MAÑANAS CAMPESTRES Jean Apecetche, rodeado Pocos años después de la muerte de su esposa Marie Iribarne, Jean Apecetche formó pareja por su hija Mariquita y con Dominga Isabel Querejeta. Viuda, hija de vascos españoles dueños de una hacienda Dominga Querejeta, su en Ranchos, con quien más tarde se casaría. Su futura esposa era cuñada suya, hermana segunda esposa. mayor de Francisca Querejeta, casada con su hermano Etienne. Los hijos de Jean nunca se llevarían bien con su madrastra. Mariquita incluso no quería que le digan “mamá”. Carlitos decía que era “la vasca más mala y fea” que había conocido. Y tenía sus razones, la nueva mujer de su padre le hacía notar a Carlitos que siendo adolescente todavía no trabajara y solo estudiara (en esa época muchos ya trabajaban desde chicos). Cuando le servía la comida comentaba: “No trabaja pero come...”. Enojado y molesto con ella le planteó a su padre que quería dejar sus estudios. Ya tenía 16 años y estaba en el secundario, pero la tensa situación familiar y el no saber cómo manejarla provocó que Jean, que ya había podido juntar buen dinero, termine alquilando un campo en Cañuelas, con vacas, peones y funcionando para la producción de leche; y envíe allí a Carlitos y a Esteban. Mientras que a su otro hijo Juan lo mandó al tambo de su cuñado Juan Iribarne, en Suipacha. En aquellos años el trabajo del tambo era realizado generalmente por inmigrantes vascos, que usaban sus clásicas boinas, alpargatas, chalecos y fajas. Se levantaban cada día bien de madrugada (antes de que salga el sol), ataban las patas traseras de cada animal y la cola, y con un banquito de una pata atado a su cintura se sentaban y comenzaban el ordeñe. Una de las pocas fotos con De los baldes se pasaba la leche a los tarros de acero estañado y con el carro tirado por detalle, de Jean Apecetche. caballos iban directamente a la estación de ferrocarril de Cañuelas, a esperar al tren lechero para mandar la producción hacia capital.
Los tarros de leche se iban acomodando con la cantidad necesaria de hielo como para llegar en buen estado a Constitución y estaciones intermedias, desde donde se dividían en los carritos lecheros para reparto domiciliario. Aquel oficio que alguna vez había llevado a cabo algunos de los Apecetche. El tren a vapor Era frecuente que antes de regresar, los tamberos pasaran por algún boliche, en general llevababa lo producido frente a la estación, a tomar un vaso de caña, ginebra, anís o Hesperidina. Y jugarse un hacia Constitución. partidito de truco o de chinchón. A veces era un simple almacén, pero desplegaba de forma espontánea su servicio de bar, cuando los parroquianos de siempre llegaban a tomar su trago cada mediodía y cada tardecita. En aquel campo, Carlitos tenía como tareas principales despertar a todos bien temprano para el ordeñe, y ocuparse de la cocina al mediodía. Para lo primero estaba a cargo de darle siempre cuerda al reloj despertador y mantener en horario su alarma. Para lo segundo... si bien no era un buen cocinero, imaginación no le faltaba. Puchero con cáscara de naranja, o azúcar, eran uno de sus experimentos culinarios. Los peones, que volvían hambrientos de trabajar, comían todo sin chistar. Una vez, incluso, consideró que era una buena idea purgar a todos y no dudo en implementarlo en la comida. El clásico tarro Ahí eran todos vascos menos un joven ayudante. Intrigado con el idioma, preguntaba para trasladar cosas, de curioso. Un día les pidió a sus compañeros que le enseñen una frase para decirle la leche. a una vasca que llamaban doña María. Los muchachos deliberaron en voz baja y finalmente le explicaron cómo decir “Soy un chico buen mozo”. Al joven le pareció una buena frase y repitió “Asto handia nik”, hasta recordarla bien. Sin perder tiempo fue y se la dijo, esperando su reacción. Doña María lo miró y sin dudar le respondió “Bai... bai...” (Sí... sí...). La seguridad y el gesto de la mujer lo hicieron sospechar. Fue así que volvió con los vascos y cuando terminaron de reírse a carcajadas se enteró de que en realidad lo que había dicho era “Soy un burro grande”.
Carlitos haciendo “pinta” para Cañuelas es una zona histórica en la inmortalizarse en este retrato. producción láctea. Además de ser donde, cuenta la leyenda, se originó el dulce de leche. Libreta de enrolamiento emitida en Cañuelas, en su mayoría de edad.
Madrugar cada mañana para EL INCENDIO llevar la leche a tiempo al tren. En esas tierras vivieron casi tres años, llevando adelante la rutina del campo sin descanso. Hasta que una noche un principio de incendio, que habían sofocado durante la tarde, se reavivó mientras dormían y empezó a consumir casi toda la casa principal. Los vascos se despertaron, en medio del humo, y huyeron a tiempo a un galpón, mientras observaban las llamas avanzar. Carlitos tenía esperanzas de que un baúl, que le pertenecía, con plata, papeles y algunas balas, se salvara. Hasta que comenzó a escuchar las explosiones. Permanecieron largas horas viendo cómo el fuego se devoraba lo que quedaba, y el sol asomó con los restos todavía humeantes. Desde esa noche, tuvieron que utilizar el galpón para dormir. Habían logrado rescatar un reloj despertador y dependerían del mismo para madrugar a tiempo cada mañana, cuando todavía era de noche. Y seguir trabajando en el campo, porque el ordeñe había que hacerlo igual, ahora más que nunca frente al desastre de la situación. Así que Carlitos se hizo cargo nuevamente de la tarea pero había un problema, ese reloj a veces se paraba. El vasco pasó algunas noches casi sin dormir, porque cada tanto debía sacudirlo para volver a escuchar el tic-tac. Al menos hasta que compraron un nuevo reloj, su misión se volvió insufrible. A todo esto se sumó una época de excesiva lluvia en los siguientes meses, lo cual al final produjo que se cansaran. Y Jean Apecetche dejó de alquilar el campo y vendió las vacas justo antes de que afecte a nuestro país la gran crisis económica mundial iniciada a finales de 1929. En unos meses se mudarían al pueblo que abriría un capítulo completamente distinto en la vida de varios de los Apecetche, pero sobre todo en el futuro del más chico.
