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LOS HOMBRES DEL FIN DEL MUNDO

Published by lucenavalencia, 2020-04-26 19:26:54

Description: LOS HOMBRES DEL FIN DEL MUNDO

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Los hombres del fin del mundo Soloman 2013

“Omnia sunt possibilia credenti” / “Todo es posible para el que cree” 2

Contenido 4 Londres 33 La Formación Morrison, 1999 43 Nueva York 66 Bogotá 104 Ciudad Perdida 170 Epílogo 173 Reconocimientos 3

Londres 4

Harrison Newell llevaba escasos quince minutos frente al computador cuando timbró su teléfono. Dejó escapar unos sonidos guturales de inconformismo, al tiempo que miraba el aparato inalámbrico. Estaba dispuesto a no contestar, a olvidarse del mundo exterior si fuera preciso, pero la insistencia del timbre no lo dejaba reanudar la tarea. Afuera, el fuerte invierno caía sobre la ciudad y sobre el ánimo de las personas que se atrevían a desafiar la furia de la naturaleza. “No pueden dejarme ni un minuto tranquilo”. Harrison torció la boca, fastidiado, después de aumentar un poco la potencia de la calefacción. “Si no contesto se me van a reventar los oídos”. La voz que escuchó al descolgar el auricular le hizo dar otra mueca, pero esta vez de alegría. —¡Tío, esta sí es una verdadera sorpresa! —Hola, hijo. Así es. Aunque no creas que fue fácil ubicarte. Por fortuna en tu Universidad aún tengo algunos amigos. Harrison inclinó todo el peso de su cuerpo en el espaldar de la silla. La última vez que tuvo noticias de su tío fue a través de los medios de comunicación cuando anunciaban el inicio de unas excavaciones en Nuevo México. Sin embargo, no pudo dejar de sentir una emotiva palpitación. —¿Cómo estás, qué haces? ¿Te ganaste otro premio? ¿Estás acaso en la ciudad? —dijo con voz atropellada. —Me gustaría decirte que sí, hace tiempo no piso la tierra del Támesis... Y quién sabe si vuelva a hacerlo —comentó con un dejo de melancolía. —No digas eso. Esta tierra también es de amigos, y tú eres un ciudadano ejemplar. De verdad, ¡qué sorpresa escucharte! —Gracias, Harrison, sabes que pienso lo mismo... —el hombre pareció tomar aire para continuar—. Disculpa que no entre ahora en protocolos familiares después de tanto tiempo sin hablarnos, pero debo contarte algo que no da espera. 5

Harrison se pegó el auricular a la oreja. Tosió nerviosamente. Su voz se tornó un tanto temblorosa. —Oye, me estás asustando… —Lo lamento. Y perdona de nuevo que llegue de este modo a alterar tu tranquilidad. Pero te he de pedir que no me interrumpas porque de momento no puedo extender mucho mis explicaciones, o mejor, ahondar en ellas. Harrison imaginó las peores cosas: tenía diez años cuando su tío entró a la casa, en Fort Wadswoth, con la cara más larga que jamás hubiera visto, le pidió que se sentara en la poltrona de la sala y, con lágrimas en los ojos, arrodillado, le contó que su madre acababa de morir en el hospital a raíz del mal que la aquejaba. Hasta ahí les llegó la vida juntos, pues Margaret (quien criaba a Harrison y apoyaba al hermano incondicionalmente) era el centro de aquella familia, compuesta por tres miembros desde que sus abuelos perecieron en un accidente automovilístico. Desde entonces el hielo que se formó entre Harrison y James pareció provenir de aquella muerte, de la dolorosa ausencia de Margaret. Un hielo comparable a la extensión del mar que ponía distancia entre Estados Unidos y Gran Bretaña. —Hijo —continuó—, acabo de hacer uno de los mayores descubrimientos de la historia, si no es acaso el más importante de todos. He descifrado, muy a mi pesar, las claves que sostienen la creación y la destrucción de la naturaleza; en otras palabras, la destrucción de la humanidad —esta última frase la dijo como si fuera una burbuja de aire saliendo de su boca, desgarrando todo a su paso—. Harrison, para decírtelo de otra manera, los Elementos que rigen la vida en la tierra están a punto de perder su equilibrio natural, poniendo toda forma de vida en inminente peligro. Sí —se apresuró a decir—, sé que esto suena muy descabellado, lo sé, incluso yo dudé al comienzo, no creas que lo que te cuento es producto de una mera meditación o de una imaginación desbordada… Esto va más allá de nuestro común conocimiento… Y aunque quisiera 6

contarte todo de una vez, reconozco que debo ser cuidadoso con cada cosa que digo. Por eso te llamo, necesito que estés aquí, ahora mismo; lo que viene solo puede ser compartido con una persona de mi entera confianza. Y nadie mejor que tú, hijo, nadie. Harrison pareció entrar en un agujero negro. Advertía la respiración de su tío en la oreja; una respiración forzosa, como escapada de lo más profundo de un caracol; y sentía también que algo no estaba en su lugar. ¿Cómo creer aquello que escuchaba? De golpe, suena el teléfono y al otro lado de la línea está su tío con el que no tiene contacto desde hace algunos años, y aparece con una historia digna de un programa de ficción, pidiendo ayuda como si alguna vez lo hubiera hecho. El viejo antropólogo podría estar perdiendo la razón o encontrarse desesperado ante la inminente soledad. O quizás los remordimientos del tiempo perdido lo estaban azotando y quería reivindicarse. Miró el teclado del ordenador en un efímero deseo de acomodar sus ideas. —Lo que me cuentas me deja sin palabras —respondió como aturdido—. Pero no puedo ni sé cómo ayudarte. Y menos ahora cuando estoy metido de lleno en la tesis de mi maestría, sabes bien cómo es eso. Y sobre todo, perdóname tú, pero no creo ser la persona que necesitas. Lo siento. —Harrison Newell, esto es en serio —la voz del tío tenía un don camaleónico. Esta vez no estaba dispuesto a ceder, aunque para ello pareciera autoritario o caprichoso—. No sé cómo vas a hacer pero deben estar llegándote los pasajes. Harrison, yo sé que nuestras vidas comparten una brecha que cercena las entrañas como garfios; que nunca hemos dado nuestro brazo a torcer ni hemos pretendido necesitarnos; que nunca tuviste mi apoyo ni mi palabra cuando te volvías un hombre en un país donde nadie te reclamaba; pero ahora me veo abocado a decirte que te necesito, libre de orgullos o prejuicios que tanto mal nos han hecho. Te lo digo con el corazón. 7

El sonido de la llamada al interrumpirse después de un expectante silencio, marcó el final de la conversación. En la cabeza de Harrison las palabras de su tío parecían expandirse como una onda en un estanque de aguas mansas. Después de superar un poco la turbación y de moverse en la silla sin ningún control, apagó el ordenador y acomodó, en uno de los cajones del escritorio, los documentos de consulta con los cuales moldeaba su tesis. Pensó en llamar a Marieth, refugiarse en ella para asimilar mejor los ecos que aún llegaban a su cerebro, pero algo en su interior, como voz o sexto sentido, lo conminó a guardar prudencia, a detenerse, pese a que no sabía qué podía o debía esperar. Por un instante pensó en las cosas que lo unían a su tío, pero eran recuerdos tan vagos como una línea divisoria que observara alguno de sus antepasados, que casi, como sobresaltado, se incorporó para encaminarse al cuarto oscuro de fotografía donde revelaría las diapositivas tomadas la tarde del día anterior en el centro de Londres. Acaso la fotografía constituía la única herencia familiar que hacía suya, que no consideraba inútil; por eso tenía un estudio completo en el apartamento, desde cámaras convencionales hasta digitales que capturaban con nitidez imágenes aún en movimiento a más de trescientos metros. La Casa ficticia-museo de Sherlock Holmes y el Museo de cera de Madame Tussaude, habían sido el centro de la lente. En las fotos, Marieth, asumía posturas cómicas que contrastaban con la arquitectura de los lugares escogidos. Sus pocos encuentros podían resumirse en visitar algunos centros históricos y en estar metidos en la cama viendo televisión hasta las primeras horas de la mañana. La densa niebla que parecía germinar del fondo del Támesis, arreciaba en cada panorámica como un telón de camaradería. El timbre del apartamento lo sacó de aquella fascinación visual. “¿Y ahora qué?” Dirigió una arisca mirada hacia la puerta, como si pudiera observar a través de ella. 8

