PABLO GÓMEZ (FOTO SCHMOLL) En el año 1940 se instala en la ciudad “FOTO SCHMOLL”, de don Luís Schmoll, la primera casa de fotografías de Curuzú Cuatiá, tenía su estudio en Berón de Astrada 811, al lado del al- macén “1°de Mayo” del Sr. Pedro Dal Lago (Berón de Astrada y Rivadavia). El flamante negocio rápidamente comenzó a ser requerido por las familias del pueblo para que fotografiara sus eventos más importantes, urge la necesidad de emplear a un cadete, llegó así un niño de 13 años del Barrio Centenario, llamado Pablo Gómez. Al principio este niño tenía prohibido acercarse a una cámara, su labor se limitaba a barrer y hacer mandados. Pablito era un chico inquieto, ávido de conocimientos, que se había enamorado de la fotografía en su primer contacto con ella. Las primeras nociones del oficio las adquirió observando mani- pular esas máquinas que parecían ser venidas de otra galaxia, tan extrañas como atractivas. El puntapié para su fructífera carrera tuvo inicio un día que, con el afán de impresionar al señor Schmoll, subió al campanario de la Parroquia “Nuestra Señora del Pilar” y luego de varios in- tentos, tomó una fotografía panorámica de la Plaza Belgrano (Fo- to 2), su primera y más espectacular fotografía, que se transfor- maría inmediatamente en una verdadera postal y emblema del paisaje curuzucuateño. El niño iba creciendo y al mismo tiempo se iba empapando del maravilloso mundo de este incipiente arte. Impulsado por su espíritu emprendedor, pero consciente de sus notables capaci- dades, luego de adquirir su primera cámara fotográfica decide que era el momento de independizarse y montar su propio estu- dio de fotografía, nacería así la leyenda de “FOTO PABLO” (o sim- plemente “PABLITO”). El estudio se instaló, durante varios años, en calle Dr. Pozzi 677, al lado de la conocida Tienda “La Armonía” (hoy “Sonidos”), 51
frente al Juzgado de Menores. El niño que provenía de un barrio de costumbres sencillas comenzaba un camino en ascenso a fuerza de trabajo y dedica- ción, casi sin proponérselo con el paso del tiempo lograría con- vertirse en un símbolo de la fotografía local. Cada curuzucuateño posee en su casa una o varias fotografías con su sello, él ha inmortalizado con su cámara cada uno de los momentos más relevantes de nuestras vidas; actos y desfiles escolares, exhibiciones gimnásticas, equipos de fútbol (infantiles y mayores), carnavales, estudiantinas, casamientos, bautismos, fotos familiares o simplemente paseos, porque parecía que la cámara era parte de su cuerpo, no salía a caminar sin llevarla colgada a su cuello, todos esos momentos inolvidables fueron estampados por sus manos y llevan el recuerdo nostálgico de “Pablito”. Un luchador incansable, su pasión por el fútbol lo llevó a ser presidente del club de sus amores “Club Sportivo San Lorenzo”, fue protagonista de la época de oro del club, cosechando varios campeonatos en la década del ochenta. Me siento afortunado de haberlo conocido y haber tenido la suerte de dialogar y escuchar en primera persona sus anécdotas y las historias que había detrás de algunas de sus fotografías. Muchos contemporáneos de su época de juventud lo recuer- dan como un joven muy “pituco” o “petitero”, términos que ha- cían alusión a su simpatía, que dejaba al descubierto con su son- risa amigable y por su elegancia, siempre de ambo —pantalón y saco de vestir— y en algunas ocasiones de traje. Se casó con Zulema Ortiz, más conocida por Beba, quien fuera su vecina del barrio, luego su novia de la juventud y finalmente su eterna compañera durante el resto de su vida. Beba trabajó durante muchos años como cajera de la Ferrete- ría y Bazar “El Sol”, donde Pablo la iba a buscar todas las tardes en su bicicleta. Fueron un gran ejemplo de amor y compañerismo, en el úl- timo tramo de sus vidas, con sus casi noventa años, resultaba 52
imposible verlo a uno separado del otro. El último recuerdo que tengo de ambos, es haberlos visto trabajando, en la Plaza Belgrano, un 16 de noviembre, en un desfile por el día de la fundación de la ciudad, en esa oportuni- dad lo vi a Pablo, caminando con su bastón, tomado del brazo de Beba, me detuve a contemplar esa escena tan conmovedora. Recuerdo que lo vi a él posicionarse en uno de esos lugares estratégicos que solo los viejos fotógrafos conocen, tomó su cámara con la mano izquierda y con la derecha le da la posta del bastón a Beba para poder sujetar la máquina con ambas manos. Ella sostenía firmemente el bastón apoyado en el asfalto y lo su- jetaba a Pablo por detrás para que él se mantuviera erguido, ambos se hacían uno para tratar de vencer los achaques produci- dos por el inevitable paso del tiempo. En el preciso momento que iba a presionar el botón de la cámara para perpetuar esa imagen que ya estaba en el visor, como lo había hecho tantas veces en su vida, un inoportuno muchacho se paró frente a él, pretendiendo tomar una fotogra- fía con su celular, obstaculizando así su visión. Quiero pensar que aquel joven no lo había visto, aunque existen muchos que no respetan a los ancianos y que otras tantas