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INSOMNIOS FRAGMENTADOS - ANTONIO PAPALÍA

Published by Gunrag Sigh, 2021-10-19 22:37:35

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INSOMNIOS FRAGMENTADOS ANTONIO PAPALÍA

Papalia, Antonio Insomnios fragmentados / Antonio Papalia. - 1a ed. - Longchamps: LENÚ; José Mármol: Cautiva Ediciones, 2021. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-987-4983-78-7 1. Narrativa Argentina. 2. Relatos. I. Título. CDD A863 Título original: “Insomnios fragmentados” Relatos © Antonio Papalía Primera edición octubre 2021 CAUTIVA EDICIONES Trabajo de edición a cargo de Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook: Ediciones Lenú Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, así como el vocabulario utilizado en todo el texto, se respetaron los gustos y deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Dedicatoria y agradecimientos La historia de ficción desarrollada en este libro como una corta novela o mejor dicho, un extenso relato, tiene un ingre- diente especial semioculto en su recorrido, sin embargo, si observamos con atención y más allá del género por el cual el lector transita; la figura de los inmigrantes a los territorios americanos se pone de manifiesto como una constante dentro de una época de pos guerra. Yo soy uno de ellos junto con toda mi familia, por ello sé de historias sacrificadas, desarraigos que culminan en las triste- zas de reminiscencias lejanas y de duelos que cruzan continen- tes a pesar de que el cuerpo se traslada y parte del alma queda para esperar un retorno sobre el arca de un destino. No obstante, la nueva tierra siempre acoge con los brazos abiertos y limpia las lágrimas de quienes con infinita espe- ranza hacen de su vida una aventura bajo un nuevo sol. Es por ello, que en este relato en su porción de verdad, deseo resaltar, dedicar y agradecer a todos aquellos que han llegado con sus manos laboriosas para entrelazar la consigna del amor al bien común, con paz y trabajo. Antonio Papalia, mi abuelo paterno, fue el primero de mi familia en llegar al país, un poco antes de 1940, como una flecha que abre un camino a fin de que sus descendientes pudiesen contar con un sostén sólido a la hora de emigrar. En su memoria, también, un agradecimiento especial. 5

Prólogo “Insomnios fragmentados” es una obra literaria donde se conjugan la narrativa poética y el relato novelesco, cada una sectorizados por una línea imaginaria por donde el lector puede atravesar y encontrándose a gusto con una lectura amena y entretenida y, a su vez sentimental y emotiva. El autor ha tomado desafíos al desarrollar una secuencia de ciento treinta microrrelatos. Todos ellos, en sus variados te- mas, cuentan con ciento cinco palabras incluyendo el título que los identifica. Cada uno nos deja en estado de meditación con matices emocionales tan diversos que nos transforma en soñadores interrumpidos para entrar en insomnios llenos de reflexiones. La noche es cómplice necesaria en esta cadena de sucesos, tanto como la predisposición sentimental que trasciende más allá de nuestro pensamiento. Es por ello, que el relato: “Hipnagogia astral” se desarrolla dentro de una burbuja de tiempo y espacio que juegan con el autor como si fuese un entretenimiento caprichoso, como un bote a la deriva sin agua por debajo y con vida propia a su alrededor. La temática atemporal es abordada por carriles reales e imaginarios, cuyo desenlace está repleto de posibilidades co- mo testigo de su paso ensamblando las piezas sueltas de un rompecabezas mental, sin recuerdos… Cecilia Muga Escritora 6

Hipnagogia astral I – Oscuridad atemporal La oscuridad no era más que un túnel succionador, una es- pecie de embudo de brazo largo y levemente inclinado hacia abajo. Intuí que el deslizamiento era inevitable. Mi cuerpo, de espalda, suspendido sobre el deseo de mi imaginación, no se detenía a pesar que mis brazos y manos intentaban actuar co- mo ventosas sobre esa superficie líquida, viscosa, pulida y res- balosa. La noción del tiempo era incuantificable, por momentos su- puse que era parte de una manecilla de reloj que giraba aloca- damente en sentido inverso, en otros, como una diminuta oru- ga que alargaba o contraía el cuerpo para avanzar por sobre esa latente confusión que mi mente no alcanzaba a esclarecer. Suponía que lo negro no debía ser permanente, que en algún lugar existiría un “abajo final”, algo así como un destino inex- plorado creado para mí, o para todos, o tal vez, simplemente un recorrido eterno en torno a un núcleo que repele y mantiene a distancia a los cuerpos como el mío. ¡Imposible saberlo! Las sensaciones se multiplicaban tan aceleradamente que si fuesen colores, habría miles de arcoíris entrecruzándose, aho- gaban el grito de la garganta a punto de estallar y luego sobre- venía un estado ligero de paz mental. Por primera vez sentía como dos dimensiones se abrían delante de mí, como si mi mente se separaba del cuerpo, como si ambos no podían coordinar sus propias velocidades y aun así, mantener el con- trol entre una niebla de marañosa confusión. ¡Debía ser pasajero! Me consolaba entre esa inercia que me mantenía en ese movimiento semejante a un tirabuzón inter- minable. El silencio no era más que un vacío lleno de imáge- nes centelleantes en las cuales los hitos del tiempo ponían sus pies y rasaban las secuencias para fijar mi visión en ellas y escudriñar su contenido. Las diminutas luces perdían velocidad y aclaraban las ico- nografías que de su interior se dejaban ver cual recordatorio de cosas perdidas en las páginas de mi íntimo diario de vida. Increíblemente… estaba equivocado. Nada se había perdido, 7

sólo se ocultaban en los rincones más insólitos y entonces todo parecía tener un “porqué”, un “para qué”, que nunca supe qué contestar. Cada secuencia, no era más que un retroceso mental, como un tren marchando hacia atrás, llegando a las paradas que ha- bía dejado con ese gusto agridulce de los encuentros y despe- didas, de los amores y de los no tanto, de las lágrimas y las sonrisas, y siempre… del abrazo final y el adiós en los labios. Ya no sentía mi cuerpo ni latir mi corazón, pero sabía que me pertenecía, que mi mente tomaba la delantera, que mi “yo” etéreo conducía a un destino imantado, atraído cual obsesión persistente, como una flecha infalible a punto de llegar a un blanco acordado. Lo que fuese que estaba ocurriendo era inevitable, no estaba en mí el control, sólo parecía un turista exótico en este viaje tan peculiar, desconociendo el afuera enlutado de azabache y redescubriendo porciones de mi interior con páginas amari- llentas conservadas como cenizas petrificadas. Las luces desa- parecieron como lo hacen las estrellas tras negros nubarrones, la historia de mi vida había sido fraccionada en su último tra- mo como si todo lo anterior careciera de importancia. ¡Eso, debía significar algo! ¡Y así era! Un lejano eco de un agudo silbido comenzaba a percibirse rompiendo ese silencio sepulcral, mi cuerpo y mi mente fueron ensamblados con más lucidez de conciencia. Mis párpados pesaban lo suficiente que impedían abrir los ojos, en tanto una brisa fría corría por ese habitáculo delineado por mi mente que endurecía la piel. La fuerte explosión despedía una llamarada violácea y un persis- tente olor a caramelo, su luz traspasó mi piel, y de pronto, ella me envolvió como si fuese una vestimenta nueva y que se in- crustaba dentro de mí dándome volumen y peso; entonces fue cuando sentí el golpe y me desvanecí. II – Un presente fuera de época Me era imposible saber cuánto tiempo estuve en estado de inconsciencia, el dolor de cabeza comprimía mi frente como 8

si una bincha de cuero me apretara sostenido a un poste. La brisa fresca sobre mi rostro ayudaba a discernir los últimos recuerdos que perduraban antes de la colisión hasta que se transformó en viento frío, demasiado gélido para un mes de noviembre. Aún no podía abrir los ojos, sólo respiraba profundamente de mayor a menor intentando reestablecer mi ritmo cardíaco. Unas gotas comenzaron a caer sobre mi rostro, una fina llo- vizna me hizo reaccionar sacudiendo la cabeza para ambos lados, entonces el instante crucial había llegado: levantar los párpados significó encontrarme en un destino equivocado, en una realidad soñada y lejana… pero ahora fuera de todo con- texto, tiempo y lugar. Todavía no salía del asombro. ¿Qué hacía yo recostado boca al cielo sobre esa vereda de baldosones grises, rectangulares, sucios y de vieja data? Despaciosamente intenté reincorpo- rarme, aún persistía en mí cierto mareo que, de a poco, me permitió sostenerme en vertical apoyado sobre esa pared con revoques saltados y ladrillos irregulares a la vista llenos de humedad y verdín. Aun así se podía apreciar una antigua pin- tura beige que se asomaba con rostro lavado por la lluvia tenue y persistente del amanecer. El número veintiocho resaltaba del esmalte del cerámico in- crustado a la altura de veinte centímetros por encima de mi cabeza y del lado derecho de una abertura amplia cerrada por una cortina metálica carcomida por el óxido. El ancho de la vereda se formaba con tres baldosones de no más de sesenta centímetros cada uno, retrocedí hasta el límite con la calle y el panorama se amplió a mi vista. Existía una planta superior que terminaba en una pequeña cornisa que dejaba ver el final del techo de chapas onduladas. Una puerta-ventanal de madera verde grisácea con sus vi- drios rotos se podía ver desde abajo por encima de un balcón sostenido por tres dinteles sobresalientes y enmarcado por una reja de hierro trabajado artísticamente pero ennegrecido por el moho. Dos caños de desagües sin sus terminales inferiores es- taban sujetados a ambos extremos de la construcción, por allí el agua de lluvia corroía aún más la contextura rojiza de los 9

ladrillos. La línea principal telefónica se desplazaba a lo largo de la construcción por debajo de la cornisa sujetada a la pared y lo mismo sucedía con la línea de alumbrado que lo hacía por debajo del balcón hasta llegar a la calle lateral. Un obsoleto cartel de madera marrón con letras amarillentas me indicaba la posición: “Via Taureana”. Era evidente el estado de abandono, tal como si una catarata de años se hubiera depositado en esa vivienda y que hacía de mis recuerdos, una antigua película de corta duración que se repetía constantemente. La calle lateral sólo estaba a tres me- tros, la casa terminaba en ángulo de noventa grados, ya que no existía la famosa ochava que caracterizaba a las esquinas a las cuales estaba acostumbrado. El panorama no era mejor de este lado de la calle: “Via Mon- te di Pietá”. El mismo deterioro en la pared de grueso espesor, en la cortina cerrada de metal, el ventanal superior, las mar- quesinas y el balcón con sus barandas oxidadas. Conocía esa casa, mi corazón no dejaba de palpitar en desmesura, la emo- ción lograba más escalofríos en mí que el viento y la lluvia; sabía muy bien dónde me encontraba, pero no para qué en ese amanecer solitario de un noviembre misterioso. Pronto debía resolver el misterio en el cual me encontraba atrapado, bello pero intrigante, tal vez un sueño dentro de otro y luego, sí… la realidad. Sea como sea, esa realidad no era más que mi verdad que se disfrazaba de inminente objetivo, de un imán difícil de no ser atraído. Dejó de llover, las nubes corrían hacia el oeste despejando lentamente la salida del sol. La calle adoquinada me separaba de la casa de enfrente, el número treinta y cinco que la identifi- caba guardaba un secreto escondido de mis primeros dos años de vida… a paso lento, la crucé. III – Búsqueda del pasado Sí, la crucé como aquella primera vez cuando aún mi altura no alcanzaba más allá de los setenta centímetros, mirando sólo para adelante y con los ojos fijos en el picaporte dorado de 10