EL CONVENTILLO Carlos Collazo había nacido en 1914 en un conventillo, nombre popular de las casas de inquilinato, en la calle Carlos Calvo 474, en el sur de la capital. Su infancia no había sido fácil, pero su padre José Collazo había ingresado a trabajar como ayudante en la cocina de la tienda Harrods, que se había convertido en un importante centro comercial porteño. También trabajó de cocinero un tiempo en el hotel Alvear. José acostumbraba siempre traer de “contrabando”, en sus bolsillos, chocolates y otros dulces que atenuaban los penares de sus seis hijos. Uno de los tíos de Carlos trabajaba con su padre José y una vez quiso imitarlo, para darles también una alegría a los pequeños. Asombrado por los helados, algo que desconocían hasta entonces, llevó a escondidas uno a su casa... en el bolsillo. La vida en el conventillo había marcado a Carlos Collazo. Este tipo de vivienda colectiva El patio del típico conventillo. estaba construído alrededor de uno, dos o hasta tres patios centrales, rodeados de varias habitaciones, en una o dos plantas. Y solía presentar malas condiciones sanitarias, por el El frente de la casona de Carlos hacinamiento y la obligación de compartir los baños entre vecinos. Estos eran escasos, como las canillas para proveerse de agua potable o lavar. Las puertas de los cuartos, que Calvo 474. (2014) daban al patio central, generalmente permanecían abiertas por la falta de ventilación y luz, exhibiendo el desorden y propagando las voces, gritos y cualquier tipo de ruido. Se trataba, en muchos casos, de familias numerosas, con chicos y bebés, viviendo cada una en una misma pieza. A veces, hasta dos familias en un solo ambiente separado tan solo El patio se transformó así en el punto de reunión, en el único lugar donde se podía respirar por una cortina. aire, en la sala común. Los chicos jugaban y chillaban, mientras las mujeres lavaban, cosían o tejían, planchaban y chusmeaban, los hombres fumaban o leían el periódico y discutían Décadas después, y a través de la llegada de la televisión, Carlos descubriría viendo el sobre política. programa “Titanes en el ring” que uno de los luchadores grecorromanos era el hijo de un armenio y una española que había conocido de chico en uno de aquellos conventillos: En Argentina fue el primer hogar de muchos inmigrantes recién llegados de Europa al país. Martín Karadagián. Algunas amistades de esa infancia, en los patios de esas casas de Además de resultar un lugar ruidoso y de discusiones constantes, allí se mezclaba gente de alquiler, perdurarían en el tiempo. Como la de Pepe Collazo y Baltazar Ruiz, quien sería todos los idiomas y nacionalidades, y a veces no se entendían ni entre ellos. el futuro esposo de Dolores Collazo, su hermana.
LA AVENIDA Y EL AJEDREZ José Collazo, con su delantal de Después del trabajo en Harrods, José Collazo acostumbraba ir a algún cafe de la Avenida cocina, leyendo las noticias sobre de Mayo, a jugar al ajedrez con los “muchachos”. No tenían un lugar fijo, iban alquilando la Guerra Civil española. (1936) mesa cada día en algún bar diferente, pero siempre cerca de esa avenida. Muchas veces las mesas eran específicas para estos fanáticos del ajedrez, ya que venían con el tablero Las típicas partidas pintado, y tenían un cajón con todas las piezas. de ajedrez en bares. Carlos a veces iba a buscar a su padre. Cuando entraba al café y lo veía sentado con el cuerpo bien para atrás contra la silla, relajado, era señal de que iba ganando. Se cuenta que el gallego era mal perdedor y su hijo a veces lo sufría. Cuando jugaban entre ellos al ajedrez y le iba mal, José le movía el tablero y Carlos le recriminaba: “¡Viejo, con vos no se puede jugar!”. Y eso que el pasatiempo era por deporte y no por plata. En 1894, cuando comenzó a despuntar una época espléndida y pujante en la que Buenos Aires comenzaba a perfilarse como la ciudad más europea de América, se produjo la apertura de la Avenida de Mayo. Los ámbitos de los “Café”, o antiguos bares de la ciudad, serían de los más característicos, y sobre aquella arteria destacaron muchos. Algunos, como “La Armonía”, han ido desapareciendo. El Café Bar “El Tortoni”, ubicado hoy en Avenida de Mayo al 800, es de los más célebres. ¿Sería uno de los que acostumbraba visitar José Collazo con sus amigos? Quizás también eran clientes del Bar “Los 36 billares”, inaugurado casi en la misma época de la apertura de esta avenida. Hoy, las 36 mesas de billar funcionan en el subsuelo, dejando la planta baja para uso exclusivo del Café y de los juegos de mesa que allí practican los numerosos “habitués” de este reducto porteño, que a partir de su inauguración, fue un punto de encuentro para los adictos al “copetín” y a las partidas no solo de ajedrez, sino también de billar, dados, generala y dominó, entre otros juegos de moda en esos años.
VILLA LONGCHAMPS Brégi en Villa Longhcamps, sobrevolando el hipódromo. (1910) A comienzos del siglo XX la propietaria de las tierras que actualmente ocupa la localidad de Longchamps era Luisa Carrere de Burzaco (viuda de Eugenio Burzaco). Por entonces, la actividad económica principal de la zona eran los tambos y, en menor proporción, la cría de animales y el cultivo de verduras. En 1909, la Comisión Directiva del Jockey Club de Lomas de Zamora compró a esta señora un campo de 160 hectáreas, situado entre las estaciones de tren Burzaco y Glew. Donó 129 hectáreas para la formación de Villa Longchamps y se retuvo 44 hectáreas para el hipódromo Longchamps y otros espacios como un aeródromo, un autódromo y un campo de deportes. Inmediatamente, iniciaron las obras para la instalación de una estación intermedia para pasajeros y carga en el Km 25,930. La estación de tren de la originalmente llamada Villa Longchamps fue habilitada como “parada” en 1910. Un año antes del nacimiento de Carlitos Apecetche, y unos meses después del primer vuelo mecanizado de Sudamérica, realizado por Henri Brégi en aquel hipódromo, justo al lado de los terrenos del Ferrocarril del Sud (F.C.S). Era común que este piloto francés desarrollara vuelos de recreo como atracción de gran cantidad de público que se acercaba para verlo volar y participar de los remates de terrenos que se realizaban los fines de semana, generalmente desde la capital federal. Se publicaban una significativa cantidad de avisos publicitarios en los principales periódicos de la época. Incluso antes de empezar la construcción del hipódromo, los trenes ya habían comenzado a detenerse en ese lugar los días domingo, con las primeras carreras de caballos. Publicidades en los diarios La Prensa y La Nación. (1910)
La salida de la estación y la vista del hipódromo en 1910 y un siglo después. La estación y el hipódromo. Abajo, pasajeros cruzan desde el tren para alguna carrera. (1910) En agosto de 1910 se autorizó el servicio público de pasajeros y cargas, denominándose a la estación simplemente “Longchamps”, un nombre común entre los pobladores y los visitantes. Que un tren se detuviera en la zona era todo un acontecimiento, porque si así no sucedía debían viajar en sulky, caballo o bicicleta para llegar desde y hacia Burzaco o Glew. En 1913 se incendiaría el hipódromo, durante una pelea entre apostadores por un fallo polémico, destruyéndose totalmente. Nunca fue reconstruído, pero para entonces ya había empujado hacia el desarrollo inicial del pueblo. Las vías principales del ferrocarril tenían a modo de división un alambrado tejido, de punta a punta de los andenes. En la mitad de la estación había una abertura con portón corredizo, con piso de madera, que era el paso permitido para ambos lados. Al atardecer llegaba el tren lechero, que mediante maniobras desenganchaba un vagón que contenía los tarros vacíos. A la mañana siguiente, proveniente del sur (de campos como aquél donde había vivido Carlitos), retiraba el vagón con su carga destinada a la terminal de Plaza Constitución. Al final de una vía muerta, había una “manga” para recibir y embarcar hacienda vacuna y caballos en vagones especiales.
