FOTO 69: CUMPLEAÑOS 90 DE DOÑA ROSA (1991). Cacho, doña Rosa, Miguel y Coco. FOTO 70: CUMPLEAÑOS 90 DE DOÑA ROSA (1991) Constanza, Claudio, doña Rosa, Fer, Medallita, Julio (nietos). Alejandro, Juanpi y Javier (biznietos). 101
FOTO 71: CUMPLEAÑOS 90 DE DOÑA ROSA (1991). Felisa (cuñada), Coca (sobrina), Leda, Nandy y Susana (nueras). FOTO 72: DOÑA ROSA JUNTO A SU NIETA FERNANDA (1997). Foto tomada un día antes de su fallecimiento, a dos días de su cumpleaños 96. 102
ROBO AL ALMACÉN “1° DE MAYO” (EL AGENTE SOLÍZ) El agente Solíz es uno de los personajes más recordados por los memoriosos del pueblo. Ellos cuentan que antiguamente no era extraño encontrarse con un agente de policía analfabeto. El más letrado tenía apenas segundo o tercer grado. Dicen que el agente Solíz era una persona “extremadamente bruta” y que tal fama hizo que se convirtiera en el centro de atracción de todos los bromistas del pueblo. Se lo podía encontrar generalmente en alguna esquina por calle Berón de Astrada o recorriendo la ciudad con su uniforme de impecable presentación. Se cuenta que, a principio del año 1960, en un 4 de enero para ser más preciso, en medio de una prolongada y calurosa siesta curuzucuateña, se produjo un robo en el almacén de ramos ge- nerales “1° de Mayo” de Don Pedro Dal Lago, ubicada en la es- quina de Berón de Astrada y Rivadavia, a escasas tres cuadras y media de la comisaría. Fueron testigos de este particular hecho dos vecinos del pueblo; Ramón Moreyra y Manuel Torales. Moreyra, quien era un modesto comerciante, pasaba con su carro tirado por un alazán acarreando verduras rumbo al Barrio Santa Rosa y Torales, un peón de campo que vivía en Barrio Cen- tenario Argentino, pasó montado a su bayo, también en la mis- ma dirección. El comisario, al enterarse de lo sucedido y presionado por la opinión pública tomó cartas en el asunto y puso manos a la obra para esclarecer el caso, llamó al agente Solíz y le dio la siguiente orden: — Solí, andá a buscarle a Ramón Moreyra y a Torale. (Omitir las “s” finales de las palabras es un defecto de dicción casi cotidiano en nuestra zona). 103
— ¡Sí, mi comisario! Luego de dos horas llegó el agente Solíz cargando a Ramón Moreyra sobre sus hombros, este se quejaba de dolor. El agente lo tiró al piso —literalmente— al testigo y se dirigió a su jefe diciendo: —Acá está Moreyra, mi comisario; ¡BIEN ATORADO! 104
FOTO 73: VISTA AÉREA CALLE BERÓN DE ASTRADA. Tienda “La Cumbre”, Farmacia Argentina, Almacén “1° de Mayo” y Sociedad Italiana. FOTO 74: VISTA CALLE BERÓN DE ASTRADA. Tienda “La Cumbre”, Farmacia Argentina, Almacén “1° de Mayo” y Sociedad Italiana. 105
MARRA Miguel Máximo Ponce La infancia llega a su fin cuando se diluye ese mundo de fanta- sías que habíamos construido con pequeñísimas cosas. Nos levantamos un día y ya no podemos volar, la ramita má- gica perdió todos sus poderes, desapareció el ejército de solda- dos, nuestro noble caballo se transforma en la escoba de mamá y la llave que encendía la nave espacial que estaba en el árbol de la abuela, ya no hace contacto, todo hace pensar que el mundo de ilusiones que fuimos construyendo como un castillo, ladrillo por ladrillo, ahora ha desaparecido con el nuevo día. Pocas personas son capaces de vivir eternamente en ese mundo de fantasías y arrastrarnos a él para hacernos compren- der que el niño que llevamos dentro nunca muere, solo lo deja- mos dormido. “Marra” nos transportaba a ese “su” mundo, allí donde la imaginación era el arma más importante para lograr la felicidad plena, donde las cosas existían con solo quererlas, con solo pen- sarlas, nos hacía volar hasta allí donde el dinero no compraba nada… porque con nada se paga esos momentos de alegría… su fantasía no era mentira, porque al final comprendíamos con una sonrisa en los labios que “la felicidad realmente no tiene precio” y si lo tuviera pagaríamos lo que fuera por ella. Él poseía, indudablemente, un talento musical, propio de al- gunos pocos elegidos. Cuando tocaba la armónica nos quedába- mos maravillados, hasta el Himno Nacional Argentino era capaz de regalarnos. En los desfiles de los días patrios, en la Plaza Bel- grano, él se formaba junto a la Banda Militar, en posición de fir- me con su armónica a un lado de su cuerpo. Los músicos que tocaron, en algún momento de su vida, este hermoso instrumento, saben que tiene muchas limitaciones tonales y para ejecutarlo correctamente hay que dominar deter- minadas técnicas, “Marra” tenía, aparentemente, todas estas técnicas implícitas como algo natural en él. 106