veces tratan de tomar ventajas de ciertas circunstancias, esa es una cruel realidad, aun- que en este caso en particular, no creo que lo haya hecho inten- cionalmente, al menos no lo parecía. Me hice carne del dolor ajeno pensando que era una lástima que Pablo no pudiera realizar su trabajo, pero lo bueno de esta historia es que él estaba ahí para tomar una foto y si algo apren- dió con los años es que “el objetivo siempre debe ser cumplido”, sin mediar palabras, como adivinando el pensamiento, Beba con dos golpes certeros con el bastón de madera dura en el hombro derecho del desafortunado muchacho, logró despejar la visión y consiguió que Pablo, por una vez más, consiguiera tomar la foto- grafía. Un claro ejemplo que la experiencia siempre va varios pasos adelante a la ingenuidad adolescente. 53
Texto basado en testimonios de Pablito Gómez, Primer fotógrafo nacido en Curuzú Cuatiá (07/06/1927- 05/02/2017) Zulema Ortiz, Beba, su esposa, falleció el 2 de agosto de 2016 54
FOTO 28: Casamiento de Pablo Gómez y Zulema Ortíz. (Foto: Familia Rodríguez). 55
FOTO 29: Carroza Comparsa Pitogüé. (“FOTO PABLO” 1965). FOTO 30: Don Cantero frente al local de “FOTO PABLO” (Dr. Pozzi 677). (Detrás se puede ver el “Gordini” propiedad de Pablo Gómez). 56
FOTO 31: Club Sportivo San Lorenzo, Campeón Oficial Año 1983. Arriba: Julio César “Coco” Gómez, Luis Calgaro, Luis Poos, Jorge Egidio Barboza, Beco Carballo, Silva, Zamudio, Pablo Gómez. Abajo: Pedro Gabriel “Cholín” Ledesma, Tribilín Sogaray, Juan Pedro Pérez, Jorge Escobar, Sergio “Gato” Villa. FOTO 32: Pablo Gómez junto a jugadores campeones del Torneo 1983. Luis Poos, Pablo Gómez, Pedro “Cholin” Ledesma, con la Copa el Gran Julio César “Coco” Gómez, a su lado el Dr. Raúl Pagadizabal, Pte. Del Club Belgrano. (Foto y Datos del Facebook del Club San Lorenzo publicado por Luis Calgaro). 57
FOTO 33: Fotógrafos curuzucuateños celebrando su día (Foto Vázquez). José Báez, Omar “Piturro” Romero, Ramón “Moli” Castillo, Pablo Gómez, Mario Jesús “Cacho” Herrmann, Alejandro Torres, José Manuel Vázquez y Ramón Leyes. FOTO 34: Pablo Gómez y Beba, ilustración del relato. (Foto El Diario de Curuzú). 58
FOTO 35: Pablo Gómez, reconocimiento en el día del fotógrafo. (Foto: José Manuel Vázquez). 59
FOTO 36: Pablito y Beba en un día de trabajo. (Foto: Jorge Peker). 60
CRÓNICA DE UN CRIMEN Han pasado más de treinta años de esta historia y aún perdu- ra en mí la imagen de aquella mujer asesinada a veras de las vías del ferrocarril, a muy pocos metros del “Puente Blanco”. Sucedió a mediados de la década del ochenta, en una época donde suicidarse tirándose debajo de las ruedas del tren se había convertido, lamentablemente, en moneda corriente, al punto que no era raro, aunque parezca mentira, encontrarse con restos humanos esparcidos en las cercanías de las vías. Por aquellos años mis abuelos, a quienes yo había adoptado como propios sin importar lo que dijera la sangre, acostumbra- ban a criar animales de granja, como una forma de mantener viva sus costumbres arraigadas a los campos correntinos. Por un lado, mi abuela, Doña Emiliana Montenegro, que había nacido y pasado su infancia muy cerca de la Escuela del Paraje “Minuanes”, donde adquirió sus vastos conocimientos sobre las costumbres rurales, en su lenguaje denotaba un predominio in- consciente del “Avañe´ë”, nuestra lengua originaria guaraní, ella acostumbraba a reprendernos en esa lengua cuando nos portá- bamos mal, quizás por esa razón, las palabras de ese dulce idio- ma quedaron en mi subconsciente y fueron aflorando a medida que fui creciendo. Por otro lado, mi abuelo, Mauricio Báez, un suboficial del ejér- cito pensionado, que debió retirarse del servicio a consecuencia de un accidente que sufriera y dejó secuelas en su espalda. Luego de su retiro siguió trabajando de peón, capataz de estancia y otras labores rurales. Era un hombre muy inteligente y práctico en las tareas ma- nuales. Él mismo construyó su casa en Barrio Norte, en la esquina de Vieytes y Gobernador Gómez, fue una de las pocas personas que conocí en mi vida que uniera dos fanatismos tan dispares como ser Radical e hincha de Boca Juniors. Ambos eran los jefes indiscutidos y nos imponían sus costum- 61
bres y sin ningún tipo de objeción nos regíamos bajo sus manda- mientos. Era una época donde nada nos faltaba; teníamos una enorme huerta con lechuga, acelga, perejil, cebolla de verdeo, zapallo, batata y un gran maizal. Un frondoso árbol de mora donde siem- pre jugábamos, que es único testigo sobreviviente de aquellos años felices. Adornaban el patio árboles de pomelos, naranjos, limoneros, nísperos y mandarinos. Donde terminaba el patio un gallinero cercado con tacuaras y ramas atadas con alambre de enfardar, en medio del gallinero y debajo de un algarrobo tupido, estaba la cucha de “Ringo”, un perro blanco y negro de tamaño mediano, quien cuidaba a las gallinas, patos, pavos y gansos. Al lado de nuestra vivienda había un enorme terreno con los restos de una casa abandonada, la cual por razones que nunca se conocieron se había incendiado, solo