Depositó con cuidado las postales y algunos negativos sobre la mesa de trabajo. Esperó que volvieran a llamar antes de abrir. —¿El señor Harrison Newell? Un hombre blanco y delgado como el espagueti leía su nombre en el rótulo de un sobre. —Sí. Con él. El hombre de la empresa de correos, refinadamente uniformado, lo miró de pies a cabeza como si con ello corroborara su identidad. —Fírmeme acá, por favor. Harrison estampó su particular firma, una especie de doble vocal, abierta, ascendente, que en nada hacía referencia a su nombre pero que le estimulaba el ego. Era como si quisiera decir algo, dejar escapar un grito de inconformismo o de temor que reverberaba en sus entrañas pero que de algún modo también quisiera ocultar. Un presagio lo invadió. Contempló el sobre en las manos como dudando del contenido o de si fuera él el verdadero destinatario. Después de cerrar la puerta rasgó la envoltura por un lado y extrajo un pequeño documento. Ya no quedaba duda: Allí, en las manos, sostenía el pasaje en vuelo de primera clase a los Estados Unidos. Vuelo 15176 de Continental Airlines. Puesto No. 8. Salida a las 11:00 horas. James Portman, templado como un roble de 55 años, bajo una aureola impasible otorgada por la soltería y su fascinación por la academia y el pasado que escrutaba, colgó la bocina del teléfono a la vez que tomaba con fuerza una bocanada de aire. Su expresión, más que vacilante, era lúgubre, como una zona pantanosa donde se ha instalado la neblina. Tal vez se había apresurado a llamar a aquel olvidado sobrino, ahora un Harrison Newell adulto, maduro, 9

enfundado en una sutilísima línea inglesa; pero dadas las circunstancias no encontraba a nadie más en quien confiar, aunque con ello terminara involucrando a la familia. Para él tampoco era fácil llamar a Harrison de la noche a la mañana y contarle una historia como extraída del fondo de una botella, lanzada quizás a la deriva desde algún punto celeste. Sin embargo, había dado el paso, y ya nada podía detener el orden de las cosas. Su disposición era enhiesta. Era claro que el mundo estaba y ha estado en constante peligro, y que son muchos los que han vaticinado el día final, pero ese también era el riesgo de querer transmitir su hallazgo o, al menos, la conclusión a la que él y sus colegas llegaron después de varios años de investigación. Tenía un sabor amargo en la boca, de esos sabores que dejan los malos presentimientos, de esos sabores que quedan cuando se ha bebido una pócima de hierbas verdes trituradas sin ningún endulzante, pero el riesgo en su vida era una constante desde el día que decidió continuar adelante en busca de la verdad. Además, aún no le revelaba a Harrison los aspectos más notables del descubrimiento. Ya se los enseñaría con lupa, le describiría cada huella, los puntos altos y bajos de aquello que se le había presentado tan repentinamente para reconsiderar su vida, antes y después. Más que una mano fuerte, necesitaba una mano firme y de confianza, y nadie mejor que Harrison. Después de todo la sangre llama la sangre. Solo quedaba esperar. 10

Al coronel Way le temblaban las manos mientras escuchaba la grabación. Tenía puesto los auriculares y parecía no dar crédito a lo que oía. Movía sus ojos de un lado a otro como si oscilaran dentro de dos cuencas vacías. Devolvió la grabación y escuchó de nuevo, pronunciando cada palabra en voz baja, repitiéndolas como quien desea aprender de memoria una letanía. Su regocijo le hacía hervir la sangre. Finalmente detuvo la grabación, victorioso, y dejó los auriculares al lado de la máquina electrónica, no sin antes cerrar los ojos y suspirar hondo, como si quisiera abrirse un hueco en el pecho de puro júbilo. Todo salía conforme a sus planes desde que decidió vigilar al hombre con el que alguna vez trabajó en un proyecto para el gobierno. Ese hombre del cual ahora reconocía la voz. Way tomó un sorbo de agua mineral que tenía servida en un vaso. Cada pensamiento le iluminaba el rostro, se exteriorizaba en las dos arrugas de su frente, como placenteras orugas sobre una hoja grande aunque agrietada. Sin soltar el vaso de la mano, dirigió sus pasos a la biblioteca a través de un espacioso vestíbulo. Quería apreciar y sentir de nuevo esa validación de su pensamiento: La gloria y el poder. Se ufanaba de ser lo que era, o mejor, de haber alcanzado un alto cargo durante el gobierno de George W. Bush; de los reconocimientos y diplomas que adornaban los muros de su casa en una especie de abrigo idílico; pero nada más, porque siempre pensó con sus laureles de militar encima del hombro, bañándolo en soberbia, sin ir por las ramas sino directo al tronco, a la raíz, a escarbar la tierra con sus manos sin detenerse en la amenaza o en el golpe dado, olvidando que su esencia era la de un hombre, un simple hombre que tarde o temprano terminaría en una fosa de tierra o de cemento. Cada pisada suya sobre el piso alfombrado contenía un ritmo marcial que apabullaba, que encendía odios y furibundos murmullos. Muy dentro de sí, parecía estar escuchando los cantos de boca de aquellos pelotones 11

que estuvieron bajo su mando. Era de los militares que consideraba que los entrenamientos debían ser tan fuertes que la guerra resultara un juego. Eran cerca de las diez de la noche y ya en la calle podía reconocerse una ciudad somnífera. Las luces encendidas en algunas viviendas anunciaban una cena o un encuentro de amigos en las cartas. Al coronel Way esa vida le fastidiaba. No era un hombre social ni de familia, y escuetamente asistía a eventos más por protocolo que por gusto propio. Alguna vez estuvo casado pero poco tiempo después se separó porque no toleraba que la mujer le reclamara tiempo, espacio, y que quisiera ostentar el mismo grado suyo como si ella fuera la militar. Sin hijos, gozaba ya de una agraciada libertad. “Seré invencible”, murmuró a medida que cruzaba el vestíbulo. La luz apagada en el cuarto de Amok (el único empleado y la mano derecha en aquellos giros oscuros), lo tranquilizó. No quería interrupciones ni nadie que fisgoneara por ahí, por más confianza que le tuviera. Aún en casa continuaba siendo un hombre reservado, completamente militar, ajeno a cualquier atisbo de buen humor. La puerta de la biblioteca estaba construida en madera de caobo. En los pulidos acabados podían apreciarse innumerables figuras que recordaban los grabados de tumbas antiguas. Al interior, lo primero que llamaba la atención no eran los más de cinco mil libros guardados en cómodas repisas, sino una enorme pintura que colgaba en lo alto de la pared de fondo: La imagen de un hombre con armadura y capa blanca, montado sobre un colosal caballo que no retrocede ante el ataque de una especie de dragón. Ya en el interior de la biblioteca, se detuvo frente a uno de sus libros favoritos: Sobre el Origen del Mundo. Éste tenía en el lomo una bella inscripción con hilos de oro. Lo había leído al inicio de la carrera militar, y desde entonces quedó impregnado de la fuerza, la vitalidad y la profunda reflexión aplicada al principio del conocimiento de sí mismo. Dicho sea, no solo actuaba como un amuleto sino que lo alimentaba 12

cada vez que tenía sus extrañas ansiedades. Con una ágil mirada repasó uno a uno los títulos de los libros que reposaban en aquella sección de la estantería y que reflejaban sus extravagantes convicciones: La exégesis del alma, Hipotástasis de los Arcones, El pensamiento de Norea, Apocryfón de Juan, Testimonio de la verdad, Testimonio para los egipcios, Apocalipsis de Pablo, Apocalipsis de Pedro, Evangelio de Tomás, Evangelio de Felipe, Evangelio de María, Evangelio de Judas, El libro secreto de Santiago, Carta de Pedro a Felipe. Pero era Sobre el Origen del Mundo el libro que buscaba. Al levantarlo, quedó al descubierto la figura de un pequeño círculo grabado en la madera, en cuyo interior se cruzaban una pistola y una espada. El coronel Way contempló entonces el anillo que llevaba puesto en el dedo anular de la mano izquierda. La nítida imagen de cuando fue expulsado de La Serpiente Roja lo golpeaba tan profusamente, que no estaba dispuesto a perdonar tal afrenta aún en la tumba, por eso disfrutaba la cercanía de lo que consideraba su venganza. El anillo fue lo único que se negó a entregar. El anillo que lo hacía miembro de la fraternidad. Sin más demoras lo incrustó con cuidado en la madera. Encajó a la perfección, como si fuera su molde. De inmediato, la estantería se corrió para dar paso a una urna de cristal. Allí dentro, sobre un distinguido paño verde, examinó el objeto que por varios años guardó con ostensible celo. “Qué bello. Dentro de poco podrás demostrarme lo que haces”, murmuró con jactancia. 13

Londres ha sido una ciudad asfixiada por un imperialismo histórico que todos los habitantes conocen pero que la mayoría no comparte. Quizás el estigma de que el gobierno Inglés y el de los Estados Unidos están unidos para hacer frente a lo que llaman la “liberación del mundo”, sea un peso demasiado incongruente para su memoria. Como un recuerdo de ese peso las calles quedan sepultadas por un frío alegórico. Harrison abordó el Circie Line para atravesar la ciudad. Marieth trabajaba como coordinadora de la Oficina de Servicio Turístico del Museo de Londres, y tras una rápida llamada Harrison acordó pasar a verla antes del viaje. En menos de tres horas debía estar en el Aeropuerto. Marieth no pudo contenerse: —No puedo creer todavía que vayas en busca de un tío con el que poco has hablado en la vida. Es una locura lo que te cuenta. —Tampoco yo puedo creerlo. Pero, ¿y si él tiene razón? ¿Si el mundo está por entrar en una hecatombe natural? Pensar que Harrison salía corriendo sin saber aún si era o no real la historia, sin saber lo que planeaba James Portman, no dejaba muy contenta a Marieth. El abrigo de cuello alto la hacía ver más seria en su protesta. —¿Y qué vas a hacer? Tanto tú como tu tío James no van a solucionar nada. Lo mejor es que lo hagas entrar en razón de que solo las autoridades pueden ayudarlo, si es que escuchan semejantes disparates. Harrison cruzó los dedos sobre el regazo. —Marieth, también sé que tienes razón, pero esta vez siento que James me necesita. Estos pasajes me dicen que no es una simple rabieta o un juego de viejo. Hay desesperación por algo real. Marieth tampoco estaba dispuesta a ceder. Era obstinada en sus ideas. 14