aquella puerta de dos hojas de color cedro. Un pequeño y jo- ven árbol, con sus verdes colores se levantaba a la izquierda, en la vereda gris con baldosones idénticos a los de en frente pero limpios y brillosos a causa de la llovizna. Un auto rojo opaco se encontraba estacionado, con lo cual mis pasos se desviaron hacia la parte delantera para llegar a sortearlo y subir a la vereda. Mi clara intención no era otra que tocar el timbre y presentarme de cualquier manera, así debía ser porque el ámbito donde me encontraba distaba a más de doce horas de vuelo internacional y yo no había tomado nin- guno. Las fugaces imágenes del pasado constituían la única pista por dónde comenzar mi derrotero en búsqueda de la verdad. Sabía dónde estaba, pero todo parecía tan enigmático que dudara que alguien con dos dedos de frente pudiera creerme. Tenía en mis bolsillos la billetera con dinero y mi documento con mis tarjetas de crédito y débito. Eso sólo me identificaba, pero no explicaba qué hacía allí a esa hora temprana y aunque traía conmigo el celular temía hacer una llamada que me enfrentara con semejante locura. Aún no había mirado mi reloj pulsera, cuando lo hice quedé tan petrificado como las agujas del reloj que estaban clavadas a las 3hs. y no se movían, en tanto los primeros rayos de sol asomaban sobre el horizonte. Eso me daba otro par de certe- zas: Además de estar en otro lugar, otro uso horario y sea cual hubiese sido el método de traslado, consumió totalmente la energía de la pila del reloj. Esa evidencia me llevó a certifi- carla con el horario que marcaba mi celular de última genera- ción. Otra sorpresa me aguardaba. La hora indicaba las 3:10 y el estado de batería se encontraba al 50%. Rápidamente de- duje que esa diferencia horaria no era otra cosa que el lapso de tiempo desde mi toma de conciencia hasta ese momento. Decidí no tocar timbre y apoyarme de costado a la puerta del vehículo en tanto intentaba poner en orden mis pensamientos. Si deseaba tener más precisiones debía actuar de inmediato y con lo primero que tuviera a mano, y eso era el celular. La primera ocurrencia fue enviar un mensaje vía WhatsApp a mi amiga de confianza, Elizabeth. Si ella no me creería, entonces 11

sí, lo intentaría con uno de mis hijos. Fue imposible. La aplicación existía, pero parecía inhabili- tada, el mensaje escrito no terminaba de ser enviado, la señal era inconsistente. Mi paciencia se agotaba a medida que lo reintentaba. Marqué su número telefónico para agilizar la si- tuación pero esta no cambió en absoluto… la comunicación resultaba nula, silenciosa, inexistente. “Tal vez con Messen- ger tenga más fortuna”. Pensé. Nada de eso ocurrió, el men- saje ni siquiera llegaba al éter. Di una revisión rápida a otras funciones del celular: Los au- dios anteriores de Messenger y de WhatsApp de mi archivo no se escuchaban, habían perdido la edición sonora. Todo aquello que me hubiera permitido comunicarme con alguien, no funcionaba… pero las fotos, sí, estaban todas. Traté de calmarme respirando hondo repetidas veces. Todo se veía mal, aunque no tan mal del todo. Podía expresarme, era mi país, mi idioma… mal hablado, pero mi idioma al fin, y además, tenía una referencia, un punto por dónde comenzar: esa casa delante de mis ojos era la clave. Sólo rogaba que sus habitantes fuesen los descendientes directos de aquellos que convivieron en mi infancia. Sabía que mucho no podía hacer con algunos recuerdos sueltos, pero si aún viviera la persona indicada tal vez, solo tal vez… eso me conformaría. La calle se veía desierta, el reloj de mi celular marcaba las 3:40hs. Si mis cálculos no estaban equivocados, al sur de Italia la hora oficial debería ser las 7:40hs. Decidí esperar hasta las 8hs. antes de pulsar el timbre aunque si me imaginaba estar en el lugar del otro, quizá no lo tomaría con simpatía una intromi- sión tan tempranera. De todos modos, recordaba que dos cua- dras a mi izquierda estaba la plaza pública: “Vittorio Emanue- le III” y uno de sus bancos de madera barnizada podía cobijar mi cansancio si fuese necesario. Con esa idea me consolé. IV – La historia sale al encuentro Decidí apagar el celular y resguardar la carga de la batería, 12

craso error sería desperdiciar mi única prueba con su conte- nido. El tiempo se dilataba en mi mente y de vez en vez obser- vaba la hora estática del reloj como un autoreflejo incons- ciente. Fueron los minutos más ansiosos que podía recordar de los últimos tiempos, quizás sólo comparables con la espera previa al parto de mis hijos. Un ruido metálico a llave y picaporte inclinándose hacia aba- jo me puso en guardia y me alisté para encarar de frente a quien saliera por esa puerta. Un muchacho joven de edad me- dia, bien parecido, de mediana estatura y bien abrigado apa- reció bajo el dintel en acción de cerrar la puerta tras de sí cuan- do nuestras miradas se cruzaron por un largo instante. Ya no podía perder más tiempo, la hora de anunciarme había llegado, con mi italiano básico hice el primer intento. —¡Buongiorno signore! Vengo dall' Argentina e mi trovo disorientato. (¡Buenos días Señor! Vengo de Argentina y me encuentro desorientado). —¿De Argentina, dice? Para mi sorpresa y fortuna, el muchacho me contestó en es- pañol y eso significaba a igual que ganar un premio de lotería o dos, ya que también me prestó su atención. Así que dejé mi burdo idioma italiano para otro momento. —Mi nombre es Anton y a pesar de mi aspecto, recién lle- gado de Argentina y deseoso de presentarme ante su familia para averiguar ciertos detalles del pasado. Por eso, Ud. me ve aquí, esperando que alguien saliera y ese alguien fue Ud. —¡Mi nombre es Franco! Pero entonces, no está tan deso- rientado, como dice. —Mil disculpas, pero sin ser mentira, fue la manera más di- recta que encontré para iniciar la conversación. ¿Es posible que podamos charlar en algún lugar? Si tiene tiempo, claro. El muchacho me miró de arriba abajo con ojos de sorpresa, dudó por un momento en tanto que yo rogaba en silencio que no hubiese una negativa. Ya había cerrado la puerta tras de sí y me preguntaba si la volvería a abrir. —Me dirigía a la panadería a comprar pan fresco y algunas galletas, también sirven un buen café. Venga conmigo, la pla- za está a dos cuadras y el pueblo es muy chico. Lo invito y me 13

contará de Ud. Franco lo dijo bien, el pueblo es chico, ese detalle creo que influyó en su decisión de conocer a un forastero como yo y de un lugar tan lejano como Argentina; y por otra parte, podría descifrar la incógnita del porqué él también habla a la perfec- ción el español. —¡Excelente idea! Me conocerá mejor y con seguridad ten- dré que apelar a su buena voluntad. Verá, la puesta es mi única ropa, necesitaré de su ayuda para comprar otras... pero aún es temprano, así que vamos paso a paso. Las dos cuadras eran cortas, cruzamos la calle de la plaza, un escalofrío inundó mi ser al recordar una vieja fuente y be- bedero de estilo gótico que se alzaba en el ángulo izquierdo de la misma y más allá, la vista del palacio municipal que ya conocía su fachada con la bandera italiana y de la Comunidad europea flameando. Franco me guiaba a paso rápido, las pe- queñas baldosas de 20x20 se escurrían entre nuestros pies. El centro de la plaza contenía un cantero redondo, tal si fuera una vieja fuente transformada y una planta, aún enana, de verde y anchas hojas que le daba vida. —Esta es la plaza histórica del pueblo en honor a Vittorio Emanuelle III, rey de Italia entre los años 1900 y 1946. ¿Co- noce la historia? —Investigué un poco, pero ya no era rey cuando yo nací... aquí, frente a su casa —Franco me miró sorprendido, ya está- bamos por cruzar la otra calle paralela: “Via Ferrarese”. En frente ya se olía a pan caliente, el cartel sobre la fachada se leía desde lejos: “Panificio Ciappina”. —¿Qué...? ¿Nació frente de mi casa? ¿No viene de Argentina? —Está tan asombrado como yo al escucharlo hablar el caste- llano tan fluido. Invíteme con ese café y sabremos el uno del otro, ¿quiere? V – Confesiones históricas La calle empedrada quedó atrás, la puerta corrediza dividía el fresco del afuera y lo tibio del adentro. Mi cuerpo sintió un 14

inmediato bienestar. Franco fue el primero en saludar a la mu- jer mayor en su perfecto italiano en tanto yo asentí con mi cabeza. La mujer me miró con cierta extrañeza y no era para menos, un desconocido y en mis condiciones no tenía lógica estar en un viejo pueblito perdido en un punto de la Calabria. Sólo atiné a sonreírle, en tanto mi anfitrión, le hizo una orden de café con algunas delicatessen que estaban en exhibición bajo el cristal del mostrador. —¡Ven Anton! En cualquiera de esas mesas podemos sen- tarnos. Francesca nos servirá un buen café y le haré probar una especialidad de la casa, algo similar a las facturas argentinas. El lugar no era amplio, pero sí su largo; preferí sentarme en la última, la más alejada de la puerta y celebré, en mi interior, la buena predisposición de mi acompañante. Tenía apetito y aun si fuera pan, lo aceptaría de buen grado. Cuando Franco se hubo acomodado, sustraje de mi bolsillo el documento de identidad y se lo mostré. —¡Mire, Franco! ¡Aquí está parte de mi historia! El muchacho examinó la documentación de ambos lados comprobando que sí venía de Argentina y que era nacido en Calabria, datos que ya le había adelantado. Ahora, yo debía contar toda la historia desde el principio, el primer paso de confianza estaba dado. Franco observó mucho más que eso… —¡Anton, Antonio! —Sí, sí… así es como me dicen, pero Antonio es mi nombre. No puedo dejar la costumbre. —¡Ja ja! Está bien, Anton. Así que nació en el 48 y en el 50 estaba en Argentina… Tome, guárdelo. Extendí la mano, tomé el documento y cuidadosamente lo guardé junto a mis tarjetas de pago. En ese momento la mujer mayor depositaba sobre la mesa una bandeja con seis “cannoli” rellenos de crema pastelera y chocolate junto a dos tazas grandes de café humeante y saquitos de azúcar. —¡Grazie, Francesca! —agradeció Franco la llegada del pe- dido y dirigiéndose a mí, hizo un gesto para que me sirviera en tanto tomaba su celular—. Aguárdeme un instante que aviso a mi familia que me demoraré. Por cortesía esperé que terminara su llamada, ya que se había 15

alejado un tanto de la mesa hacia el ventanal que daba a la calle. Esos segundos me parecieron siglos, la ansiedad de con- tar y averiguar se mezclaron con el deseo de probar las delicias de Francesca y el aromático café. Franco tomó asiento y con efusividad me habló fuerte, como queriendo ser escuchado desde lejos. —¡Vamos Anton! No sea tímido, pruebe esto y sonríale a Francesca, que se lo agradecerá. —Pues claro, con placer haré el honor —Probé un sorbo de café y mientras tomaba un “cannoli”, comencé a explicarle a Franco—. Si no te es molesto prefiero tutearte, la charla será larga y me sentiré más cómodo. —¡No, no… claro que no! Tengo todo el tiempo disponible, te escucho. Yo también estoy impaciente. —Pues verás, tengo una historia real y otra que comenzó hoy de fantasía que aún no puedo descifrarla y espero que tú me ayudes. Lo cierto es que nací en la casa abandonada en frente de la tuya, cosa que descubrí no hace más de un mes. Hasta ese entonces sólo tenía indicios y pequeños recuerdos, como flashes que mi mente guardaba como si fuesen piezas de un rompecabezas por armar. Aquello que recordaba no era mu- cho: Un portón marrón idéntico al mismo que está ahora en la casa siguiente sobre la misma vereda, aunque por el paso del tiempo dejó de tener ese color. Una gran palmera que había en esa plaza, que ahora no está, aunque hay otras más pequeñas que la reemplazan. Podría contarte otras escenas de la travesía en el buque “Santa Fe”, en el cual llegué a la América, como decía mi abuelo. Sin embargo, lo más importante, y por eso te esperaba en la puerta, es que en un momento de ese tiempo yo había cruzado la calle, abrí la puerta y subí por las escaleras hasta el primer piso donde vivían dos bellas mujeres. No sé sus nombres, sí que las llamaban: “le signorines”. Franco abrió los ojos, dejó de comer y me miró fijamente. VI – Avivar el fuego con cenizas apagadas —¿Cómo has dicho? —Franco subió el tono de voz, sea por 16