habían resistido a esa desgracia las paredes de ladrillos asentados en barro y en el centro del aquel majestuoso predio un aljibe, que a pesar del abandono seguía dando agua fresca. “La Tapera”, como habíamos bautizado a lo que quedaba de aquella casa abandonada, de día era nuestro estadio de fútbol y al caer la tarde allí mi abuelo encerraba las vacas, habíamos he- cho un corral para los terneros, así las vacas amanecían con le- che, porque se debía ordeñar temprano. A “Cachilo”, el caballo del abuelo, también se lo encerraba ahí. Trataré de no desviarme mucho del tema principal del relato, aunque creo que todos los datos que estoy aportando son váli- dos a la causa y permitirán no dejar cabos sueltos. Asimismo, la memoria me obliga a contarles ciertas costumbres que teníamos por aquellos tiempos con mi hermano, mi primo y nuestros amigos del barrio, que ilustran como convivíamos con el paisaje descripto. En las siestas calurosas, los árboles de cítricos no solo nos daban sombra sino también sus frutos, saciábamos la sed con limonadas, pomelo con azúcar, naranjas o mandarinas, si el calor 62
era muy agobiante cargábamos todo en bolsas de arpilleras y marchábamos rumbo al arroyo “Curuzú”, que estaba a tres cua- dras al norte de nuestra casa. Aunque teníamos una cocina a gas, como el resto de las casas, la abuela tenía su “cocinita”, era el único lugar de la casa que ella había acondicionado según sus costumbres de “Minuanes”. Allí, en una imagen conmovedora, calentaba la pava a fuego hecho con virutas, cocinaba el chicharrón en una olla negra de tres patas, mientras barría el patio con una escoba hecha con escobi- llas del monte, atadas a una tacuara, ese sector de la casa era su lugar en el mundo. Solíamos aprovechar el fuego de la “cocinita” para hacer cho- clo o batata asada, dos manjares de nuestra infancia. Mi rutina consistía en levantarme a las cinco de la mañana, tomaba el mate cocido con leche, que la abuela me preparaba en la “cocinita” y la primera tarea era ordeñar, se sacaban solo los litros que se tomaban en el día, después se debía ensillar el caballo para llevar las vacas y terneros a la cancha de “Barracas” que estaba a una cuadra hacia el norte, frente a la “Cuajada” de Martín Erro, un viejo tambo que se estaba perdiendo entre los árboles y el olvido. Antes del mediodía sacábamos a los animales de la cancha y los llevábamos al arroyo para que tomen agua y se refresquen, volvíamos a encerrarlos y nos íbamos rápidamente a higienizar- nos y almorzar para después ir a la escuela Sarmiento, al volver debíamos llevar los animales al arroyo nuevamente y de allí a la “Tapera” a encerrarlos hasta el próximo día. Siempre que hacíamos esta rutina aprovechábamos con mi hermano o mi primo para recorrer el campo y las vías del ferroca- rril buscando huevos de teros o simplemente para correr y jugar. Por esos años nos llamaba poderosamente la atención una mujer muy alta, de contextura física robusta, que solía pasar por casa muy temprano a la mañana, cuando el sol apenas comen- zaba a dar sus primeros reflejos, volvía a desandar su camino 63
nuevamente cuando el sol caía, cargada de bolsas de comesti- bles. En siestas muy calurosas, acostumbraba a golpear las manos en casa para pedir agua fresca, confieso que su aspecto al princi- pio nos daba cierto temor, aunque sinceramente jamás hizo algo para despertar ese miedo en nosotros. Poco a poco fuimos descubriendo que aquella misteriosa mu- jer se llamaba Elvira González, que vivía en un rancho con pare- des de adobe y techo de paja, en el Paraje “Sarandí”, cerca de la Escuela N° 567 “Paso de las Piedras”, sin más compañía que sus animales. Su apariencia física, denotaba claramente que no era una persona a quien se la podría subestimar o que pueda ser sometida a la opresión de algún hombre. Después de un tiempo de conocerla ya nos habíamos atrevido a pedirle agua cuando la sed nos sorprendía cerca de su rancho, en esas siestas que íbamos a pescar al “Sarandí”, ella no sola- mente nos daba agua también nos regalaba bolsas enormes de naranjas y mandarinas. Ahí nos fuimos dando cuenta que nues- tros temores eran infundados, detrás de aquella mujer de apa- riencia tosca y solitaria existía un ser gentil y muy bondadoso. Los días transcurrían y nuestra rutina cotidiana seguía su cur- so normal hasta que los designios de la vida hicieron que llegara aquella fatídica y triste mañana de invierno, que marcó mi vida para siempre. El frío nos congelaba las manos, mientras la abuela ordeñaba casi en penumbras, yo acarreaba los bidones lecheros y en algunos descuidos tomaba unos sorbos de esa leche recién ordeñada. Las calles estaban desiertas, solo pude advertir el rechinar de una bicicleta que, por el sonido y el silbido del hombre, pude reconocer que se trataba de nuestro vecino Don Raúl Borda, sereno del Club Social, que volvía temprano de su trabajo. Ese día mi abuelo se adelantó y había ensillado su caballo antes que yo me despertara, volví a la “cocinita” a sentarme junto al fuego, unos minutos más tarde cuando lo vi pasar 64
