, la maestra no se esforzaba mucho en enseñar. Hasta 4º grado a las hermanas Collazo las acompañaba a la escuela su mamá Angélica. Luego comenzaron a ir solas. En una época, tenían un perro callejero que se les había aquerenciado y se quedaba en su casa. En realidad su verdadero perro era Mickey, y las acompañaba desde chicas. Pero el visitante, apodado “Negro”, a veces las seguía cuando salían hacia el colegio. Una vez, estando ambas en diferentes escuelas, el perro salió con ellas y cuando llegaron al punto de separación Negro enfiló hacia la 21, tras Dorita. Se mantuvo parado firme mientras cantaban a la bandera. Pero, pronto llamó la atención su presencia. Una maestra preguntó: “¿De quién es ese perro?”. Dorita no sabía donde meterse, y a Negro lo invitaron gentilmente a salir.
La familia Collazo a pleno, en la vereda de su casa, con la visita de Marcelina Olmedo. (1957) Junto a sus vecinos del fondo, en alguna reunión del club en casa de los Vázquez.
Dora y Celia Collazo Angélica era muy buena tejedora. Incluso había tomado clases de corte y confección, pero de vacaciones en siempre tenía miedo al momento de cortar la tela. Por eso a veces renegaba de la costura. Villa Gral. Belgrano. Cuando Dorita aprendió, se dedicó a cortar y su mamá finalmente se animó a coser. (Década del 60) Hacia 1957, las hermanas Collazo empezaron a cursar clases de teoría y solfeo. Angélica Abajo: Dorita en foto siempre había querido estudiar piano, pero por razones económicas nunca había podido. carnet a los 10 años. Así que llevo a sus hijas a aprender a tocar, con una vecina del barrio. Poco después Celia abandonó, pero su hermana continuó visitando a la profesora María Teresa Seisdedos. En un principio, hacía poner de espaldas a Dorita, e iba tocando diferentes notas en el piano, las cuales su nueva alumna debía ir nombrando. Dorita consideraba que prácticamente no tenía oído musical, ya que nunca acertaba. Sin embargo, la profesora Seisdedos le enseño y hasta la llevó a presentarse en diferentes eventos zonales. Tocando el piano en el teatro Avenida.
LOS COLLAZO Y LOS BARZOLA Carlos Collazo había invertido en un terreno grande en el cruce de Numancia con la ruta Pepe Collazo listo 210. Su hermano Enrique, y su flamante esposa Amelia, alquilaban en capital federal, y para el partido, Carlos les aconsejó empezar a buscar la casa propia. Al ser una de las condiciones para a sus 17 años. obtener un crédito tener primero un lote, Carlos decidió dividir este segundo terreno que poseía, quedándose con una parte y dándole la otra a su hermano para que construya. Enrique Collazo era policía federal, de la división motorizada. Y siempre se lo veía en Delfina Collazo, Casamiento Olga Collazo y Héctor. motocicleta, no solo cuando estaba de servicio. En una oportunidad, había llegado a formar Faustina González, parte de la escolta del presidente Perón. Con Amelia serían padres de Jorge. La cercanía Angélica y Olga al barrio de los Collazo los llevaría a participar muchas veces de las reuniones y fiestas Collazo. vecinales, en los comienzos del club del barrio. El terreno resultante de la división de aquel lote original de Carlos Collazo, sería vendido décadas después Angélica. Delfina Collazo, la más grande de los hermanos, se casó con Manuel Bares y tuvieron a Norma. Dolores Collazo, alias “Lola”, y Baltazar Ruiz fueron padres de Norberto. “Balta”, como se lo conocía, era bombero federal. Olga Collazo junto a Héctor Coll, tuvieron dos hijos: Carlos y Cristina. De los seis hermanos Collazo, solo los dos jóvenes habían seguido sus estudios después del primario. Una de ellas fue Olga y el otro José Collazo. “Pepe” era su apodo y llegó a trabajar de linotipista en una imprenta. Pero su gran pasión éra el fútbol. Aunque lo jugaba de manera amateur, siempre se hacía un rato para algún partido. Tenía una gran amistad desde chico con Balta (quien luego fue esposo de su hermana Lola). De la época en que coincidieron sus familias en algún conventillo. La historia de Pepe no tiene un final feliz, ya que en uno de esos tantos partidos recibió un pelotazo en su bazo que horas más tarde lo llevaría a una temprana muerte, con 23 años.