—¿Y tu tesis? ¿Vas a tirar todo? Mi tesis esperará. Ya envié una carta a la Universidad de Cambridge solicitando una prórroga. Si percibo que lo de James es una locura, regreso de inmediato. Pero lo menos que puedo hacer es escucharlo. Recuerda que es mi único pariente, así no hablemos a menudo. —¿A menudo? Dirás mejor que nunca. —Bueno, en eso tienes razón. Pero nada pierdo al escucharlo. —Mira, Harrison, si… De un momento a otro, algunos turistas que recorrían las instalaciones del Museo dejaron escapar exclamaciones de angustia y terror. En medio de la gente, alguien escuchaba a través de un pequeño intercomunicador que un tsunami de proporciones apocalípticas arrasaba con varias costas de más de cinco países, en el Océano Índico. La noticia de última hora anunciaba que los efectos serían desastrosos no solo para esa zona sino para el mundo. El meteorólogo Christopher Lindzen, del prestigioso MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts), entrevistado por la cadena radial, decía que nunca se había visto algo tan impredecible y poderoso, pues era común que pequeños tsunamis ocurrieran en el Océano Pacífico debido a que en él se encontraba el Cinturón de Fuego, la zona más activa del planeta por este tipo de fenómenos, pero nada había en el Océano Índico que pudiera medir tal desastre. Harrison y Marieth, que habían llegado hasta los corrillos en una de las salas, escucharon con desconcierto lo que decían en la radio. —No sé si sea una simple coincidencia —exclamó Harrison de manera atropellada—, pero presiento que está conectado con lo que dice James. Marieth también estaba perpleja. —Quizá no esté tan loco como pienso —dijo sin más cuestionamientos. 15

Por la cabeza de Harrison pasaban imágenes como en una cinta cinematográfica. De la incredulidad pasó al temor: temor de que las palabras de James Portman fueran tan reales como lo que estaba sucediendo en esa región del mundo. Sin embargo algo le produjo una leve indulgencia: si James había recurrido a él era porque había una salida, o al menos una luz. Tenía entonces que buscarla. La despedida, más que un desencuentro, pareció fundirlos en un abrazo compulsivo, como si cada uno quisiera entrar en el cuerpo del otro. Harrison abordó un taxi a la salida del Museo. Rumbo al Aeropuerto, comprendió mejor que la noticia del tsunami tenía conmocionado al planeta entero. El meteorólogo Lindzen, que continuaba hablando por la radio, aclaraba en el momento que un tsunami poseía mucha energía y que esta dependía de la altura o amplitud de onda y velocidad. —La energía total descargada sobre una zona costera depende también de la cantidad de picos que lleve en el tren de ondas, y al parecer este tsunami tenía siete picos —decía como dando una cátedra. El geólogo enfatizaba que el mundo debía prepararse para enfrentar una serie de fenómenos naturales nunca antes vistos—. La falla de San Andrés es más que una sutura entre México y Óregon. El conductor del taxi rompió el silencio. —Es el Apocalipsis, señor. ¡El Apocalipsis! La espesa niebla amarilla que a esa hora invadía las calles de Londres, daba la sensación de eso. 16

Al otro lado del hemisferio, en Nueva York, frente a un frío escritorio, James Portman tomó un papel y escribió lo que necesitaba decirle a Harrison, dadas las circunstancias. Un hombre como él no podía permitirse cometer más errores. Harrison era el familiar más cercano y por tanto debía ser más precavido. Preparó una taza de café oscuro, sin azúcar, para sentarse a beberlo frente al televisor. Con algo de esfuerzo se quitó los zapatos y cruzó las piernas. La CBN transmitía las imágenes de la catástrofe: Hombres, mujeres y niños eran atrapados por las olas, estrellados y aplastados a medida que se adentraban en tierra con una fuerza descomunal, más allá de cuatro kilómetros; las olas tenían el color del lodo y de la muerte; los testimonios de los sobrevivientes eran angustiosos; los niños habían llevado la peor parte. El mar parecía querer tragarse todo, limpiar de sus costas lo que no le pertenecía, retornar al principio del principio. En sí, el tsunami, con epicentro en la costa norte de la isla de Sumatra, había provocado múltiples réplicas, devastando regiones costeras de ocho países asiáticos. El reporte televisivo anunciaba más de 300.000 muertos y otros miles de desaparecidos. “Está comenzando”, pensó angustiado James Portman. “Pero por el momento no puedo hacer más movimientos. Espero que cuando lo haga no sea demasiado tarde”. Fue a la mesa donde reposaba el teléfono móvil. Buscó en la agenda un número. Marcó. El teléfono al que llamaba enviaba la señal al buzón de mensajes. “Apagado”, dijo para sí, frunciendo el ceño. Marcó de nuevo. Esta vez dejó el mensaje. 17

Las políticas de seguridad del Pentágono han sido y serán siempre rigurosas, sobre todo teniendo en cuenta que los Estados Unidos están en la mira de los grupos extremistas que ven en ellos no solo al enemigo más odiado sino al país que se cree con obligación perenne de quitarles desde el derecho a la libertad hasta la vida misma, justificando unas razones que conducen a una barbarie, a una tiranía ensordecedora, peor que la que combaten. Y esas políticas de seguridad se habían acentuado tras la destrucción de las torres gemelas del Word Trade Center en Manhattan. Un hecho que marcó la memoria colectiva de toda una nación, de un pueblo que por primera vez sintió con fuerza la expansión del terror. Al coronel Way no le hizo gracia alguna los requerimientos del robusto guardia, toda vez que era un militar retirado y que gozaba de un alto prestigio entre los mandos militares. Con gesto de superioridad continuó su camino. Parqueó el vehículo en el lugar de los visitantes con cierta desazón, porque él se consideraba parte íntegra de cuanto allí existía. Las cinco franjas del pentágono siempre le habían producido una devoción muy especial: “Hasta en la cuna de los militares con más poder en el mundo los símbolos tienen su corte”. Way también pensaba que la famosa “zona cero” no debía existir al interior de la mole, porque no consideraba pertinente que hubiese un lugar donde ni las gorras ni los saludos fueran algo obligatorio. Aún así contempló con nostalgia cada tramo de ese edificio —tan majestuoso e impenetrable para muchos— como un soberbio hijo del río Potomac, antes de encaminarse a la entrada del comando central. Tres años antes paseaba por allí con sus laureles, como subido en una alfombra mágica, poderosa, como si cada corredor estuviese hecho a su medida, impartiendo órdenes con un misticismo que ensombrecía a los subalternos, haciéndolos ver pequeños, pulverizándolos de tajo, rebanándoles los sesos. El sol calentaba fuerte a esa hora del día. Era una luz brillante, que enceguecía como cuando te da de golpe en los ojos. 18

Otro guardia lo acompañó hasta la oficina del general. Se estiró un poco el impecable traje azul, igual que hacía con el camuflado cuando lo tenía puesto. —Hola, Way. Entre. Me da gusto verlo. El general Walsh, un hombre con más de treinta años al servicio del Ejército de los Estados Unidos, apostado tras un enorme escritorio atiborrado de papeles, dejó las gafas antes de incorporarse para saludarlo. —General Walsh, gracias por recibirme. Hubo entre los dos hombres un corto pero firme saludo de manos. —Veo que lo trata muy bien la vida —señaló el general, con un rígido movimiento de cabeza—. Parece de veinte. Way encogió los hombros. —No puedo negar que las cosas andan bien. Pero no como para parecer de veinte. Además, usted tampoco luce mal. —No mienta, Way. Los años no me pasan en vano —el general Walsh le enseñó un mechón de las canas—, y menos con tanta tensión a cuestas. Lo de Corea del Norte es ahora la piedra en el zapato. —Sí, estoy al tanto. Una nación difícil de roer. —Demasiado, diría yo. Hasta hace poco no aceptaban ni el más mínimo pronunciamiento. Incluso pensamos que será otro Irak. —Esperemos que no —Way reparó la pequeña réplica de los “Héroes caídos” sobre el escritorio del general antes de continuar—: Y por eso mismo, general, es que no quiero quitarle mucho tiempo. 19

—Por el tiempo no se preocupe ahora. Esa molestia me la quité de encima cuando decidí dejar sin batería a la piltrafa del reloj de pared —Way miró sobre los hombros de Walsh y pudo comprobar que el reloj no marcaba ninguna hora—. Ah, sí, también le quité las manecillas para evitar la tentación —añadió el general con una mueca—. Así el tiempo no transcurre en esta oficina. ¿Quiere acompañarme con un trago? Way no pudo disimular una sonrisa que él sabía impostada. —No, gracias. Estoy tratando de dejar la bebida. —Me asombra de nuevo, Way. Antes era difícil quitarle una copa de la mano. Con el permiso suyo, yo sí me sirvo uno. Pero, cuénteme, ¿en qué le puedo ayudar? —General, usted sabe que no me gusta andar con rodeos. Por eso iré directo al asunto: requiero apoyo para un trabajo especial en Suramérica. —A ver, Way, en qué diablos se ha metido. ¿No cree que hace tiempo terminaron para usted las misiones? —Yo sé que suena un tanto oficial, pero es la mejor manera de que me entienda. Lo que le estoy pidiendo es un favor muy personal, sin mayores complicaciones. Walsh cruzó los brazos. Era la actitud que adoptaba cuando quería entender algo. Un gesto ampuloso desfiguró su rostro. —Explíquese mejor, Way, porque me está poniendo nervioso. Uno no pide un favor sin antes contar de qué se trata. —General —Way entornó los ojos buscando en el aire las palabras precisas que convencieran a Walsh, sin confesar la magnitud de su propósito—, le sonará descabezado, pero la misión de la que le hablo está relacionada con la búsqueda de un tesoro. 20