la sorpresa o porque algún recuerdo lo despertaba en el tiempo. —¡Tal cual escuchaste, Franco! ¿Te recuerda alguna cosa? Porque si es así, es posible que mi espera no fuera en vano. Tal vez hayas conocido a los viejos dueños o… —la pausa abrió su imaginación y se llenó de esperanza su corazón—, eres un descendiente de ellos. Si hay una respuesta a eso, creo que este es el mejor momento para decírmela. —Si te tranquiliza saberla, sí la hay y es: ¡ambas cosas!, pero antes de que sepas de mí debo saber todo, Anton. Tu historia comienza a interesarme, come y habla, por favor. Anton respiró hondo y una sonrisa se dibujó en su cara, un bocado del segundo “cannoli” y otro sorbo de café le dio más ánimo para proseguir. —¡Gracias a Dios, vamos bien! Te daré algunos datos, aun- que por tu edad, tal vez no sirvan de mucho a menos que tus padres o abuelos te hayan contado desde aquella época. —No te preocupes por eso, sé más de lo que tú crees. ¡Va- mos, te escucho! —Bien, si es así, tanto mejor. Mis padres fallecieron en el intervalo de un año. Él, Giuseppe en el 2005 y ella, Rosina, luego. De mi madre y de aquella época no tengo mucho para contarte. Sé que ayudaba a mi padre atendiendo una verdulería mientras él, con un carro y caballo lo hacía por las calles. También en temporada de cosecha de aceitunas, las recolec- taba en la finca de un tal Rocco Bugue, el que fuera luego mi padrino de bautismo. Eran siete hermanos y sólo de algunos conozco pequeñas anécdotas. De Pascual, que estuvo en la guerra y luego de varios años prisionero pudo volver. Otro, no tuvo esa suerte. Concepción, la más chica, fue invitada a Ar- gentina a probar suerte y formó familia dejando una descen- dencia de cuatro hijos. Por muchos años vivimos lindando nuestras propiedades. También falleció. Con Vicenta tuve al- gunas comunicaciones telefónicas breves hasta pocos años atrás, pero ya no vivía en este pueblo. Al día de hoy ya no vive ninguno. —¿Y de la rama de tu padre? Mientras terminaba el segundo “cannoli” y lo ingería con 17

café, hice una pausa para luego retomar. —Aquí la historia se abre con muchos más datos. Mi abuelo paterno, Antonio, dejó su familia aquí para partir a Argentina en el año 1934. No había mucha comunicación en esos tiempos, la guerra… tú sabes. Así que mi abuela María, de apellido Dicto, se las tenía que arreglar como podía para mantener a sus tres hijos: Dominga, la mayor, Carmela y mi padre. Por ser único varón de la familia y responsabilidad económica, él fue exento del servicio militar. Además de la venta callejera, le requerían trabajos de albañilería y con eso sustentaba a la familia recién formada hasta que nací yo. Ya viste mi documento… febrero, pleno invierno aquí. —¿Y cómo se gestó el viaje de Uds. para Argentina? —Todos dicen que el motivo fui yo, comprenderás que lo tomo como un halago. —¡Explícame eso! No logro entender. —Para cuando yo nací, mis tías ya habían contraído matri- monio y como resultado de ello, Carmela ya era madre de Anna y Salvatore. En tanto Dominga, lo era de Salvatore, na- cido nueve días antes que yo. Para cuando el abuelo Antonio se enteró por correspondencia que un nieto se llamaba al igual que él, no dejó de insistir que quería toda su familia con él en Argentina. Pudo haberlo hecho antes con sus dos primeros nietos… pero no. Por supuesto, las consecuencias de la guerra ayudaron a tomar la decisión. Todo debía hacerse por etapas, en el año 1949 viajaron: Mi padre y mis dos tíos, Doménico y César. Trabajando duro toda la familia en ambos continentes, en 1950 viajamos por mar junto con mi madre y mi tía Car- mela con sus dos hijos y para el año 1953 llegó la última remesa: Mi abuela María, su hija Dominga, sus hijos Salva- tore y Annetta junto a otros paisanos de pueblos linderos. Con un gesto rápido tomé mi billetera y extraje de ella, una foto donde se me veía de pequeño en brazos de mi madre. —¡Mira, es la foto de mi madre junto a mí!, es la misma de nuestro pasaporte. —¡Por Dios, mi abuela conserva una idéntica! 18

VII – Heredero del ayer Esta vez la sorpresa fue para mí, no esperaba tal cosa, tan contundente que mis esperanzas se magnificaron al máximo. Ahora sí, ya estaba seguro, aunque faltasen aún los detalles para coronar la historia y la primera parte de mi desvelo. Franco no dejaba de observar la fotografía, ya de color sepia por el tiempo transcurrido, pero nítida y muy bien conservada. Alargué la mano en busca del tercer “cannoli” a la par que mi pregunta no se hizo esperar. —¿Dices que tu abuela tiene otra igual? ¡No sabes cuánto me alegra escuchar eso? Si tenías dudas sobre mí, esta eviden- cia ya debe aclarar tu mente… ahora soy yo el que necesita escuchar todo lo que sabes sobre esto, y si fuera posible cono- cer a tu abuela. —¿Conocerla? Es posible que puedas verla, aunque no creo que sirva de mucho. Tiene ochenta y ocho años y sufre de Alzheimer, la enfermedad está muy avanzada y cada día está más perdida en su propio laberinto. Tenemos una persona en la casa que la cuida constantemente. La llamada que hice fue para justificar mi demora y no se preocupara. —Supongo que algo deberás saber sobre esa copia de la fotografía, tu semblante cambió al reconocerla; y por poco que sea, me ayudará para el armado de este rompecabezas. —¡Sí, recuerdo muchas cosas, por eso me turbé! Ahora estoy seguro y puedo contarte todo. Sólo conoces mi nombre pero no mi historia, en ella hay elementos que te servirán para reconstruir la tuya. —Te escucho, Franco, mientras intento que el café no se enfríe. —Tengo treinta y cinco años. Mis padres murieron en un accidente de tránsito a mis ocho años, así que fui criado desde entonces por mi abuela en esa casa. Se llama Maritza, ella es una de las hijas de tu padrino, Rocco Bugue y su otra hermana, Victorina que ha muerto hace tres años. Con este solo dato ya puedes deducir que tanto mi abuela y su hermana eran muy amigas de tu madre, aunque la posición económica no incidía en nada para eso. 19

Cuando vi por primera vez la fotografía enmarcada sobre un mueble de su dormitorio, pregunté de quién se trataba y ella me contó la primera parte de una historia real y la segunda, años después. —¡Increíble! Prosigue, prosigue… —Lo que tú has contado de tu madre y lo que mi abuela me ha dicho de ella, coincide en un todo. Tal vez no sepas que esa casa donde has nacido pertenecía a tu padrino y se la rentaba a muy bajo costo y tu madre, con su trabajo en la finca de los olivares, saldaba mensualmente la deuda. Tu madre siempre le fue muy agradecida, tanto que prefirió elegirlo para que Rocco fuera tu padrino. Según mi abuela, en aquellos tiempos eran muy difíciles y quien podía llevar el alimento diario a su hogar podía darse por bendecido. Tu madre le habló del proyecto familiar de la partida para América y se convenció que era real cuando se marcharon los hombres primero, pero no esperaba que al año siguiente Uds. ya pudieran viajar. Así fue que tu padrino y mi abuela los acompañaron hasta el puerto para embarcar y fue allí, que tu madre le obsequió esa foto que con tanto celo guar- da hasta el día de hoy. Sé que la quería mucho y la extrañaba demasiado y las pocas noticias que existían provenían de al- guna correspondencia que recibía Rocco desde Argentina por medio de tu padre hasta que mi bisabuelo falleció de un in- farto. —Sí, el que escribía y cuando podía, era mi padre, el único que fue a la escuela hasta el tercer grado, mi madre sólo apren- dió a firmar, ya que siempre fue mujer de trabajo. Pero, dime, ¿Cuál es la segunda parte de la historia? —Con el tiempo, mi abuela me fue confesando ciertas co- sas. Cuando me gradúe como arquitecto, no te lo dije antes, pero soy arquitecto; deseaba construir mi primera casa y tuve la idea de querer comprarle la casa abandonada para demolerla y reconstruir una a mi gusto para cuando formara una familia, cosa que aún no he hecho. Se opuso a la venta y a su demoli- ción hasta que ella muriera, aun sabiendo que soy su único heredero. —¿Por qué haría tal cosa? No le encuentro sentido. 20

—El testamento de Rocco lo decía claramente, si en el tér- mino de la vida de Maritza, su ahijado regresaba al pueblo, o sea tú, la propiedad te pertenecería… y aquí estás. VIII – Un destino equivocado Yo no podía creer lo que escuchaba, de la nada aparecía como dueño del lugar donde había nacido. Dejé de saborear el último trozo del “cannoli” y tragué un sorbo de café antes de hablar. —¡No, no, esto es una broma! Vamos, dilo Franco, ¿es una broma, verdad? —¡Claro que no! Fue la voluntad de Rocco y aún está en vigencia. De otra manera no verías allí despojos del ayer, sino una construcción nueva, tal vez con el mismo estilo, pero nueva. —¿Acaso sabes si mi padrino se volvió loco? Puedo enten- der su buen corazón al darle trabajo a mi madre, aceptarme como su ahijado, pero… ¿Por qué cobrar una renta como al- quiler en esos momentos tan duros cuando pensaba dejarme esta propiedad como herencia? Yo no tengo necesidades aho- ra, ellos sí las tenían. —No sé qué decir a eso, mi abuela también se sorprendió cuando fue leído el testamento, pero no estaba molesta, todo lo contrario. Soñaba que algún día los podría ver nuevamente. Recuerdo que sus ojos se iluminaron cuando supo que la em- presa constructora donde yo trabajaba me enviaba a Santiago de Chile y a Mendoza, Argentina, a trabajar en obras licitadas. Pensó que tendría posibilidades de ubicarlos pero todo fue en vano. Allí estuve desde el año 2000 al 2005, aprendí el idioma y las costumbres a pesar de las crisis que vivían ambos países. —Te anticipaste a mi pregunta, hablas bien el castellano y gracias a eso, avanzamos mucho en esta charla. Supongo que Rocco tomó la decisión mucho después de nuestra partida y quizá nunca sepamos el porqué y tampoco de su secreto guar- dado hasta la tumba. Lamento que por mi causa, tú aún no tengas la casa como la has soñado, pero eso tiene solución. 21