arreando las vacas, algo me empujó a levantarme y tomar el rebenque que la abuela usaba para espantar las gallinas y corrí tras él. Cuando llegamos a la cancha la niebla ya se comenzaba a disipar, el abuelo acostumbraba a recorrer el cerco perimetral para descubrir algún indicio de rotura o de alambres cortados por donde los animales se pudieran escapar. A pesar de que él nos recalcaba varias veces al día que esa tarea había que tomarla en serio, impulsado quizás, por mi propio espíritu inquieto decidí subir a las vías y de allí contemplar la quietud del arroyo y del Barrio Santa Rosa. Mientras miraba ese paisaje cotidiano que a diario me encan- taba, repentinamente bajé la mirada, en medio de los arbustos y las ramas con espinas, algo me llamó la atención, lo primero que pude observar fueron unos pies descalzos, los que habían dejado una profunda huella en el suelo, a escasos veinte centí- metros de un gajo del arroyo. Al principio me imaginé que se trataba de algún vagabundo que se había pasado de copas y ter- minó dormido por alguna razón en ese lugar. Descendí muy lentamente, en ese momento no tuve miedo o quizás sí, pero mi curiosidad era mayor. Al correr los arbustos me encontré con un cuadro escalofriante, era una persona que, a simple vista, parecía desmayada, pero al mirarla detenidamente no se observaban signos vitales en ella, tenía heridas en todo su rostro y sus ojos estaban abiertos. Había fideos y arroz esparci- dos por todos lados y una bolsa flotando en el arroyo. Tan horrorizado quedé que quise gritar y no me salió palabra alguna, volví a subir a las vías y comencé a llamar a mi abuelo, saltando y moviendo mis brazos en todos los sentidos, él a pesar de estar lejos, parece haber visto la desesperación en mí y pegó un trote con su caballo para averiguar de qué se trataba. Volví a bajar, mis nervios no me dejaban ver con claridad. Cuando llegó mi abuelo, su rostro también se transformó por la sorpresa, en medio de mi desesperación logré preguntar: 65
—¿Está muerto? (yo) —¡Muerta! (Abuelo)… Luego de un abrumador silencio continuó… —¡Muerta…! Está muerta, es Elvira González —me respondió. La volví a mirar y era verdad, antes no la había podido distin- guir, era la señora bondadosa que nos regalaba naranjas y man- darinas cuando íbamos a pescar... —Tenemos que avisar a la policía. (Abuelo) Yo seguía consternado, aunque el susto iba pasando poco a poco, seguía mirándola ya con un cierto dejo de tristeza a aquella mujer cuyo cuerpo inerte parecía gritar justicia a los cuatro vientos. —¿Y qué le pudo haber pasado? (Yo) —Seguramente sabían que fue a cobrar o que llevaba plata y quisieron robarle. No creo que hayan tenido la intención de ma- tarla, pero seguramente se resistió o los reconoció. Entre dos grandotes o más lo habrán hecho. Uno solo no hubiese podido con ella. (Abuelo) —¿O capaz se quiso suicidar tirándose abajo del tren y murió con el golpe? (Yo) —No, porque si se quería suicidar se hubiera tirado debajo del tren y ahí no quedaba nada… si se hubiese golpeado cuando se tiró, hubiera muerto en el acto, no tendría esa huella que dejó debajo de sus pies. Esa marca en el cuello, seguro debe ser de alguno que la estaba ahorcando por detrás, mientras los otros la golpeaban… El problema es que no hubo testigos, nadie escuchó nada, aparentemente murió por algún golpe fuerte en la cabeza o ahorcada, pero como no tenía parientes, nadie va a reclamar el cuerpo, seguro nunca se va a saber quiénes fueron. (Abuelo) Era increíble que mi abuelo con solo mirarla por unos minu- tos haya podido dilucidar una hipótesis tan clara de cómo suce- dieron los hechos y como terminaría la historia, pero lo más increíble sucedió unos meses más tarde cuando nos enteramos que el caso se había cerrado siendo caratulado como “suicidio”, ahogando toda esperanza de encontrar a los verdaderos culpa- bles de aquel horrendo crimen. 66
FOTO 37: Mauricio Báez, en sus años de militar del Ejército Argentino. 67
FOTO 38: Cumpleaños de abuela Emiliana, junto a nietos y nuera. 68
FOTO 39: Don Mauricio Báez, montado a “Cachilo”, junto a un vecino. FOTO 40: Cuajada de Martín Erro. (Foto José Manuel Vázquez). 69
FOTO 41: Puente arroyo “Sarandí”, en cercanías a “Paso de las Piedras”. FOTO 42: Escuela N° 567 “Paso de las Piedras”, Paraje “Sarandí”. (Foto Gentileza: Juan Pedro Campo). 70
LA BICICLETA Farmacia Argentina FOTO 43: FARMACIA ARGENTINA. En la puerta de la Farmacia, con chaquetilla blanca, el Dr. René Borderes, a la izquierda de la imagen, el puesto de revistas del Sr. Gamarra. Esta imagen (FOTO 43) me trajo un recuerdo imborrable de mi infancia, aunque cuando la tomaron yo aún no había nacido y a juzgar por la imagen, que nos lleva a los años sesenta, estoy casi seguro que mi mamá en esos años debía ser una niña de seis o siete años. Para ponerlos en contexto del por qué hago alusión a mi in- fancia al ver una foto de cuando yo ni siquiera había nacido y más precisamente esta en particular, les contaré una pequeña historia que sucedió a mediados de los ochenta. En la vida de cada hombre existen momentos donde es nece- sario saltar etapas, esos pequeños charcos que te permiten ce- rrar algunos ciclos y comenzar otros. A esta altura de mi vida es más fácil para mi comprender esos pasajes inevitables, mi abuelo contaba que esos momentos en su época estaban muy bien marcados, cuando abandonabas los 71