Vista de Longchamps El tráfico ferroviario de pasajeros o carga, utilizaba locomotoras a vapor con fuel oil lado oeste, desde la como combustible. Tras la máquina venía un vagón de acero donde se llevaba el agua, estación de tren. que se reabastecía en algunas estaciones. Los trenes de pasajeros eran de madera y se conformaban de dos categorías: primera y segunda clase. Los de primera, tenían asientos mullidos, forrados con cuerina de color marrón claro y los de segunda eran de madera solamente. También el costo de pasajes era distinto. El tren a vapor se caracterizaba, entre otras cosas, por tener un arranque lento cuando partía de la estación. El presidente Juan Perón nacionalizaría los ferrocarriles en 1948, y esta línea pasaría a denominarse Ferrocarril General Roca. Hacia los años 60 llegarían los trenes diesel y los coches metálicos con más confort para los pasajeros. Sin embargo, unos años antes, ya existiría un tren diesel-eléctrico en algunos momentos del día. Con la aceleración de los nuevos para arrancar, podían dejar a pie a algún viejo vecino por ser cortés y decir “Usted primero” a una dama. La locomotora a vapor del F.C.S. arribando a la vieja estación de Longchamps de aquellos días. Y una que se conserva en la actualidad.
LA MUDANZA Hacia 1930, Jean Apecetche había invertido en algunos lotes que se vendían en aquella Viejo plano zona poco poblada del sur bonaerense, denominada Villa Longchamps. Siguiendo los donde ya se ubica pasos de algunos conocidos, en especial de su hermano Charles Apecetche, que había Longchamps. comprado una propiedad en esa zona y la visitaba los fines de semana. Charles tenía un “moderno” auto británico Austin Ruby, que había logrado adquirir al final de una Antigua propiedad importante exposición. Y, como no había aprendido a conducir, tenía contratado un de Charles (Carlos) chofer que lo traía por el empedrado del viejo “Camino Real” (hoy avenida Hipólito Apecetche, sobre Yrigoyen) hasta Vicepresidente Alsina 364. Vpte. Alsina al 350. Y el Austin Ruby. El Austin Ruby podía llegar a andar a unos 70 kilómetros por hora, nada mal para entonces. Pero en aquellos años, las calles de provincia eran de tierra y, con suerte, podía acelerar traqueteando sobre algún camino de piedra como ese. La llegada a Longchamps se coronaba, a veces, con una estela de humo del Ferrocarril del Sud en el horizonte, arribando a pocas cuadras de la casa donde Charles pasaba algunos sábados y domingos, hasta volver a capital. La casa original todavía existe y alguna vez fue una unidad básica. Por esas vueltas del destino el chofer, Leandro Irigaray, terminaría en amores y luego casado con Mariquita Apecetche, tras haber enviudado de Beltrán Berhan y ser madre de Ricardo y Delia, alias “Porota”. En cuanto a Charles Apecetche, la muerte lo sorprendería en el patio de una de sus tantas propiedades, con un infarto mientras colocaba una pesada pileta de lavar la ropa. Iniciada la década de 1930, Carlitos y Esteban Apecetche, luego de la experiencia del campo, ya se había mudado definitivamente a Longchamps, junto a su padre, en una casa que habían adquirido sobre la esquina de la actual avenida Yrigoyen y Francia. Hoy en día la antigua vivienda ya no existe y en su lugar está la farmacia Priano.
Carlitos con amigos del barrio. Carlitos en la vieja casa de Yrigoyen y Francia. (Aprox. 1931) Jean Apecetche, junto a su segunda esposa Dominga, en su auto. Adelante, Mariquita con sus dos hijos. Por aquellos años, Jean también se había comprado un auto, aunque más modesto que el de su hermano, para recorrer la zona. Cuentan que una vez, volviendo con otros acompañantes de un bautismo en Burzaco, el vasco dobló en la curva de La Armonía (que hoy en día es la fábrica La Serenísima) y la tomó tan cerrado que el auto se fue de costado, hacia una zanja. No existían entonces los cinturones de seguridad, pero tampoco los vehículos iban demasiado rápido. Tras el revolcón, los ocupantes se acomodaron y entre todos pudieron salir, pateando el techo de cuero hasta arrancarlo. Por suerte para ellos, todavía los techos de los autos no eran de chapa. Aquél Longchamps de los años 30 todavía era bastante despoblado, pero en crecimiento. Lentamente se iban loteando y vendiendo más terrenos. Hacia 1932 recién se colocaba la piedra fundamental de la futura capilla (actual iglesia) que se terminaría recién casi diez años después.
Carlitos (derecha) con amigo, en la A unas cuadras de donde vivían Jean y su hijo, Mariquita tenía en esa época un almacén, vereda de los locales de Mariquita. en Gral. San Martín 630, por entonces calle Aviación. Con un local de despacho de bebidas Al lado del histórico surtidor. a su izquierda, como alguna vez había tenido su padre en Constitución. Es muy probable que esas propiedades hayan sido de Jean Apecetche. Frente al local, sobre la vereda, tenía Los locales de Mariquita en 2013. un surtidor para el despacho de nafta. Dicen que el primero del pueblo. Hoy en día los Izquierda: antigua área de cancha locales originales se mantienen frente al obelisco de Longchamps, monumento que todavía de pelota vasca. Centro: despacho no coronaba la plazoleta por entonces. Completaba el negocio a continuación con una de bebidas. Derecha: el almacén. cancha de pelota vasca (en la actualidad existe un bar). Mariquita tenía su vivienda detrás del almacén, adonde se accedía por un jardín lateral. En la cornisa de aquel almacén, estaría emplazado durante mucho tiempo un modelo en madera del avión Plus Ultra con el que Ramón Franco (hermano del dictador español) atravesó el Atlántico en 1926. Lo había armado Carlitos cuando tenía unos 15 años.
Al llegar todos los hijos de Jean Apecetche a la mayoría de edad, éste había decidido dividir el dinero que correspondía a su madre Marie Iribarne entre ellos. Lo mismo hizo con los terrenos. Fue así que tres de estos, que había adquirido sobre la calle Boulogne Sur Mer al 1300, en Longchamps, decidió dárselos a Carlitos y a Mariquita, la mayor. Como por ley un padre no podía vendérselos a sus hijos, lo hizo con un tío como su intermediario. Finalmente, ambos terminaron obteniendo exactamente la mitad de los tres terrenos: un lote y medio cada uno. Así, Mariquita construiría su casa en el lote cedido por su padre, a la derecha del de su hermano Carlitos. Con su segundo esposo Leandro Irigaray tendrían una hija llamada Susana, que trágicamente se suicidaría a los 41, tiempo después de la muerte de ambos. Esteban Apecetche también vivió un tiempo en Longchamps, donde tuvo un taller de autos y otro despacho de combustible. Con el tiempo residiría en Adrogué, en la Avenida Espora 1576, a una cuadra de la Avenida San Martín. Se casaría con Luisa Faga, para los más cercanos más conocida cariñosamente como “la petisa” y tendrían seis hijos. La vida del mayor de los varones de la familia, Juan Apecetche, fue un poco más compleja después de su adolescencia, comparada con la de sus hermanos. Aquí fue donde se desarrolló una historia de romance, con tintes de drama. Durante el tiempo que estuvo en el tambo de su tío Juan Iribarne, en Suipacha, Juan anduvo en amores con su tía política Prudencia Etchelecu, joven esposa del hermano de Marie Iribarne. A tal punto llegaron las cosas que terminaron escapándose juntos a Entre Ríos, cuando se sospechó la situación. Y así pasaron a la “clandestinidad”. Llegaron a tener dos hijos, David y Carlos, y Juan Apecetche solo volvería un par de veces, años después, de visita a Longchamps. Juan Apecetche, en sus primeros años de autoexilio en Entre Ríos, con uno de sus hijos. Y años después, ya más adulto. .