Nadie debe saber que estoy aquí y por lo tanto no reclamaré la propiedad. Por otra parte… eres buena persona, cualquier otro no hubiera dicho la verdad y todo hubiese quedado oculto. —¡No, no, la buena persona eres tú por no querer aceptar!, pero eso no será posible. Ya estás en el país, tu país, en tu pueblo y la oficina de migraciones ya te tienen registrado. ¡Esto es parte de tu nuevo destino! —¡No, Franco, tú no lo entiendes! Hace una hora, cuando nos encontramos frente a tu casa te mencioné que estaba deso- rientado, y a pesar de toda esta charla aclaratoria, aún lo estoy. —Pues, dime: ¿Qué te falta saber? —¿Me prometes creer todo lo que te cuente? Te aseguro que no es sencillo y procuraré comenzar desde el principio. —¡Claro, Anton! Después de este encuentro sorpresivo ya no hay nada de qué asombrarme. ¡Vamos, te escucho! —¡Oh sí, te asombrarás! La síntesis de mi vida es muy senci- lla. Formé una familia, pero por cosas de la vida, estoy divor- ciado y vivo solo. Tengo tres hijos con títulos universitarios y una nieta preciosa. Soy un jubilado más y escritor de ocho li- bros y dos antologías. Sólo me faltaba un sueño, volver a mi tierra. —¡Bienvenido seas, ya estás aquí! Con seguridad has venido con alguno de tus hijos y ahora no lo encuentras. —¡Ja, ja, ojalá fuera eso! Estoy solo. Mi hijo mayor, sí visitó Italia, sus grandes y hermosas ciudades, pero no estuvo aquí. Fue por un viaje de trabajo y yo no pude acompañarlo. Como te decía, a pesar de mis pocos datos y de la muerte de mis padres, nunca dejé de ilusionarme en pisar las calles, la plaza y la casa donde nací. Por lo tanto, cuando compré la compu- tadora para agilizar mis escritos literarios, descubrí la función de Google Maps y con ella navegué por los alrededores, el interior del pueblo y la plaza revivió imágenes de mi niñez, pero aún así no sabía cuál podría ser mi casa natal. Recordé cuando preguntaba a mi madre, ella siempre decía: “A dos cuadras de la plaza”, y entonces me preguntaba: “¿Hacia dónde?” Las posibilidades eran seis, el mapa no mentía. Cada vez que debía buscar un domicilio, Google Maps terminaba 22

llevándome a este pueblo a revivir mi pasado. A pesar de ser un poblado de casonas viejas, descuidadas en su mayoría y denotar una soledad dramática en sus viejos moradores. Por- que eso es lo que muestra, un municipio en abandono en me- dio de un verde como si la nada tuviera ese color. IX – Un tiempo equivocado —Todo eso que dices, es verdad, Anton. También tiene sus encantos escondidos y que puedes descubrir estando aquí… y mucha paz. Este otoño es maravilloso y te llevaré a recorrer cuanto quieras. —¡Seguro, Franco, seguro! Más quisiera yo complacerte, consintiéndome a mí mismo, pero antes debemos resolver una encrucijada. ¿Te sigo contando, quieres? —Claro, claro, prosigue, ya no te interrumpiré. Pediré dos cafés más. Franco hizo una seña con su mano derecha a la mujer del mostrador en tanto yo tomaba coraje para la confesión que se avecinaba. —¡Sí, sí, lo acepto! Continúo entonces. Resulta ser que unos meses atrás en una conversación telefónica con Anna, la ma- yor de mis primas, la única con vida que podía recordar ciertos detalles de aquella época, y ante esa pregunta que tanto me inquietaba, me respondió que se trataba “por la calle del medio de la plaza yendo hacia el sur y cuya esquina a dos cuadras de esta misma había sido mi casa y que ella había conocido a las dos mujeres que vivieron en frente”. Con la premura del caso, pude observarla a través del mapa de Google y todos los re- cuerdos se aceleraron en mi mente. ¡Por fin la había encon- trado! Recuerdo que acerqué la pantalla y tomé algunas fotos para luego mostrarles a mis hijos contándoles lo poco de mis reminiscencias. De hecho lo hice, y de alguna manera me sentí realizado, como si algo hubiese concluido… y por lo que am- bos podemos ver, parece que no. Hice una pausa suficiente para dar lugar a la señora del mostrador a fin de servir otra taza de café humeante. Ella lo 23

hizo con sumo cuidado a la vez que retiraba la bandeja que había contenido los “cannolis”. Mis ojos se posaron en ella, en su figura, su contorno, su rostro, su busto y en su delantal a nivel de la cintura. Allí fue donde descubrí un detalle que llamó poderosamente mi atención. Dejé que la mujer se reti- rara y con mucha curiosidad pregunté, ya que no podía esperar más. —Franco, ¿has visto el delantal de Francesca? —Sí, está limpio como siempre, Francesca cuida esos detalles. Lo veo, está limpio y nuevo, aun conserva los dobleces origi- nales. Lo que no comprendo es por qué el almanaque impreso en la tela es del año 2010 cuando estamos en el 2019. ¿Tanto tiempo duran las cosas aquí? —¿Cómo 2019? ¿Qué cosas dices? ¿Te has vuelto loco? Estamos en 2010 y te lo demostraré. ¡Francesca, Puoi venire un momento! Franco levantó la voz en esta última frase para que Francesca lo oyera, mi rostro repentinamente cambió de color. Mi mente se volvió una fría calculadora. Podía entender hasta cierto punto un viaje tele-transportado a la distancia y que aún debía resolver, pero si esto que decía Franco fuese verdad el pro- blema se tornaba indescifrable e inexplicable. Francesca, que estaba atenta en sus quehaceres, se apersonó con su delicadeza habitual y sin que pudiera abrir la boca, Franco muy sutilmente le preguntó: —Francesca, ¿puoi prestarmi un almanacco cartaceo per studiare una questione? “¿Puedes prestarme un almanaque en papel para estudiar un asunto?”. Al instante, la mujer le alcanzó un almanaque con la publi- cidad de la misma panadería. En tanto yo, extraía otro, tamaño bolsillo, de mi billetera. —Ves, mira Anton. ¿Te convences ahora? Hoy estamos aquí, en este cuadradito: lunes 22 de noviembre de 2010. —Tú estarás ahí, Franco, será tu tiempo y te juro que te creo... Pero el mío es en este otro: sábado 22 de junio de 2019 y te estoy hablando en tono bajo para que esta locura no tras- cienda. Recuerda que al comenzar la charla hablé de una histo- ria real y otra de fantasía. La real ya la conoces... y esta otra 24

parece ser la fantástica que tenemos que resolver. Comprendo que ambos estemos sorprendidos, pero con mi teléfono celu- lar, mi documento y mis tarjetas de crédito puedo probar lo que estoy contándote. —No quiero llamarte mentiroso, Anton. Hasta ahora te escu- ché y todo coincide con la realidad. Debo dudar de esta locura hasta tanto me cuentes lo que aún no sé y me lo puedas probar, tal como dices. X – Una verdad aterradora Por primera vez sentí en la mirada de Franco un dejo de desconfianza, sus palabras hirieron mi orgullo y a pesar de ello, intenté mantener la calma, ya había aceptado la situación aunque no la comprendiera. Decidí comenzar por lo más fácil ya que lo tenía a mano. Tomé mi documento y las tarjetas de crédito y con ellas sobre la mesa, expliqué: —Tú has examinado mi documento de identidad, lo primero que te mostré, pero no reparaste en esta fecha de la emisión del documento. Puedes verla: noviembre de 2014. Observa mi tarjeta Visa: emisión marzo 2018; y esta otra: abril 2018. ¿Puedes darte cuenta, Franco, en qué problema me encuentro? —¡Santo Dios! ¿Cómo ha sucedido todo esto? ¿Quiere decir que tú ahora tienes nueve años menos? —Biológicamente, no. No me siento más joven y tampoco tuve la oportunidad de mirarme frente a un espejo. Sólo estoy aquí, en un tiempo que no me corresponde y en el lugar que siempre he deseado conocer. Aún debo mostrarte algo más, un par de cosas que no has visto. —¿Más pruebas? —La ansiedad de Franco se notaba en sus ojos grandes—. ¿Y qué esperas? —¿Dime qué hora tienes en tu reloj? —Marca las 9:10hs. ¿Para qué quieres saber? —Verás, mi reloj pulsera quedó sin pilas al momento de despertarme en este lugar y quedó estático a las 3hs de la mañana, la misma hora que tenía en el tiempo de 2019; pero 25

mi celular que sólo gastó la mitad de su batería siguió funcio- nando y verás que está marcando el tiempo de mi estadía. Puedes verlo, 5:10hs. El resto es la diferencia horaria entre los dos países. Franco pudo comprobar tal fundamento, no dudó siquiera un instante el argumento que yo exponía. No obstante, no esperé la reacción de mi compañero de mesa y proseguí con mi relato aportando más evidencias. —¡Y aún hay más! Este celular es de última generación. In- tenté hacer una llamada, enviar mensajes por WhatsApp, Messenger, pero la tecnología actual es inferior con lo cual no hay emisión de onda, ni siquiera se escuchan los audios; sólo puedo ofrecerte ver fotos. Hay dos que hablarán por sí solas. Dame un segundo y te mostraré... ¡aquí están! Fijé la foto agrandándola hasta toda la pantalla y acerqué el celular a la vista de Franco. Allí aparecía la imagen de la casa antigua y deteriorada que fuera la vivienda de mi nacimiento con la inscripción al pie: “Fecha de imagen: noviembre 2010 – Google 2019”. —¿Puedes verlo? ¡Y mira esta otra! Es una imagen actual en la vereda del edificio en donde vivo. Estoy yo saliendo del mismo junto al encargado que está con un escobillón en la mano. La inscripción del momento aquí es diferente: “Fecha de imagen junio 2019 – Google 2019”. Creo que con esto ya es más que suficiente, si es que te quedaban dudas. Esta vez el destino jugó a mi favor al encontrarme en el lugar y en el instante oportuno. —¡Realmente… sorprendente! Me has convencido, aunque como tú, no podamos dilucidar el cómo ocurrió. Creo que las autoridades deberían saber de esto. —¡No, Franco, no! Por ahora, no se me ocurre una solu- ción…, al menos, démonos tiempo para pensar e intentar lo primero que nuestra mente nos intuya. Recuerda, necesito algo de ropa y un lugar donde quedarme, pero eso me lleva a decir que mis tarjetas de crédito no serán válidas, técnica- mente no existen y el poco efectivo de mi billetera, serían monedas comparándolas en euros. —¡Tranquilo, Anton! Ambas cosas no serán un problema. 26

La casa de mi abuela es amplia y sobran habitaciones. No creo que le moleste si detecta tu presencia, dadas las circunstancias, serás un viejo amigo mío de Mendoza al que yo invité… y en cuanto a la ropa, nuestro físico es semejante, tengo prendas nuevas que esperan ser usadas. —¡No sabes cuánto aprecio tu solidaridad! Nos evitaremos muchas respuestas incomodas. —De todas formas, hay una pregunta crucial que debo ha- certe y se refiere al comienzo de esta situación engorrosa… o fantástica, al fin. ¿Qué fue lo último que hacías o recuerdas antes de este suceso? XI – El principio y la espera Comprendía a la perfección el significado de esa pregunta, sólo que no sabía cómo explicarla más allá de lo ambigua que podría resultar la exposición, aun así lo intentaría de la mejor manera posible. Respiré profundo y comencé. —El viernes 21 por la noche concurrí a un encuentro de egresados de mi secundario, año 1966. Cada tres o cuatro meses nos reunimos todos aquellos que estamos disponibles en una parrilla para rememorar nuestra vieja amistad de más de cincuenta años. Un compañero me alcanzó con su vehículo de paso a mi departamento. No tenía sueño aún, mientras to- maba mi píldora para facilitarlo, encendí la computadora. Contesté unos mensajes de correo y como siempre, me posesioné en Google Maps porque debía buscar un domicilio al que debía concurrir hoy. Había quedado la última vista de este pueblo en la entrada anterior de días atrás. Alcancé a pul- sar el mouse para agrandar la imagen de las ruinas de la casa y de pronto la oscuridad fue total. En este punto, todo se me hace difícil explicar, es más, no podría. Las sensaciones fue- ron confusas, como si hubiese sido succionado por una fuerza descendente en medio de un apagón de todo mi entorno. Hubo en mi consciencia secuencias fugaces de luz, luego un silbido penetrante, y por último, una explosión y mi caída incons- ciente en la vereda de la casa. No pasó mucho tiempo en poder 27