Delante Manuel, esposo de Delfina. La tía de los hermanos Collazo, Ángela, fue la única hija argentina de los inmigrantes Luego Jose Collazo y en el fondo gallegos. Hermana menor de José Collazo y madrina de su hijo Carlos, se había casado Olga y Angélica Barzola. Tigre. con un español, en Buenos Aires. Después de tener tres hijas y un hijo, él decidió volverse a su país y así emprendieron viaje hacia Europa. Allá los sorprendió la guerra civil Abajo: Angélica e hijas, junto a española y no pudieron volver. Ella quedó viuda y recién cuando su hija mayor se Enrique Collazo y familia. (1950) puso de novia, Ángela retornó a Argentina con sus otros hijos. Aquí vivió en Ezeiza. Al lado: Amelia y Enrique en bote. Derecha: boda Lola Collazo y Balta. Hacia la década del 50, la casa de Angélica y Carlos Collazo se convirtió en lugar de reunión de toda la familia cada 1° de mayo, los días de los cumpleaños de Dorita y Celia y los fines de año. Asistían abuelos, tíos y primos. Los chicos jugaban por su lado y los mayores por el otro, ya que siempre aparecían en algún momento los naipes y el infaltable tablero de ajedrez, frente al cual se sentaba sí o sí José Collazo. En 1956 se produjo la muerte repentina de Faustina González, una tarde volviendo del mercado. Aquella gallega que llegó de Lugo de adolescente, embarcada por su padre. Poco tiempo después, fallecería su esposo José, tras padecer un cáncer. El vigués, que siempre había sido un mal perdedor en el juego, pero una persona muy querida y de gran humor. Hasta entonces, los gallegos habían alquilado un departamento sobre Humberto Primo y Lima. Aquel edificio sería años después uno de los tantos demolidos para dar lugar a la apertura de la avenida 9 de Julio, hacia el sur de la capital.
En cuanto a los Barzola, la mayoría siguió viviendo en el interior del país. Pero, una vez Marcelina del brazo de su nieta Lía, que Marcelina Olmedo se vino para Buenos Aires con su hija menor Angélica, el resto de hija de Pablo. A su lado, Inés y su los hijos tarde o temprano empezaron a mudarse tras sus pasos. Llegando incluso a vivir esposo Elías con Rosita a upa. cerca de la casa que tendría sobre la calle Fray Mamerto Esquiú, en Lanús. Pablo y Ramón, los únicos varones, habían sido siempre más apegados a su padre Ezequiel. Desde la época de las carreras cuadreras por las pampas. Con el tiempo, Ramón Barzola vino a Buenos Aires, donde falleció por una complicación tras una operación de vesícula. Pablo Barzola también se mudó y se instaló en Lanús. Llegó a casarse con una señora que contrataba a Angélica para trabajar con cama adentro. Con ella tuvieron a Lía, a Marta y a Cacho. La esposa de Pablo fallecería siendo sus hijos aún chiquitos, así que fueron cuidados por Marcelina cuando su padre trabajaba. Volvería a casarse años más tarde. Juana Barzola, la mayor, también vivió cerca de aquél barrio. Ya de grande andaba en silla de ruedas y le costaba movilizarse. Por lo que era visitaba por su madre. Eufemia Barzola, llegó a tener problemas mentales y a necesitar compañía contínua. Así que dejó la casa que tuvo en Temperley, y a su hijo ya mayor, para vivir con Marcelina, quien se ocupó de cuidarla. Las hermanas Rosa y María Barzola eran gemelas idénticas. Rosa tuvo dos hijos: Bety Vereda de la casa de y Jorge. María vivió en pareja, en Córdoba. No tuvieron hijos, pero adoptaron uno, de Marcelina, en Lanús. nombre Alberto. De grande, le tocó el servicio militar en la Marina. Se vino para Buenos Angélica con su Aires y, cuando tenía franco, pasaba el fin de semana en casa de su abuela Marcelina. mamá y sus hijas. Dicen que ella estaba muy contenta con él, quién la acompañó mucho. Al lado: Pablo, Eufemia, algunos Inés Barzola llegó a vivir enfrente de la casa de Marcelina. Nunca se casó, pero convivió nietos y bisnietos. con Elías Rostanza, un uruguayo con quien tuvieron a Rosa, María Inés y Vicente. Con el tiempo se mudaron los cinco a San Juan. Allí Elías, que era pianista profesional, desarrolló su actividad y vivieron de eso. Formando parte de varias orquestas que llegaban a aquella provincia. Inés probablemente haya fallecido allá.