III. C a m i n o s c r u z a d o s ANGÉLICA Y CARLOS Hacia el término de su adolescencia, Carlos Collazo consiguió trabajo en una cadena de carnicerías, en el Mercado de la Ciudad de Buenos Aires, más conocido como mercado Spinetto. Este era uno de los centros comerciales más famosos de la ciudad. Ubicado en el barrio de Balvanera, estaba destinado principalmente a la venta de alimentos. Allí se habían instalado todo tipo de comerciantes mayoristas y minoristas, principalmente italianos y españoles. Después de su experiencia en este puesto de carne, y ya mayor de edad, Carlos buscó un socio y puso su propia carnicería. No había terminado en buenos términos en el trabajo anterior, y su objetivo principal se convirtió en fundir a una de las carnicerías de su antiguo patrón, vecina a la de él. Para ganarle la clientela, Carlos decidió hacerle competencia ofreciendo mejores precios acompañados con interesantes y continuos sorteos. Funcionó para que en unos meses su negocio quedara como la única carnicería del barrio pero, luego de unos años, los conduciría a la quiebra y disolución de la sociedad. Y, aunque había logrado cerrar la carnicería de su antiguo empleador, este tenía una cadena de doce carnicerías, así que le habían quedado once más. Sin embargo, alguien importante aparecería durante esa experiencia con el negocio propio. Sería una clienta, que concurría a comprar habitualmente a la carnicería. Con 16 años, Angélica Barzola trabajaba cerca como doméstica, con cama adentro, en la casa del destacado escritor y político Ricardo Rojas. Carlos se sintió atraído por Angélica y alguna vez contaría que le llamó la atención que siendo ella humilde y vistiera sencilla, llevara siempre unos zapatos tan lustrados.
Marcelina Olmedo rodeada por Angélica, hija de Ezequiel y Marcelina, aquellos viajeros de las pampas que llevaban su sus hijas Inés y Angélica Barzola. tropilla, había nacido en Villa Mercedes, San Luis. Unos años después, su madre consiguió un trabajo fijo como portera en un colegio de esa ciudad. Y en el mismo De Villa Mercedes, colegio donde trabajaba, se mudó con sus hijas. San Luis (arriba), a Mercedes, Su padre seguía con las carreras y las apuestas y se había llevado de ayudantes a sus Buenos Aires hijos varones. Las mujeres vivirían en la escuela, junto a Marcelina. Angélica era mucho (izquierda). más chica que sus hermanas y la más apegada a su madre, por entonces. La relación con su padre no había sido buena y la marcaría. Aduciendo que no estaba seguro de que fuese hija de él, la había desconocido desde chica, aunque le dio su apellido. Buscando mejor fortuna, Marcelina se mudó con su hija Angélica a Mercedes, Buenos Aires, y cortaron su relación con Ezequiel. Los otros hijos de la pareja ya eran grandes y hacían su vida aparte, algunos ya casados, viviendo en lugares distantes entre sí como Córdoba, San Juan y La Pampa. En Mercedes, Marcelina comenzó a trabajar como costurera y de empleada doméstica. Angélica inició el primario pero no pudo terminar 6º grado por pocos meses, muy a su pesar. Su madre le insistió para que se ponga a trabajar de doméstica, en medio de algún apuro económico. Cuando cumplió los 12 años y se vino sola a la ciudad de Buenos Aires a trabajar en casas de familia, con cama adentro. Así llegó 1931, el año en el que se conocieron Angélica y Carlos, en aquellos días de compras en la carnicería. Pronto comenzaron a noviar. Ella entonces trabajaba y vivía en la pintoresca casa de Ricardo Rojas, pero no estaba a gusto. A los 18 decidió renunciar y se volvió durante un año a la ciudad de Mercedes donde vivía su madre, al quedarse sin lugar donde vivir. Carlos la iba a visitar a veces en tren, en el viejo Ferrocarril Oeste de Buenos Aires (luego denominado Sarmiento), haciendo un trasbordo en Luján.
Carlos Collazo y Angélica Barzola a principios de la década de 1930.
Hacia 1932, las Barzola dejaron Mercedes y se mudaron a Lanús. Marcelina había La Fábrica Argentina conseguido comprar una pequeña casa con algo de terreno. Sin saber leer ni escribir, la de Alpargatas, en el pampeana se preocupó siempre por progresar, y aquella vivienda poco a poco la iría barrio de Barracas. ampliando, conformando una construcción del tipo “chorizo”, muy común de la época, con habitaciones unidas entre sí, y vista a una galería vidriada. Hacia 1936, Angélica En la fábrica predominaba el comenzó a trabajar en la fábrica Alpargatas, en capital. La demanda de un calzado trabajo femenino. Hasta las sencillo y humilde había hecho que esta empresa nacional se expanda y, hacia los años 30, máquinas tenían operarias. sus instalaciones ocupaban una manzana en el barrio de Barracas. Además de calzado, contaba con los primeros telares para la fabricación de lonas, bajo la marca Pampero. Angélica , junto a muchas mujeres, era parte del taller donde se cosían las punteras y el talón de las alpargatas. Con el tiempo pasó al área de empaque. Allí se las recibía ya terminadas y se envolvían con papel celofán, que era el envoltorio con el cual se las vendía al público. Llegaría a trabajar durante casi 10 años en esa fábrica.
La pareja recién casada. A la izquierda, con Marcelina. (1937) En 1937 Angélica Barzola, con 21 años, y Carlos Collazo, con 22, se casaron. Marcelina Olmedo ofreció su casa en Lanús para la fiesta de bodas. Carlos hizo un piso de baldosas nuevo para la ocasión, que todavía le faltaba a la galería de su suegra. Y el día de la fiesta cocinó un cordero. Vinieron todos los parientes a celebrar. Eso sí, no hubo luna de miel por el presupuesto acotado. Vivirían luego en la capital federal, alquilando un departamento. Marcelina aconsejaría a su hija y su yerno que se preocuparan por conseguir un techo propio, porque era “lo más importante”. Ella, que había transcurrido gran parte de su vida como nómade, recorriendo tantos caminos pampeanos junto a su marido Ezequiel.
El patio del que sería su primer domicilio de casados. Carlos Collazo y Angélica Barzola en foto de estudio de los años 40.
Probando suerte Angélica a orillas en los juegos del de un río cordobés. Parque japonés. (1941) Las hermanas Inés y Angélica Barzola junto a su madre Marcelina Olmedo. (Aprox. 1940)
Luisa Faga y Esteban LUISA Y ESTEBAN Apecetche, entre los años 1940 y 1960. Esteban Apecetche se casó con Luisa Paula Faga hacia 1933, en la iglesia de Nuestra Señora del Tránsito de la localidad de Ministro Rivadavia, el templo religioso más antiguo del partido de Almirante Brown. Se cuenta que Esteban había estado de novio antes con una prima de su mujer, hasta que un día Luisa se lo “birló”. Pero por suerte para “la petisa” no está confirmado cómo fue la historia. Después de su juventud en el campo junto a Carlitos, aquel destino elegido por su padre Jean a mediados de la década del 20, Esteban se había orientado a la mecánica automotriz. Luego de casarse trasladó su taller al lado de su casa en Adrogué. Allí no solo se ocupó de los autos sino que armaba (y desarmaba) de todo. Tal era su abanico de habilidades, que en una guía Kraft de la época figuraba en el listado de comercios del pueblo dentro del rubro “Herrerías”. Con los años, pasó a manejar un colectivo entre Longchamps y Adrogué. Era dueño y empleado. Y era el único coche. Así que iba y venía uniendo ambas localidades, allá por el año 1935. Pero la empresa San Vicente, que unía el sur de la capital con la localidad que le daba su nombre, fue fundada en la misma época, compartiendo parte del trayecto. Y comenzó a ser una seria competencia, porque poseía varios colectivos que pasaban más seguido. Sin embargo, Esteban consideraba que, con perseverancia, podía hacerle frente. Incluso, llegar a hacerla fundir. Al poco tiempo la pelea se hizo irremontable, y se tuvo que dar por vencido. Finalmente ingresó como chofer en la San Vicente, porque ya se sabe: si no puedes contra ellos... Se convirtió en uno de los pioneros de la empresa. Y con el tiempo llegó a ser jefe de taller. Se jubilaría como jefe de compras, encargado de la adquisición de cada uno de los repuestos para los colectivos.