recobrarme, salir de mi asombro y que mi memoria me con- duzca a ti. Creo que el resto de la historia, ya la sabes. —Reconozco la inquietud, el problema, pero no deja de ser fantástico, fascinante. Tal vez haya que evaluar que estás rete- nido en esta burbuja de tiempo y para siempre. —No puedo pensar así, Franco. Hay un hecho que es irrefutable: en junio de 2019 yo estaba en la puerta de mi do- micilio. Si el vehículo de Google que tomó la foto lo hizo des- pués del 22 de junio, significa que pude volver… no sé cómo, pero es algo más de un veinticinco por ciento de posibilidades a mi favor e investigaré con tu ayuda todo lo necesario para averiguarlo. —¡Cuenta con eso! Es una pena que tu celular no nos aporte más utilidades para dilucidar esta situación. —¡Sí, es lamentable, aunque aún nos falta hacer algunas pruebas! Queda un cuarenta y ocho por ciento de batería útil y si no hallamos un cargador compatible se convertiría en un objeto inútil. —¿De qué pruebas hablas? —¡Mira, este que ves en la pantalla es mi número! Intenta llamarme con tu celular. —De acuerdo, pero tú habías dicho que… —Sí, sí, lo sé… sólo intento saber si al revés tiene el mismo comportamiento. No quiero dejar pasar ninguna alternativa. —Bien, aquí va… —Pasaron largos segundos, un minuto— . ¡No! Ni siquiera suena, está mudo. —Veamos otra alternativa… agenda estos tres números, son los de mis hijos. Es necesario que estos contactos directos no se pierdan, yo no confío en mi memoria. Esos números son los mismos que tenían en el año 2010 con la tecnología de ese tiempo… o sea de este tiempo desde esta perspectiva. —¿A cuál llamaremos? —Si todo se mantiene como pienso, allá es la 5:30hs de la madrugada, todos están durmiendo, pero mi hijo mayor siem- pre dejaba su celular cargándose, pero encendido. Este es el número y aquí tienes el prefijo internacional de Argentina. Só- lo me interesa saber si el teléfono suena y si contesta la lla- mada escuchando su voz… Es por eso que deseo atenderlo yo 28

y cortar. Ya habrá ocasión si la circunstancia así lo requiere, no voy a preocuparlo por ahora. —Bien, marco el número… ¡Aquí tienes! Tomé el teléfono y mi oído ya estaba pegado en él. Por ins- tantes dudé, me levanté de la silla y caminé unos pasos hacia la puerta, tal como había hecho Franco con su llamada. Allí escuché los primeros tonos de “llamada” entrante. Estaba im- paciente y esperanzado a la vez, el aparato no estaba mudo. Era natural, mi hijo tenía el sueño pesado y yo, la realidad ansiosa. —¡Hola! ¡Hola…! Sonreí, era él… Corté. XII – Intervalo ¡Por fin una buena noticia! —Yo estaba eufórico a pesar de las distancias, la temporal y la kilométrica—. Si no hallamos una solución a la brevedad, quizá debamos recurrir al futuro para pedir ayuda si fuera posible hallarla. —Era tu hijo, ¿verdad? —Asentí con la cabeza mientras le entregaba el celular—. Bien, entonces no todo está a la deriva. Por ahora, lo mejor será que vayamos a mi casa, tomarás una ducha, descansarás un poco con ropa nueva, mientras la que vistes irá rumbo a la lavadora. No debes preocuparte por nada. Franco pagó la consumición, su compra del día y atrave- sando la plaza tal como habíamos llegado, ya estábamos en la calle, a dos cuadras rumbo a su casa. —La abuela se despierta tarde, para cuando eso ocurra y decida levantarse, te verás mejor. Por ahora será mejor ocultar esta situación, aun a la muchacha que la cuida y a todos aque- llos que aparezcan en nuestras vidas. Te identificarás como un viejo amigo llegado de Mendoza, con eso bastará. —¡Buen plan, Franco, buen plan! Dejo todo en tus manos. Lo único importante, por ahora y para comenzar a investigar, es la posesión de una computadora. ¿Tendrás una disponible en la casa? —Sí, tengo una de escritorio instalada en mi cuarto de 29

trabajo y una notebook que puedes utilizar tú a como te plazca en tu habitación. —Realmente, la providencia me acompaña, pero… con mis preocupaciones no te he preguntado. ¿Tienes más familia? ¿Qué haces ahora? Franco sonrió, yo debería conocer algo más de su vida si deseaba una simulación perfecta de la situación. Trató de ser lo más breve posible y así llegar a su casa con algo de conoci- miento sobre él. —¡Aún estoy soltero, Anton! Simpatizo con alguien, una mujer muy bonita llamada Chela, ella es de Reggio y vive allí con sus padres. Es doctorada en física y ha hecho cursos en la Nasa durante dos años que le permitieron desarrollar su tesis y doctorarse con honores. Ambos tenemos treinta y cinco años y pensamos casarnos el año próximo. Su padre también es arquitecto y tenemos proyectos juntos, y a través de él, es co- mo la conocí. Si el destino te sostiene en este lugar, el próximo viernes por la tarde podrás conocerla, vendrá a pasar el fin de semana aquí. Se quieren mucho con la abuela. Yo me tomé una semana de licencia para hacer ciertos trámites pendientes, así que suelo convivir tanto aquí los fines de semana como en la gran ciudad donde dispongo de un cómodo departamento. —Es una estupenda idea…, si el destino aún me “sostiene” aquí. No quiero ser descortés, pero debemos, y cuento para ello con tu colaboración, definir alguna estrategia que me lle- ve a mi tiempo mientras me deleito con mi permanencia junto a ustedes. —¡Anton, disfruta todo esto, si estás aquí por algo será! Si te preocuparas menos, la iluminación llegará sin pedirte per- miso, así dice mi abuela… ¡Verdades de viejos! —¡Tienes razón! Cuando escribo suelo encontrarme en un “bache”, como estancado y sin ideas, hasta que de pronto, cuando mi mente divagaba en otra cosa, surge de la nada la secuencia correcta de cómo continuar con mi historia… Y es- to, seguramente, no será distinto; aunque, en este caso, es una perpleja realidad no soñada. Llegamos a la casa designada con el número treinta y cinco a la derecha de la puerta marrón de dos hojas. A la izquierda 30

se podía ver una placa cuadrada de bronce con el nombre de Franco Guatelli, Arquitecto. El color rosado viejo predomi- naba como fondo de la pared con algunas manchas de hume- dad externas que sobresalían por encima de los baldosones de cerámica gris clara hasta una altura aproximada a los sesenta centímetros. Por otro lado, el rectángulo que formaba la puerta dejaba entrever el grosor de la pared que delimitaba con la vereda, no menos de cuarenta centímetros, tal la vieja usan- za… tan vieja que su construcción no podía ser inferior a los setenta y cinco años. Franco, colocó la llave accionando el picaporte de bronce. La puerta se abrió lentamente, así como una lejana imagen se fijaba en mi mente. Si todo seguía como antaño, una escalera debería aparecer ante mis ojos… y así fue. ¡Adelante Anton, bienvenido nuevamente! XIII – Reconocimiento No hice esperar la amable invitación de Franco. Cruzar esa puerta me significaba un portal en el tiempo muy diferente al que me hubo acaecido por la madrugada. Recordaba muy bien esa escalera en medio de la sala que llevaba al primer piso, al segundo y al tercero. Sé que subía por ella, pero nunca hasta que nivel aún hoy, con lo cual hoy todas las incógnitas comen- zarán a develarse. Los escalones eran de mármol blanquecino y una luz adosada a la pared del fondo, le daba un reflejo y un toque a misterio. Hacia ambos costados, se veían dos puertas cerradas que daban a habitaciones amplias que parecían con- formar pequeños departamentos individuales. —¡Sube Anton! El segundo y tercer piso es todo nuestro… quiero decir a disposición de mi familia. Todo el complejo es la herencia que nos dejó tu padrino. En aquel tiempo que tú recuerdas, ellos vivían en el primer piso, pero Rocco cons- truyó el segundo y el tercero con las ganancias de sus olivares. Desde ese momento de la mudanza, siempre se alquiló todo el resto y eso ayuda aún hoy a la economía de la abuela. —¿Tus padres también convivían aquí? 31

—¡Sí, hasta su muerte! Por eso el tercer piso lo utilizo yo desde entonces. Allí será tu residencia por ahora. —En ese caso, ¿Es necesario que tu abuela sepa de mí? Tal vez ni se entere que estoy aquí y con semejante problema. —¡Claro que lo es! Yo desayuno, almuerzo y ceno con ellos. No nos perderemos la comida de Ángela por ningún motivo, a menos que estemos afuera. Así que este es el plan inmediato: te dejo en la ducha de mi alojamiento con ropa adecuada para ti, en tanto yo dejo el pan y estas galletas y aviso que estoy esperando a un antiguo compañero que llegará de Argentina en cualquier momento y que me ayudará en un proyecto por unos días, con lo cual se quedará conmigo y compartirá nues- tra mesa. —Como tú digas, ya estás haciendo demasiado por mí. Lo seguí. Los pasos de Franco retumbaban más que los míos ante el silencio en las escaleras. Pronto dejamos atrás el primer piso y retuve muy bien el aspecto del pasillo y la puerta de entrada en el segundo piso. Quince escalones más y llegamos a la puerta del departamento de Franco iluminada por una lám- para central colgada del techo. En esto mantenían la vieja usanza, como si el progreso no hubiera llegado. Sin embargo, cuando la puerta se abrió la iluminación natural de un gran ventanal daba vida al interior del living decorado a nuevo, alternando muebles modernos con otros de vieja data, como si fuesen recuerdos muy queridos por la familia. Orgulloso, Franco me fue mostrando las dos habitaciones, el sector de cocina, el cuarto de baño y un reducido estar sin puerta donde se hallaba una pequeña biblioteca, escritorio y sobre él, la computadora de trabajo. —Como puedes ver, esta es mi “cueva”. Nada del otro mun- do, pero la tranquilidad no falta. Verás que te sentirás cómodo. —¡Sí, una “cueva” bien bonita y cuidada! —Te traeré ropa nueva, la dejaré en este que será tu cuarto en tanto te duchas, encontrarás toallas en el armario del vesti- dor y tu indumentaria déjala luego dentro del lavarropas. ¡Despreocúpate de todo! En una hora regreso y pensaremos en los pasos siguientes. Llevaré los comestibles abajo y veré que todo se adapte a nuestros planes. 32