Lo gracioso era escucharlo y verlo tocar la armónica, pero “sin armónica”. ¿Cómo era eso? Muy sencillo, con el dedo índice hacía sonar sus labios, imi- tando el sonido de la armónica con el temblar de su voz y allí se transformaba en el director y bastonero de su propia Banda Musical. Su auto —invisible claro está— también era otro motivo de diversión. Muchas veces se quedaba en la mitad de la calle, con su vehículo roto o sin nafta, interrumpiendo el tránsito, los con- ductores tenían que esperar que él solucionara el desperfecto mecánico para poder continuar. Todo era alegría, todo era diversión, nada nos faltaba... pero... así como el día más hermoso, aquel que deseamos fuera interminable, llega a su fin... así una mañana triste de invierno, “Omanó Marra”, se congeló su sonrisa y su armónica dejó de vibrar para siempre. ¡Pero... nuestro querido “Marra”, la personificación de nues- tra inocencia en un ser, aparentemente, “poriajú”, vuelve y siempre volverá cada vez que queramos ser “kunumi aká jatá” otra vez! PALABRAS EN GUARANÍ: Omanó Marra: Murió Marra. Poriajú: Pobre, de bajos recursos económicos. Kunumí Aká Jatá: Niño cabeza dura, cabezudo, inquieto, terrible, etc. 107
FOTO 75: Marra frente a radio “Universal” (Foto: “Meneco” Mendiburu). 108
FOTOS 76, 77 y 78: Marra junto a Julio César “Pinocho” Hernández (Foto: José María Hernández). 109
FOTO 79: Marra (Foto: José Manuel Vázquez). 110
FOTO 80: Marra y Pinocho Hernández. (Foto: José María Hernández). 111
EL LOBIZÓN Cuento Del Tío (Quicho) En las charlas cotidianas, mate amargo de por medio, con mi señora, en las cuales siempre surgen temas de los más diversos e inverosímiles, cualquier detalle insignificante se transforma en un tema de conversación interminable, del vuelo de una mosca podemos terminar en el análisis de la revolución industrial o del canto de un pájaro concluimos desentrañando los detalles de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Así fue que en una de estas mañanas aburridas de aislamiento social ella rompió el silencio de forma abrupta desprendiendo una pregunta disparadora: —¿De dónde te surgen tantas historias? Generalmente mis respuestas son casi instantáneas pero esa pregunta me obligó a realizar un melancólico viaje retrospectivo de placer a mis recuerdos más primitivos. Me transporté imaginariamente a mi infancia, al Barrio Cente- nario Argentino, el barrio que vio mis primeras travesuras y llegó así un desfile perpetuo de imágenes, aromas y sonidos. Fue como abrirme el pecho y desenterrar de lo más profundo de mi alma un tesoro de recuerdos, como recorrer nuevamente aquellos caminos andados, como observar a la distancia a ese niño cuya única preocupación era tener una pelota y amigos para jugar. Entré a hojear en lo más profundo de mi memoria y el re- cuerdo más latente de haber escuchado historias y anécdotas me llevó a la casa de mi tío Guillermo Mancuello, a quien cariño- samente le llamábamos tío “Quicho”. Hijo de Juan Eulogio Mancuello, Meritorio de Campo o Policía Rural en los pagos de Siete Árboles, y Petronila Maciel, costurera en las tiendas más conocida de la ciudad. Él siempre ha sido una persona con un sentido del humor incomparable, particular y ocurrente, era imposible aburrirse si él estaba cerca. Su trabajo lo llevó a ser una persona conocida en el pueblo, fue bombero e 112
inspector de tránsito de la municipalidad, había sido mozo del Bar “Colón” y además un muy buen guitarrero, motivo que lo convirtió, en sus años adolescentes, en un conocedor de las no- ches curuzucuateñas y sus personajes. Yo al igual que mi hermano disfrutaba de las tantas y tantas historias que él nos contaba, hoy a la distancia sospecho que muchas de ellas fueron inventadas con el solo propósito de des- pertar nuestra fascinación, seguramente nunca se imaginó que “Taco” –como él me llamaba de chico- en algún momento de su vida haría que algunas de esas historias terminasen en un papel como en este caso: “Hace muchos años nuestra ciudad era completamente dis- tinta a como la conocemos hoy, en verano lo único que podría perturbar la siesta era el canto de las chicharras. En esos años la mayoría de los males, tanto los del cuerpo como los del corazón —mal de amores— eran tratados por las curanderas con rezos, cintas, yuyos y en los casos más avanzados con amuletos que servían de payé, si era mal de amores con una pluma de caburé santo remedio. Aunque cuando se trataba de casos más graves que un simple ojeo o empacho se debía acudir a un verdadero profesional de la salud, pero como hasta el día de hoy siempre hubo personas reacias a los doctores. Por aquellos años había llegado de Entre Ríos, un joven y em- prendedor médico de apellido López. Se instaló cerca de la Plaza San Martín, puso una gran placa al frente y poco a poco se fue haciendo conocido. Vino con la fir- me decisión de servir a la comunidad, cobraba poco y muchas veces no lo hacía. El Dr. López era delgado al extremo y de rostro pálido con ojos saltones, no era muy sociable, salía de su casa solo por cuestio- nes de trabajo. No sé por qué razón a alguien se le había ocurrido decir que el doctor era “lobizón” y ya se comenzó a murmurar que los viernes a la noche se convertía en un bicho muy parecido a un perro negro (“Yaguá hu” o “yaguá bicho”), que se revolcaba 113