Esteban en anuario Kra 1942. Aparecen la panadería de los Ramírez (La Espiga de Oro), el corralón Cirignale, la tienda de Pedro Lopolito y el club Las Mitas, entre tantos. Esteban con el pie en el estribo de su Junto a Luisa y familia colectivo de la San Vicente. (1963) al frente de su almacén. En sus épocas de chofer, Esteban a veces trabajaba hasta doce horas con el colectivo. Sin embargo, cuando volvía se dedicaba a sembrar y cosechar una quintita, que había armado en un terreno que tenían al lado de aquella casa. Luisa se dedicaba al aparado de zapatos. Cosía las piezas que lo componen, antes de que le pongan la suela. Le traían las partes cortadas y ella armaba el calzado sobre una horma de hierro. A principios de la década del 50, Esteban y Luisa pusieron un almacén en el frente de donde vivían. Y a partir de entonces ella se ocupó de atenderlo.
VICTORIA Y CARLITOS Poco después de llegado a Longchamps a principios de los años 30, tras la experiencia en el campo, Carlitos Apecetche comenzó a trabajar en el corralón “Cirignale”, de cereales y forrajería. Después trabajó en la panadería de don José Benito Ramírez Saco: “La Espiga de Oro”, ubicada en Rivadavia al 1400, repartiendo pan en un carro y ayudando en el local. Hoy, uno de los comercios más viejos del barrio, pero por entonces con apenas 10 años de inaugurado. Aún era una casa reformada y con paredes de adobe. A la vuelta de esa panadería vivía entonces Victoria Casullo, la hija menor de Adolfo, el fletero, y Carolina Hauché. Victoria había estado a punto de comenzar a estudiar para ser maestra, pero finalmente desistió. Terminó quedándose en su casa, asistiendo en los quehaceres, cocinando y haciendo las compras. Entre tantos mandados, en los que iba de recorrida por los diferentes negocios del barrio, pasaba siempre por La Espiga de Oro, para comprar pan. Esas visitas a aquel local llevarían a Carlitos y Victoria a conocerse y tratarse casi a diario. Y para 1932, ya estarían de novios. Mismo año en que él quedó exento del servicio militar obligatorio por “bolilla baja” en el sorteo. Por entonces, el llamado a la conscripción se realizaba después de los 20 años de edad. Pese a que Carlitos se había anotado en la Escuela de Suboficiales del Ejército Sargento Cabral, y aprobado el examen, luego de este resultado que lo liberaba de la “colimba” decidió renunciar a esa idea. No quería pasar un año sin cobrar un sueldo. Además, un señor mayor le había aconsejado mejor no entrar al ejército porque los cabos maltrataban siempre a la tropa. “Y vos no sos así”, le dijo. Y lo entusiasmó con conseguir algún empleo en una oficina.
Victoria y Carlitos en sus años de novios. La pareja posando en la casa de Glew de Victoire Claverie.
Pronto lograría entrar a trabajar como cobrador a domicilio en la empresa inglesa Cédula de Aguas Corrientes, en la sucursal de Adrogué. Con un buen sueldo. Eso sí, debió dejar un identidad de fondo en garantía que le pedían a quienes cobraban (por robos o fuga) y para ello usó el Carlitos. (1931) dinero que le había correspondido tras la muerte de su madre. Tuvo q poner 4.500 pesos moneda nacional, que tenía en su cuenta. La empresa guardaba el dinero de todas las garantías en un banco inglés. En esa época, impuestos y servicios se cobraban casa por casa, en la mano. En su primer día de trabajo, tocó timbre a un matrimonio que lo atendió sonriente, pero le contaron que eran los líderes de un movimiento para no pagar por el servicio de distribución del agua. Así que Carlitos, con paciencia, empezó a citar a los vecinos de aquel barrio, uno por uno en algún bar, para convencerlos del pago y romper la resistencia. Se ganaría, de parte de sus agradecidos empleadores, el apodo de “cobrador especial”.
LA MANGUERITA La historia de Carlitos y la manguerita pasaría a ser, afortunadamente, una Hacia esa época, a los 24 años, Carlitos tuvo que ser operado debido a la infección simple anécdota. provocada por un forúnculo bajo el brazo derecho, que se había desplazado hacia la zona cercana al riñón, y le había provocado mucha fiebre. A la cirugía siguió una etapa de reposo donde recibió los atentos cuidados de su novia Victoria Casullo y su futura suegra Carolina Auché. Jean le pagaba al cirujano que había operado a su hijo para que venga a curarlo desde Adrogué, pero Carlitos no mejoraba. Finalmente un día le dice a su padre que no gaste más esa plata, que llame a un reconocido doctor de Longchamps, porque sentía que se estaba muriendo y que no le encontraban una solución. Es así que este profesional vecino accedió a revisarlo, pero antes pidió que esté presente en la primera consulta el cirujano que lo estaba tratando. Se presentaron ambos en casa de los Apecetche y entraron a la habitación, apenas iluminada por una tenue lamparita. El nuevo médico sacó una pequeña linterna y apuntó a la herida. Comenzó a examinarla minuciosamente durante unos minutos. Y le llamó la atención algo que parecía asomar. Buscó una pinza y trató de tomarlo con sus puntas, mientras Carlitos le decía a su padre, casi entre lágrimas: “Estoy podrido por dentro...”. Finalmente, con paciencia el médico extrajo de su interior algo que dejó atónito a todos: un pedacito de manguera. Se había usado para drenaje durante la cirugía y había sido olvidada dentro. La infección era peligrosa, pero el profesional la curó a tiempo y lo salvó. Le quedaría para siempre una cicatriz profunda, un hueco en la espalda, de todo el tejido muerto que le extrajeron. El vasco salvó así nuevamente su vida, la primera vez había sido la del tacho de agua en el almacén-bar de Constitución.