El agua caliente de la ducha acariciaba toda mi piel deján- dome una renovada sensación a bienestar. De haber estado en mi casa, prolongaría ese efecto por mucho más tiempo, pero no debía abusar. Luego de secarme y quitar el vapor de la su- perficie del espejo, inspeccioné mi cuerpo todo cuanto puede y no hallé ninguna marca causada por algún golpe o caída. Sé que al momento de mi llegada a esta época, una explosión me causó un efecto semejante y al parecer sin secuelas. Mi última mirada al espejo me devolvió un detalle que mis pupilas sólo lo sufrían cuando el oftalmólogo las dilataba para un estudio. Sin embargo, la luz del sol que entraba por el ventanal no me ocasionaba molestias. Mis lentes cromáticos ocultaban tal per- cepción y además, el tenor de esta historia desconcentra a cualquiera para reparar en detalles muy particularizados. Por ahora es mi secreto, el sello de una luz había dejado su marca. XIV – Cavilaciones Efectivamente, una muda completa de ropa se encontraba sobre la cama, desde ropa interior, una camisa celeste, panta- lón gris claro, un pulóver liviano color beige, medias y un par de zapatos negros. La vestimenta me quedó a la perfección y mis dudas se concentraron en el calzado. Debí aflojar los cor- dones ya que mi empeine resultaba algo más ancho y moles- taba un poco, aunque con el uso sabía que se amoldarían. Mis pocas pertenencias, la billetera con mis documentos y foto mostrados a Franco, un bolígrafo azul y el peine las fui acomodando en los distintos bolsillos traseros del pantalón. Sólo dejé a mano el celular como si fuera un elemento de pronto uso aunque sabía que no serviría de mucho. Una notebook de 16 pulgadas dejada sobre el lecho com- pletaba aquello que mi benefactor circunstancial me había prometido… y ahí estaba. Ahora, mi mente debía acostum- brarse a pensar como si dispusiera de dos cerebros: uno desti- nado al 2010, este tiempo actual que considero momentáneo; y el otro, mi verdadero, que me espera en el 2019. Mientras esperaba a Franco, la encendí. Comprobé que no 33

necesitaba contraseña alguna para ingresar al equipo, pero sí debía recordar las primeras de ellas que yo había seleccionado para hacerlo en mi correo y a mi Facebook, las que son total- mente distintas a las actuales. Afortunadamente en junio del 2010 había adquirido mi primer equipo y que aún está en uso, con lo cual sólo podría ver unos pocos correos de amigos y familiares y muy escasa interactuación en mi cuenta. En estas circunstancias, el buscador Google me era imprescindible para hallar información que pudiera ayudar a resolver mi caso. Instintivamente, quise comprobar las fotografías de Google Maps de ambos domicilios afectados. Via Taureana 28 y 35 se mantenían tal cual las fotografías que yo disponía en mi celular. No así la de mi domicilio particular, ahora se podía ver la fachada del edificio pintado a nuevo con tres pequeños arbolitos de hojas verdes sobre la vereda, vista datada al pie en diciembre del 2008. Este descubrimiento me inquietó un poco más, sentí una sensación a mal presagio, una nueva línea de tiempo se abría ante mis ojos y mediante este sistema de búsqueda localizada al mismo punto fijo sólo conseguía un retroceso. Yo necesitaba avanzar a mi tiempo real. Evidente- mente, este no era el camino a seguir a menos que antes descu- briera el cómo y porqué se produjo mi traslado involuntario a este tiempo y lugar. Mi imaginación siempre fue muy prolifera sobre varias teorías que involucraban el tiempo-espacio, distintas dimen- siones, portales interdimensionales, viajes a través de ellos, pero esta circunstancia no se asemejaba a ninguna de ellas… o tal vez sí, si se pudiera discutir los conceptos con la persona indicada. Y esa posible persona estaría aquí este fin de sema- na: Chela, la novia de Franco. Qué mejor que ella para inter- cambiar ideas sobre el tema siendo doctorada en física y haber trabajado en la Nasa. Y lo más importante: persona de con- fianza que nos prestaría la debida atención. La pregunta rondaba en mi cabeza: ¿Sería el viernes dema- siado tarde, o la ansiedad me ganaba a cada segundo? Tal vez lo último, aunque de todas maneras, le propondría a Franco la posibilidad de adelantar la visita de su “afidanzata”. (Novia). Escuché un “toc-toc” en la puerta y esta se abrió dejando ver 34

la figura de Franco con una amplia sonrisa. —¡Estupendo, Anton! ¡Qué bien se te ve! Ya lo decía yo que mi talla en nada difería de la tuya. ¿Estás cómodo? —¡Sí, sí, mucho más de lo que imaginé! No sabes cuánto agradezco lo que haces por mí. ¿Todo bien por el segundo piso? —Pues claro, te cuento. Dejé a Maritza tomando su desa- yuno y mencioné de tu venida. En cierta forma se alegró reci- bir visitas, aquí no viene mucha gente. Le di indicaciones a Ángela que hasta nueva orden considere un cubierto más en la mesa ya que estarías aquí por un tiempo indeterminado. ¡Ah!, veo que ya has hurgado las teclas de la computadora. —Sí, me entretuve mientras te esperaba. Verifiqué algunas cosas, saqué las primeras conclusiones y me preguntaba si fuera posible que Chela adelantara su llegada. Por su profe- sión, la ayuda sería invaluable. ¿Crees que sería posible? —¡No lo sé! La llamaré y saldremos de dudas. XV – Reconocimiento II Los ojos de Franco brillaron por la sorpresa, evidentemente no esperaba mi requisitoria tan bien fundamentada y que a él le daba la oportunidad impensada de ver a su novia antes de lo previsto. Por otro lado, sentí un deseo profundo de visitar por dentro la casa de mi nacimiento. Estaba ahí, a pasos de cruzar la calle y mi corazón anhelaba sentirse vivo, una vez más, dentro de ella. —Dime Franco, creo que la melancolía me va superando y tengo otra pregunta más por hacerte y espero no causarte molestias. ¿Sería posible visitar mi ex casa por dentro? Tú sabes, los recuerdos… —¡Pues, claro que sí! Eso es lo primero que podemos hacer antes del almuerzo. Sólo debo buscar una linterna y las llaves de la puerta ya que el candado que sujeta la cortina levadiza está oxidado y tendremos problemas. Hace mucho tiempo que no se abre y todo lo que verás no son más que ruinas para demoler. 35

—¡Ah, eso no importa! Cuando logre irme de este tiempo, ya sabrás cómo restaurarla, para eso eres arquitecto, ¿no? —No lo dudes, si ese fuera el caso… ya tengo los nuevos planos proyectados, pero si debes quedarte, con gusto la re- construiré para que la habites. —¡Gracias Franco! Mi esperanza de volver está intacta. ¡Vamos cuando quieras! Apagué la computadora mientras Franco tomaba una lin- terna de un cajón y unas llaves colgadas de un gancho en la pared. Cerró la puerta tras de mí y bajamos los escalones con sumo cuidado ya que el mármol suele ser resbaladizo. Todo parecía muy silencioso, nada comparable al domicilio en mi tiempo real. Ya nuevamente en la calle y a media mañana, mi perspectiva del lugar no había cambiado mucho, sólo que ahora la temperatura era más agradable y el sol daba a pleno en la parte superior de la casa. Cruzamos la calle adoquinada y dimos vuelta sobre la calle lateral, Via Monte di Pietá; superamos una cortina metálica verde que llegaba hasta el piso, y a pasos, estábamos frente a una puerta de dos hojas de tono verde pálido y una reja oxi- dada que colgaba por encima de ésta hasta el dintel. El chirrido de la puerta al abrirse ocasionaba un escalofrío a quien no estaba acostumbrado a escucharlo, el olor a humedad era persistente coincidiendo con los dichos de Franco sobre el tiempo que no se ventilaba. Recorrimos la planta baja, un amplio “estar” con pisos de baldosa antiguas y flojas, las pare- des interiores se encontraban descascaradas de una pintura amarillenta y sucia. Se podía apreciar en un ángulo, una co- cina de las antiguas, llamadas “económicas, ennegrecida por el uso y el tiempo y un cuarto de baño inutilizable. Subimos por una escalera angosta de madera dura que re- tumbaba ante nuestros pasos. Ya arriba, la luz del sol se colaba por el ventanal con su hoja de madera abierta. Dos habitacio- nes amplias se desplegaban con sus pisos de maderas cubier- tos de polvo y con manchas de humedad sobre las paredes exteriores. El techo de chapas oxidadas dejaba pasar algunas gotas de esa lluvia mañanera que luego cesó. Mi mente buscaba imágenes del pasado más remoto tratando 36

de identificar algún destello que pudiera recordar. No me fue posible y menos aún, en ambientes con esa situación de aban- dono y desprovistos de mobiliario. ¿Quién diría que en esa casa llegué al mundo? En todo el recorrido no dije palabra alguna como si todo fuese una ceremonia íntima, a tal punto que buscaba mi propio fantasma de la infancia. Tuve la sensa- ción que algo me retenía mirara donde mirara, y en esa abs- tracción, fue Franco quien rompió el silencio. —Ya ves Anton, tal como te lo decía: el estado de abandono es total pero no deja de ser reciclable invirtiendo lo necesario. —Sí, totalmente de acuerdo contigo. Creo que harás algo artesanal y entonces me gustaría visitarte dentro de mi propia realidad y festejar junto a tu familia. —No olvides que debo convencer a Maritza para eso o… —… O darme a conocer y decir que te dono el legado de mi padrino. Si lo pensamos bien, podemos considerarnos de la familia, ¿no te parece? —¡Pensemos en llamar a Chela, ahora esa es la prioridad! Salgamos y cierro la puerta. XVI – Cita Desde la calle, Franco percibió que tenía muy buena señal e intentó comunicarse con Chela, en tanto yo lo aguardaba apo- yado sobre su vehículo estacionado observando, al fondo de la misma, la iglesia de San Miguel, la que tantas veces había visto a través de Google Maps. En ese momento mi mente tuvo un instante de lucidez ex- trema, recordé algo que aún no había revisado en mi celular en el sector de notas del Word. Lo encendí apresuradamente, busqué la aplicación y pude comprobar que sí tenía el conte- nido esperado. No debía perder esa información, cosa que ocurriría si la batería se acabara. Era primordial copiar la información en la computadora para luego analizarla con Che- la, ella sabría su significado. Eso haría a la brevedad junto a todas mis apreciaciones sobre este incidente atemporal, un informe completo. La alegría de Franco me sobresaltó. 37

—¡Anton, Anton! Conseguí que Chela adelante su viaje dos días, el miércoles al mediodía pueda estar con nosotros… y la abuela, claro. —¿No la habrás preocupado, verdad? ¿Qué le has dicho? —Pues sólo dos cosas: Lo primero: que la extrañaba más que nunca y ya sabes cómo son las mujeres… —¿Y lo segundo? —interrumpí apresuradamente. —Que he encontrado el secreto que cambiará la física del futuro, pero que debía darse prisa porque se me hacía difícil mantenerlo en mi custodia hasta el viernes. —¿Eso le dijiste? —Le oculté que era una persona, pero lo que dije es verdad. ¿Acaso no hay un secreto? No está resuelto, pero lo hay. ¿Y quién puede asegurar que así como has llegado puedas volver antes del viernes? —Eres muy convincente, Franco. Dime, ¿te parece bien si hacemos las presentaciones a la hora del almuerzo, en tanto aprovecho el tiempo trabajando en la computadora? —En absoluto… Subamos, mientras tú ocupas tu tiempo yo debo atender algunas responsabilidades. Pasaré por ti tipo 13hs, conocerás a Maritza y a Ángela. Franco me dejó en su departamento y salió hacia sus queha- ceres. Me quedaba algo más de hora y media para dedicarme a confeccionar un informe pormenorizado de todo lo ocurrido hasta ese momento, incluso pensé en utilizar el contenido para un próximo libro. Descubrí sobre el escritorio, lo que imaginé era un cargador de celular, y que lamentablemente, su co- nexión no era compatible con el mío. La batería medía un 45%, con lo cual debía apresurarme hacer lo que mi mente me sugería. Tomé veinticinco capturas de pantalla del temario de Word y rápidamente, una a una, las fui copiando en la computadora en un archivo especial, esa información podría ser vital para Chela. ¡Qué mejor que su opinión! En un momento que levanté la cabeza, mi mirada se detuvo sobre una repisa de madera sobre la cual, entre otras cosas, se podía ver una cámara fotográfica digital. Ideal para reproducir todas las fotos de mi teléfono que pudieran servir como prueba 38