en los gallineros y que por esa razón al día siguiente su rostro parecía más demacrado que de costumbre. Como era de imaginar todos esos comentarios llegaron a oídos del agente Solíz, pero no fue un impedimento para que acu- diera a él por un fuerte dolor en el pecho. Así el agente llegó al consultorio del doctor, luego de que este lo revisara, le hizo un par de preguntas de rutina y le recetó unos medicamentos que él mismo se los suministró. —¿Cuánto le debo Doctor? —No es nada Solíz, lo único que te voy a pedir es que por ningún motivo dejes de tomar los medicamentos. Ahí en la receta te anoté los horarios en los cuales los debes tomar. —Muchas gracias doctor, es usted muy amable. El agente se retiró del consultorio un tanto asombrado por la calidez con la que fue atendido porque llevaba consigo el prejui- cio de las tantas cosas que había escuchado de él. Resultó ser una persona muy agradable este doctor —pensó el agente. Un par de días después, justo un viernes a la medianoche, el agente Solíz estaba recorriendo las calles y se quedó apostado en medio de la intersección de las calles Berón de Astrada y Dr. Pozzi, frente a la Tienda “La Armonía”, bajo la tenue luz de la luna escuchó unos pasos y un respirar agitado, apresurado tomó su linterna y la encendió. Alumbró en todos los sentidos hasta que se encontró con dos ojos enormes y brillantes que se acercaban mirándolo fijamente. El agente pensó para sus adentros: —El Agente Solíz será bruto, pero no es cobarde. Solo dio un paso para atrás pero no dejó de alumbrarlo, la respiración de ese extraño ser cada vez era más intensa. 114
El agente sostuvo la linterna con la mano izquierda y con la otra tomó su cuchillo que tenía en su cintura, pero no desen- vainó. Ese extraño ser se acercó aún más y para su asombro resultó ser un perro flaco que andaba vagabundeando. El agente lo miró, como quien mira a un viejo amigo y le dijo: —¿Qué anda haciendo por acá Doctor? No crea que no lo reconocí. Por favor no me obligue a proceder. ¡Váyase, no me comprometa! El perro vagabundo olfateó al agente, se pegó media vuelta y se fue. Solíz lo quedó mirando con un cierto dejo de tristeza al perro flaco hasta que este se perdió en la oscuridad. Guardó la linterna, se acomodó su chaqueta y se fue murmu- rando angustiado: —¡Pobre doctor! Hasta cuando se hace Lobizón le anda con- trolando a sus pacientes para ver si toman sus remedios”. 115
FOTO 81: Tíos Guillermo y Genara junto a sus hijos Carlos, Mirta y Darío. 116
FOTO 82: BAILE DE CARNAVAL DÉCADA DEL ’60. “Bicho” Escobar (de espalda), “Ratín” (con bastones en la mano), “Nene” Montiel, “Monchito” Palacio y “Tony” Gamarra (abrazados) y tío “Quicho” (mano extendida). FOTO 83: Tío “Quicho” (tapado por el acordeonista) y sus amigos músicos. 117
FOTO 84: TIENDA “LA ARMONÍA”. Esquina de Berón de Astrada y Dr. Tomás Pozzi. FOTO 85: Vista de la calle Berón de Astrada desde la esquina de Dr. Pozzi. 118
FOTO 86: Foto ilustrativa del Perro Lobizón (Mía se llama la modelo). 119
CARTA A MIS HÉROES Homenaje A Los Héroes De Malvinas Existen recuerdos de nuestra infancia que, con el devenir del tiempo se van perdiendo en los infinitos recodos de la memoria, por irrelevantes o porque seguramente tenemos un mecanismo de defensa emocional que trata de alejar de nuestra mente todo lo que nos daña y por otra parte hay recuerdos que se mantuvie- ron vivos durante toda nuestra vida porque quizás hemos procu- rado que así sea. El conflicto de “Malvinas” es una de las páginas más oscuras de nuestra historia. Todos y cada uno de los que hemos vivido ese trágico 1982, desde el lugar que nos ha tocado, llevamos una herida indeleble en nuestras almas. En ese infierno han quedado muchos chicos regando ese suelo con su sangre y sus huesos por un capricho incomprensi- ble, otros que han vuelto y desgraciadamente fueron escondidos o engañados por la historia. Madres, padres, hermanos, hijos, novias y amigos a quienes arrebataron de un soplo su felicidad, por todos ellos no debemos permitirnos “olvidar”. Escucho la palabra “Malvinas” y se me eriza el alma, me remonto al año 1982, cuando con mis escasos siete u ocho años, me perturbaba escuchar en las noticias que nuestros jóvenes se iban a una guerra, resuena en mis oídos esa tortuosa frase de Galtieri: “Si quieren venir que vengan, le presentaremos batalla” y la gente aplaudiendo en la Plaza de Mayo, quizás por eso, hasta el día de hoy esa palabra es como un cuchillo que me desgarra el pecho cada vez que la escucho. En la nube de mi memoria flotan aquellos recuerdos de mi querida Escuela N° 564 “Domingo Faustino Sarmiento”, cuando la señorita “Cata” (Catalina Sotelo), nuestra maestra de tercer grado, nos pidió que escribiéramos una carta para enviársela a nuestros soldados en Malvinas, esa fue nuestra manera de ayu- dar emocionalmente a esos chicos, no recuerdo textualmente lo que había escrito, pero sí que les manifestaba mi agradecimiento 120