HOGAR DULCE HOGAR Un golpe de suerte Cuando Carlitos dejó de ocuparse de la cobranza domiciliaria del servicio de agua y pasó daría una mano a realizar tareas administrativas en las oficinas de la compañía, recuperó el dinero que la a los sueños de empresa guardaba como garantía por ser cobrador. Y comenzó a soñar junto a Victoria Carlitos y Victoria. con la construcción de su propia casa. Aunque para concretar ese proyecto todavía no eran suficientes los ahorros. Pero Carlitos tenía otros métodos. Para entonces, acostumbraba pasar a veces por un kiosco en la estación de Adrogué y apostar cada tanto a algún billete de la Lotería de la Provincia o la de Beneficencia Nacional. Tenía algunos números preferidos, como el 9055 o las cifras que sumaban un total de 13. También podía llegar a jugarle a alguna fecha de cumpleaños, cuando era el día exacto. Carlitos no era de reservar los números. Si pasaba y veía entre los que se exhibían en vidriera alguno que le gustara desde siempre, o le diera un pálpito, entraba de una y compraba el cartón. Pero una vez, un tal Florencio Petris le ganó de mano con uno de sus billetes favoritos. Y ganó con uno que Carlitos no había llegado a comprar. Es más, algunos vecinos pensaron que él había sido el ganador, conocedores, en un pueblo chico, de algunos números que siempre apostaba. Don Petris se construiría una casona que aún existe frente a la estación de Longchamps. Pero la suerte no le fue tan esquiva después de todo. Finalmente, uno de estos números de la suerte le dio una gran felicidad, consistente en una abultada cifra en pesos moneda nacional, a mediados de los años 30. El clásico sorteo de la Lotería con los “niños cantores”.
Todo ese dinero obtenido con la Lotería, sumado al que guardaba de su madre, le Victoria y Carlitos permitió iniciar, junto a Victoria, la construcción de su tan ansiada casa en la calle posan en foto de Boulogne Sur Mer 1371. En 1937, cuando su nuevo hogar estuvo prácticamente estudio por su terminado, celebraron el casamiento por civil y por iglesia, en la ciudad de Burzaco. boda. (1937) Todavía la parroquia de Longchamps estaba en plena construcción y no se terminaría El cuadro original hasta 1941. Así que Victoria siguió los pasos de su hermana Nélida, casándose en la en marco dorado. localidad vecina. Como festejo de noche de bodas, Victoria y Carlitos fueron al cine y se hospedaron en un hotel capitalino por tres días, como luna de miel. Como broche artístico de su casa, Carlitos contrató a don Alejo, un profesional de la pintura, que se despachó con un abanico de colores y detalles. La iglesia de la Inmaculada Concepción, de Burzaco. Lugar de las bodas de las Casullo.
Victoria y Carlitos El comedor, de ventana a la calle, rojo en la parte superior de sus paredes y con una luego de la boda, delicada imitación madera en la inferior. La habitación, detrás del comedor, de marrón. paseando por el La galería, usada como living, de color crema, con esquinas de flores en stencil y la centro porteño. parte inferior imitación mármol. Finalmente la cocina, de vibrante amarillo con lunares (1937) azules, perfectamente alineados entre sí, una guarda y la parte inferior de color gris. El frente de la casa se cerró con un alambrado artístico y un jardín donde Carlitos armó un camino en forma de caracol, que rodearon con flores y plantas. Nélida Casullo se había casado hacía poco con Miguel Fortuño, con su madre Carolina Hauché como madrina. El matrimonio pronto tendría un hijo, llamado Waldo. El casamiento de Nélida y Miguel en un diario local, a mediados de los años 30. Waldo Fortuño (1947)
¿Y EL VIEJO ALMACÉN? La esquina de Brasil 1399, en el barrio de Constitución, sobrevivió como testigo del paso del tiempo desde los años del almacén de comestibles con despacho de bebidas. Nunca se supo mucho del lugar, salvo las anécdotas que describían parte de lo que se vivió ahí. Breves relatos que nos dejaron pinceladas de lo que fue esa etapa. Pero no estaban del todo claras las fechas en que los vascos vivieron y trabajaron en esa esquina. Cómo habían llegado a tener ese emprendimiento, y hasta cuándo. Como la mayoría de la información era de hace más de cien años, había que investigar para ver qué se podía averiguar. Los documentos online ayudaron mucho en desentrañar esas intrigas. Desde las actas de Boletines oficiales de 1936 y 2008 nacimiento de los hijos de Marie y Jean, que a través de las fechas permitieron comprobar dónde tuvieron domicilio según pasaban los años, hasta publicaciones del boletín oficial muestran la historia del almacén. que demostraron aproximadamente a partir de cuándo dejaron la vivienda y el local. Después del traslado de padre e hijos a la zona sur, no se supo más nada del almacén. A través de la guía “Kraft” se supo que al menos hasta 1912 Jean Apecetche guardaba Sin embargo, hoy se puede ir descubriendo qué fue de ese local con el correr del siglo. carros en un corralón sobre Cevallos 1837. Probablemente los carros lecheros. Y en el Boletines oficiales muestran que la despensa estaba en manos de un tal Perfecto Souto, anuario de 1913 encontramos que en la esquina de San José y Brasil ya existía un almacén en 1936 (¿será quien le compró a Jean?). El fondo de comercio fue pasando por diferentes en manos de Napoleón Pecchini, un inmigrante italiano según el censo de 1895. Así que dueños y una guía de la década del 60 registra que llegó a ser la zapatería de Nicanor Díaz. los Apecetche compraron el fondo de comercio, no lo empezaron de cero. A partir de la única foto que existe de los vascos en el almacén, teniendo en cuenta las edades de los hijos Así llegamos al nuevo milenio, donde en el local se comercializa indumentaria deportiva. que aparecen en ella y sabiendo que Marie Iribarne falleció en 1921 en esa casa de la Según el boletín oficial de 2008, desde entonces. De esa forma los documentos nos planta alta, se estima que deben haberse mudado allí hacia 1915. Quizás algún día se permitieron desentrañar un poco más la historia perdida de aquella esquina con más de pueda acceder a anuarios comerciales de aquellos años y encontrar definitivamente el un siglo. Y nos permitirán algún día saber aún más. apellido Apecetche en esas hojas, bajo el rubro “almacenes”, en la dirección de Brasil 1399. Poco antes de la crisis de 1929, Jean ya había decidido dejar de alquilar los campos y mudarse con sus hijos a Longchamps. Por lo que la etapa de aquel negocio y la vida de la familia en esa esquina habrá durado aproximadamente una década.
IV. É p o c a d e c a m b i o s AGUR, JEAN Hacia finales de los años 30, Jean Apecetche fue diagnosticado con diabetes y debió empezar a administrarse insulina para controlar la glucosa de su sangre. Vivió un momento difícil cuando tuvo un principio de gangrena en una pierna y un médico le habló sobre amputársela. Él se negó rotundamente a tal operación, afirmando: “Este vasco se va a morir entero”. Finalmente, como buen vasco se salió con la suya. Aplicándose aire caliente con un secador de pelo logró ir superando la situación, aunque no libre de utilizar un bastón desde entonces. Además de forzar menos esa pierna, el bastón de madera le servía cuando visitaba la casa recién estrenada de su hijo Carlitos y su nuera, caminando despacio las dos cuadras que lo separaban de la suya. Anunciaba su llegada dando unos golpes fuertes con la punta contra el caño metálico de desagüe, que bajaba del techo. Eso sí, Victoria se pegaba tremendos sustos. Pero en una época en que el control preciso de los niveles de insulina administrada era imposible, una dosis demasiado alta le produjo una disminución excesiva del azúcar en la sangre. Una situación que lo llevó a la muerte en 1939, a los 67 años. Jean Apecetche, aquél viajero de los Pirineos que había escapado del ejército para cambiar su destino en estas tierras, no llegaría a conocer a su primer nieto, Juan Carlos, que nacería apenas un año después. El frente de Boulogne Sur Mer 1371, en la década del 40.