Marcelina Olmedo Saturnina Barzola, más conocida como la “tía Negra”, vivió en Burzaco. Se había puesto y su hija Inés Barzola. en pareja con un italiano bastante mayor. En la casa del tano vivieron ambos, pero cuando falleció, sus hijos de un anterior matrimonio le reclamaron la propiedad. Así que Saturnina decidió mudarse también con su mamá. En aquella casa de Lanús, seguiría viviendo Marcelina Olmedo hasta sus últimos días, a los 88 años. Apenas unos años después del fallecimiento de Ezequiel Barzola, con quien estaba distanciada y no quiso ir a despedir. Luego de la muerte de Marcelina, en 1962, en esa vieja casa chorizo continuarían viviendo por un tiempo algunos de sus hijos. Hermanos Barzola. Delante: Juana, en silla de ruedas. Al lado, Pablo. Arriba: Eufemia, Elvira y las mellizas Rosa y María.
La centenaria escuela Otto Krause. JUVENTUD DE LOS APECETCHE Juan Carlos en Además de interesarse por la química, Juan Carlos también se daba maña con lo técnico su adolescencia y fue experimentando el desarme y reparación de artefactos mecánicos y eléctricos. Ya en y los talleres quinto grado, escuchó por primera vez oír del la Escuela Técnica Otto Krause, en el barrio del Krause. de San Telmo, donde un compañero de clase pensaba inscribirse para el secundario. Por entonces, durante las vacaciones de verano ayudaba a su vecino don Giorgio en su taller. Allí hacían reparaciones de motores, transformadores y máquinas eléctricas. También a veces construían elevadores de tensión, imprescindibles en los años 50 y 60. El trabajo de Juan era ad honorem, pero antes de empezar las clases en marzo, don Giorgio le regalaba los materiales para la escuela. Su vecino también era su guía en la construcción de aparatos, como una radio a galena, un transmisor de radio o un amplificador de audio, enseñándole los fundamentos teóricos. “Giorgio”, apodo de Jurek Casimierkz, era un polaco que durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Servicio de Inteligencia Secreto inglés, en Italia. De profesión agrimensor, había estudiado radio a la par de su trabajo. En Italia, en mitad de la guerra, conoció a Miriam Zotta, con quien se casó. Emigrados a nuestro país, fue más conocido por el nombre que ella le dio: Giorgio, originado en su apellido Jurek, equivalente a Jorge en español. Finalmente a los trece, a Juan le llegó el momento de egresar del primario, y se decidió sin dudarlo por seguir estudiando en el Otto Krause. Por entonces, y aún hoy en día, una de las mejores escuelas secundarias del país. Su padre Carlitos fue hasta la capital a inscribirlo, pero poner su dirección de Longchamps fue un impedimento. Solo se admitía a alumnos porteños. Aunque no sería una traba. La inscripción finalmente la haría días después con la dirección de una pensión en la calle Chile, de la capital, donde alquilaban unos primos. Con trece años, empezó a viajar solo hasta capital.
1er 2da división de Eléctrica, con Juan al centro. (1954) Juan con 17 años, de camisa, corbata Chichita a los 13, en su abono y overol, en el taller del Otto Krause. a Banfiled del Ferrocarril Roca. Para entonces, Juan ya no jugaba más con sus hermanas. Así que ellas se divertían solas Para entonces, los hermanos Apecetche ya estaban todos en la adolescencia. Chichita en el patio de su casa. Se dice que Chichita a veces se subía a una mesa que había afuera comenzó el secundario en la Escuela Antonio Mentruyt, de Banfield, viajando sola en y ponía una silla arriba. Se sentaba, se cubría con unas mantas y decía que era una reina, tren desde los 12 años. mientras que a su hermana menor Quitchi no le quedaba otra que hacer de sirvienta. Y así pasaban horas jugando. Cuando llegó el turno de Quitchi, sus padres decidieron anotarla en el viejo Colegio Comercial de Adrogué. En el turno mañana, ya que Carlitos trabajaba cerca y la podía Unos años después, a la edad de 16, Juan se animaría a empezar a armar su propio taller, llevar. De paso, ahí tenía un portero conocido y le encargó que la mirara por la ventana, en el fondo de su casa. Allí, entre otros trabajos, haría los transformadores y bobinas para para que lo mantenga al tanto de cómo le estaba yendo en la escuela, o si la veía a gusto algunos de los equipos de don Giorgio, pero ahora ya cobrándole. Sería el comienzo de su en clase. A veces Carlitos pasaba, hablaba con el portero, y luego igual se asomaba. taller de bobinado y arreglo de motores. Con el tiempo vendería varios kilos de rezago de Saludaba a Quitchi, si lo veía, porque el aula daba a la calle. El vasco sentía que el cobre, y su madre, entusiasmada, bromearía con que le correspondía una comisión. cambio, con respecto al primario, había sido fuerte para su hija menor.