y mis respetos por el valor de defender nuestras islas, les pedía que no se preocuparan por nada, porque mi familia y yo estaría- mos rezando por ellos y que esperaba que volvieran pronto a reencontrarse con sus seres queridos. Desgraciadamente con el tiempo nos dimos cuenta que los noticieros nos estaban mintiendo, cuando anunciaban “Vamos Ganando”, era solo una manera de solventar sus culpas o mitigar el daño que le hicieron a las familias de los chicos caídos y lógica- mente a la patria toda. Muchas veces pienso en esa carta y cual habrá sido su des- tino, si realmente terminó en manos de alguno de nuestros hé- roes o si simplemente fue otra treta más de aquellos descorazo- nados que manejaban al país, por mi parte voy a morir creyendo que alguien tuvo la suerte de leerla, que mis palabras cruzaron todo el territorio argentino para ser un eterno abrazo de aliento en esas blancas noches del archipiélago bajo un cielo iluminado por ráfagas de fuego. 121
FOTOS 87: Llegada de soldados curuzucuateños de “Malvinas”. FOTOS 88: Llegada de soldados de la Compañía Comando y Servicios. El soldado Juan Alberto Ayala en el marguen superior derecho entre la multitud su padre, más atrás Robledo Federico, Sarratea, Luis Francisco, Meza Ramón. 122
FOTOS 89: Desfile de los soldados curuzucuateños tras su llegada de “Malvinas”. 123
FOTOS 90: Desfile de los soldados, Sub Oficiales y Oficiales del Ejército, tras su llegada de “Malvinas” por calle Berón de Astrada. 124
FOTO 91: Monumento al Soldado Veterano de Guerra “Islas Malvinas”. Berón de Astrada y Juan Pujol. 125
FOTOS 92 y 93: MURAL EN HOMENAJE A LA GESTA DE MALVINAS. Cementerio Local “Nuestra Señora de los Desamparados”. 126
EL SUICIDA El Loco del Puente Cuando vuelvo a Barrio Norte me parece volver a la infancia, creo escuchar en medio del silencio el canto de las chicharras o aquel sonido ensordecedor de la sirena de Saloj Hnos, que pun- tualmente marcaba el comienzo de nuestra jornada. Aunque con el ineludible paso del tiempo el barrio viejo haya quedado cubierto de asfalto, siguen resonando en mis oídos esos gritos de potrero, los pasos de aquellos personajes que sembraron fantasías y regaron de inocencia mi niñez. Hasta pa- rece verme correr descalzo bajo la lluvia, escapándome en las siestas para jugar a la pelota o desfilar con mis amigos rumbo a la “Cantarilla”. El arroyo era nuestro lugar sagrado, aunque sus aguas eran mansas, había que conocer el lugar para bañarse o nadar sin correr peligro, varios habían perdido la vida por subestimar su quietud. Su tranquilidad solo se veía opacada con las intensas lluvias que traían consigo una segura inundación. En ese mo- mento, la mansedumbre de nuestro arroyo se transformaba en peligro inminente. “La Cantarilla”, como la llamábamos los del barrio o “El Puen- te Blanco”, como la conocían los demás, que atraviesa el Arroyo Curuzú Cuatiá, fue testigo de un sinfín de historias. Muchas de ellas eran de amor y dejaron sus huellas en los escritos del puen- te: “Moni y Landi”, “Julio y yo”, “Yo amo a Norma”, “Gladys y Nahuel” y muchas más. Pero también han sucedido hechos insólitos, como un intento de suicidio de un vecino del barrio. Esta persona se despidió de todos y dejó una carta con un pedido expreso para que lo realicen en su post mortem. Su carta decía textualmente: “Juancho cuidame los chanchos y no olvides dar de comer a las gallinas”. 127
La carta estaba escrita en forma de telegrama radial, muy de moda en esos años, pero era inobjetable y contundente, la con- ciencia del hombre fue arrebatada por pensamientos suicidas, pensaba quitarse la vida ahorcándose ese mismo día, pero como no encontró ninguna cuerda para llevar adelante su cometido llevó consigo una cámara de bicicleta, que según los peritos lue- go certificaron que era rodado 26” de marca desconocida. Contaron los testigos que lo vieron atar la cámara a un trave- saño del puente desde arriba. Nada hizo sospechar que se tra- taba de un suicidio, hasta que lo vieron atarse la “goma” al cuello. Sin nervios aparente se sentó en el puente y cuando los testigos se percataron de lo que sucedía comenzaron a gritar, en ese preciso momento el suicida se lanzó al vacío. Algunos de los testimonios decían: “…se tiró y la goma se estiró… él alcanzó a tocar el suelo con el pie… pero después comenzó a rebotar como un yoyo y cada vez que subía se pegaba la cabeza contra el puente…”. “…pobre gente, desde lejos se escuchaban los golpes...”. “…queríamos socorrerlo, pero como rebotaba para todos lados no lo podíamos agarrar, hasta que la goma se cortó”. Por suerte el suicida salió ileso, pero con algunos rasguños y muchos chichones. Desde entonces se ganó el apodo más que merecido de “El loco del Puente”. 128
FOTO 94:” PUENTE BLANCO”, arroyo Curuzú Cuatiá. Se puede acceder a él por Barrio Norte, calle Gobernador Gómez, o por el Barrio Santa Rosa, calle Bonplan (Ruta Provincial 141). (Foto: Yuli Cañete). 129
FOTO 95: Cruce del “PUENTE BLANCO”. FOTO 96: Arroyo Curuzú Cuatiá, vista desde el puente. 130
FOTO 97: Yuli Cañete en el Arroyo Curuzú Cuatiá (2010). FOTO 98: Norma Aramburu y los Mellis, Alan y Nahuel Caminoa (2016). 131