El matrimonio de Esteban Apecetche LOS PEQUEÑOS APECETCHE y Luisa Faga con sus hijos. (1947) Del matrimonio de Esteban Apecetche y Luisa Faga nacieron Olga Isabel (1934), Ana María (1935), Mabel (1936), Esteban (1941) y una hija que falleció de muy chiquita. Pasarían unos años hasta que en 1946 nació Blanca Beatriz, la menor de todos. Durante su infancia, Esteban les enseñó a sus hijos a a cantar La Marsellesa. Y también a contar en vasco. Bat, bi, hiru, lau, bost, y así hasta diez (hamar). Esteban seguramente lo había aprendido de boca de su madre. Marie tenía facilidad para eso. Había enseñado a leer y escribir español a tantos vascos... Blanca era una nena brava, por no decir terrible. Ya desde sus primeros pasos comenzó a hacer de las suyas. Una vez, cuando ella tenía apenas un año y medio, su mamá Luisa cocinaba al lado de una ventana que daba al fondo. Allí, a unos metros, tenían una pequeña pileta de nadar. La misma pileta donde una vez, mientras construían, Luisa se había resbalado y caído sobre cal viva. Todavía tenía las cicatrices en el brazo y recelo de ese lugar. De repente, le pareció haber visto de reojo algo pasar y perderse de vista. Su instinto le hizo preguntar inmediatamente por su hija. Salieron rápidamente a buscarla y la encontraron en el agua de la pileta. Así, Blanca se fue ganando su fama. Luisa Faga y sus hijas Olga y Mabel trabajaron durante unos años en una fábrica de hilados cercana a su casa, perteneciente a unos catalanes. Olga cosía desde chica. Blanca era tan brava que una vuelta que las llevaron a pasear al zoológico Olga le hizo un vestido color naranja especialmente para la ocasión, para que no se pierda fácilmente entre la gente. Blanca cursó hasta 3º grado en el San José de Burzaco, un colegio religioso que había empezado hacía poco, en manos de las hermanas “josefinas”. Y en 4º continuó en la escuela Nº16 Carlos Pellegrini, de Adrogué.
Festejo de la familia Izquierda: Luisa Faga con su Apecetche a pleno hijo Esteban en sus brazos. en el fondo de la casa Detrás, Mariquita. Derecha: de Mariquita (al lado “Porota” Berhan, su hija. de la de Carlitos). Victoria con unos meses de Cordero al asador embarazo. Esteban Apecetche y brindis con vino. y sus hijas Ana, Olga y Mabel. (1940) ¿Y Carlitos? Generalmente era Juan Apecetche, el que tomaba las fotografías. a cargo de la botella. Leandro irigaray, esposo de Mariquita, protege del sol a Susi, la hija de ambos, con un pañuelo.
Luisa Faga rodeada por sus hijos. (1949) Esteban con su hija Blanca Blanca en los carnavales de la de paseo por Luján. década del 50, de bonete y como una pastorcita. Blanca Apecetche a bordo del colectivo de su papá.
Primera foto En el invierno de 1940, Victoria Casullo dio a luz a Juan Carlos Apecetche y, junto a de Juan Carlos su esposo Carlitos, no podían estar más felices. La colorida casa se revolucionaba con el en su casa. nuevo integrante. Victoria, tras el parto, tuvo que hacer reposo en la cama. Por entonces Debajo, fotos su abuela Victorie Claverie la ayudó, entre otras cosas, con los quehaceres y la comida. de estudio. (1940) Cuentan que la reciente abuela cometió un desliz, uno de esos días, condimentando una ensalada. Le echó alcohol de quemar, al confundir la botella con la de vinagre que se guardaba justo a su lado para encender el calentador. Afortunadamente el olor y el error fueron percibidos al mismo tiempo por los comensales. Al final, nadie corrió peligro. Dicen que solo el canario sufrió las consecuencias mortales de que ninguno, con tanto revuelo por aquellos días, haya recordado alimentarlo.
“El niñito Juan Carlos Apecetche En 1943 llega la pequeña “Chichita”. al emprender vertiginosa carrera”, dice el reverso de esta foto. (1942) En un año, Juan ya estaría correteando por el patio. Y pronto hasta tomando unos mates debajo de la pérgola, donde empezaba a crecer la parra. En 1943 le seguiría el nacimiento de su hermana María Angélica, que se conocería más como “Chichita”, y tres años después Victoria Carolina, bajo el alias de “Quitchi”. Ambos apodos dados por su padre. En el caso de Quitchi, con los años Carlitos diría que significaba algo en vasco, pero ya no recordaba qué.
Juan pasando en remociclo al lado de su hermana Chichita. (1944) Victoria en el jardín y el patio de su casa, con sus hijos Juan y Chichita (1943)
Chichita aprendiendo a caminar , hacia el año 1944. En frente de la casa todavía se observan zonas descampadas. Juan vestido de soldado, con un casco de cartapesta, común por entonces, años de la 2da Guerra Mundial.
Con la llegada de Quitchi, se completa la familia de Victoria Casullo y Carlitos Apecetche. (1947)
Juan en su comunión. Rodeado de sus primos Herbert y Waldo. (1948) Detrás: Orlando Roca, Isabel Arguindeguy, Miguel Fortuño con Nélida Casullo, Leopoldo Van Domselaar con Quica Casullo e hijo Herbert, “Negra” Madariaga con Miguel Casullo, Delia Arguindeguy. Centro: Mabel Arguindeguy, Victoire Claverie y su hija Carolina Hauché (zooms colorizados), Juan Carlos. Abajo: Waldo Fortuño y un amigo.
Juan Carlos, Quitchi y Chichita, Los chicos de paseo, junto a su de la mano en la vereda de una poco mamá Victoria y su tía Quica. poblada calle Boulogne Sur Mer. Y al lado del vasco, cocinando en su horno de barro. (1948)
DE BARRACAS AL HOGAR PROPIO Celia Collazo, con pocos días de nacida, en brazos Luego de su casamiento en 1937, Angélica Barzola y Carlos Collazo consiguieron de sus padres. (1945) alquilar un pequeño departamento en el barrio de Barracas. Estuvieron un tiempo allí y luego se mudaron a otro, en la calle Ruy Díaz de Guzmán. El segundo estaba en un primer piso y tenían cocina-comedor y una habitación, aunque compartían el baño. Para tender la ropa, una pequeña terraza. La casa le quedaba muy cerca a Angélica para ir a trabajar a la fábrica de Alpargatas, justo a la vuelta. El edificio, de la que fuera la mayor fábrica textil de Argentina, todavía se encuentra en pie sobre la avenida Regimiento de Patricios al 1100, en el sur de la capital. Mientras tanto, Carlos estaba en los últimos tiempos de su fallido emprendimiento con la carnicería propia. Así que Angélica un día, a través de una carta en el buzón de sugerencias, decidió recomendar a su marido en la fábrica. Y hacia 1941 lo convocaron a una entrevista, luego de la cual logró entrar. Empezó trabajando en los telares. Capacitado dentro de la empresa, se recibió de técnico en hilandería, llegando con los años a ser de supervisor de planta. En el puesto de jefe, tuvo a su cargo hasta cuatro secciones. Así que se la pasaba yendo y viniendo dentro de la gran fábrica, vestido con su overol. Angélica trabajó allí hasta 1945, cuando nació la primer hija del matrimonio: Celia, en la Maternidad Sardá (apenas dos meses después, nacería también ahí Roberto Sánchez, “Sandro”). Luego de dos años, nació en su hogar de Barracas Dora Alicia, su segunda hija. La familia continuó viviendo en esa casa durante los primeros años de sus hijas. Entre 1941 y 1945, Angélica y Carlos trabajaron al mismo tiempo en la fábrica, en distintos sectores.