pantalones cortos dejabas de ser un niño y comenzabas a ser un muchacho, hecho y derecho. Muchos años más tarde, en mi época de preadolescente, eso ya había cambiado, nosotros de chicos ya usábamos pantalones largos y eso no significaba de ninguna manera que fuera un sinó- nimo de madurez. En mi caso particular y creo que también en el de todos mis compañeros de la infancia, ese momento especial de mutación —por llamarlo de alguna manera— lo relacionábamos con otra situación muy singular. Nuestro sueño inalcanzable cuando pe- queño era ir en bicicleta al “Centro”, ya sea para ir a comprar algo o tan solo para ir a pasear. Esto que parece una tontería, a mis diez u once años era ese enorme charco que separaba al niño inocente del joven mucha- cho. Yo particularmente tenía varios impedimentos para llevar adelante ese cometido y para ser breve nombraré solamente uno; “no tenía bicicleta”. En mi casa el único que tenía una, era mi abuelo, aunque no era nueva, estaba muy bien cuidada, los frenos impecables, es- pejos retrovisores, un dínamo que conectaba a un faro en la parte delantera, una cartuchera donde guardaba las herramien- tas en la parte de atrás del asiento y una campanilla que se escu- chaba a lo lejos. Hoy la podríamos relacionar o comparar con una moto de gran cilindrada, porque era una máquina impresio- nante. Como era lógico no me la prestaba, aunque más de una vez yo se la había sacado cuando él dormía la siesta, para ir a algún lugar cercano a la casa. En mis escasos diez años, a consecuencia de mi contextura física pequeña, no podía sentarme en el asiento y pedalear de manera normal porque mis pies no llegaban a los pedales, tenía que pasar mi pierna por dentro del cuadro y así maniobrar, si un niño está leyendo esto le va a costar entender esa situación, pero 72
los que tienen un par de añitos más no necesitan mayor explica- ción. Mi abuelo era un hombre que hacía trabajos rurales y re- cuerdo que un día tuvo que irse al campo muy temprano y dejó su bicicleta a mi merced, con candado lógicamente, pero eso no era un problema para mí. No recuerdo exactamente qué me pidieron que fuera a bus- car a la “FARMACIA ARGENTINA”, esa era la oportunidad de mi vida, mi abuelo no estaba, yo tenía que ir al Centro y la bicicleta estaba a mi disposición. Pude conseguir la llave del candado, tomé la bicicleta y me fui a la farmacia, sin que nadie en mi casa lo pudiera advertir. Yo tenía dos objetivos, el primero y más importante era asegurarme que los demás chicos de mi barrio me vieran y el segundo era traer lo que me habían pedido. Pasé por la “Plaza Alvear” donde generalmente se juntaban mis amigos del barrio, por suerte algunos de ellos estaban ju- gando, podría jurar que me habían visto, pero trataron de fingir que no lo hicieron, recuerdo que hice sonar la campanilla mu- chas veces, de esta manera no quedaron dudas que ellos supie- ron que me iba al Centro en bicicleta y ya comenzaba a ser un héroe. En ese momento lo que realmente importaba era que mis amigos me vieran, propósito que ya estaba cumplido, después comprar lo que me pidieron, pero eso ya era una tarea menor. Llegué a la farmacia, y dejé la bicicleta apoyada en la ventana, de ahí la relación de mi historia con la foto, de no haber sucedido a mediados de los ochenta y si esa foto no hubiese sido de la década del sesenta, juraría que esa bicicleta en la ventana de la farmacia era la de mi abuelo. No recuerdo qué había ido a comprar, pero lo que si tengo presente es que lo que fui a buscar no había, por eso tardé me- nos de dos minutos dentro de la farmacia, cuando salí no vi la bicicleta en el lugar donde yo la había dejado, dudé de mi memo- 73
ria y comencé a buscarla por todos lados pensando que segura- mente no recordaba donde la había dejado o quizás que uno de los chicos de mi barrio me habría jugado una broma y me la había escondido. La desesperación se fue acrecentando y comencé a correr a lo largo y ancho de la Berón de Astrada. No sé cuantos minutos habían pasado hasta que finalmente me di por vencido. Volví llorando a casa y con la desesperación ni pensé en mis amigos que estaban en la plaza, a los cuales había presumido la bicicleta unos minutos antes. Esta vez fui yo quien trató de fingir no verlos, para evitar la vergüenza o cualquier tipo de broma. Procuré secarme las lágrimas antes de entrar a casa, llegué con un gran sentido de culpa y para completar mi mala suerte, mi abuelo ya estaba sentado en su banco petizo forrado con un cuero de oveja, tomando mate debajo del árbol de mora, obvia- mente ya se había percatado que le faltaba su bicicleta y no me quitó sus ojos de encima. Tomé coraje, no sé ni de dónde, fui caminando muy despacio donde él estaba, agaché mi cabeza y confesé lo que había hecho, le expliqué