Walsh prorrumpió en cortas carcajadas. En menos de cinco segundos contempló la posibilidad de que Way navegara en las sombras de algún tipo de locura. Muy común en los militares cuando pasan al retiro. —¿Un tesoro, Way? ¡Eso sí es extraño en usted! Debe tener algo muy grande entre manos para pedirme ayuda en cosas por las que ya nadie apuesta —volvió a servirse otro trago—. ¿Qué es lo que en realidad necesita? ¿De qué tesoro me habla? ¿Un galeón, quizá? Way se contuvo porque sintió vulnerado su ego, ya bastante derruido por culpa de aquel hombre. Entendió que para conseguir lo que solicitaba debía despertar en el general un inusitado interés. —Todo lo que puedo decirle por ahora, general, es que se trata de una joya muy valiosa, capaz de colocar en la cúspide del poder a quien la posea. Y lo que necesito no es nada que no pueda conseguirse, usted sabe: varios hombres, armas, medios de transporte y una que otra influencia. El general Walsh sonrió, haciendo de nuevo una mueca que le deformó el rostro. —Way, siempre me ha parecido usted un hombre muy racional. Pero, ¿sabe lo que me está pidiendo? ¿De cuándo acá piensa que un tesoro puede encontrarse por ahí, oculto en una cueva o removiendo tierra, cuando menos? ¿No sabe que en la historia de la humanidad son muchos los hombres que han muerto buscando tesoros? ¿Se piensa volver un Indiana Jones después de ser uno de los militares más brillantes de este país? Way miró al general sin sorpresa. Ya esperaba una reacción como esa. Con toda tranquilidad estiró el brazo y le quitó el vaso con licor de las manos. Sin dejar de mirarlo a los ojos, se bebió el trago de un solo sorbo. Walsh quedó estupefacto. —Sí, general. Si para llegar a donde quiero llegar, debo volverme un Indiana Jones, entonces sí. Dígame, ¿qué no ha hecho usted por estar ahí donde está? ¿No se siente grande con el poder 21

que da ser general del ejército del país más poderoso del planeta? ¿Usted cree que si esto que le pido fuese un juego, vendría a tratar de involucrarlo? Lo que le estoy proponiendo es que participe, sin mucho esfuerzo, de un nuevo orden mundial, con nosotros dos a la cabeza. Yo también deseo el poder, yo también deseo la gloria y que mi nombre quede registrado en la historia por eso. Lo que le propongo puede parecer absurdo ahora, pero le aseguro que no lo es. Usted me conoce: yo no inicio una misión si no la tengo ya ganada. El coronel Way hablaba con firmeza y convencimiento. En esas circunstancias solo un hombre como el general Walsh —ávido también de poder— podía serle de mucha ayuda. Ya después vería cómo lo quitaría de en medio. Way no necesitó recordarle al general su cuota de sacrificio para que él llegara a ser el Director de las Relaciones Exteriores del Estado Mayor. Aquella vez Way mintió para encubrir toda una operación de contrabando de material de guerra, donde se involucraba no solo a Walsh, sino a uno de los más enigmáticos e importantes traficantes de armas: Ernst Werner Glatt, quien fue el responsable de la mayor adquisición en el mercado negro de armas provenientes de la desaparecida Unión Soviética. Todas esas armas, con el apogeo de la guerra fría, fueron destinadas a satisfacer las necesidades de grupos guerrilleros y gobiernos tercermundistas, bajo la secreta venia de los Estados Unidos. El general, pese a no estar muy seguro de lo que hacía, consintió en ayudarlo siempre y cuando mantuviera su nombre en extrema reserva. —General —dijo estrechándole la mano—, le aseguro que pronto, muy pronto, pasaremos a la historia. Y por su nombre no se preocupe, que después de que salga de esta oficina ni de él me acordaré. Esto último lo dijo Way no por la petición del general, sino porque en verdad así lo haría. Su estrategia iba encaminada a borrarlo de una vez para siempre. 22

El general Walsh permaneció en silencio. Tras cerrarse la puerta tomó un habano de la cigarrera y lo encendió. Las bocanadas de humo ascendían una tras otra en una lenta monotonía. “Algo me dice que Way se trae mucho más entre manos. No me gusta”. 23

El Océano Pacífico, visto desde la ventanilla del avión, parecía un cuerpo prismático girando sobre sí, renovándose con cada oleaje, con aquellos mantos vegetales inmersos en las corrientes marinas como bitácoras de navíos hundidos. Harrison rechazó la cena que le trajo una diminuta azafata. A cambio pidió un jugo con panecillos franceses. Untó un poco de mantequilla de maní y comió con desgano. Al lado suyo, su compañero de viaje (de quien intuyó ser de origen español por el acento), leía sin pestañear un libro del poeta Basho, ajeno con justicia a lo que sucedía en su entorno. Harrison, como su tío, también tenía la costumbre de quitarse los zapatos para descansar. Depositó el empaque del jugo en la bolsa de reciclaje, y cerró los ojos a la vez que cruzaba los brazos. La imagen de Marieth le llegó a la memoria con la fuerza de una estampida de bisontes. La conoció una tarde en el London Eye, al sur del Támesis. Estaban apretujados en una de las 32 cápsulas de cristal, tomando fotos de casi todo Londres porque es lo único que puede hacerse desde ese sitio. A Marieth se le soltó la cámara de las manos y Harrison la atrapó en el aire con una pirueta que lo hizo caer encima de algunos turistas. Ella sonrió agradecida y él ya quiso ofrecerle los olores de las flores más exóticas. Hablaron de lo bella que se veía la ciudad bajo ese sol abrigador, del legado de la reina Victoria, de los pusilánimes y robustos hombres que recorrían ahora los pasillos del palacio de la familia real. Luego fueron juntos al parque de Richmond para meterse un poco en medio de la naturaleza y recorrer en canoa las bondades del lago. Quince días después eran novios y la ciudad solo de ellos. Evocó la primera discusión seria que tuvo con ella, todo porque no estaba de acuerdo con el tema de la tesis para su maestría. —Eso que dices es la mentira más grande que he escuchado en mi vida —dijo Marieth mientras caminaban por una de las calles del distrito de Kensington después de salir de compras. El rostro de Harrison adquirió una expresión grave. 24

—No es una mentira, Marieth. Yo solo hago un análisis retórico de la historia que quiero contar. Son hechos muy antiguos y por ende existe la posibilidad de ser creíbles, están apoyados en hallazgos y teorías de los especialistas. —Insisto en que tanta lectura te tiene lavado el cerebro —Marieth era tozuda en sus apreciaciones—. Perdóname que te lo diga de esta manera, pero, ¿Judas Iscariote entregando a Jesús porque amaba a María Magdalena y sentía celos? —Te repito, hay que estar abierto a todas las posibilidades —Harrison se detuvo en medio de la calle. Puso la bolsa en el suelo, sujetó con sutileza a Marieth por los hombros y la miró directo a los ojos—. A ver, ¿por qué te parece descabellado que Judas haya entregado a Jesús por amor y no por una simples monedas? Marieth seguía gesticulando con inconformidad. —No, no, Harrison, esa versión solo puede caber en tu cabeza. —Recuerda que en los Evangelios Gnósticos de Nag Hammadi, la interpretación de las palabras de Jesús, el papel de sus seguidores y del cristianismo primitivo arrojó más luz sobre muchas de las escuelas del culto cristiano. La perplejidad de Marieth asomaba en el rubor de su rostro. —¿Sabes lo que me estás diciendo? ¡Por Dios, Harrison! ¡No puedes mezclar la historia pura del cristianismo con el furor malévolo que han despertado ciertos cineastas y escritores en su desmedido afán de atraer incautos! Todo eso es un simple negocio. Tú eres el que no sabe interpretar la verdad. —Marieth, claro que lo sé —continuó—. Pero más que sostener las formulaciones de los estudiosos que especulan de si Jesús y María Magdalena estaban o no casados, de si fueron o no amantes, lo que yo quiero es rescatar la figura de Judas, así como otros lo han hecho con el nombre de María Magdalena cuando aclaran que no era la prostituta mencionada por los 25

evangelios canónicos como nos hicieron creer durante siglos. Si bien es cierto que estaba escrito que Judas traicionaría a Jesús, ¿por qué hacerlo por unas monedas cuando como apóstol tenía aseguradas unas comodidades que le permitían vivir con dignidad y en paz consigo mismo? La historia pregona un motivo ruin, bajo. El amor es la redención del hombre. —No, Harrison, deja de decir semejantes disparates. Parece que tuvieras el demonio dentro. Eso sí es ruin y bajo. El desespero de Harrison ante la obstinación de su novia también iba en aumento. —Marieth, escucha… Yo soy el que no cree que toda una profesional como tú no comprenda la revelación de los hallazgos ni la retórica de lo que deseo expresar. ¡Míralo desde el punto de la ciencia! Son una realidad, y muy valiosa. María Magdalena era una mujer adulta que despertaba los celos de los apóstoles (no solo el de Judas o el de Pedro), que poseía un encanto natural propio de las mujeres de Magdala de la época; entonces, ¿qué hay de malo en decir que el verdadero motivo de la traición de Judas fue su amor a María Magdalena? ¿Es tan malo contar eso? —Harrison, puede que te acepten la tesis por ser entonces otra historia de amor con un desenlace fatal; pero te aseguro que la Iglesia te va a excomulgar. —No te preocupes. Si así fuera la Iglesia misma debería excomulgarse por todos los asuntos que le han ocultado a la humanidad, por su homofobia o por los escándalos sexuales de la última década. Marieth abrió la boca con enfado. —¡Harrison! ¡No sigas! —Marieth, Harold Pinter lo ha dicho de la mejor manera al hacer referencia a un tema similar: “Para conservar ese poder es necesario mantener al pueblo en la ignorancia, que vivan sin conocer la verdad, incluso la verdad sobre sus propias vidas”. 26