de esta aventura no deseada. Me apoderé de ella, comprobé su funcionamiento tomando una foto al azar y el estado de su batería. Todo parecía estar en orden y entonces comencé la tarea de selección y toma pertinente. Franco se llevaría una sorpresa al saberlo. Sólo lamenté no haberla descubierto antes, así hubiera evitado sacar las veinticinco capturas de pantalla. De todas formas, en lo que va de la mañana los primeros ob- jetivos propuestos fueron alcanzados y debo darme por satis- fecho por eso. La cocina me invita a prepararme un café, aquí no es lo mis- mo que en mi lugar de residencia, no perderé el tiempo bus- cando un mate y bombilla que seguramente no habrá ni yerba mate con qué llenarlo. Mi hábito deberá esperar quién sabe cuánto tiempo, pero no desesperaré por ello. Mientras espero a Franco, y taza en mano, la ventana me ofrece una vista del frente y de su techo negruzco y en parte con verdín añejado. Es una foto pobre de lo que supo ser mi primer albergue. Pienso en mis padres y no puedo imaginar si la felicidad tocó con su varita mágica a la puerta de esa casa y por cuánto tiempo permaneció con ellos. Tal vez poco, porque fue abandonada. XVII – Presentaciones Unos débiles golpes en la puerta, me llamaron a la realidad. Esta se abrió y la figura de Franco se hizo ver y oír. —¿Estás listo Anton? El almuerzo está a punto. Ya le hablé de ti a la nona y quiere conocerte. —¡Lo estoy! —Lavé rápidamente mis manos y salimos del departamento—. Recuérdame que tengo algo importante que comentarte, es sobre tu máquina fotográfica. —Puedes usarla cuando quieras, pero a partir de ahora te conviertes en un viejo conocido mío. Maritza nunca sospe- chará que de niño, te tuvo en brazos. —¡No me hagas poner sentimental! La puerta se abrió, el estar se encontraba muy bien iluminado por el amplio ventanal y la decoración del ambiente se 39

asemejaba al estilo del piso superior, aunque en ciertos rinco- nes se percibía una mayor sobriedad. Franco cerró la puerta tras de sí pero no interrumpió el recorrido de mi visión por sobre los muebles antiguos laminados en robles. Se podía ver gran cantidad de fotos de vieja data enmarcadas, con tomas familiares y otras individuales, seguramente de gente fallecida que configuraba un gran álbum viviente. Una mesa redonda en su máxima apertura con mantel de tela floreado en azul, contenía la decorada vajilla preparada para el almuerzo rodeándola seis sillas con asiento y respaldo de cuero oscuro, opaco. Todo, debajo de una antigua araña lu- mínica con focos ovoides transparentes. En ese instante, Fran- co habló fuerte para que se sintiera nuestra presencia. —¡Ponte cómodo, Anton! —Me señaló un asiento en un lu- gar de la mesa, pero en ese momento de la cocina apareció la figura diminuta de la abuela acompañada por Ángela un paso más atrás—. ¡Aquí está mi querida abuela, Anton, la belleza de la casa! Me acerqué a paso lento de la misma forma que ella lo hacía sostenida por un bastón en su mano derecha valiéndose sólo de él. Maritza insinuó una leve sonrisa, su mirada tuvo un brillo muy especial para mí, esos ojos verdes parecían un par de esmeraldas que sobresalían de su engarce. —¡Piacere di conoscerti! (Mucho gusto conocerte). Me saludó la voz fina de la abuela, a la vez que yo le besaba su mejilla. Quedé admirado por su primer desempeño, ya que, si padecía de Alzheimer, no se notaba en esta ocasión. Sólo pude pronunciar la frase que más significado tenía en ese momento. —¡Dio ti benedica, nonna! (Dios la bendiga, abuela). ¡Buongiorno, Ángela! (Buenos días, Ángela) —saludé dándole la mano a la mujer de mediana edad que la acompañaba. Maritza fue ayudada a sentarse en la cabecera como vieja costumbre italiana en una silla adaptada a su postura, Ángela lo hizo a su lateral derecho luego de servir grandes porciones de lasaña con mucho queso gratinado, Franco se ubicó en el lateral izquierdo y yo en frente de la abuela. 40

Pronto se gestó entre Franco y yo una amena conversación como si fuéramos viejos amigos lejanos y que nos trasmitía- mos las últimas novedades de nuestros lugares de proceden- cia. Maritza escuchaba atentamente, aunque no entendía mu- cho el castellano, pero sus ojos tomaban un brillo especial cuando yo mencionaba la palabra “Argentina”, y era allí que posaba su mirada en mí como escudriñando mi ser interior. Tomé la precaución de no mencionar mi apellido ya que ese podría ser una llave que abriera el camino de su memoria. A decir verdad, por momentos me ahogaba el sentimiento de no poder darle un abrazo acompañado por la historia verídica sobre mi persona y darle la alegría que ello significaba... pero debía respetar lo acordado con Franco, al menos hasta ver qué curso tomaba mi destino. ¿Acaso quién podía asegurarme que ese lugar no fuese mi nuevo hogar por un tiempo prolongado? ¿O tal vez, para siempre? Una mentira no podría extenderse tanto tiempo. De momento sólo debía rogar que Ángela no reconociera mi vestimenta e hiciera alguna pregunta con respecto a la ropa que llevaba puesta. Con el correr de los minutos, eso no suce- dió, no así el hecho de repetir una nueva porción de lasaña, helado de postre y la sobremesa con café de filtro. La abuela nos saludó y se retiró a descansar, en tanto Franco le daba ins- trucciones a Ángela, mi vista divisó sobre un mueble, la foto enmarcada idéntica a la que se encontraba en mi poder, la de mi madre y yo. XVIII – Recuerdos No dije nada, Franco me había dicho la verdad y pude comprender el significado profundo que ese recuerdo repre- sentaba para la abuela... eso me generó una idea que, por aho- ra, debía tenerla en secreto hasta que el momento fuese el ade- cuado. Salimos al pasillo y comenzamos el ascenso por la escalera. —¡Estupenda reunión y almuerzo, Franco! Creo que todo 41

salió tal cual lo planeado y a la abuela se la ve muy bien. ¡Ha- brás notado cómo me miraba! —Oh, sí. Ella es así, muy observadora, no se le escapa nada. Seguramente algo me preguntará luego. Aunque no lo creas, es muy sagaz. Allá, en Argentina, usarían la palabra: “zorra”. Entramos al dpto. de Franco alrededor de las 14.30 hs. El buen vino me generó cierta somnolencia que Franco se perca- tó de inmediato y con mucha diplomacia me sugirió un descanso. —Anton, has tenido un día inusual en emociones y sensa- ciones inéditas, si gustas descansar y como has notado, este es un lugar muy tranquilo y silencioso. —No es mala la idea, te acepto la sugerencia. Un par de horas no vendrían mal aunque nunca acostumbro a dormir por las tardes. Sólo una acotación que me había quedado pendien- te: Usé tu cámara digital para guardar fotos de mi archivo antes que a mi celular se le agote la batería. Serán de mucha utilidad para el futuro y no quiero correr riesgos. —¡Muy bien pensado, Anton! De ahora en adelante, haz de cuenta que es tuya y maneja tu información a como te plazca. Chela tendrá mejores respuestas que nuestras suposiciones. Ahora ve a descansar y por el atardecer podremos dar una ca- minata por el pueblo, así te distraes y se pueda pensar con ma- yor claridad. —Sí, es lo que necesitamos, pensar con todas “las luces”. Cuando quieras, llámame, intentaré descansar. Entré al cuarto entornando la puerta, acomodé la computa- dora y la cámara sobre una silla y descalzándome, me recosté sobre la cama recordando los ojos vivaces de la abuela. Para mí, el tiempo ya tenía más de un significado, el aquí y el ahora podría ser cualquier punto de mi propio mundo; nunca lo ha- bía pensado así, y menos, vivirlo tan lleno de nuevas emocio- nes. Hasta la memoria pasaba a ser como la órbita de un planeta, un ciclo inexistente por lo invisible, se reacomodaba a la nue- va visión del pasado, vivir el presente en dos lugares distintos, y como siempre, sólo el futuro mantenía una cuota latente de incertidumbre. Sí, el futuro, una palabra que representaba una 42

pregunta sin respuesta, por ahora, pero que la asocio a esa fra- se bíblica que empleó Jesús cuando dijo: “Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin”. Eso me alienta a buscar, a inda- gar, porque es evidente que se generó un nuevo principio y seguramente habrá otro final. Así mis pensamientos rodaban, como en un presente eterno, con mis ojos cerrados, con claridad interna debajo de mis párpados, como si antiguos aunque jóvenes personajes reto- maran escenas truncas y se recompusieran como rompecabe- zas donde Maritza y yo éramos los protagonistas. Por momen- tos, ella cantaba con voz armoniosa, yo escuchaba y sonreía pasando de brazos en brazos; en otros, la mímica de un baile silencioso me ponía en el centro de un circulo con un final lleno de aplausos. Luego, la puerta se abría y la figura bella y joven se acercaba a mí, me hablaba con palabras conocidas pero que no entendía muy bien. Su llegada me reconfortaba, me ponía feliz, era mi madre. Sí, entendía un detalle: cuando ella llegaba era para descender la escalera, cruzar la calle y llegar hasta la casa de en frente, la hora en que regresaba mi padre. Pronto todo se hizo confuso, las luces y las sombras jugue- teaban con las imágenes, se entremezclaban unas con otras hasta desaparecer como humo blanquecino por una chimenea. La penumbra comenzó a apagar la pantalla de la visión, y de a poco, la oscuridad se hizo dueño por debajo de mis párpados. La noción del tiempo ya no estaba en mí, como así tampoco mi caudal de emociones. XIX – Matriz Habían pasado dos horas cuando los nudillos de la mano de Franco golpeaban la puerta del cuarto. Su voz me sobresaltó y al abrir los ojos debí acostumbrarme al nuevo paisaje de mi contorno. ¡Cuánta diferencia de un día a otro! ¿Llegaría a acostumbrarme o el propio tiempo se encargaría de llevarme a mi lugar cuando menos lo esperara? —¡Anton, estoy preparando café! ¡Y alégrate porque tengo 43

dos grandes noticias! —¡Dame unos momentos, ya estoy contigo! Me calcé, lavé mi cara somnolienta y peiné mis cabellos entrecanos y revueltos. En mi situación, toda buena noticia sería bienvenida y la curiosidad pudo más que mi pereza mus- cular. Franco me esperaba en la cocina terminando de colar dos cafés en unas tasas floreadas y colocar unas galletitas dulces en un platillo cerámico. —Se nota que dormiste bien, ¿cómoda, la cama? —¡Perfecta! Necesitaba un descanso, aunque por la hora de mi reloj, creo que fue demasiado. ¡Vamos, cuéntame las bue- nas nuevas! —Bien, tomaremos esta merienda liviana y me acompañarás hacer compras para toda la semana en tanto puedes conocer un poco más a tu pueblo. —Por supuesto que te acompañaré, pero, ¿cuál es la buena noticia en un acto tan rutinario? —¡Sorpresa, amigo, sorpresa! ¿Qué tan contento estarías si te digo que Chela estará mañana al mediodía con nosotros? —Del viernes al martes al mediodía… esto parece un milagro. —No sé qué decirte, Anton. El mensaje dice: “Postergaron por una semana mi conferencia. Mañana al mediodía estaré almorzando con Uds. Ganaremos tiempo. Besos”. —Como siempre digo, Franco: “La providencia no me aban- dona”. No cabe duda que “ganaremos tiempo”, o tal vez, lo- gremos “descifrar el tiempo”. Sea como sea, es muy buena noticia. De por sí, esta merienda ya tiene otro sabor. —Maritza y Ángela ya lo saben y la primera orden de la abuela fue que Ángela confeccionara el listado de las provisio- nes, y como ves, es bastante extensa, pero no te preocupes; el auto nos espera. La merienda fue un trámite casi desapercibido, el auto que vi por la mañana en el cual recosté mi espalda, ahora se abría para darme el privilegio de viajar adelante junto a Franco. Nuestro recorrido fue breve hasta llegar a la plaza y estacionar frente a la misma panadería en la cual estuvimos probando las delicatessen del desayuno y dejar una nota de pedido para 44