Cuando la despertaba temprano, había días que le acariciaba el pelo preguntándole si tenía ganas de ir. “No te veo uñas de guitarrero para esto”, le decía. Hasta que un día le propuso dejar, y volver a empezar al año siguiente. A Quitchi le encantó, pero después se arrepentiría toda la vida de haber abandonado la secundaria. Carlitos en Al tiempo, Carlitos presentó su hija a la señora de Pelleteri, profesora de corte y confección. los años 50. Y allí Quitchi empezó a coser para toda la familia. En ese lugar pronto conoció a la esposa de un profesor de guitarra, teoría y solfeo; le gustó la idea y también se anotó en esas clases. Hacia 1958, Juan llegó a los 18 y Chichita se preparó para celebrar su cumpleaños de quince. La tía Quica, que era modista, le hizo un vestido color marfil, con un género tipo brocato. Los festejos se hicieron en su casa, en una reunión familiar austera como se acostumbraba. Su primo Herbert “Bebe” Van Domselaar llevó a un amigo que sacó las fotos. Bailaron al son de los vinilos de Quique Guzmán, Los Wawanco y otros éxitosos grupos de la época. Durante el convite, Bebe “ejecutaría” a varios tocando su guitarra. En 1961, los padres de Blanca también organizaron el festejo de sus quince, en su casa de Burzaco. Invitaron a sus primas y su tío Carlitos (en esa época aún no tenían mucho contacto las dos familias Apecetche) y se brindó con sidra Alcurnia. Quitchi a los Izquierda: Chichita 12 años (1958) posando su vestido. y adolescente. Derecha: Quica Casullo supervisa los últimos detalles de la torta de la quinceañera. (1958)
Los Apecetche posando para la foto, entre invitados de las familias Casullo, Donselaar, Harguindeguy, Irigaray y Faga, entre otros. (1958)
Chichita cortando la torta, rodeada de sus padres, hermanos, algunos primos y tíos. Al vals le siguieron los temas más populares de entonces, en el tocadiscos. Carlitos sacando brillo al piso “damero”, de la casa de Boulogne Sur Mer.
Esteban Apecetche y Luisa Faga, de brindis con su hija. Blanca Apecetche con vestido de enorme moño. (1961) Rodeada por sus hermanos: Ana y Mabel (embarazadas), Esteban y Olga.
Esteban Apecetche a sus 52 años, bailando orgulloso con su hija. Blanca junto a sus tíos, María (Mariquita) y Juan Carlos (Carlitos) Apecetche. (1961) Blanca rodeada por sus primas Quitchi , Susi (hija de Mariquita), y Chichita. A la derecha Porota (hermanastra de Susi) y su hija Popi.
VII. S a b o r e s a m a r g o s El típico trolebús que recorría Buenos Aires. EL BOMBARDEO “Nublado, con probabilidad de precipitaciones”, prometía el Servicio Meteorológico en los diarios del jueves 16 de junio de 1955. Juan Carlos tenía aquél día gimnasia en el Otto Krause, donde cursaba segundo año de Electricidad, pero esa mañana antes de salir ya había comenzado a llover. Él sabía que el piso del gimnasio del colegio, ubicado en su subsuelo, iba a terminar mojado debido a las filtraciones y la clase suspendida, como solía ocurrir en días así. Por lo que decidió quedarse en casa y esperar para ir. Por la tarde cursaba las materias teóricas. Pasado el mediodía, el tiempo había mejorado y se dirigió a la estación, para tomarse el ferrocarril hasta Constitución. Una vez llegado a la terminal de trenes, cruzó hasta donde tomaba siempre el trolebús 312. Notó cierto desorden en la calle, mientras caminaba por la plaza. Pasaban patrulleros y ambulancias, con sus sirenas encendidas, pero pensó que podía ser por la celebración de Corpus Christi de aquél día que, debido a la pésima relación entre Perón y la Iglesia, era causa de disturbios callejeros en las inmediaciones. Luego de esperar en vano, y ante la ausencia de todo tipo de transporte, decidió hacer a pie las 16 cuadras hasta el Krause. Tomó por Garay hasta Defensa, y allí, desde el balcón de su casa, un compañero de otra división que lo reconoció le advirtió: “¡No hay clases! ¡Mataron a Perón!”. Juan agradeció el dato y se quedó asombrado, sin saber si creer tan arriesgada afirmación. Pensativo, avanzó hasta doblar por las recovas de Paseo Colón. A pocas cuadras del colegio, observó filas de trolebuses vacíos detenidos, con las varillas que los conectaban al tendido eléctrico bajas. A su lado, camiones llenos de gente con palos, vociferando, pasaban velozmente hacia el lado de Plaza de Mayo.