el porqué de esa travesura. Él era una persona tranquila, amable y respetuosa, pero sus cambios de conducta eran abruptos. Para que puedan entender a qué me refiero, yo lo vi usar, en defensa propia, ese cuchillo que llevaba en su cintura sin inmutarse y sin que le temblara el pulso, por eso y por tantas otras cosas era muy respetado en el barrio y ni hablar del temor que sembraba en nuestra casa. Cuando terminé de contarle lo que había pasado él me miró: —No importa, lo material se recupera, lo importante es que vos estás bien… Esto que acaban de leer es lo que yo esperaba que él me di- jera, pero para serles plenamente sincero no recuerdo que haya salido de su boca palabra alguna. Solo se limitó a usar la psicología infantil de aquellos tiempos; un rebenque de cuero crudo, trenzado, de ochenta o noventa 74
centímetros aproximadamente, que colgaba en la galería para estos momentos especiales, que te dolía con solo verlo. No voy a entrar en detalle, pero creo que de alguna manera aprendí la lección, esa fue la primera vez que fui al Centro en bicicleta, después de ese suceso desafortunado tuvo que pasar mucho tiempo para que me volviera el coraje de hacerlo nueva- mente, si la memoria no me falla la segunda vez que lo hice fue cuando estaba cumpliendo con el servicio militar obligatorio, ya casi a los veinte años. 75
FOTO 44: BOTICA – FARMACIA ARGENTINA. Berón de Astrada y Rivadavia FOTO 45: Interior de la BOTICA – FARMACIA ARGENTINA. 76
FOTO 46: Escritorio y Depósito de Productos Químicos y Especialidades. FOTO 47: Depósito General de Drogas. 77
FOTO 48: Yo y la bicicleta de mi abuelo. Es solo una imagen ilustrativa del cuento, de la bicicleta original no hubo ni habrá ninguna foto. 78
ÑE´ËNGATÚ A Mi Abuela Nonoca Con esta palabra de origen guaraní quiero recordar a mi abue- la materna, Conrada Felicita Mendoza, quien para nosotros siempre ha sido cariñosamente “Nonoca”. Ella nació el 6 de noviembre de 1926 en Curuzú Cuatiá, hija del italiano Domingo Casafiori y Doña Froilana Mendoza, de origen criollo. Sus primeros años los pasó junto a su familia en el Barrio Santa Rosa, se casó muy joven con Augusto Luciano Franco, mi abuelo, conocido en el pueblo como “Manzanita”, quien se desempeñaba como Peluquero del Ejército Argentino, con quien tuvo once hijos, en orden decreciente; Rosa, Genara, Aurora (Chita), Augusto Luciano (Tala), Eva, Valentina (mamá), Emilio y Alicia (mellizos), Juan Carlos, Susana Itatí y Norma Itatí (mellizas). En su segundo matrimonio con Manolo Quiroz volvió a tener mellizos; Mirta y Alberto (Tata), ellos fueron los últimos de ese grupo numeroso de hermanos. El abuelo Augusto, “Buchi”, era una persona de muy pocas pa- labras, resultaba muy raro escucharlo entablar una conversación distendida con alguien, recuerdo verlo sentado en soledad to- mando mate en silencio, claramente mi abuela estaba en la ve- reda opuesta, ella era una persona de largas charlas, tal era así que resultaba difícil seguir el hilo de sus conversaciones, hablaba de mil cosas a la vez, muchas veces no la podíamos interrumpir, ni tampoco daba tiempo a que lo hiciéramos, muchos de los nie- tos hemos pensado que a causa de ese torbellino incesante de palabras lo terminó traumando al abuelo y lo dejó sin habla, por eso él se retraía en la soledad y en el silencio de sus pensamien- tos. Uno de los pasatiempos de la abuela era el tejido, hacía carpe- tas para centro de mesa, guantes, boinas, pullover, bufandas, en fin, todo lo que estaba a su alcance y el otro era la “timba”, más 79
precisamente los juegos de cartas, “La Loba” si eran barajas francesas o “El Nueve” si eran españolas. Ambos hobbies tenían una relación directa, lo que tejía lo vendía para sus apuestas, de esta manera el juego no influía en sus arcas personales. Nosotros también ahorrábamos las monedas que juntábamos con los vueltos de los mandados (“mochadas”) para poder jugar con ella, otros con un ideal más empresarial vendían “pendor- chos” (jugo congelado), eran quienes hacían las apuestas más fuertes. Cuando no teníamos plata, la abuela sacaba de su cartera un puñado de moneda y nos regalaba para que jugáramos con ella, en realidad el fin era pasar el rato y divertirnos. Sucedía con ella algo que no es tan común, los hijos y nietos nos peleábamos para que estuviera con nosotros, nos gustaba disfrutar de su presencia, de sus charlas, cuando estábamos abu- rridos, de la nada contaba alguna historia o sacaba de su cartera un mazo de cartas y todos nos reuníamos a su alrededor. Era difícil aburrirse si disfrutábamos del regalo de su compa- ñía, aunque a su edad se había transformado en una persona nómade, no le gustaba quedarse mucho tiempo en un solo lugar, le gustaba ser “visita”, así recorría las casas de todos sus hijos e hijas o nietos los que se encontraban dispersos por todo el país. Tenía un amplio sentido del humor, muy ocurrente, solamen- te ella podía juntar a toda la familia en Semana Santa alrededor de una mesa, todos sus hijos viajaban para esa fecha con el solo fin de jugar al nueve, compartir comidas y largas charlas que se extendían por varios días, quizás más de una semana. Ella utilizaba frecuentemente en su lenguaje cotidiano pala- bras muy recurrentes de origen guaraní. La que más recuerdo es la que utilizaba para referirse a mí; “ÑE´ËNGATÚ”. En una traduc- ción literal y rápida podría interpretarse como; charlatán, habla- dor, chamullero, embaucador, embustero, etc… Aunque en realidad no se trata solo de las personas que ha- blan solamente para romper el silencio, su verdadero significado es aún más profundo, se refiere a quienes tienen un dominio 80