Carlos alzando a su hija Celia. (1946) Angélica y la recién nacida Las pequeñas Collazo jugando Dorita en sus brazos. (1948) en el patio y la terraza de la casa de Barracas. (1949)
Celia y Dorita, siempre vestidas iguales. Su mamá no quería hacer diferencia entre ellas, así que les compró la misma ropa durante muchos años.
A fines de los 50, En aquellos años, los créditos más accesibles permitieron a muchos comenzar a soñar con los Collazo logran la casa propia, dejando atrás la mala experiencia de los conventillos. Así, un lotecito en comprar un terreno las afueras podía llegar a pagarse en cuotas. Claro que había que ahorrar y no se podía y empezar a construir despilfarrar ni un solo centavo. su ansiada casa. A finales de la década, Carlos y Angélica lograron comprar un terreno en Longchamps, sobre la entonces calle 25 de Mayo (hoy calle Ascasubi). Carlos lo eligió en un remate de lotes en Burzaco. Le dijeron más o menos dónde quedaba y, cómo estaba cerca de la avenida, se convenció. Esto les permitió acceder a un crédito para construir su casa. Se embarcaron en el proyecto y, una vez comenzado, la familia se venía en tren hasta Longchamps algunos fines de semana, para ver ir viendo el avance. La zona se iba poblando de a poco. En la manzana de enfrente había un descampado. El lugar había sido una quinta de japoneses, pero estaba abandonada. Todavía crecían solas algunas plantas de verdura. En solo unos años comenzaría la construcción de un nuevo barrio. Una vez, cuando ya le faltaba poco para estar terminada, llegaron desde capital y se dieron cuenta de que no habían traído la llave de la puerta recién colocada. Así que pasaron el día en el galponcito de obra, donde incluso comieron. La infancia de Carlos en los conventillos, con la hacinación, la falta de intimidad y el ruido, lo habían marcado. A esto se sumó que en la época de la carnicería dormía al lado de un lugar donde guardaban caballos, que pateaban las paredes de noche, entre otros sonidos molestos. Por si fuera poco, cuando trabajaba en Alpargatas y dormía de día tenía una vecina muy ruidosa. Llegado el ansiado momento de construir su casa propia decidió sin dudarlo hacerlo en el medio del terreno, asegurándose de no compartir la medianera con nadie. Trabajar de noche le permitía ganar un poco más de dinero. Incluso trabajaba una hora más por jornada. Un mejor sueldo los ayudaba a vivir un poco más desahogados con el crédito del Banco Hipotecario, que se llevaba casi la mitad de lo que ganaba, sumado a que ya eran una familia de cuatro.
Terminado el nuevo hogar hacia 1951, la familia Collazo finalmente se mudó. Así, Dorita llegaba a Longchamps con tres años y medio. La casa sería como una isla a mitad de dos lotes, rodeada por cipreses y otros árboles plantados por el mismo Carlos y un jardín lleno de flores que regaba siempre cantando una canción. Dicen que tenía muy buena voz y se lo solía escuchar entonando algún tango o un vals, como “La pulpera de Santa Lucía”, uno de sus preferidos, “El día que me quieras”, folclore o algún valsecito criollo. Siempre con una amplia sonrisa. Carlos se caracterizaba por su buen humor. Solía sintonizar su radio o acompañarse con el tocadiscos Winco. Se cuenta que en los días de semana santa, en los que la radio transmitía rigurosamente música sacra, aprovechaba que no se llevaba bien con las cuestiones religiosas, apilaba varios discos en el Winco, que podía reproducir cierta cantidad de forma automática, y lo sacaba al patio desde temprano. Las hermanas Collazo, con amigos, en el frente de su nueva casa. La casa como se veía hacia 2013, con menos árboles y plantas de las que supo tener y con rejas, pero casi igual que en los años 50.
AMANECER El sonido monótono retumbaba en cada rincón del taller. Las máquinas no paraban de hilar las fibras en una sincronía perfecta. Carlos controló, línea tras línea de producción, que todo fluyera en orden. Asintió con la cabeza y una sonrisa a los pocos operarios que se distrajeron de sus funciones al verlo pasar. Después de cruzar el gran galpón, subió las escaleras y miró la escena desde más arriba. Como quien observa una orquesta, porque, después de tanto años allí, ese ruido sonaba un poco como música, sobre todo si la producción marchaba bien. Observó de reojo el almanaque de Alpargatas que completaba la escena en la pared, a su lado. Se acercó, lo descolgó y dio vuelta la hoja del mes que había terminado. Nadie se había ocupado de ese detalle aún. Miró el “1951”, impreso debajo de la ilustración, y pensó en los años que llevaba en la fábrica. En la época en que él empezaba en el área de hilandería y Angélica se iba de la parte de empaquetado. Dejaba la fábrica después de una década, para cuidar de la primera hija que tenían juntos. Y ahora ya tenían dos. Con casa propia recién terminada. Pensar que todo había empezado con aquellos datos que ella dejó un día en el buzón de sugerencias, apostando por él. Todavía recordaba con bronca al inglés que lo recibió en las oficinas, cuando lo convocaron para la entrevista. Sin hablar bien castellano, le fue haciendo preguntas y, al final, comentó con su acento raro que lo veía “muy grande” para empezar a trabajar en la fábrica. Y él tenía solo 27 años.
Pero, finalmente, Angélica y él trabajaron juntos en la “Fábrica Argentina de Alpargatas”. La que habían fundado un vasco y un escocés y, creciendo, fue ocupando progresivamente la manzana, y las de alrededor. Desde telas hasta ropa de trabajo salían de los talleres, pero todo había empezado con las simples alpargatas. Suela de yute y cuerpo de lona. Sin forma definida, se podían usar en cualquier pie. Iban a ser el calzado de los trabajadores inmigrantes y, sobre todo, del trabajador rural. Y también iban a flamear en las manos de varias madres enojadas con sus hijos. Carlos sonrió imaginando esa última escena. Y se encontró mirando perdidamente los primeros rayos de sol, que empezaban a asomar por las ventanas de la fábrica. Partículas flotaban en el aire, destellando cada tanto y cayendo sobre él. Se limpió con paciencia ese molesto polvo de fibra textil de los hombros de su overol beige. Volaba todo el tiempo dentro de los talleres y al final uno se terminaba acostumbrando. Se pasó la mano por su cabeza y añoró la época en que todavía se podía peinar. Hasta jopo tenía. Antes de los treinta años, cuando le pedía al peluquero que le entresaque bastante cabello de arriba. Trabajaba en la carnicería y bajando la media res del camión, sobre su espalda, protegerse con una lona no alcanzaba y se engrasaba la nuca y la cabeza. ¡Lo díficil que era lavarse el pelo después! Volvió la vista hacia las máquinas, mientras dirigía su mano hasta el bolsillo en su pecho y sacaba su atado de cigarrillos negros. Lo sacudió y apenas quedaba un pucho por encender. Pero no importaba. Otra larga noche de supervisión en los talleres estaba llegando a su fin.
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