El ataque repentino La tensión se sentía en el aire, y Juan decidió volver sobre sus pasos. De vuelta en la y brutal provocó una estación, pudo abordar un tren de milagro. Las formaciones partían con gente hasta en masacre en las cercanías los estribos, colgada de los pasamanos. Muchos sin saber todavía qué estaba pasando, ya de la Casa Rosada. que no existían las radios portátiles, buscaban dónde colarse para escapar de aquél caos. Mientras, una señora comentaba ingenuamente a otra: “Aunque sea vamos paradas”. A las 12:40 de aquel día, una escuadra de treinta aviones de la Marina de Guerra argentina, entre ellos algunos cazabombarderos a reacción, habían soltado bombas y ametrallado el área de la Plaza de Mayo, la Casa Rosada, la avenida Paseo Colón, la Avenida de Mayo, en un intento de golpe de estado contra el gobierno de Perón. El ataque sorpresa cayó sobre mucha gente que realizaba sus actividades normales. Entre las primeras víctimas se contaron los ocupantes de los vehículos de transporte público. Ese día estaba previsto un desfile aéreo, situación que fue aprovechada por un sector rebelde para intentar asesinar al presidente. Sin embargo, ya no se encontraba en casa de gobierno. Había sido alertado y trasladado antes. Baterías antiaéreas repelieron el ataque desde la terraza de la Casa Rosada. La gente que estaba en la plaza corrió desesperada. Los aviones causaron entre los civiles más de 300 muertos y un millar de heridos. En los alrededores de la plaza, Enrique Collazo y Pablo Barzola eran testigos de la brutal escena. Enrique, policía motorizado, había sido enviado a patrullar la zona. Mientras que Pablo, empleado municipal en capital, trabajaba en la zona desde temprano y terminó escondido detrás de las columnas de la Catedral. Hacia las 3 de la tarde se llevaría a cabo otro bombardeo, pero para entonces Juan ya había regresado a su casa, totalmente desconcertado. Su madre Victoria, recién levantada de la siesta, no sabía lo que había pasado. Su padre estaba en la oficina y sus hermanas en la escuela. La fortuna hizo que esa mañana no haya concurrido a gimnasia, ya que después de almorzar en la cantina del colegio era costumbre ir con otros compañeros a sentarse en un banco de Plaza de Mayo, a repasar o terminar tareas. Una vez en su hogar, prendería la radio para escuchar las noticias sobre la histórica tragedia, que había ocurrido demasiado cerca suyo.
LA ENFERMEDAD DE VICTORIA Era 1959 y Victoria Casullo se había empezado a preocupar por una anomalía en la boca. Victoria Casullo Tras varias consultas y análisis, una biopsia finalmente la diagnostica con un tumor y Carlitos. (1958) maligno, y muy agresivo, en las glándulas salivales. Carlitos comenzó a destinar todos sus ahorros para tratar de darle la mejor atención. Durante los siguientes meses pagó Una joven Victoria junto todo tratamiento que le diera una esperanza. Más de sesenta sesiones de terapia de a su querido hermano cobalto y quimioterapia en menos de un año. Lo cual llevó la situación económica de la Miguel Casullo, en 1933. familia a un punto complicado. Del lado de los Apecetche, recibió ayuda de su hermano Esteban. Por el lado de Victoria, sus hermanas ayudaron en la casa los fines de semana. Miguel Casullo la visitó en más de una oportunidad para saber cómo estaba. Pero entraba y se asomaba por la ventana de la cocina, hablando con Carlitos. Sabía de la situación terminal de su hermana y no quería verla en persona, porque tenía miedo de quebrarse. Por esas vueltas de la vida, aquél vecino enfermero que había comprado la casita que le alquilaban los Apecetche, fue quien la asistió en sus últimos momentos, cuando su respiración se complicó y tuvieron que tener un tubo de oxígeno para darle aire con una mascarilla. La muerte de Victoria Casullo, en 1960, fue un golpe fuerte para la familia y todo ocurrió en pocos meses. En el caso de Quitchi, ya había dejado la escuela y se dedicó a ayudar a llevar la casa adelante, tratando de reemplazar lo mejor posible a su mamá. Al año siguiente cumpliría sus quince en la intimidad, debido al luto. En cuanto a Chichita, estaba terminando la secundaria y pensando cómo seguir después. Juan Carlos, vivió ese duro período mientras cursaba el primer año de la carrera de Ingeniería en La Plata. Unos días después del fallecimiento de su madre se presentó a rendir un parcial, que ya tenía estudiado, y pese al dolor terminó la cursada.