El aeropuerto internacional John F. Kennedy, ubicado en el Distrito de Queens, y una de las construcciones más flamantes y grandes de los Estados Unidos, parecía un hormiguero humano. Cualquiera —siguiendo un proceso de obstinada observación—, podría preguntarse si aquellas personas iban o venían o estaban plantadas allí como una parte más de la terminal, vigilantes por si acaso; si huían de la tiranía instaurada por algún régimen propio o extraño y quisieran olvidarlo todo, hasta el nombre; si buscaban el país del sueño americano porque era un paso obligado en su devenir o en su libertad o en su condición social; si eran demonios en cuerpos humanos, impasibles de momento, preparando la conspiración que diera por sentado una real revolución de masas, una verdadera catástrofe en el país poderoso; o, simplemente, estaban allí extraviadas, abandonas a su suerte por distintos azares de la vida, inmersas en la paranoia de existir por existir o de ser sombras más que anónimas. La presencia de tanta gente viajera colocaba al inconformismo en la cúspide de los males modernos de la sociedad; esa era la sensación. Harrison sintió un escozor al tocar de nuevo suelo estadounidense. Como solo llevaba una maleta de mano, atravesó con ligereza los pasillos de la terminal aérea hasta la sala de espera. Durante el recorrido pensó que la primera comida sería una gran hamburguesa con coca-cola. Ajustó su reloj a la hora local, contemplando el aeropuerto como un bello conjunto, como “una chica y moderna metrópolis en el corazón de la ciudad”. Y vibró de nostalgia por Marieth: una nostalgia afín a una renunciación. James Portman lo esperaba con una sonrisa de felicidad y nerviosismo. —Hijo mío, me da mucho gusto verte. Harrison le dio un abrazo que le hizo recordar los tiempos de infancia. —Más gusto me da a mí, James. Estás más calvo pero la caída de pelo debe ser el precio de tu inteligencia. —No te burles de mí. Sabes bien que no es eso. 27

Ambos hombres volvieron a darse un fuerte abrazo. James respiraba con dificultad. Harrison le lanzó una mirada de interrogación. —Es la asfixia. Me tiene así desde hace un par de años. Uno termina por acostumbrarse, pero menos a emociones como estas. Eso es para que no fumes. James Portman tomó la maleta de Harrison. —Bueno, hijo, es mejor que nos movamos. Hay mucho por hacer. —Y por hablar. —Y por hablar. Sí. —A propósito, ¿a dónde vamos? —La Gran Manzana nos espera —respondió James con una sonrisa—, o al menos una parte de ella. —Está bien, pero al menos déjame calmar el antojo de una hamburguesa. No creo que el mundo se acabe por eso. —Yo tampoco lo creo... Harrison miró a James y percibió la angustia. —De acuerdo. Creo que de algún modo tienes razón. Eso que acaba de pasar en el Océano Índico me alarmó más. —Y es solo el principio, hijo. Pero compremos tu hamburguesa, que es mejor morir con el estómago lleno. —¿Qué dices? En respuesta Harrison recibió un suave codazo en el estómago. James no había perdido el gusto de bromear. 28

James Portman conducía una vieja camioneta Toyota doble cabina. La aguja del indicador de velocidad marcaba algo más de 70 millas por hora. Los vidrios de las ventanas estaban cerrados porque el frío llegaba cortante a los huesos, como si no hubiera carne o piel. —¿Acaso quieres llegar a Staten en cinco minutos? —preguntó Harrison hundiéndose en la silla y acomodando bien los pies en el suelo como para una frenada de emergencia. —Eso me gustaría —James graduó la calefacción—, pues tenemos que ir y volver lo más pronto posible. Otro vuelo nos espera. —¿Crees que estoy para más viajes? Otro vuelo terminaría por derribarme. —Deberás estarlo. Yo te dije que vamos al mismo centro de la tierra. Y eso no es una metáfora o una historia de Verne: Es una verdad. —Bueno, bueno, cuéntame ahora sí qué es lo que pasa. Siento que voy sin dirección y con los ojos vendados. ¿¡Para dónde vamos realmente!? ¿¡Qué es eso de que estamos en inminente peligro!? James Portman miró de reojo a Harrison. Su atención estaba centrada, más que en el volante, en cómo comenzar por el principio de manera que entendiera la magnitud de los hechos. No pudo evitar una mueca en su rostro. —¿Te estás riendo, James Portman? —Veo que tienes el mismo carácter de tu madre. Comienzas a preguntar y no te detiene nadie. Quieres exponer todos tus puntos de vista de una, acabar con el contrincante como en un juego de ajedrez. De eso me río, hijo. De saber que llevamos la misma sangre; que en ti perdura la esencia de la hermana que disfruté en la infancia. Pero es la misma risa nostálgica desde que tu madre murió. La misma que no me abandona. 29

Harrison contempló a James en el más expectante de los mutismos. No creía que guardara tales sentimientos ni que los exteriorizara tan de repente, ahogando la voz. Definitivamente algo sucedía. —Bueno, basta de nostalgias por el día de hoy —dijo James bajando la velocidad de la camioneta y haciendo un cambio de mayor fuerza—. Veo que ya sabes sobre el tsunami. —Solo lo que he visto por las noticias: Una verdadera catástrofe. —No hay duda que los terremotos son la fuerza más destructiva que tiene la tierra. Una fuerza impredecible —James cogió una revista que llevaba encima del tablero y la puso sobre el volante—. Toma, lee esto. Harrison leyó el titular del artículo: Apocalipsis. En una de las columnas estaba señalado lo que James deseaba que leyera: “Siempre se ha creído que es el choque de las placas tectónicas lo que origina un terremoto, pero lo que se ha descubierto recientemente es que el origen es aun más profundo y se encuentra en la zona conocida como El manto, una gruesa capa de piedras hirvientes y en continuo movimiento entre el centro y la superficie del globo. Es la zona de mayor dinamismo y se comporta como una sopa muy densa a punto de bullir, generando fluctuaciones que toman millones de años para ser visibles… Según el profesor George Stein, del Equipo de Daños Geológicos de Estados Unidos, no hay movimiento telúrico que no esté relacionado con otro”. Antes de que Harrison preguntara, James agregó: —El profesor Stein es un viejo colega y amigo mío. Este tsunami y otros desastres naturales que se produzcan en los próximos días están relacionados con El manto, en una inexorable reacción en cadena. El manto es la gran catástrofe que se avecina; es lo que va a reventar las 30

placas tectónicas del Cinturón de Fuego. En otras palabras, Harrison, la tierra, en pocos días, va a reventarse como un globo… Hubo un instantáneo silencio, como si de golpe cada habitante del planeta hubiera escuchado y en respuesta abriese la boca sin pronunciar silaba alguna, o abriese los ojos sin saber si reír o llorar. Titubeante, Harrison no sabía qué preguntar. —Y si el mundo científico ya lo sabe, ¿qué hay para controlar ese famoso manto? La respuesta estuvo precedida por otro espasmo. —Lo angustioso es que la ciencia no tiene la solución. Solo la voluntad divina, o si lo prefieres mejor, la fuerza que haya creado todas las cosas. —A ver, James: ¿De cuándo acá cambias la ciencia por religión? ¿Cómo que solo la voluntad divina puede arreglar esto? Entonces, ¿dónde encajamos nosotros? —El fondo es más complicado de lo que parece. Es verdad que descubrí que la tierra está a punto de perder su equilibro natural, pero cómo o qué hacer para retornar ese equilibro que reinaba al comienzo de la vida, es la respuesta más ambigua que tengo. La voz de James Portman pareció apagarse, como un tanto desilusionado de sí mismo. No tener todas las claves descifradas, con el planeta a punto de estallar, lo hacía sentirse impotente e inepto, como si los años de estudio y de entrega fueran una burla con voz propia. Comenzaba a oscurecer, por lo que encendió las luces bajas para iluminar la carretera. Muy pronto, con algo de suerte, el cielo estaría coloreado de estrellas y quizá podría identificar sus constelaciones favoritas. Nueva York estaba sumido en un estertor de megalópolis que borraba de la memoria del hombre moderno las huellas ancestrales de las tribus indígenas algonquinas e iroquesas. Volver al principio de la historia no sería nada fácil. —Hablar a la humanidad sobre mis descubrimientos es contradecir unas cuantas teorías que por años la ciencia ha considerado una absoluta verdad. No solo la existencia, digámoslo de este 31

modo, material de los Elementos, sino refutar la teoría de la evolución de la especies de Darwin, es decir, la idea de que todos los seres vivos se desarrollaron evolucionando mediante la selección natural sin necesidad de un creador. Por eso no puedo ir ante el mundo científico porque la prueba más fehaciente me fue arrebatada, y así la tuviera al alcance de la mano, no creo que salgan corriendo a anunciarlo. Hay intereses de por medio, intereses de muy alto nivel, que ni tú ni yo podemos alcanzar. Lo que hagamos es lo único que vale. James Portman cada vez iba desenmarañando la verdad que Harrison quería conocer. Las palabras comenzaron a brotar por más mito o fábula que parecieran. El recuento de lo sucedido en La Formación Morrison, volvió a surgir en su memoria como una dolorosa estampa... 32

La Formación Morrison, 1999 33

El teniente coronel Jeremy Way, de expresión adusta y carácter irritable como sus anchos hombros, era el encargado de mantener el orden de la zona donde se realizaban las excavaciones. Nada podía moverse sin su permiso, ya que era un hombre acostumbrado a tener el control absoluto de las cosas. Los salvoconductos para entrar a la franja de reservas de Alburquerque, en especial lo que comprometía el Camino Real o el Río Grande, debían llevar su firma, después de ser avalados por la Oficina de Administración de Tierras (BLM) y el Servicio Nacional de Parques. El grupo del antropólogo James Portman (Investigador de Proyectos de Campo de los Estados Unidos y profesor de la Universidad de Columbia, en Nueva York) había iniciado las excavaciones siguiendo un trazado de las teorías más recientes sobre la evolución humana. Para él, después de haber estudiado los distintos hallazgos humanos —desde el más antiguo como el de Neandertal—, existía un lunar negro en aquellas deducciones o teorías finales que no le permitía aceptarlas con denuedo. Por eso, La Formación Morrison, y todo aquel esplendoroso valle desértico con sus formaciones rocosas y bosques de montaña, constituía la fuente de luz que necesitaba. A escasos 30 kilómetros de donde fue hallado el Hombre de Moab —el aire esparcía la humedad de un incipiente invierno—, el grupo había encontrado, fijado en una roca, los restos de un nuevo fósil. Michael Osoritnem, profesor de la universidad de Heidelberg, tenía los ojos bien abiertos, bajo un brillo casi perverso. —Por las características del esqueleto, debe ser un Alosaurio —exclamó en medio de un deslumbramiento azaroso—. Pero esto que sobresale de su boca… —la idea que concibió en ese instante hizo que perdiera un poco la compostura—. Chris —pidió a la estudiante de Geología con tono afable—, limpia en esta parte un poco más, por favor. 34