ELADIO FABIÁN MOSQUEDA Grillito Del Pueblo Definitivamente cada persona es un mundo y detrás de cada una de ellas hay una historia, que por más trágica que sea, me- rece ser contada para que esas almas que revolotean en el in- consciente colectivo encuentren refugio y así finalmente puedan ser liberadas. A Eladio Fabián Mosqueda lo conocí un 17 de septiembre de 1989, recuerdo perfectamente la fecha porque fue en una de esas serenatas que hacíamos para festejar el día del profesor. Yo, con quince años, estaba cursando tercero de la Escuela Técnica y él, con aproximadamente diecisiete años, primero del curso de electricidad en la nocturna del mismo colegio. En esa procesión improvisada por alumnos de todos los cur- sos de la ENET N°1 Ingeniero “Juan José Gómez Araujo”, él era una especie de capitán en la batalla con su espada en alto y noso- tros sus soldados. Dos o tres chicos tocábamos la guitarra guia- dos por su voz estridente, era avasallante su firmeza en el canto, más allá de los fogones, asados y escenarios, esa voz estaba for- jada por una historia cruda de un joven que de niño fue criado en condiciones adversas y realmente devastadoras. Desde muy pequeño encontró en la música una genuina forma de expresión y desahogo. Su vida giraba en torno a ella, fue autodidacta, no tuvo más maestros que su propio oído y su intuición musical, se auto-proclamó cantor desde su más tierna edad. Cualquier lugar era propicio para dejar volar sus melodías, que brotaban como rayos multicolores de lo más profundo de su ser. En los recreos de la Escuela Primaria N° 565 “Juan Bautista Alberdi”, todos corrían para escucharlo cantar, a raíz de la insis- tencia pegajosa de sus compañeros, él había encontrado una manera muy ingeniosa de sacar rédito de ello, canjear sus 132
canciones por galletitas, golosinas, bolitas o algún juguete. Sus amigos formaban una ronda, mientras él cerraba sus ojos y se dejaba llevar por ese clima celestial que él mismo creaba, sin pensar en ese inocente trueque. En uno de esos canjes cuando estaba cantando fueron sor- prendidos por la campana que indicaba el final del recreo. En medio del bullicio de los niños que corrían a formar, como era costumbre, él apenas logró abrir sus ojos y sin dejar de cantar hizo un pequeño gesto con sus manos para que ninguno de los niños que lo estaban escuchando se moviera de su lugar, todos habían quedado sorprendentemente paralizados, cuando termi- nó la canción les dijo: —Hay que respetar a la música. Yo no puedo parar de cantar, ni ustedes se pueden ir antes de que termine la canción. Ese mensaje se había transformado en su filosofía de vida, en su religión, siempre supo que la música era más que un simple entretenimiento y no se la debía subestimar ni mucho menos dejar que nadie intentara hacerlo. Nació y se crio en el barrio “Nueva Unión”, un lugar muy hu- milde, detrás de la Estación de Trenes, conocido con el nombre de “TUNQUELÉN”, debido a una gran publicidad, del vino con ese nombre, pintada en uno de los galpones del ferrocarril que servía de referencia para llegar hasta ahí. Muchos, con el afán de hacerlo enojar le decían; “Vos vivís detrás de las vías” y él que tenía respuesta ingeniosa para todo, replicaba: —“No, si vos mirás desde mi casa, los que viven detrás de las vías, son ustedes”. En una concepción ideal asumimos que el sol sale para todos, aunque las sombras de la ciudad cubrían su barrio con un manto negro de tristeza, la pobreza estaba a su merced, el hambre estaba a la orden del día, el frío era moneda corriente, los sueños y las esperanzas terminaban angustiosamente en una fosa común. 133
Él quería burlar ese destino premonitorio al que parecía estar sometido por haber nacido en esas condiciones deprimentes, no se resignaba a asumir ese fracasado futuro irremediable o al me- nos no quería hacerlo sin dar batalla. De muy niño él salía temprano con sus esperanzas a cuesta, mientras sus fantasías lo llevaban quien sabe dónde, se ganaba la vida barriendo las veredas o haciendo mandados a quien lo quisiera, con su precio preestablecido: —¡A voluntad! De una manera subliminal le ponía precio a la voluntad y a la conciencia de las personas. Cuando caía la tarde, era un ritual cotidiano sus preparativos para recorrer las calles, nada estaba librado al azar, sacaba de su ropero su trajecito gris impecable, se entretenía por varios minu- tos con el nudo de la corbata, con un pañuelo limpiaba de la guitarra el polvo estampado producto del piso de tierra, se pei- naba cuidadosamente una y otra vez, se miraba en lo que que- daba del viejo espejo roto y ya estaba listo para ir a conquistar el mundo. Desde sus siete u ocho años la noche ya lo comenzaba a sorprender caminando por las calles de Curuzú con su guitarra, un regalo de su madre que no cumplía ninguna función musical, más que de fiel compañera. Esa era su manera de escapar a tantas tristezas, se inventaba un mundo, donde ni mundo había. Poco a poco se había convertido en un personaje muy querido por todos en el pueblo, destacado por su cordialidad, respeto, forma de vestir, pero quizás lo que más llamaba la atención a su corta edad era su retórica, la que había cultivado con la lectura y las poesías de las canciones que interpretaba. Tal era su popularidad que el abogado y músico Rómulo Espinoza, escribió la poesía “Grillito del Pueblo”, describiendo las vivencias de ese niño cantor, que hasta ese momento no cono- cía, solo basándose en todo lo que se contaba de él. 134