Pero en enero Juan fue convocado a la conscripción, y pronto sería trasladado a Tandil, al Regimiento de Caballería Coronel Brandsen, Destacamento de Comunicaciones, escuadrón Alámbrico-Inalámbrico. Así, abandonó los estudios a la fuerza y había decidido cerrar el taller, que tenía montado en el fondo desde hacía unos años, a pesar de que les hacía falta esa entrada de dinero. Pero la idea duró poco. Apareció un cliente apurado con un motor quemado, cuando Juan ya estaba en la “colimba”, y Carlitos no pudo decir que no. Tomando notas, dibujando y consultando con don Giorgio, lo reparó y le salió bien. Cuando su hijo volvía con licencia, aprovechaba y también hacía algunos de estos trabajos en su casa, para ir saldando las deudas que habían contraído. La década del 50 fue dolorosa también para los Casullo, no solo por la triste enfermedad de Victoria. En 1952, tras 80 años en el país, había fallecido Victoire Claverie, su abuela, la francesa que había llegado al país a los 16 años. Apenas dos años después, murió su mamá Carolina Hauché de Casullo, con 76 años. Pero, como si no fuera poco, todavía quedaba por ocurrir otra pérdida para la familia. Esta vez, en un drama policial. Juan Carlos pasaría un año y medio en Tandil, cumpliendo el servicio militar.
HOMBRE DE ARMAS Tres etapas en la vida de Miguel Casullo, desde los Miguel Casullo era un tipo impulsivo y de carácter. Su hermana menor, Victoria, la más años 40 hasta fines de los 50. compinche desde chicos, a veces lo llamaba cariñosamente “el loco”. Trabajaba de pocero y arreglaba molinos. Y tuvo en su vida dos situaciones que lo llevarían a estar en la mira de la policía. Con un final trágico. Frente a la vieja casa de Jean Apecetche, en la esquina de la calle Francia, existía un almacén donde a veces se realizaban reuniones. Durante uno de aquellos tantos festejos, se encontraba el joven Miguel con amigos cuando llegó al lugar la policía. Aduciendo que estaban haciendo ruidos molestos, los muchachos fueron increpados por los agentes. Durante la enervada discusión, Miguel recibió un culatazo por parte del oficial Manuel Acero, tras lo cual corrió a su casa, a la vuelta de la manzana, sobre Vicepresidente Alsina al 500. Allí buscó un revólver y terminó a los tiros contra los uniformados, escondido detrás de un pilar del frente de la vivienda. En ese enfrentamiento mataron a uno de sus amigos. Pero él logró escapar. Al no poder regresar a su casa, conocida por todos, decidió pedir refugio en lo de Carlitos y Victoria. Su hermana le curó las heridas, y frente a la visita de un policía haciendo preguntas, su cuñado negó rotundamente haberlo visto por ahí. Estuvo unos meses prófugo hasta que un abogado arregló el asunto. Pasarían 15 años, fallecería Victoria, y Miguel viviría otra situación policial, que esta vez sería determinante para su futuro. Tras enterarse de comentarios deshonrosos que habían hecho sobre él, y sin mediar discusiones, Miguel entró un día envalentonado al “Bar de los Angelitos”, de don Pelliza, y mató de un tiro al autor de esas habladurías. La situación se puso complicada y tuvo que huir nuevamente de la ley. Pero fue delatado por uno de sus amigos. Y las vueltas de la vida hicieron que sea el oficial Acero, el mismo de aquel culatazo y posterior tiroteo hacía más de una década, quien llame a la puerta de la casa donde se escondía. Apenas Miguel se asomó, el uniformado lo acribilló, sin mediar palabra, con una ráfaga de ametralladora. El “amigo” entregador terminaría en pareja con su mujer, Delia. Y, con el tiempo, se quedaría también con sus propiedades.
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