Chris Fart accedió de muy buena gana. Para ella, así como para su compañera Carolina Batista, de nacionalidad Argentina, la posibilidad de participar en un gran hallazgo arqueológico, era un suceso que rayaba en lo sobrenatural e inyectaba adrenalina. —Llamaré al coronel Way —dijo entonces James Portman, incorporándose con dificultad—. Es importante que esté aquí para que pueda comunicar a sus superiores y de paso nos dé una mano. También es necesario que el BLM registre el hecho. Una ráfaga de viento levantó un torbellino de arena removida. Algunas hojas secas fueron dispersadas como si fueran un amotinamiento de la naturaleza. El grupo tuvo que cerrar los ojos por unos instantes. Chris Fart, arrugando la nariz por el peso de sus rectangulares anteojos, tosió con fuerza, como si hubiera absorbido toda aquella ventisca. —No sé si en este momento sea lo mejor, doctor Portman. Me parece que no es muy saludable mezclar la academia con las armas, y yo todavía no confío en ese hombre —dijo a modo de susurro el profesor Michael Osoritnem, limpiándose los ojos—. Además, no sabemos lo que podamos encontrar al final del moldeado. —Tal vez tengas razón, aunque no veo por qué dudas del coronel. Es un buen tipo, solo que tiene la milicia en la cabeza. ¡Y un bigote muy frondoso bajo la nariz! —guiñó de manera jocosa—. Pienso que un poco de seguridad nos haría bien en estos momentos. —Bueno, comunícate tú con él. Es más amigo tuyo que mío. En efecto, desde que a Michael Osoritnem le presentaron formalmente al coronel Way, durante un singular acto protocolario como apertura de las excavaciones en La Formación Morrison, y donde participaron autoridades de distintos estamentos, la sensación de estar parado frente a un hombre turbulento se fraguó en su cascarón cerebral de manera fulminante: “En los ojos tiene una marca muy oscura, como de asesino”. 35

James Portman, apaciblemente dotado de una espesa masa muscular, se separó del grupo para hacer la llamada. Cada pisada suya dejaba las pocas herbáceas aplastadas. Mientras buscaba señal en el teléfono móvil, quedó oculto por una pared de roca y arena. En lo alto de la bóveda algunas nubes se represaban, tornándose sombrías, mientras el sol perdía luminosidad. El resultado era un abanico de luces multicolores cayendo, a veces débil, a veces fuerte, sobre la esfera terrestre. El antropólogo tuvo que limpiarse el sudor de la frente porque ya formaban gotas que ardían en los ojos. Después marcó. El hombre al que llamaba tampoco era de su total agrado. —Coronel Way, hemos encontrado algo. Sería buena su presencia aquí —dijo sin mayores formalismos. —Me da buenas noticias, doctor Portman. Son las llamadas que me gusta recibir —la voz del hombre parecía sincera y amigable—. ¿De qué se trata esta vez? —Creemos que es el fósil de un Alosaurio —no quiso aventurarse a dar más precisiones—. Estamos en el moldeado. —Está bien, voy para allá. Y por favor, doctor, que nadie se mueva del sitio hasta que yo llegue. Estoy justo a mitad de camino. James Portman cerró el teléfono y lo llevó al bolsillo de la bata. “Que nadie se mueva del sitio”, protestó para sí. “Como si fuera fácil moverse del lado de la historia”. Al girar para retornar al grupo, sintió que el teléfono le rodaba por la pierna hasta caer en una fisura bajo sus pies. Al tocar el bolsillo de la bata comprobó que estaba roto. “Ahora sí la hice buena”. Con algo de dolor en la espalda y sus noventa y dos kilos, se agachó para recuperar el teléfono. Perderlo sería quedar incomunicado con el mundo porque solo allí tenía guardado los números de las personas con las que se comunicaba. La abertura no era profunda. Comprobó que 36

no necesitaba remover mucho las pequeñas piedras para ubicar rápido el aparato. Miró con cuidado que por allí no se arrastrara ningún bicho raro que significara peligro, y metió la mano. No podía disimular su fobia a los animales con aguijones. “Listo”, musitó. James Portman se quedó mirando por un momento la fisura, después de recuperar el teléfono. Un hilo de luz pareció salir del fondo de la tierra. Cerró los ojos y los abrió tras un rápido parpadeo, pensando que tal vez fuera una especie de ilusión óptica. Desconcertado, guardó el teléfono en el otro bolsillo y con las manos libres comenzó a remover más piedras, en una postura un tanto incómoda. La acción del invierno en los últimos días le facilitaba la maniobra. Una sutil locura se apoderó de él a medida que cavaba. Las ideas corrían como pinchazos eléctricos en su cuerpo. De repente, justo allí, sus manos encontraron una especie de listón de madera. No le costó mucho esfuerzo retirarlo del sitio, pese a que medía como un metro de largo. Tenía el corazón palpitando con la potencia de un elefante. A la luz del día pudo ver mejor de qué se trataba: una larga vara de madera con grabados en la corteza, similares a jeroglíficos egipcios, encerrados en un círculo. La belleza de los símbolos acentuaba la antigüedad de la vara. Los gritos del profesor Michael Osoritnem llamándolo lo sacaron de aquella fascinación. Titubeante, se incorporó con una pesadez que cada vez lo consumía más, no sin antes observar de nuevo el lugar de donde había extraído la vara. Al parecer, era todo lo que había. Sin embargo, pensó, tendría qué excavar el terreno para verificar que no se tratara de una tumba o cuando menos del depósito de más fósiles. Mientras retornaba al grupo, sentía que la tierra que pisaba era un gran manto acolchado, justo a la medida de sus pasos. —No vas a creer esto, James Portman. ¡Párate bien porque se te van a doblar las rodillas! —el rostro del profesor Michael Osoritnem era de solo felicidad—. ¡Es la inmortalidad, mi amigo! 37

Chris Fart y Carolina Batista estaban pálidas del entusiasmo. Cambiaban miradas y saltaban como en una danza india. James Portman se acercó con lentitud al lugar de la excavación. Lo que encontró lo terminó de dejar sin aliento: Allí, de la boca del fósil del dinosaurio, sobresalía otro fósil. —Sin aventurarme a lanzar conjeturas, mi querido doctor Portman, es el fósil de un homínido siendo comido por el Alosaurio. James Portman entornó los ojos hacia Michael Osoritnem. Lo que este decía, por más evidencia que existiera, era ilógico. —Es imposible, Osoritnem. ¿Un Alosaurio y un homínido, en el mismo tiempo? Debe haber una explicación —respondió algo turbado. —¡Observe bien estos huesos, mire el cráneo! —Los fósiles del homínido y del Alosaurio están fijados en la roca dura —intervino la estudiante Carolina Batista. —Mi teoría es que se fosilizaron al mismo tiempo, en el Jurásico Superior —recalcó Michael Osoritnem. Había ansiedad en sus palabras. —Eso hace 140 millones de años —razonó James Portman con un dejo de tribulación—. ¿Sabes lo que eso significa? ¿Entiendes a lo que nos exponemos? ¿Crees que…? —Y muy bien que lo sé, mi amigo. De comprobarse estaríamos dejando por el piso la teoría de la evolución de las especies. —¡Es imposible! ¡Inconcebible! ¿Te imaginas el embrollo? Refutar a Darwin a estas alturas de la vida no solo sería un suicidio, sino un lío mundial: La ciencia, la Iglesia... —James Portman levantó las manos—. No, Osoritnem. No puede ser. No nos dejemos llevar por las conjeturas. Un homínido no habría podido vivir en el Jurásico Superior, y un dinosaurio, simplemente, no pudo llegar hasta el tiempo de los homínidos. 38

—¿¡Pero quieres más pruebas!? Mira la roca, es la misma fosilización. El Alosaurio se estaba comiendo al homínido. Apuesto que murieron en el mismo evento. —Sí, Osoritnem, pero sabes que la extinción de los dinosaurios ocurrió hace unos 65 millones de años. Recuerda que el antepasado común a los hombres y los monos superiores ocurrió entre 10 y 5 millones de años atrás. La diferencia no es nada pequeña. Además, este cráneo es un poco más grande, yo diría que demasiado semejante al nuestro; es como si fuera el fósil de un hombre de nuestro tiempo. —¿Y qué tal que este Alosaurio hubiese resistido hasta la aparición del homínido que lleva en su boca? Me atrevo a decir que es casi como el Homo Erectus, solo que diferente en pocas cosas. No te niego que a mí también me sorprende. De todos modos tendremos que esperar los resultados de un concienzudo estudio. —Es mejor no dejarnos llevar por la imaginación. Piensa en lo que sucedería si damos oportunidad a que nuestros detractores tomen aliento —dijo acalorado James Portman. En ese momento recordó su hallazgo—. Osoritnem, mira esto. Lo encontré al otro lado de aquella colina, cuando llamaba al coronel. Michael Osoritnem, acostumbrado a escrutar aún lo más leve, agarró el objeto que le enseñaba James Portman. A simple vista parecía una vara insignificante, pero al revisarla con más atención, quedó obnubilado por sus símbolos, grabados en la madera con una precisión bellísima y fina. Sus ojos parecían lentes de cámara fotográfica, abriéndose y cerrándose, contemplando con fascinación cada imagen, cada trazo. Sus dedos recorrían las figuras con un deleite envidiable. ¿Acaso su Hombre de Nuevo México (como llamó al fósil del homínido), y esa extraña vara de madera, tenían un patrón en común? Las posibilidades podían darse, lo había aprendido. Su reacción contagió aún más el ánimo del grupo. 39