retirar el día siguiente. Por Via Beato Leone, a la cuadra doblamos a la izquierda por Corso Barlaam y disminuyendo la velocidad, Franco me mostró la gran Basílica de la Virgen de los pobres y al final de la calle tomamos la ruta SP 86 rumbo a lo que quedaba de la vieja estación de ferrocarril. Grande fue mi sorpresa cuando divisé un tanque similar en forma y construcción del que poseemos en la estación de José Mármol y a cincuenta metros un gran cartel color ocre con el nombre del pueblo y una referencia muy particularizada: Seminara, Ciudad del arte y de la cerámica. Por alguna razón todo encajaba en una matriz porque inmediatamente recordé: Adrogué, Ciudad de las artes y las ideas. A los costados de la ruta, del verde de las campiñas brotaban añejos olivos. Yo, sólo miraba, no quise distraer a Franco con preguntas familiares, tal vez algunos de esos olivares hubieron pertenecido a mi padrino. Pronto llegamos a un amplio galpón al costado de una pista asfáltica donde había varios vehículos estacionados. Franco hizo lo mismo luego de acercar el coche lo más posible a la puerta de entrada. —¡Baja Anton! Todo lo que se desea comprar, aquí se puede hallar, es como los viejos almacenes de ramos generales antiguos de Argentina. —Parece ser un gran mayorista para un pueblo tan pequeño. A propósito, ¿con cuántos habitantes cuenta el pueblo? —No más de tres mil, menos de la mitad de cuando tú naciste. —Espero que no me acuses de haber iniciado la emigración. Al menos, por hoy tienen un habitante más. —¡No, nada de eso! No se puede pedir más con treinta y cuatro kilómetros cuadrados. XX - Primera noche La cena había sido muy apetitosa, las tres variantes de pizzas caseras resultaron ser exquisitas de las manos de Ángela y las berenjenas al escabeche me hicieron recordar a las que 45

preparaba mi madre para conservarlas a través del tiempo. Maritza me miraba con disimulo cuando Franco y yo entablá- bamos alguna conversación y Ángela participaba con alguna pregunta referida a mi país de residencia, a la que yo trataba de explicar haciéndome entender con la ayuda de Franco. Esta situación me hizo reflexionar sobre nuestras futuras conversaciones con Chela con respecto al idioma, cosa que me tranquilizó al saber la respuesta de Franco. Él no oficiaría de traductor ya que ella aprendió el español con sus amistades de Barcelona y Madrid. La sobremesa no fue muy prolongada, el buen café fue servido con un par de rosquillas de sémola y maicena, hechura de Ángela a la cual agradecí con un: “Tanti grazie” (Muchas gracias). Esperamos que la “nona” fuera a descansar y luego de ayu- dar a Ángela a levantar la mesa, nos retiramos al piso superior. Después de tantos años, volvería a dormir bajo el cielo de Ita- lia, seguro en cuanto al lugar, pero expectante dada la situa- ción imperante. Acordé con Franco quedarme un tiempo más a terminar mis apuntes comenzados en la computadora, la llegada anticipada de Chela requería tenerlos listos para el día siguiente. Y por otro lado, no podría dejar de observar, una vez más, la pantalla de Google mostrándome el frente del edificio donde vivía hasta la noche anterior y la fecha de la toma fotográfica al pie: diciembre 2008. Recuerdo haberme instalado en él a fines de agosto de 2007, con lo cual, la fachada se veía impecable tal un edificio recién estrenado. Por momentos, sentí cierto temor al pensar que si ahora ocurriera el mismo efecto, estaría fuera de mi tiempo real nuevamente, pero si fuese así, yo debería recordar tal acontecimiento porque ahora estoy adelantado a esa línea de tiempo en casi dos años. La incertidumbre me ofrecía un panorama abierto según ciertas ideas que se me iban ocurriendo y que trataba de esbo- zarlas en mis notas de Word para no olvidarlas al día siguiente para ser analizadas ante Chela. Ella conocía de ciencia y aun cuando descubriéramos la causa de la anomalía atemporal, nada aseguraba mi regreso al lugar de origen. Podríamos com- prender el hecho y yo ser famoso por ello, pero la realidad era 46

una dura pared que no podía evitar. Sin embargo, me propuse mirar el lado bueno y positivo de esta situación considerando que, dado el hecho de que si debía ocurrir, lo hizo de la mejor forma posible y con puertas a la esperanza. No se me vería tan tranquilo si mi aterrizaje atem- poral hubiera sido en la lejana época de los dinosaurios o en medio de una batalla en el antiguo imperio romano. ¡Pues, claro que no! Era evidente que lo ocurrido no fue al azar, sino prefijado acorde al deseo del usuario… Pero, ¿qué tan fuerte debe ser ese deseo o cuántas veces se debe aspirar a él? Y aun así, ¿quién o qué lo lleva a cabo? Todas estas cavilaciones las fui recopilando, significaban una luz al final del túnel para ser investigadas y descubrir qué se encontraba más allá. Tal vez un horizonte negro a pesar de la luz, nueve años menos es mucho tiempo a nivel tecnológico para ser muy optimista; pero quizás no tantos para estar fuera del límite o radio de acción positiva. Eso, Chela lo sabría con mayor exactitud. Eché mi último vistazo a la imagen de Goo- gle Maps a modo de despedida y di por terminado mi trabajo del día cerrando la sesión de la computadora. La cama me dio la bienvenida a sabiendas de que me costaría conciliar el sueño por falta de mi inductor medicinal de mí- nima dosis, aun así sentía cierto cansancio en los músculos afectados a las pantorrillas y los hombros. El relajamiento po- co a poco me hizo cerrar los ojos y las imágenes de la noche anterior con mis compañeros de secundaria en un encuentro festivo, cenando una deliciosa parrillada y bebiendo un buen Malbec fueron las últimas sensaciones que luego recordé. XXI – Espera Dormí sin sobresaltos toda la noche, el despertar fue en medio de un tenue rayo de luz colándose por la persiana y el gorjeo de algún pájaro madrugador tal como en mi infancia en la casa de campo. Por alguna razón pensé que me había quedado dormido, no era así; el noviembre europeo amanece antes que en junio de Buenos Aires. Eso me confundió por un 47

instante y pronto me ubique en mi nuevo espacio y tiempo. Si bien mi ropa original estaba en perfectas condiciones de uso, preferí vestirme con las entregadas por Franco el día ante- rior, Chela se merecía mi mejor presencia y yo estaba dispues- to a ofrecérsela. Después del aseo, Franco me esperaba en la cocina con el desayuno a punto de servirse. —Llegué a tiempo, ¿verdad? —Muy a tiempo. ¡Buen día! ¿Cómo has dormido? —¡Buen día! Pues, como un príncipe, aunque un poco an- sioso. ¿Qué planes tienes por la mañana? —Muy pocos, cargar combustible al auto y pasar por la panadería que ya conoces a recoger el pedido. Si necesitas algo personal para ti podemos aprovechar el viaje y me acom- pañas. Si prefieres continuar con tu informe para Chela no hay inconveniente en quedarte. Tú decides. El café humeante y las tostadas con dulce de higo evitaron que hablara con la boca llena por unos cuantos segundos. –Verás, hice varios informes individuales de toda esta si- tuación y de cosas que aún tú desconoces. A menos que haya olvidado algo, creo que reuní todo cuanto sé. Seguramente ha- brá más incógnitas por develar a medida que tu novia nos haga ver la realidad desde su punto de vista. Puedo acompañarte y despejarme la mente por un tiempito. —¡Bravo, así se habla! Veo que le tienes fe, en cuanto lo sepa será un verdadero halago para ella. —Yo sólo puedo hacer conjeturas, ella en cambio, puede mostrarnos otras realidades, no por nada ostenta un título universitario y trayectoria internacional. Franco sonrió, se notaba su orgullo por la inteligencia de la novia. Ambos hicimos un prolongado silencio degustando las últimas tostadas y ya, el tibio café sobrante. Un aire perfuma- do a rosas se colaba por la ventana, varias macetas colgaban de la pared exterior y ellas se asomaban por sobre el marco inferior de la ventana. El día soleado invitaba a ser contem- plado en toda su inmensidad y eso sólo era posible desde el afuera. Pronto, esa realidad se hizo posible en cuanto el auto de Franco se puso en marcha y nosotros, desde adentro, lo 48

disfrutábamos a través de los cristales. Recorrimos algo más de un kilómetro hasta llegar a la única gasolinera habilitada en la Via Nacionale, cuyo despachante, un hombre ya mayor, lle- nó el tanque a solicitud de Franco. Los saludos efusivos daban cuenta de lo tanto que se conocían. Noté que Franco disminuyó la velocidad y tomó las calles de la periferia como un paseo para ser degustado lentamente, entre casonas viejas y otras de última generación pero mante- niendo los trazados tradicionales, como si salirse de las nor- mas fuera un pecado no perdonable. Colinas arboladas de olivares daban al paisaje el tono de verde oscuro y los higos de tuna recién despuntaban de los tallos chatos y espinosos. Después de más de media hora, ingresamos por Via Forcella hacia la plaza céntrica y doblando a la izquierda, estacionamos frente a la panadería. Francesca ya tenía preparado el pedido solicitado por Franco el día anterior. Ella no paraba de obser- varme, ya mi aspecto no era como el del primer día, así que gentilmente le sonreí mientras ayudaba cargando los paquetes. Franco le abonó la cuenta mientras ella murmuraba algunas palabras sin dejarme de mirar. Dejé que Franco me contara sin que yo le preguntara, pero no lo hizo. Dimos media vuelta a la plaza y retomamos nuestra calle de referencia. A cien metros de llegar a la casa, una son- risa se dibujó en su rostro. —¡Anton, tenemos visitas! El auto gris que ves estacionado frente a la casa, es de Chela. —A pesar de esperarla, me ha sorprendido. Aún no es el mediodía y ya está aquí. —Ella es así, si hay algo que le importa, va por ello. Estacionamos detrás de su auto, entre ambos cargamos los paquetes y entramos a la casa. Ya podría conocerla. XXII – Encuentro Por primera vez la escalera me parecía interminable, sin embargo mi pregunta antes de abrir la puerta no sería un deta- lle menor. 49

—¡Oye Franco! ¿Cómo me presentarás? —No te preocupes y tú sígueme la corriente. La verdad la sabrá cuando estemos a solas. El almuerzo se desarrollará den- tro de toda naturalidad. Respiré profundo y más aliviado al saber que él tomaría la iniciativa, sólo debía estar atento y ser prudente con mis res- puestas. Con las manos inhabilitadas, Franco tocó timbre co- mo pudo con la que menos peso sostenía y esperamos. Ángela la abrió y con la amabilidad que la caracterizaba y viéndonos con las manos ocupadas, se ofreció a recoger mis paquetes luego de cerrar la puerta tras de mí. Con un “¡Buongiorno!” saludé efusivamente tanto a Ángela como a Chela que apareció desde la habitación de Maritza a nuestro encuentro. Chela y Franco se saludaron con un fuerte abrazo y beso murmurándose al oído algunas palabras en ita- liano. Luego, sí, me presentó con mi nombre y como un viejo amigo de trabajo en Argentina. De inmediato, le aclaró que me iba a quedar como huésped en la casa por algunos días. La saludé cortésmente mientras nuestras miradas curiosas se cruzaron desnudando cada porción del cuerpo ajeno y se posa- ron, por fin, en las pupilas del otro. Sus ojos color miel y pes- tañas arqueadas sobresalían junto a sus pómulos rosados que hacían de su rostro redondeado, un retrato exquisito de be- lleza. Ese momento fue interrumpido por la aparición de Maritza desde su cuarto y nuevamente los saludos tomaron la escena principal. De todas formas, no dejé de observar los movimien- tos de Chela, su figura mediana, delgada y bien proporcio- nada, poseía un magnetismo muy particular. Ella y su vesti- menta primaveral decoraba todo el entorno al cual lo imbuía con su fragancia personal. La voz de Franco me hizo volver en sí sobre lo que estaba ocurriendo en todo el entorno. Él estaba desenvolviendo va- rios paquetes que contenían diversos fiambres y quesos y me invitaba a cortarlos en trocitos junto a rodajas de pan aún tibio. Estaba claro que el aperitivo se tratada de “una picada”, pero al uso italiano, con todo tipo de exquisitos embutidos, quesos y aceitunas de la región. El buen vermú Cinzano Rosso ya 50


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