Recién cuando el libro “Si Preguntas” del Dr. Espinoza sale a la venta, este lo conoce a Eladio y le regala un ejemplar de su libro. El niño cantor tomó la letra y le pone música, transfor- mando la poesía “Grillito del Pueblo” en un Chamamé, que orgu- llosamente cantaba como remate de su repertorio. Así llegó el año 1985, en una mañana primaveral, el sol salió más radiante que otras veces, sus rayos que quemaron tantas veces el rostro moreno de Eladio, esta vez presagiaba el co- mienzo de un día interminable, a sus doce años iba a sumergirse en la experiencia más inolvidable de su vida. Una noticia conmocionó al pueblo, la llegada del popular artista de rock-folk León Gieco, como parte de su gira por todo el país denominada \"De Ushuaia a la Quiaca\". Un proyecto que consistía en ir a los lugares donde la música misma nacía y gra- barla en su ambiente natural y no llevar los músicos a un estudio de grabación en una ciudad grande donde perderían parte del sentimiento y la esencia que da el lugar de origen. León Gieco, bajo la dirección y producción musical de Gustavo Santaolalla, junto a un equipo de sonidistas y camarógrafos se instalaron en la Estación de Trenes de la ciudad, acompañado por un estudio móvil, en el cual se grababa todo lo que iba acon- teciendo en la gira. Entre el tumulto de vecinos y curiosos que se acercaban a la Estación estaba Eladio, mientras los demás chicos jugaban y co- rrían, él miraba deslumbrado como se organizaban los preparati- vos del recital. Con sus escasos doce años pudo dilucidar que en todo ese movimiento Gustavo Santaolalla era el productor res- ponsable, se armó de coraje y se dirigió a él, con voz firme: ELADIO: —Vengo a dar una prueba, porque yo canto también. SANTAOLALLA: —Bueno dale, a ver que hacés. Y sobre un baúl donde guardaban los elementos de sonidos, tocó y cantó “Cachito campeón de Corrientes”. 135
En una entrevista que le hicieron a Eladio en esa oportunidad, que luego se pudo ver en el documental “De Ushuaia A La Quiaca” transmitido por el “Canal Encuentro”, dijo: “La primera vez que fui a cantar en la radio fue en el '81, un día del padre y mi mamá está muy contenta porque dice que tengo un futuro hermoso”. Luego de haber sorprendido a los miembros de la gira, quienes vieron en él lo que estaban buscando, un cantor de pue- blo, una autentica manifestación de arte autóctono, que se había esculpido con las escasas herramientas que estuvieron a su al- cance, decidieron que era una muy buena idea grabar a aquel niño intrépido. El tema elegido fue “Grillito del Pueblo”, luego de una serie de ensayos donde León Gieco adaptó su guitarra y su armónica a la canción, ya estaban listos para eternizarla. Los sonidistas y camarógrafos iban registrando todos los mo- mentos previos, Don Martín Jalife, Jefe de Estación, ayudaba a mantener el orden en el lugar, para que todo saliera como es- taba previsto. En sus presentaciones cotidianas en los bares, Eladio acos- tumbraba acompañarse haciendo ritmo con lo que estaba a su alcance, golpeando sus manos contra las mesas, sillas, sus pier- nas o un baúl como sucedió en este caso. Cuatro micrófonos registrarían ese momento imborrable, dos de ellos los ocuparía León Gieco, para su guitarra y armónica, otros dos irían destinado a Eladio, uno amplificaría su instru- mento de percusión improvisado y el otro su voz. La canción comienza con un “sapucay” (grito del alma), de fondo grillos y el sonido ambiental de la estación, con una pequeña presentación: ELADIO: —Me llamo Fabián Eladio Mosqueda tengo 12 años, soy de acá de Curuzú Cuatiá, voy a cantar un tema de una poesía que me hizo el señor Rómulo Francisco Espinoza, yo le puse la música. 136
LEÓN GIECO: —¿Cómo se llama? ELADIO: —Grillito del Pueblo, Eladio Mosqueda. GRILLITO DEL PUEBLO LETRA: Rómulo Francisco Espinoza MÚSICA: Eladio Fabián Mosqueda Grillito del pueblo Eladio Mosqueda, recorre las calles hecho primavera. Un grillo en el alma, a quien lo tuviera y él lo regala con tanta inocencia. Eladio es de todos como las estrellas va de casa en casa con un canto a cuestas. Buen día señores dice cuando llega si quieren le canto algo de mi tierra. El niño que canta y el tiempo que vuela, de mañana barre de tarde a la escuela. Con cada alegría que por día siembra se gana la vida Eladio Mosqueda. El sueño del niño cantor se estaba haciendo realidad, Eladio se había transformado en un suceso, él apenas lograba dimen- sionar la magnitud de lo que estaba sucediendo, su voz había sido registrada en uno de los discos íconos en la historia del Rock Nacional, la canción donde estaba plasmada su historia de vida y a la cual él mismo le había puesto la música, ya había sido per- petuada en una cinta profesional. Pero el sueño no terminaría ahí, León Gieco, un músico sur- gido de los campos santafesinos, vio en el niño un ángel especial y quiso que lo acompañara a recorrer lo que quedaba de la gira. 137