Carolina Batista y Chris Fart tampoco daban crédito a lo que veían. Carolina, cuya amplia sonrisa se comparaba a una tierna mazorca sin desgranar, corrió hasta la tienda de campaña, dando entrecortados saltos, para sacar de sus pertenencias una cámara con varios rollos fotográficos. Con cámara en mano volvió a la excavación y comenzó a hacer tomas desde diferentes ángulos. —Para la posteridad —dijo Chris Fart posando junto al fósil del Alosaurio. A su lado James Portman sostenía la vara. En medio de aquel destello, tres vehículos militares aparecieron por una de las brechas, ladeando la colina. La polvareda que levantaban por la velocidad en que se aproximaban daba la sensación de un espejismo o cuando menos de estar surgiendo de entre la arena. En pocos minutos estaban allí, tomando direcciones distintas. Algunos hombres, fuertemente armados, descendieron con rapidez de los vehículos y tomaron posiciones en un diámetro no mayor a doscientos metros, como si se prepararan para una batalla campal. Del vehículo de vidrios oscuros que estacionó cerca de la excavación, descendió el coronel Way. Su impecable camuflado producía respeto. Estiró los brazos y giró la cabeza en torno suyo. El aire que le llegaba infló su pecho. —Muy bien mis queridos amigos… Enséñenme lo que encontraron. En el rostro del coronel Way se dibujó una mueca que electrizó a las dos mujeres. Caminó hasta la excavación siguiendo una línea recta mientras sus pies parecían hundirse en la arena. Caminó derecho sin dejar de mirar la explanada. James Portman y Michael Osoritnem se miraron con el rabillo del ojo. Atónitos por tantas medidas de seguridad, explicaron los pormenores del hallazgo. El coronel Way revisaba cada detalle y volvía a preguntar como si dudara de las cosas que le relataban. Un extraño cambio en la actitud del coronel, quien se había apoderado de la vara, los tenía inquietos. Ordenó a varios de 40

sus hombres que inspeccionaran los alrededores, y luego pidió a las estudiantes que continuaran con el molde de los fósiles. La tarea siguió en completo sigilo. Way subió al vehículo y dejó la puerta abierta para no perder la visual. En sus manos sostenía la vara y por momentos parecía inmerso en aquellos símbolos. Desde un teléfono satelital que llevaba consigo realizó un par de llamadas. Asentía con la cabeza cada vez que hablaba. Daba la impresión de estar dirigiéndose a un superior suyo, porque lo último que se escuchó fue un “Sí, señor”. James Portman sintió que las cosas no andaban bien; temió por sus vidas. Comenzaba a creer en la desconfianza del profesor Michael Osoritnem. Lamentó no haber ocultado la vara. Al caer la tarde finalizó el moldeado. Sin duda posible, el Alosaurio y el homínido estaban fijos en la roca, y el homínido era el alimento del dinosaurio; todo en una misma fosilización. Algo así cambiaría la visión de la humanidad sobre el origen de los seres vivos. Michael Osoritnem era preso de un cúmulo de ideas reprimidas. El coronel Way ordenó a sus hombres que subieran los elementos al camión. Carolina Batista trató de tomar más fotografías pero uno de los guardias le arrebató los rollos y la cámara. El profesor Osoritnem quiso intervenir pero fue amenazado por otro guardia. Un disparo de fusil, al aire, fue el modo de disuadirlo. El coronel, parándose frente a ellos, rugió: —Como entenderán, la seguridad no solo nacional sino de todo el mundo es una tarea nuestra. Por tanto, en nombre de los Estados Unidos y de esta reserva natural, les confisco su descubrimiento para fines científicos y académicos que solo le compete a la nación —la voz de Way tenía la rudeza de su milicia. Su mano izquierda acariciaba la cacha de la pistola que llevaba al cinto—. Les recuerdo que nada de lo que aquí ha sucedió puede ser revelado. Es un secreto que 41

quedará entre nosotros. No se busquen problemas. Además, no queremos deportar a tan notables ciudadanos ni desmentirlos ante los medios de comunicación más influyentes del planeta. Vengan con nosotros hasta Albuquerque y retornen allí a sus oficios cotidianos. No lo tomen a mal. Es por el bien de todos. Se los aseguro. Mientras Way hablaba, hombres suyos instalaban explosivos en los alrededores de la excavación. James Portman y Michael Osoritnem fueron subidos al vehículo del coronel. Las estudiantes hicieron lo mismo en una camioneta. La fricción de las llantas desprendió piedras en la primera aceleración. Lo escabroso del terreno comenzó a sentirse en la espalda de James Portman. El silencio de aquellos hombres y el miedo ante lo que podría suceder, se confabularon en aquel preciso instante. El camino a Albuquerque estaba frente a ellos, ondulante como una larga serpiente. Atrás quedaba la famosa “inmortalidad” de Michael Osoritnem, cuyo rostro no disimulaba una ira demasiado contenida. Una fuerte explosión los sobresaltó en sus puestos. La columna de arena elevada en el lugar donde antes estaban los fósiles ocultó cualquier vestigio del pasado. Carolina Batista tenía los ojos vidriosos del pánico. Deseaba desaparecer, fundirse en aquella silla. Ni siquiera se atrevía a mirar a Chris Fart, impávida a su lado. Contra su pecho, Carolina Batista oprimía un rollo fotográfico. 42

Nueva York 43

Harrison no había abierto la boca ni un segundo, escuchando la historia de su tío, la versión de unos hechos que no sabía cómo interpretar. Su primera reacción fue un tanto fantástica. —Lo que me cuentas es como para titular de primera página: Paleontólogo y Antropólogo hacen el descubrimiento del siglo. La evolución de las especies de Darwin en la cuerda floja. —Harrison, deja la imaginación para otro día. Las cosas son más serias de lo que tú crees. —Pero no veo nada de malo en eso. Ustedes merecen ser reconocidos por lo que hallaron. —Puede que sí. Pero debatir la teoría de Darwin con o sin pruebas no es lo más importante. —¿No? El antropólogo fijó sus ojos en los de Harrison como clamando mayor comprensión. —La importancia del descubrimiento es la vara de madera. Harrison se revolvió en la silla, con la mirada difusa. —Esa es la conexión, la clave para entender lo que está pasando actualmente en el mundo. Y esa es la razón por la que estás aquí. Por fortuna Carolina Batista logró rescatar uno de los rollos fotográficos. Por eso, desde el mismo momento que el coronel Way y su grupo de matones se cargaron toda la evidencia —has de saber que nunca se difundió noticia alguna en los medios oficiales— me dediqué, junto con Michael Osoritnem, a descifrar la verdad, a llegar hasta los últimos acontecimientos —James tragó saliva, como si le dolieran las palabras que pronunciaba—. Y lo hicimos, o al menos eso creemos. Solo que ahora no se encuentra Osoritnem para confirmarlo. —¿Quieres decir que estás solo en esto? —No. George Stein, el del artículo que leíste, está conmigo. Él fue el que formuló lo de El manto. El profesor Stein es neutral en todo el proceso. Solo así pudo ayudarnos. Por la mente de Harrison circularon miles de ideas: Darwin… Homínido… Alosaurio… Vara de madera… El manto… Destrucción de la tierra… 44

—Trato de entender pero encuentro vacíos, profundos vacíos —manifestó Harrison, tocándose el lóbulo de la oreja derecha por una incipiente picazón—. ¿Cuál es el punto medio de todo esto? —Algo que te va a sonar más disparatado de lo que te he dicho. Y escucha bien porque no voy a volver a repetirlo. Harrison sonrió para darle ánimos a James. También para que entendiera que eran demasiadas cosas en una sola pieza. —Voy a tratar de reducir la segunda parte de la historia, aunque es más compleja: Con lo que Osoritnem y yo pudimos observar a través de las fotografías que la estudiante Batista me entregó, comenzamos nuestra investigación. Te sorprenderá saber que lo que en un inicio creímos era un homínido, no lo era; a ver, el fósil del Alosaurio, sí, y efectivamente al momento de morir se estaba comiendo al otro organismo, es decir, a un humano; un humano como nosotros pero muy antiguo y originario de una región donde ya existían civilizaciones enteras, al otro lado del continente. No puedo decirte por qué aún existía ese Alosaurio, pues en la práctica es imposible que un solo individuo de una misma especie sobreviva millones de años después, y teniendo como agravante que no se han encontrado más fósiles que confirmen la existencia reciente de otros Alosaurios. Lo cierto es que allí estaba, comiéndose a nuestro hombre antiguo —James se pasó la mano por la boca antes de continuar—. Y el hombre antiguo era un emisario del Patriarca Moisés. Harrison arrugó la frente y en un acto involuntario miró por el espejo lateral de la camioneta. Las luces de los vehículos que venían detrás lograron cegarlo. De inmediato regresó con James. —Oye, ¿me estás hablando del Moisés bíblico, el que liberó a Israel de Egipto? James, tomando el volante con más firmeza entre las manos, asintió. —Sí, el mismo. Los símbolos que desciframos de la vara fueron decisivos. 45