profundo de la retórica para hablar de forma elegante y con corrección con el fin de deleitar, conmover o persuadir a quien lo escucha, en pocas palabras es aquel que “habla bonito”. Como otro detalle en mi defensa les dejaré un dato histórico, antiguamente en las tribus guaraníes el “rubichá” o cacique, no daba órdenes a sus súbditos, sino que debía convencerlos cuan- do requería sus servicios, para ello debía ser un verdadero “ÑE´ËNGATÚ”, un conocedor de la palabra y la utilización de ella, para persuadir a sus hombres y conseguir lo que necesitaba de ellos. Entonces, si bajo su mirada yo era “ñe´engatú”, más que una ofensa era un halago y un mensaje premonitorio para este des- tino que me llevó hacer de la palabra un rio de desahogo emocio- nal. Hoy doy gracias a Dios por este don, o esta posibilidad, de poder manifestar mis sentimientos por medio de las letras, aunque muchas veces cuando pienso en ella, me entristece saber que mi capacidad de escritor es muy limitada, porque por más que me esfuerce escarbando en lo más profundo de mi ser, buscando algún arrebato exultante de verborragia, no puedo encontrar palabra alguna que pueda expresar cuánto extraño a ese ser maravilloso. 81
FOTO 49: “Nonoca”, Felicita Conrada Mendoza. 82
FOTO 50: Abuela “Nonoca”, Sandra, Carlos y Darío Mancuello. 83
FOTO 51: Susana Mendoza y abuela “Nonoca”. FOTO 52: Abuela “Nonoca” junto a hijos y yernos. 84
FOTO 53: Junto a su hija Valentina Franco y bisnieta Juliana Cañete. FOTO 54: Abuela “Nonoca” y bisnietas; Agustina, Marcia y Juliana. (En su cumpleaños número ochenta, 6/11/2006). 85
ALMACÉN “1° DE MAYO” Pedro Juan Dal Lago Uno de los negocios que podía presumir de gran fama a mediados del siglo XX en Curuzú Cuatiá era el almacén de ramos generales “1° DE MAYO” de don Pedro Dal Lago y Doña Rosalía Fagoaga, ubicado en la esquina de Rivadavia y Berón de Astrada. Rosalía Fagoaga, doña Rosa, nacida el 4 de septiembre de 1901 en Curuzú Cuatiá, tuvo dos hermanas a quienes cariñosa- mente la conocían por “Pancha” y “Chicha”, su único hermano se llamó José Fagoaga, dueño de la conocida Panadería y Confite- ría “La Rosada del Norte”, ubicada en la esquina de Berón de Astrada y Juan de Vera (hoy Farmalap). Pedro Juan Dal Lago, nacido el 18 de abril de 1901 en la ciudad de Esquina (Corrientes), cuarto hijo del matrimonio de Cayetano Dal Lago y María Luisa Fini. Según consta en su Libreta de Enrolamiento por haberle correspondido el N° 1560 en el sorteo de la clase 1901, debió cumplir con el Servicio Militar Obligatorio desde el 13 de marzo hasta el 1 de noviembre de 1922, en este documento también indica su cambio de domicilio a la ciudad de Curuzú Cuatiá el 6 de marzo de 1924. En el año 1927 contrae nupcias con Rosalía Fagoaga con quien tuvieron cuatro hijos¸ María Luisa (Titina), nacida el 31 de enero de 1928 y fallecida en 1929 de diarrea estival, consecuencia de una epidemia de esta enfermedad, con un poco más de un año de vida; Juan Carlos (Cacho), nacido el 4 de febrero de 1930; Julio César (Coco), nacido el 1 de febrero de 1932 y Miguel Ángel (Miguelito), nacido el 22 de febrero de 1939. El 1° de mayo de 1929 el matrimonio Dal Lago – Fagoaga abren el almacén de ramos generales “1° de Mayo” que funcionó durante 45 años en la esquina de Berón de Astrada y Rivadavia (hoy Magnum Vestir Sport). 86
En el año 1941, Hipólito Víctor Manuel Dal Lago (Negro), de 12 años, nacido el 15 de abril de 1929 en Esquina, hermano me- nor de Don Pedro, quien ya contaba con 40 años de edad, tras el fallecimiento de su madre, fue a vivir a casa de don Pedro y doña Rosa, su cuñada, lo crio como a un hijo más. Por eso muchos creían que era el hijo mayor del matrimonio. Por aquellos años el almacén de ramos generales, con sus paredes de ladrillo, mostradores de madera y estanterías hasta el techo era un sitio de abastecimiento, encuentro social y cultu- ral, con un rol fundamental en el proceso de crecimiento de la ciudad, con el correr del tiempo se convirtió en un refugio de historias y anécdotas, que la nostalgia reflota y mantiene viva en la memoria. Muchos aún recuerdan su mesa de queso, un gran atractivo visual donde se exhibía una gran variedad que deleitaba hasta el paladar más fino, la cual no fue superada por ningún almacén, tampoco por ningún supermercado de la actualidad. El local se cubría de gran popularidad en Semana Santa por la venta del rico bacalao, los cuales venían disecados importados de Noruega, conservados en sal dentro de cajones de madera con interior de