Por alguna razón los padres no quisieron que Eladio se embar- cara en ese majestuoso viaje y en una escena desgarradora al escuchar la negación, vio como el gran anhelo de su vida, que por un instante estuvo entre sus manos, se esfumaba, todo se reducía a un efímero momento de felicidad. Al caer la tarde contempló como sus sueños se iban desvane- ciendo junto a la combi que se perdía en la oscuridad de la ruta. Ni el brote más exultante de verborragia, ni el más acaudalado sentir poético habría podido describir la tristeza que se había im- pregnado en sus ojos en ese momento. Esa noche hubo silencio, los grillos y las ranas enmudecieron haciéndose eco del desconsuelo que flotaba en el aire de “Nueva Unión”. Al día siguiente al despertar, fue corriendo a su mesita de luz y al abrir el cajón se encontró con las tres fotos instantáneas que León y Gustavo le habían obsequiado, como recuerdo de aquel momento sublime, lo que confirmaba que todo aquello no había sido un sueño. Solo se puede presumir que hubiera sucedido si la suerte hu- biese estado de su lado y él se aventuraba en esa travesía de ensueño junto a su ídolo. ¿Quizás la historia hubiese sido otra? Nadie lo puede saber… Lo cierto es que esa incertidumbre fue su compañía por el res- to de su vida y desde entonces solo sería, “El niño cantor que grabó con León Gieco” y consiguió poner la voz en uno de los discos de mayor venta en la historia del rock Nacional. Fue la pri- mera y única gran oportunidad que el destino le presentó a Eladio. Si bien todas sus penas y sus angustias las desahogaba con la música, a pesar de su responsabilidad desmedida con el estudio, sus ganas de progreso, su empeño constante, no encontraba afirmarse económica ni emocionalmente. La trágica muerte de su madre, quien era el motor de sus estí- mulos y el pilar fundamental en su vida, marcó otro golpe muy duro en su abatido corazón. 138
A medida que iba creciendo, las dificultades eran recurrentes, parecía un boxeador amateur y la vida el campeón experimen- tado que se aprovechaba de él. Sabía que el esfuerzo y el sacrificio eran las llaves fundamen- tales para conseguir un buen porvenir. Logró culminar sus estu- dios en un Secundario Nocturno, con el increíble mérito de “asis- tencia perfecta” en los tres años de cursado. Pero vivir en un barrio humilde, socialmente desprestigiado es un estigma que puede anclar cualquier aspiración, ese era el conflicto interno que perturbaba a Eladio, el rechazo se había convertido en su calvario. No intento justificarlo ni mucho menos excusarlo, pero sí puedo alcanzar a comprenderlo, pues la tristeza, la angustia y la depresión suelen ser malas consejeras, y seguramente fueron ellas quienes arrebataron la conciencia de Eladio la madrugada del 29 de julio de 1995, a sus veinticuatro años. Aturdido por aquellos gritos ensordecedores, que venían quien sabe de qué rincón del infierno, los cuales lo incitaban a despojarse de su alma, no pudo evitar que se apoderara de él la inexorable idea de quitarse la vida. Fue solo un segundo irrever- sible de desatino que no pudo superar. Antes que el sol borrara cualquier vestigio de aquella trágica madrugada, la tenue luz de su rancho dejaba mostrar una silueta que se balanceaba como una sombra intermitente en su puerta, las voces del infierno finalmente habían ganado la batalla, era el inerte cuerpo de Eladio, colgando del horcón, suspendido de su cinto de cuero. El pueblo se sumió en un profundo silencio abrumador, el “Grillito del Pueblo” había enmudecido su canto, jamás volvería a regar sus calles con su música, así dejó este mundo, al que casi no pertenecía, Eladio Fabián Mosqueda. 139
FOTO 99: Eladio Fabián Mosqueda cantando a los 7 años. Eladio Fabián Mosqueda grabó junto a León Gieco; “Grillito del Pueblo”. (Eladio Mosqueda: Voz y Percusión – León Gieco: Guitarra y Armónica). Disco: “De Ushuaia a la Quiaca vol. 2” (1985) – Tema N° 11. La grabación fue registrada por el estudio móvil, en la Estación de Trenes cuyo jefe era Don Martín Jalife. 140
FOTO 100: Equipo de trabajo “De Ushuaia a la Quiaca” en Curuzú. Dany García Moreno, Héctor Starc y camarógrafos, junto al Estudio Móvil en la Estación de Curuzú. (Foto Archivo de la Producción de la gira). FOTO 101: Micrófono registrando el sonido ambiental en río Miriñay. Curuzú Cuatiá, 1985. (Foto de Alejandra Palacios). 141
FOTO 102: Público en Estación de trenes de Curuzú Cuatiá. FOTO 103: Estación de Curuzú Cuatiá, colectivo de León Gieco. 142
FOTO 104: Eladio junto a León Gieco a orillas del río Miriñay. FOTO 105: Eladio y Gustavo Santaolalla a orillas del río Miriñay. 143