—Dijiste que eran como jeroglíficos, ¿no? —En efecto. En la corteza de la vara, dentro de un círculo, aparecía la figura de un hombre blandiendo una especie de báculo o vara, y en los extremos, como si formaran un cuadrado dentro del mismo círculo, los símbolos que representaban los Elementos de la Naturaleza: Tierra, agua, aire y fuego. Y en la parte inferior unos caracteres en una antigua lengua: SHEKINAH. Después descubrimos que era un vocablo hebreo que significaba algo así como “presencia de Dios”. Lo curioso es que esta palabra parecía sostenida por cuatro figuras más: Las de cuatro hombres que a la vez se asemejaban a cuatro animales. Nuestra hipótesis final fue que Moisés le encomendó a este emisario la tarea de viajar hasta el lugar en donde convergían los Cuatro Elementos, y así devolver la vara que fue bendecida por Dios en el monte Horeb, para que se pudiera conservar por siempre el equilibrio del universo —James hizo una pausa para consultar su reloj. Dejó escapar un suspiro de nerviosismo. Entonces prosiguió—: La misma vara o caña con la que Moisés apacentaba las ovejas; la misma vara con la que pudo desplegar las plagas sobre Egipto; la misma vara con la que abrió las aguas del mar Rojo para escapar con el pueblo Israelí de las manos del faraón. Para decírtelo de otro modo, Harrison, el objeto de madera que hallé ese día cerca de los fósiles del Homínido y del Alosaurio, y del que te he venido hablando, es ni más ni menos que la vara de Moisés; por eso el emisario, quien de algún modo, quizás atravesando el estrecho de Bering, esa es una incógnita que se la dejo a los historiadores, llegó al continente americano y siguió su camino hacia el sur; pero solo alcanzó la tierra de Nuevo México. —¿Un emisario de Moisés?, ¿su vara? ¿Cómo pudo llegar, intacto, un objeto de estos a nuestro siglo, sin ser antes descubierto, sin ser antes polvo de polvo? Ahora sí me dejas más desconcertado. 46

James sabía que no sería cosa de dos o tres palabras para convencer a Harrison. Él mismo tenía sus propias preguntas. Él mismo sabía que jamás tendría las respuestas, o al menos no todas con la misma claridad. —Es lo que hicimos en los últimos años —una voz camaleónica volvió a renacer desde sus adentros—. Osoritnem y yo reconstruimos parte de las figuras grabadas en la corteza de la vara; consultamos las distintas teorías sobre el génesis de la vida; los libros que hablan de las culturas y tradiciones de los pueblos más cristianos y ortodoxos; recogimos sus leyendas y mitos más significativos —una gota de sudor frío comenzó a formarse en su frente—; y fue así como hallamos una luz, una brecha: para que un hombre pueda manipular el poder de los Elementos de la Naturaleza, para que pueda emplear la vara de Moisés sobre ellos, necesita algo más: La elección divina. Pero el problema no es solo ése. La regularidad y destrucción con que cada vez se presentan los fenómenos naturales, y que ahora El manto se convierta en el fenómeno que ponga en riesgo al mundo entero, es porque los Cuatro Elementos han perdido ese equilibrio natural. Harrison, lo que pudimos concluir es que no solo la vara de Moisés le da equilibrio a los Elementos, pues de lo contrario ya no existiría este planeta, sino que hay algo más que les da ese equilibrio. Si había un emisario de la vara, la conclusión es que hay emisarios de cada uno de ellos, o mejor, una especie de guardianes conectados entre sí. Están en los dibujos, a nuestro modo de entender la simbología. Solo que no todo es tan fácil como te digo. Aún no sé cómo funciona la dinámica en todo esto. Sé que hay un desequilibrio, que existen unos “guardianes”, y allí es donde debemos apuntar antes de que la tierra o los fenómenos naturales dejen una espesa estela de muerte. —Perdóname, James, pero por muy buen antropólogo que seas, no son una o dos piezas las que te faltan del rompecabezas; son muchas —Harrison no pudo evitar hablar con ironía—.A mi modo de ver tienes armado un lío sin cola ni cabeza. 47

James sintió el calor de la sangre acumulándose en su cabeza. —Tienes razón al pensar así. Pero no creas que Osoritnem y yo nos apresuramos a lanzar juicios así no más. Y por eso mismo es que te necesito. Dos cabezas piensan más que una. Solo recogemos unos documentos que son indispensables para el viaje y que, como entenderás, no los traigo conmigo por precaución. Luego volvemos al aeropuerto. Si estamos en la ruta correcta tal vez hallemos la manera de ayudar a detener el infierno que se avecina. —De acuerdo. Pero, ¿y quiénes son esos guardianes de los que estás hablando? ¿Cómo llegaste a ellos? Deben ser personas muy importantes o sagradas para cumplir ese papel. Lo otro que no entiendo, es cómo han hecho para mantenerse en el tiempo. ¿Acaso el famoso “secreto de la eterna juventud” es otra verdad? —Mira, Harrison, ya te dije que para hallar parte de esta verdad, nos tuvimos que remontar a libros y manuscritos tanto o más antiguos que la Biblia; libros que poseen muchas semejanzas en sus historias; libros como el Corán, la Tora, el Talmud, los Misdrash hebreos, los Anales de Tácito, y hasta historiadores como Josefo y Plinio, o los filósofos que elevaron sus postulados de la creación del universo, en fin. Semejanzas que tienen que ver con los cimientos de la fe y de Dios y del fin del mundo y de los Elementos. Y esa semejanza está marcada por el número cuatro. ¿Por qué? No lo sabemos. El dato es muy curioso. Osoritnem fue el primero en darse cuenta. Hay muchos números que son punto de partida para creencias y mitos, números que poseen un “sutilísimo sentido espiritual” como el tres, el siete, el doce, el trece, el veintitrés; pero el cuatro nos causó una gran sorpresa, te lo confieso, sobre todo a mí, que no soy amante de la numerología ni de los llamados números místicos; las referencias a este número las conocía por los Cuatro Jinetes del Apocalipsis, incluso antes que de los filósofos de la naturaleza. —James, por favor —interrumpió Harrison—, ¿no crees que vas demasiado rápido? Me cuentas las cosas como si yo fuera también un experto, y no. Tu historia se complica cada vez 48

más. ¿No te estás perdiendo? Siento que hay demasiada sobrecarga en la información. Pareces un alquimista tras la piedra filosofal. Me tienes las neuronas a punto de un colapso. —Tal vez tengas razón. Pero, ¿de qué otro modo me explico? No puedo despegar tantos años de pedagogía universitaria. Y tengo que llevarte por el camino que anduve yo mismo. Con las yemas de los dedos Harrison se golpeó los lados de la cabeza. Quizá estaba siendo muy duro. —En sí, ¿cómo llegaron a la conclusión de esos guardianes? —Te confieso que en un comienzo estuvimos a punto de creer que, si existía ese lugar de reunión de los Elementos, el sitio propicio sería una fascinante ciudad enterrada bajo gigantescas higueras, en medio de la espesura de la selva y del clima tropical. Una ciudad, Harrison, de hermosísimos templos: Angkor, en Camboya, al sudeste asiático. —¿Angkor? —Te ubico. Angkor fue la capital del Imperio Jemer, entre los siglos IX y XV. Pero las constantes guerras con territorios vecinos terminaron por sepultar este formidable centro urbano bajo el verde manto de la selva —James no podía ocultar su emoción cada vez que hablaba de Angkor—. Bueno, lo cierto de todo es que en estas ruinas de más de 200 kilómetros cuadrados, se encontró lo que ha sido llamada “La Ciudad Templo”, el recinto sagrado más grande del mundo: Angkor Vat. El Templo de Angkor Vat, Harrison, es único en su arquitectura, de construcción octogonal, decorado con rosetas de loto entre los pilares del techo y con bellísimas ninfas celestiales en sus paredes, llamadas apsaras. Pero lo que lo hace especial es que posee cinco espaciosas y espléndidas torres: cuatro de ellas situadas en torno a la central, a la más alta, cuyo pico simboliza, para la cosmogonía Hindú, el centro del universo, el Monte Meru, donde habitan sus dioses. 49

—Bueno, discúlpame, James —señaló Harrison con humildad—, pero esa maravilla de la que me hablas no la tengo como referente histórico. Machu Picchu es más notable. —No te preocupes, que no eres el único en pensar igual. Solo hasta hace poco más de diez años, Angkor vino a ser declarada Patrimonio de la Humanidad. Así que prácticamente su historia es muy reciente. Además, no se puede desconocer que casi vuelve a ser enterrada pero esta vez no por la selva, sino por la guerra civil y el régimen de terror que azotó ese país. A ver, hijo, Angkor Vat y sus cinco torres nos llamó demasiado la atención, pues, como te dije, la central es considerada el centro del universo por el hinduismo. Por ende, era una construcción demasiado ostentosa como para dejarla pasar por alto, como para no dudar de que había sido una obra levantada más que por simple capricho; pero la descartamos, así como lo hicimos con los templos de los Aztecas, por dos hechos: Primero, estaba lejos de la ruta del emisario de Moisés, ya que él antes venía de esas tierras —claro que pudo extraviarse en el camino—, y segundo, siendo el aspecto más válido, es que hallamos la ruta de los guardianes, de los Hombres de ayo, como fueron bautizados por Osoritnem. Hubo un hecho, cuando nos disponíamos a recorrer cada recodo de Angkor Vat, que nos cambió el norte —James frenó su relato. Quizás Harrison veía lo que él no. Tenía la mente atestada de recuerdos—. Hijo, ahora soy yo el que te pide que aguantes tus ganas de saber toda la historia de un solo empellón. En verdad no he parado de hablar y ya me hace falta un buen trago. Además, el viaje a nuestro verdadero destino es un poco largo, o sea que tendremos tiempo. Es mejor que nos preparemos para muchas sorpresas. Harrison no dejaba de sentirse perplejo entre tanto misterio, o mejor, perdido en sus sinrazones. ¿Qué era lo que en verdad estaba pasando en el mundo mientras él se dedicaba a desentrañar las complejidades del comportamiento humano de un Judas y una María Magdalena? ¿Qué otros secretos existían? Tanta información, ¿no tendría sumido a James Portman en las 50


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