chapa, luego se los hidrataba en agua para su venta. El café colombiano era otro imán para sus clientes, venía en grandes bolsas de granos y si alguien lo pedía, Don Pedro lo molía a la vista de todos. El tostado se hacía en el patio de su casa, en una máquina fabricada por él mismo, el olor inundaba el pueblo, era parte del mágico paisaje invisible de aquellos años. También se vendía pan y se elaboraban sándwich de miga, de milanesa y otras variedades que eran el deleite de viajantes, alumnos del Colegio Nacional y de la Escuela de Artes y Oficios. Don Pedro, un comerciante visionario, trajo las primeras latas de cerveza marca Bieckert, lata azul y logos dorados, cuando esta bebida aún no era de gran demanda por esta zona, además poseía una amplia gama de vinos franceses y wiskis, junto a gran variedad de bebidas importadas de Inglaterra. 87
Los chicos se hipnotizaban con la gran cantidad de latas de galletitas y golosinas. El magnífico negocio funcionó de manera ininterrumpida du- rante 45 años, cerrando sus puertas definitivamente en el año 1974, al jubilarse don Pedro y doña Rosa. El cierre no pasó desapercibido, se realizó una gran cena en las instalaciones del Hotel de Turismo organizado por sus clien- tes y vecinos. Durante los 45 años que funcionó el negocio, el local se lo habían alquilado a la familia Villar, descendientes de quien fuera excombatiente de la Batalla de Pago Largo en el año 1839. Don Pedro giraba mensualmente el monto del alquiler y los herederos del propietario al ver el apego por el local decidieron vendérselo en cuotas, pero él no accedió, alegando que “prefería dormir tranquilo y no tener deudas”. En los recodos de aquellos años felices quedaron perdidas algunas costumbres que eran la esencia de nuestros abuelos, ellos no necesitaban papeles ni contratos, el valor de la palabra empeñada estaba por encima de cualquier documento legal. Hoy es incomprensible creer que ellos “fiaban” por plazos de seis meses o un año, las deudas se pagaban muchas veces con novi- llos o lo que se recaudaba en las esquilas. El matrimonio de don Pedro y doña Rosa en el año 1977 cele- braron sus bodas de oro, cuando ya disfrutaban de su merecida jubilación. Pedro Juan Dal Lago falleció en el año 1978, durante el mun- dial de fútbol. Doña Rosalía Fagoaga falleció el 3 de septiembre de 1997 y su cuerpo fue despedido el mismo día de su cumplea- ños número 96. Afirman sus hijos y nietos que ser honestos, honrados y soli- darios fue la mejor herencia legada por el feliz matrimonio. 88
HIJOS Y NIETOS DE DOÑA ROSA Y DON PEDRO +Juan Carlos (Cacho): Profesor de Dibujo en Colegio Nacional, periodista, locutor, gerente del CIRSE (Circulo de Suboficiales del Ejército), nació el 4 de febrero de 1930 y se casó con +Nilda Elena Borda (Nandy). Ambos tuvieron dos hijos Claudio Alejandro (Militar) y María Fernanda (Docente). +Julio César (Coco): Profesor de Educación Física, radicado desde muy joven en Buenos Aires, se casó con Leda Safigueroa, profesora de Educación Física. Tuvieron tres hijos; Julio Esteban, Miguel y José Luis Dal Lago. Miguel Ángel Dal Lago: Médico, nacido el 22 de febrero de 1939, se casó con Susana Grazzini (Docente) con quien tuvo dos hijos; María Constanza (Profesora de Biología), radicada en Corrientes Capital y Enrique Pedro Miguel (Administrador de Empresas agropecuarias). +Hipólito Víctor Manuel (Negro): Viajante, fue su hermano, pero criado como un hijo más, nació el 15 de abril de 1929, se casó con Felisa Fernández (Profesora de Matemática), tuvieron dos hijos; Víctor Manuel (Médico), radicado en Buenos Aires y Gloria Teresita (Docente), radicada en Corrientes Capital. Aclaración: + (indica fallecidos). 89
FOTO 55: Pedro Juan Dal Lago (1926). 90
FOTOS 56 y 57: Libreta de Enrolamiento de Pedro Juan Dal Lago. 91
FOTO 58: Casamiento de Pedro Juan Dal Lago y Rosalía Fagoaga (1927). 92
FOTO 59: Almacén de Ramos Generales “1° DE MAYO”. Rivadavia y Berón de Astrada. FOTO 60: Pedro Juan Dal Lago en el interior del almacén “1° de Mayo”. 93
FOTO 61: Doña Rosalía Fagoaga (Rosa) con su hija María Luisa (Titina)-1928. 94
FOTO 62: María Luisa Dal Lago (Titina)-1928. 95
FOTO 63: Bautismo de Fernanda (Nieta de Doña Rosa y don Pedro)- 1964. Arriba: Felisa (con Medalla en brazos). Negro, Cacho, Nandy, Coco y Leda. Sentados: Cheli (hijo de Felisa y Negro), don Pedro y doña Rosa con Fernanda en brazos. En el piso: Julio (hijo de Leda y Coco), Claudio (hijo de Cacho y Nandy) y Miguel (hijo de Coco y Leda). 96
FOTO 64: Doña Rosa y don Pedro junto a su hijo Miguel (1965). 97
FOTO 65: BODAS DE ORO DE DOÑA ROSA Y DON PEDRO (1977). Leda, Coco, Nandy, Cacho, don Pedro, doña Rosa, Miguel y Susana. FOTO 66: BODAS DE ORO DE DOÑA ROSA Y DON PEDRO (1977). Julio César (Coco), Juan Carlos (Cacho), don Pedro, doña Rosa y Miguel. 98
FOTO 67: CUMPLEAÑOS 80 DE DOÑA ROSA (1981). Desde Izquierda: Negro, Coco, Cacho y Miguel (sentado junto a doña Rosa). 99
FOTO 68: CUMPLEAÑOS 85 DE DOÑA ROSA (1986). Arriba: Cacho y Miguel. Abajo: Doña Rosa y Coco. 100
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