TOFI Y MORA (Historia de amor en Barrio Victoria) Historia real acontecida a principio del año 2020, en el Barrio Victoria, uno de los barrios más nuevos de la ciudad, ubicado en la zona sudoeste (ex ruta 14 al sur), detrás de la cancha del Club “Victoria”, de allí proviene su nombre. La tarde se presentaba fantástica con un sol cohibido que dejaba escapar sus rayos entre un cúmulo de algodón, la brisa con su murmullo despertaba a las mariposas y despeinaba las copas de los árboles, los pájaros galantes, cantaban y revolotea- ban cortejando a sus amadas, todo parecía extremadamente maravilloso. Imagino que, de haber sido más perspicaz, hubiese interpre- tado las señales que la naturaleza me estaba brindando para dilucidar que ese día no sería igual a otro, que había flotando en el aire, como un presagio encantado, un extraño vaho de roman- ticismo. Recuerdo que miraba la vida a través de la ventana, en el regazo de mi dueña —soy un caniche y todos conocen la fama que tenemos de ser muy mimosos y yo obviamente no soy la excepción—, disfrutaba silenciosamente de las maravillas invisi- bles que se esconden en los aromas y los sonidos. Miraba como nuestra vereda se transformaba en una peque- ña feria de alegría, los niños jugaban a la pelota, andaban en bicicleta, los perros también eran parte de ese paisaje festivo, algunos corrían a la par de las bicicletas, perseguían sin éxito sus propias colas y otros simulaban batallas mordiéndose entre ellos. De pronto, al levantar mi mirada, observé que en la vereda de enfrente —apenas cruzando la calle Dr. Horacio Julio Rodrí- guez— estaba ella, una preciosa caniche de color café, la más hermosa que mis ojos hayan visto jamás, vestida de una manera muy sugerente con un saquito rosa y un moñito haciendo juego 144
sobre su cabeza. Al verla sentí tantas cosas, se borraron de mi mente las demás razones de vivir, me di cuenta que eso era amor porque no cabe duda que es el hecho más maravilloso del mundo y eso lo era, además no encontraba otra explicación que pudiera aclarar mi exaltación y mi inquietud de ese momento. Por un instante quedé idiotizado, otro indicio de mi enamora- miento, solo esperaba que mi cuerpo dejara de temblar y que mi corazón volviera a sus pulsaciones normales para poder avan- zarme sobre ella. Cuando al fin logré reaccionar, de un salto bajé de la silla y corrí hasta la vereda, mi dueña se percató de lo que sucedía, pero no le dio mayor importancia. Los perros seguían jugando, Mía, la perra más inquieta, me empujaba invitándome a formar parte de su diversión, pero por primera vez yo no quería jugar, no quería saltar ni correr a las bicicletas, mi misión en ese momento era otra. Cuando “Mora” —ese era el nombre de aquella hermosa cani- che— levantó su cabeza y posó su mirada tímida sobre mí, sentí como si un millón de flechas se clavaran justo en mi corazón, allí decidí cruzar la calle, no recuerdo haber pisado el suelo al hacerlo, tardé lo que tarda un parpadeo, me paré frente a ella y nos miramos fijamente durante unos segundos. El coqueteo se transformó en un ritual de ensueño, nos olfa- teamos, yo daba vueltas en círculos alrededor de ella, mientras nos sentíamos nuestros aromas, y allí nos dimos cuenta que ambos estábamos sintiendo lo mismo. Nos volvimos a poner frente a frente, y fue ella quien avanzó sobre mí lanzando la primera lamida sobre mi rostro. Aquel beso audaz avivó aún más el fuego. Todos los dolores que se pueden sufrir en la vida podrían ser saciados solo con ese instante de amor. El mundo a nuestro alrededor seguía su curso normal, resona- ban como truenos los gritos diciendo nuestros nombres (¡Mora! ¡Tofi!), pero para nosotros el mundo se detuvo en ese instante, 145
no escuchábamos ni veíamos nada más que a nosotros mismos. En un brote de realismo buscamos un lugar seguro, corrimos hacia la casa de al lado y nos escondimos detrás de una montaña de arena que los albañiles habían dejado. Caminé por detrás de ella y apoyé mis patas delanteras suave- mente sobre sus delicadas ancas, lo hice de manera muy sutil para no arrugar su saquito rosa. Arrebatados por un extraño éxtasis, en ese preciso momento consumamos nuestro amor, nos sentimos flotar envueltos en pétalos carmesí en el centro de un remolino de colores, un des- file de emociones inundó nuestras almas, fue así como lo perpe- tramos. La fuerza del amor hizo que no nos pudiéramos despegar por unos minutos, nuestra unión era más fuerte que todos los gritos que nos abrumaban a nuestro al rededor. Al presenciar esa escena poco agradable para ella, su dueña se tomó de la cabeza gritando el nombre de, hasta ese momen- to, su inmaculada princesita: —¡¡¡Mora!!! ¡¡¡Mora!!! Solo nos despegamos y corrimos a nuestras casas, no hubo tiempo para besos de despedida. Aquel día cambió nuestras vidas para siempre, sellamos nues- tro amor y desde entonces todas las tardes nos asomamos a la ventana esbozando corazones en el vidrio con nuestros suspiros, esperando con ansias que alguien olvide la puerta abierta para salir corriendo a la vereda y vivir nuestro idilio, aunque sea a cuentagotas. 146
FOTO 106: Mapa del Barrio Victoria. FOTO 107: Acceso al Barrio Victoria por Barrio “Ralín”. 147
FOTO 108: ESCUELA SECUNDARIA, “GRAL. SAN MARTÍN”, Barrio Victoria. FOTO 109: Arreglo de calles, Barrio Victoria. 148
FOTO 110: “Mora”. FOTO 111: “Tofi”. 149
FOTO 112: Mi esposa, Norma Aramburu, “Tofi” y yo. 150
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